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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.4 no.2 Bogotá July/Dec. 2002

 

Entrevista

La Constitución como instrumento de administración de un recurso escaso: El poder público

Entrevista con Hugo Palacios Mejía

Por Juan Manuel Charry Ureña


En 1984, el Banco de la República otorgó a un grupo de personas unas becas para adelantar estudios de posgrado en el exterior, relacionado con temas constitucionales, como una forma de conmemorar los cien años de la Constitución de 1886. Fue en esa ocasión cuando tuve mi primer contacto con Hugo Palacios Mejía, quien en su calidad de gerente de la entidad, en acto solemne, formalizaba el otorgamiento de las becas, de las cuales fui uno de sus beneficiarios. Posteriormente, a solicitud mía, ofreció unas generosas palabras en la presentación del libro donde se publicó el trabajo con que culminé los estudios patrocinados por el Banco. Además, aceptó la invitación de formar parte de la Asociación Colombiana de Derecho Constitucional y Ciencia Política. El transcurso del tiempo nos ha permitido establecer lazos de amistad, respeto y aprecio, construidos alrededor de los temas jurídicos y especialmente de los constitucionales.

La figura de Hugo Palacios suscita una mezcla especial de conocimientos y habilidades que no es fácil encontrar, en él se combinan con armonía y equilibrio las calidades de jurista, economista y conocedor de la política y del Estado colombiano. Por ello se distingue especialmente en cualquiera de las actividades en que interviene, como lo demuestra su tesis de grado laureada, la cátedra universitaria, su desempeño en cargos públicos y su ejercicio de la profesión de abogado.

Su obra comprende trabajos, artículos, libros e informes, donde es casi imposible distinguir al jurista del economista. No obstante, en materia constitucional se deben mencionar tres libros: Introducción a la teoría del Estado, que es su tesis de grado, La economía en el derecho constitucional colombiano y El derecho de los servicios públicos, estos dos últimos donde desarrolla su enfoque de la eficacia de las instituciones y los costos de transacción.

Jacobo Pérez Escobar, en la introducción a su libro Derecho constitucional colombiano, señala cuatro escuelas de enseñanza del derecho: la exegética, la institucionalista, la de los politólogos y la de los iuspolitólogos, esta última la más completa, por el hecho de combinar elementos de las escuelas anteriores. Los trabajos de Hugo Palacios desbordan la clasificación propuesta por Pérez Escobar y muestran un nuevo enfoque, más próximo a las problemáticas actuales del Estado, que relacional la normatividad jurídica y la actividad económica, que podría denominarse la de los iuseconomistas, en el cual estaría únicamente Palacios Mejía, pues prácticamente no hay otros autores que desarrollen este enfoque.

Con el transcurso del tiempo he tenido la oportunidad de tratar a Hugo Palacios, me ha llamado la atención su puntualidad, su rigor para cumplir cualquier trabajo sin importar la magnitud ni trascendencia de éste, pues trata con singular esmero los detalles y asuntos pequeños, así como aquellos grandes negocios que le son encomendados. Es una persona discreta, ponderada al momento de emitir juicios y opiniones, con su fino sentido de humor, en extremo respetuoso de las diferencias y contradicciones, así como, muy bien informado de la actualidad nacional e internacional.

Tal vez el sello más sobresaliente de su personalidad sea la prudencia y la mesura, en él no se asoman los excesos ni las posturas extremistas. Por otro lado, me pareció advertir alguna nostalgia por la actividad política y los quehaceres públicos, que el sano juicio y la reflexión serena lo condujeron a tomar la decisión consciente, quizá dolorosa, de abandonarlos para dedicarse al ejercicio profesional, como quien sabe a ciencia cierta de sus calidades y limitaciones, así como el lugar desde donde presta un mejor servicio a la sociedad.

Cuando le propuse la posibilidad de esta entrevista fue generoso en aceptarla, buscó un entorno campestre y relajado en que se pudiera desarrollar la conversación con la mayor fluidez. Fue transparente, sincero y permitió que observara su vida desde el ángulo propuesto: el derecho constitucional. Quedé gratamente sorprendido, pues encontré la faceta humana de un hombre de la provincia colombiana que empieza su peregrinar en Bogotá, se asoma a la política, se destaca por su brillantez y su trabajo, continua sus estudios en exterior, participa en el gobierno y, en los momentos cruciales de su vida, toma las decisiones que considera más acertadas. Su trabajo permite abordar la Constitución desde un  nuevo punto de vista, y la define como el instrumento que administra el recurso escaso que es el poder público. En fin, Hugo Palacios Mejía es ejemplo de una carrera destacada, de disciplina y reflexión, donde la madurez alcanza una de sus mejores expresiones y con ello un aporte al Derecho Constitucional Colombiano, sin precedentes en nuestra academia. A continuación, la forma como se desarrolla la entrevista.

Juan Manuel Charry Urueña: ¿cómo fue su niñez?

Hugo Palacios Mejía: nací en Armenia y me eduqué en la casa de un abogado de tiempo completo: mi padre, Víctor Palacios Triviño. Él provenía de familias del Valle y del Cauca. En la crisis de los años treinta su padre perdió la fortuna que había hecho en tierras y en comercio, pero él pudo completar su carera de abogado en 1933, en la Universidad del Cauca. No fue el primero en la familia: un tío suyo Belisario Palacios, había sido varias veces magistrado de Tribunal y, en alguna ocasión, profesor de derecho administrativo.

Luego, la pobreza y el amor llevaron a mi padre a buscar asiento en Calarcá, Pereira y Armenia, que eran entonces tierras de promisión. Casó con mi madre, en Pereira; ella pertenecía a una familia de ascendencia antioqueña, matriarcal y unida, de gentes 'blancas', honradas, trabajadoras, católicas y conservadoras, con medianos recursos económicos y mucho corazón. Al final se estableció en Armenia, y vivió satisfecho allí, entregado a su profesión, a su familia y a sus lecturas. Fue exitoso y apreciado en su profesión; se ocupaba de asuntos de derecho de familia, bienes y contratos. El derecho constitucional y el administrativo no existían, en la práctica, como parte de la actividad profesional de la Armenia de entonces.

No era fácil conseguir libros en Armenia. Sin embargo, él se las arregló para tener allí una biblioteca abundante, más o menos actualizada, donde predominaban los títulos de autores franceses y españoles, y a la que llegaban, por suscripción, las revistas que publicaban algunas facultades de derecho en Colombia, y otras revistas literarias y políticas. En ese ambiente transcurrido mi niñez y buena parte de mi juventud; su sitio preferido, y el mío, era su biblioteca, y nuestras conversaciones versaban a menudo sobre sus libros, sobre historia y sobre política. Leíamos juntos a Homero... y a Ernesto Renán. Más tarde hablábamos sobre derecho civil y procesal. Fue, sin duda, el influjo principal de mi niñez y de mi adolescencia.

J.M.C.U.: y, ¿su experiencia en el bachillerato, las materias que le gustaban, los profesores que le llamaron la atención?

H.P.M.: yo comencé el bachillerato en armenia, en el colegio San José de los Hermanos Maristas, pero enseguida me vine a Bogotá al San Bartolomé de la Merced, colegio de jesuitas. Mis padres me enviaron allí, interno, porque querían que tuviera una educación mejor que la que podía conseguirse en provincia, y se decía que San Bartolomé era el mejor colegio del país (he sabido luego que los del gimnasio Moderno creían otra cosa). Los jesuitas tienen el espíritu de una orden militar, y nos acostumbraron a entender que en la vida hay que batallar para defender ciertas cosas y para conseguir otras: enfoque que no estorba si uno quiere ser abogado. No había alguna materia en el pensum que tuviera relación especial con el mundo del derecho; pero me fascinó el estudio de la lógica la filosofía. Bajo la dirección de los padres Jorge Hoyos y Fernando Barón, aplicábamos con entusiasmo las enseñanzas tomistas y los textos de Ginebra Valenzuela. Nos vimos en el manejo del silogismo y del arsenal dialéctico de la lógica y la crítica tomista. Sé que los alumnos de derecho estudian hoy 'argumentación' y que Santo Tomás, como San Bartolomé, no están de moda. Pero pocas cosas me han servido tanto en la vida como el silogismo.

J.M.C.U.: ¿por qué eligió estudiar derecho?

H.P.M.: sin duda, por el influjo de mi padre, y porque tenía inclinación hacia temas sociales que veía próximos al derecho, como la filosofía, la literatura, la historia. Mi padre, pese a haber sido, como dije, un abogado de tiempo completo, no hizo esfuerzos para inducirme a serlo: por el contrario, en más de una ocasión me habló de lo duro que puede ser el ejercicio profesional, y me sugirió otras carreras. Pero pudo más su ejemplo que su prédica, y así, aunque, a los siete años quise ser militar y a los quince, jesuita, después encontré que mi vocación era el derecho.

J.M.C.U.: ¿no hubo otra opción?

H.P.M.: desde temprano en la vida también atrajo mi curiosidad la economía. Pronto percibí que la ciencia económica podía aplicarse a toda la realidad social, por lo que yo tenía tanto interés. Pero, naturalmente, no conocía economistas profesionales (creo que en el país no los había) y en San Bartolomé no había nada parecido a un curso de aproximación; lo que sabía entonces del asunto provenía de comentarios fragmentarios sobre problemas económicos que leía en libros de historia, ensayo, política... Por eso, al decidir sobre mi orientación profesional, consideré tanto el derecho como la economía. El derecho, en primer lugar, porque conocía cómo vivía un abogado, como trabajaba, qué leía; pero también la economía, porque a través de mis lecturas de adolescencia intuía que los problemas sociales se expresan a manudo en normas jurídicas, pero giran alrededor de un problema económico.

