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Revista de Estudios Sociales

Print version ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.80 Bogotá Jan./Apr. 2022  Epub Apr 25, 2022

https://doi.org/10.7440/res80.2022.02 

Temas varios

Ortega sobre el amor. Un diálogo con Victoria Ocampo*

Ortega on Love. A Dialogue with Victoria Ocampo

Ortega sobre o amor. Um diálogo com Victoria Ocampo

José Javier Díaz Freire** 

**Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco UPV/EHU (España). Investigador principal del grupo de investigación del Sistema Universitario Vasco titulado La Experiencia de la Sociedad Moderna en España. Profesor titular en el Departamento de Historia Contemporánea de UPV/EHU. Entre sus últimas publicaciones se encuentran: “Amor cortés, relaciones de género y orden social en las primeras décadas del siglo XX”, en Mujeres, dones, mulleres, emakumeak. Estudios sobre la historia de las mujeres y del género, editado por Teresa María Ortega López, Ana Aguado Higón y Elena Hernández Sandoica, 19-33. Madrid: Cátedra, 2019; y “Miguel de Unamuno: la feminización de la masculinidad moderna”, Cuadernos de Historia Contemporánea, 39: 39-58, 2017. josejavier.diazfreire@ehu.es


Resumen:

En el periodo de entreguerras Ortega y Gasset se propuso construir una nueva modernidad en la que el amor habría desaparecido. Ortega establecía un estrecho vínculo entre la modernidad y la regulación de la emoción amorosa, y entre esta y las relaciones de género. La centralidad del amor en el proyecto orteguiano de rectificación de la modernidad explica la abundancia de sus escritos sobre el tema, muchos de ellos dirigidos de forma más o menos velada a Victoria Ocampo. No existen apenas estudios sobre los escritos de Ortega en torno al amor y ninguno desde la perspectiva de género. El presente artículo se inscribe además en el creciente interés dentro de los estudios de género por el tema del amor.

Palabras clave: amor cortés; amor romántico; emociones; género; modernidad

Abstract:

In the inter-war period, Ortega y Gasset set out to construct a new modernity in which love disappeared. He established a close link between modernity and the regulation of amorous emotion, and between the latter and gender relations. The centrality of love in Ortega’s project of rectifying modernity explains the abundance of his writings on the subject, many of these addressed, somewhat veiled, to Victoria Ocampo. There are hardly any studies on Ortega’s writings on love and none at all from a gender perspective. This article is also in keeping with the growing interest in the topic of love in the field of gender studies.

Keywords: courtly love; emotions; gender; modernity; romantic love

Resumo:

No período Entreguerras, Ortega y Gasset partiu para construir uma nova modernidade na qual o amor teria desaparecido. Ortega estabeleceu uma estreita ligação entre a modernidade e a regulação da emoção amorosa, e entre esta última e as relações de gênero. A centralidade do amor no projeto de retificação da modernidade de Ortega explica a abundância de seus escritos sobre o assunto, muitos deles dirigidos de forma mais ou menos velada a Victória Ocampo. Quase não há estudos sobre os escritos de Ortega sobre o amor e nenhum sobre uma perspectiva de gênero. Este artigo também faz parte do crescente interesse pelos estudos de gênero sobre a temática do amor.

Palabras-chave: amor cortês; amor romántico; emoções; gênero; modernidade

Love is wiser than Philosophy.

Oscar Wilde

Introducción

Merece José Ortega y Gasset un estudio detenido de su ars amatoria, que no son otra cosa sus abundantes escritos sobre el amor, por más que en los mismos esté ausente la casuística de las relaciones amorosas y las escenas de alcoba: “Hablemos del amor, pero comencemos por no hablar de ‘amores’”, decía al comienzo de Estudios sobre el amor (Ortega y Gasset 2004-2010, V: 457). Aunque le falte y, aun, rechace el tono ovidiano e incluso stendhaliano, sus trabajos sobre el amor compartían con Ovidio y Stendhal la misma voluntad de intervenir en las relaciones de género a través de una política del amor. La tarea, una regulación emocional de las diferencias de género, la presentaba Ortega a menudo como una psicología del amor, pero es también una fenomenología y una historia que quería someter a las regularidades de su filosofía; por eso insistía tanto en la búsqueda de la “‘esencia’, el modo único” del amor (V: 190).

El análisis de la cultura orteguiana del amor está todavía por realizarse, a pesar de algunas buenas publicaciones de las que se irá dando cuenta en estas páginas1. Tampoco este artículo puede llenar esa ausencia, tan solo intentar paliarla y, además, desde una perspectiva inédita hasta el momento: la del análisis de género. La perspicacia de Ortega, la centralidad que otorgaba a la cuestión del amor en su proyecto de reforma de la sociedad y la ubicación de la mayor parte de su literatura amorosa en el periodo de entreguerras facilitan la observación densa de un fenómeno muy a menudo trivializado como biológico o despachado sin contemplaciones como patriarcal.

La historia del amor, que es de lo que se trata en definitiva aquí, encuentra en los escritos de Ortega un terreno fértil donde revelarse. Contribuye a ello el que el autor tuviera siempre en mente a los historiadores y que deviniera a menudo uno de ellos. Su obra está llena de lo que calificaba con frecuencia como advertencias dirigidas a orientar la investigación, pero, incluso cuando no situaba al historiador como un interlocutor explícito, su estilo de escritura incluía numerosas indicaciones teóricas y metodológicas para un abordaje correcto del fenómeno de que se tratara. Así pasa con el amor. Ortega insistía hasta la saciedad en su carácter histórico: “Cada época posee su estilo de amar” o, como también lo denominaba, su “estilo de entusiasmo” (V: 36 y 37). “El amor -señalaba en otra formulación- es sobremanera climatérico” (VI: 827). Esas afirmaciones están separadas por más de treinta años, pero se repiten con insistencia; no en vano considera que todo lo humano es histórico, incluso lo referido a los instintos.

“No hay un amor natural”, decía, queriendo eliminar cualquier determinación biológica del comportamiento enamorado (VI: 827). Y lo repetía con bastante humor cuando enfatizaba que “el amor es […] una institución, un invento y disciplina humanas, no un primo de la digestión o de la hiperclorhidria” (VI: 828). Quería decir que el amor se encuentra totalmente separado de la naturaleza y que los modos que adopta caracterizan, además, el proceso civilizatorio del que son parte. Para Ortega el amor era “una dimensión de la cultura” y se complacía en compararlo, en numerosas ocasiones, con un arte (II: 631). Lo hizo, por ejemplo, en 1925, cuando decía que “parece un género literario” y lo repitió en 1952 cuando señalaba que “el modo de quererse” evoluciona “como un género literario”; y matizaba: “en cierto modo lo es” (V: 188 y 830). No llegará a desarrollar esta intuición que se nos antoja, sin embargo, muy fecunda, más allá de señalar una cierta continuidad en el amor entre el siglo XII y el XIX, y de aportar algunas características comunes a tan amplio periodo. Pero sí precisaba que la cultura del amor es anterior a la experiencia individual de este: “antes de sentirlo lo conocemos, lo estimamos y nos proponemos ejercitarlo como un arte o un oficio” (V: 467).

