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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.3 no.2 Bogotá July/Dec. 2001

 

Idea del gobernante cristiano en el siglo VXII

The idea of the Christian Prince in the XVII Century

Alberto David Leiva*

* Profesor de Historia de la Universidad Nacional del Sur de Buenos Aires. el artículo fue originalmente publicado en Jornadas ODUCAL (Organización de Universidades Católicas de América Latina), Buenos Aires, 13 al 16 de septiembre de 1992.

Resumen

Se hace un estudio de la literatura política española del siglo XVII que se ocupaba de la formación de los gobernantes y que fijó el ideal del príncipe cristiano. El príncipe debe reflejar en la mayor medida posible los atributos divinos y, por lo tanto, los autores españoles recuerdan esta premisa para animarle a una imitación proporcional a sus esfuerzas humanas, equilibrada y posible. Este artículo rescata las obras hispanas más notables para la formación del príncipe en las virtudes y en el perfeccionamiento moral y propone como reflexión la vigencia de la propuesta cristiana de monarquía universal como modelo de organización para las periódicas aspiraciones de gobierno mundial.

Palabras clave: pensamiento político, virtudes del gobernante, Príncipe cristiano, Gobierno, Atributos divinos.


Abstract

This paper studies the XVIIth Century Spanish Political Literature about the ruler's Education, which established the ideal of the Christian Prince who must mirror the divine attributes as much as possible. Therefore Spanish thinkers reminded the prince about this duty encouraging him to an achievable and balanced imitation, in proportion to his human faculties. The paper shows the most important Spanish works concerning the prince's education and moral improvement; and states as a reflection, the ideal of a universal Christian monarchy as a really up to date model for a world government's aspiration.

Key words: Political Though, Ruler's virtues, Christian prince, Government, Divine attributes.


Existió en España durante el siglo XVII una literatura política puesta al servicio de la formación del gobernante, que fijó perfectamente el ideal del príncipe cristiano. Se trata de obras particularmente valiosas para la historia del pensamiento político y de las mentalidades jurídicas, por cuanto han sido concebidas para gobernar la monarquía más auténticamente cristiana, y porque en buena medida han sido escritas en castellano, lo que facilita su estudio.

Se caracterizan estas obras por sostener la idea capital de que el gobierno es un sometimiento a las pautas marcadas por Dios con su providencia sobre los seres creados; de manera que un verdadero concepto de autoridad sólo puede cimentarse en la representación, para otras lugartenencias, de Dios. Así como en el conjunto de la creación debe darse naturalmente la sumisión de todo ser al primero de la especie, así sucederá también con el gobierno temporal. De ahí la importancia de proveer a la adecuada formación del gobernante.

Partiendo de estas premisas, de muy antigua data, el catolicismo asienta el poder sobre una base inconmovible. Sin violencias, mediante la indestructible concatenación de un razonamiento lógico y la sencilla aplicación de la doctrina sagrada, príncipe y pueblo se hallan poseídos de la necesidad de la excelencia del mando.

El escrupuloso ejercicio del poder y el noble ejercicio del obedecer llevan a entablar un diálogo fecundo. Al rey se le habla en un lenguaje respetuoso y limpio, austero y ocasiones francamente duro. Así, por ejemplo, fray Juan de Santa María, autor de la Política cristiana, obra publicada en Valencia en 1619, compara al rey inepto con una mona en el tejado. Vista desde lejos parece un hombre, pero no lo es; y lo mismo el rey que no actúa con acciones de tal, con autoridad y gobierno, solo es rey en apariencia. "Es, dice como pintura de mano del griego, que puesta en alto y mirada de lejos parece muy bien y representa mucho, pero de cerca todo rayas y borrones. El rey es el mayor de los oficiales y de todos los oficios es el suyo el de mayor dignidad temporal. No pechan en balde los reinos tantos estados, tantos cargos, tan grandes rentas, tanta autoridad. Nombre y dignidad tan grande no se le dan si carga. Sepan pues los reyes que lo son para servir a los reinos, pues tan bien se lo pagan, y que tienen oficio que los obliga al trabajo". El oficio de rey va delante no en honra y contento solamente, sino en la solicitud y cuidado.

