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Estudios Socio-Jurídicos

versão impressa ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.4 no.1 Bogotá jan./jun. 2002

 

De documento, de historia, de derecho y de civilización

Notas para una lectura menos tranquila del documento y de la ley

Julio César Gaitán Bohórquez*

* Profesor de historia del derecho en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad del Rosario.


Éramos reyes y nos volvieron esclavos
Éramos hijos del Sol y nos consolaron con medallas de lata
Éramos poetas y nos pusieron a recitar oraciones pordioseras
Éramos felices y nos civilizaron
¿Quién refrescará la memoria de la tribu?
¿Quién revivirá nuestros dioses?
Que la salvaje esperanza siempre sea tuya
Querida alma inamansable

Gonzalo Arango

"INFORME sobre el proyecto de ley relativo a la reducción y civilización de los indios motilones, goajiros y arhuacos", Bogotá, Imprenta Nacional, 1914. En el Archivo Legislativo del Congreso, Miscelánea de Informes 1913-1918.

Honorables Senadores:

Se me ha pasado en estudio para segundo debate el proyecto de ley «por la cual se destina una suma para la reducción de unos salvajes,» y vengo a llenar muy gustosamente el cometido.

Se trata de los indios motilones, habitadores de la Sierra que lleva el mismo nombre y también el de Perijá, y que separa nuestro territorio, en parte de la frontera nordeste, del de Venezuela. El proyecto ha tenido por origen el telegrama siguiente, del señor Vicario Apostólico de la Guajira:

Codazzi, 28; Valledupar, 2 de septiembre de 1914.
Senadores Bolívar - Bogotá.

«Expedicionarios acompáñenme valerosamente conseguir reducción salvajes. Esperamos influencia Senado apoye y auxilie nuestros voluntarios esfuerzos.

Vicario Apostólico»

Después de habérseme pasado en estudio el proyecto, se recibió el telegrama siguiente firmado por uno de los acompañantes del señor Vicario Apostólico y connotado vecino de Valledupar:

Doctor Suárez, Senadores Márquez, Méndez, Neira, Pulido, Dávila Flórez, Segovia-Bogotá.

«Hechos cumplidos del siete al diecisiete presente confirman esperanzas ver pronto catequización motilones, labor laudable emprendida Vicario Apostólico. Conceptúo coronación obra exige establecimiento colonia, Comisaría especial, disposiciones evitar imprudencias anularían beneficios alcanzados. Suplícoles importante colaboración.

Nehemías»

La excursión de que se trata es la segunda que el celosísimo señor Vicario Apostólico de la Goajira lleva a cabo en el territorio de los motilones, y hasta ahora no se tienen más detalles de ella que los contenidos en un telegrama dirigido a los reverendos Padres capuchinos de esta ciudad, por aquel que ya puede llamarse «Apóstol de los Motilones» en que les participa haberse puesto en comunicación pacífica con los indios, lo que es mucho, dado que en la primera excursión, realizada en marzo del presente año, huyeron ante los excursionistas y no fue posible cruzar con ellos una sola palabra, ni una idea, ni un sentimiento.

A pesar de lo dicho, la indicada primera excursión no dejó de ser fructuosa. El valeroso Vicario y sus abnegados compañeros recorrieron con denuedo laudabilísimo gran parte del territorio de los motilones; ascendieron, superando toda clase de dificultades, a uno de los puntos más altos de la sierra, que mide 1.700 metros sobre el nivel del mar, marcados por el aneroide que llevaban; se dieron cuenta de la feracidad admirable de la región, que puede llamarse paraíso de nuestra frontera nordeste, y se dieron cuenta de las grandes ventajas que puede derivar la República de la extracción de las riquezas naturales allí encerradas, y del cultivo de diverso género que puede realizarse allí en grande escala, desde el cacao, la caña de azúcar y el tabaco, hasta el de la papa, el trigo y la cebada. Ríos y quebradas cristalinos, caídas y fuertes corrientes de agua, ofrecen riego y fuerza para la agricultura y las industrias; bosques tupidos y altísimos brindan maderas varias, y la corta distancia del río César por un lado, y la relativamente también corta al mar, por otro, hacen de la Sierra del Perijá una de las regiones del país más propias para la colonización y más prometedoras para el desarrollo y engrandecimiento del país.

A riesgo de alargar un poco este informe, no resisto al deseo de insertar en algunos pasajes del interesante informe rendido por el Ilustrísimo señor Vicario Apostólico, respecto a dicha primera excursión.

«Día 20. Mientras unos pocos se ocupaban en abrir caminos, siempre en ascenso, otros, en número de veinte, capitaneados por los ayudantes Lorenzo Barros, Roberto Isaza O. y Guillermo Ribero, seguían hacia el sureste en la exploración, a fin de averiguar si más adelante había agua y pastos, para trasladar el campamento. En la travesía encuentran platanales de los indios, pequeños manantiales, sin abundante agua, indudablemente por ser verano. Ascienden 10 kilómetros (a 1.100 metros), y la pródiga naturaleza les ofrece la vista fértil y encantadora montaña de gigantescos árboles, que no parecía otra cosa que la tierra prometida a los hijos de Dios. Ascienden tres kilómetros más, y encuentran una pequeña ranchería de indios y varios manantiales pequeños que no satisfacen aún el anhelo de aquellos intrépidos hijos del trabajo. Sin dejar el apenas perceptible camino de los indios, trepan por aquí, bajan por allá, saltan este escollo, se libran del otro, y sin descansar, como quien iba en persecución de un gran tesoro, caminan cinco kilómetros más y se enseñorean de una feraz altiplanicie (1.700 metros), en donde, dice el señor Londoño en su diario, 'hay un vasto y santo silencio lleno de cielo y soledad'».

«Descansan un rato, y hambrientos de algo nuevo, siguiendo kilómetros más, encuentran dos grandes manantiales de cristalina y abundante agua, reyes y señores de toda aquella prodigiosa llanura…»

«Marzo 25. A las seis antes meridiano desfilamos los exploradores en número de cuarenta y tres. Después de subir a la cordillera que ya conocemos, sin perder la pista de los salvajes, caminamos cerca de 20 kilómetros hasta caer, por una escabrosa pendiente, a un profundo arroyo. En ese trayecto divisamos por entre los claros de la selva, la cumbre de la Cordillera Oriental de los Andes colombianos, un hermoso valle de sabanas, un río que debe ser el Casacará, y multitud de rozas y socolas de aborígenes. Continuamos la marcha por el arroyo abajo algo más de una hora; luego nos abrimos a la izquierda, después de caminar otros ocho kilómetros poco más o menos, y llegamos a una ranchería recién abandonada, que queda en una pequeña vega sobre la orilla derecha del Casacará. Al llegar a ellas hemos visto unas viviendas que humeaban en frente de nosotros, sobre la margen opuesta del río, como a 600 metros de elevación.

El Jefe (General Lafaurie) dispuso que acampáramos, para ver si se descubría algo más, y por ser ya las cuatro pasado meridiano. Deseando saber si aquellas viviendas estaban habitadas, subimos todo a un cerrito que nos ofrecía mejores horizontes, y efectivamente vimos allí cerca de treinta indígenas que nos observan con la mayor tranquilidad, hasta que el sonido de nuestra corneta los hizo desaparecer despavoridos. La diana debió ser para ellos algo tan terrible como una sentencia de muerte, porque al oírla corrieron a coger los cataures en que la previsión y la zozobra les inducen a guardar lo que les es más necesario, y huyeron confundidos por entre las palizadas de las socolas. En los ranchos sólo permanecieron las mujeres y unos pocos guardianes, mientras escondían lo que los demás no pudieron llevar, dejando oír gritos de reproche y gemidos de desesperación. Una india con un niño en los brazos iba y venía precipitadamente en todas direcciones, como pidiendo amparo. Nosotros, que aunque queríamos, no podíamos avanzar más, por el abismo que nos separaba, los llamábamos repetidas veces agitando sombreros y pañuelos y haciéndoles muchas ofertas y promesas que ellos no entendían. Un indio, probablemente el Cacique, que tal vez comprendió nuestras señales y nuestras intenciones, salió muy calmado al frente y nos habló largo rato en su lengua, desapareciendo después tras el último de la familia. Con el binóculo pudimos ver dos indígenas que ostentaban pañuelos colorados de los que les dejamos en la ranchería de San José».