Ortega proponía abordar el amor como “un tema teórico del mismo linaje que los demás” y ya avanzaba que era tan “hermético” como el resto de problemas, “para quien no se acercara a él con agudos instrumentos intelectuales” (V: 183). Son estos instrumentos los que se esforzará en proporcionar2. Habrá de comenzar con la misma definición del término que encontraba aquejado por el “vicioso e inveterado uso de llamar con la sola palabra ‘amor’ las cosas más dispares” (VI: 826). Se refería, sobre todo, a la confusión entre amor y deseo, cuya disección le ocupó un buen número de páginas.

Cuando él escriba sobre el amor considerará que “está todo por pensar”, sin que eso suponga desconocer los trabajos de sus maestros Scheler y Phänder a quienes sigue y cita en numerosas ocasiones. La afirmación hay que tomarla como una definición de época: considera que faltaba en los siglos XVIII y XIX una “gran teoría de los sentimientos” (V: 457). De hecho, en su primer escrito sobre el amor de 1916 -“Leyendo el Adolfo. Libro de amor”- ya afirmaba que “nuestra época va a ocuparse del amor un poco más seriamente de lo que era uso” (II: 169). Ortega desde luego lo hará, y no por una voluntad de escribir de cuestiones que podríamos considerar regionales dentro de las ciencias sociales y las humanidades, como podrían ser el turismo y la moda -por citar dos aspectos que suscitan su atención-, sino por la centralidad que en su proyecto de reconstrucción de la modernidad otorgaba a los cambios en la emoción amorosa: “hay que acabar con la galantería, hay que superarla como la modernidad y el idealismo que fueron su cima, hay que avanzar hacia formas de entusiasmo por la mujer mucho más enérgicas, difíciles y ardientes” (VIII: 364). Esa cita resume el propósito fundamental de Ortega al escribir sobre el amor.

Se verá el alcance exacto de sus palabras, pero debe notarse el vínculo estrecho que establecía entre la modernidad -como proyecto civilizatorio-, el idealismo -la forma de pensamiento que le es propia- y el amor -que ha de entenderse como una determinada regulación emocional de las relaciones entre las personas-3. El programa de reforma orteguiano otorgaba una asombrosa centralidad a las relaciones de género, al tiempo que las hacía depender de las transformaciones que se operaban en el campo del amor. Es decir, que Ortega ligaba el futuro de la sociedad europea, americana e incluso mundial a la transformación de las relaciones amorosas. La necesidad de rechazar el amor comprometerá la economía interna de sus argumentos, lo que le conducirá a resonantes contradicciones a las que se prestará detallada atención porque revelan aspectos fundamentales del significado de género de sus propuestas de reconstrucción social.

Los escritos de Ortega sobre el amor -que se recogen en una cronología al final de este texto- abarcan poco más de una década, la de los veinte, pero incluso podría decirse que los más importantes se concentraron en un periodo aún más corto: entre 1924 y 1927. La redacción de ellos guarda un estrecho vínculo con Victoria Ocampo, a quien algunos se dirigen de forma incluso explícita. Las opiniones de ambos no pueden ser sin embargo más divergentes: donde Ortega denuncia el amor, Ocampo lo ensalza como la forma apropiada de relación entre los sexos. Para Ocampo el amor ocupaba un lugar importante en su programa feminista de reorganización de las relaciones de género. Las ideas sobre el amor de Ocampo exigen un trabajo específico, que no puede abordarse en estas páginas; aquí se trata tan solo de trazar sus rasgos fundamentales subrayando su decidida oposición a Ortega.

Al estudiar la obra de Ortega sobre el amor, este artículo quiere vincularse a un conjunto de obras ya clásicas sobre el tema, como las de Lewis y De Rougemont -contemporáneos de Ortega-, o las de Singer y Solomon; de este último, cabe destacar su insistencia en que el amor es una emoción y en que tiene un carácter histórico4: para afirmarlo se apoya, sobre todo, en la monumental obra de Singer The Nature of Love, quien realiza un repaso de toda la historia del amor desde la Antigüedad al presente utilizando principalmente fuentes literarias y filosóficas (Singer 2009). Pero este trabajo busca, ante todo, sumar esfuerzos con la preocupación feminista sobre el amor, que se remonta a las precursoras del feminismo de los años sesenta, como Beauvoir, Millet o Firestone; continúa con autoras tan importantes como Kristeva o Irigaray, y desemboca en un renovado interés actual por el tema.

Este interés, que no se limita, sin embargo, al ámbito del feminismo -como ponen de relieve autores como Petersen, Kandashev o Bojö-, requiere, en opinión de Toye, superar una cierta resistencia dentro del feminismo académico a tratar el tema del amor. Para ello aboga por “reconcebir” el lugar que el amor debe ocupar en la teoría feminista e invita a abandonar “asunciones estereotipadas” e “incómodas aversiones” que impiden situarlo como un objeto válido de investigación (Toye 2010, 40 y 50). En efecto, hasta hace pocos años el feminismo ha tratado el amor solo como un poderoso instrumento de sometimiento de las mujeres. Este legado es particularmente acusado en lo que respecta al feminismo de la segunda ola, pero puede retrotraerse a parte de este movimiento en los años veinte y tiene raíces incluso anteriores.

No se trata de abandonar, como señalan Ferguson y Toye, los aspectos patriarcales que quepa encontrar en el amor, sino de enfocar también aquellos otros que puedan ser positivos y productivos para la causa de las mujeres. Es ahí donde quieren situar esta nueva área de investigación que acuñan como feminist love studies (2017, 5); para desarrollar estos estudios feministas sobre el amor han creado incluso una plataforma: The Feminist Love Studies Network. Estas autoras están convencidas de que el amor es una cuestión candente para el feminismo, por eso Jónasdóttir y Ferguson (2014) señalaban recientemente que el amor es una question para el feminismo del siglo XXI5. Este artículo se sitúa en ese ámbito de preocupaciones, pues quiere contribuir a una reconsideración del lugar que se ha atribuido al amor en la creación y el sostenimiento del orden de género6.

Amor nuevo. La propuesta de Ortega y la contestación de Victoria Ocampo

La necesidad de promover una nueva forma de amor, una nueva ars amatoria, justifica la enorme atención que Ortega dedicó al fenómeno del amor en la década de los veinte7. Tal propósito aparece ya, y de forma explícita, en su primer texto de 1916: “yo espero de la meditación del erotismo su purificación” (II: 170). Y continúa incólume a la vuelta de Argentina, donde conoció a Victoria Ocampo, de quien se había enamorado y a quien dirigirá muchos de esos escritos sobre el amor8. En “Para la cultura del amor”, escrito en 1917, explicaba el sentido de los cambios que habrían de producirse en esa emoción, y en el conjunto de la vida social, diciendo que: “tenemos que preparar el nuevo progreso con una sabiduría de perspectiva”. Antes había dicho que en la consideración del amor se cometía “un error de perspectiva”, que él obviamente se proponía reparar (II: 277). Con ese concepto, al que otorgaba una gran complejidad, Ortega quería hacer prevalecer los derechos del presente sobre el pasado y el futuro, y los de la realidad sobre lo ilusorio.