J.M.C.U.: ¿la elección de la Universidad Javeriana fue porque tenía derecho y economía conjuntas o consideró otras opciones?

H.P.M.: cuando terminé mi bachillerato en San Bartolomé, en 1959, la Javeriana tenía un gran prestigio; en mi ambiente compuesto por alumnos venidos de provincia a un colegio de jesuitas, nadie dudaba que los mejores estudios de derecho se realizaban en la Javeriana. Después me percaté de que entre los jóvenes bogotanos, y de orientación liberal, los estudios en el Rosario eran los más prestigiosos. Había sí facultades que en ese ambiente ni se mencionaban, por ejemplo, la de la Universidad Nacional. A ésta se la veía como universidad desorganizada, para promotores de revueltas, y donde no se iba a trabajar sino a hacer la revolución; Fidel Castro y la revolución cubana parecían ser el motor que movía, en nuestro imaginario y en el de los periódicos, a la Universidad Nacional. En San Bartolomé poco se oía hablar del Externado y Los andes no tenía aún facultad de derecho.

J.M.C.U.: ¿habría estudiado sólo derecho en la Javeriana si no hubiera tenido la opción de derecho y economía?

H.P.M.: una de las razones por las que estuve más interesado en ingresar a la Javeriana fue la posibilidad de tomar materias de economía; pero aún si esto no hubiera sido posible, yo habría ido allí porque en San Bartolomé, al terminar nuestro bachillerato, se consideraba que la Javeriana era la mejor facultad de derecho.

J.M.C.U.: ¿de sus profesores, quienes influyeron más en su formación de abogado?

H.P.M.: admiré a varios de mis profesores, y algunos de ellos tuvieron destacado influjo en mi formación profesional. Algunos enseñaban también en el Rosario y en la Nacional. Encontré, en primero de derecho, al llegar a la Javeriana en 1960, a Leopoldo Uprimny. Él tenía una personalidad profesional sobresaliente. Era un austriaco oculto, con la formación europea que se ocupaba de resaltar. Nos decía que en Europa, en su juventud, mientras sus compañeros iban a jugar fútbol, él iba a oír a Kelsen. Transmitía ideas e informaciones que, para mí eran revelación. Le gustaba escandalizar, y no se distinguía por su caridad al referirse a otros profesores y a los políticos colombianos. Usaba su enorme cultura para respaldar afirmaciones que chocaban con la "sabiduría convencional" de los medios académicos y políticos.

Uprimny  nos obligaba a salirnos de los lugares comunes que prevalecían en las lecturas del bachillerato y en los periódicos, y nos obligaba a mirar hacia el resto del mundo. Desdeñaba, por igual, a López Michelsen, cuyo trabajo sobre la estirpe calvinista de nuestras instituciones sólo le merecía comentarios críticos, y las ideas constitucionales de Laureano Gómez. Era católico y simpatizaba en Colombia con el partido conservador, pero no se entendía con la curia, ni con los políticos conservadores u, al final, ni con los jesuitas. Sus clases de Teoría del Estado y de Derecho Constitucional resaltaban la importancia y las características del pensamiento escolástico y tomista. Pero, al hacerlo, subrayaba la orientación democrática y libera dentro del pensamiento escolástico y iusnaturalista: a él oí hablar, por vez primera, sobre la justificación del tiranicidio y de la "rebelión contra la tiranía insoportable". Al mismo tiempo, nos traía noticias abundantes sobre Kelsen y los debates alrededor del pensamiento kelseniano. Uprimny confirmó mi gusto por el estudio de las ideas políticas y el derecho constitucional.

Otra figura dominante en el panorama intelectual de la Javeriana de entonces era Rodrigo Laborde. Noguera, hijo de un distinguido jurista, había hecho una temprana y brillante carrera en la administración pública. Había sido ministro de Justicia y Procurador General de la Nación. Tenía estrecha amistad personal y afinidades políticas e ideológicas con uno de sus compañeros de estudio en la Javeriana, Álvaro Gómez, hijo de Laureano Gómez. Noguera gozaba de prestigio en el medio profesional y, en particular, en asuntos de derecho administrativo. Tenía un sistema de exposición distinto al de Uprimny, aunque compartían la admiración por la filosofía escolástica, el iusnaturalismo y el tomismo. Noguera hacía más énfasis en los clásicos; Uprimny en los juristas alemanes de finales del siglo XIX y comienzos del XX. La primera recomendación de Noguera fue leer a Balmes, El criterio. Citaba a menudo a Santo Tomás y criticaba a Duguit y a Kelsen. Fue quien me convenció de hacer mi tesis sobre teoría del Estado y quien me prestó y recomendó los libros que más usé para elaborarla. Gracias a su consejo leí a Jellinek, a Heller, a Dabin, a Georges Burdeau, a Bertrand de Jouvenel y a Giorgio del Vecchio. Hizo que mi tesis fuera laureada y que la publicara la editorial Temis.

En el campo del derecho constitucional, Álvaro Copete Lizarralde era un profesor prestigioso. Había tenido también cargos destacados en la administración pública, en representación del partido liberal. Y, sobre todo, había escrito un libro de "Lecciones de derecho constitucional colombiano" que, cuando fui su alumno en esa materia, iba en la segunda edición. Lo interesante en el libro de Copete, y en sus clases, consistía en que trataba el derecho constitucional como una disciplina jurídica, con una metodología y una lógica propias, y no como un asunto de ideas políticas o de historia. En su forma de exposición y de argumentar era evidente la diferencia con otros libros de derecho constitucional colombiano, famosos en ese momento, como los de Francisco de Paula Pérez. Su libro, por ejemplo, era una exposición histórica y exegética de cada artículo de la Constitución. Copete, en cambio, agrupaba los estudios constitucionales por temas y aunque sus reflexiones incluían información histórica, se detenía más en el análisis del sentido de las instituciones, de la manera en la que el derecho se expresaba en las normas y de la jurisprudencia. El enfoque metodológico de Copete rompía el molde los libros de derecho constitucional colombiano de la época.

Copete fue también mi profesor en derecho administrativo y, en esa materia, era un desastre. No tenía un texto administrativo, y no tenía el don de la expresión oral. Publicó sí algunos excelentes artículos, que leí con gusto, para criticar el uso servil de los conceptos administrativos franceses en el derecho colombiano.

Hernando Gómez Otálora brillaba como nadie. Cuando fue mi profesor, hacía poco había llegado al país. Mientras la mayoría de los otros profesores habían estudiado en Francia o se orientaban por el derecho francés, Gómez había estudiado en los Estados Unidos derecho romano y obligaciones, y había obtenido una maestría. Fue mi primer contacto con un abogado conocedor del derecho anglosajón. No sé dónde, cómo o cuándo, pero también había hecho estudios de economía. Entre todos los profesores era el más organizado al exponer; y sus conferencias sobre obligaciones contenían enfoques que hacían parecer primitivos los libros buenos de autores colombianos y chilenos.

El otro destacado profesor de obligaciones en la Javeriana, en ese momento, era Guillermo Ospina Fernández, de quien no fui alumno. Ospina dejó unos libros buenos sobre contratos y obligaciones, que aún consulto con utilidad; pero, en verdad, al leer en paralelo los libros de Ospina con los apuntes de Hernando Gómez, éste último se veía superior. Hernando, luego, siguió marcando rumbos: fue asesor de la Junta Monetaria, Ministro de Desarrollo del presidente Carlos Lleras y congresista, y tenía miras más altas... Los economistas profesionales, que ya comenzaba a haber algunos, lo trataban con respeto. La suerte le fue adversa y un terrible accidente de salud le frustro sus esperanzas. Aún así fue magistrado de la sala constitucional de la Corte Suprema de Justicia, donde lo encontré luego cuando fui conjuez, y donde no obtenía el reconocimiento que había logrado en etapas anteriores de su vida. Gracias a una ponencia suya, que rompía en forma escandalosa todos los paradigmas del derecho constitucional colombiano en materia de  reforma constitucional, fue posible convocar la Asamblea Constitucional que dio origen a la Constitución de 1991.

Fueron también mis profesores Jesús María Yepes y Antonio José Uribe en derecho internacional, Luis Carlos Neira en sociedades y Ricardo Medina Moyano. Y otros, destacados, que sería extenso enumerar; pero quienes más influyeron en mí fueron los que he referido.

J.M.C.U.: para allá va mi otra pregunta. ¿Eligió desempeñarse en el derecho constitucional y cuando salió a trabajar pudo enfocarse hacia esa área y la economía, o fue más por azar o por accidente?

H.P.M.: desde joven tuve interés en los temas políticos; creía que iba a hacer una carrera política e identificaba los puntos de tangencia entre la política, el derecho constitucional, el derecho administrativo y la economía. Ese interés en la política y el influjo de los profesores que he mencionado orientaron mis preferencias hacia el derecho constitucional y el administrativo. Terminando mi carrera, en cuarto o quinto de derecho, hablé con Rodrigo Noguera, que era mi profesor de Filosofía del Derecho y le pedí que fuera mi presidente de tesis. Discurriendo con él sobre cuál debería el tema, me sugirió que fuera una teoría del Estado. Me pareció una tarea descomunal, pero él me animó y me ofreció su ayuda para conseguir los libros necesarios y revisar los borradores. Me puse en la tarea que, por supuesto, no era propia de una tesis de grado, sino de una vida de investigación. Cuando faltaban unos meses para terminar el año lectivo, Álvaro Copete, que enseñaba Teoría del Estado, en primero, se retiró de la Javeriana. Era imposible, en ese momento conseguir un profesor. Supongo que en conspiración con Rodrigo Noguera, el padre Gabriel Giraldo, decano de la Facultad, me pidió que terminara de dictar el curso de Copete. Así terminé en quinto de derecho de profesor de los de primero en Teoría del Estado. Entre los alumnos, de ese mi primer año como profesor, recuerdo a Juan Camilo Restrepo, Luis Camilo Osorio, Sara Ordóñez, Juan Sebastián Betancur, Jorge Iván Villegas y Stella Villegas.

