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Revista de Estudios Sociales

versão impressa ISSN 0123-885X

rev.estud.soc.  no.88 Bogotá abr./jun. 2024  Epub 09-Abr-2024

https://doi.org/10.7440/res88.2024.02 

Temas varios

Castigo e (in)sensibilidad en la frontera securitaria*

Punishment and (In)sensitivity at the Security Border

Punição e (in)sensibilidade na fronteira securitária

Ignacio Mendiola** 

**Doctor en Sociología por la Universidad del País Vasco (España). Profesor de Sociología en el Departamento de Sociología y Trabajo Social de la Universidad del País Vasco. Miembro del Grupo de Estudios de Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas. Sus principales líneas de investigación giran en torno al modo en que las relaciones de poder inciden en la producción de sujetos y espacios, y en la reflexión sobre la biopolítica y la necropolítica, fundamentalmente en el estudio de lo punitivo y las geografías fronterizas. Últimas publicaciones: El poder y la caza de personas. Frontera, seguridad y necropolítica (Barcelona: Bellaterra, 2022); y “La figura del migrante en tránsito: la experiencia (in)móvil del hostigamiento securitario”, en El tránsito de personas migrantes desde la perspectiva de los derechos y la acogida digna, editado por Iker Barbero, 49-70 (Valencia: Tirant Lo Blanc, 2022). ignacio.mendiola@ehu.eus | https://orcid.org/0000-0002-2703-5743


Resumen

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El artículo recoge y desarrolla una propuesta de David Garland que afirma que las prácticas punitivas están atravesadas por lógicas de (in)sensibilidad que afectan el modo en que se concibe y ejerce el castigo. Se argumentará que la (in)sensibilidad no es tanto una dimensión periférica en la imposición del castigo cuanto un elemento central del mismo. Partiendo de esta premisa, el artículo pretende exponer los rasgos más notorios de la propuesta de Garland, mostrando el andamiaje conceptual sobre el que se sustenta. Sobre esta base, la reflexión que aquí se presenta se bifurca en una doble dirección profundamente interrelacionada. En primer lugar, se desarrolla en un plano más analítico la aportación de Garland, explicitando la hondura que subyace a las nociones de sentido y sensibilidad; un desarrollo en el que se habrá de subrayar la importancia de la corporalidad a la hora de entender en toda su amplitud la imposición de un castigo punitivo. En segundo lugar, se proyectará este análisis en el contexto de la actual hegemonía discursiva de lo securitario y, más concretamente, en la forma específica en que se plasma en la regulación de la movilidad migrante. La indudable preeminencia que adquiere la frontera securitizada se convertirá así en el espacio de análisis fundamental para proyectar la propuesta de Garland en torno a una (in)sensibilidad subyacente que atraviesa la imposición de un castigo. En este contexto, se afirmará que el cuerpo migrante atravesado por la frontera produce un cuerpo castigado cuyo sufrimiento carece de empatía del discurso securitario.

Palabras clave cuerpo; frontera; migración; punitividad; seguridad; sensibilidad

Abstract

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This article expands on David Garland’s proposal that punitive practices are influenced by logics of (in)sensitivity, shaping how punishment is conceived and applied. It argues that (in)sensitivity is not a mere peripheral aspect of punishment but a central element thereof. Drawing from this premise, the article elucidates the most prominent features of Garland’s proposition, highlighting the conceptual framework it builds upon. Based on this foundation, the discussion branches into two closely related directions. Firstly, it analytically explores Garland’s contribution, explicating the depth underlying notions of meaning and sensitivity; a development that will underscore the significance of corporeality in fully understanding the imposition of punishment. Secondly, this analysis will be projected onto the context of the current discursive hegemony of security and, more specifically, in the specific manner it manifests in the regulation of migrant mobility. The undeniable preeminence of securitized borders will thus become the fundamental space of analysis to project Garland’s proposal regarding an underlying (in)sensitivity permeating the imposition of punishment. Within this context, it asserts that migrant bodies crossing the border endure punishment, yet their suffering lacks empathy within the security discourse.

Keywords body; border; migration; punitiveness; security; sensitivity

Resumo

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Este artigo retoma e desenvolve uma proposta de David Garland de que as práticas punitivas são atravessadas por lógicas de (in)sensibilidade que afetam a forma como a punição é concebida e exercida. Argumenta-se que a (in)sensibilidade não é tanto uma dimensão periférica na imposição da punição, mas um elemento central dela. Partindo dessa premissa, o artigo tem como objetivo expor as características mais notórias da proposta de Garland e mostrar a estrutura conceitual na qual ela se baseia. Dessa forma, a reflexão aqui apresentada se bifurca em duas direções profundamente inter-relacionadas. Em primeiro lugar, a contribuição de Garland é desenvolvida em um nível mais analítico, tornando explícita a profundidade subjacente às noções de sentido e sensibilidade; um desenvolvimento no qual é destacada a importância da corporeidade para a compreensão da extensão total da imposição do castigo punitivo. Em segundo lugar, essa análise é projetada no contexto da atual hegemonia discursiva do securitário e, mais especificamente, na forma específica em que ela é incorporada na regulamentação da mobilidade migratória. A indubitável preeminência da fronteira securitizada se torna, portanto, o espaço analítico fundamental para a projeção da proposta de Garland sobre uma (in)sensibilidade subjacente que permeia a imposição de punição. Nesse contexto, afirma-se que o corpo do migrante atravessado pela fronteira produz um corpo punido cujo sofrimento não goza da empatia do discurso securitário.

Palavras-chave corpo; fronteira; migração; punitividade; segurança; sensibilidade

Introducción: con-sentir el castigo impuesto

En una reflexión que posiblemente no ha tenido toda la repercusión que hubiera merecido, Garland (1999) sugiere que el modo en que se concibe e implementa la arquitectura penal está atravesada por una sensibilidad (o una falta de ella) que afecta su aplicación. Esta apreciación, dirá Garland, no puede concebirse como un mero añadido que incide de forma accidental en el ejercicio de castigar. Por el contrario, está en su núcleo, y afecta tanto su configuración legal-normativa como a la legitimidad que se deriva de esta. El castigo contendría así una sensibilidad subyacente que, en su propia formulación y aplicación, establece los límites de lo posible (legalmente) y de lo permisible (simbólicamente) y, en consecuencia, dicha sensibilidad se revela como una dimensión profundamente performativa.