Se trataba de construir un cortafuegos antiutópico en defensa de una realidad a la que consideraba, sin embargo, multiforme. La tarea se extendía a toda la vida social. Lo explicó muy bien en 1923 en “El tema de nuestro tiempo”, donde señala que el objetivo es construir una “mecánica espiritual nueva”, es decir, una nueva forma de estar en el mundo que “sustituirá a la racionalista” porque esta última conducía a la revolución. Pero ese cambio implicaba “una nueva cultura” a la que denominaba “biológica” porque reivindicaba la vida, pero esta entendida como el conjunto de limitaciones del aquí y el ahora que se perdían por la falta de perspectiva. “La razón pura -afirmaba- tiene que ceder su imperio a la razón vital”. O, lo que es lo mismo, la razón había de hibridarse con la vida, pero para limitar las infinitas posibilidades del pensamiento racional. Quedará claro cuando resuma todo el proyecto: “El tema de nuestro tiempo consiste en someter la razón a la vitalidad, localizarla dentro de lo biológico, supeditarla a lo espontáneo” (III: 593).

Es el mismo programa que tenía para el amor y, por tanto, para la denominada entonces cuestión femenina; lo que sitúa todo el raciovitalismo no solo como una respuesta al desorden social y al peligro revolucionario del periodo de entreguerras, sino al desorden de género que lo acompañó. Para comprobarlo basta con recordar que, en Ortega, lo corporal era una de las acepciones de la vitalidad y que, así como planteaba someter la razón a la vitalidad, para la mujer proponía también “reintegrarla al cuerpo” (III: 740)9. Sorprende un poco porque implica de facto situar a la mujer y la razón en el mismo plano, algo que rechazaba rotundamente; pero hay que tomar este desarrollo como una de las vacilaciones inevitables de su pensamiento y de toda metafísica: al construirse como un cultivo muy sofisticado de las oposiciones binarias, estas se alinean en ocasiones de forma incongruente.

Ortega quería organizar una nueva salud -aquí demuestra su magisterio en el uso del castellano empleando el término en su acepción de “actos y expresiones corteses”-, lo que consideraba “imposible si el cuerpo no sirve de contrapeso al alma” porque esta última tendía a la expansión utópica. Lo clarificó unas líneas más adelante: “el cuerpo significa un imperativo de realización que se presenta al espíritu” (III: 740). Vacilaba otra vez: en esta ocasión entre alma y espíritu, que aquí se igualan frente al cuerpo, que se mantiene como límite. Ahora el cuerpo es límite del amor, porque esa nueva salud es una nueva organización del amor y, por tanto, de las relaciones de género. La importancia de la empresa queda fuera de toda duda. “Yo creo que esta integración del sentimiento [léase: amor], este ensayo de fundir el alma con la carne, es la misión de nuestra edad” (III: 740).

Todo el orden social y todo el orden de género dependían, en la óptica de Ortega, de esa remisión al cuerpo. Se trata no de un argumento circunstancial, sino de uno capital en la cosmovisión orteguiana -valdría decir, en la filosofía de la historia de Ortega- que él mismo resume cuando señala que: la “inclinación a anteponer el cuerpo o el espíritu es uno de los síntomas más radicales que definen un tiempo histórico” (IV: 39). Ortega no se limitó a observar ese vaivén; toda su obra trata de inclinarlo hacia un lado del fiel, el del cuerpo, pero convencido de que, de este modo, coincidía con la propia marcha de su tiempo. Lo recogió con la máxima nitidez en La rebelión de las masas, cuando dice: “hoy se prefiere el cuerpo al espíritu”. Además, enfatizó de seguido: “no creo que haya un síntoma más importante en la existencia europea actual” (IV: 65).

Ortega creía que, a partir de 1900 -a veces lo retrotrae hasta 1880-, ese movimiento pendular del tiempo histórico se había desplazado a favor del cuerpo. Lo detectaba, principalmente, en la aparición de un “nuevo amor” que ya era muy visible en los años veinte y treinta (IV: 38). Este novedoso “estilo de entusiasmo” venía de la mano de la generación joven y en abierta ruptura con lo que denominaba “nuestro amor”: el modo sentimental de los formados en el siglo precedente (IV: 37-38); Ortega nació en 1883. Este nuevo amor confirmaba sus pronósticos: “la nueva moda amorosa […] más bien parece la negación del amor”. Se trata de una afirmación de la que solo se debe tomar su valor prescriptivo; su veracidad histórica debe quedar en sordina. Pero era una idea con la que estaba muy comprometido: “el amor está en baja. Empieza a no llevarse”, decía en 192610 (VI: 35 y 38). Y lo repitió ampliado mucho tiempo más tarde, en 1952: “no podemos identificar los enamorados europeos de hace cincuenta años y hoy” (VI: 830).

Encontraba un “corte tan radical” en lo que denominaba “estilo de amar” que, en su opinión, cuestionaba la continuidad del amor tal y como se había conocido en Europa desde su invención en las cortes provenzales: “Se ha producido el cambio más profundo desde el siglo XII en la figura occidental del amor” (VI: 830). Con ello quería decir que el legado del amor cortés, presente en las formas de amor contemporáneas, estaba desapareciendo; que se estaba verificando una quiebra en la gramática del amor cortés. Lo constataba para celebrarlo y lo estudiaba para profundizar en ello; dedicó dos importantes trabajos a esta tarea durante los años veinte: el epílogo al libro de Victoria Ocampo De Francesca a Beatrice de 1924 y la segunda parte de “Para la historia del amor”11 de 1926.

Son contribuciones pioneras y muy valiosas al estudio del amor, y del amor cortés en particular, pero ello no obsta para que tuvieran una orientación política muy determinada: la de intentar sustituir el amor cortés por ese amor nuevo que ya vislumbraba caracterizado por la primacía del cuerpo sobre el espíritu. Su dictamen es inequívoco: “el ‘amor cortés’, descubierto y cultivado en las famosas ‘cortes de amor’ desde el siglo XII, es una forma extrema de erotismo espiritualista” (IV: 39). Se proponía, en consecuencia, erosionarlo. Como el legado cortés lo personalizó en muchas ocasiones en Dante, el rechazo a la “cortesía” adoptó, a menudo, la forma de una crítica a su obra: “el estadio de la evolución sentimental que él representa no puede ser el último” (III: 739); no podía aceptar el “amor gentil” que Dante defendía porque lo hallaba “por demás espiritado” (IV: 40).