Durante el año siguiente terminé mi tesis, convertida, con más realismo, en una modesta Introducción a la teoría del Estado y me gradué. La tesis fue laureada, lo cual hacía años que no ocurría en la facultad. Fue un estímulo poderoso para seguir trajinando los temas del derecho constitucional, el administrativo y la política.

Cuando obtuve mi grado, Aníbal Fernández de Soto me llamó a vincularme a su oficina de abogado. Yo era a migo, desde San Bartolomé, de Fernando Londoño Hoyos, cuñado de Fernández de Soto. Londoño, que estudiaba derecho en la Javeriana, le había hablado bien de mí. Aníbal tenía varios negocios de derecho administrativo, comercial y financiero. Comencé a colaborar en la atención de sus negocios ante el Consejo de Estado y a ejercer la profesión en asuntos administrativos. Augusto Ramírez Ocampo se unió luego a la oficina de Aníbal, y me dio oportunidad de trabajar en varios negocios administrativos suyos. Así, como profesor de Teoría del Estado, y trabajando con Fernández de Soto y Ramírez Ocampo, tuve las primeras experiencias prácticas en esas ramas del derecho.

Por allá en 1970 presenté una demanda que muchas personas consideraron insólita: pedí a la Corte que declarara inexequible, por vicios de forma, una parte de la reforma constitucional de 1968. ¿Cómo era posible que una reforma constitucional pudiera ser declara inconstitucional? El solo enunciado era, en esa época, escandaloso y provocaba desdén entre los expertos. No había, hasta donde sé, sino un precedente remoto para una controversia similar: una demanda, no exitosa, suscitada contra el plebiscito de 1957 que reformó la constitución de 1886 y estableció el Frente Nacional. Pero había ciertas diferencias entre los asuntos, puesto que el plebiscito fue, en cierta forma, un acto revolucionario, mientras que la reforma de 1968 fue una manifestación de poder constituyente del Congreso. Mi demanda fue resuelta en forma adversa por la Corte en abril de 1971 pero, para sorpresa de la mayoría de quienes se ocupaban de estos asuntos, casi la mitad de los magistrados se inclinó por mi tesis. Pronto, después de ese episodio, la Corte modificó su jurisprudencia y las posteriores reformas constitucionales incorporaron, en forma explícita, a la Constitución la posibilidad de que una reforma constitucional sea declarada inexequible por la Corte por vicios de forma. Hoy los abogados colombianos ni se ocupan del asunto, por obvio y sabido.

Por todos estos caminos llegué al derecho constitucional.

J.M.C.U.: ¿Cómo fueron sus primeros contactos con la política?

H.P.M.: mi familia próxima, en el lado paterno y materno, era de tradición conservadora, laureanista por más señas, y en nuestra mesa los temas políticos eran el pan nuestro de cada día. En San Bartolomé, en quinto y sexto de bachillerato, publiqué un periódico, Reflector con algunos amigos como Abel Francisco Carbonell y Fernando Londoño Hoyos; los jesuitas nos estimularon, pero no nos permitieron vincular el periódico a un partido político. Cuando llegué a la universidad en 1960, encontré otros jóvenes con sobresaliente vocación política e interés en el periodismo, y con ellos continué Reflector, que ahora sí se declaró conservador, por si alguien lo dudaba. A Abel Francisco Carbonell y a Londoño se unieron Rodrigo Lloreda Caicedo, Darío Arango, Hernando Albán Holguín y Carlos Delgado Pereira. Carlos Mejía Gómez y William Jaramillo Mejía y Gerardo Bedoya Borrero, quienes tenían vínculos familiares o experiencias en campañas electorales, fueron mis amigos y escribieron en el periódico.

En la universidad bullía el interés por la política y todo nos relacionaba con ella. Gerardo Bedoya Borrero, amigo entrañable, tenía con Carlos Holguín Sardi, quien iba un año delante de nosotros en la Javeriana, algún acceso a Laureano y, sobre todo, a Álvaro Gómez Hurtado. Gerardo fue un poeta magnífico, dueño de una cultura literaria enorme; fue asesinado luego, cuando libraba una valerosa campaña periodística en El País de Cali contra el narcotráfico. Fernando Sanclemente Molina escribía en Reflector, participaba en la política juvenil conservadora ospinista, formó luego un movimiento político independiente y estuvo en varias ocasiones en el Congreso, hasta su muerte prematura. Los liberales no tenían abundante presencia en la Facultad de Derecho, pero uno de ellos sobresalía ya en forma notable, con el estímulo del padre Gabriel Giraldo, Luis Carlos Galán. Él publicó una revista, Vértice, a la que contribuí con un artículo sobre Maquiavelo. Fue asesinado por el narcotráfico, cuando estaba a punto de ser presidente de la República. Luis Guillermo Vélez y Jaime Arizabaleta se destacaban también. Todos eran mis amigos. Fue una generación de abogados dedicada, con variado éxito, a la política.

En algún momento, en la Javeriana, tuve como profesor a Álvaro Gómez Hurtado, que acababa de regresar del destierro en España, y de publicar un libro sobre La revolución en América. Álvaro no le hizo concesiones al castrismo de moda, y sostenía que el mito de "la revolución" había impedido que América Latina tuviera más suerte... me invitó a escribir en El Siglo, y así me fui vinculando a la política conservadora. Gómez fue generoso conmigo, me enseñó con su ejemplo y su palabra, me permitió participar en sus iniciativas políticas y me distinguió con su amistad. En ocasiones estuvimos enfrentados por razones políticas, pero cuando fue asesinado en el gobierno de Ernesto Samper, lloré su muerte.

A poco de finalizar mis estudios en la Javeriana, se presentó un episodio que me dio cierta notoriedad nacional, por un día. Carlos Lleras era el candidato liberal a la presidencia de la República, en coalición con el grupo conservador ospinista, y todo auguraba su elección. Convocó, entonces, por medio de una carta que recibió amplia publicidad, a un grupo de personas sobresalientes de ambos partidos para que le ayudaran a preparar su proyecto de reforma constitucional. Alguien le habló de mí, profesor joven de la Javeriana, que había hecho una tesis laureada sobre teoría del Estado. Lleras a quien no conocía, sin hablar conmigo me incluyó en el grupo de destinatarios de esa carta. Pero Laureano y Álvaro Gómez eran opuestos de su candidatura, y yo también, en consecuencia. Consulté con el padre Giraldo cómo decir no al Lleras, y él me aconsejo que lo hiciera, como correspondía, sin agraviar. Así procedí, y el episodio tuvo relieve nacional, y los laureanistas lo difundieron todo cuanto pudieron: no abundaba la gente que rechazaba invitaciones a colaborar con un candidato presidencial que todo el mundo sabía ganador.

En esa época fui muy activo en el Centro de Estudios Colombianos, una entidad promovida por conservadores, que organizaba conferencias y seminarios sobre problemas del país. Había llegado a ser presidente de la junta directiva por elección de los miembros del Centro. De esa junta hacían parte Álvaro Gómez, Hernán Jaramillo Ocampo, Augusto Ramírez, Misael Pastrana y Hernando Giraldo, columnista de El Espectador, muy leído entonces, que me había elogiado en ese periódico un par de ocasiones.

Envanecido por esos tempranos éxitos y la nombradía que me habían dado, pensé que ellos serían suficientes para iniciar una carrera política de verdad, y aspiré a la Cámara de Representantes por el conservatismo alvarista de mi departamento, el Quindío. Pero los miembros del Directorio Departamental me cerraron las puertas y no me incluyeron en la lista de candidatos; uno de ellos, peluquero, puso punto final a mis aspiraciones de entonces con una frase lapidaria: "a usted lo tenemos para más altos destinos". Mis amigos de Bogotá no movieron un dedo por mi candidatura. Pero hice otros amigos en los pueblos y barrios de Quindío, y aprendí que, por lo general, las carreras políticas no se hacen a base de academia, periódicos ni favores.

J.M.C.U.: ¿de sus compañeros de curso tuvo alguno que fuera un buen interlocutor en el tema del derecho constitucional que le ayudara a fortalecer esa tendencia?

H.P.M.: creo que, en verdad, a mis amigos les interesaba más la política que el derecho. Y quienes tenían más interés en la primera fueron quienes hicieron sus tesis de grado sobre asuntos constitucionales. Por ejemplo, Carlos Mejía Gómez, que hizo una sobre teoría de la Constitución. Rodrigo Lloreda se graduó con una sobre el poder presidencial, y me hizo el honor de nombrarme presidente de ésta. Abel Francisco Carbonell escribió sobre el Parlamento. Fernando Sanclemente Molino hizo una tesis sobre grupos de presión y también me designó presidente. Otro amigo y compañero nuestro, Rafael Arango Rodríguez, escribió asimismo sobre grupos de presión. Ninguno se dedicó, de veras, al derecho.

J.M.C.U.: ¿cómo se produjo su primer libro?

