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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.7 no.spe Bogotá Aug. 2005

 

Verdad, justicia y reparación en Argentina, El Salvador y Sudáfrica. Perspectiva comparada

Truth, justice and reparation in Argentine, El Salvador y South Africa. Comparative analyses

Ethel Nataly Castellanos Morales1

1Docente de la Escuela de Ciencias Humanas de la Universidad del Rosario, docente Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia. Bogotá-Colombia.

Recibido: mayo 16 de 2005 Aprobado: junio 14 de 2005


RESUMEN

En el siguiente trabajo presentaré un ejercicio comparado —una comparación estructuralmente focalizada— sobre lo que ha sucedido en algunos países del mundo en cuanto a la implementación del derecho a la justicia. Con esta brevísima descripción intento mostrar los problemas que plantean los procesos de transición, cómo se ha presentado su aceptación o rechazo por parte de los nacientes gobiernos, ávidos de legitimidad, y cómo se han manifestado las víctimas y la sociedad, en general, frente a las fórmulas de justicia propuestas, pues, éstas casi siempre han sido vistas como un obstáculo en el camino hacia la democracia. Pretendo enfatizar, entonces, en la importancia de utilizar el diálogo ante la necesidad de conciliar el pragmatismo propio de la política con la protección de los derechos humanos. A pesar de ser un tema estudiado en varias ocasiones, lo que procuro es extraer unas conclusiones que eventualmente sean aplicables al caso colombiano.

Palabras clave: Verdad, justicia, reparación, transición democrática, Argentina, El Salvador, Sudáfrica, responsabilidad política, derechos humanos.


ABSTRACT

In this article, I will briefly make comparative analysis of the experience of three countries that have made processes of transitional justice. After this outlining, I intend to show some of the problems that new democratic regimes have to deal with, such as: the form that new governments deal with the processes of transitional democracies, and the reactions of the victims and societies toward the mechanisms used by these governments. I examine the importance of democratic participation in processes of transitional justice as a way to avoid pragmatic measures and to protect the human rights of the people. I finish with some conclusions to be applied to the Colombian case.

Key words: Truth, justice, reparation, democratic transition, Argentine, El Salvador, South Africa, political responsibility, human rights.


En el siguiente trabajo presentaré un ejercicio comparado —una comparación estructuralmente focalizada2— sobre lo que ha sucedido en algunos países del mundo en cuanto a la implementación del derecho a la justicia.3 Con esta brevísima descripción intento mostrar los problemas que plantean los procesos de transición,4 cómo se ha presentado su aceptación o rechazo por parte de los nacientes gobiernos, ávidos de legitimidad, y cómo se han manifestado las víctimas y la sociedad, en general, frente a las fórmulas de justicia propuestas, pues, éstas casi siempre han sido vistas como un obstáculo en el camino hacia la democracia. Pretendo enfatizar, entonces, en la importancia de utilizar el diálogo ante la necesidad de conciliar el pragmatismo propio de la política con la protección de los derechos humanos. A pesar de ser un tema estudiado en varias ocasiones, lo que procuro es extraer unas conclusiones que eventualmente sean aplicables al caso colombiano.

Esta perspectiva es útil con el fin de mostrar la necesidad de una permanente evaluación de estos procesos, pues, se ha hecho evidente que, hasta ahora, la medida para establecer y sancionar las violaciones ha dependido de los gobiernos y su buena voluntad para obrar con diligencia. De lo anterior, han surgido una serie de movilizaciones provenientes de diversos sectores de la sociedad que, de una u otra manera, han logrado posesionar el tema en el debate internacional, a pesar de que en algunos países han transcurrido varios años desde la supuesta terminación del proceso de transición.

Considero que las decisiones en justicia transicional no consisten solamente en asegurar los resultados deseados por ciertos sectores de la sociedad, incluyen, también, el socializar nuevas normas y construir instituciones que sean acogidas. En ese sentido, el análisis de lo ocurrido en algunos países revela indicadores importantes para conquistar la paz y mantenerla. Por ello creo que sus experiencias delimitan un marco dentro del cual obrar para consolidar democracias, sin descuidar las posibilidades de reparar errores y establecer límites a las políticas de responsabilidad aplicables de acuerdo con lo vivido en cada país. En mi opinión, es necesario otorgar plena justicia, y cuando ello no es posible por fuerza mayor u otras consideraciones, la segunda opción es hacer el máximo esfuerzo para descubrir y difundir la verdad, con la obtención de testimonios autorizados acerca de crímenes y violaciones de derechos humanos.

La justicia transicional involucra los escogimientos hechos y la calidad de la justicia otorgada por nuevos líderes que llegan al poder en Estados que han sido golpeados por una dictadura o un conflicto armado. En estos casos, los gobiernos y la sociedad en general se enfrentan con las dudas sobre la adopción de políticas dentro del nuevo régimen, con las diversas percepciones del conflicto, con las demandas y esperanzas de la sociedad, así como con el miedo, no sólo a lo nuevo, sino a saber la verdad. Pero, al tiempo, se exige reconciliación y garantía de una democracia duradera.

Este texto pretende mostrar que, incluso desde el realismo político —que siempre se esgrime como argumento para denegar justicia o hacer el menor esfuerzo posible para alcanzarla—, la verdad y la justicia son deseables porque a la larga permiten la existencia de la democracia, condición necesaria para la subsistencia de los gobiernos que asumen el poder luego de una dictadura o de un proceso de paz. Por ello, es errada la actitud de variados sectores que ven en estos intentos por romper el círculo de la impunidad, una amenaza a la democracia, como si alguien quisiera una democracia sin igualdad y sin ley, o como si ésta pudiera existir con estos rasgos sin contradecir su propia definición. Pero, la decisión es propia de los pueblos y sus gobiernos, quienes deben determinar las políticas aplicables, dentro de ciertos límites.

Puede considerarse que los regímenes de transición no son muy competentes ni imparciales, dadas las presiones a que se ven sometidos, sin embargo, la justicia es una meta política que usualmente cuenta con un fuerte respaldo social; desafortunadamente, parece ser que el apoyo se encuentra en sectores poco influyentes, el temor agobia la movilización, o, simplemente, no se considera el asunto como relevante, pues, como ha sucedido en algunos Estados, no se obtienen los resultados esperados por ciertos sectores. En fin, son múltiples los asuntos alrededor de los procesos de transición y la presentación de casos permite ver la posibilidad fáctica con la que contaban los gobiernos al momento de tomar decisiones que, de una u otra manera, siempre serían criticadas, y el impacto que ellas tuvieron en la sociedad.

De acuerdo con lo dicho, en este trabajo se pretende presentar un panorama general sobre los procesos de paz o de transición que se han llevado a cabo en Argentina, El Salvador y Sudáfrica. La selección de estos países se debe al reconocido impacto nacional e internacional de sus conflictos o regímenes dictatoriales, la trascendencia de sus procesos, la variedad de políticas y las interesantes diferencias que se han presentado, a pesar de haber acogido mecanismos aparentemente similares como forma de llegar a la democracia. Así, Argentina fue la dictadura del cono sur con más avances en el derecho a la justicia.