Por su alta posición, el príncipe ha de reflejar en la mayor medida los atributos divinos. Sin embargo, los autores españoles escriben con óptica realista y si ponen ante los ojos del gobernante dechado divino, sólo lo hacen para animarle a una imitación proporcional a sus fuerzas humanas, equilibra y posible. En el rey se han de dar ciertas vislumbres de Dios con perfección limitada por el simple hecho de ser hombre.

De acuerdo con la tradición recogida en la centuria anterior, esta visión de la formación del gobernante equilibra y condiciona mutuamente los intereses sociales y los particulares. El príncipe mira el bien de sus estados como el suyo propio. Su perfección individual no puede desgajarse de sus deberes de gobernante; y como correlato, todo perfeccionamiento de su persona redundará en bien de la comunidad con la que está comprometido.

Si bien la eficiencia es fundamental para dirigir la nave del Estado, esta literatura encuentra la esencia de la educación en la formación virtuosa. Fernández de Otero, en El maestro del príncipe (1633)juzga tan importante la cultura que dice que un príncipe idiota o ignorante es como un vaso roto, que escurre cuanto se echa en él, aunque sea un preciosísimo licor, sin retener nada.

El maestro del príncipe deberá levantar con las virtudes que irá despertando en su discípulo un edificio moral asentado sobre cuatro paredes: a) desprecio de sí mismo; b) desprecio de la honra; c) clemencia; d) desprecio de la quietud. Para apoyar su evidente rechazo al maquiavelismo, este autor trae a colación los ejemplos históricos de Claudio, gran literato, y de Nerón, instruido por Séneca y lleno de habilidades, lo que no les evitó hacer gobiernos deplorables.

En síntesis, la literatura barroca destinada a la formación del gobernante considera que por ser rey el educando no deja de ser hombre, antes bien, está obligado a aventajarse en lo que le es propio como tal. Aunque se trate de mayor y mejor rey del mundo, sólo sus virtudes lo acreditan ante Dios.

La práctica constante de las virtudes se justifica además por la necesidad de dar ejemplo. La convivencia moral aconseja la virtud en el príncipe por motivos psicológicos relacionado con el instinto de imitación, pues verdaderamente él es una ley viva. En este sentido, cabe recordar que el ordenamiento castellano, y por extensión español, confería al monarca, desde el Ordenamiento de Alcalá de Henares (1348) la potestad de hacer la ley, interpretarla y dispensarla, de modo que la ley por sí es letra muerta si el príncipe no le da vida con su ejemplo.

Buscando encaminar a la práctica todos estos razonamientos, la preceptiva moralizada del siglo XVII se preguntaba; ¿qué hará el rey para ser bueno? Quizá la respuesta más típica está dada por Jerónimo de Zavallos en su Obra real,  editada en 1623: el príncipe, dice debe "juntar con la señoría del gobierno la virtud y la piedad de religión". En se pasaje, reproducido ad infinitum, Zavallos enumera muchos buenos monarcas, y afirma que "aunque fuera tan grandes reyes, alcanzaron mayor gloria por sus virtudes que por sus triunfos y majestad".

Otras de las tesis fundamentales, enunciadas en este caso muy claramente por Francisco de Quevedo en su Política de Dios y gobierno de Cristo, justifica la búsqueda del altísimo ideal del príncipe virtuoso en el hecho indiscutible de que Dios premia el buen gobierno de los reyes con prosperidad de la nación.