H.P.M.: yo relaté cómo Rodrigo Noguera me indujo a escribir mi tesis sobre teoría del Estado. Él recomendó mi libro a don Jorge Guerrero, un hombre versado en temas jurídicos, traductor de obras de derecho de autores franceses y propietario de la Editorial Temis. Guerrero lo leyó y lo publicó con su sello editorial, el más prestigioso entonces entre los abogados. Así nació mi primer libro, la Introducción a la teoría del Estado.

J.M.C.U.: háblame de su experiencia como catedrático, su desarrollo, balance, el método, los estilos y si fue difícil escribir sobre otros temas.

H.P.M.: comencé enseñando Teoría del Estado en la Javeriana y estuve varios años en esa cátedra, que me obligó a leer días enteros sobre los temas fundamentales del derecho constitucional, de ciencia política y de economía política. Era un voraz lector y tenía tiempo, porque, aunque siempre tuve trabajo, no es excesivo el que consiguen los abogados jóvenes. Procuré organizar mis exposiciones en la forma en que lo había hecho Hernando Gómez Otálora, pero la clase era de estilo magistral, como las que yo mismo había recibido.

Luego quise hacer una especialización, en Francia, en economía o derecho administrativo. Traté de conseguir una beca en el Icetex, y me la negaron por el argumento de que mi padre tenía ingresos suficientes; pero en verdad, él no habría podido costearme estudios en Francia sin hacer un esfuerzo considerable que yo no tenía derecho a exigir.

Uno de los miembros de la junta del Centro de Estudios Colombianos, Joaquín Piñeros Corpas, dirigía en Bogotá la Comisión Fullbright; se enteró de que yo estaba buscando una beca para mi posgrado y de que había terminado estudios en economía. En esa no había becas para estudiar derecho por medio de la Comisión: no se consideraba que fuera un factor importante de cambio social no de desarrollo. Por eso me invitó a presentar su candidatura para una beca en economía en los Estados Unidos. Lo hice, fui seleccionado y viajé a la Universidad de Vanderbilt, entidad privada, pequeña, prestigiosa, en la capital del Estado de Tennessee. Allí  obtuve el magíster en Economía. Al regresar, la Facultad de Derecho de la Javeriana me encargo una cátedra de derecho constitucional. En otros sitios enseñé macroeconomía.

Para graduarme de economista en la Javeriana, había escogido un asunto que, a veces, era mencionado, sin mucho acento, en los estudios económicos de la época: "Las condiciones políticas de desarrollo económico". Hoy ese tema es el centro d una de las más interesantes ramas de la economía, enriquecido por los trabajos de varios premios Nobel, como James Buchanam y Douglas North. Durante mis estudios de economía en los Estados Unidos seguí intrigado por éste, y cuando regresé y tuve la oportunidad de enseñar derecho constitucional, quise que el programa de mi clase no siguiera las líneas tradicionales, construidas sobre el índice de materias de la Constitución, sino que se refiriera, en lo posible, a temas de interés económico que se encuentran dispersos en varios capítulos de aquella. El método de exposición era, sin duda, jurídico, pero la agrupación de temas reflejaba, en buena parte, lo que interesan a los economistas que estudian finanzas públicas y relación entre instituciones y economía. El conocimiento de la teoría económica me permitió, además, sugerir interpretaciones de las normas o presentar comentarios, que no podrían haber surgido sólo del análisis lógico formal de los textos constitucionales. En la medida en que daba mis clases, preparaba capítulos para un libro sobre temas constitucionales relacionados con la economía y pude publicarlos como artículo en la revista Universitas.

En 1971, al poco tiempo de haber obtenido la maestría en los Estados Unidos, el ministro de Hacienda, Rodrigo Llorente, a quien había conocido por medio de Gerardo Bedoya Borrero y del Centro de Estudios Colombianos, me nombró viceministro. Ello me permitió ver de cerca cómo se aplicaba la teoría económica a la política económica, y cómo la política económica se apoya o se retrasa por la necesidad de obedecer la Constitución. En ese momento tuve necesidad de estudiar cierto asuntos que habían llegado a la Constitución en la reforma de 1968: la "emergencia económica" y la intervención presidencial en el ahorro, y la "ley marco de aduanas". Era el gobierno de Misael Pastrana, y se deseaba crear, en acuerdo con Lauchlin Currie, el sistema de ahorro de valor constante, UPAC, para financiar la vivienda. Hubo un intenso debate en el gobierno acerca de si podía recurrirse a la "emergencia económica" o si, por el contrario, debía utilizarse la facultad presidencial de intervención en el ahorro. Yo no era amigo de esta última alternativa, pero fue ésa la que el gobierno adoptó y hoy, treinta años después, no puedo pensar en una decisión de política económica que haya sido tan exitosa como esa. De todo el trabajo que hice entonces obtuve bastante material para lo que habría de ser mi libro sobre "La economía en el derecho  constitucional colombiano".

Otro tema que me encomendó el ministro Llorente fue el proyecto de "Ley marco de aduanas", que hasta donde recuerdo fue la primera que se expidió, a pesar de que ya la reforma constitucional de 1968, promovida por Carlos Lleras, y en donde había aparecido la institución de las "leyes marco", estaba vigente hacía tres años. El gobierno de Pastrana fue el primero en desarrollar ésta y las otras figuras nuevas de la Constitución del 68, y parte de mi trabajo en el gobierno consistía en examinar cómo las iniciativas de política económica se ajustaban a los nuevos textos constitucionales. Ello me obligó a reflexionar y debatir sobre ellos continuamente, en provecho del libro que habría de escribir sobre "La economía en el derecho constitucional".

Cuando Rodrigo Llorente salió del ministerio de Hacienda, el presidente Pastrana me hizo elegir como miembro de la Junta Directiva del Banco Interamericano de Desarrollo. El gobierno colombiano, de acuerdo con el gobierno del Perú, presentó mi candidatura y fui elegido. Por Razones prácticas, los miembros de la Junta residen en Washington, de modo que aproveché para matricularme en la Universidad de Georgetown y tomar una clase de graduados en derecho constitucional de los Estados Unidos. Mi trabajo en el BID me obligaba, en cierta forma, a seguir a los asuntos que me habían ocupado como viceministro de Hacienda, y las clases sobre derecho constitucional estadounidense, arquetipo de nuestro propio derecho constitucional, me permitieron apreciar desde una perspectiva más amplia los debates en los que había participado en Colombia.

Completé así, con nuevas experiencias y conocimientos, los capítulos del libro que había comenzado a preparar cuando fui profesor en la Javeriana, y después de dos años, al regresar de Washington de ser director del BID, tenía casi lista la obra La economía en el derecho constitucional colombiano. Debía buscar un editor. En ese momento el Banco de Colombia estaba cumpliendo cien años, y era gerente Jaime Michelsen por entonces la figura más sobresaliente del mundo financiero colombiano. Con él trabajaba un amigo de la Javeriana, Jorge Cubides Camacho. Llamé a Jorge y le ofrecí en venta el libro, para que el Banco de Colombia lo publicara con ocasión de su centenario. Jorge lo hizo examinar y el Banco compró mis derechos a la primera edición en un precio bastante mejor que el usual en el mercado de los libros de derecho en Colombia.

El Banco de Colombia había contribuido en forma sustancial a la fundación y al desarrollo de la Asociación Nacional de Instituciones Financieras, cuyo presidente en esa época era Ernesto Samper, a quien yo había conocido en la Javeriana y de quién era buen amigo. ANIF y el Banco de Colombia publicaron mi libro y organizaron un acto de lanzamiento solemne, al que asistió el ex presidente Pastrana. A raíz de esta publicación, y siendo ya conocido por mi experiencia como viceministro de Hacienda y director del BID, se intensificó mi práctica profesional, y recibí bastantes negocios en asuntos de derecho constitucional y administrativo que requerían un conocimiento de las instituciones económicas.

J.M.C.U.: ¿cómo fue su arribo a otros cargos públicos como el ministro de Hacienda y gerente del Banco de la República?

H.P.M.: mis nombramientos en el Banco de la República y en el Ministerio de Hacienda fueron posibles gracias a la generosidad de Belisario Betancur, con quien había desarrollado una relación de varios años. Al mismo tiempo, había adquirido experiencia, tanto en el gobierno como en el Congreso, en el diseño y la Administración de política económica, y había conocido en el Banco Interamericano de Desarrollo la forma de operar las instituciones multilaterales de crédito.

Ya mencioné atrás mis estudios de especialización en economía, mi experiencia como viceministro de Hacienda y como director del Banco Interamericano de Desarrollo. Debo ahora decir que había tenido también la experiencia de ser congresista, de trabajar en la Comisión de Presupuesto de la Cámara de Representantes y de participar en debates sobre una reforma constitucional que, en buena parte, versaba sobre problemas económicos.

En efecto, había sido elegido representante a la Cámara por el movimiento de Álvaro Gómez Hurtado, en el Quindío, para el período de 1978–1982, y era columnista frecuente de El Siglo. El gobierno de Turbay Ayala había anunciado la presentación de un proyecto de reforma constitucional del Congreso y de la Justicia, y Álvaro, aunque era pesimista sobre la suerte final de cualquier reforma sustantiva, nos pidió a Gerardo Bedoya Borrero, que también había sido elegido a la Cámara y a mí que lo acompañáramos en el análisis de ese proyecto y en el desarrollo de nuestras propias iniciativas, que se extendían a las reglas constitucionales sobre planeación. Trabajé mucho en ese cargo. El Congreso aprobó la reforma constitucional, con algunas de las propuestas nuestras. Pero la Corte Suprema de justicia la declaró inexequible.