El Salvador, enfrentó un proceso de paz luego de un conflicto armado interno prolongado y crudo, con algunas similitudes al conflicto colombiano. La experiencia de Sudáfrica muestra que un conflicto totalmente diferente a los demás, brutal y prolongado, puede tener salidas, incluso es el mejor ejemplo en cuanto al diseño de un proceso paz y reconciliación que hasta ahora, a mi juicio, conocemos, aunque sus mecanismos son perfectibles.

Estudio comparado, notas metodológicas

El estudio se realizará de acuerdo con una división de los acontecimientos en varias etapas entendidas así: la etapa previa se refiere a la situación anterior a la firma de los acuerdos de paz o al retorno del gobierno civil según sea el caso; la etapa nuclear del proceso corresponde al periodo comprendido entre el acuerdo de paz o el retorno al gobierno civil y el límite establecido por cada país para llevar a cabo su transición, es decir, el tiempo previsto para la labor de las comisiones o para acudir al aparato judicial, y, la etapa posterior, va desde el límite mencionado hasta la actualidad. En cada etapa serán consideradas diversas variables de acuerdo con las cuales se realizará una evaluación según lo que algunos organismos, autores y partícipes de los procesos hayan percibido de los mismos.

En la etapa previa se considerará, en cada país, la clase de situación vivida, el recuento de los actores del conflicto y su incidencia en el mismo como dominantes o dominados, el grado de intervención de agentes internacionales en el conflicto —como colaboradores de algún bando o eventuales mediadores—, la actividad de la sociedad y la duración del gobierno no institucional o del conflicto. En la etapa llamada de desarrollo del proceso, se presentará el desenvolvimiento de los hechos en cada país. Para ello, se examinarán, principalmente, los siguientes aspectos: los mecanismos propuestos, el funcionamiento de las comisiones y las leyes de amnistía que se presentaron, el grado de intervención de agentes internacionales, la actividad de las organizaciones civiles y el comportamiento de los antiguos actores del conflicto. En este punto debe tenerse presente un rasgo común en todos los procesos analizados: la existencia de comisiones de la verdad.5 En la etapa posterior, será descrita la situación de estos países cuando se suponían terminadas las transiciones.

Breve resumen histórico de los tres países comparados6

1. Argentina

1.1. Etapa previa

En Argentina, durante 1975, se produjeron toda una serie de acontecimientos que determinaron que los responsables militares, con la ayuda de las fuerzas policiales, servicios de inteligencia y el apoyo de grupos civiles, decidieron derrocar a la presidenta, María Estela Martínez de Perón, diseñar, desarrollar y ejecutar un plan de desaparición y eliminación sistemática de personas. Para conseguir esta finalidad proyectada desde la cúpula del poder militar, a lo largo de 1975 y durante los tres primeros meses de 1976, cuando todavía existía formalmente un régimen democrático constitucional, fueron implementadas varias acciones por medio de organizaciones paramilitares como la Triple A.

Estos grupos actuaban contra organizaciones revolucionarias violentas como los Montoneros o el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y contra ciudadanos en general en forma indiscriminada, dándoles muerte en cualquier sitio que fuera idóneo para generar una sensación de desastre y terror generalizado que justificara el advenimiento del poder militar. Una vez conseguida la sensación de desastre institucional y social, la presidenta fue presentada como incapaz para dirigir el país. Cuando ella aceptó la situación, permitió de facto que los militares dirigieran el tema y dieran cobertura legal a la represión. Fue dictado, entonces, el decreto 281 de 5 de febrero de 1975, que estableció una estructura funcional para todos los organismos de inteligencia y autorizó al Ejército de Tierra a ejecutar las operaciones necesarias para neutralizar a los subversivos en la provincia de Tucumán.

La orden secreta del 5 de febrero de 1975, del general Jorge Rafael Videla, dio luz verde a las operaciones de represión en esta provincia con el llamado Operativo Independencia, que inició el 9 de febrero de 1975. Esta cobertura se consumó con los decretos que firma el presidente interino Ítalo Luder, el 6 de octubre de 1975, a instancia de los responsables militares —quienes, de hecho, gobernaban el país—. Fue constituido el Consejo de Seguridad Interior y el Consejo de Defensa, y se dispusieron los medios necesarios para eliminar los elementos subversivos en todo el territorio nacional. A partir de aquella fecha, los responsables militares máximos del ejército, policía y servicios de inteligencia ultimaron los preparativos para la toma del poder y el desarrollo a gran escala del plan de eliminación y desaparición sistemática de personas, clasificándolas bien por su profesión, adscripción ideológica, religiosa, sindical, gremial o intelectual entendiendo que podían desarrollar o participar en actividades terroristas.

Posteriormente, en forma violenta imponen desplazamientos forzosos de un significativo número de personas, con el fin de evitar todo contacto con su grupo nacional o familiar, y el descubrimiento de la situación por organismos internacionales. Es así como los ciudadanos argentinos y la comunidad internacional desconocen la existencia de aquellos trescientos cuarenta campos de concentración, la tortura y el exterminio, los enterramientos en fosas comunes, los lanzamientos de cadáveres desde aeronaves —conocidos como "vuelos de la muerte"—, las violaciones y secuestros de más de nueve mil personas —aunque algunos estudios elevan el número de veinticinco mil hasta treinta mil personas—, el saqueo de bienes y enseres, la rapiña y, por último, la sustracción y consecuente desaparición de más de quinientos recién nacidos que fueron arrebatados a sus madres al ser detenidas, o extraídos del vientre materno, antes de dar muerte a las mismas, los que entregaban en adopción o alteraban su estado civil al simular sus nacimientos por medio de partidas de nacimiento falsas, como hijos de las esposas de los represores, consiguiendo, con ello, la pérdida de identidad familiar.

Con todo, los partidos políticos guardaron silencio ya fuera por temor o porque consideraban que las acciones de las fuerzas armadas eran oportunas. A pesar de ello, se presentó una de las manifestaciones más admirables de parte de la sociedad civil: las manifestaciones de las Madres de la Plaza de Mayo. En plena dictadura, el sábado 30 de abril de 1977, las Madres de Plaza de Mayo, encabezadas por su fundadora, Azucena Villaflor —después secuestrada y desaparecida por las fuerzas armadas—, hicieron su primera aparición. De allí en adelante pasaron a reunirse todos los jueves a las tres y media de la tarde. Desde ese día, las Madres decidieron romper el silencio y gritarle a la Junta Militar, a los grupos económicos, a la prensa indiferente, a los secuestradores y torturadores del régimen, que estaban allí, y querían saber qué había pasado con sus hijos. Así, bajo esta simbólica presión, transcurrieron muchos años hasta que la situación para los militares fue insostenible.