La relevancia de las aportaciones de Garland -con una extensa producción sobre el modo en que las cuestiones relativas al crimen, el control y el castigo se han pensado desde la teoría social (1999) y se han implementado en las sociedades occidentales (2005a), a lo que habría que sumar estudios específicos sobre algunas prácticas punitivas, tales como la pena de muerte (2010) o el linchamiento (2005b)-, constituye sin duda una referencia ineludible en este ámbito de estudio. Sin embargo, pese a la centralidad que poseen sus análisis, la cuestión de la sensibilidad apenas ha sido objeto de un desarrollo específico en estudios posteriores elaborados en el ámbito de la economía política del castigo o la criminología crítica. Habría que mencionar, sin embargo, aportaciones valiosas como las de Daems (2008) o, en especial, Pratt (2006), al analizar este último los modos contingentes en que se imbrican los procesos de civilización y “descivilización”.

En general, el eje de la sensibilidad, si bien no está del todo ausente, ha tendido a quedar en un segundo plano en el marco de unas aproximaciones que, apuntando a algunos de sus ejes más significativos, se han centrado en: el funcionamiento de la maquinaria punitiva, atendiendo a su entronque con el neoliberalismo (Wacquant 2010); en las modulaciones gerenciales y actuariales de la penalidad (Brandariz 2019); en las dinámicas de control propias de una penalidad neoliberal (de Giorgi 2011); en las aproximaciones comparativas que analizan los modos en los que las tasas de encarcelamiento están relacionados con distintas coyunturas económicas (Brandariz 2022), o en las reconfiguraciones de lo punitivo volcadas en una penalidad de lo fronterizo que incide en la criminalización de la población migrante (Franko 2020).

En este orden de ideas, se argumentará que el análisis de lo punitivo, en paralelo con estas aportaciones, sin duda necesarias, requiere articular una mirada atenta a la experiencia encarnada del castigo, algo crucial en el análisis de Garland (2011), toda vez que el cuerpo es la superficie sintiente desde la que este se vivencia. Cabría sugerir que la sensibilidad hace las veces de un conector entre distintas configuraciones sociohistóricas y las formas en las que estas se vivencian en y desde la corporalidad. Desde la premisa epistemológica que afirma que habitar el mundo es sentirlo corporalmente, es posible acercarse, en este ámbito de análisis, a esos cuerpos dóciles (Foucault 1990), prisionizados (Oliver 2009), abandonados (Agamben 1998) o torturables (Mendiola 2014) que habitan el amplio espectro de la geografía punitiva.

Tomando como trasfondo estas cuestiones previas, la reflexión aquí presentada parte de la sugerencia planteada por Garland, pero no tanto en un plano genérico, sino en el actual contexto securitario (Bigo 2008; Neocleous 2022) y en la punitividad que desde ahí se activa. De esto se trata: de pensar la estructura de sensibilidad (Williams 1980) que está adherida al ethos securitario (Mendiola 2022), a sus formas de hacer, pensar y sentir, acentuando, en el amplio espectro de lo securitario, lo que tiene que ver con la cuestión fronteriza y la gestión de la movilidad migrante (Tazzioli 2020; Vaughan-Williams 2012). Es necesario añadir que las reflexiones que se irán desplegando a continuación se proyectan, mayormente, en un ámbito geográfico concernido con el norte global y con dinámicas específicas que atañen directamente a la Unión Europa. Ello no supone afirmar que esta línea argumental no sea aplicable a otras geografías. Lo que se presenta, por el contrario, es una línea de investigación que habría de modularse y adaptarse a las formas específicas en las que lo securitario se materializa en geografías concretas que no tendrían que pasar necesariamente por lo fronterizo.

Este es, en consecuencia, el terreno de análisis del presente texto. Para ello, será preciso recoger, matizar y ensanchar las aportaciones de Garland. A tales efectos, la estructura del artículo será la siguiente. En primer lugar, se expondrán los elementos más relevantes de la propuesta de Garland. A continuación, se realizará un desarrollo en clave más analítica de dicha propuesta, con el fin ensanchar su potencialidad conceptual y evidenciar, asimismo, su pertinencia para revisitar situaciones empíricas. Este epígrafe, en consecuencia, hace las veces de puente para poder abordar ya con mayor profundidad los siguientes momentos de la reflexión. El tercer apartado trazará un breve semblante de la lógica securitaria imbricada con lo fronterizo. Por último, en el cuarto apartado se planteará un análisis crítico de la (in)sensibibilidad que atraviesa el ámbito de la gestión fronteriza.

La (in)sensibilidad punitiva en la propuesta de Garland

Existe una narrativa de larga duración, en gran parte impulsada por los ecos de la obra de Elias (1993), a través de la cual se asume que la imposición de los castigos se ha ido suavizando como resultado de una estructura de sensibilidad que, por los límites que impone, quiebra la posibilidad de seguir manteniendo un castigo corporal que busca la producción directa de dolor. Así, como consecuencia de las formas emergentes de hacer, pensar y sentir, el castigo no puede ser ya una suerte de isla sustraída de ese ethos civilizatorio expansivo y asume los límites propios de un daño razonado y razonable. Esta narrativa asumiría que las reminiscencias de la violencia punitiva irrestricta del pasado, aquella violencia atravesada por el “brillo asesino” del poder soberano (Foucault 2003) que buscaba individualizar el dolor y colectivizar el terror, solo puede tener un reflejo actual en una desviación inasumible que, en cualquier caso, no hablaría tanto del sistema punitivo en el que está inmerso cuanto de un fallo puntual (y subsanable).

Sin caer en una postura autocomplaciente, Garland asume esta visión de la civilización del castigo, proponiendo que el ejercicio de castigar se ha redefinido progresivamente para acoger la huella de un ordenamiento penal que se rige por una racionalidad desprovista de resentimiento y del deseo de venganza. En este sentido, afirma que

cuando se continúa utilizando la violencia, esta generalmente se retira de la arena pública, se higieniza y disfraza de varias maneras, a menudo convertida en monopolio de grupos especializados, como el ejército, la policía o el personal de las cárceles, que se encargan de impartirla en forma impersonal y profesional, evitando la intensidad emocional que esa conducta amenaza con despertar. (1999, 261; énfasis añadido)

Nos encontraríamos, por tanto, en un contexto de violencia higienizada e invisibilizada en la que ya no hay hueco para un castigo corporal encarnizado:

Ya no se imparte el dolor en forma física y despiadada. El castigo corporal virtualmente ha desaparecido, para ser sustituido por formas más abstractas de sufrimiento, tales como la privación de libertad o el retiro de recursos financieros […], la agresión y la hostilidad implícitas en el castigo se ocultan y niegan con las rutinas administrativas de profesionales desapasionados que se consideran “administradores de instituciones” en vez de encargados de impartir dolor y sufrimiento. (Garland 1999, 275; énfasis añadido)

Y todo ello no vendría a ser sino el reflejo evidente de que “nuestra sensibilidad moderna está sintonizada para aborrecer la violencia física y el sufrimiento corporal” (Garland 1999, 282).