Ortega vinculaba el nacimiento y la continuidad del amor cortés al surgimiento y desarrollo de la modernidad y del mismo sujeto moderno. También se lo atribuía, en consecuencia, a Dante: “hay además en nuestro poeta un comienzo de la propensión racionalista que va a imperar en el Renacimiento, y luego en toda la modernidad” (III: 740). Se debe leer esta sentencia como una crítica; forma parte de su apuesta por una nueva modernidad. Pero no deja de contener un reconocimiento, ya que para Ortega la cultura de la cortesía, desarrollada en torno al amor cortés, era “uno de los hechos decisivos de la civilización occidental” (III: 726). Tampoco le dolían prendas a la hora de reconocer el protagonismo femenino en su gestación: la entendía como una creación de “hembras civilizadoras”, de “mujeres sublimes” (III: 727).

Pero eso tenía inevitablemente unas consecuencias de género. Por ello, dentro de la causa general que Ortega organizó contra el amor cortés, lo que más le reprochó fue el desbaratamiento del orden de género que provocaba. No le cabía ninguna duda de que la cortesía implicaba una “nueva relación entre los sexos” (III: 727). Tampoco dudaba del sentido de esta: “el hombre se complace en considerar a la mujer como algo superior a él. Se le rinde culto”. Este desequilibrio de género lo encontraba en el mismo seno del amor cortés, debido a que, según explicaba, “se proyecta sobre la relación sentimental entre ambos sexos la idea de ‘señorío’”, por la que “la mujer es ‘señora’ y el hombre su vasallo”, y se traducía en que en el amor cortés era mucho más importante el amor que el deseo, aunque este último no desapareciera (III: 831).

La cortesía inauguraba un periodo femenino en la historia que, aunque con vaivenes, daba un tono femenino al conjunto de la modernidad. Frente a todo ello, Ortega quería organizar una nueva salud, un nuevo tiempo masculino, fundado en un amor nuevo que hubiera implicado un nuevo orden de género. La mejor expresión de esta propuesta está contenida en el “Epílogo al libro De Francesca a Beatrice”. No es de extrañar que lo haga en su comentario al libro de Ocampo: la biopolítica orteguiana implicaba la construcción emocional de un cuerpo que inhibiera el sentimiento amoroso frente al impulso sexual; la de Ocampo tenía exactamente el sentido contrario. Por eso, mientras que ella defendía el amor cortés, Ortega lo desechaba por demasiado espiritual y pretendía corporeizarlo.

El libro de Victoria Ocampo tomaba como pretexto la Divina comedia de Dante para reivindicar el amor cortés, pero no como una reliquia del pasado, sino como una forma de organizar las relaciones interpersonales de su tiempo con un determinado sesgo de género. Ocampo se mostraba convencida de que la “suprema aspiración del amor humano” radicaba precisamente en “la abolición de la distancia entre dos seres” y se cuidaba mucho de confundir ese amor, que incluía la relación sexual, con la sexualidad misma: “La distancia -precisaba- no puede ser abolida en la carne, o por la carne” ([1924] 1928, 121). Lo escribió en 1921 y lo publicó en castellano en 1924 (Steiner 1999, 55 y 62)12. Su toma de postura en el debate contemporáneo sobre el amor era ya inequívoca entonces, pero adquirió mayor realce en 1931, en un texto donde rebatía a Ortega y que tituló de forma harto elocuente: “Contestación a un epílogo de Ortega y Gasset”.

Se puede leer como una réplica feminista a las posiciones orteguianas; no en vano, Ocampo confesaba que, “en cuanto la ocasión se presenta (y si no se presenta, la busco), ya estoy declarándome solidaria del sexo femenino” (1935, 15)13. En esta oportunidad la defensa de los intereses de las mujeres continuaba, como en el libro, en la forma de una defensa del amor frente a la mera sexualidad, pero de una manera todavía más clara: “hablar de amor sexual [amor cortés] eliminando el cuerpo o eliminando el alma es hablar de otra cosa”. Consideraba el amor como el “resultado de una combinación” entre sentimiento y deseo que ejemplificaba con la deseada sonrisa de Beatriz: “Quien desea besar una boca sonriente puede no sentir amor. Pero quien desea besar la sonrisa de una boca, ‘il disiato riso’, no puede sino amar. Ahí radica toda la diferencia” (1935, 207-208).

Ocampo identificaba correctamente que el nuevo amor de Ortega no era amor, sino deseo. Por eso incluía esas reflexiones en un rechazo frontal a las pretensiones orteguianas. No podía ser más explícita y contundente; frente a la propuesta de Ortega de organizar una nueva salud, le preguntaba: “pero no cree usted que en los días que corren habría que convencer a la gente más bien de lo contrario? ¿Y que es el alma la que debería hacer contrapeso al cuerpo?”. Y concluía: “me parece, pues, que un alegato a favor del cuerpo no viene al caso en un momento como el presente” (Ocampo 1935, 206)14. Los separaban distintas posiciones de género que se expresaban en diferentes consideraciones sobre la vigencia del amor en la sociedad contemporánea.

La crítica orteguiana del amor romántico y sus contradicciones

Ortega no podía sino negar el amor, pero no se limitó a rechazar el amor cortés; su verdadero objetivo era desacreditar el amor romántico, del que aquel no era sino un ilustre antecedente. Para entenderlo basta con recordar una observación suya de la máxima importancia: “hablando en rigor, el siglo XIII [el del amor cortés] y todos los demás pretéritos solo existen para nosotros dentro del siglo XIX”. La enseñanza es cristalina y atañe tanto al valor de la tradición como a lo que Benjamin llamara la redención del pasado. Aquí ayuda a entender por qué el grueso de su reescritura del amor se hizo teniendo como diana la obra de Stendhal. Para Ortega, el siglo XIX era “el único enemigo” porque solo él contenía las formas de amor precedentes en forma viva (II: 165).

Dentro de la producción amorosa de ese siglo, Stendhal ocupaba un lugar muy destacado, sobre todo por la popularidad de su libro Del amor. Lo reconocía abiertamente Ortega: “De l’amour es uno de los libros más leídos”, y aseguraba hallarlo entre quienes aspiraban a “ser especialistas en amor y han querido informarse” (V: 466)15. Pero cuando describía esos tipos humanos solo encontraba mujeres, a las que calificaba como “doctoresas del amor”: marquesas, actrices o damas cosmopolitas. Además, detectaba en ellas, y en Stendhal -que se ve de este modo feminizado-, un modo trivial de acercarse al amor: “en la doctrina del amor solo interesa a esta [la mujer] -como a Stendhal- la menuda psicología y la anécdota” (V: 472). Frente a esto se alzaba la superior teoría cosmológica del amor que él se proponía formular16.

En la primera frase de “Amor en Stendhal” Ortega afirmaba que el escritor francés “tenía la cabeza llena de teorías”. Podría haber dicho lo que probablemente insinuaba, que la tenía llena de pájaros, porque se empeñó seguidamente en desacreditar su aptitud para la reflexión; por eso afirmaba que “sus teorías son canciones” o que revelan “la insuficiencia de su horizonte filosófico” (V: 465 y 478). Con todo ello, se trataba en realidad de arramblar con la idea stendhaliana del amor pasión; la mejor expresión del concepto de amor romántico. La prueba estaba en que también criticaba acerbamente las Afinidades electivas de Goethe y, sobre todo, el Werther, que pueden considerarse expresiones tempranas de ese nuevo amor decimonónico. A propósito de esta última obra comentaba que “urge devolver al vocablo ‘pasión’ su antiguo sentido peyorativo” (V: 187).