Tras su fracaso en la política económica, y la derrota en la guerra de Las Malvinas, además del repudio internacional por sus graves violaciones a los derechos humanos, a fines de 1983 los militares argentinos se vieron forzados a devolver el poder a los civiles. Previendo eventuales problemas, el 22 de septiembre de 1983 fue promulgada la ley de Autoamnistía 22924, con la firma del presidente de facto, Reynaldo Bignone. Con ésta, se olvidaban los delitos llevados a cabo con motivación o finalidad terrorista o subversiva desde el 25 de mayo de 1973 hasta el 17 de junio de 1982, así como todos los hechos de naturaleza penal realizados en el marco de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas actividades terroristas o subversivas.

La norma extinguía los delitos aberrantes que los agentes del terrorismo de Estado cometieron a partir de 1976. Tres meses después, ya restablecidas las instituciones democráticas, el Congreso de la nación derogó esta ley por inconstitucional, y la declaró nula. Posteriormente, con la ley 23492 (conocida como ley de Punto Final) se fijó un plazo de sesenta días para la extinción de las sanciones penales por crímenes cometidos en ocasión de la llamada guerra sucia. La ley 23521 (ley de Obediencia Debida) creó la presunción irrebatible a favor del personal militar que cometió crímenes de haber actuado en virtud del deber de obediencia, eximiéndolos de responsabilidad penal. Argentina siempre ha expresado que los anteriores fueron actos de órganos democráticos fundados en la urgente necesidad de reconciliación nacional y consolidación de un régimen democrático.

Pero, la realidad de esas normas debe analizarse considerando los hechos. El gobierno de turno (encabezado por Raúl Alfonsín) intentó aprovechar el consenso que había logrado en las urnas para adoptar una serie de medidas tendientes a democratizar las fuerzas armadas. Como era de esperarse, las medidas de castigo a las violaciones a los derechos humanos cometidas en el pasado generaron la oposición de los afectados.

La existencia de serias diferencias entre el jefe del Estado Mayor General del Ejército, general Jorge Arguindegui, y el ministro de defensa, Raúl Borrás, desembocó en la primera crisis militar de la gestión de Alfonsín, que estalló en julio de 1984 y provocó el reemplazo de Arguindegui por el general Ricardo Gustavo Pianta. Como este cambio no resolvió las divergencias provocadas por la política militar del gobierno, una nueva crisis tuvo lugar en febrero de 1985, y, como consecuencia, el general Pianta fue, a su vez, reemplazado por el general Héctor Ríos Ereñú, uno de los oficiales más próximos a la administración. Este cambio incluyó, además, el retiro de varios generales vinculados al proceso militar. Por otra parte, el gobierno de Alfonsín tomó numerosas medidas para crear un marco jurídico que diera pie al inicio de los juicios a los miembros de la cúpula militar, y que, a la vez, actuara como disuasivo de cualquier intento futuro de violación a los derechos humanos.

Tras el juicio a la cúpula militar, en diciembre de 1985, quedó por resolver el problema de la responsabilidad de los subordinados en los actos de represión y violación de los derechos humanos, dado que el punto treinta de la sentencia ordenó continuar los juicios contra los acusados. Tanto el presidente Alfonsín como el ministro de defensa José Horacio Jaunarena, temieron que la extensión en el tiempo y en la cantidad de casos a ser juzgados terminara provocando un alzamiento militar. Influido por las sugerencias de Jaunarena y ante la multiplicación de juicios en tribunales de todo el país, el presidente Alfonsín decidió impulsar la ley de Punto Final al enjuiciamiento de los militares. Así, se impartieron, a través del Ministerio de Defensa, instrucciones al fiscal general de las fuerzas armadas para promover la aceleración de los juicios, el agrupamiento de las causas y la acusación de los subordinados sólo cuando éstos hubieran tenido capacidad decisoria o hubiesen incurrido en la ejecución de hechos aberrantes.

Pero, pocos días después de la promulgación, las Cámaras de la Justicia Federal, tradicionalmente lentas, aceleraron las causas pendientes para impedir los efectos de la nueva ley antes de que expirara el plazo de sesenta días fijado por ésta para su entrada en vigencia. Como consecuencia, a casi un mes de operado el vencimiento del término legal, el número de oficiales encausados se multiplicó hasta alcanzar la cifra de 400, de los cuales el 30% estaban en servicio activo. La ley de Punto Final lejos de frenar los enjuiciamientos, los aceleró, lo que produjo una creciente tensión entre los cuadros intermedios de la oficialidad y los altos mandos, que estalló en los sucesos de Semana Santa de abril de 1987.

Asimismo, esta ley no logró cerrar las heridas abiertas entre militares y sociedad civil, y colocó, además, al gobierno en una incómoda situación: la administración de Alfonsín fue atacada tanto por los sectores de izquierda —que lo acusaban de claudicar frente a la presión militar y de favorecer la impunidad— como por los sectores de derecha que acusaron al gobierno de ser un instrumento de la venganza terrorista contra las fuerzas armadas.

Estos sucesos fueron conocidos como el motín carapintada de Campo de Mayo, encabezado por el teniente coronel Aldo Rico. El detonante del conflicto fue la negativa de un militar activo, el mayor Ernesto Barreiro, a concurrir a los estrados judiciales. Éste se refugió en el Regimiento XIV de Infantería en La Calera (Córdoba), y, desde ese momento, oficiales de diversos puntos del país (aproximadamente 250) se acuartelaron y exigieron el cambio de toda la cúpula del Ejército.

El jefe del Estado Mayor del Ejército, general Ríos Ereñú, ordenó avanzar para reprimir las tropas rebeldes. La lentitud con la que procedieron las tropas leales al gobierno fue un síntoma de que la oficialidad media, de subtenientes a tenientes coroneles, estaba a favor de Rico y se resistía a cumplir las órdenes del titular del Ejército. Finalmente, pudo superarse la situación, pero fueron fuertes las presiones al gobierno y sus vínculos con las leyes de perdón. No se tuvo en cuenta que el Estado argentino era miembro de organizaciones internacionales cuyas cartas constitutivas consignan el respeto a los derechos de la persona humana, además, era parte de la Convención para la Prevención del crimen de Genocidio, la Convención 87 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) relativa a la libertad sindical, entre muchos otros.

1.2. Desarrollo del proceso

Como ya se había mencionado, las leyes se ocuparon de extinguir la posibilidad de sancionar a personas con rango menor a coronel, y otros que no fueran jefes de cuerpos de seguridad que obraron siguiendo órdenes, aunque se condenaron a oficiales de altos rangos. Al inicio del gobierno Alfonsín, las autoridades civiles procesaron a los nueve comandantes generales de las fuerzas armadas del llamado Proceso de Reconstrucción Nacional: generales Jorge Rafael Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri; los brigadieres Orlando Agosti, Omar Graffigna y Basilio Lami Dozo, y los almirantes Emilio Massera, Armando Lambruschini y Jorge Isaac Anaya. Se consideró que en su condición de jefes supremos conocieron e impulsaron los planes de exterminio de los presuntos subversivos.