Visto que el gobierno para el bien exige del gobernante una virtud constantemente ejecutada, su invocación aparece en los títulos y subtítulos de la mayoría de los libros destinados a la formación del príncipe. Por su carácter pedagógico es común en casi todos dediquen algún capítulo a analizar el tipo de virtud que conviene a cada aspecto de la vida pública o privada del rey; de manera que bien puede decirse que éste de la virtud es el tema más universal que abordan.

El príncipe debe hacer la guardia sobre sí y luego sobre los demás. Esto es ser rey, y no el hacerse adorar, ya que el rey no es propietario y dueño del reino, sino visorrey y lugarteniente de Dios.

Siendo el órgano más eminente en el cuerpo social., ha de ser el más perfecto, evidenciando cualidades de naturaleza y también intelectuales. Físicamente, es de desear que el príncipe respire autoridad, gravedad y benevolencia; y si es posible ha de ser de nobles y aventajadas formas, similares a las que los antiguos adjudicaban al "hombre templado". "Los templados son de grande memoria para las cosas pasadas, de grande iniciativa para alcanzar lo que está por venir y de grande entendimiento para saber la verdad en todas las cosas".

También la forma externa facilita el ejercicio de las virtudes. Haciendo contraste con otros pueblos, el uso del negro fue característico de la elegancia española, sin excluir a los monarcas. Esta característica exterior resalta cuando se compara con la de otros gobernantes. Podría recordarse un famoso tapiz, que existe en el museo de Versalles, que representa la entrega de la infanta María Teresa a Luis XIV, los españoles, con Felipe IV a la cabeza, van todos de negro, mientras los francés lucen cintajos, colorines, pelucas empolvadas y hasta tacones altos. Todavía el último Austria Carlos II, conserva vestidos negros. Por motivos supuestamente estéticos tapa su calvicie con una peluca larga, pero sin empolvar.

Respecto de las facultades intelectuales, se espera del rey que evidencie la facultad racional imaginativa, memoria y entendimiento. Se descuenta que vivirá muchos años y que permanecerá siempre sano.

Atendiendo a la moralidad de las virtudes regias, cabe destacar que el concepto del príncipe perfecto incluye, pero rebosa, el del hombre virtuoso, como queda claro por el siguiente ejemplo: cuando Felipe III cumplió 19 años, su ayo don García de Loaysa informaba a su padre que el príncipe era ejemplo de raras y excelentes cualidades, muy piadoso, de limpias costumbres y bondadoso, pero por desgracia demasiado pacato y encogido; que sería conveniente que penetraran más en el trato de las gentes, que diera audiencia, hablara, bromeara y se divirtiera con los que los rodeaban. Que era lamentable que no se cercase a él ninguno, que no se alejara desilusionado, cabizbajo y con el ánimo abatido. Que debía además levantarse más temprano para dedicar su tiempo a paseos y juegos. Poco pudo, sin embargo, tal preceptiva en el ánimo del hijo de quien había anclado la monarquía a los escritorios.

Para animar al príncipe en el perfeccionamiento moral fue común enumerar las virtudes de los reyes precedentes. Así, en 1640, Diego Saavedra Fajardo escribía: "Considere Vuestra Alteza si iguala su valor al de su generoso padre, su piedad a la de su abuelo, su prudencia a la de Felipe II, su magnanimidad a Carlos V, su agrado al de Felipe I, su política a la de don Fernando el Católico, su liberalidad a la de don Alfonso, el de la mano horadada, su justicia a la del rey don Alfonso XI y su religión a la del rey don Fernando el Santo, y entiéndase Vuestra Alteza en deseos de imitarlos con generosa competencia".

Como los tratados de educación de príncipes son eminentemente formativos, presentan el hábito virtuoso como la culminación de la pedagogía. Todos apuntan además a plasmar la personalidad del gobernante en una estructura tal que se haga apto para desarrollar ese otra alta pedagogía que el rey debe realizar con su pueblo, para llevar a cabo los verdaderos fines del Estado.