«Los motilones han tomado por tres veces los abalorios que les hemos dejado, y hasta la fecha no se han atrevido a ponernos sino la primera emboscada, lo que es muy significativo en ellos, porque esta bárbara costumbre la han practicado con tenacidad con las demás excursiones anteriores.

Esto y el haberse avistado con nosotros y habernos hablado a una distancia a donde podían llegar perfectamente nuestras balas, indican que han adivinado en parte nuestros propósitos; que no son tan refractarios a la civilización como se les supone, y que perseverando con abnegación y entusiasmo en la obra comenzada, no está muy lejano el día en que podamos comunicarnos con estos seres infelices, para devolverlos de esa manera a la religión y a la patria» .

[...]

No puede, no debe tampoco, honorables Senadores, quedarse quieto el legislador colombiano ante los bizarros esfuerzos del sacerdote y del ciudadano que, guiados por su anhelo evangélico y por el deseo de extender efectivamente el influjo de la Patria, han hecho oír el clarín y ondear por vez primera el pabellón de Colombia, allí donde todavía hay hermanos nuestros sustraídos a ese noble y benéfico influjo; necesario es galardonemos con nuestra ayuda a los beneméritos iniciadores de esa noble empresa y pongamos el decisivo apoyo de la República al servicio de aquélla.

Pero ya que vamos a cumplir nuestro deber en particular, creo que debemos aprovechar la ocasión para ayudar también al señor Obispo de La Goajira, en la extensión de otras obras civilizadoras que están bajo su dirección y que realiza en bien de la religión y de la Patria: hablo de la civilización de los goajiros y de los arhuacos, que permitirá ensanchar el comercio y la agricultura nacionales, haciendo utilizables para ellos la península goajira (sic.) y la Sierra Nevada.

La experiencia del misionero ha llegado a establecer esta verdad-, el medio verdaderamente eficaz para civilizar a los indígenas, particularmente a los goajiros, por razón de su índole y de sus leyes, es el establecimiento de orfelinatos o asilos donde se recojan niños de las tribus, se les eduque para la vida de la civilización y se les acostumbre a la sedentaria y común con los colombianos civilizados.

[...]".

DOCUMENTO Y FUNCIÓN SOCIAL DEL LENGUAJE

El acento ortográfico en palabras como desfilamos o llegamos estropean la perfecta ortografía del texto trascrito, en el que se reflejan de manera dominante los cánones de la posregeneración, que impuso un modelo ortográfico acorde con la ortodoxia triunfante, distante de la otra versión, la fonética, que prefería el Jeneral al General y, en la conjunción, la "i" latina en cambio de la "y" griega, rechazada por los radicales como expresión de su aversión por el pasado colonial.1 En efecto, lo primero que deseo resaltar es la relación entre

el lenguaje de soporte y el plan civilizatorio que subyacía a la creación del documento trascrito. Un proyecto que involucraba constituciones, gramáticas, urbanidades y códigos, esto es, un proyecto letrado y, por letrado, documental, en el que se torna visible identidad de razones entre el afán por civilizar a los indígenas y la conformación de una sociedad escrituraria.

La civilización de los indígenas fue sólo uno más de los frentes en los que se explícito el proyecto decimonónico de construcción de una nación unitaria y homogénea. Tanto la reducción de los indígenas como el registro textual del proyecto de ley son atravesados por la idéntica consigna de domesticar lo que se consideraba "barbarie",2 pues el proyecto modernizador se asentaba en un criterio de racionalidad que implicaba estrategias de homogenización en tanto resultaba más fácil de regular lo que previamente se había homologado o controlar comunidades previamente expurgadas de cualquier contaminación étnica, lingüística, sexual o social.3

La producción del documento y su lectura por parte de los historiadores, tanto como la producción de la ley y su interpretación y aplicación por parte de los operadores jurídicos, obedecían a idénticas concepciones epistemológicas inscritas dentro del proyecto civilizador. La escritura fue, según González Stephan, "el ejercicio decisivo de la práctica civilizatoria sobre la cual descansaría el poder de la domesticación de la barbarie y la dulcificación de las costumbres." La letra de las leyes, de los manuales y de los catecismos haría replegar las pasiones y contendría la violencia.4

Recuperar un documento. En la vida cotidiana no sólo sería extremadamente engorroso sino imposible para cualquier persona un estado de autocuestionamiento permanente en torno a los fundamentos de sus actos y elecciones triviales respecto de actividades o procedimientos que constituyen funciones ordinarias de la cultura dentro de la que se desenvuelve. Si bien en la vida académica tampoco es exigible un estado de cuestionamiento permanente en torno a los quehaceres que constituyen sus particulares funciones ordinarias, sí es exigible un grado de vigilancia permanente o, por lo menos, de revisión periódica acerca de los instrumentos con los que llevamos a cabe nuestra labor, las elecciones que realizamos así como los marcos

de expectativas que las sobredeterminan. En este sentido, es ineludible a la hora de recuperar un texto preguntarse tanto por las condiciones, lugares institucionales, marcos de expectativas y características técnicas de su producción, como por la función de memoria prevista o buscada con se recuperación, en tanto éstas revelarán al lector significados y problemas no visibles o no reconocibles desde el simple trabajo de trascripción mecanográfica o de reconocimiento literal.

Durante mucho tiempo los historiadores consideraron que la acción de recuperar un documento de archivo permitía al pasado hablar por sí mismo, manifestándose o reproduciéndose para llegar a conocimiento del historiador de manera natural.

Pero, ¿los documentos se recuperan o se crean? Desde luego que con la pregunta no me refiero a la hipótesis de falsificación sino a todo el bagaje de preconcepciones culturales y personales desde las que todo historiador y, para el caso, todo operador jurídico, selecciona sus fuentes.

Como advierte Chauñú, la elección siempre es arbitraria y reveladora pues la historia, incluso más que la memoria, elimina para recordar, salvando sólo una parte infinitesimal de lo vivido, un esquema, algunas referencias, conceptos, tendencias, ciertos modelos y la medida teórica del tiempo, por lo que la historia, reflejo del presente más que del pasado, tiene por misión suministrar a nuestra memoria cultura e inteligencia, aquellos alimentos que ella misma precisa.5 El modelo de aplicación técnica, que predominó en el ejercicio jurídico e historiográfico jurídico de los dos siglos precedentes presentaba como su primera característica que quien aplicaba el conocimiento estaba fuera de la situación existencial en la que incidía la aplicación y no se afectaba por ella.6 Muy difícilmente ha comenzado a entenderse en las ciencias sociales que la aplicación siempre tiene lugar en una situación concreta en la cual quien aplica está existencial, ética y socialmente comprometido en el impacto de la aplicación.7

Detrás del aparentemente inocente ejercicio de recuperar un documento hay una serie de selecciones temáticas y decisiones teórico-metodológicas, esto es, políticas, sobre las que el historiador tiene el deber de dar cuenta. Teóricas, en tanto la recuperación de un documento no es un acto neutro en términos de política de la memoria, y metodológico en cuanto el interés por la metodología indica el interés por el empleo reflexivo de las herramientas de trabajo como manifestación del deber de todo científico de rendir cuentas acerca de la conciencia con la que lleva a cabo su labor8 pues, como afirma Derrida, "Hoy es más difícil que nunca separar el trabajo que desarrollamos de la reflexión sobre las condiciones político-institucionales del mismo. Esta reflexión es inevitable, debido a que no constituye un complemento externo de la enseñanza y de la investigación sino que tiene que tocar, e incluso atravesar; sus mismos objetos; sus normas, procedimientos y objetivos".9

Es precisamente esa conciencia la que diferencia al historiador del anticuario y al documento del fetiche. Sin duda, pueden recuperarse objetos escritos bonitos, raros, sorprendentes o curiosos, pero si quien los recupera o quienes los leen posteriormente no hacen el referido ejercicio de conciencia, la actividad recuperatoria no distará mucho de parecerse a la de quien se acerca a una exposición de arte a adquirir una pintura cuyos colores hagan juego con las cortinas de la sala de su casa. La historia, al igual que la ciencia, es un instrumento que satisface unas necesidades prácticas,10 de lo cual se deriva que todo conocimiento necesariamente es focalizado. Si el pretendido historiador no trata de ser consciente a la hora de recuperar un documento de las preocupaciones e intereses que lo llevan a seleccionar un campo de estudio sobre otro —esto es, de su política científica—, un tipo de fuente sobre otra, un documento sobre otros, una lectura sobre otras, etc., su actividad se parecerá más a la del archivero o el coleccionador de antigüedades que a la del historiador.

