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Infectio

versión impresa ISSN 0123-9392

Infect. v.10 n.2 Bogotá abr./jun. 2006

 

RESEÑA HISTÓRICA

TERAPÉUTICA CIENTÍFICA EN COLOMBIA: SIGLO XIX

Scientific therapeutic in Colombia: 19th century

ALBERTO GÓMEZ1

1 Departamento de Microbiología, Facultad de Ciencias, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, D.C., Colombia.

Fecha de recepción: 09/10/2005; Fecha de aceptación; 08/05/2006


La terapéutica científica o terapéutica racional surgió del acercamiento de la medicina y las ciencias a partir de la antigua Grecia. Poco a poco, la medicina europea fue abandonando el frágil terreno de los empíricos y el incierto sustento de lo mágico, de lo espiritual o lo divino, para establecerse como una disciplina con fundamento en la observación sistemática, en la experimentación y en la evidencia. Podríamos postular, entonces, como punto de partida, que la medicina científica es una medicina fundamentada en la razón.

Sin embargo, en esta exposición sobre la dimensión científica de la terapéutica, debo aclarar que no debemos subestimar su dimensión empírica o su dimensión espiritual como recursos posibles en la búsqueda de la salud. De hecho, podría considerarse que todo elemento científico de nuestra cultura procede de un precursor mágico o empírico que, repito, a través de la experimentación, llegó a convertirse paradójicamente en lo que es hoy: su propio contradictor. El planteamiento de esta evolución aparecía ya en el epílogo de la obra titulada Botánica indígena escrita por el naturalista santandereano Florentino Vezga a mediados del siglo XIX (1):

“... los médicos del país, en su mayoría, no se han fijado hasta ahora sobre esto –se refería a la importancia de los medicamentos vegetales– ; al contrario, han desdeñado los remedios populares, y aún no ha sido raro que se mofen de los curanderos indígenas, sin advertir que casi todas las aplicaciones terapéuticas de los agentes naturales han sido empíricas en su principio, y que muchos de los remedios de más poderosa actividad de que al presente se gloria la ciencia, han sido antes remedios de nuestro pueblo, acogidos con entusiasmo y preconizados después por la sabiduría de ultramar...”

Esta visión teleológica, en la que cada suceso de la historia de la medicina es validado exclusivamente en su calidad de rudimento de lo científico, debe ser comprendida a su vez como solamente una de las diferentes transcripciones de esta historia. A las medicinas alternas las debemos entender, más que como opciones en contrapunto, como componentes integrales del arte de curar, de la misma manera como los espacios en blanco son componentes integrales de este texto y los silencios intercalados entre las palabras les otorgan su verdadero significado.

Entremos, pues, a hablar sobre las palabras, sobre los sonidos, sobre los signos, sobre las moléculas, en fin, sobre lo mensurable.

La historia de la terapéutica científica se inicia en nuestro territorio con la aplicación de la vacuna de la viruela en los albores del siglo XIX. La viruela había llegado de Europa a mediados del siglo XVI y durante más de 200 años causó estragos en la población hasta convertirse en una grave epidemia en 1782. En ese mismo año, el virrey Caballero y Góngora ordenó publicar el Método general para curar las viruelas bajo la supervisión de José Celestino Mutis. El método, que se basaba en incipientes estrategias de salud pública, limitó por un tiempo el alcance de la infección, pero una nueva epidemia se presentó veinte años después, en 1802. En esta oportunidad, también por disposición oficial, se solicitó al mismo Mutis aplicar el nuevo método de la inoculación de un fluido de procedencia vacuna que había sido desarrollado en 1796, en el condado de Gloucestershire en Inglaterra por Edward Jenner (1749-1823). Mutis fracasó en su intento de aplicar el método inglés, pues la muestra importada se malogró en el camino a Santafé, y solamente hasta 1805, cuando llegó de España la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, con un equipo compuesto inicialmente por dos ayudantes, dos practicantes, tres enfermeros y 20 niños expósitos con su rectora, todos bajo la dirección de Francisco Xavier Balmis (1753-1819) y la subdirección de José Salvany (1777-1810), pudo iniciarse la vacunación en nuestro territorio.