Álvaro Gómez, durante la campaña de 1978 que me permitió llegar al Congreso, había lanzado la candidatura de Belisario Betancur a la presidencia. Yo era amigo de Betancur de tiempo atrás, de modo que hice campaña por su nombre con toda convicción. Tuvo notable éxito y, aunque fue derrotado por Turbay, la diferencia entre ellos fue de pocos votos. Sin embargo, tan pronto pasaron las elecciones presidenciales, Álvaro Gómez se distanció de él, afirmó que no era un buen conservador, y decidió aspirar a la presidencia. Se creó para mí una situación personal incómoda, porque yo tenía afecto y deudas de gratitud con Álvaro Gómez, pero también con Betancur; y aunque era cierto  que me habían elegido al Congreso en el movimiento de Álvaro Gómez, no lo era menos que la elección se había hecho con el compromiso de apoyar la candidatura presidencial de Betancur. Decidí, entonces, colaborar en el Congreso con todas las iniciativas de Álvaro Gómez, pero defender la nueva candidatura de Betancur, quien me confió la preparación de los programas económicos de su gobierno.

Hacia finales de 1980, cuando comienza la segunda campaña presidencial de Betancur, me comprometí con su candidatura, organicé un movimiento político independiente en el Quindío y aspiré a ser elegido senado. Durante la campaña, Betancur y yo nunca hablamos de mi vinculación a cargos en su gobierno. Fui derrotado en mi aspiración al Senado, pero Betancur fue elegido presidente. Apenas pasan las elecciones Betancur me llama y me dice que quiere que esté próximo a él en el gobierno, sin mencionarme destino alguno. En ese momento los periodistas, múltiples personas y yo mismo pensábamos que iba a ser designado ministro de Hacienda. Betancur, sin embargo, me dio una sorpresa total y me ofreció la gerencia del Banco de la República, entidad que, en esa época, según la Constitución, estaba sujeta a la intervención del presidente de la República. Debo confesar que, al principio, la oferta me decepcionó, porque yo quería hacer una carrera política, y comprendía que si me vinculaba al banco sería indispensable, por el bien de la institución, renunciar por completo a esa carrera. Pensé no aceptar. Consulté a Rodrigo Llorente y él me dijo que me olvidara de la carrera política y aceptara el Banco. En buena hora seguí su consejo.

Me fui para el Banco de la República y, con dolor, terminé por completo todas aquellas relaciones con el Quindío que tenían un contenido político: no quería hacer nada que diera lugar a que se pensara que estaba manejando el Banco con el ánimo de obtener ventajas para una nueva empresa electoral. Creo no equivocarme al afirmar que, en los cuatro años del gobierno del presidente Betancur, nunca hablé con él de la política nacional, sino en cuanto tenía relación directa e inmediata con mis responsabilidades, ni le mencioné la política del Quindío, salvo en una ocasión en la que él me hizo una pregunta.

En el Banco estuve tres años, difíciles, pues en los meses finales del gobierno Turbay, días antes de que asumiera Betancur, estalló una gran crisis en el sector financiero colombiano que habría de prolongarse varios años; y, como si fuera poco, en los días iniciales del gobierno, México, Brasil, Argentina y casi todos los países latinoamericanos declararon una moratoria en el pago de su deuda externa. También a Colombia, para nuestra sorpresa, se le cerraron los mercados internacionales de crédito. Trabajé con el equipo económico, y en particular con los ministros de Hacienda Édgar Gutiérrez y Roberto Junguito, en organizar un programa de estabilización macroeconómica y participé activamente en las negociaciones con los bancos extranjeros, con el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y con el Fondo Monetario Internacional. Esas gestiones y la política económica que entonces se trazó tuvieron éxito. Pero faltando más o menos un año para terminar el gobierno Betancur, hubo algunas diferencias entre éste y Junguito, quien se fue a París de embajador. Yo era una de las opciones naturales para sucederlo en el ministerio de Hacienda y continuar la política económica de ajuste, porque desde el Banco de la República había participado en todo su diseño. El presidente me ofreció entrar al gabinete y agradecí su generosidad: sentía que podía cumplir bien la tarea, porque estaba bien informado sobre todo lo que se había hecho y lo que faltaba por hacer, y porque veía en el Ministerio la forma de culminar mi carrera pública y dedicarme, luego, sólo a mi ejercicio profesional. Le acepté el ministerio de Hacienda al presidente Betancur. Culminé las tareas comenzadas, y asumí retos nuevos, en particular, las que se presentaron cuando sobrevino un alza excepcional de los precios del café, entre 1985 y 1986, que habría podido dar lugar a una revaluación, a un incremento del gasto y a una frustración de los programas de ajuste. Enfrentado a mis paisanos y amigos cafeteros, aproveché  `la bonanza´ para sanear varias cuentas fiscales, impedí que toda se volviera gasto y con el dinero que obligué a ahorrar a los cafeteros ellos pudieron gozar de precios altos varios años,  pese al deterior continuo de los precios internacionales. En agosto de 1985, al comenzar el gobierno de Virgilio Barco, entregué el ministerio de Hacienda al ministro César Gaviria, y organicé de nuevo mi oficina de abogado en la que he permanecido desde entonces.

J.M.C.U.: su balance del paso por esas instituciones en cuanto al contraste teoría, práctica.

H.P.M.: nunca se aprende tanto como al resolver un problema de la vida real. No hay libros, clases o consejos que enseñen siquiera la mitad de lo que se aprende al tomar decisiones. Además, en el gobierno de Betancur tuve el privilegio de estar rodeado de gente con excelente formación académica. Los estudios de economía en Colombia habían progresado desde 1996, cuando me fui a Estados Unidos a hacer mi maestría, porque en ese año no era fácil encontrar colombianos con estudios más avanzados en ciencias económicas. Así, en 1982,, cuando llegué al Banco, fui el primer gerente en tener título profesional y posgrado en economía, y ya había varias personas en Colombia y en el Banco con grados de Ph. D. aprendí mucho al lado de Roberto Junguito, Carlos Caballero Argáez, Jorge Ospina Sardi, Juan Carlos Jaramillo, Armando Montenegro, Fernando Montes Negret, Óscar Marulanda, Luis Jorge Garay y María Mercedes Cuellar.  Por otra parte, en el campo jurídico tuve el apoyo de un jurista excepcional, Roberto Salazar Ferro, experto en el derecho propio del Banco de la República, que los abogados, por lo general, no aprendemos sino cuando trabajamos allí.

J.M.C.U.: ¿qué experiencia le dejó la actividad pública?

H.P.M.: de todas las experiencias, la más interesante es la de la limitación del poder. Cuando se trabaja en las campañas de personas que fueron presidentes o que quisieron serlo, como Álvaro Gómez o Belisario Betancur o Rodrigo Lloreda o Noemí Sanín, se sueña en el país, y en las cosas que deberían y podrían hacerse por él. Pero al llegar al gobierno se aprende pronto que, aunque el presidente tiene mucho poder, su capacidad para hacer cosas y conseguir resultados tiene mil límites legales, económicos y políticos.  Esa diferencia entre lo que los gobernantes saben que se debe hacer y lo que pueden hacer, es una lección de humildad que deja el sector público.

De la misma manera, otra de las lecciones que recibí en la vida pública es la enorme dificultad de obtener resultados en el Congreso. En efecto, cuando en 1978 llegué allí había estudiado y trabajado en múltiples temas de derecho constitucional y administrativo colombiano y quise convertir en ley algo que a los abogados nos parece hoy obvio y elemental, pero que en ese momento no lo era: que el "silencio administrativo" negativo y positivo debe producir efectos ciertos. En ese entonces este tema estaba lejos de ser claro, había alguna inquietud sobre esto y la gente reconocía que el silencio de la administración era un fácil y común instrumento por medio del cual los servidores públicos impedían  que los derechos de las personas tuvieran eficacia. Pero no había una persona que estuviera empujando por cambiar la situación y yo me dediqué a hacerlo, así como a introducir otras instituciones: la "suspensión provisional en prevención" y la acción de "reparación directa y cumplimiento". Presenté en el Congreso varios proyectos sobre estos temas, y sobre "servicio militar voluntario", pero a pesar de que tenía la vocería del alvarismo, un grupo político relativamente importante, los proyectos no prosperaron y en algunas ocasiones tuve que enfrentarme a la oposición de mis propios colegas en la bancada alvarista. Allí aprendí lo poco que puede hacer un congresista que no pertenece al partido de gobierno, para impulsar cualquier proyecto legislativo, por razonable que sea.

En cambio, al comenzar el gobierno de Betancur, en 1982, éste encuentra unas facultades extraordinarias para reformar el Código Contencioso Administrativo, que el Congreso había aprobado al final del gobierno Turbay. Yo ya era gerente del Banco de la República, y como conocía y tenía interés en el derecho administrativo, además de comprender su enorme importancia para efectos de la  regulación y de la intervención de la economía, le pedí al presidente que me nombrara en la comisión redactora;  éste accedió y entré a presidir la comisión, como sustituto de los ministros de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla y Bernardo Gaitán Mahecha, que no tenían tiempo para ocuparse en forma directa del asunto.  Así, desde el Banco de la República preparé personalmente, para la Comisión, y con la ayuda de personas como Juan Carlos Esguerra y Guillermo Gamba Posada, la reforma al Código Contencioso Administrativo, e introduje, junto con las normas sobre "derecho de petición", las figuras del "silencio administrativo positivo",  "suspensión provisional en prevención", y "acción de reparación directa y cumplimiento", que no había logrado convertir en leyes cuando había estado en el Congreso.