En este sentido, recuperar un documento, sin más explicación puede ser hoy un acto de ingenuidad inexcusable en alguien que intenta ejercer el oficio de historiador, sobretodo luego de pasada la euforia decimonónica que privilegió al documento como materia prima de la historia,11 no inocentemente por supuesto, en tanto privilegió una especie de instrumento de memoria sobre otros hasta convertirlo en el único elemento de la misma.

El documento privilegia ordinariamente, una historia oficial, que a los positivistas de los siglos XIX y XX no despertaba mayores suspicacias y es que, desde luego, el documento oficial tiene privilegios de producción, publicación y conservación incluso sobre otras formas letradas de expresión como el pasquín, el documento de resistencia, el graffiti las demás formas expresivas escritas en las que siempre, de manera imaginativa frente al poder y la institucionalidad, se recrea la realidad.

La "recuperación" o "rescate" y difusión de documentos contiene o expresa de manera explícita o, la mayoría de las veces, de manera implícita, no confesada, una poderosa motivación ideológica, representan esfuerzos por definir la propia identidad y aspiraciones.12 Recuerda Lewis que hay ocasiones en las que se cuenta con fuentes hasta entonces olvidadas o pasadas por alto que nos proporcionan una nueva dimensión del pasado; que hay otras, en cambio, en las que dichas fuentes no están a la mano y, entonces, deben descubrirse o producirse de algún modo, ya sea recurriendo a la exhumación de restos, a la interpretación

de inscripciones o, en última instancia, a la invención, y recuerda a este respecto que "inventar" se deriva de un vocablo latino que significa "hallar" y que "el hallazgo de la santa cruz" lo conocen los cristianos por inventio crucis, designación con la que se conmemora, destacando como muy significativo el que haya sido precisamente santa Helena quien, según la leyenda cristiana, descubrió la santa cruz, pues fue la madre de Constantino, el emperador que abrió nuevos cauces históricos tanto para Roma como para la cristiandad al imprimirle al Imperio romano un sello cristiano, y culmina Lewis señalando que "un futuro nuevo requería de un pasado diferente."

El carácter del documento, que siempre es asignado, no reconocido, depende de su poder de generar efectos o del contexto de lectores que le dan existencia a través del mecanismo más poderoso de crear cosas que es la credibilidad.

A pesar de lo dicho, no es frecuente que en nuestro medio, los historiadores del derecho expliciten en preguntas o hipótesis de trabajo los motivos éticos existenciales, sociales o económicos que los llevan a recuperar documentos, e incluso lo ordinario es que éstos actúen de manera inconsciente en su labor.

LEER UN DOCUMENTO RECUPERADO

En la concepción tradicional de fines del siglo XIX y comienzos del XX, el oficio del historiador consistía en la búsqueda de la verdad de lo sucedido, para cuyo objetivo se basaba en los registros escritos que daban noticia de los acontecimientos para, a través de ellos, reconstruir el pasado.

La labor del historiador estaba determinada por el principio de mínima intervención, su actitud ante el pasado y su relato debían ser desapasionados;13 en este sentido, el historiador era un instrumento al servicio de los documentos cuya labor consistía en armar puzzles mediante conectores neutros entre prolongadas transcripciones documentales con el propósito de dejar hablar a los textos y, por lo tanto, los adjetivos estaban proscritos de su lenguaje. A través de este aséptico procedimiento el historiador ponía al lector de su producto frente a lo que "había sucedido en realidad". Era al lector final a quien correspondía formarse su propio juicio en relación con los acontecimientos del pasado que de manera naturalística habían llegado a su conocimiento gracias a la obra reconstructiva del historiador.

De acuerdo con las concepciones positivistas el relato histórico ere una reconstrucción del pasado basada en una serie de hechos bien documentados, siendo la historia una realidad objetiva que constituía el objeto inalterable de estudio del historiador. En este sentido, su tarea era reconstruir el pasado tal como había sido, es decir, hacer una descripción verídica del curso de los acontecimientos del pasado. No era su función interpretar sino reconstruir el

pasado mostrando qué fue lo que ocurrió en realidad, desde la creencia de que era perfectamente posible obtener un conocimiento objetivo del pasado histórico. "Esta objetividad epistemológica implica, entre otras cosas que el sujeto (el historiador) puede distanciarse del objeto (los sucesos históricos) que pueden ser contemplados de manera imparcial y vistos «desde fuera»". Haciendo de la imparcialidad su norte, la historia se concebía como la suma organizada de hechos simples y particulares que podían descubrirse mediante el estudio de los documentos del pasado.14

Este tipo de historia partía de supuestos que al no ser discutidos terminaron por naturalizarse y convertirse en el marco de referencia dentro del cual se escribía la historia, como la nada inocente idea de que su nacimiento estaba ligado a la aparición de la escritura, axioma del que se derivaba lógicamente que las sociedades que no tenían esta forma de expresión o de registro carecían de historia o, cuando más, representaban estados inferiores en el proceso de la evolución humana. Desde estos lugares comunes historiográficos a los que subyacían las coordenadas de una particular mirada antropológica, se legitimaron desde el discurso histórico procesos civilizatorios tanto en el orden del coloniaje global como en el interior de los Estados nacionales. La cultura se hizo escrita, pues era imposible pensar una cultura iletrada. Al mismo tiempo, al derecho se lo identificó a partir de los albores del XIX con la fuente escrita proveniente del poder central o de sus delegados, esto es, con la ley, y por jurídico pudo entenderse en adelante únicamente aquello que tuviese alguna relación con la ley producida por el Estado.

En este contexto, el siglo XIX colombiano reeditó dentro del marco de la tarea republicana de constituir una nación el propósito civilizatorio colonial,15 desde luego con objetivos nuevos determinados por las nuevas concepciones que emergieron sobre organización de la sociedad, racionalidad económica y formación del ciudadano. También fue el siglo del nacimiento del positivismo histórico, que fundaba en documentos la posibilidad del conocimiento objetivo del pasado, y del positivismo jurídico, que en un acto absolutista identificó al derecho con la ley.

Documento, ley y sustantivo fueron dotados por el positivismo decimonónico con un velo de objetividad metafísica, mediante una maniobra política, es decir, de ejercicio del poder, de proporciones y consecuencias sin precedentes. A visiones culturales particulares se les atribuyó carácter de naturaleza de las cosas y al sujeto del conocimiento se le prohibió normativamente alterar dicha naturaleza a la hora de describirlas, de ahí que se proscribiera el adjetivo en el trabajo histórico o en la providencia judicial, enmascarando la evidencia de que son productos a los que subyacen y atraviesan poderosas cargas valorativas, emocionales y culturales que los sobredeterminan. Camufladas en la coartada de un lenguaje descriptivo, no adjetivado, la producción historiográfica y la dogmática jurídica daban la apariencia de una objetividad que no inocentemente ocultaba las cargas valorativas de sus sustantivos.16

Trataré de dar cuenta de la función que ha tenido el documento en la producción historiográfica y la ley en la producción jurídica, de los marcos conceptuales desde los que se les han hecho producir efectos, así como la crisis de estos paradigmas, para finalmente echar una ojeada a los marcos de referencia dentro de los que se desarrollaron y crearon documentos como el que se transcribe en el encabezamiento de este artículo.