Cabe suponer que Ortega identificó el fondo cortés de la obra de Stendhal. A decir verdad, no era muy difícil; bastaba con mirar el índice del libro y encontrar en el apéndice tres pequeños apartados dedicados a recoger elementos fundamentales de la cultura cortés, como una referencia a las cortes de amor, los preceptos del código de amor del siglo XII y unos datos sobre Andrés el Capellán, autor del Libro del amor cortés, probablemente la obra que mejor resume todo ese universo amoroso (Stendhal [1822] 2011, 450). Pero Ortega no vinculaba expresamente a Stendhal con el acervo cortés; su crítica se centrará, sobre todo, en la teoría de la cristalización stendhaliana; ella misma de filiación cortés. Y todo ello a pesar del enorme mérito que le reconocía como novelista17.

Para Ortega, la teoría de la cristalización era de “una superlativa falsedad”. Así lo afirmaba en el apartado más importante de sus Estudios, aunque una opinión muy semejante la había anticipado dos años antes en Las Atlántidas. Ya entonces definía la cristalización como depositar “sobre la persona querida cuantas perfecciones hemos imaginado” (III: 753). No se trata ahora de valorar si esta y el conjunto de opiniones de Ortega hacían justicia a Stendhal -Consuelo Bergés, la más importante stendhaliana española, creía que no (Bergés 1983 a, 6-7)-18, sino de determinar por qué Ortega insistía tanto en “dar al traste” con ese concepto de amor. “En resumen -decía Ortega-, esta teoría califica al amor de constitutiva ficción” porque proyecta sobre la persona amada “inexistentes perfecciones” (V: 476 y 466).

Ortega podía haber tenido una opinión menos severa. Él mismo reconocía la proximidad entre la concepción de Stendhal y la definición platónica del amor como anhelo de belleza, y precisaba que el concepto clásico de belleza implicaba una búsqueda de la perfección no únicamente corporal. La diferencia parece estar en que en el caso romántico esta belleza se imagina y en el clásico se reconoce su existencia. Pero podía, también, haber recurrido a Scheler -ya se ha señalado su influencia en la obra de Ortega- cuando afirma que “es justamente el amante quien ve más cosas que los otros, y es él y no los “otros” quien ve lo objetivo y lo real” (Scheler 2002, 61). De acuerdo con ello, el “error garrafal de observación” que encontraba en Stendhal hubiera debido atribuírselo (Ortega y Gasset 2004-2010, V: 476). Pero esto hubiera debilitado un aspecto fundamental del análisis orteguiano, el que vinculaba la teoría del amor decimonónica con el sentido general del siglo y, aún, de la modernidad.

Sostener que para Stendhal “amar sería equivocarse” era básico, porque hacía del amor como cristalización “una mera proyección del sujeto”, y así era fácil calificar esa doctrina amorosa como una “secreción típica del europeo siglo XIX”, en la que hallaba sus dos rasgos más característicos: “idealismo y pesimismo”. Eso le permitía, además, buscar para Stendhal inopinados compañeros como Taine, Darwin y Marx (Ortega y Gasset 2004-2010, V: 466-467). Pero, sobre todo, volvía a situar la tarea de modelar el amor dentro de los propósitos más acuciantes del momento histórico en que vivía porque, como no se cansaba de afirmar, “nuestra época, necesita, desea superar la Modernidad y el idealismo” (VIII: 334).

En los párrafos finales de “Amor en Stendhal” -que firmó en agosto de 1926-, Ortega se preocupó por remarcar que el objeto de sus críticas había sido no el amor, sino el enamoramiento, al que definía como “un estado mental inferior” que puede alcanzarse “sin efectiva intervención del amor” (V: 495). Una parte importante de todo el tratado, casi la totalidad de este -aunque sobre todo el apartado IV-, puede resumirse en esas palabras. En efecto, Ortega echa el resto contra el enamoramiento y se empeña en distinguirlo del amor, porque encontraba ahí la causa de la cristalización y un modo, se supone que eficaz, de desacreditarla; se verá que quizás construir esa diferencia no fue una herramienta tan efectiva, pues se revuelve contra quien la esgrime.

Lo que, según Ortega, otorgaba al objeto de amor “cualidades portentosas”, lo que desataba el proceso que daba lugar a la cristalización como superposición de perfecciones, era un “exclusivismo de la atención” (V: 479-480). Ocurría que la persona enamorada fijaba su curiosidad en otra que devenía así su objeto amado. Pero ese atender era excesivo, anormal, lo que permitía a Ortega definir el enamoramiento como un “estado anómalo” de la atención, precisamente porque esta se halla circunscrita a una única persona (V: 479). El tono que adoptaba era netamente prescriptivo y revelador: “reprimamos los gestos románticos”, recomendaba, mientras pedía reconocer en el enamoramiento “un estado inferior de espíritu, una especie de imbecilidad transitoria” (V: 481). En su afán por denigrar el enamoramiento lo asimilará también a la manía: “cuando la atención se fija más tiempo o con más frecuencia de lo normal en un objeto, hablamos de ‘manía’” (V: 479).

El problema de este último argumento es que el núcleo de la crítica al amor del mundo clásico, de Platón a Ovidio, consistía precisamente en considerarlo una manía; de hecho, ahí radica el tono humorístico que caracteriza el Ars amatoria. Amor y enamoramiento convergían de forma inesperada cuando se trataba de separarlos, lo que indica un deslizamiento en su obra entre amor y enamoramiento. Es fácil probarlo. Basta con repasar la doctrina que exponía en uno de sus textos más importantes sobre el amor: “Para una psicología del hombre interesante”. En este artículo de 1925, y que no forma parte de los Estudios, a pesar de ser contemporáneo de estos, decía que “el amor de enamoramiento” era “el prototipo y cima de todos los erotismos”, es decir, de todas las especies del amor. No había diferencia entre amor y enamoramiento, que se funden en ese nuevo concepto, ni tampoco duda sobre el tipo de vínculo entre amante y amado que implicaba: el amor de enamoramiento “se caracteriza por contener a la vez estos dos ingredientes: el sentirse ‘encantado’ por otro ser que nos produce ‘ilusión’ integra y el sentirse absorbido por él hasta la raíz de nuestra persona” (V: 195).