Más allá de que el castigo pueda ser llevado o no al cuerpo de un modo violento, cabría acotar que todo castigo punitivo, en las distintas formas que pudiera adquirir, es siempre corporal. El hecho de habitar una institución punitiva, con su estricta reglamentación espaciotemporal desde la que se estructura un vivir sujeto a una disciplina penetrante (que escudriña los detalles) e intensiva (que se proyecta durante todo el tiempo), constituye ya un mecanismo de producción de corporalidad. Todo castigo punitivo, de un modo u otro, se proyecta sobre el cuerpo, pasa por el cuerpo, se siente en la amplitud de los sentidos del cuerpo y, por ello, en un sentido literal, hace cuerpo. Se podría aludir, como ejemplificación sucinta de lo anterior, a las condiciones de habitabilidad propias de un centro de detención. Es posible que esa situación no comporte en sí misma la imposición de un castigo físico violento, pero sí es cierto que, en determinadas circunstancias (por ejemplo, cuando se impone el aislamiento), el propio hecho de habitar esos espacios puede ser constitutivo de un daño agravado que pudiera llegar incluso a ser catalogado eventualmente como tortura. Cabría afirmar, en última instancia, que en el diseño y materialización del espacio punitivo está ya contenido lo que se puede (llegar a) hacer con los cuerpos castigados.

Por esto la afirmación de Garland según la cual “las actitudes emocionales y los sentimientos subyacentes no son, en sí, observables y -al menos fuera del laboratorio psicológico- solo es posible inferir las sensibilidades a partir de declaraciones y actos” (1999, 268), habría de matizarse con el fin de incorporar un análisis crítico de la producción de la geografía punitiva. Es decir, aun asumiendo que puede haber una carga sensible más directamente aprehensible en “declaraciones y actos”, en aquello que permite acceder a un discurso o a un hacer que dejan traslucir una sensibilidad subyacente, también es cierto que es necesario articular una mirada que indague en el tipo de espacialidad, más o menos formalizada, que se piensa y construye para ejercitar el castigo. En la punitividad proyectada al espacio (con sus condiciones de habitabilidad y sus específicas relaciones de poder) aparecen ya los contornos de la (in)sensibilidad que habrá de sentir el cuerpo castigado.

La sensibilidad punitiva posee así un amplio espectro (normas, espacios, tecnologías) que hay que recorrer en su totalidad para acceder al modo en que se (re)produce y se ejerce cotidianamente, atendiendo a sus distintos gradientes de (in)visibilidad, pero siendo conscientes de que esa sensibilidad en modo alguno actúa a la manera de un entramado afectivo homogeneizado que se despliega inalterado, al margen de circunstancias particulares y de los cuerpos concretos sobre los que se proyecta. Garland introduce aquí dos elementos que son centrales en la línea argumental que se quiere trasladar. El primero alude a que las fronteras de lo permisible en la imposición del castigo están distribuidas de un modo diferencial. Es decir, la especificidad simbólica del cuerpo castigado afecta a la sensibilidad punitiva, al modo en que nos relacionamos con el sufrimiento que ese cuerpo puede llegar a sentir. Existe un sustrato atravesado por el racismo, por la aporafobia o por cuestiones de género que, de un modo contingente y susceptible de ser modulado, establece aquello que se puede hacer con cada cuerpo. En palabras de Garland: “la sensibilidad suele desarrollarse de manera desigual en cualquier sociedad como reflejo de las diversas actitudes entre los distintos grupos sociales” (1999, 277).

Resulta, por ello, sumamente sugerente la noción que Garland propone de áreas de insensibilidad para aludir al hecho de que hay cuerpos que, cuando no están sujetos a lógicas de reconocimiento, quedan inmersos en una situación de indefensión, toda vez que el sufrimiento que el castigo depara no supone ya un freno a su imposición. El poder punitivo, tanto en lo que remite a la penalidad contemplada como a la (para)penalidad ejercida (Foucault 1990), articula unas áreas de insensibilidad en las que el sufrimiento puede darse ya sin (apenas) límites. La posibilidad de la insensibilidad remite a un proceso contingente que se acopla a la lectura simbólica del cuerpo que recibe el castigo porque no todos los cuerpos tienen las mismas posibilidades de pasar a habitar un área de insensibilidad. Pratt remite a esta idea cuando afirma que existe una “distribución desigual de sensibilidades” (2006, 27).

Ciertamente, lo securitario es una tecnología de gobierno en la que se aplica diferencialmente la insensibilidad en función de sus necesidades coyunturales específicas y de los ámbitos sobre los que se proyecta. Pero sobre esa heterogeneidad de actuación, el cuerpo racializado que habita las geografías fronterizas constituye, sin duda, una de esas áreas de insensibilidad que poseen en la actualidad una mayor relevancia.

El segundo elemento apuntado por Garland refiere a que la (falta de) sensibilidad no solo está ligada de un modo circunstancial a la especificidad corporal de la persona sometida a un castigo, sino que también existen límites estructurales que aluden al propio ordenamiento de lo social. El poder punitivo puede responder de formas más intensas si tiene que lidiar con circunstancias que pudieran poner en cuestión lo que se entiende por orden social. Cabe concluir entonces que “por refinadas que sean nuestras sensibilidades, rara vez se permitirá que socaven las necesidades sociales que se consideran básicas” (Garland 1999, 277). Aquello que se entiende por orden social, sujeto lógicamente a una contingencia y mutabilidad, pero en donde cabe reseñar la importancia atribuida a cuestiones como la integridad territorial, el mantenimiento de los procesos de acumulación de capital o el cumplimiento de las leyes vigentes, queda así envuelto en una suerte de halo de intocabilidad que posibilita la activación de respuestas contundentes, cabría decir ya insensibles, frente a las circunstancias y subjetividades que presumiblemente pueden socavar los fundamentos sobre los que se levanta el orden. Una cuestión crucial que posee un doble plano de actuación referido, en primer lugar, a la primacía simbólica de ese orden que se antepone ante otras consideraciones y que exige para protegerse una cierta libertad de acción (con sus gradientes diversos de excepcionalidad). Y, en segundo lugar, la inferiorización simbólica de aquellas subjetividades que encarnan la amenaza.

Sobre este escenario analítico, cabe ya ampliar y actualizar la propuesta de Garland, lo que nos sitúa en el espacio intersticial que imbrica la amenaza al orden con el sujeto que encarna dicha amenaza. En ese espacio intersticial ubicaremos la actual modulación punitiva de lo securitario en el ámbito fronterizo. Ahí, se argumentará, se establecen las condiciones de posibilidad para la reaparición de áreas de insensibilidad que surgen dentro del actual contexto civilizatorio: hay insensibilidades propias de cada tiempo y hay una insensibilidad creciente ligada a cómo se piensa y ejerce la exigencia de seguridad. La insensibilidad punitiva securitaria habla de lo que es necesario hacer y (nos) habla de lo que (ya) no sentimos, de las violencias que hay (o habría) que asumir. De lo que se trata, en definitiva, es de partir de la sugerencia lanzada por Garland cuando afirma que “las medidas penales solo se consideran si se adaptan a nuestros conceptos de lo tolerable emocionalmente” (1999, 250), para, acto seguido, inquirir de qué modo la insensibilidad que se desprende de lo securitario ha pasado a ser emocionalmente permisible.