"SIN DOCUMENTOS NO HAY HISTORIA", "SIN LEY NO HAY DERECHO"

La primera afirmación es de Langlois y Segnobos, a quienes Le Goff califica como los teóricos más ortodoxos de la historia positivista.17 También en su momento Fustel de Coulanges afirmaría que "la historia se hace con documentos".18

Estas declaraciones de principios acerca de la autoridad del documento en la escritura de la historia se reafirmaron a lo largo del siglo XX con intervenciones como la de Lefevre durante el curso de La Sorbona de 1945-1946 en el sentido de que "no hay relato histórico sin documentos", "por consiguiente, si los hechos históricos no han sido registrados en documentas o grabados o escritos; tales hechas se han perdido",19 o la más explícita de Samaran al afirmar que "No hay historia sin documentos".20

El documento fue para la escuela histórica positivista de fines del siglo XIX y comienzos del XX el fundamento del hecho histórico, lo presentaba como prueba histórica autónoma a la cual se le atribuía tal carga de objetividad que quedaban descartadas tanto segundas lecturas como intencionalidades subyacentes.21 El documento se afirmaba esencialmente como un testimonio escrito22 del pasado, autónomo, con un sentido autosuficiente, en relación con el cual la única tarea del historiador era no distorsionar su sentido real. La historia así pensada pretendía ser un reflejo exacto de la realidad sobre la que intentaba dar noticia.

Le Goff trae a cuento un paradigmático párrafo de La monarchie franque [1888] de Coulanges, en el que afirma que "La lectura de los documenti luego no nos serviría de nada si se la hiciese con ideas preconcebidas... [la] única habilidad [del historiador] consiste en extraer de los documenti todo lo que contienen y en no agregarles nada que allí no esté contenido. El mejor historiador es aquél que se mantiene lo más próximo posible a los textos".23

Por su parte, nuestro derecho, no sólo de datación sino de estirpe decimonónica, recogió con la adopción del Código Civil el paradigma común al Code francés y a los demás códigos herederos de su influjo, la identificación del derecho con la ley, al modo en que, como acabamos de verlo, la historia se identificaba con el documento. Frente a la pluralidad de fuentes del antiguo régimen, expresada en un arbitrio judicial más o menos amplio,24 en la convivencia y yuxtaposición de regímenes corporativos, eclesiásticos, forales, eclesiales, señoriales, en la existencia dentro de un territorio de diversos regímenes consuetudinarios indígenas, gremiales o corporativos, el modelo del Código Civil institucionalizó una noción de derecho que se identifica con la ley, con la norma escrita de paternidad estatal, que es un derecho de fuente única para el que la justicia consiste en su aplicación.25 Anota Clavero que la misma justicia, la jurisprudencia, no podía ser fuente del derecho, lo era sólo la ley, que regía en exclusivo pues tampoco la costumbre podía serlo. Adicionalmente, en este esquema, ley es una idea sencilla: el precepto promulgado por la autoridad política constituida26 y su vigencia es, por principio, territorial.

Hizo entonces su aparición la artificiosa aunque no políticamente indiferente distinción entre fuentes formales y reales del derecho, mediante la cual se definió un estatuto de fuentes que se mantuvo en el texto de la Constitución Política de 1991, en el que se instaura a la ley en el centro del universo jurídico.

El paradigma arraigó de manera sólida en la cultura jurídica colombiana de filiación neoromanista y positivista en el cual se ha asumido tradicionalmente que los jueces solamente aplican la ley, sin crear derecho, por lo que exige al juez pasividad frente al texto legal, pues no se le asigna como tarea autónoma la defensa de derechos sino que su labor central es la guarda de la integridad de la ley, al punto en que en algunos códigos decimonónicos se le prohibía interpretarla, de la misma manera que al historiador le estaba vedado leer el documento con "ideas preconcebidas". En este marco fue clara la opción de nuestro sistema por el orden, garantizado por la interpretación homogénea de la ley, en detrimento de la idea de derechos y de pluralidad de fuentes.

A partir de estas premisas el tratamiento que los abogados dieron a la ley es el correspondiente al que los historiadores dieron al documento durante la vigencia de los postulados del positivismo en el quehacer histórico y que se expresó en la literatura jurídica de manera tan clara como que "Uno de los principios de nuestro Estado social es que nada debe quedar al arbitrio del juez, que jamás puede decidir sino en virtud de un precepto terminante de la ley.27 Se trataba de sustraer el derecho a la disposición de jueces y abogados mediante la promulgación y publicación oficial de las normas que debían aplicar y mediante la prohibición de interpretar o cuando más, mediante el establecimiento en la misma ley de unos modelos interpretativos que jueces y abogados debían adoptar, al modo en que lo hizo nuestro Código Civil, cuyo estatuto hermenéutico se arraigó de tal manera en el quehacer de los operadores jurídicos locales que sus reglas de interpretación terminaron por naturalizarse y que sólo recientemente han cedido campo en frente de la interpretación constitucional.

Historiadores y abogados compartieron durante 150 años el mismo estatuto hermenéutico: la ley para el abogado fue lo que el documento para el historiador, las herramientas teóricas con las que se leían uno y otro eran presupuestos, más que indiscutidos, indiscutibles, impensados e impensables, compartieron la fe en el imperativo de pasividad del lector (historiador y operador jurídico) frente al texto. Si para el historiador la regla era la mínima intervención en el documento, para el operador jurídico cualquier intervención constituía una violación de los límites de su oficio, una intromisión en lo político, de donde se derivó en algunas ocasiones la prohibición al juez de interpretar la ley, pues se entendía que en la interpretación podía colarse algún elemento subjetivo, es decir político, que alteraba el estatuto ontológico de la disposición legal. El juez podría, si se le permitiese interpretar, crear derecho, así como si al historiador se le permitiese agregar su parecer a lo dicho por el documento se le autorizara a tergiversar la verdad histórica.

Hacer el paralelo resulta iluminador para nuestras concepciones acerca del derecho en tanto la historia y los historiadores colombianos compartimos durante buena parte de los últimos cien años los estatutos gnoseológicos sobre los que de manera por lo general inconsciente desarrollábamos nuestra actividad docente o profesional.28

DE UNA RELACIÓN FUERTE CON LA VERDAD A LA CRÍTICA SOCIAL COMO CRITERIO DE VALIDEZ

Como anoté, la historia se hacía con documentos y el verdadero historiador, el historiador objetivo, debía sospechar del adjetivo y de la reflexión teórica o metodológica, divagaciones que eran ajenas a su oficio, que tenía un único método, neutro, objetivo y universal de aproximación a la realidad, y que no necesitaba de teorías que distorsionasen los procesos reconstructivos propios de su labor.29 La búsqueda de una historia no sesgada y el rechazo a cualquier reflexión filosófica en su escritura llevó a Leopold von Ranke (1795-1886) a expresar el paradigma tradicional de la historia objetiva señalando que la tarea del historiador era ofrecer al lector los hechos tal como ocurrieron realmente.30

La verdad era el eje de las preocupaciones de los historiadores en tanto "Lo propio de la historia es ante todo contar la historia de acuerdo con la verdad", en Polibio y, en Cicerón "¿Quién no sabe que la primera ley de la historia es no atreverse a decir nada falso? ¿Y por consiguiente decir todo lo que es verdad?".31 Recogiendo esta tradición, para el positivismo existían puras manifestaciones de la observación que no cambiaban cuando se producían cambios en el marco teórico y que, por lo tanto, eran objetivas sin más.32

Tampoco el juez requería de método según la concepción tradicional del siglo XIX: su actividad estaba regida por el principio de mínima intervención en el texto de la ley, para lo cual su labor debía reducirse a identificar, en un acto de reconocimiento, la norma que debía resolver el caso como premisa mayor, los hechos como premisa menor y, en un ejercicio de lógica formal, establecer la conclusión del silogismo procedimiento que según las creencias de la época, garantizaba la objetividad del juez, la neutralidad del derecho y la imparcialidad de la justicia. La interpretación era concebida como une actividad cognoscitiva,33 realizada en abstracto, mediante la cual el juez, una vez se le presentaban los hechos, conocía cuál era la norma que los regulaba y determinaba sus consecuencias jurídicas. Es paradigmática en este sentido la disposición del artículo 26 del Código Civil al prescribir que los jueces y funcionarios públicos interpretan la ley en búsqueda de su "verdadero significado". La idea de un verdadero significado docilizó al juez en el servicio del texto legal.