Alfonsín ordenó procesar judicialmente a nueve ex comandantes del Ejército, la Armada y la Fuerza Aérea, pero confió la tarea al Consejo Supremo de las fuerzas armadas. El ex presidente Reynaldo Bignone fue encarcelado, acusado de ordenar el secuestro de dos soldados conscriptos, cuando era director del Colegio Militar. También se encarceló al almirante Chamorro, por su actuación como jefe del campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada (Esma), al general Ramón Camps, por haberse jactado de su participación en miles de casos de desapariciones políticas, y al ex comandante del primer cuerpo del Ejército, general Guillermo Suárez Masón. Posteriormente, algunos comandantes convictos fueron perdonados durante el gobierno de Carlos Menem.

Argentina creó luego una comisión de la verdad. La creación de la misma se convirtió en una necesidad debido a que el poder judicial podría ser un apéndice del poder ejecutivo, y sería muy cuestionable su capacidad para juzgar independientemente los crímenes de los agentes del Estado. Así, la búsqueda de la verdad en Argentina surgió como un proceso legal —pues la comisión se creó a través de un decreto presidencial— derivado de la presión de grupos defensores de los derechos humanos y de la sociedad civil, donde se destaca el impacto de grupos como las Madres de la Plaza de Mayo, y sus funciones se confiaron a un grupo de nacionales argentinos.

Las intenciones eran buenas, la comisión de la verdad, llamada Comisión Nacional para la Investigación sobre la Desaparición de Personas (Conadep), se encargó de investigar las violaciones a los derechos humanos ocurridas entre 1976 y 1983, periodo de las dictaduras militares.

Conadep nació por medio del decreto ley 187 de 15 de diciembre de 1983, su periodo de investigación fue de nueve meses. Estaba compuesta por: Ernesto Sábato (escritor), Jaime de Nevares (obispo de Neuquén), Marshall Meyer (rabino judío), Ricardo Colombres, René Favarolo, Hilario Fernández Long, Carlos Gattinoni (obispo metodista), Gregorio Klimovsky, Eduardo Rabossi, Magdalena Ruiz de Guiñazu, Santiago Marcelino López (diputado), Hugo Diógenes Piucill (diputado) y Horacio Hugo Huarte (diputado). Este organismo no publicó los nombres de los responsables de violaciones a los derechos humanos, aunque en cada caso pasaron los antecedentes a la justicia para indagaciones ulteriores. El gobierno tuvo que superar conflictos en el Congreso, donde la tendencia mayoritaria era asignar las investigaciones sobre los desaparecidos a una comisión interna. Era tanto el temor a los militares, que el Senado no cumplió con designar sus tres representantes para la Conadep, como sí lo hicieron los diputados. Como se puede ver, desde el inicio de su trabajo, la Conadep enfrentó muchas dificultades, las cuales pudo superar gracias al apoyo decidido de las entidades nacionales e internacionales de derechos humanos.

Es notable la actitud de este organismo; por ejemplo, gracias al empeño de Ernesto Sábato y la presión de los organismos de derechos humanos, algunos miembros tuvieron la posibilidad de viajar al extranjero y recibir denuncias de los exiliados. Las repercusiones del trabajo de la Conadep en los periódicos y la televisión europeos animaron a muchos exiliados a cooperar con las investigaciones. Conforme la Conadep avanzaba en sus investigaciones, sus miembros fueron insultados y amenazados por los antiguos agentes de la represión, que los acusaron de activar los odios y resentimientos, impedir el olvido y no propiciar la reconciliación nacional.

Al culminar su periodo, durante el que se reunieron más de 50.000 páginas de testimonios y denuncias, la Conadep publicó su informe, en noviembre de 1984, con el título Nunca más. Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Allí, dio cuenta de la desaparición de 8.960 personas, según denuncias debidamente documentadas y comprobadas. La Conadep dejó abierta la posibilidad de que el balance final de las víctimas aumentara, pues muchos otros casos quedaron en la etapa de investigación y verificación de los datos, por lo que la cifra de desaparecidos no puede considerarse definitiva.

Según el informe, el 80 % de las víctimas de los militares argentinos tenían entre 21 y 35 años de edad. También señala que existían 340 centros clandestinos de detención, dirigidos por altos oficiales de las fuerzas armadas y de seguridad. Allí, los detenidos eran alojados en condiciones infrahumanas y sometidos a toda clase de vejaciones. También indicó que algunos de los métodos de tortura empleados no conocían antecedentes en otras partes del mundo.

La Conadep descubrió que entre los altos oficiales de las fuerzas armadas y la Policía, se estableció un pacto de sangre, que implicaba la participación de todos en las violaciones a los derechos humanos. A causa de esto, cuando algún miembro de esas fuerzas trataba de desobedecer un mandato criminal, pronto lo convertían en una víctima más. El informe Nunca más indica que miles de personas fueron exterminadas, y se destruyeron sus cuerpos para evitar su posterior identificación. También, la Conadep difundió una lista de 1.351 colaboradores —más no de los perpetradores— entre ellos médicos, jueces, periodistas, obispos y sacerdotes católicos que actuaron como capellanes de los militares y que tomaron parte en la guerra sucia. También, determinó que una isla que pertenecía a la Iglesia católica fue prestada al gobierno, para que los oficiales de la Marina la usaran como campo de concentración. Allí se trasladaba a los presos políticos, cada vez que las comisiones de las Naciones Unidas, la Organización de Estados Americanos (OEA), Amnistía Internacional o de otros organismos visitaban el país para investigar las graves denuncias de tortura.

En conclusión, Conadep no investigó autorías ni destinos de los desaparecidos, pero provocó el reconocimiento de lo que se había negado por varios años. La reconciliación fue entre el poder político y las fuerzas armadas —posiblemente a consecuencia de los recurrentes alzamientos militares durante el gobierno Alfonsín—, no participó la sociedad, por eso sigue reclamando. Fue así como, poco a poco, la población argentina fue conociendo de una manera más global los horribles sucesos que, en su debido momento, se negó a aceptar. "Tenemos la certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de nuestra historia, y la más salvaje", aseguró después la Conadep en su informe Nunca más. Pese a las investigaciones de la Conadep y las denuncias de los grupos de derechos humanos en Argentina, el Congreso ascendió a varios militares involucrados en secuestros, torturas y desapariciones forzadas.