El entrelazamiento entre sentido y sensibilidad

La potencia del análisis de Garland en modo alguno podría ser desatendida a la hora de analizar críticamente el escenario simbólico-político que se abre desde lo securitario. Sin embargo, es necesario introducir antes una serie de aportaciones de corte más analítico que pueden tener la virtud de enriquecer teóricamente su aproximación. Y hacerlo de un modo tal que permita, asimismo, empezar a atisbar cómo ello puede ser proyectado hacia la frontera securitizada. Nos confrontamos aquí con la propia noción de sensibilidad y su estrecha relación con el sentido.

Ciertamente, la complejidad de una noción como la de sentido, clave en el análisis de lo social, y susceptible de ser abordada desde planos filosóficos (Butler 2006, 2016; Nancy 2003; Pardo 1992), antropológicos (Le Breton 2007) o sociológicos (Sabido Ramos 2012; Simmel [1908] 1986), excede por mucho la posibilidad de ser tratada con detenimiento en estas páginas. Indudablemente, lo mismo cabría decir de la noción de sensibilidad en la apertura que su análisis pudiera desplegar, atendiendo a su entronque corporal (Le Breton 1995), afectivo (Ahmed 2004), histórico (Hernández Barborsa 2022), espacial (Pallasmaa 2014) o político-económico (Santamaría 2018). Aun cuando a veces se han analizado desde marcos analíticos diferenciados, en estas páginas se sugerirá que sentido y sensibilidad no se pueden disociar, toda vez que el sentido que se da a la experiencia, a lo que (nos) pasa, está en gran parte mediado por el modo en que sentimos los espacios que habitamos y recorremos. El sentido lleva la huella de esa sensibilidad encarnada de igual manera en que la sensibilidad arrastra un sentido que orienta la forma en que se viven esos espacios y los cuerpos que los habitan. Sobre esta base, y aun cuando sea de un modo necesariamente sucinto, cabe esbozar tres momentos analíticos que nos permitirán trazar un escenario conceptual desde el que enriquecer la propuesta de Garland.

El primer momento alude a la consideración del sentido a modo de una presencia precedente (Pardo 1992), o rumor anónimo (Foucault 2008), desde el que se funda la significación específica, contingente y dinámica que se confiere a lo que acontece en lo social. En palabras de Nancy: “El sentido es anterior a toda significación, en cuanto pre-viene y sor-prende todas las significaciones, a tal punto que las vuelve posibles, formando la abertura de la significación general (o del mundo)” (2003, 25). La subjetividad empírica difícilmente puede considerarse como el fundamento epistemológico en el cual ubicar el inicio del sentido. Cabría decir, por el contrario, que la subjetividad es una superficie en la que se imprime y se experimenta ese sentido que es anterior y que es contingente en su especificidad sociohistórica.

Desde ese plano epistémico, cabe considerar que el sentido alude a las formas de narrar el mundo, de habitarlo, componiendo así una suerte de trama semiótico-material que permite orientarse espaciotemporalmente de modos contingentes y cambiantes. Igualmente, desde un plano sociológico que inquiere en las distintas modulaciones que adquiere el sentido, cabe indagar en la articulación del sentido de lo securitario, en el ordenamiento de lo social que propone, atendiendo a sus modos de entender y concebir el mundo. Ahí, más allá de un elogio vacuo concernido con la defensa de una sociedad civilizada, lo securitario se revela como una maquinaria multidimensional que promulga un modelo de orden social sustentado en la acumulación de capital y en la jerarquía racializada de lo humano. Pero ese sentido, como cualquier otro, lejos de ser una facticidad cosificada, puede ser problematizado mediante una ontología crítica de nosotros (Foucault 1999) que indaga en cómo hemos llegado a ser lo que somos, a sentir lo que sentimos. Y, desde ahí, pergeña e imagina otros sentidos (Butler 2006).

En un segundo momento, a modo de corolario de lo anterior, se podría argumentar, retomando una apreciación de Ahmed (2004) sobre las emociones, que el sentido opera bajo la forma de una “economía afectiva” que establece relaciones entre subjetividades. El sentido nos pone en relación, nos habita para conectarnos (o escindirnos), para direccionarnos de modos diversos en un sentido u otro. Conviene recordar que la propia etimología del término alude a una cierta direccionalidad, a un desplazamiento orientado, un estar tendido hacia (Nancy 2003). El sentido, entendido en estos términos, recrea un entramado afectivo de relacionalidad que incide en los cursos de acción emprendidos, en el modo en que nos entretejemos con otros cuerpos y en los distintos gradientes de reconocimiento que les conferimos. Y esto es fundamental para lo que aquí se aborda, toda vez que lo securitario se autolegitima desde la construcción de unos riesgos y amenazas que se proyectan, diferencialmente, sobre una serie de subjetividades marcadas por la racialización. El sustrato simbólico de lo colonial se reactualiza en lo securitario, nombrando los cuerpos que son percibidos como amenazas. Desde ese sentido, que se reactualiza performativamente en los sucesivos presentes sobre los que se proyecte, se establecerán, en consecuencia, relaciones con los cuerpos amenazantes dando lugar a geografías de exclusión diferencial.

Por último, y en un tercer momento, habría que aludir al hecho de que las mencionadas significaciones que provienen del sentido y las relaciones que nos atraviesan procedentes de las economías afectivas en las que estamos inmersos, no se pueden entender en su complejidad si se descuida el hecho de que ambas pasan y se vivencian en y desde el cuerpo. El sentido remite a unas tramas narrativas que configuran formas de entender y habitar el mundo, pero que acaba pasando por el cuerpo, por los sentidos corporales, por cómo se experimenta, en la inmediatez de nuestro cuerpo, una experiencia sensible del mundo. En un análisis ulterior, cabría hablar no solo de la sociogénesis de las diversas experiencias sensoriales (Le Breton 2007), sino también de las distintas formas en las que se conciben y priorizan esos sentidos, articulando incluso relaciones jerárquicas entre ellos, algo que se materializa, de un modo paradigmático, en la importancia conferida al ocularcentrismo en la arquitectura epistemológica de la modernidad (Pallasmaa 2014). Sobre esa base, y para concretarlo en nuestro campo de análisis, lo relevante será indagar en la experiencia sensible del dolor, en el sentido que le damos, en cómo nos relacionamos con el cuerpo que sufre (Zubero Beascoechea 2016), un cuerpo que recibe un castigo que duele. Es ahí donde cabe entender la afirmación de Butler (2020) de que el cuerpo no acaba en la piel, sino que la piel es una superficie sintiente que actúa, simultáneamente, como sedimento y conexión.