Se dice que el virus se mantenía vivo pasándolo de niño a niño siguiendo la técnica brazo a brazo de Jenner y que, además, transportaban una carga de linfa de vacuna guardada entre placas de vidrio selladas, así como miles de ejemplares de un tratado que explicaba cómo vacunar y conservar la linfa. No estoy seguro de si el éxito de la vacunación, que se puede constatar en la desaparición de las epidemias nacionales a partir de ese momento, se debió a la supervivencia de la inmunidad en los infantes, asunto que no fue comprobado, o talvez a algún otro mecanismo inmunológico indeterminado hasta hoy. En todo caso, solamente en lo que respecta a la Nueva Granada, Salvany apuntó en su cuaderno de notas un total de 56.329 vacunados, lo cual indica la magnitud de la primera terapia científica en nuestro país. En honor a este magno programa pionero de la aproximación científica al tratamiento de la salud, se transcriben a continuación los nombres de sus integrantes (2):

Director: Francisco Xavier Balmis y Berenguer

Subdirector: José Salvany y Lleopart

Ayudantes: Manuel Julián Grajales – Antonio Gutiérrez Robredo

Practicantes: Francisco Pastor y Balmis – Rafael Lozano Pérez

Enfermeros: Basilio Bolaños – Antonio Pastor – Pedro Ortega

Rectora: Isabel Sendales y Gómez

Niños expósitos: Vicente Ferrer (7 años), Pascual Aniceto (3 años), Martín (3 años), Juan Francisco (9 años), Tomás Melitón (3 años), Juan Antonio (5 años), José Jorge Nicolás de los Dolores (3 Años), Antonio Veredia (7 años), Francisco Antonio (9 años), Clemente (6 años), Manuel María (3 años), José Manuel María (6 años), Domingo Naya (6 años), José (3 años), Vicente María Sale y Vellido (3 años), Cándido (7 años), Francisco Florencio (5 años), Gerónimo María (7 años), Jacinto (6 años) y Benito Vélez (hijo adoptado de Isabel Sendales y Gómez).

Por aquella misma época, Mutis y los miembros de la Expedición Botánica seguían describiendo con entusiasmo los beneficios terapéuticos de las plantas que recolectaban basándose en tradiciones del vulgo. La exaltación de las propiedades febrífugas de la corteza de la quina fue tal vez el caso más emblemático de esta investigación, que solamente en 1820 desembocaría en el aislamiento de la quinina a partir de la corteza americana por parte los franceses Joseph Caventou (1795-1877) y Pierre Pelletier (1788-1842). Muchas otras plantas eran recolectadas y caracterizadas como agentes terapéuticos siguiendo las cláusulas de obras como la Palestra pharmaceutica chymicogalénica publicada en 1706 por el boticario de la Corte Española, don Félix Palacios, Visitador General de Boticas, miembro de la Regia Sociedad Medico-Chirurgica de Sevilla y examinador del Real Protomedicato. En esta obra, el farmaceuta Palacios había explicado las diferencias que había entre la farmacia galénica y la farmacia química. Los avances en la farmacia química que, según don Félix, era la que los médicos modernos ejercían como la más esencial para la elaboración y preparación de los medicamentos, unidos a los avances en la ciencia de la ilustración, llevaron a Mutis a proponer en su Plan General de Estudios Médicos presentado en 1804, sería: “...imposible llamarse médico el que careciera de la suficiente instrucción de las ciencias matemáticas, física experimental, botánica y química”.