Comenzando el análisis de la práctica de las virtudes por la prudencia, se considera que el hombre ha menester tacto y discreción suficientes como para ordenar su vida y mandar a los demás. Existe una prudencia monástica y una social. El príncipe ha menester de la dos para poder practicar los tres actos principales de la virtud, que son aconsejar, juzgar y mandar.

Se debe ocupar que sea capaz de aconsejar y a la vez tomar el consejo de sus mejores vasallos. Deberá mandar no imperativamente, sino a través de los sabios consejos. En el caso de los consejeros del príncipe, es menester que reúnan en su persona prudencia, amistad y virtud, tal como lo aconseja Ramírez del Prado en su obra Consejo y Consejeros del príncipe, publicada en Madrid en 1617. Años después, cuando el privado llega a aparecer como una institución conveniente, y hasta necesario, comienza a considerarse que al lado del príncipe cristiano ha de haber un Valido cristiano. Retrato del privado cristiano en acciones del Conde Duque, es el título de una obra del marqués de Maluzzi. El privado cristiano se titula un libro del padre José Laynez, en que se lee: "Si el privado es como debe ser, es la más noble y rica prenda de la corona del rey". "Dios elige como privado como el rey", dice este autor en 1641.

A la prudencia seguirá la inteligencia, cualidad propia del hombre de buen sentido, y a ésta la sagacidad, que el gobernante tendrá que aplicar sobre todo en la elección de ministros, ya que ante el príncipe todos tratan de componer la presencia y la conducta. Ante el rey, toda palabra suena a amor, respeto y fidelidad.

También deberá ejercitársele en la circunspección, de manera que pueda ponderar correctamente las diversas circunstancias antes de tomar una decisión.

Como virtud ajena a la prudencia, se recomienda la práctica de la perseverancia, entendida como constancia hasta conseguir el fin propuesto. Es de ingenios fogosos y apresurados el resolverse presto y presto arrepentirse. En esto el ingenio del gobernante ha de ser más bien algo lento. Pero como la prudencia es una virtud que en el gobernante está encaminado a dirigir y mandar, su acto propio es el mandato ejecutivo o imperium. "El Consejo es embrión que está muerto, dice Saavedra Fajardo , mientras la ejecución que es su alma no lo anime". La tardanza es considerada perjudicial para la buena marcha del Estado. El mismo Saavedra, aludiendo al despacho en la España de Felipe IV, atestada de memoriales, crítica mucho la lentitud recordando la celeridad con que despachaban los reyes Católicos.

Atentan por exceso contra la prudencia humana, que busca el placer como último fin de sus actos, y la razón de Estado, en cuando desliga de todo compromiso moral al príncipe que busca de cualquier modo engrandecer a su reino apelando al más crudo materialismo político. Prácticamente todos los tratadistas rechazan el engaño y la violencia para conseguirla, pero algunos aceptan que el rey emplee el disimulo lícito. La complicada situación internacional durante el siglo XVII llevó a los consejeros a considerar muchas veces este tema, pero es justo decir que los reyes estuvieron muy alertas para eludir el maquiavelismo, que avanzaba. Cuando se elevó en consulta a Felipe IV cómo proceder en el alzamiento de los hugonotes en Francia, escribió al margen de puño y letra: "No hay materia de Estado cuando se atraviesa un pelo de región".

Pecando por defecto contra la prudencia se puede resolver con precipitación o con negligencia tal que el éxito quede anulado sólo porque la resolución llegó demasiado tarde. Todos los autores echan de menos un libro que enseñe a ser prudente. Como ese texto nunca se escribió, los hombres del barroco extendieron a la literatura preceptiva la valorización de la experiencia se perderá tras la ilusión de una bella utopía, o, peor aún, se perderá a sí mismo presa del temor a la acción que suele invadir a los intelectuales puros. Dado que toda acción ha de estar relacionada con las infinitas variantes de la vida real, nada más expedito que el obrar. Por eso ha de ejercitarse desde temprana juventud en los asuntos de Estado. Una forma de experiencia, aunque ajena, es la historia, que llegara en auxilio del rey por vía de su propio estudio o por la frecuentación con quienes han vivido los sucesos.