La Conadep también tomó la iniciativa de presentar varias recomendaciones para prevenir, reparar y evitar la repetición de violaciones de los derechos humanos. Entre sus propuestas incluyó: la continuación de las investigaciones por la vía judicial, la entrega de asistencia económica, becas de estudio y trabajo a los familiares de las personas desaparecidas, y la aprobación de normas legales que declararan como crimen de lesa humanidad la desaparición forzada de personas. Igualmente, recomendó la enseñanza obligatoria de los derechos humanos en los centros educativos del Estado, civiles, militares y policiales, el apoyo a los organismos de derechos humanos y la derogatoria de toda la legislación represiva existente en el país.

Muchas de estas recomendaciones están aún pendientes de llevarse a la práctica, y la dolorosa verdad sigue aflorando, como un trauma colectivo que exige una terapia integral. Para terminar el debate sobre los miles de desaparecidos, las fuerzas armadas, en su Acta Institucional, manifestaron: "únicamente el juicio histórico podrá determinar con exactitud a quién corresponde la responsabilidad de métodos injustos o muertes inocentes", y que todas las acciones realizadas en la guerra constituyeron actos de servicio. Además, públicamente proclamaron su deseo de que los enemigos desaparecidos y muertos reciban el perdón de Dios.

Posteriormente, el ex capitán de la Armada (r) Francisco Scilingo, en declaraciones al periodista Horacio Verbitsky, en marzo de 1995, confirmó que cerca de 2.000 presos políticos de la dictadura fueron asesinados por oficiales de la Marina, quienes los arrojaron vivos al mar, después de haber sido drogados. Algunos altos representantes de la Iglesia católica conocían estos hechos, pero, en vez de tratar de impedirlos, apoyaron estos horribles crímenes. Scilingo afirmó que se encargaban de tranquilizar a los oficiales que participaban en tales crímenes. "El capellán de la ESMA [...] me hablaba que [el vuelo] era una muerte cristiana, porque [los presos] no sufrían, porque no era traumática, y que habla que eliminarlos; que la guerra era la guerra, que incluso en la Biblia está prevista la eliminación del yugo del trigal. Me dio cierto apoyo", declaró Scilingo.

1.3. Etapa posterior

Cuando se creía que el tema estaba clausurado, se reanudó el debate. Una de las varias causas reabiertas a raíz de las declaraciones de Scilingo se encuentra a decisión de la Corte Suprema de Justicia de la nación. En ella, el procurador general de la nación Nicolás Eduardo Becerra, emitió un dictamen favorable a la petición de que la Cámara Federal de la Capital asumiera su competencia y realizara diligencias para establecer el destino y paradero de los desaparecidos en dependencias del I Cuerpo del Ejército durante la guerra sucia.

La misma Cámara Federal, en peticiones similares referidas a la causa por los crímenes cometidos en la Escuela de Mecánica de la Armada, convocó a algunos testigos a prestar declaración con similar propósito. Las declaraciones de partícipes del terrorismo de Estado, así como el informe de Conadep han sido utilizados para realizar juicios contra los militares; las organizaciones de derechos humanos han invocado su contenido como hechos nuevos para solicitar la reapertura de las causas que tramitó el fuero penal. Siempre se mantiene el objetivo de identificar a los responsables y conocer las circunstancias y modo de desaparición. Pero, no sólo miembros aislados del Ejército iniciaron el reconocimiento de sus actos, tras el mea culpa de la Iglesia católica argentina, el Ejército, como cuerpo en cabeza del general Ricardo Brinzoni, pidió perdón por sus actos durante la dictadura. Muchos tribunales nacionales han participado del proceso reactivando las actuaciones en relación con hechos no comprendidos expresamente en la amnistía, aparte de las actuaciones en varios países europeos.

Pero, las expresiones de inconformidad no sólo se presentan al interior del país, pues el fenómeno ha alcanzado dimensiones internacionales. Ejemplo de ello es que el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, en resolución de 5 de abril de 1995, declaró que las leyes de amnistía son contrarias al pacto internacional de derechos civiles y políticos aprobados por el Congreso argentino el 17 de abril de 1986.

Recordemos que el gobierno trató de disminuir un poco las consecuencias de las leyes de amnistía y dictó, entonces, varias leyes de compensación: ley 23466, por la cual se le otorgan pensiones a familiares de desaparecidos; ley 24043 relativa a las indemnizaciones a personas que hubieran sido puestas a disposición del poder ejecutivo nacional, o siendo civiles hubiesen sufrido detención emanada de tribunales militares; el decreto 70 de 1991, por el cual se consagran beneficios a personas que hubieran iniciado procesos judiciales en razón de haber sido puestas a disposición del poder ejecutivo nacional durante el proceso de reorganización nacional, y el decreto 2591 de 1991 que da beneficios a personas cobijadas por el decreto 70 de 1991. A pesar de todo, la sociedad no olvidó que el efecto de las leyes de amnistía fue el de extinguir los enjuiciamientos pendientes contra los responsables por las pasadas violaciones a los derechos humanos evitando el acceso a la jurisdicción.

Los organismos internacionales tampoco ignoraban tal situación, incluso la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha concluido que las leyes de amnistía (23492 y 23521, y el decreto 1002 de 1989) son incompatibles con el artículo XVIII (Derecho a la justicia) de la Declaración Americana sobre derechos humanos y con los artículos 1, 8 y 25 de la Convención.

2. El Salvador

2.1. Etapa previa

El Salvador afrontó una guerra civil entre 1979 y 1991. Históricamente, un puñado de familias adineradas ha controlado la riqueza mientras la mayoría ha vivido en la pobreza. En los primeros años de la década de los setenta, el movimiento obrero y popular impulsó las luchas reivindicativas. Nacieron organizaciones guerrilleras, y la oposición legal que se unificó en la Unión Nacional Opositora (UNO) lanzó la candidatura de Napoleón Duarte para enfrentar a la del coronel Arturo Molina, del oficialista Partido de Conciliación Nacional, en las elecciones de febrero de 1972. El fraude dio el triunfo a este último.

En 1977, un nuevo fraude llevó a la presidencia al general Carlos Humberto Romero. Hubo grandes protestas, duramente reprimidas, con un saldo de siete mil muertos. El cierre de las alternativas políticas condujo al auge de los movimientos guerrilleros que comenzaron a coordinar sus acciones entre sí y con las fuerzas de oposición democrática. El 15 de octubre de 1979, asumió el gobierno una junta cívico-militar integrada por representantes de la socialdemocracia y la democracia cristiana. La falta de poder real no permitió a la junta controlar la represión contra los opositores, lo cual obligó a la renuncia de los civiles, que fueron sustituidos por el sector conservador de la Democracia Cristiana, conducido por Napoleón Duarte.

El 24 de marzo de 1980, el arzobispo de San Salvador, monseñor Oscar Arnulfo Romero, fue asesinado mientras oficiaba misa, en clara represalia por su permanente defensa de los derechos humanos. Al tiempo, las organizaciones político-militares se unificaron y establecieron una amplia alianza con los demás partidos y organizaciones sociales opositoras.