Es interesante comprobar cómo el poder de conseguir resultados no se alcanza siempre en las instituciones que formalmente debieron conferirlo, sino en otros, cuando hay personas que perseveran en obtenerlos.

J.M.C.U.: ¿considera que existe un divorcio entre la academia, la política y la economía?

H.P.M.: definitivamente, entre la academia y la política, hay un divorcio; pero ello no es extraño, ni ocurre sólo en Colombia. Uno de los más influyentes economistas del siglo XX, el señor Keynes, escribió, con toda lucidez, que la mayor parte de las personas que están en la actividad política son esclavos de las ideas de algún economista muerto hace muchos años. En Colombia la clase política conservadora y liberal,  con pocas excepciones, anda con ideas de hace cuarenta y cincuenta años en materia económica. La teoría de los hallazgos económicos se publicó en revistas y libros especializados, que los políticos no leen; sólo años después cuando se han popularizado por medio de la enseñanza universitaria y cuando quizá, han sido superados en el plano académico, llegan a los estudiantes que han de hacer una carrera política.

Creo que eso ocurre también en el campo jurídico. Los políticos colombianos, cuando tienen que invocar a alguien en asuntos de derecho público, todavía citan a Duguit. Y creyeron en 1991, y creen todavía, que "el Estado social de derecho", un concepto usado por Herman Heller  antes de la segunda guerra mundial, es algo novedoso.

J.M.C.U.: y, ¿la academia?

H.P.M.: en conjunto, el sector académico colombiano, en el derecho y la economía, ha cambiado, y para bien. Hoy la gente joven tiene la oportunidad de salir a estudiar al exterior y de acceder a internet; quien conoce otros idiomas puede lograr acceso directo a los mejores artículos que se publican en las revistas especializadas. Las dificultades que tuve que superar para obtener una beca en el exterior no son las que limitan a los estudiantes de hoy: entiendo que éstas se pierden porque la gente no conoce idiomas distintos del castellano.

Algunas universidades colombianas, en particular el Externado de Colombia, los Andes y la Javeriana han aumentado el número y la calidad de las revistas dedicadas a temas de derecho y economía. La Corporación José Ignacio de Márquez, a la que he estado vinculado, lleva quince años continuos patrocinando concursos para artículos sobre derecho económico.

Sin embargo, con raras excepciones, aunque las universidades son, por una parte, vehículos de avance académico, por otra, le restan dinamismo a la academia. No pagan a sus profesores salarios adecuados; prefieren pegar ladrillo, pavimentar zonas verdes y construir edificios. Las personas que podrían dar más a la academia se van al exterior o se dedican a otros asuntos.

J.M.C.U.: y, ¿su relación con la realidad?

H.P.M.: cuando las personas que han ido a las universidades del exterior tratan de poner en el contexto colombiano los conocimientos que han adquirido, y de aumentarlos, encuentran que no hay muchos recursos para hacer investigación sobre los temas colombianos. Algunas instituciones hacen estudios sobre la realidad económica colombiana –el Banco de la República es ejemplo de ello–. La corporación Excelencia de la Justicia ha hecho cosas valiosas en el campo jurídico. Pero, por regla general, la investigación de los problemas económicos y jurídicos colombianos tiene pocos recursos y eso hace que su calidad no sea la mejor.  No es extraño, entonces, que buena parte del conocimiento académico no incorpore los datos de la realidad colombiana.

J.M.C.U.: ¿puede hablarse de un constitucionalismo liberal y de otro conservador?

H.P.M.: el derecho tiene una función conservadora; pero el constitucionalismo, por definición, es liberal, es decir, busca un derecho que conserve y proteja libertades.

Ahora bien, pensando en el constitucionalismo colombiano y en las personas que han escrito aquí sobre derecho constitucional, es difícil identificar temas que puedan servir para establecer diferencias 'liberales' y 'conservadores'. Hubo, es cierto, un debate bizantino sobre la propiedad en los años treinta, con la reforma de Alfonso López Pumarejo, cuando se discutía si la propiedad 'tiene' una función social o 'es' una función social, y si puede haber expropiación sin indemnización. El Acto Legislativo 1 de 1999, expedido durante el gobierno de Andrés Pastrana, liquidó la posibilidad de expropiar sin indemnización, y nadie derramó una lágrima por la gran conquista de la "revolución en marcha". De la misma manera, durante el gobierno de Carlos Lleras Restrepo, hubo otro extenso debate sobre el derecho de propiedad y la reforma agraria: se discutía si era constitucional la indemnización con bonos que no producían interés. No hubo reforma agraria, ni con bonos ni sin ellos. Otro tema acerca del cual se han dividido los constitucionalistas, de acuerdo con el partido `liberal´ o `conservador´, es el del "Estado de Sitio". Leopoldo Uprimny, sin embargo, mostraba cómo los liberales en el poder eran partidarios de las interpretaciones extensivas del Estado de sitio, mientras que los conservadores, en la oposición, querían limitarlo. También discutieron conservadores y liberales acerca de qué es un `código´, porque la definición tenía incidencia electoral. Chicos pleitos, como puede verse.

No creo que pueda hablarse de una división entre constitucionalistas 'liberales' y 'conservadores'; creo que las pequeñas diferencias que pudieron existir hasta el Frente Nacional han desaparecido. Hoy, las que se dan en asuntos de derecho constitucional no se origina en el bipartidismo liberal–conservador colombiano, sino en otros alineamientos más profundos, 'globalizados'.

J.M.C.U.: su apreciación sobre el avance de la disciplina constitucional en Colombia y si se produce algo que valga la pena ser observado en el derecho comparado.

H.P.M.: el derecho constitucional colombiano, posterior a 1991, recoge, en forma poco crítica, problemas y soluciones propios del constitucionalismo europeo y estadounidense.

La oportunidad de encontrar aportes colombianos al derecho constitucional puede estar en el análisis de los problemas derivados de la lucha contra la droga y contra la guerrilla: pocos países como Colombia han dado una batalla tan extensa en el tiempo, y tan profunda, contra los flagelos, a la vez que mantienen un sistema de garantías y un control judicial sobre las leyes y las actuaciones administrativas, militares y policiales relacionados con ellos. Sospecho que nuestra jurisprudencia ha sido, como nuestra lucha, mediocre. Sé, por experiencia propia, que los jueces no han sido libres siempre al decidir sobre asuntos como la constitucionalidad de la extradición de colombianos. Quisiera que Dios me diera oportunidad de escribir sobre esa jurisprudencia.

Donde los colombianos somos clase aparte, según se comprueba sobre todo con la jurisprudencia de la primera Corte Constitucional, es en excedernos en el sistema de control constitucional.

Los sistemas de control constitucional que tenemos en Colombia son tropicales: cuando uno piensa en estos lugares, siempre imagina cosas descomunales, exuberantes que la naturaleza produce y que abruman. En algún momento los estudiosos del derecho constitucional en el mundo nos señalarán como ejemplo de los absurdos a los que puede conducir un sistema de control constitucional desbordado.

J.M.C.U.: ¿cómo ve el derecho constitucional en una perspectiva más amplia, sus doctrinantes, su enseñanza, la disciplina como tal?

H.P.M.: la Constitución de 1991 ha producido ciertos resultados muy particulares, sobre todo mediante de la acción de tutela. En primer término, ha demostrado que las normas procesales comunes no son sino estorbo para la solución de muchos conflictos sociales, y que en varios asuntos puede prescindirse de ellas sin pesar. Pero al mismo tiempo ha producido una constitucionalización exagerada de todo el derecho. Hasta las normas más insignificantes se discuten, se interpretan y se aplican hoy en función de 'principios constitucionales'. La especulación constitucional construye esos 'principios' en unas cavernas platónicas, y desciende del cielo con pretensión de moldearlo todo: hasta la vida de los tenderos, los estudiantes y las amas de casa. La abstracción y el afán de originalidad, no la realidad social, guían hoy en Colombia la aplicación del derecho constitucional.

Por supuesto, la constitucionalización del derecho ha obligado a las universidades y a los abogados en general a preocuparse por los temas constitucionales. Este resultado es positivo, así se traduzca, por ahora, en más cantidad que calidad.

Se han desvalorizado, por contraste, los estudios de otras ramas del derecho, y en particular el civil y el comercial. La sentencia de la Corte declaró inexequible una parte de la definición de 'propiedad', que aparece en el artículo 669 del Código Civil, es ejemplo del desinterés de los magistrados de esa Corte por ocuparse de ciertos aspectos fundamentales de nuestro sistema jurídico civil y hace probable que, con el propósito de tener un derecho constitucional aplaudido en foros presurosos, renunciemos a una tradición jurídica que nos une a los numerosos países que inspiran su derecho en el Código de Napoleón.

La tutela, tal como fue aplicada, sobre todo por la primera Corte Constitucional, ha hecho que varios problemas que deberían resolverse mediante decisiones políticas en el Congreso o mediante la aplicación de las normas comunes del derecho se resuelvan por decisiones judiciales cargadas de intención política. De la misma manera, la Corte Constitucional, dando razón a los estudiosos del public choise, se ha comportado como un órgano burocrático típico, ansioso de poder, prestigio y presupuesto: para ello ha interpretado en forma exagerada sus facultades y ha aprovechado que no existe control externo efectivo sobre sus propios fallos. Algunos de sus magistrados terminan sus funciones y se presentan como candidatos a los cuerpos colegiados y a la vicepresidencia de la República. Gracias a la Corte Constitucional llegó a la Contraloría, por allá en 1995, un personaje cuyo apoyo había rechazado incluso la campaña del presidente Ernesto Samper, por tener vínculos públicos con narcotraficantes.