Así como para el positivismo histórico la construcción de la historia no era un asunto de voluntad sino de conocimiento, en la interpretación jurídica era el juez quien al conocer las normas y su verdadero significado y alcance, las aplicaba. Queda claro que en este esquema solamente el legislador creaba el derecho, siendo el juez su fiel y neutro instrumento de ejecución.

Hoy, por el contrario, sabemos que un texto es un potencial de efectos que se actualizan en el acto de la lectura,34 esto es, que "un texto es las lecturas que de él se hacen" y que "la escritura como práctica es el resultado del 'lugar' desde donde un autor dispone el discurso" y que "la lectura del texto se hace en esta misma medida, el lugar desde donde se interpreta".35 Recepciones de estos postulados en lo jurídico han apuntado a la útil distinción entre ente texto y significado, que se funda en la comprobación empírica de que "cada enunciado en el lenguaje, contenido en los documentos normativos que comúnmente reciben el nombre de fuentes del derecho, es de hecho entendido y utilizado de diversas y conflictivas maneras por diversos operadores jurídicos en diversos momentos y circunstancias".36

Rota la unidad del viejo objeto de conocimiento, la única salida posible es la legitimidad de la interpretación por consenso, acordado o impuesto, pero consenso. La credibilidad social es la única forma verificable de existencia de interpretaciones correctas en tanto la realidad es una convención social.

PÉRDIDA DE LA CENTRALIDAD DEL DOCUMENTO EN LA HISTORIA

La principal fuente de la historia, de la que se escribía y de la que se aceptaba por consenso, fue durante mucho tiempo el relato sagrado, por lo tanto no se fundaba en documentos sino que era la realización de los planes bíblicos en el mundo. Tampoco era narración de hechos sino la codificación del acontecer mundano dentro de las coordenadas narrativas del texto sagrado, el relato alegórico del triunfo del bien sobre el mal en el que no importaba al narrador la descripción de los hechos al modo positivista sino la construcción de un relato moralizante en el que la moraleja quedara claramente expuesta. En esta historia, por ejemplo, los números no expresaban cantidades como para el lector positivista, sino que significaban cualidades, la historia no se hacía con documentos sino con aplicaciones del modelo narrativo de las profecías al acontecer mundano.

El documento como fuente de la historia tuvo su auge con el positivismo en el siglo XIX, pero hoy ese "fetichismo decimonónico de los documentos"37 ha cedido ante lecturas más ricas en posibilidades interpretativas. En este mismo sentido, la condición de "hecho histórico" no es fáctica sino asignada, pues los datos históricos no se encuentran en el pasado sino que son construidos por el historiador, quien se halla implicado muy activamente en la construcción de los hechos históricos desde la selección de las fuentes hasta la interpretación que hace de las mismas, lo que básicamente se debe a que no vemos con los ojos sino con lo que tenemos en la cabeza, por lo que las observaciones dependen de la teoría desde la cual percibimos, seleccionamos y ordenamos la experiencia difusa y caótica del mundo:

"Cuando el historiador ha desenterrado todas las fuentes a su alcance, se halla en posesión de un cúmulo de datos o hechos. Se trata del producto de una selección que se realizó ya en el pasado, pues sólo una limitadísima sección de los acontecimientos del pasado ha quedado recogida. Para convertir estos datos en historia, el historiador tiene que realizar una nueva selección según las prioridades que quiera establecer. Este proceso de selección constituye un elemento constructivo o activo que, en cierta medida, refleja la cosmovisión del historiador. Hay una serie de factores que van desde los gustos antipatías personales hasta pasturas filosóficas o políticas contribuirán a hacer una historia de tintes subjetivos".38

Es en este sentido más importar te fijar la mirada en el marco de expectativas que rodearon la creación del documento, esto es, en el "sistema comunicativo al que pertenece",39 que en los datos aparentemente reflejados en el texto y, en todo caso, tener en cuenta que la interpretación del pasado es, en buena medida, una función del presente,40 pues la historia no hace referencia al pasado sino al presente, para cuyas necesidades prácticas constituye una respuesta, de aquí que el trabajo del historiador sea, por fuerza, comprometido.41

No resulta demasiado difícil percatarse de que lo que sobrevive en el documento y en los fondos documentales no es el complejo de lo que existió en el pasado, sino una elección,42pues el conocimiento es necesariamente focalizado, selectivo, debido a que el hallazgo, selección, recuperación, observación y comprensión de un documento son actividades mediadas necesariamente por nuestras propias experiencias y preocupaciones.

El ideal positivista confiaba al hallazgo de nuevos documentos que proporcionasen nuevos datos la posibilidad del paulatino acercamiento a la verdad. El resultado fue un eruditismo historiográfico que se regocijaba en la búsqueda y descripción de detalles pero hueco de discusión en torno a las posiciones teóricas implícitas en dicha forma de escribir historia. La obsesión descriptiva y detallista en torno a lugares comunes de la historiografía nacional como el 20 de julio o la batalla de Boyacá, terminó por construir un "mapa del tamaño de todo el imperio" al estilo del cuento de Borges, cuyas ruinas podría decirse, al mejor estilo borgiano, "perduran despedazadas habitadas por animales y por mendigos".43

Metodológicamente, frente a una primera historia épica fundacional de la república44 en la que la apología y el lenguaje laudatorio impregnaban todo el relato de la historia patria, surgió la reacción positivista. La pretensión del primer estilo historiográfico era exaltar el sentimiento patriótico y generar lazos de cohesión en torno a la idea de la independencia y unidad nacional y de las élites libertarias. Este discurso legitimador del poder cedió el lugar a otro, que si bien criticaba el discurso histórico apologético y legitimador del poder tradicional, no pretendía desmantelar su conformación sino darle estatuto científico a la justificación, manteniendo intocados los marcos de expectativas, las visiones etnocéntricas, centralistas y excluyentes de la forma de hacer historia que le precedió, solo que, esta vez, apoyadas en documentos, por definición imparciales, que servían de coartada de cientificidad a las nuevas versiones desadjetivadas de nuestro pasado. Por lo tanto, la desaparición del uso del adjetivo en la escritura de la historia nacional con la irrupción del positivismo no implicó el cambio del modelo ni de las premisas en las que se fundaba la institucionalidad.

En la década de los sesenta se planteó por primera vez de forma estructurada una crítica a los defectos de la historia heroica que abrió el camino a la producción historiográfica que desarrolló en nuestro país los postulados de la escuela de los anuales que, a pesar de haber replanteado la forma de hacer historia en ámbitos distintos a la Academia Colombiana, no ha tenido incidencia teórico-metodológica en los lugares comunes historiográficos sobre los que los abogados-historiadores construyen sus interpretaciones de lo que debe ser el derecho y su historia.

Más recientemente han aparecido algunos trabajos de historiadores que son particularmente útiles en la tarea de reformular las concepciones que sobre la función del documento y la ley aún perduran en el quehacer de quienes escriben historia y de quienes nos dedicamos al ejercicio del derecho,45 que ayudan a revelar las fragilidades y engaños que se esconden detrás de las distinciones entre fuentes formales y reales de derecho, así como entre la tradicional separación entre primarias y secundarias de la historia.

PÉRDIDA DE LA CENTRALIDAD DE LA LEY EN EL DERECHO

Como anoté, en oposición a la pluralidad de fuentes tradicionales, en el siglo XIX el derecho se auto definió como derecho escrito, es decir, la ley se situó en el centro del universo jurídico, lo que implicó la implantación de un modelo de cultura jurídica letrada que incorporó como de una de sus presunciones de derecho46 que la ignorancia de la ley no sirve de excusa a su inobservancia o trasgresión, en un país en el que entrada la segunda mitad del siglo XX el índice de alfabetos llegaba apenas al 40%.47

Para este sistema, más que autoreferenciado, autista, la opción por el derecho escrito era el correlato necesario del nuevo sistema de derecho de fuente única, que se imponía a las antiguas formas de producción del derecho, tenidas en adelante por irracionales. Lo racional era lo escrito, lo legislado; por el contrario la costumbre, lo local, por oposición a lo nacional, el dialecto en oposición a la lengua, eran lo irracional.