En octubre de 1980 fue creado el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), que agrupó a las cinco organizaciones político-militares que luchaban contra el régimen. El 10 de enero de 1981, el FMLN lanzó su ofensiva general y amplió sus acciones a la mayor parte del territorio. En agosto de 1981, los gobiernos de México y Francia suscribieron una declaración conjunta en la que reconocieron a la alianza Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional-Frente Democrático Revolucionario (FMLN-FDR) como una fuerza representativa del pueblo salvadoreño. El gobierno de Ronald Reagan trató la situación de El Salvador como un problema de seguridad nacional; intervino de manera directa en el conflicto y se constituyó en pilar militar y económico de la guerra contrainsurgente, llevada a cabo por las fuerzas armadas de El Salvador.

El 28 de marzo de 1982, por sugerencia de Washington, el régimen celebró elecciones para integrar una Asamblea Constituyente. Los rebeldes respondieron con una gran ofensiva, que tuvo su punto culminante en la ciudad de Usulatán, durante una semana. Luego de intensas pugnas internas, la Presidencia de la Constituyente recayó sobre Roberto D'Aubuisson, máximo dirigente de la ultraderechista Alianza Republicana Nacionalista (Arena) y supuesto autor intelectual del asesinato de monseñor Romero. En un clima de intensificación de los combates, el 25 de marzo de 1984 se realizaron elecciones generales, boicoteadas por el FDR-FMLN. Se registró una abstención del 51%.

Con un ostensible apoyo norteamericano, el PDC de Napoleón Duarte obtuvo 43% de los votos válidos, contra 30% de la ultraderechista Arena, del mayor Roberto D'Aubuisson. La ultraderecha cuestionó las elecciones, pero la rápida respuesta del ministro de defensa y del alto mando militar, dando respaldo a Duarte, frenó cualquier reacción. Posteriormente, se presentaron contactos entre gobierno y guerrilla en La Palma y Ayagualo, celebrados en 1984 y 1985, respectivamente.

Un fuerte terremoto ocurrido en octubre de 1986 generó una tregua. Las negociaciones se reanudaron en octubre de 1987, dentro de un nuevo marco de pacificación regional comprometido por los gobiernos del área centroamericana en agosto de 1987, con la firma de los acuerdos de Esquipulas. Durante el periodo 1987-1989 el gobierno de Duarte, apoyado por EE. UU, procuró una salida política para el conflicto con el FDR-FMLN, pero las contradicciones internas, la presión de los sectores ultraderechistas y de las fuerzas armadas imposibilitaron esta solución. En octubre de 1989, las elecciones fueron boicoteadas por una parte de la guerrilla, pero participaron los sectores civiles del FDR (socialdemócratas y social cristianos), con la candidatura de Guillermo Ungo a la presidencia.

El triunfo correspondió a Alfredo Cristiani, candidato de Arena. El FMLN lanzó una ofensiva, ocupando varias zonas de la capital y de la periferia, en noviembre de 1989. El gobierno respondió con bombardeos sobre varias zonas de la capital, altamente pobladas. Seis jesuitas, entre ellos, el rector de la Universidad de Centro América Ignacio Ellacuría, fueron torturados y asesinados por militares. Esto provocó la condena mundial al gobierno de El Salvador, en particular de la Iglesia católica, e hizo peligrar la ayuda económica norteamericana. Según informes de la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador (no gubernamental), uno de los sectores más afectados por la represión fue el de las mujeres, en especial, estudiantes y sindicalistas. El movimiento de defensa de los derechos humanos, encabezado por las madres, esposas, hijas y familiares de los miles de víctimas de la represión y la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños (UNTS) desafiaron, durante doce años, la represión militar y denunciaron las permanentes violaciones de los derechos humanos.

El 10 de marzo de 1991, las elecciones parlamentarias y municipales reflejaron un nuevo clima de negociación: por primera vez en diez años el FMLN no llamó a boicotear las elecciones y decretó una tregua unilateral de tres días. Aún así, la abstención del electorado fue superior al 50% y el acto mismo fue precedido por hechos de violencia paramilitar. Entre los votantes predominó la opción oficialista (43 bancas de 84).

El 12 de marzo se reanudaron los enfrentamientos. El 4 de abril de 1991, delegados del gobierno de Cristiani y del FMLN iniciaron negociaciones en México para definir un cese del fuego. El 19 de abril, diez mil manifestantes de setenta organizaciones sociales, aglutinadas en el Comité Permanente del Debate Nacional (CPDN), reclamaron reformas a la Constitución, dos semanas antes de que finalizara el mandato del Congreso y el plazo otorgado por el FMLN para la firma de la paz. Luego de diversos intentos, el 27 de abril, representantes del gobierno y del Frente Farabundo Martí suscribieron los Acuerdos de México, que limitaron la función de las fuerzas armadas a la defensa de la soberanía nacional y a la integridad del territorio. A su vez, fue proscrita la formación de paramilitares y se acordó la reforma del artículo 83 de la Constitución para establecer que la soberanía "reside en el pueblo y de él emanan los poderes públicos".

Otro acuerdo tuvo lugar en junio en Nueva York. El gobierno salvadoreño se comprometió a disolver la Guardia Nacional y la Policía de hacienda y crear una Policía civil con participación de miembros del FMLN.

El 16 de noviembre se inició una nueva etapa de diálogo en la sede de las Naciones Unidas. En esa ocasión, el FMLN decretó una tregua indefinida unilateral hasta que se firmara un nuevo acuerdo de cese del fuego definitivo. Mientras esto ocurría, una delegación parlamentaria española que visitó el país elaboró un informe con respecto a los asesinatos de los seis jesuitas españoles de la Universidad Centroamericana.

En dicho informe, elevado a los parlamentos español, europeo, salvadoreño y norteamericano, se acusaba al gobierno y al Ejército de El Salvador de ocultar las pruebas que permitirían esclarecer los hechos. Es importante notar que el número de muertes y desapariciones documentadas y atribuibles al Estado, que siempre estuvo respaldado por los Estados Unidos durante la guerra civil, llegó a 1.610 en 1981. Además, debe verse el desarrollo de los métodos implementados por el Estado.

En 1983, reemplazó su política de ejecuciones extrajudiciales por una de detenciones masivas y torturas sistemáticas en contra de los oponentes del gobierno capturados, de acuerdo con los datos recopilados por la Comisión de Derechos Humanos de El Salvador, no gubernamental (CDHES). Mientras los homicidios se redujeron, la tortura y detenciones ilegales crecían dramáticamente, por ejemplo, la CDHES reportó 328 casos de tortura en 1981, y más de 1.000 en 1989.7 Se calcula que perecieron alrededor de 75.000 salvadoreños como resultado de conflicto.