Las dimensiones aludidas, referentes a la exterioridad del sentido que nos habita, a la relacionalidad afectiva en la que nos ubica con distintos gradientes de reconocimiento y a la vivencia encarnada de la sensibilidad, articulan, en su mutuo entrelazamiento, un escenario conceptual que, en última instancia, habla de la producción de subjetividad. Así, desde esta sucinta aproximación que enfatiza el hecho de que para comprender la producción de subjetividad es necesario ubicarla en el sentido que (re)crea la trama de hábitos anónimos a través de los cuales se experimenta y (re)significa el mundo sensible, se podría empezar a interrogar, en sus formulaciones concretas, las plasmaciones que todo ello depara. Es decir, las concreciones sociohistóricas de los regímenes sensibles, las formas en las que estos están incardinados con procesos de acumulación de capital, con lógicas de poder que establecen diferencias de género, raza o clase. Desde esa materialidad afectiva (Quintana 2021) que dialoga con lo simbólico, se puede interrogar críticamente lo que algunos autores han llamado las ofensivas sensibles (Sztulwark 2019) o las políticas de lo sensible propias de un capitalismo afectivo (Santamaría 2018). A partir de esto, será necesario problematizar la impregnación sensible de lo securitario, la recurrente alusión a una seguridad que nos protege de una exterioridad amenazante, la necesidad de sentirse seguros, lo que se siente, en definitiva, al actuar punitivamente sobre a las subjetividades de las que se dice que pueden llegar a quebrar nuestra seguridad.

El sentir securitario

Existe, como se ha sugerido, un cierto consenso de que todo aquello que orbita en torno a lo securitario se ha convertido en uno de los grandes discursos hegemónicos a través de los cuales se narra el sentido de lo que (nos) sucede. La exigencia de seguridad, como consecuencia de un contexto atravesado por cuestiones que remiten a conflictos geopolíticos en los que destaca la invasión de Ucrania, la crisis energética, la emergencia climática, la movilidad migratoria o la persistencia de amenazas terroristas dispersas, se ha convertido en el eje discursivo determinante que atraviesa y estructura el hacer institucional.

La seguridad condensa un marco de sentido desde el que se articula un relato a través del cual se nombran una serie de amenazas, al tiempo que se establecen los cursos de acción que habrían de adoptarse para gestionar un contexto del que se enfatiza su carácter impredecible y, con ello, la dificultad para delimitar espaciotemporalmente la irrupción de lo amenazante. Dentro de un horizonte interpretativo que cosifica la amenaza, desgajándola de sus condiciones de posibilidad, de sus contextos sociohistóricos y contraponiéndola a un supuesto orden interno a proteger transido de valores ilustrados (como la democracia, el progreso o la igualdad), la seguridad queda encumbrada como exigencia ineludible para mantener un orden de lo social que no quiere ser problematizado. Por esto, lo securitario adopta, en su propio despliegue, una lógica bélico-inmunitaria (Neocleous 2022) en la que se dirimen los mecanismos para protegerse de los peligros que pudieran socavarlo. En consecuencia, cuestiones tales como la gestión de riesgos, el análisis detallado de lo que sucede y de lo que pudiera suceder, la recopilación permanente de datos que ayude a dibujar un diagnóstico desde donde establecer los mencionados cursos de acción, se convierten en piedra angular de la arquitectura jurídico-político-económica-tecnológica de lo securitario.

Sin embargo, en el discurso inmunitario que apuntala la inevitabilidad de la protección se omite una doble consideración que es necesario mencionar. La primera alude a que la seguridad, tal y como sugiriese Marx, es el concepto central de la sociedad burguesa, el mecanismo multidimensional que es necesario activar para mantener y consolidar un proceso de acumulación de capital (Neocleous 2010) que distribuye desigualmente posicionamientos y oportunidades sociales, al tiempo que encumbra a la lógica de la competitividad y a la propiedad privada como ejes rectores de ese modelo social que es necesario proteger. No en vano, la irrupción y consolidación de lo policial, de lo que se denomina, de un modo extremadamente elocuente, cuerpos y fuerzas de seguridad, está íntimamente ligado al mantenimiento de un modelo de orden social (Vitale 2021) que no es ajeno a lógicas neocoloniales, tal y como se evidencia en la tendencia a racializar al sujeto amenazante (Mellino 2021).

La segunda consideración remite a la falaz contraposición que lo securitario pretende establecer entre un adentro civilizado y ordenado y un afuera incivilizado y caótico. La seguridad, en lo que tiene de proyecto jurídico-político-económico-tecnológico, altera las realidades sobre las que se despliega, tramando así relaciones diversas con esas (supuestas) amenazas que no son ajenas a su propio hacer. Es decir, seguridad y amenaza se ubican en un plano de inmanencia en el que no actúan a modo de unas exterioridades insoslayables sino bajo el formato de una “pertenencia” y “implicación” (Esposito 2005) que se resuelve de formas diversas. No se trata de negar, obviamente, la existencia de ataques terroristas o el flujo de personas migrantes, pero sí de indagar en las condiciones de posibilidad de esos acontecimientos (la desestructuración ecológica, económica, social y política que el entramado capitalista-colonial ha comportado en el sur global, por ejemplo, en modo alguno es ajena a la pulsión migratoria) y de repensar las tramas narrativas a través de las cuales se nombra y confiere un posicionamiento a lo que queda definido en términos de otredad (sin obviar, siguiendo con el ejemplo, la importancia de la migración en la consolidación de un mercado de trabajo precarizado y en el mantenimiento de una economía informal de cuidados).

Habría, ciertamente, varias dimensiones en las que profundizar a la hora de desentrañar la hondura caleidoscópica del proyecto de ordenamiento de lo social que impulsa lo securitario, pero hay una, siguiendo la línea argumental que estructura esta reflexión, que es necesario enfatizar. Una dimensión que se podría enunciar sucintamente en estos términos: el sentido de lo securitario está profundamente concernido con la necesidad de construir sensores, de activar lo que Isin y Ruppert (2020) han llamado un poder sensorial expansivo. Es decir, lo relevante a la hora de gestionar las amenazas y las subjetividades que encarnan lo amenazante es articular todo un entramado tecnológico que permita detectar, rastrear, registrar y contener aquello que pudiera constituir un riesgo para el proyecto securitario. La aparición y consolidación de todo un sector tecno-empresarial que produce dispositivos de detección, vigilancia y análisis de la información se ha convertido, sin duda, en una de las grandes señas de identidad de lo securitario, dando lugar así a un campo específico de big data en donde la pretensión por obtener fragmentos de información (ubicación, origen, desplazamientos, acciones, conexiones) funciona siempre como elemento catalizador que precisa y genera nuevos datos en un proceso que, literalmente, no concluye nunca. Lo securitario ha expandido una lógica de la sospecha que se precipita tanto en la necesidad insoslayable de tener acceso a lo que está pasando, al modo en que esos cuerpos amenazantes se mueven o se comunican, como en la articulación de dispositivos a través de los cuales se gestionan esos cuerpos cuando hayan sido detectados y rastreados.