El lenguaje del derecho, que ya no se expresaba de otra forma que en documentos, fue el español, lo cual generó un modelo lingüístico de exclusión,48 situación constitucional que en alguna medida se hizo por lo menos visible en la Constitución Política de 1991, que reconoce, al lado del castellano, la oficialidad de las demás lenguas que existen en el territorio nacional.

Pero el espacio en donde desde luego de manera no pacífica ha venido replanteándose en Colombia el problema de la centralidad del legislativo y por lo tanto de la ley en el sistema de fuentes, ha sido el de la jurisprudencia constitucional, fundamentalmente en dos frentes: primero, a través de un resurgimiento del antiformalismo en la interpretación constitucional que muestra el papel activo del juez en la producción de derecho y, en segundo lugar, las consecuencias que se derivan del establecimiento de la obligatoriedad del precedente jurisprudencial en la medida en que las decisiones judiciales comienzan a disputar a la ley su lugar de privilegio en el sistema de fuentes.49

A través de las disputas entre la Corte Constitucional y el legislativo ha venido haciéndose visible lo que alguna doctrina historiográfica ya había señalado, como que toda operación de interpretación o aplicación de la ley es un proceso constructivo por excelencia en el que el jurista no indaga una realidad normativa que preexiste a su actividad, sino que construye esa misma realidad con criterios que en buena parte se derivan de una elección a la que subyacen decisiones implícitas o explícitas, mediadas en todo caso por inconscientes que hacen aparecer una solución como técnicamente correcta y socialmente aceptable, dentro de un procedimiento decisorio que podría describirse como:

"1) Formación de un prejuicio sobre el fondo, a la vista de un primer análisis superficial de los hechos y normas. El jurista ante el supuesto de hecho, efectúa una primera valoración intuitiva del caso, así como el apunte de la solución global que debe dar a dicho caso. 2) Preclasificación y selección de los hechos. Atendiendo a la solución provisionalmente apuntada, el jurista construye la solución fáctica del caso eliminando los hechos que considera irrelevantes y jerarquizando los que considera relevantes; la construcción de la "historia" del caso no es, pues, enteramente objetiva, sino predeterminada y modulada por la solución a que se quiere llegar. 3) Selección del material normativo. Acto seguido el jurista aisla las diversas normas —o trozos o segmentos de normas— que va a aplicar al caso decidiendo sobre su vigencia o sobre la utilización de unas con preferencia a otras (...). 4) Elaboración del material normativo y construcción de la solución jurídica definitiva del caso. Una vez seleccionadas todas las normas aplicables al caso, el jurista elabora y manipula, interpretando su significado y recomponiendo con ellas una norma compleja que, aplicada al supuesto de hecho, proporciona la solución final que considera justa e idónea.

Como puede apreciarse, el proceso de aplicación del derecho no sólo no consiste en un trabajo de pura interpretación de normas sino que tampoco se lleva a cabe en la forma de la lógica clásica esto es, mediante un sistema de ductivo de demostraciones que llevan a una solución, sino a la inversa, la solución al caso es un prius, no un posterius al propio razonamiento que lleva o apoye la misma (...)"50

La interpretación jurídica, lejos de ser un proceso mediante el cual se encuentra el verdadero sentido y alcance de un texto legal, un acto de conocimiento, se trata de un proceso de atribución de significado a un objeto, en el que a un enunciado lingüístico, pluri-significante por fuerza, se le hace producir efectos en un determinado sentido, por lo que en el derecho no existe una sola norma aplicable a cada caso sino que es el juez quien en un acto de arbitrio determina cuál posibilidad normativa escoge para solucionar el caso.

HISTORIA DE DOCUMENTOS, DERECHO DE LEYES, HISTORIA DEL DERECHO

Hubo una disciplina que conjugó la búsqueda de la verdad en la historia y la del verdadero significado en el derecho: la historia del derecho positivista. Para el derecho y sus historiadores positivistas de antaño la fuente por excelencia era la ley, de tal manera que para saber acerca de la historia del derecho era suficiente conocer los antecedentes legislativos del fenómeno jurídico rastreado. Esta reducción a fuente única presuponía que ni el operador jurídico con sus preconcepciones interfería en la producción del derecho ni el historiador, con las suyas, influía en el producto final de su actividad. Esta identificación deciminónica del derecho con la ley permitió la identificación de la historia de la legislación con la historia del derecho, es decir, la comprensión de la historia de la legislación como la más legítima manifestación de la historia del derecho.

En el Anuario de Historia del Derecho Español de 198351 apareció una reseña de Alfonso García Gallo bajo el Título de "Metodología de la historia de textos jurídicos", en la que se ocupa de recordar que durante el siglo XIX en España se adoptó para el estudio de la historia de la legislación como preliminar del estudio del derecho civil, según él mismo, de modo espontáneo y "sin que respondiera a previo análisis o fundamentación" un plan y método de exposición consistente en "la presentación por riguroso orden cronológico de los códigos y principales leyes, ya limitada a la indicación de su origen, autor, fecha y autoridad, ya extendida a lo que se consideraba más característico o peculiar de los mismos". Señala García-Gallo que "tal Historia de la legislación" —alguna vez "del derecho"—, se reducía a una de textos jurídicos.

Según García-Gallo, un intento de fundamentar científicamente tal método sólo se encuentra en el Ensayo de metodología jurídica, de Enrique Gil y Robles, del que rescata un apartado acerca de "el método de la historia en general y de la historia jurídica en particular". Anota

García-Gallo que el autor no se planteó de ninguna manera la cuestión previa de la autenticidad o fidelidad de los originales de los textos que llegan a sus manos y que el jurista historiador toma en consideración. En efecto, la principal preocupación del positivismo historiográfico jurídico se refería a la autenticidad de los textos. Sin embargo, comprobada ésta, el documento asumía toda su potencialidad de reproducción de los hechos del pasado y hablaba por sí mismo.

Sin duda que algunas revoluciones teóricas producidas durante el siglo XX no nos permiten conservar la Cándida, pero no por ello menos peligrosa, mirada epistemológica del XIX. No puede seguir pensándose lo mismo salvo por una premeditada mala fe o por efectos de inexcusable desactualización. Sabemos ya que cuando alguien habla de la verdadera historia esconde mala fe detrás de su afirmación o desactualización en su reflexión epistemológica, en tanto los historiadores, como los fotógrafos, no ofrecen reflejos de la realidad sino representaciones mediadas de la misma.52

EL CONTEXTO DE PRODUCCIÓN: LA TRADICIÓN CIVILIZATORIA

Desde las primeras discusiones en torno a los argumentos teológicos con los que se justificaba la dominación española, tales como la "guerra justa",53 hasta los intentos contemporáneos de resolución de los conflictos derivados de le intervención de la sociedad dominante en la cultura indígena, encuentran su base de acción en esquemas profundos de organizador de las percepciones, de los sentimientos y de las conductas54 que nos permitirían explicar por qué, aunque varían las razones presentadas en cada momento de nuestra historia para emprender un proceso civilizatorio de los indígenas sería posible rastrear en las manifestaciones dispersas del quehacer jurídico y en los modelos de visión histórica que le han servido de sustento, lógicas globales —categorías— a las que todas esas valoraciones y acciones obedecerían.

No resultará difícil para quien se acerca a la documentación del siglo XIX y casi todo el XX relativa a la forma en que los legisladores concibieron la organización de nuestra sociedad, convenir en que la categoría civilización constituyó durante este período uno de esos esquemas profundos e irreflexionados desde los que se proyectaron los esquemas de organización social, de conformación de la nacionalidad y de construcción del individuo, en fin, de todo el esquema de ortopedia social.