El derecho constitucional colombiano, al comenzar el siglo XXI,  se caracteriza por un fenómeno opuesto a la tradición constitucionalista, liberal y democrática: la existencia de un órgano del Estado, la Corte Constitucional, que asume amplias  funciones legislativas, se convierte en juez de las decisiones de otros jueces, indica al gobierno qué actos administrativos debe producir y, sin embargo, se proclama libre de todo control.

J.M.C.U.: ¿encuentra que se han dado aportes colombianos a la disciplina del derecho constitucional?

H.P.M.: en los comienzos del siglo XX, los colombianos adoptamos un sistema de control constitucional amplio; otros países del mundo se han movido luego, con más cautela, pero en la misma dirección.

En 1991, y sobre todo, en la jurisprudencia de la Corte Constitucional, se ha exagerado ese sistema de control, y para justificar los excesos se apela al argumento de que otros órganos de control constitucional en el mundo llegan a decisiones parecidas. Como si de alguna manera hubiera un "derecho constitucional natural" propio de la especie humana, ajeno  a la voluntad de los constituyentes de cada país y superior a ella. Se alega entonces que, porque la Corte alemana se toma la facultad de decir una cosa, es legítimo que la Corte colombiana haga lo mismo y que, como la Corte italiana se pronuncia en determinado sentido, la Corte colombiana también puede hacerlo. Se buscan pretextos para exagerar facultades, y no se trabaja con rigor en los contenidos. El único control constitucional que no despierta entusiasmo es el control sobre los contralores de la constitucionalidad.

J.M.C.U.: ¿cómo cree que será el futuro del derecho constitucional colombiano? ¿Hacia dónde va a evolucionar?

H.P.M.: el derecho constitucional colombiano va a tener que evolucionar en el sentido de reconocer que el gran constituyente, en un sentido sociológico, es el pueblo, y que no se puede hacer un constitucionalismo abstracto sin tener en cuenta las realidades sociales que determinan la forma de ser del país. Por el contrario, es legítimo usar los hallazgos de las ciencias sociales, construidos sobre bases empíricas, para buscar que la creación del derecho facilite al pueblo el uso eficiente de su libertad.

Parte de la evolución que se adivina consistirá en asegurar que la Corte Constitucional no se tome más facultades de las que le ha dado la Constitución; percibo ya un movimiento de reforma en ese sentido, por reacción de la opinión pública y de los legisladores constituyentes. Y, en particular, por la reacción de otras autoridades que administran justicia en Colombia: percibo entre los jueces, en la Corte Suprema de Justicia y en el Consejo de Estado cierta fatiga con el monopolio legislativo y el imperialismo judicial de la Corte Constitucional.

J.M.C.U.: ¿cuáles son sus opiniones o comentarios sobre el Estado Colombiano, su diseño, la norma frente a su funcionamiento, el debilitamiento de sus instituciones?

H.P.M.: en el Estado colombiano el problema que los economistas neoinstitucionales denominan "de los costos de transacción" se ha vuelto predominante, es decir, en Colombia las personas tienen hoy dificultad para asegurarse, cuando hacen un negocio o toman una decisión, de que las consecuencias van a ser las previstas en las normas y de que podrán exigir que se hagan efectivos sus derechos. Así no hace negocios nadie, ni hay país que funcione.

El aumento de los "costos de transacción" se debe al colapso del sistema judicial y al colapso del orden público policivo en el país. Hay una decadencia del contrato como institución privada y como institución social. Los acreedores no saben si van a recuperar sus préstamos, porque los deudores pueden decir que pagar es contrario a algunos de sus derechos fundamentales y pronto la Corte Constitucional les compra la teoría; el arrendador no puede lanzar al arrendatario incumplido, porque recibe amenazas de muerte; el Tribunal Administrativo de Cundinamarca se demora ocho meses en notificar una demanda a un ministro, y el Consejo Regional de la judicatura dice que eso es excusable...

Los senadores y representantes dejan de ejercer sus cargos en forma temporal, para que otras personas completen requisitos para pensiones de jubilación. Los fiscales y los alcaldes renuncian antes de cumplir sus periodos, para buscar más altos destinos... La guerrilla destituye las autoridades civiles y tiene capacidad de cumplir sus amenazas, mientras que el Estado no puede hacer realidad sus garantías. Se incumplen todos los compromisos, y nadie parece tener instrumentos de voluntad para hacerlos respetar. Es indispensable que el contrato social vuelva a merecer confianza, a ser exigible y que se respete, de nuevo, la `santidad´ de los contratos privados.

J.M.C.U.: pero entonces, ¿es que el Estado está en crisis en su concepción y en su aplicación o es la sociedad?

H.P.M.: no es la concepción del Estado colombiano lo que está en crisis aunque, por supuesto, los detalles de nuestra arquitectura estatal podrían ser mejores; pero esa concepción es similar a la que se encuentra en cualquier otro país occidental contemporáneo. El problema es cultural y de administración: los colombianos hemos desarrollado una serie de valores y antivalores, que llevan a que no tomemos en serio todas las cosas que están dichas en la Constitución y en las leyes, y las autoridades no hacen un esfuerzo real para hacerlas cumplir. Personas que deberían haber cuidado las instituciones en las que han prestado servicios, las han manejado de mala manera y las han llevado a perder legitimidad; basándose en ello el país parece haber desarrollado un complejo de culpa, que lo lleva a ser tolerante con la violación de la ley, y a mirarlo como un instrumento de represión y no de convivencia. La gente bloquea una carretera y el ministro encargado del orden público pregunta qué quieren para desbloquearla; hace compromisos imposibles de cumplir y no recibe censuras, sino aplausos, por su "habilidad política".  La repetición del bloqueo será problema de otro ministro... A todo lo anterior se une el hecho de que no hemos organizado el gasto público en forma adecuada para atender las necesidades de la guerra contra el narcotráfico y la guerrilla; hemos querido pasar por alto las dimensiones fiscales del conflicto.

J.M.C.U.: eso nos lleva a otro tema que es la región del Estado y el derecho.

H.P.M.: una de las razones de ser del Estado consiste en crear el derecho; el mercado no puede reemplazarlo en eso. Todo el derecho positivo viene del Estado, y todo tiene el propósito de facilitar la convivencia. Por eso no termino de entender la división entre derecho privado y derecho público: creo que todo el derecho es público, del Estado. Pero, al mismo tiempo, éste tiene que crear un mecanismo de coacción judicial para que se cumpla; el mercado no puede suplirlo tampoco en esa tarea. El estado puede desentenderse de más de una de las funciones que se le atribuyen hoy, pero no puede desentenderse de ésas, que son fundamentales. Estado y derecho son conceptos inseparables.

J.M.C.U.: hablemos de su obra que es básicamente de economía y derecho constitucional. ¿Cómo podría sintetizar su idea fundamental?

H.P.M.: considero que lo fundamental en mis trabajos académicos es el empeño de mostrar la estrecha relación que existe entre ciertos problemas jurídicos y los problemas económicos principales; en resaltar las enormes limitaciones que enfrenta la metodología tradicional de trabajo jurídico para analizar los problemas sociales, y en mostrar cómo la economía y la ciencia política, respaldadas por comprobaciones empíricas, permiten tratar mejor que el derecho tradicional los grandes temas sociales. He procurado insistir en que los legisladores y los juristas deben aprovechar ese nuevo conocimiento cuando se trata de crear derecho, o de interpretarlo y aplicarlo. Mi empeño no es, por supuesto, original: en el mundo hay cientos de personas estudiosas que trabajan con esa o parecida convicción.

Los juristas hemos perdido tiempo en especulaciones retóricas para precisar ciertos conceptos alrededor de los cuales se organizan las sociedades humanas: justicia, bien común, servicios públicos, propiedad, soberanía, intervención del Estado. Los economistas en cambio, han desarrollado explicaciones lógicas, con base empírica, que nos permitirían quizá dar a aquellos conceptos un alcance más preciso y operativo. Pienso en el desarrollo que han hecho acerca de conceptos como eficiencia, y acerca de las relaciones entre ésta y la distribución del ingreso. Los economistas han analizado mejor que los abogados la estructura de los contratos, la distribución de riesgos que implican y las ventajas que las partes obtienen al contratar, aunque en verdad uno no puede dejar de admirar instituciones de los juristas romanos. Los economistas entienden mejor que muchos expertos en derecho público los cuáles son los costos u las ganancias que las personas y los países tienen en virtud del comercio y de las relaciones internacionales; así como la naturaleza económica de la propiedad, lo que puede esperarse del mercado y lo que el mercado no será capaz de proporcionar a la sociedad. Al mismo tiempo, economistas y politólogos han desarrollado modelos empíricos para entender la conducta de los funcionarios públicos y la forma como se toman decisiones en los organismos colegiados. Estoy seguro de que los antiguos debates jurídicos serán más interesantes y productivos en la medida en que aprovechen el trabajo de economistas y politólogos.

La metodología del trabajo jurídico tradicional nos ha llevado durante siglos a crear e interpretar el derecho a base categorías ideales, religiosas o morales; los juristas del futuro tendrán que ser más humildes y valorar más el conocimiento de los fenómenos sociales, obtenido en metodologías de trabajo distintas, de mayor contenido empírico. La idea fundamental de mi trabajo consiste en que el jurista debe aprovechar esos conocimientos y hacerlos propios, para que la creación de las normas y su interpretación sirva al ideal de la eficiencia, enmarcado en la elección libre de los valores que la comunidad adopte en materia de creación de bienes públicos, de rechazo a los actos que ocasionan "externalidades sociales negativas" y de distribución del ingreso y la propiedad.