En esta tecnologización securitaria del poder, que encuentra en los dispositivos de detección y en el ámbito del big data un terreno propicio para desarrollarse, asistimos al despliegue de una red sociotécnica poblada por cámaras termales, radares, imágenes satelitales, cámaras de vigilancia, drones, algoritmos o mecanismos de geolocalización. El sentido del poder securitario irrumpe aquí como un poder que quiere convertirse en una compleja superficie dúctil en donde el sentir se restringe al plano de una detección tecnificada (Klimburg-Witjes, Poechhacker y Bowker 2021), y en donde la frontera puede emerger como un “campo de batalla electrónico” (Chaar-López 2019). Así, y más allá de la tecnología empleada, el objetivo es cumplimentar (de nuevo) el deseo de penetrar en lo social, con el fin de acceder a toda una serie de datos que, supuestamente, habrían de convertir lo social en una superficie legible. Hay aquí una huella de la utopía del poder que Foucault (1990) proyectaba de un modo paradigmático en el panoptismo. Con la salvedad de que el objetivo no pasa ya tanto por articular una mirada fija que observa sin descanso con el fin de disciplinar, cuanto por construir una mirada móvil y multifocal que quiere ver todo, sin descanso, para ejercer un control ilimitado.

Al acercarse ya, dentro de la extensa maquinaria securitaria, a lo que es el campo específico de la gestión fronteriza de los flujos migratorios, resulta ciertamente ilustrativo recordar que, en el propio ordenamiento jurídico de la Unión Europea, existe una noción que expresa nítidamente esta necesidad de desplegar una trama de sensores sobre los espacios. En el Reglamento (UE) n.º 2019/1896 del Parlamento Europeo y del Consejo, del 13 de noviembre de 2019, referido a la conformación de la Guardia Europea de Fronteras y Costas, se alude a la noción de mapa de situación en estos términos:

Una agregación de datos e información georeferenciados en tiempo cuasirreal recibidos de diferentes autoridades, sensores, plataformas y otras fuentes, que sea transmitida a través de canales seguros de comunicación e información y pueda procesarse y mostrase de forma selectiva y compartirse con otras autoridades pertinentes para lograr un conocimiento de la situación y apoyar la capacidad de reacción en las fronteras exteriores o en sus proximidades y la zona prefronteriza. (artículo 2, punto 10)

La construcción de un mapa de situación exige la conformación de una red sociotécnica diversa, por medio de la cual se pretende erigir una “visión soberana” (Follis 2017) en donde acaso emerge, de nuevo, el sueño moderno de la omnisciencia. Con el añadido, crucial para lo securitario, de que ese mapa de situación, tal y como se expresa en el artículo citado, debe proyectarse en una zona prefronteriza, la cual alude a una “zona geográfica más allá de las fronteras exteriores, relevante para la gestión de las fronteras exteriores mediante análisis de riesgos y conocimiento de la situación” (artículo 2, punto 13). Es decir, esa visión soberana se torna en una potencialmente irrestricta toda vez que lo prefronterizo, esa geografía por donde irrumpe y se aproxima el riesgo, carece de límites acotados y reconocibles.

Dentro de esta lógica de actuación securitaria se podría aludir a dos prácticas diferenciadas. En primer lugar, la que remite, dentro de un contexto de externalización tecnologizada y militarizada de las fronteras por parte de la Unión Europea, al progresivo abandono de mecanismos de rescate de embarcaciones de migrantes en situación de peligro y su sustitución por mecanismos de control a distancia, tales como los drones de vigilancia (pre)fronteriza (Moreno-Lax 2024). El objetivo de esta lógica de actuación no es otro que el de detectar la presencia de dichas embarcaciones y poder facilitar así su devolución a aquellos estados desde los que han salido, algo que sucede mayormente con Libia (Cuttitta 2023) y Grecia (Karamanidou y Kasparek 2022). Esta práctica, que está siendo reforzada por el entramado policial de Frontex (la Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas), transmuta la experiencia vital de la migración en una imagen detectable que se gestiona mediante parámetros securitarios al margen de las condiciones vitales que ahí se suscitan y de lo que espera a esas personas en espacios como Libia, en donde se da una conculcación sistemática los derechos humanos de las personas migrantes (Human Rights Watch 2019).

En segundo lugar, la reciente implantación del Pacto de la Unión Europea sobre Migración y Asilo, en diciembre de 2023, consolida la tendencia ya existente de implementar el modelo hotspot (Tazzioli y Garelli 2018) que busca acelerar los procesos de filtrado y expulsión. Ello comporta un escenario sociolegal que dificulta el derecho al asilo y el acceso a las garantías jurídicas de las personas migrantes, al tiempo que se acomete una datificación de la migración a través de la cual se prioriza la obtención de todo un conjunto de informaciones que son susceptibles de ser extraídas, almacenadas y analizadas, relegando a un segundo plano el decurso vital y experiencial propio del tránsito migrante. Asistimos así al auge de una economía securitaria extractiva (Andersson 2018) que permite analizar y filtrar a las personas migrantes sobre la base de la información recabada (y en donde la variable del país de origen juega un papel determinante), con el fin de introducirlas posteriormente en una casuística de posicionamientos diversos que van desde la admisión de una petición de asilo hasta la orden de expulsión.

Todo ello acrecienta, en sus distintos niveles de actuación, un continuo trabajo de securitizar la geografía (pre)fronteriza a través de un modo de proceder bifronte que da lugar a dos tipos de gubernamentalidades que no son ajenas entre sí. La primera alude a una gubernamentalidad de la indiferencia (Basaran 2015), por medio de la cual las personas que intentan alcanzar las fronteras exteriores europeas se tratan como una masa indiferenciada (que ha de ser contenida y ahuyentada), sin distinguir entre las situaciones particulares que ahí pudieran suscitarse y sintiéndose indiferente al daño que ello pudiera implicar. La segunda, por su parte, remite a una gubernamentalidad del filtrado (San Martín 2019), que hace posible que las personas migrantes que han accedido a suelo europeo sean tratadas en función de parámetros prefijados que establecen diferentes posibilidades de reubicación.