La segunda virtud de práctica ineludible es la justicia. Con justicia se establece el reino y sin ella se pierde. "Pasará el reino de una nación o otra por falta de justicia". "Ni puede haber repúblicas sin justicia ni rey que merezca serlo si no la mantiene y conserva", escribió en 1619 fray Juan de Santa María. "Lo cual se echa de ver por sus injusticias en los muchos reino de indios e idólatras que están agregados a la corono de España", decía Zavallos en 1623.

¿Cómo formar al príncipe en la práctica de la justicia? Se recomienda en general una atención estricta a lo legislado y que el futuro gobernante asista regularmente a los juicios, como lo hacían Carlomagno, los reyes Católicos y algunos de Portugal, para animar a los buenos jueces y escarmentar a los perversos. Que el rey niño asista a frecuentes debates, a fin de robustecer la memoria de las cosas y juicios acertados, fallando en la discusión sobre temas variados; y aunque el debate será fingido, será igualmente serio. No conviene, sin embargo, forzar la asistencia de personas muy graves, que quiten espontaneidad a los ponentes, que debe ser también niños.

Dice Saavedra Fajardo que el rey debe aprender a dominar al potro del poder: "menester es el freno de la razón, las riendas de la política, la vara de la justicia y la espuela del valor". Para ser justo el rey no ha de ejecutar todo lo que se le antoja, sino lo que le conviene y no ofende a la piedad, a la estimación y a la vergüenza y buenas costumbres. Dicho de otro modo: sólo es justo mandar lo razonable.

Ejercitará el monarca la justicia distributiva de cuadro modos:

  1. Premiando los servicios de sus vasallo, dando más al que más y mejor sirvió, evitando los abusos del favoritismo y de la persecución. "Honores hay, dice Saavedra, que por grandes no se ajustan al sujeto y más afectan que ilustran";
  2. Proveyendo cargos y empleos con sujetos dignos. De lo contrario se acobarda la honradez y envalentona la malicia. No conviene que se acumulen los cargos en tres o cuatro ministros virtuosos con olvido de los demás. Los autores insisten en esto señalando que por falta de conocimiento los reyes suelen echar mano siempre de las mismas personas;
  3. Celando el cumplimiento de las leyes y vigilando a los jueces para que cumplan fielmente su labor;
  4. Reprimiendo las infracciones, de modo de evitar que las más ligeras lleguen a ser habituales por falta de corrección. Sin embargo, cuando la que delinque es la multitud, excepcionalmente, es preciso juzgar con amplitud de miras y nada mejor que otorgar un perdón general.

Como virtud aneja de la justicia se predica la religiosidad del príncipe, que lo incline justamente a dar a Dios el culto que merece. Los tratados que ocupan de las razones especiales que tiene el rey para ser íntimamente religioso y para velar por la religiosidad de sus vasallos. Si la justicia consiste en dar a cada uno lo suyo, quien en alguna medida es lugarteniente de Dios debe dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

¿Cómo hacer para que el príncipe sea religioso? Diego de Guerra en el Arte de enseñar hijos de príncipes, publicado en 1627, dice que es conveniente que el príncipe asista todos los días a misa y que rece por la tarde el rosario siempre a una hora fija. El último de los Austrias, destinatario de estos consejos, puso en práctica toda su vida estos hábitos. Una anécdota que enterneció a los reinos de las Españas y del Nuevo Mundo, y que fue profusamente repetida y divulgada por impresos, lo muestra el día de san Sebastián de 1685, cuando ofrece su carroza arrodillado ante un humilde párroco, portador del santo viático, con el que se ha cruzado en las afueras de Madrid.