Desde la defensa de los indígenas emprendida por Las Casas contra la idea de su irracionalidad y barbarismo se justificó que como infieles fuesen protegidos por la "civilización superior."55 Más explícito, Ginés de Sepúlveda, entre los argumentos de la doctrina para sustentar las justas causas de la guerra, ponía en primer lugar el que "siendo por naturaleza siervos los hombres bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir la dominación de los que son más prudentes; poderosos y perfectos".56

La república decimonónica no los puso a salvo de la mirada civilizatoria. Las autoridades republicanas heredaron las preconcepciones que llevaron a que el Congreso en 1824 expidiese una Ley sobre medios para civilizar a los indios salvajes, con el objetivo de "proteger la propagación del cristianismo y la civilización de las tribus de indígenas que viven errantes" dentro de los límites del territorio nacional. Esta ley preveía la distribución de tierras "a cada una de las tribus de indígenas gentiles" que quisiera abandonar su vida "errante" y se redujeran a formales parroquias regidas y gobernadas en los términos dispuestos para las demás de la república.57 El decreto de 29 de abril de 1826 Sobre protección a los indígenas, dispuso que las tribus que habitaban las costas de La Guajira, Darién y Mosquitos, "y las demás no civilizadas que existen en el territorio de la República" serían protegidas y tratadas como colombianos dignos de la consideración y especiales cuidados del gobierno, para lo cual se tomarían todas las medidas necesarias para que entrasen en mutua e íntima comunicación con las poblaciones vecinas, haciendo los arreglos necesarios para su comercio tanto con los nacionales como con los extranjeros. En la misma línea, el decreto de 11 de julio de 1826 Sobre civilización de indígenas dispuso que para promover eficazmente su civilización irían estableciéndose en el territorio en que vagan, nuevas poblaciones a las que por medios suaves se redujesen a vivir, cuidando de dedicarles al cultivo de la tierra, a la cría de ganado, según pareciese más ventajoso.

En general, las medidas republicanas dirigidas a la reducción, a la civilización, estaban orientadas a asimilar rápidamente a las comunidades indígenas en tanto sus formas de organización social eran contrarias a las concepciones que tenían los legisladores acerca del desarrollo del individuo y el progreso.58 La repartición de los resguardos para incorporar sus tierras al mercado59 y la liberación de mano de obra constituían el cuadro civilizatorio de corte liberal impulsado legislativamente como forma de desatar los vínculos comunitarios que impedían la configuración del individuo y obstaculizaban el progreso, entre tanto, los conservadores consideraban que al indio debía mantenérsele separado y que la Iglesia era la llamada a "suavizar" las costumbres salvajes de esta raza inferior por medio de la evangelización, al tiempo que debía propiciarse la inmigración europea con el propósito de limpiar al país de su "mancha indígena", en un esquema que tuvo desarrollo a partir del ascenso de Núñez al poder en 1884 y que se plasmaría en la Ley 89 de 1890, que reguló durante más de 100 años las relaciones entre el Estado y las comunidades indígenas.60

Para el proyecto concebido en el siglo XIX, heredero en particular del pensamiento francés, la asimilación de los indígenas organizada por el Estado era la condición para la constitución de una nación moderna, única e indivisible,61 para cuya realización las comunidades, las tradiciones y lo étnico eran disfuncionales. Las ofertas de libertad hechas a los indígenas de resguardo por parte de los libertadores se concretaron durante el siglo XIX en medidas anticolectivistas que culminaron con la liquidación de resguardos en una operación que los transformó de comuneros en propietarios individuales y que facilitó el rápido despojo de sus tierras a favor de la hacienda y su incorporación como mano de obra en la misma.62

Todo estuvo inscrito dentro de la colosal maniobra político-jurídica de monopolización de lo jurídico por parte del Estado, dentro de la cual la ley, con la complicidad de los juristas y el respaldo de una particular forma de hacer historia, sirvió de instrumento de civilización.

PERO ENTONCES, ¿VALE LA PENA RECUPERAR UN DOCUMENTO?

Desde luego que vale la pena, sólo que es bueno tener ciertas precauciones y conciencias y, sobre todo, tener en cuenta que la historia no sólo se hace con documentos, sino también, incluso a pesar del historiador, con teorías y métodos, que a su vez incorporan, de manera consciente o inconsciente, sobredeterminantes culturales. Importa en historia no ser ingenuo frente al documento como en derecho no serlo frente a la supuesta justicia intrínseca de las normas estatales o a la univocidad del significado de los unos y de las otras.


1 Fernando Guillén Martínez, La Regeneración. Primer Frente Nacional, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1986, p. 35. Aspectos durante mucho tiempo triviales para la mirada de los historiadores traslucían visiones del progreso o resistencias desde la tradición que se expresaban incluso en disputas por imponer un determinado tipo de letra, como cuando se introdujeron en las escuelas primarias y en las oficinas de la república os caracteres de la letra inglesa en reemplazo de la letra española, práctica que infructuosamente trató de desalentar la Dirección General de Estudios en 1831 ordenando que se enseñase a los niños a escribir por las muestras españolas de Morante, Palomares, Torio de la Riva u otras de la misma clase. Ver: Luis Antonio Bohórquez Casallas, La evolución educativa en Colombia, Bogotá, Publicaciones Cultural Colombiana, 1956, p. 263. Acerca de las relaciones entre gramática y poder en la Colombia del siglo XIX, Malcom Deas, Del poder y la gramática y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas, Bogotá, Tercer Mundo, 1993, pp. 25-60.

2 Beatriz González Stephan, "Escritura y modernización: la domesticación de la barbarie", Revista Iberoamericana (Pittsburg), Nos. 166-167, Vol. LX, enero-junio 1994, pp. 109-124.

3 Beatriz González Stephan, Economías fundacionales: diseño del cuerpo ciudadano, p. 41.

4 Ibíd., p. 20.

5Pierre Chaunú en Certidumbres e incertidumbres de la historia, Pierre Chaunú (editor) [1987], Bogotá, Norma, Universidad Nacional, 1997, p. 13.

6 Boaventura de Sousa Santos, Estado, derecho y luchas sociales, Bogotá, ILSA, 1991, pp. 12-13.

7 Ibíd., pp. 12-13

8 Evaristo Prieto Navarro, "La metodología de la investigación socio-jurídica desde la primera teoría crítica hasta la última teoría sistémica", en Derecho y sociedad, María J. Añón y Pompeu Casanovas (coordinadores), Valencia, Tirant lo Blanch, 1998, p. 387.

9 Jacques Derrida, "Las pupilas de la universidad. El principio de razón y la idea de universidad", en Hermenéutica y racionalidad, Gianni Vattimo (compilador), Bogotá, Editorial Norma, 1994, pp. 166-167.

10 Helge Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1987, p. 70.

11 Según el paradigma tradicional, la historia debía basarse en documentos, entendiendo por tales los Documentos oficiales conservados en los archivos, por oposición a las fuentes narrativas, conocidas generalmente como crónicas, de donde se derivó la artificiosa distinción entre fuentes primarias y fuentes secundarias de la historia. Peter Burke, Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1993, p. 16.

12 Bernard Lewis, La Historia recordada, rescatada, inventada, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, p. 20.

13 Una aguda crítica a la exigencia a los historiadores de desapasionamiento la hace Manuel Moreno Fraginas en La historia como arma y otros ensayos sobre esclavos, ingenios y plantaciones, Barcelona, Crítcs. 1983, pp. 13-16.

14 Helen Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 61-63.

15 Propósito civilizatorio asentado en lo que Hespanha denomina categorías que constituyen "representaciones profundas, impensadas, que organizan la percepción, la evaluación, la sensibilidad y la acción en el dominio del derecho y del poder" y, precisamente, en virtud de su profundidad, se sitúan en niveles inconscientes o poco reflexionados, determinando desde allá las representaciones explícitas o reflectidas y, en este sentido, "constituyen los niveles arqueológicos de nuestras ideas jurídicas explícitas o de nuestras mociones políticas razonadas." Antonio Manuel Hespanha, "Las categorías del político y del jurídico en la época moderna" (documento de trabajo).

16 Y es que después de la Escuela de Frankfurt no podemos ser indiferentes ante el poder y ejercicio de violencia que implica nominar las cosas.

17 Jacques Le Goff, Pensar la historia [1977], Barcelona, Paidós, 1991, p. 104.

18 Jacques Le Goff, El orden de la memoria [1977], Barcelona, Paidós, 1991, p. 235.

19Citado por Jacques Le Goff, op. cit., p. 231.

20 Ibíd., p. 231.

21Ibíd., p. 228.