Poco después de volver de Argentina, donde la conoció en 1916, Ortega confesó a Victoria Ocampo: “al sentirme desterrado de usted me parece que me empujan fuera de mí mismo” (Ocampo 2016, 179). Estaba describiendo su amor por ella. Dada la profundidad de ese amor, no es de extrañar que se otorgue una importante dimensión biográfica a los escritos de Ortega sobre el tema. Los rescoldos de ese amor, o quizás el amor mismo, parecían reaparecer en su “Meditación de la criolla”, de 1939, cuando señalaba que “el amor es siempre delicia y estrago” (IX: 258). Es sabido que para Ortega la criolla, como símbolo de la mujer latinoamericana y emblema de la feminidad, estaba encarnada en Ocampo, así que esas palabras parecían teledirigidas19. Además, en algunos de sus escritos la aludía directamente, llamándola señora. Pero, sin descartar del todo el peso biográfico, la literatura amorosa de Ortega está lejos de reducirse a una confesión velada. Se trata más bien, como se ha indicado, de una biopolítica y esta tiene sus propias exigencias; así que cuando Ortega se vea precisado a rechazar el amor en su proyecto de reconstrucción de la modernidad, dirá que es un “fuera de sí” más femenino que masculino (V: 490-491). Parece una contradicción con lo afirmado en la carta y lo es: tan grande como afirmar “no creo” en el amor, al tiempo que escribía a Ocampo totalmente enamorado (II: 280).

Esa contradicción adquiere, sin embargo, su verdadero tamaño cuando la vinculamos a la importancia que Ortega atribuía a una correcta definición del amor, algo urgente dado el uso dispar de la palabra y su oculto origen etimológico, que se escondía, según explicaba, en la cultura etrusca, seguramente con el significado de relación sexual. A pesar de sus esfuerzos y su rigor conceptual, al definir el amor Ortega volverá a contradecirse, como lo hizo al describir el enamoramiento o lo hará cuando diserte sobre el don Juan. “Todo lo que es diferente en el ‘amor a la ciencia’, y en el ‘amor a la mujer’, no es propiamente amor”, declaraba en uno de sus textos fundamentales sobre el amor (V: 477). Justo lo contrario de lo que afirmó un tiempo antes, cuando comparando el amor sublime (el de Dios, la ciencia y el arte), el amor corporal (el sexual) y el amor entre personas señalaba: “¿cómo no advertir que este tercer amor es en lo esencial distinto de aquellos otros dos?” (II: 276).

Enseñaba Spivak que “solo es posible leer a contrapelo si existen ciertos desajustes en el texto que nos señalen el camino” (2008, 54). Aplicaba así la máxima derridiana que proponía obrar en la vacilación, en el temblor de los distintos sistemas de pensamiento para deconstruirlos desde dentro (Derrida 2008, 32). Ortega temblaba -se contradecía- al hablar de amor porque dentro del enamoramiento y el amor se ocultaba el significado de género de esa forma de relación. La contradicción emerge de forma muy clara en la definición orteguiana del amor; una definición estrechamente dependiente de su deuda con Phänder, una de las fuentes germánicas de su pensamiento sobre este tema20.

El “síntoma supremo del verdadero amor”, explicaba Ortega, es “un estar ontológicamente con el amado”. Como es un término arduo, se conformaba con transmitirlo como un “estar al lado de lo amado” y precisar que esa contigüidad iba más allá de lo espacial: “no es, por sí misma, unión física, ni siquiera proximidad” (V: 471 y 461). Lo que no le impedía añadir en otro lugar que el amante se halla “disuelto, fundido, poseído” en la amada (II: 279). Pero esa coincidencia implica un desplazamiento que haga posible la reunión de los amantes; por eso decía que “en el amor […] emigramos virtualmente hacia el objeto. Y ese constante estar emigrando es estar amando” (V: 460). Definía así el amor como un movimiento hacia el objeto amado, le daba un carácter “transitivo” por el que, según explicaba, “nos afanamos hacia lo que amamos” para afirmarlo (V: 477). “El amor fluye en una cálida corroboración de lo amado”, a diferencia de lo que ocurre con otras emociones como el odio, que son también un movimiento, pero en detrimento de su objeto (V: 461).

El amor es un movimiento que, para ser verdadero, ha de tener una dirección precisa. Lo protagonizaba Ortega diciendo: “soy yo quien va al objeto” y matizando: “no ella hacia mí, sino yo gravito hacia ella” (V: 473). Diez años después de la carta a Ocampo repetía los mismos términos que empleara entonces: “en el acto amoroso, la persona sale fuera de sí”. E insistía: “amor es gravitación hacia lo amado” (V: 458). Ortega dedicó todo el primer trabajo de sus Estudios a explicar lo que denominaba “facciones” del amor. Se refería a los rasgos que adopta esa emoción y que resumía así: “son centrífugos, son un ir virtual hacia el objeto y son continuos o fluidos” (V: 460). Se podría concluir, por tanto, que Ortega entendía el amor esencialmente como un movimiento constante hacia un objeto. Pero ese movimiento y el amor mismo tenían un contenido de género muy determinado.

Para Ortega el amor era femenino. Sentir amor, expresar amor era, en su opinión, un rasgo femenino. Lo afirma de modo taxativo cuando señala “la tendencia de la mujer al misticismo, a la hipnosis y al enamoramiento” (V: 493). A los hombres los colocaba en el extremo opuesto, pero en diferentes grados, que sintetizaba diciendo que “hay dos tipos irreductibles de hombres: los que sienten felicidad como un estar fuera de sí, y los que, por el contrario, solo se sienten en plenitud cuando están sobre sí” (V: 490). No hace falta recordar que ese fuera de sí lo consideraba el rasgo definitivo del amor, el que él mismo utilizaba para declararse a Ocampo.

“El afán de salir ‘fuera de sí’ ha creado todas las formas de lo orgiástico: embriaguez, misticismo, enamoramiento, etcétera”. A ello enfrentaba otras actividades que producían un estar sobre sí y que iban -seguro que sonreía al escribirlo- “desde la ducha hasta la filosofía”. Lo explicaba más técnicamente a través de las diferentes relaciones posibles con la obra artística. Así distinguía a los partidarios del “arte extático”, para quienes experimentar el arte era “emocionarse”, de aquellos otros que procuraban el conocimiento de la obra artística a través de “una fría y clara contemplación del objeto mismo” (V: 491). Volvía a distinguir entre percepción y apercepción. Y se decantaba claramente por este segundo modo de estar en el mundo.

La verdad es que tal opción le venía de lejos; ya en su primera obra dedicada al amor, justo antes de mencionar que buscaba purificar el amor a través de la meditación, eligió “contemplar” como el procedimiento adecuado para realizarlo, porque es la “sola actitud del hombre en que este trata con los objetos sin fundirse con ellos” (II: 170). El no fundirse implica la negación del amor, pero tiene, sin embargo, algunas ventajas para el sujeto: “contemplar es superar lo contemplado, libertarse de su influjo, inmunizarse contra sus poderes”. Ortega conocía las consecuencias alienantes que esta forma de relación con el mundo tenía para lo contemplado: primero, que devenía objeto y segundo, que “cuando algo es solo objeto, es solo aspecto para otro y no realidad para sí” (V: 126). Sin embargo, no dudará en proponer ese procedimiento para acercarse a la criolla, es decir, a la encarnación de la feminidad que personificaba en Ocampo: “se trata de no encantarnos y de resistir […], guardar distancia de la criolla y poder verla y decir lo que vemos” (I: 234).