La solidaridad de la Iglesia católica con las víctimas provocó que la élite económica y los militares siempre vieran en ella un peligroso actor. La muerte de sacerdotes, religiosas, laicos e incluso obispos demostró tal confrontación; de cualquier manera, ellos siempre intercedieron para evitar el recrudecimiento del conflicto y buscar una salida negociada.

Después de doce años de conflicto armado era evidente el empate militar entre las fuerzas armadas y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, posiblemente de ello se derive que el proceso de paz fue realmente negociado, lo que se plasmó el 16 de enero de 1992 cuando se firmó el Acuerdo de Paz o Acuerdo de Chapultepec, que reúne los acuerdos alcanzados durante las negociaciones (acuerdo de San José del 26 de julio de 1990, acuerdos de México del 27 de abril de 1991, acuerdo de Nueva York del 25 de septiembre de ese mismo año).

En la implementación de esos pactos se presentó un interés sin precedentes de parte de organismos internacionales, en particular, las Naciones Unidas, pues, desde 1991, acompañaron el proceso.

2.2. Desarrollo del proceso

El primero de enero de 1992, en Nueva York, luego de 21 semanas de negociaciones y 12 años de guerra civil (con un saldo de 75.000 muertos, 8.000 desaparecidos y cerca de un millón de exiliados), ambas partes firmaron los acuerdos y compromisos para lograr la paz; definieron un plazo, desde el 1 de febrero al 3 de octubre de 1992, para cesar todo enfrentamiento armado y crear un ambiente favorable a la aplicación de los acuerdos y las negociaciones, que continuaron con la supervisión de la Organización de Naciones Unidas (ONU) y la OEA.

El 16 de enero de 1992, en Chapultepec, fueron firmados los acuerdos finales. En los mismos se contempló la introducción de modificaciones sustanciales en la Constitución y en la estructura, organización, reglamentación y formación de las fuerzas armadas; la realización de cambios en las formas de la propiedad agraria y la modificación de la participación de los empleados en la privatización de las empresas estatales; se definió la creación de organismos que velaran por los derechos humanos y se garantizó la existencia política legal del FMLN. Según los acuerdos, el gobierno debía reducir sus efectivos militares a la mitad, hasta llegar a la cifra de 30.000 en 1994, y disolver el servicio de inteligencia. A partir del 3 de marzo tendría que crearse una Policía civil integrada, en parte, por miembros del FMLN.

En enero de 1992, la ley de Reconciliación Nacional amnistió a todos los presos políticos. Fue establecido, además, el compromiso del gobierno de otorgar tierras a los combatientes y asistencia a los campesinos. Convertido en partido político desde el 30 de abril de 1991, el FMLN, en su primer acto público celebrado el primero de febrero de 1992, convocó a la unificación de todas las fuerzas opositoras para las elecciones de 1994. Luego de años de clandestinidad, el acto fue presidido por los comandantes guerrilleros Shafick Handal, Joaquín Villalobos, Fernán Cienfuegos, Francisco Jovel y Leonel González. En los primeros días de marzo de 1992, comenzaron las dificultades concretas de la aplicación de los acuerdos. Varios dirigentes de la Unión Nacional de Trabajadores Salvadoreños acusaron al gobierno de violar los acuerdos e iniciar una campaña propagandística en contra de las organizaciones populares.

El 15 de febrero de 1993, los últimos 1.700 rebeldes armados entregaron sus armas en una ceremonia que contó con la presencia de varios jefes de Estado de Centroamérica y del secretario general de la ONU. Se creó la Policía Nacional Civil, la Procuraduría de Derechos Humanos y el Tribunal Supremo Electoral. En El Salvador, la búsqueda de la verdad surgió como un proceso legal, encargado por los gobiernos, bajo la presión de los grupos defensores de los derechos humanos.

La Comisión de la Verdad nació, tras exigencias masivas, por mandato legal, después de negociaciones y acuerdos políticos. La Comisión estuvo conformada por Belisario Betancur (ex presidente de Colombia), Reinaldo Figueredo Planchart (congresista venezolano) y Thomas Buergenthal (juez estadounidense, ex presidente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos), quienes fueron nombrados por el secretario general de las Naciones Unidas, una vez oída la opinión de las partes. Esta Comisión, apoyada por un numeroso grupo de asesores y colaboradores, nacionales y extranjeros, trabajó durante seis meses en la investigación y dos meses adicionales en la elaboración y presentación de su informe, De la locura a la esperanza. La guerra de doce años en El Salvador.

La división de Derechos Humanos de la Misión de las Naciones Unidas para El Salvador (Onusal) facilitó apoyo técnico y logístico para proteger la identidad de los testigos e informantes. Por otro lado, ante el temor de intimidación militar a los informantes, las entrevistas se realizaron muchas veces en sedes diplomáticas o en lugares reservados, lejos de los militares. Diversos gobiernos extranjeros y organismos internacionales colaboraron suministrando documentos confidenciales emitidos por sus delegaciones diplomáticas, y proveyendo declaraciones oficiales de agentes policiales y militares.

Como ya se había mencionado, la Comisión de la Verdad de El Salvador surgió como resultado de los acuerdos de paz negociados por más de tres años (1989-1992) entre el gobierno y el movimiento guerrillero Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Las negociaciones se llevaron a cabo con el auspicio de las Naciones Unidas, y la colaboración de Colombia, México, España y Venezuela y culminaron en el Acuerdo de Paz firmado en Chapultepec, México, el 16 de enero de 1992.

La decisión de crear la Comisión de la Verdad fue adoptada en los Acuerdos de México, que definen sus funciones y facultades, y se firmaron en Ciudad de México, el 27 de abril de 1991. La autoridad de la Comisión se amplió con el artículo 5 del Acuerdo de Paz de Chapultepec, titulado "Superación de la impunidad". Estas disposiciones constituyen el mandato de la Comisión, definida de la siguiente manera: "La Comisión tendrá a su cargo la investigación de graves hechos de violencia ocurridos desde 1980, cuya huella sobre la sociedad reclama con mayor urgencia el conocimiento público de la verdad". Para esto, se indicó que la Comisión tomaría en cuenta las siguientes consideraciones: a. la singular trascendencia que pueda atribuirse a los hechos a ser investigados, sus características y repercusiones, así como la conmoción social que originaron, y b. la necesidad de crear confianza en los cambios positivos que el proceso de paz impulsa y de estimular el tránsito hacia la reconciliación nacional.

En cuanto a la impunidad, las funciones específicas que se le asignaron a la Comisión se definen en el Acuerdo de Chapultepec: "Se reconoce la necesidad de esclarecer y superar todo señalamiento de impunidad de oficiales de la Fuerza Armada, especialmente en casos donde esté comprometido el respeto a los derechos humanos. A tal fin, las partes remiten la consideración y resolución de este punto a la Comisión de la Verdad". Pero, la Comisión no podía funcionar como cuerpo judicial. Además, se dotó a la Comisión con dos facultades específicas: la de realizar investigaciones y la de presentar recomendaciones, en cuya ejecución se comprometieron ambas partes. No se enumeraron ni identificaron casos específicos para que fueran investigados por la Comisión; tampoco se hizo distinción entre actos de violencia a gran escala y aquellos que involucraban solamente a algunas personas.