22 Ibíd., p. 228.

23 Ibíd., p. 228. Aclara Le Goff que para Fustel como para la mayor parte de los hombres embebidos en el espíritu positivista, documento era sinónimo de texto.

24 Francisco Tomás y Valiente, Manual de historia del derecho español, Madrid, Tecnos, 1984.

25 Bartolomé Clavero, "Ley del código: transplantes constitucionales por España y por América", Quaderni Fiorentini per la storia del pensiero giuridico moderno, No. 23, 1994, Giuffré editore Milano, pp. 81-194.

26 Ibíd.

27 Crépon, Cassation en matiére civil, citado por Francisco Geny en Método de interpretación y fuentes en derecho privado positivo, Madrid, Reus, 1925, p. 37.

28 Una excelente aproximación al análisis de las relaciones entre historiadores y jueces en la utilización de 2 prueba, en Cario Ginzburg, "El juez y el historiador", en Historias, No. 26, México, Instituto Nacional de Vitropología e Historia, Abr.-Sept. de 1991, pp. 3-15.

29 Esta concepción de pasividad procedía de un modelo de explicación del conocimiento en el que existía lugar para el sujeto. Al respecto, Mirar la infancia: pedagogía moral y modernidad en Colombia, 1903-1946, Javier Sáenz Obregón, Óscar Saldarriaga, Armando Ospina, Bogotá, Colciencias, Eds. Nacional por Colombia, 1997.

30 Peter Burke, Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1993, p. 17.

31 Jacques Le Goff, Pensarla historia [1977], Barcelona, Paidós, 1991, p. 112.

32 Helge Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1987, p. 64.

33 Juan Alfonso Santamaría Pastor, Fundamentos de derecho administrativo, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1988, p. 387.

34 Wofgang Iser, El acto de leer. Teoría del efecto estético, [1976], Madrid, Taurus, 1987, p. 11.

35 Jaime Humberto Borja Gómez, "Identidad nacional e invención del indígena. Lectores contemporáneos frente a una crónica del siglo XVI".

36 Introducción de Ricardo Guastini y Giorgio Rebufa en Giovanni Tarello, Cultura jurídica y política del derecho, [1988], México, Fondo de Cultura Económica, 1995, p. 12.

37 Expresión de E. H. Carr citada por Gonzalo Hernández de Alba en "El documento, la huella y el dato" Historia y Derecho No. 11, Año V, Bogotá, 1999, pp. 31 -61.

38 Helge Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1987, pp. 64-65.

39 Alfonso Mendiola, Bernal Díaz del Castillo: verdad romanesca y verdad historiográfica, México, UIA, 1995, p. 19.

40Helge Kragh, Introducción a la historia de la ciencia, Barcelona, Crítica, 1987, pp. 66.

41Ibíd., pp. 69.

42Jacques Le Goff, El orden de la memoria [1977], Barcelona, Paidós, 1991, p. 227.

43 Jorge Luis Borges, Hacedor, Madrid, Alianza, 1995.

44 "Para una mirada historiográfica acerca del fenómeno de los postulados básicos de la llamada historia patria, ver Bernardo Tovar Zambrano, "La historiografía colonial", en La historia al final del milenio. Ensayos de historiografía colombiana y latinoamericana, Bogotá, Universidad Nacional, 1994, pp. 21-134. También algunas críticas al modelo en Alfonso Múnera, El fracaso de la nación. Región, clase y raza en el Caribe colombiano (1717-1810).

45 Por ejemplo, Jaime Humberto Borja Gómez, op. cit., Alfonso Mendiola, op. cit.

46 Para los legos, presunción de derecho es aquella que no admite prueba alguna que pueda demostrar lo contrario.

47 Álvaro Tirado Mejía, Sobre historia y literatura, Bogotá, Fundación Simón y Lola Guberek, 1991.

48 Baste recordar que la Constitución Nacional de 1886 consagró el español como la lengua oficial. Acerca del problema de las lenguas indígenas y el lenguaje constitucional en América, ver Bartolomé Clavero, Ama Llunku, Abya Yala. Constitución indígena y Código ladino por América, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000. También Beatriz González Stephan, "Modernización y disciplinamiento. La formaron del ciudadano: del espacio público y privado", en Esplendores y miserias del siglo XX. Cultura y sociedad en América Latina, Beatriz González Stephan, Javier Lasarte, Graciela Montalvo, María Daroqui compiladores), Caracas, Monteávila.

49Sobre la problematización de nuestro sistema de fuentes del derecho, del formalismo jurídico y de su historia, en nuestro medio existen dos obras fundamentales de reciente aparición que abren un fecundo campo de investigación y discusión. Me refiero a Comparative Jurisprudence. Reception and Misreading of Transnational Legal Theory in Latin America, París, Harvard Law School, Cambridge, Imprenta París-América, 2001, y El derecho de los jueces. Obligatoriedad del precedente constitucional, Bogotá, Legis, 2001, as dos de Diego Eduardo López Medina.

50 Juan Alfonso Santamaría Pastor, Fundamentos de derecho administrativo, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1988, pp. 388-389.

51Alfonso García-Gallo, Anuario de Historia del Derecho Español, LIII, 1983.

52Peter Burke, Formas de hacer historia, Madrid, Alianza, 1993, p. 28.

53 Jaime Humberto Borja Gómez, Rostros y rastros del demonio en la Nueva Granada. Indios, negros, judíos y otras huestes de Satanás, Bogotá, Ariel, 1998, pp. 50-51.

54 Antonio Manuel Hespanha, Las categorías del político y del jurídico en la época moderna (documento de trabajo).

55 Jaime Humberto Borja Gómez, op. cit., p. 51.

56 Juan Guinés de Sepúlveda, Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios. (1548), Fondo de Cultura Económica, México, 1987, pp. 153-154, citado por Jaime Humberto Borja Gómez, op. cit., p. 51.

57 Gaceta de Colombia, agosto 15 de 1824.

58 Christian Gros, "Indigenismo y etnicidad: el desafío neoliberal", en Antropología en la modernidad, María Victoria Uribe, Eduardo Restrepo (eds.), Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología, 1997, pp. 15-5r Beatriz Eugenia Sánchez, "El reto del multiculturalismo jurídico, la justicia de la sociedad mayor y la justes indígena", en El caleidoscopio de las justicias en Colombia. Análisis socio-jurídico, Boaventura de Sousa, Mauricio Villegas (Eds.), Bogotá, Colciencias, Ediciones Uniandes, Universidad de Coimbra, ICAN, Universidad Nacional de Colombia, Siglo de Hombre Editores, 2001, tomo II, p. 16.

59 Numerosas normas dispusieron durante el siglo XIX la liquidación de la propiedad comunitaria y la asignación a título de propiedad individual de los resguardos constituidos durante la Colonia, entre ellas la citada ley de 1824 y la Ordenanza 35 del 23 de octubre de 1852, expedida por la Cámara Provincial de Valledupar, "sobre repartimiento de resguardos indígenas", que seguramente se expidió en desarrollo del artículo cuarto de la ley de 22 de junio de 1850 que autorizó a las Cámaras de Provincia a arreglar la medida, repartimiento, adjudicación y libre enajenación de los resguardos de indígenas, pudiendo, en consecuencia, autorizar a éstos a disponer de sus propiedades del mismo modo y por los propios títulos que los demás granadinos." La Ley 40 de 1868 "sobre civilización de indígenas" autorizó al poder ejecutivo a dictar todas las medidas conducentes a civilizarlos para adjudicarles tierras en propiedad a las familias indígenas que quisieran "abandonar su vida errante" y para disponer la captura de las tribus que estorbasen el comercio y el libre tránsito por los caminos y ríos de la república. Codificación Nacional, Bogotá, Imprenta Nacional, tomo XXIII, años 1867 y 1868, pp. 381-382.

60 Christian Gros, op. cit., pp. 39-40. Beatriz Eugenia Sánchez, op. cit.

61 Christian Gros, op. cit., pp. 39-40. Beatriz Eugenia Sánchez, op. cit., p. 25.

62 Adolfo Triana Antorveza, "El Estado y el derecho frente a los indígenas", en Colombia multicultural y pluriétnica, María del Carmen Casas (editora), Bogotá, ESAP, 1991, pp. 247-248