Lo que se puede atisbar en este somero repaso por la modulación securitaria de lo fronterizo es que ahí, de un modo banalizado, asentado en lo cotidiano, se despliega un entramado de formas de hacer, pensar y sentir a través de las cuales se sientan las condiciones de posibilidad para que irrumpan aquellas áreas de insensibilidad aludidas por Garland. Un ejercicio punitivo de geografía variable en donde irrumpe el rostro caleidoscópico de lo que Derrida (2010) nombró en términos de un poder insensible, esto es, una modulación del poder que persigue a sus presas sin que se le sienta (mediante un rastreo que no quiere ser detectado) y sin sentir lo que hace (al tornarse refractario al sufrimiento que su hacer pudiera deparar). El poder insensible propio de lo securitario abre, en definitiva, un marco relacional en el que la potencia empática de la sensibilidad queda mayormente reducida a la capacidad tecnológica que se despliega desde una red sociotécnica de sensores que detectan, rastrean y gestionan lo amenazante. A continuación, por último, se mostrará lo que se suscita en el ámbito de esa insensibilidad banalizada que consolida la imposición de un daño encarnado (y eventualmente encarnizado) que deviene permitido y permisible.

La insensibilidad del sentir securitario

Aunque estén referidas a un ámbito que no es el que aquí se está analizando, resulta pertinente aludir a las reflexiones de Morizot sobre la existencia de una crisis de sensibilidad que impregna la crisis ecosocial en la que estamos inmersos: “por crisis de sensibilidad entiendo un empobrecimiento de las relaciones que podemos sentir, percibir, comprender y tejer con los seres vivos. Una reducción de la gama de afectos, de objetos, de conceptos y de prácticas que nos vinculan a ellos” (2021, 19). Esta crisis, que en un plano más filosófico guarda relación con lo que Nancy (2021) ha tematizado bajo la imagen de la catástrofe del sentido, nombra una forma de establecer relaciones en donde lo que prima es una quiebra de la afectividad, de la incapacidad para sentir las consecuencias que todo un conjunto de formas de hacer y pensar tienen para otras personas y geografías. Perder la afectividad es perder la resonancia (Rosa 2019), tramar unas relaciones en donde la lógica de la coimplicación que abre la sensibilidad queda sustituida por un campo de acción heterogéneo que orbita entre el desprecio y la indiferencia.

Se podría argumentar que la lógica bélica que subyace a la frontera securitaria, la asunción de un discurso inmunitario que exige protegernos de los sujetos amenazantes, constituye todo un campo en expansión marcado por una crisis de sensibilidad. Esto no supone que la dimensión concerniente con la gestión institucionalizada de lo humanitario (Pallister-Wilkins 2022) desaparezca como tal, sino que queda subordinada al ordenamiento que impulsa lo securitario. La primacía ontológica concedida a lo amenazante no evita la presunción de que las personas migrantes sean leídas eventualmente en clave de vulnerabilidad, pero esa vulnerabilidad apenas es puesta en conexión con los procesos sociohistóricos y las lógicas políticas que producen vulneraciones de derechos y, paralelamente, no supone la concesión al sujeto vulnerable de un estatus político que supere su condición de víctima (Mezzadra 2020). En el despliegue de una punitividad securitaria impregnada de neoliberalismo (que ha hecho de lo securitario un nicho de mercado en expansión) y neocolonialismo (que perpetúa la subordinación simbólica de los cuerpos racializados), nos adentramos en una geografía multiforme en la que cabe aprehender el rastro de una punitividad no necesariamente formalizada, pero que castiga a los sujetos que encarnan el riesgo y que, al hacerlo, exhibe impúdicamente una insensibilidad que no se detiene ante el sufrimiento que origina.

Conviene tener presente que “las fronteras son preeminentemente experiencias corporales. Las fronteras son percibidas a través de los sentidos. Se construyen para ser sentidas” (Khosravi 2019, 414). Siempre hay una experiencia sentida de la frontera y, más específicamente, una experiencia encarnada del sentir securitario. Esta apreciación, que sirve para todo cruce fronterizo, incluso cuando este se realiza sin contratiempos esgrimiendo una documentación en regla, adquiere unas connotaciones agravantes cuando el control fronterizo impide el paso y se tiene que transitar precariamente por la geografía difusa de la (pre)frontera.

En esta geografía por la que transita la persona migrante ilegalizada y atendiendo al amplio espectro de posibilidades que ahí se abren a la hora de sentir la presencia espectral de la frontera, de atravesarla y de ser atravesada por ella, irrumpe una insensibilidad que se puede abordar desde un doble prisma. En primer lugar, atendiendo a lo que acontece en el marco de una geografía (in)formal gestionada por el Estado (poblada por cárceles, comisarías, o centros de internamiento, pero también por espacios precarios y provisionales), en la que se establecen distintas estrategias de contención o detención para las personas migrantes en un contexto que, en no pocas ocasiones, está atravesado por carencias habitacionales, alimentación insuficiente o deficiencias en la atención médica y jurídica. A esto habría que sumar, eventualmente, el ejercicio de prácticas de hostigamiento por parte de los cuerpos de seguridad público-privados encargados de la vigilancia. Esto no agota la lectura de lo que ocurre en esta geografía dispersa de detención, pero sí introduce un vector que irrumpe de modos diversos configurando lo que, en el marco de distintas investigaciones, ha sido nombrado bajo la rúbrica de una “necropolítica de la desatención” (Inda 2020) o la “conformación de entornos torturantes” (Pérez-Sales, Galán-Santamarina y Manek 2023).

En segundo lugar, habría que atender a lo que acontece en el propio tránsito migrante en el ámbito de lo (pre)fronterizo, allí donde se proyecta una externalización del control fronterizo que castiga los cuerpos ilegalizados sin que haya necesariamente una condena formalizada, haciéndoles sentir en la piel la exclusión y abandono en el que han quedado. Pese a no existir esa condena formal, sí cabría hablar de una suerte de condena efectiva no escrita, en un sentido cercano a lo que Sayad (2011) alude en términos de doble pena, que se plasma en la producción multiforme de sufrimiento por tener que atravesar precariamente una geografía hostil (desiertos, cadenas montañosas, mares), coaligada con el poder securitario (Doty 2011), porque para llegar a la línea fronteriza, para aquellas personas a las que se les niega el visado, solo se puede pasar por ahí, por esa geografía por la que apenas se puede pasar. En las miles de muertes que deja el tránsito migrante por la geografía hostil (Cuttitta y Last 2020), en las devoluciones que se realizan a países que conculcan sistemáticamente los derechos humanos (Human Rights Watch 2019), en las llamadas prácticas de push-back que expulsan a las personas migrantes dejándoles en situación de absoluta desatención (Keady-Tabbal y Mann 2022) o en las prácticas que ejercen la criminalización de la solidaridad (Tazzioli 2020) se hallan rostros diversos de una insensibilidad securitaria que, por todo el castigo y sufrimiento que producen, acaso puede empezar a nominarse bajo la imagen de crímenes contra la humanidad (Mann 2021).