De allí en adelante la medicina colombiana inició su lento tránsito hacia una nueva medicina fundamentada en los hallazgos y descripciones de sus pares científicos europeos alrededor de dos ejes principales: los instrumentos y los laboratorios. Paradójicamente, el uso de instrumentos como el estetoscopio, que inicialmente fue propuesto por René Laënnec (1781-1826) para acercarse con más detalle al paciente, significó un primer paso en el distanciamiento del médico, que se trasladó a una posición que podríamos llamar de retaguardia, detrás de los datos y aparatos que utiliza para su diagnóstico.

Con el advenimiento de la instrumentación, el médico que desde tiempos inmemoriales atendía al individuo, al ser humano, comenzó a distanciarse de éste aplicando las fórmulas de la ciencia, tratándolo como un caso. Este caso comenzó a descomponerse con el avance de la dimensión científica de la medicina en sus respectivas muestras o imágenes de acuerdo con la necesidad e interpretación del médico de turno y así el individuo se convirtió, poco a poco, en una suma de cifras y unidades. Como consecuencia de esta tendencia, el paciente sería o no tratado en función de si los datos obtenidos entraban en un rango de referencia que algunos llegaron a llamar valores normales.

La enfermedad, en estos términos, era solamente la consecuencia del mal funcionamiento de una parte específica y mensurable del cuerpo en una visión mecanicista de la medicina. La terapéutica científica del siglo XIX se basó así, principalmente, en la reducción del individuo a las partes de su cuerpo y se convirtió, independientemente de su evidente eficacia, en una terapéutica distante.

Sin embargo, una cita del internista francés François Chomel (1788-1858), mostraba que no toda la medicina en el siglo XIX había sucumbido al embrujo de los instrumentos científicos. En efecto, Chomel opinaba que:

“Es cierto que con el termómetro puede saberse exactamente el grado de la temperatura corporal, pero resulta totalmente inadecuado para comprender las otras cualidades del calor patológico. El mejor instrumento que el médico puede utilizar sigue siendo, por tanto, su propia mano”.

Ahora bien, en una apropiación sui generis en medio del desarrollo de la medicina europea, a Colombia llegaron primero los instrumentos de diagnóstico científico y solamente años después llegaron los fundamentos de la terapia científica correspondiente. Un buen ejemplo de este fenómeno lo encontramos en un texto de Antonio Vargas Reyes (1816-1872), quien publicó en el número de septiembre 13 de 1864 de la Gaceta Médica Colombiana su comentario sobre un enfermo cardíaco después de haber utilizado toda una batería de recursos instrumentales: “ En cuanto a mí, quedo satisfecho con la localización de la enfermedad en el corazón”. La correspondiente propuesta terapéutica del médico más ilustre de su tiempo fue: “ buen vino, carne, huevos, leche, hierro y baños fríos” (3).

Además de los remedios de la plaza de mercado, se fue recurriendo progresivamente a los que se ofrecían en las farmacias o boticas. El desarrollo de la química a partir de la alquimia permitió, en el siglo XIX, alternativas terapéuticas tan interesantes como los antipiréticos y analgésicos como la antipirina (1883) y la acetofenitidina (1887), además de anestésicos como el óxido nitroso (1844), el éter (1846) y el cloroformo (1847), y de específicos para el tipo de dolencias cardíacas referidas por el doctor Vargas Reyes como el nitrito de amilo (1867) y la nitroglicerina (1879).

Sobre esta última, hay una anécdota interesante que involucró a Alfred Nobel, inventor de explosivos, que nos permite revisar y poner en contexto la sorprendente receta del doctor Vargas Reyes.

En los últimos años de la vida del inventor e industrial, aparecieron algunos problemas de salud que involucraron su corazón. Sus médicos le formularon nitroglicerina como tratamiento para la angina pectoris que lo aquejaba. Esta sustancia había sido descubierta por el químico italiano Ascanio Sobero (1812-1888), uno de sus compañeros en París, y descrita como fármaco para los dolores de pecho asociados a la enfermedad cardiaca por el médico inglés Thomas Brunton (1844-1916).