Para Ortega el amor era femenino, necesitaba en consecuencia una forma de relación entre los sexos netamente masculina que tradujera la prioridad del cuerpo y evitara los riesgos de la relación propiamente amorosa con el mundo. Encontrará una vía, algo alambicada, de contar sus ideas oponiendo a Stendhal y Chateaubriand en la segunda parte de sus Estudios -y en el resto de su obra, a través de la figura de don Juan-; también era un modo de optar entre diferentes legados del siglo XIX e, incluso, entre diferentes expresiones del romanticismo y, obviamente, una forma más de negar el amor romántico, criticando de nuevo la teoría de la cristalización. El argumento ahora se centrará en hacer depender esa teoría de las vicisitudes biográficas de Stendhal, del hecho de que, según afirmaba Ortega, “Stendhal no consiguió ser amado verdaderamente por ninguna mujer” (V: 470)21.

Este dato, que afirmaba tomar de la biografía de Bonnard, y que ha sido puesto en cuestión por diversos autores posteriores, le condujo a identificar un “error radical” en la teoría del amor stendhaliana y a atribuirlo a la incapacidad de Stendhal de ser amado; en otros lugares cifraba el origen de la teoría en la propia ideología amorosa del romanticismo, es decir, en la propia voluntad de Stendhal de amar: sería una teoría de los amadores del amor. Omitía, sin embargo, que la que se podría decir incompletud del amor de Stendhal, que ese amor no se realizara, lo aproximaba aún más a su fuente en la literatura cortés; porque en muchas ocasiones el amante cortés, como por cierto le ocurriera a Ortega, no era correspondido. Frente a Stendhal situó a Chateaubriand: tanto su experiencia vital como su ideología amorosa.

De Chateaubriand se complacía en relatar que “probablemente no cortejó jamás a ninguna mujer” y que, sin embargo, “se encuentra siempre ‘hecho’ el amor”. Parece que le estaba viendo: “la mujer pasa a su vera y súbitamente se siente cargada de una mágica electricidad. Se entrega desde luego y totalmente”. No es de extrañar que afirmara que era un donjuán, y más si tenemos en cuenta que para Ortega “Don Juan no es el hombre que hace el amor a las mujeres, sino el hombre a quien las mujeres hacen el amor” (V: 469 y 470). Conociendo la literatura donjuanesca, se trata de una afirmación muy arriesgada; parece olvidar todo el carácter burlesco y tenoriesco del don Juan, pero que se explica porque para Ortega don Juan encarnaba la masculinidad y esta se medía por el triunfo con las mujeres22.

No hurtaba Ortega otro rasgo de Chateaubriand, que encuentra también en don Juan: el ser “incapaz de sentir el amor verdaderamente” (V: 468). Insistía en ello cuando decía que don Juan “no logró amar a ninguna mujer” (II: 662) o que “no entiende nada de amor” (VIII: 36). Pero lo que es quizás aún más significativo es que mostraba un gran empeño en justificar la traición al amor de las mujeres que los distintos donjuanes románticos simbolizan. Además, lo hizo en sus dos primeras obras dedicadas al amor. La ocasión se la dio la lectura del Adolfo de Constant. Consideraba la historia un “caso típico, siempre idéntico en lo esencial del amor” porque trata de un donjuán que, cuando consigue el amor de su amada, la abandona. A Ortega le parecía que sus promesas de amor no debían ser respetadas con el argumento de que “no es el amante quien jura, sino que el ‘amor’ mismo es, en su plenitud, juramento” (II: 279). Es decir que el amor tendría una vocación utópica que mostraría una falta de perspectiva y lo haría rechazable; la intención de Constant al escribir la novela era sin embargo muy diferente. Buscaba mostrar los efectos nocivos de la actitud masculina hacia el amor y por eso decía: “¡Ay del hombre que, en los primeros momentos de una relación amorosa, no crea que esa relación deba ser eterna” (Constant [1816] 1985, 84). Para Ortega, la masculinidad, simbolizada en el donjuán, debía mantenerse por tanto apartada del amor que era, en definitiva, un rasgo característico de la forma de relación de las mujeres con el mundo y una estrategia de ordenación de las relaciones de género a favor del género femenino.

Conclusión

Los numerosos escritos de Ortega sobre el amor han de enmarcarse en su proyecto general de reforma de la modernidad, pero advirtiendo que no ocupaban en esa empresa una posición subsidiaria: la reforma del amor pertenecía al núcleo mismo de la rectificación de la modernidad que Ortega proponía; se confundía con ella. Por eso modernidad y amor compartían diagnóstico y propuesta de solución: ambas se veían aquejadas por un mismo problema, una hiperinflación de espíritu, y las dos debían solucionarlo con un giro hacia el cuerpo. Así, puede decirse que el programa de Ortega, sintetizado en el concepto de razón vital, combatía tanto el desorden social como el desorden de género limitando el potencial utópico presente en la razón y en el amor a través de la remisión al cuerpo.

Por lo que respecta al amor, esa política implicaba inevitablemente un cierto temblor, una vacilación y un deslizamiento en las propuestas orteguianas, muy visible en su definición del amor. Puede decirse que la definición del amor de Ortega -como un movimiento constante hacia un objeto-, y su defensa de un amor nuevo no eran congruentes: la propuesta de un amor nuevo implicaba la negación del amor porque la relación entre las personas aparecía presidida por el cuerpo. Esto motivó la decidida oposición a sus propuestas por parte de Ocampo, quien, desde una óptica feminista, reivindicaba el amor. Ortega proponía la supresión del amor y lo hacía a través de la crítica al amor romántico. Para ello seguía dos vías: por un lado, diseccionaba el amor cortés como antecedente del amor decimonónico y, por el otro, atacaba directamente ese amor a través de Stendhal y su obra Del amor.

El principal cargo que Ortega imputaba al amor era que, en su forma romántica, conducía al desorden de género, al otorgar un lugar preeminente a las mujeres en las relaciones interpersonales. El amor para Ortega era femenino. En consonancia con todo ello, proponía un modelo de masculinidad que rechazaba el amor y ejemplificaba en la figura de don Juan. La importancia del amor era tan grande que incluso llegaba a caracterizar el periodo histórico en el que el amor prevaleciera como femenino; se puede concluir que para Ortega la modernidad como tal tenía una tonalidad femenina.

La política amatoria de Ortega respondía a un intento de reconstruir el orden social y de género en el periodo de entreguerras, pero los mimbres con los que estaba construida excedían, con mucho, ese destino. Ya es destacable que Ortega concediera una importancia tan grande a la emoción amorosa en la determinación de la modernidad, pero es todavía más relevante el papel que otorgaba a la gestión de las emociones en la definición de las relaciones de género. Para Ortega, el amor fue una invención de las mujeres que trajo consigo una modificación de las relaciones de género a favor de ellas. Esta idea debe ser reivindicada: puede contribuir de forma decisiva a una reescritura de la historia del amor contada desde la perspectiva de género.