También prescribe el paradigma del príncipe cristiano un uso adecuado de la liberalidad. No hay más regio poder que hacer beneficios a los súbditos. Pero esta liberalidad debe ser medida, para no caer  en la prodigalidad pecando por exceso y en la avaricia por defecto. Sobre la prodigalidad dice Menor en 1647 en su obra Avisos a príncipes, que es afrentoso y culpable que cuando deben dar por obligación no tengan que cosa dar, por haber dado cuando no había obligación de hacerlo.

Saavedra Fajardo dedica toda una empresa, la XLI, a considerar la juiciosa liberalidad del monarca, señalando que lo propio de la prodigalidad es darlo todo a pocos y dejar descontentes a muchos, en tanto que la liberalidad aún dado a pocos, deja a muchos animados y esperanzados, evitando que se agote el erario público, que es fuente de liberalidad.

Respecto a la avaricia, el mismo Saavedra Fajardo dice que si el príncipe es por naturaleza amigo del dinero, es conveniente que no lo vea ni lo maneje, para evitar favorece esta peligrosa inclinación.

Uno de los caracteres que con mayor frecuencia se atribuye al tirano es la avaricia, y los libros traen capítulos enteros dedicados a estudiar de qué manera han de imponer los príncipes cristianos tributos a su pueblo.

Otra perfección moral que debe fomentarse en el monarca es la fortaleza, que se manifiesta de modo culminante en los peligros de muerte o durante la guerra justa, haciendo que afronte con denuedo grandes riesgos o modere los ímpetus audaces.

La fortaleza cristiana, que consiste más en resistir que en atacar, tiene como aneja la virtud de la magnanimidad o grandeza de ánimo, y como contrapartida los vicios de amor excesivo a lo gloria y la pusilanimidad. El príncipe pusilánime por vanos temores o por desconfianza de sí mismo entierra su talento; ofrece y da lo que le piden sin medir el mérito del demandante; sigue opiniones ajenas aunque las reconozca como erróneas y permite el progreso y extensión de vicios por falta de entereza. "¿Cuándo Dios quiere que seas justo te haces misericordioso?", pregunta Saavedra Fajardo, y sentencia: "parecen algunos vicios virtudes y son en sustancia vicios".

La pedagogía de la fortaleza comienza con la confianza en el auxilio divino. Dios dispensa más liberalmente a los buenos reyes.

Como medio natural para ayudar al príncipe puede recurrirse a un sano amor o a gloria, que no es vanagloria. Será de gran ayuda el endurecimiento del cuerpo por medio de ejercicios físicos y en la vida social introduciendo al educando en las audiencias. Tampoco conviene descuidar el porte exterior: un hombre precipitado y parlanchín no será nunca un tipo humano magnánimo. Un porte muelle y abandonado provoca pensamientos ligeros, una compostura noble y digna fomenta la fuerza de carácter y la elevación de sentimientos.

Más que en ningún otro mortal, en el príncipe se requiere la templanza. Como virtud cardinal destinada a refrendar los apetitos, lo ayudará a mantenerse en el justo medio en todas las materias. Las especies de templanza son sobriedad, castidad y pudor.

Los pecados contra la sobriedad, como la gula y la embriaguez, si bien revisten una notable pobreza psicológica, son de fácil comisión; y atormentaron –muy especialmente la gula– a un espíritu simple como fue Carlos II. Su padre, Felipe IV, padeció en cambio la liviana carnalidad. Sufrió muchísimo por su falta de continencia, originada en lo que llamo su "voluntad política". Año tras año se carteó con sor María de Agreda buscando consuelo, gracias y apoyo para hacer triunfar su espíritu sobre un cuerpo indomable. La literatura preceptiva ofrece cuatro vías para arribar a la templanza: la continencia, la clemencia, la humanidad, la modestia y el decoro exterior, pero explica que también se adquiere ejercitando la prudencia, desde que la falta de templanza excluye de pos sí toda prudencia.