J.M.C.U.: ¿qué le recomendaría a un gobernante?

H.P.M.: a los gobernantes hay que insistirles en ciertas ideas económicas básicas: que los recursos son limitados, que toda decisión implica costos y que Colombia, pese a ser un país maravilloso y una tierra de leones, no va a cambiar el modo de pensar y de comportarse de los comerciantes, los inversionistas y los políticos del resto del mundo. Es sorprendente cómo estas ideas tan sencillas encuentran un rechazo instintivo en las personas que ejercen el poder. Hay que recomendarles además, tener la decisión de hacer en cada momento lo que, habiendo estudiado y meditado, crean correcto, sin dejar las cosas para después. Los gobernantes caen a menudo en la ingenua tentación de reducir los costos de una decisión y la aplazan, esperando `el momento oportuno´. Tales decisiones son al final más costosas, y los gobernantes terminan adoptándolas con menos libertad, con menos margen de maniobra.

J.M.C.U.: ¿qué autor o autores nacionales le han llamado la atención en materia de derecho constitucional y de economía, si existe la mezcla?

H.P.M.: Eduardo Wiesner Durán ha hecho trabajos fascinantes sobre economía neoinstitucional, y Salomón Kalmanovicz, Sergio Clavijo, Alberto Carrasquilla, Roberto Steiner y Mauricio Rubio han analizado, desde una perspectiva económica, varios problemas constitucionales. Entre los juristas, Alfredo Lewin, Emilio José Archila, Juan Camilo Restrepo, Alfonso Miranda Londoño, Mauricio Plazas Vega, Jorge Enrique Ibáñez, y Luis Fernando López Garavito han hecho aportes valiosos para explicar el funcionamiento de la economía desde la perspectiva de las normas constitucionales.

J.M.C.U.: Y de solo derecho constitucional, alguno que lo haya influido, que le haya gustado...

H.P.M.: bueno, la verdad es que en Colombia no hay muchos libros de derecho constitucional: hay textos muy elementales o monográficos y, por su misma estructura, no son ambiciosos. Hay excepciones: Germán Cavelier; usted, Juan Manuel, y Manuel José Cepeda han publicado varios trabajos notables. A veces se escriben buenos artículos y buenas monografías (Rodrigo Uprimny es promisorio) o se oyen cosas interesantes en conferencias, pero no es fácil pensar en un libro colombiano sobresaliente sobre derecho constitucional. Hernando Yepes Arcila, que se graduó con una tesis muy buena sobre la reforma constitucional de 1968, nos está debiendo un libro maduro sobre la Constitución de 1991. Lo mismo vale decir de Juan Carlos Esguerra. Para mi gusto, los juristas colombianos han sido mejores en tratar asuntos de derecho civil, comercial y procesal, que en el análisis del derecho administrativo y constitucional; la situación puede cambiar, sin embargo, en los próximos años.

Abrigo la ilusión de creer que mis ideas constitucionales todavía están en formación, porque percibo que hay infinidad de asuntos que ignoro o no comprendo bien.  Pero en cuanto al largo camino recorrido, debo decirle que entre los autores del siglo XX he disfrutado en particular con las Teorías del Estado Hans Kelsen y Herman Séller, con el libro de Hayek, The Constitution of Liberty; con el de Bertrand de Jouvenel, La Soberanía; con el de The Logic of Collective Action de Mancur Olson, con La teoría de la Constitución de Karl Lowestein; con The Economist and the Ethics of Constitutional Order de James M. Buchanam; con Institutions, Institutional Change and Economic Performance de Douglas C. North, y con The Economist of Justice y Economic Analysis of Law,  de Richard Posner.

J.M.C.U.: de tratado o de línea conceptual, por ejemplo Sáchica

H.P.M.: respeto y aprecio mucho a Sáchica, pero no hubiera querido recibir n mi enfoque metodológico es distinto al suyo.

J.M.C.U.: ¿qué recomendaría para una buena cátedra en la materia?

H.P.M.: es difícil hacer una buena cátedra en derecho constitucional si los alumnos no tienen, al mismo tiempo, acceso a disciplinas complementarias. Por lo pronto, la cátedra exigiría un trabajo intenso en el tema de interpretación de norma constitucional. Sobre este asunto no se ha trabajado bastante ni aquí ni, hasta donde llega mi información, en el resto del mundo. Se tiende a interpretar las normas constitucionales con los mismos criterios del Código Civil, con los que se interpretan las normas legales: pero hace falta una teoría más amplia, que reconozca la especificidad de aquéllas. Deberían, adoptarse como complemento, ciertas materias. Por ejemplo, una Historia de Instituciones, que analizara el influjo del derecho romano y del derecho canónico y de las ideas políticas inglesas, francesas y las de los formidables forjadores de la Constitución de los Estados Unidos; otra, sobre filosofía, centrada en la teoría del conocimiento y los valores, y otra sobre ciencia política y, en particular, sobre las motivaciones de la burocracia y de los grupos de presión. Por último, sería preciso un curso de microeconomía, orientado a mostrar cómo el mercado resuelve muchos de los grandes problemas económicos, y cómo no puede resolverlos todos. Quizá, enseñando bien esas materias, se podrían formar buenos constitucionalistas.

J.M.C.U.: ¿cómo es la relación o el problema Constitución–economía?

H.P.M.: hay varias escuelas de economistas cuyos trabajos se agrupan bajo el nombre común de Law and Economics, y entre los cuales hay múltiples ganadores de premiso Nobel (Coase, Hayek, Stigler, Buchanam, North), que se han dedicado a estudiar el influjo del derecho en la economía. Ellos explican cómo éste puede aumentar o reducir los "costos de transacción" en el sistema económico y, por lo tanto, facilitar o dificultar que una sociedad alcance la eficiencia, esto es, que utilice al máximo los recursos disponibles para satisfacer los deseos de sus miembros, dada una cierta distribución del ingreso y de la riqueza. Parte del derecho es, por supuesto, el que organiza y define la forma de funcionar de ciertas instituciones constitucionales. Gracias a los trabajos de Law and Economics es posible imaginar un orden constitucional diseñado para alcanzar la eficiencia en una sociedad de personas libres, que según sus valores y su ética escogerían gobiernos que procurarían hacer realidad sus ideas sobre igualdad en los diversos órdenes, y sobre la proporción en la que el gobierno y el mercado deberían participar al proveer los bienes y servicios que se pueden alcanzar con los recursos disponibles.

El desafío, desde el punto de vista jurídico, consiste en encontrar cómo la ciencia del derecho puede acoger mejor los resultados de esos análisis y complementarlo desde un ámbito propio.

J.M.C.U.: hablemos de la relación entre Constitución y política, tema sobre el que también tiene experiencia.

H.P.M.: la relación entre los temas es íntima; toda Constitución trata de resolver los principales problemas políticos. La Constitución es el instrumento normativo que utilizamos, en las democracias, para tener certidumbres acerca de cómo repartir dos bienes escasos: poder y libertad.

J.M.C.U.: ¿cómo ve la relación control constitucional–Corte Constitucional?

H.P.M.: no se tiene Constitución en un país sino cuando, de verdad, existen mecanismos de control constitucional sobre el Congreso, incluso cuando actúa como constituyente, y sobre el gobierno. El concepto control constitucional es, para mí, inseparable del de Constitución. En esto he creído toda la vida y, como relaté antes, una de las audacias de mis mocedades fue la de presentar ante la Corte Suprema de Justicia una demanda de inconstitucionalidad contra una reforma constitucional, algo que en los años sesenta era escandaloso y sin precedentes, así hoy sea asunto que los colombianos miramos como obvio.

El problema que me planteo hoy consiste en cómo establecer un control constitucional sobre el contralor de constitucionalidad.

J.M.C.U.: bueno, pero ¿necesariamente ese control debe estar en una Corte?

H.P.M.: creo que la facultad de control debe residir en un cuerpo judicial, esto es, reconocer que en cada momento la Constitución es una norma y no, simplemente, una decisión política casual. Pero no considero que esa Corte debe estar compuesta por magistrados especializados en derecho constitucional, porque su función no es hacer academia, sino expresar las múltiples experiencias que la comunidad tiene con las diversas manifestaciones del orden jurídico.

J.M.C.U.: ¿entonces no debe ser una especialidad sino una generalidad?

H.P.M.: exacto, no deberíamos tener una Corte Constitucional; pero deberíamos encargar de ese control a un organismo como la Corte Suprema de Justicia, compuesta por expertos en varias ramas del derecho, para definir qué es, frente a cada problema concreto, la Constitución.

J.M.C.U.: ¿una especie de Senado?

H.P.M.: una corte como la que teníamos antes de 1991, con una sala de especialistas. La idea de una corte de especialistas en derecho constitucional es un poco pretenciosa; se debería buscar que la Corte, al ejercitar su control, acogiera interpretaciones constitucionales que produjeran la mayor cantidad de consensos. El propósito del control constitucional no debe ser alcanzar originalidad, sino consensos amplios, porque la Constitución tiene que ser el más amplio de los consensos sociales.

Hugo Palacios Mejía, muchas gracias.

Bogotá, 21 de julio del 2202, revisada por el entrevistado.

Nota: Esta entrevista hace parte de un trabajo más amplio, que compende a otros autores y que busca presentar la disciplina como diversas experiencias personales.