Cronología de la obra sobre el amor de Ortega

  • “Leyendo el Adolfo. Libro de amor”, 1916.

  • “Para la cultura del amor”, 1917.

  • “Divagaciones ante el retrato de la marquesa de Santillana”, 1918.

  • “Esquema de Salomé”, 1921.

  • “Meditación del marco”, 1921.

  • “Introducción a un ‘Don Juan’”, 1921.

  • “Para un museo romántico”, 1922.

  • “El tema de nuestro tiempo”, 1923.

  • “Vitalidad, alma, espíritu”, 1924.

  • “Epílogo al libro De Francesca a Beatrice”, 1924.

  • “Las Atlántidas”, 1924.

  • “Conversación en el ‘Golf’ o la idea del ‘Dharma’”, 1925.

  • “Para una psicología del hombre interesante”, 1925.

  • “Estudios del amor”, 1925-1927.

  • “Facciones del amor”, 1925.

  • “Amor en Stendhal”, 1926.

  • “La elección en amor”, 1927.

  • “Para la historia del amor”, 1926.

  • “Para un museo romántico”, 1927 (conferencia de 1922).

  • “Paisaje con corza al fondo”, 1927.

  • “Masculino o femenino”, 1927.

  • “El silencio, gran brahmán”, 1928.

  • “Pidiendo un Goethe desde dentro. Carta a un alemán”, 1932.

  • “Meditación de la criolla”, 1939.

  • “Prólogo al collar de la paloma”, 1952.

Referencias

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*Este trabajo se inscribe dentro del proyecto “El desorden de género en la España contemporánea. Feminidades y masculinidades” (PID2020-114602GB-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (España), por el Fondo Europeo de Desarrollo Regional (Feder) y por el Grupo Consolidado del Gobierno Vasco, IT 1312-19 (código OTRI, GIC18/52).

1 Manjula Balakrishnan dice que las obras sobre el amor de Ortega han obtenido menos interés que el resto de su producción (2018, 410). Y José González-Sandoval coincide en que “no existen análisis completos sobre esta temática” (2011, 197).

2Solo por lo que queda dicho, Ortega debería figurar como un precursor de la historia de las emociones —donde sí figura su contemporáneo Huizinga— y, se verá más adelante, como uno muy destacado en la historia del amor. Johan Huizinga escribió, al igual que Ortega, sobre el amor cortés en su libro de 1919 El otoño de la Edad Media ([1919] 1984).

3Sobre la relación entre modernidad y masculinidad en Ortega véase Díaz Freire (2017).

4Sobre la emoción amorosa en este autor, ver Solomon (2007, 54); sobre mi propia concepción de la emoción, Díaz Freire (2015, 13-20); con relación a la importancia de afirmar el carácter histórico del amor, Solomon (2004, 178). Una historia del origen del amor desde la perspectiva de la historia de las emociones se encuentra en Reddy (2012).

5Para una introducción somera a los estudios feministas sobre el amor y una referencia de las autoras más importantes, véanse Ferguson y Toye (2017, 5-18) y García-Andrade, Gunnarsson y Jónasdóttir (2018, 1-12).

6El concepto de orden de género ha sido popularizado por la obra de Connell, aunque no sea su creador. La noción de género que se utiliza en este escrito es tributario de la obra de Scott y Butler, entre otras autoras, e incide, sobre todo, en la producción de la diferencia sexual.

7Al exponer la obra de Ortega sobre el amor es necesario recordar que se enmarca en un debate sobre la relación entre el amor y el orden de género que se produjo en España desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Civil, con la participación de destacados intelectuales. Lo he estudiado en otro lugar (Díaz Freire 2019, 19-36). Ortega no solo se ocupó del amor entre personas. El amor como conexión con el mundo tiene una presencia muy importante en su obra de juventud Meditaciones del Quijote (González-Sandoval 2011). Ver también Haro Honrubia (2018).

8Para la relación entre Ortega y Victoria Ocampo, además del exhaustivo artículo de Marta Campomar (2001), ver Urbano (1981), Meyer (1996) y Ayerza de Castilho y Feligne (1993).

9El concepto de cuerpo de Ortega ha atraído la atención de diversos especialistas. Un trabajo reciente todavía no publicado al respecto es el de Martínez Amorós (2018). Mi propio concepto de cuerpo y de emoción se encuentra en Díaz Freire (2007).

10Sobre el amor en el periodo de entreguerras en relación con Ortega véase Capdevila-Argüelles y Quance (2010).

11En 1952 volvió ocasionalmente al tema en el “Prólogo al collar de la paloma”.

12Una interpretación del significado del libro en el contexto de la autobiografía de Victoria Ocampo se encuentra en Podlubne (2013, 209); véase también González (2020, 388).

13Meyer no duda en afirmar que “Victoria Ocampo es una escritora feminista destacada” (1996, 41). Por su parte, María Victoria Streppone señala que con su libro Ocampo “invade el espacio masculino” (2020, 115). Sobre el “modo de leer de Ocampo”, ver Vázquez (2006).

14Meyer considera que en la “contestación” Ocampo evita una “confrontación directa” con Ortega, al que sí ataca directamente en su texto sobre Ana de Noailles (Meyer [1979] 1990, posiciones 1442 y 1448).

15En contraste con la posición orteguiana, Molloy (1991, 64-65) encuentra, acertadamente, un eco stendhaliano en el título del tercer volumen de la autobiografía de Victoria Ocampo, titulado La rama de Salzburgo.

16A pesar de ello su estilo ha sido caracterizado como tendente a la fragmentación y la digresión. Véase Dust (1979, 270). No deja de ser irónico, por otro lado, el que Ortega, a través de su crítica, contribuyera de forma muy importante al conocimiento de Stendhal en el mundo de habla hispana (Ballano 1991, 51).

17Inmaculada Ballano Olano (1990, 122) explica, refiriéndose a España, que “con Ortega se inicia entre nuestros periodistas, escritores, ensayistas, etc., el hábito de citar a Stendhal”.

18En su libro, Bergés (1983b, 206) señala que Stendhal creía haber sido amado por Matilde Dembowski, su gran amor pasión.

19Algo frente a lo que Ocampo se rebeló siempre (Pasternac 1995, 19).

20Un resumen del punto de vista de Phänder sobre el amor se encuentra en Parker y Quepons (2018). Ver también Orringer (1979, 235-256).

21Ortega decía que Stendhal tampoco amó; sin embargo, su discípulo Julián Marías señaló que en Stendhal “hay verdadero amor” (1992, 159).

22El debate sobre el orden de género que tuvo lugar en España desde finales del siglo XIX hasta la Guerra Civil española se organizó en torno al amor romántico y la figura del donjuán; ver Aresti (2001 y 2018) y Díaz Freire (2019 y 2016).

Cómo citar: Díaz Freire, José Javier. 2022. “Ortega sobre el amor. Un diálogo con Victoria Ocampo”. Revista de Estudios Sociales 80: 21-36. https://doi.org/10.7440/res80.2022.02

Recibido: 13 de Junio de 2021; Aprobado: 06 de Octubre de 2021

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