La práctica cristiana de las virtudes por parte del príncipe encontró en el siglo XVII una segunda motivación. Mucho importaba formar a quien habría de ser después maestro de la nación. Al papel educador del príncipe dentro de la comunidad se contrapone el del reino como educando. La nación entera recibirá del rey ejemplo y educación.

Atendiendo a este tema, los tratadistas recomiendan que el príncipe extreme el conocimiento del reino como unidad funcional, como un todo orgánico, al que se le atribuyen características precisas. Psicológicamente se considera que la nación evidencia una patente inferioridad intelectual respecto del individuo aislado, acompañada de una notable exuberancia afectiva y sentimental y gran impresionabilidad sensitiva, que se evidencie como inestabilidad y contagio colectivo, que debe aprovechar el rey para obtener una sana imitación.

Éste deberá obrar siempre con plena conciencia de su ejemplaridad "[...] a mudanza del rey –dice fray Juan de Santa María en 1619– en bien o en mal, es mudanza de todo reino. A su paso andan todos, y le siguen como la sombra al cuerpo". No hay palabra suya que no tenga efecto. Dichas sobre negocios, son órdenes; sobre delitos, sentencias; y sobre promesas, obligación.

Debe procurar el rey que sus palabras sean sencillas y comunes sin vulgaridad, huyendo de toda exageración, juramento a aspereza. Debe meditar todas sus promesas porque luego tendrá que cumplirlas. Si se ve obligado a amenazar, debe cumplir siempre lo dicho, pero teniendo en cuenta que ninguna amenaza es mayor que el silencio, pues nadie teme a la bomba que ya estalló.

También está obligado a estimular la educación religiosa del pueblo, pero son chocar con el magisterio de la Iglesia. Aspecto este último muy delicado en una época en que –si bien todavía no asomaba el regalismo– existían en cambio otros peligros. Así, por ejemplo, en una obra titulada Historia y magia natural o ciencia de la filosofía oculta, publicada en 1643, un religioso afirmaba que "los reyes de España tienen gracia de ahuyentar demonios por haber sus antecesores profesado la propagación de la fe desde que la comenzaron a seguir". El pueblo consideraba a Felipe IV como saludador y zohorí por haber nacido el día viernes santo (8 de abril de 1605), además de las virtudes salutíferas que ya poseía como rey de España. También era común la lectura de vidas de supuestos santos que la Iglesia nunca canonizó, al punto que el papa Urbano VIII llegó a prohibir, como cabeza de la Iglesia, que se utilizase el calificativo de santo en la biografía de personas no beatificadas.

En el ejercicio de su función docente, el monarca debe tener especialmente en cuenta la tutela de las costumbres de la nación, una virtuosa educación militar y el fomento armónico de las posibilidades culturales de las distintas clases sociales que integran el reino, labradores, artesanos, comerciantes y clases rectoras. Así lo expresa claramente Diego Saavedra Fajardo en la empresa LXVI de su Idea de un príncipe político cristiano, diciendo que el rey debe tener cuidado di disponer la educación de la juventud con tal juicio que el número d letrados, soldado, artistas y otros oficiales sea proporcionado al cuerpo del Estado. Esto se comprende perfectamente desde que una vida colectiva útil y virtuosa, a más de pujante, es también un objetivo del rey cristiano.

A España le ocupa lo gloria de sostener estos puntos de vista católicos frente a teorías extranjeras. Reaccionado frente al neo paganismo del Renacimiento, los escritores del siglo XVII, de manera que el príncipe cristiano siguiera siendo un deseado paradigma, aun en Europa en marcha hacia el absolutismo.

Como reflexión final, hoy cabría meditar –en un mundo con periódicas aspiraciones de gobierno mundial– acerca de la vigencia de esta propuesta cristiana de monarquía universal. Sobre todo después de que han fracasado, o están en vías de fracasar, otro modelos.