La experiencia sensible de la frontera hablaría, por una parte, de unos sujetos en riesgo que, confrontándose a unas supuestas amenazas, tendrían que asumir la lógica securitaria y sus sentidos y, con ello, sentir la necesidad de aquello que se nos propone como marco de actuación para sentirnos protegidos. Por otra parte, nos encontramos con lo que sienten los sujetos de riesgo que encarnan la amenaza, lo que deben sentir, a modo de castigo anticipado, por querer perseverar en una vía de acceso que ha devenido ilegalizada: sentir la persistencia de un hostigamiento fronterizo en el que se esculpe cotidianamente la exposición a la muerte, sentir la precarización racializada de la existencia que perpetúa matrices simbólicas de raigambre colonial, sentir todo ello y sentir, con ello, que el sujeto en riesgo securitizado puede llegar a ser completamente insensible a su sentir.

Como consecuencia, el sujeto de riesgo que incorpora el sentir securitario, que transita por una geografía (pre)fronteriza de áreas de insensibilidad, deviene una de las figuras centrales de lo que Agier ha tematizado en torno a la idea del indeseable. La indeseabilidad, referida a una subjetividad menospreciada, “encarna la idea de un exterior genérico, absoluto y sin sustancia, repetida y difundida en contextos que se van renovando” (Agier 2022, 25). El indeseable es el sujeto que está en el margen y queda al margen, una otredad que no se reconoce (Honneth 2011) y que, en consecuencia, no acaba de interpelarnos cuando presentimos su sufrimiento, cuando expone lo que la violencia securitaria le hace. Así las cosas, la indeseabilidad no solo habla de ese otro sujeto que sufre, de sus circunstancias vitales concretas, habla también del horizonte político-narrativo que lo securitario puede llegar a tejer, así como de la estructura de relacionalidad afectiva en la que ubica a esas subjetividades espectrales despojadas de reconocimiento. El indeseable se convierte en el cuerpo no llorado (Butler 2006) que sufre el “efecto inmunitario de cierre” (Quintana 2021, 245) habilitado por la insensibilidad securitaria. El sujeto indeseable deviene así un sujeto abandonado que respira la violencia simbólica de “una atmósfera, una toxicidad que invade el aire” (Butler 2020, 47-48), y que acaba incrustándose en la piel del cuerpo dañado. Por todo ello, por la imposibilidad ética de asumir la violencia de un racismo que se adentra en los pliegues de las instituciones securitizadas que gestionan la migración (Mellino 2021), la exigencia de pensar críticamente la producción de lo indeseable se convierte en una tarea que debe estar en “el centro de la reflexión política en el mundo contemporáneo” (Agier 2022, 25).

Conclusión: hacerse sensible a lo insensible

Toda la reflexión precedente asume la sugerencia de Lordon (2018), según la cual las ciencias sociales podrían repensarse, en clave spinoziana, a modo de una teorización de las afecciones y las pasiones. Y lo hace con el fin de problematizar la hegemonía de lo securitario y las pasiones que ahí se movilizan. En contraposición a este poder securitario que prioriza el sensor y la insensibilidad hacia el sujeto racializado que encarna la amenaza, en este escrito se reivindica la pertinencia de subrayar la importancia de lo que Didi-Huberman (2010) denomina un acontecimiento sensible a través del cual se expongan las violencias proyectadas sobre otras personas, un acontecimiento que nos ocasione una interpelación que torne inasumible la propagación de esas violencias.

En esa misma lógica, cabe entonces explicitar y reclamar la necesidad impostergable de herir la sensibilidad securitaria que nos hace insensibles al sufrimiento del indeseable, de cambiar, como sugiere Nancy, “el sentido del sentido”, de problematizar cómo se ha pergeñado la genealogía política de este sentir con el fin último de exponer sus violencias constitutivas, incrustadas en el ordenamiento político-jurídico, y de abrirnos así a otro “reparto de lo sensible” (Rancière 1996), a un disenso desde el que cometer la doble tarea de repensarnos a nosotros mismos (con toda la envoltura semiótico-material que produce la subjetividad que exige, demanda y desea lo securitario) y las coimplicaciones con todas esas otras subjetividades que perseveran en llegar o que ya están. Todo ello, en última instancia, se traduce en un necesario ejercicio colectivo que indague en maneras no violentas de cohabitar (Di Cesare 2019) y que problematice la forma que habría de adquirir la frontera (Tazzioli 2023).

La triple consideración referida al sentido que ha atravesado esta reflexión (referida a su exterioridad performativa, a la relacionalidad afectiva que inaugura y a su vivencia encarnada), permite acercarse al modo en que, al menos en algunas de sus dimensiones, se reconstruye un sentir securitario que no encaja en la visión autocomplaciente de un castigo civilizado y que quiere dejar atrás violencias irrestrictas propias de tiempos pasados. La potencia del análisis de Garland ayuda a nombrar la existencia de una lógica de la insensibilidad ligada a una gubernamentalidad securitaria que se propaga entre la indiferencia y el filtrado; una insensibilidad que remite a esa atmósfera nociva aludida por Butler y que, de formas diversas, impregna el basamento simbólico que posibilita la violencia efectiva proyectada de un modo (in)directo tanto sobre el cuerpo que habita espacios (in)formales de detención como sobre el cuerpo que está en tránsito, acercándose a una frontera que le niega; y una insensibilidad, en definitiva, que impregna el ejercicio efectivo de un castigo multiforme que no precisa necesariamente de una condena formalizada para hacerse real.

Por todo ello, la crítica de aquellas prácticas fronterizas en las que nos confrontamos con el ejercicio impúdico de la violencia securitaria que daña los cuerpos migrantes, si quiere aprehenderse en toda su amplitud, debe completarse con el análisis de la insensibilidad constitutiva de la punitividad securitaria. En el trasvase de una lógica de los sensores a una sensibilidad relacional que se coimplica en la producción de vidas dignas de ser vividas podemos empezar a experimentar, en un proceso que siempre comporta tensiones, los contornos de una geografía afectiva que niegue radicalmente la producción de la figura del indeseable.

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* El artículo forma parte del proyecto de investigación “Historia y presente del control social, las instituciones punitivas y los cuerpos de seguridad en España (siglos XX-XXI): prácticas, discursos y representaciones culturales” (referencia: PID2021-123504NB-I00), del cual el autor es el investigador principal. Este proyecto es financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación de España y su período de vigencia es del 1/1/2022 al 31/12/2024.

Cómo citar: Mendiola, Ignacio. 2024. “Castigo e (in)sensibilidad en la frontera securitaria”. Revista de Estudios Sociales 88: 21-37. https://doi.org/10.7440/res88.2024.02

Recibido: 31 de Octubre de 2023; Aprobado: 15 de Febrero de 2024

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