Así comentó Nobel a un amigo el episodio:

“Mis problemas con el corazón me mantendrán aquí en París por algunos días más, hasta que mis doctores se pongan de acuerdo sobre mi tratamiento inmediato. Por una ironía del destino me han prescrito N/G 1 ingerida. La llaman Trinitrina para no asustar al público...”

El notable paciente no aceptó someterse a esta terapia, sin saber que 108 años después se otorgaría el premio que él dejaría instituido, a los investigadores norteamericanos Robert Furchgott, Luis Ignaro y Farid Murad, por su descripción de la acción de la nitroglicerina como inductora de la liberación de óxido nítrico en la capa endotelial de los vasos sanguíneos (4).

Paralelamente, desde mediados del siglo XIX, la teoría etiopatogénica que se había configurado en torno al trabajo de Luis Pasteur (1822-1895) en Francia y de Robert Koch (1843-1910) en Alemania, había mostrado que los microbios eran los responsables de varias enfermedades antes incomprensibles para la mayoría. A partir de este hallazgo, surgió la opción evidente de eliminar esos microbios del organismo, en la que podríamos llamar escuela etioterapéutica. En ésta, una enorme diversidad de compuestos fueron propuestos para atacar a los seres apenas visibles bajo los lentes del microscopio incluyendo, ya a comienzos del siglo XX, compuestos químicos sintéticos.

Tal vez el aporte más sonado de la química a la terapéutica científica fue el del reporte, en 1909, de la preparación 606 del alemán Paul Ehrlich (1854-1915), uno de los primeros antibióticos sintéticos, que recibiría el nombre de Salvarsán. Otros compuestos antibacterianos incluyeron aquéllos derivados de lo que Pasteur llamó en 1877 la “competencia bacteriana” y cuya existencia demostró en 1898 el médico francés Ernest Duchesne (1874-1912) proponiendo el primer antibiótico de origen fúngico en su tesis doctoral titulada Contribución al estudio de la competencia vital en los microorganismos. Antagonismo entre los hongos y otros microbios, en la que utilizó una cepa de Penicillium glaucum (5). Esto sucedía más de 26 años antes de que Alexander Flemming (1881-1955) se sorprendiera en su laboratorio con el efecto de otro Penicillium sobre sus cultivos de Staphylococcus aureus, y casi de 50 años antes de que Howard Florey (1898-1968) y Ernst Chain (1906-1979) aislaran su componente activo, la penicilina.

La escuela que hemos llamado etioterapéutica dependía, naturalmente, de la identificación y eventual aislamiento de los gérmenes causantes de la enfermedad. Éste fue el origen de la nueva fase de la medicina que caracterizó al siglo XX y que varios han denominado la medicina de laboratorio.

Para hablar del desarrollo de esta nueva fase de la medicina en nuestro país mencionaremos a dos de sus principales protagonistas: Juan de Dios Carrasquilla (1833-1908) y Federico Lleras Acosta (1877-1938). Varios puntos en común presentan estos precursores de la medicina de laboratorio, y el principal de ellos es que ambos se interesaron en el tratamiento científico de la lepra, el doctor Carrasquilla a través de la seroterapia y el doctor Lleras en su intento de aislar y cultivar la bacteria responsable como primer paso en la búsqueda de la vacuna.

La seroterapia, como recurso científico, había sido propuesta en 1890 por Emil von Behring (1854-1917) y Shibasaburo Kitasato (1852-1931) con base en su trabajo experimental con toxinas bacterianas del Clostridium tetani y del Corynebacterium diphteriae. Von Behring procedió a finales de 1891 a inyectar a una niña diftérica la preparación que denominó antitoxina. Esta inmunización terapéutica fue un éxito rotundo y a partir de este antecedente varios investigadores en el mundo, incluyendo a Juan de Dios Carrasquilla, buscaron terapias equivalentes en otras enfermedades infecciosas. Carrasquilla, siguiendo la propuesta de Charles Richet (1850-1935) en el modelo de la sífilis cuyo agente responsable, Treponema pallidum, tampoco se había podido cultivar in vitro, quiso aplicar la seroterapia contra la enfermedad producida por Mycobacterim leprae. En sus propias palabras, frente a los miembros de la Academia Nacional de Medicina hace ya más de 100 años:

“Se procedió pues a sangrar un enfermo de lepra, y con el suero de la sangre de éste, se inoculó primero un cabrito y luego un caballo; transcurridos algunos días se les hizo a estos animales una sangría de la yugular, y se tomó el suero, se colocó en frasquitos bien tapados y al abrigo de la luz…”

En la sesión del 22 de noviembre de 1895, habiendo tratado 15 pacientes, el académico Carrasquilla insistió en las bondades de la seroterapia para la lepra desestimando la aparición de síntomas secundarios en los siguientes términos:

“Las reacciones accidentales son, por orden de frecuencia, las siguientes: Después de la reacción típica normal, hay muchos enfermos que sienten mialgias y artralgias muy dolorosas, unas veces generalizadas en todo el cuerpo, otras confinadas en ciertas regiones (…). En la piel aparecen en primera línea urticarias y eritemas polimorfos; (…). Estas manifestaciones de la acción del suero son, como las neuralgias, fugaces; aparecen y desaparecen muchas veces en el curso del tratamiento, y no ofrecen ninguna gravedad. El accidente más serio que ocurre y que, por fortuna, es muy raro, es el asfíxico”.

Carrasquilla, obnubilado tal vez por el éxito aparente de sus inoculaciones, no siguió suficientemente a Richet en dos sentidos:

1) De acuerdo con el Informe sobre el tratamiento de la lepra por las inyecciones hipodérmicas del suero antileproso, presentado en 1898 por una comisión francesa que incluía al doctor Emile Roux (1853-1933), “ las condiciones en las que se había preparado el suero de Bogotá eran defectuosas”, pues no se había probado si tenía toxinas y si contenía o no bacilos específicos, los cuales, de hecho, rara vez se presentaban en pacientes que estaban fuera de la fase aguda de la enfermedad.

2) El doctor Carrasquilla desatendió las reacciones secundarias, a las que Richet en cambio dedicó un sesudo estudio que culminó en 1902 con su propuesta de lo que denominó, en compañía del zoólogo Paul Portier (1866-1962), la anafilaxis, en respuesta a la inyección parenteral de proteínas o toxinas, y que le valdría el premio Nobel en 1913.

El segundo terapeuta científico colombiano pionero que logró el reconocimiento nacional, pero que también interpretó exageradamente sus datos preliminares, fue Federico Lleras Acosta.

En 1905, en compañía de su maestro Claude Véricel, el bacteriólogo bogotano había logrado aislar Clostridium chauvei, agente causante del carbón sintomático en el ganado, lo cual permitió preparar la vacuna correspondiente. El insigne científico llegó a tener, además de una serie de triunfos en el campo de la salud veterinaria, una influencia determinante sobre la medicina nacional al complementar la medicina anatomoclínica que dominaba en aquella época, con los recientes métodos de diagnóstico basados en los análisis de laboratorio.

Pero no todo habría de resultar al hilo para nuestro protagonista. Como todo científico, mantuvo en su espíritu dudas y frustraciones que serían amplificadas por una sociedad como la nuestra, acostumbrada a vitorear ruidosamente el triunfo esporádico de los deportistas, pero excesivamente incisiva e impaciente con los procesos de largo aliento. Una de sus más hondas aspiraciones insatisfechas fue, infortunadamente, la de tratar de aislar en aquella época el agente causante de la lepra, y ya sabemos que éste, aún hoy en día, ha sido imposible de cultivar in vitro. Con este logro se hubiera hecho posible un diagnóstico precoz y, eventualmente, una terapia definitiva para la enfermedad producida por la temida micobacteria.

A mediados de 1935, después de varios años de investigaciones en su laboratorio, el doctor Lleras dio a conocer públicamente en la Academia Nacional de Medicina, la noticia sobre el cultivo de “ un bacilo ácido resistente, con caracteres morfológicos y reacciones bioquímicas compatibles con el bacilo de Hansen”, sin concluir sobre su identidad definitiva. La noticia creó cierta controversia a nivel nacional, pues un grupo de médicos y científicos liderados por Abraham Aparicio dudaba en voz alta de los hallazgos de Lleras. Esta situación de contrapunto, característica de toda aproximación científica, no debía pasar a mayores. Pero el grado de pasión que, ya lo he dicho, mostramos los colombianos frente a cualquier suceso cotidiano, hizo que el país se polarizara en esa época a favor o en contra del doctor Lleras Acosta. De esta manera, el impacto de la sociedad sobre la labor de nuestros científicos, que pasan de ser hitos a ser mitos, al tiempo que se convierten en el blanco favorito de las más despiadadas críticas que destruyen mitos, ha dejado a veces una estela de desconfianza, tanto nacional como internacional, sobre nuestra ciencia.

El carácter pionero de estos dos microbiólogos nacionales decimonónicos, que los colocó vertiginosamente en la cima de la ciencia colombiana, les obligó tal vez a un discurso grandilocuente que no les favoreció al alejarlos de los ritmos pausados y discretos que requiere la investigación científica.

Al avanzar el siglo XX, la terapéutica científica siguió su camino en Colombia, más en torno a las propuestas de las compañías farmacéuticas que iban tomando fuerza en el mundo entero, que de la mano de los investigadores gestores de cada avance como había sido el caso hasta ese momento. Esta progresiva desvinculación de la medicina nacional de las fuentes del conocimiento terapéutico en lo que se refiere a los fármacos no sucedió en otros terrenos de la terapia científica. Afortunadamente, a todo lo largo del novecientos, multitud de profesionales de la medicina se formaron al lado de los expertos a nivel mundial en los procedimientos terapéuticos de cada especialidad. Las nuevas metodologías configuraron una medicina científica de la más alta calidad en nuestro país y, gracias a ésta, los índices de morbilidad y mortalidad bajaron dramáticamente, en particular en los centros urbanos.

Termina así esta reflexión en tono positivista y optimista a comienzos del siglo XXI, pero también recordando los peligros de un exceso de reduccionismo o de afanosa búsqueda de glorias efímeras. Será prudente también refrendar periódicamente en cada escenario académico el necesario énfasis en la atención al ser humano utilizando los instrumentos de la ciencia como lo que son, herramientas diagnósticas, sin permitir que el médico se convierta en poco más que un apéndice de éstas.

REFERENCIAS

1. VEZGA F. Memoria sobre la historia del estudio de la botánica en la Nueva Granada. Santafé de Bogotá: 1861. Reeditado: Bogotá, Colombia: Editorial Minerva, Biblioteca Aldeana de Colombia; 1936.

2. BALAGUER-PERIGÜELL E, BALLESTER-AÑON R. En el nombre de los Niños. Real Expedición Filantrópica de la Vacuna 1803-1806. Asociación Española de Pediatría 2003; Monografias de la AEP, Nº2. http://www.aeped.es/balmis/libro-balmis.htm

3. VARGAS REYES A. Gaceta Médica Colombiana; 1864.

4. GÓMEZ GUTIÉRREZ A. Del Microscopio al microscopio: historia de la medicina científica. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana y Academia Nacional de Medicina; 2001.

5. DUCHESNE E. Contribution à l’étude de la concurrence vitale chez les microorganismes. Antagonisme entre les moisissures et les microbes (tesis). Lyon, Francia: Faculté de Médecine et de Pharmacie de Lyon ; 1898. http://www.lyon-sud.univ-lyon1.fr/bacterio/DOCDIV/Duchesne0.html

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