La Comisión tomó en cuenta factores adicionales relacionados con el cumplimiento de su mandato. El primero, que se debían investigar los hechos graves cometidos por ambos lados del conflicto salvadoreño y no solamente por una de las partes. Segundo, el Acuerdo de Chapultepec instó a la Comisión a poner atención especial en el tema de la impunidad de los hechos de violencia cometidos por oficiales de la Fuerza Armada, que nunca fueron investigados ni castigados. Al optar por investigar un caso en lugar de otro, el criterio orientador se construyó a partir de sus consideraciones respecto del carácter representativo del caso, la disponibilidad de pruebas y recursos, el tiempo requerido para llevar a cabo una investigación exhaustiva, y el tema de la impunidad tal como lo definieran los acuerdos.

Al establecer las normas jurídicas aplicables a su labor, la Comisión determinó que, durante el conflicto, ambas partes tenían la obligación de acatar una serie de normas del derecho internacional, entre ellas las estipuladas en el derecho internacional de los derechos humanos y en el derecho internacional humanitario, o bien en ambos. Por otro lado, a lo largo del periodo de guerra interna, el Estado de El Salvador estaba en la obligación de adecuar su derecho interno al derecho internacional.

En el Acuerdo de San José, sobre derechos humanos, las partes reconocieron que por derechos humanos se entiende: "Los reconocidos por el ordenamiento jurídico salvadoreño, incluidos los tratados en los que El Salvador es parte, así como por las declaraciones y principios sobre derechos humanos y sobre derechos humanitarios aprobados por las Naciones Unidas y por la Organización de Estados Americanos". La Comisión de la Verdad obró de acuerdo con el criterio de derecho internacional, según el cual el Derecho Internacional de los Derechos Humanos sólo es aplicable a los Estados, mientras que en conflictos armados de carácter no internacional, el derecho internacional humanitario es vinculante para ambas partes (insurgentes y fuerzas del gobierno). Sin embargo, reconoció que cuando los insurgentes ejercen poderes gubernamentales en territorios bajo su control, también se les puede exigir que cumplan con ciertas obligaciones en materia de derecho internacional de los derechos humanos; por ende, resultarían responsables en caso de un incumplimiento.

Esto es muy importante, en especial por el reconocimiento oficial del FMLN pues sostuvo que tenía algunos territorios bajo su control. La Comisión de la Verdad investigó en primera instancia la violencia ejercida por agentes del Estado contra los opositores políticos. Enseguida, analizó diversas ejecuciones extrajudiciales, así como los ataques a organismos de derechos humanos, las desapariciones forzadas, las masacres de campesinos por las fuerzas armadas. Después, investigó los asesinatos cometidos por los escuadrones de la muerte, entre ellos, el de monseñor Óscar Arnulfo Romero. La Comisión aseguró: "Ninguna de las tres ramas del poder público: judicial, legislativo ejecutivo, fue capaz de controlar el desbordante dominio militar en la sociedad". En segundo lugar, la Comisión investigó la violencia del FMLN contra opositores: asesinatos de alcaldes y jueces, ejecuciones extrajudiciales de campesinos colaboradores del gobierno, el asesinato de militares estadounidenses, entre otros.

Finalmente, presentó una serie de recomendaciones que incluían: reformar la legislación penal y el poder judicial, depuraciones en las fuerzas armadas, fuerzas policiales y dentro de la administración pública; inhabilitaciones políticas a las personas involucradas en violaciones a los derechos humanos y al derecho humanitario, por un lapso no menor de diez años. También, recomendó investigar y terminar con los escuadrones de la muerte. Igualmente, la Comisión sugirió que el gobierno salvadoreño otorgara una reparación material y moral para las víctimas de la violencia y sus familiares directos. Recomendó la entrega de tierras, equipamiento agropecuario, becas de estudio, entre otros.

A raíz de la publicación del informe de la Comisión, realizada el 15 de marzo de 1993, fue expedida la ley de Amnistía. Ello ocurrió después de la reacción de los sectores que tradicionalmente habían negado las imputaciones que luego fueron confirmadas por los expertos de las Naciones Unidas, incluso el poder ejecutivo trató de restar relevancia al contenido del informe. El resultado de la investigación provocó la renuncia del ministro de defensa, general René Emilio Ponce, señalado como uno de los autores intelectuales de los asesinatos de seis jesuitas de la Universidad de San Salvador, en 1989.

Según el documento final de la Comisión, los militares, los escuadrones de la muerte vinculados a ese estamento y el Estado fueron responsables del 85% de las violaciones a los derechos humanos durante la guerra. La Comisión recomendó la destitución de 102 jefes militares y la privación de derechos políticos a algunos ex líderes guerrilleros. El presidente Cristiani propuso entonces una amnistía general para casos de abuso de violencia que fue aprobada apenas cinco días después de conocerse el documento de la Comisión de la Verdad, el 20 de marzo de 1993. Con esta medida, quedaron impunes los crímenes más graves, lo que provocó numerosas protestas de miembros de organizaciones populares.

Esta ley concede una amnistía amplia, absoluta e incondicional a favor de todas las personas que participaron en la comisión de delitos políticos, delitos comunes conexos con éstos y delitos comunes cometidos por grupos de, por lo menos, veinte personas, antes del primero de enero de 1992. Y se extiende a las personas a las que se refiere el artículo 6 de la ley de Reconciliación Nacional, contenida en el decreto legislativo número 147 de 23 de enero de 1992, es decir, quienes, según el informe de la Comisión de la Verdad, participaron en graves hechos de violencia ocurridos desde el 1 de enero de 1980, cuya huella sobre la sociedad reclamara con mayor urgencia el conocimiento público de la verdad.

La ley de Reconciliación Nacional estipuló que la Asamblea Legislativa podría tomar alguna resolución en dichos casos, sólo hasta seis meses después de conocerse el informe de la Comisión. Ahora bien, en su artículo 2, la ley de Amnistía General amplió la definición de delito político, para incluir los "delitos contra la paz pública", los "delitos contra la actividad judicial", y aquellos delitos "cometidos con motivo o como consecuencia del conflicto armado, sin que para ello se tome en consideración la condición, militancia, filiación o ideología política". Por su parte, fueron excluidos de la amnistía, según el artículo 3, los actos de terrorismo en que la persona "privare de libertad o amenazare u ocasionare la muerte a terceros", cuando se hubiese realizado con ánimo de lucro; los delitos de secuestro y extorsión y los relacionados con drogas.

El artículo 4, relativo a los efectos de la ley de Amnistía, previó que las personas que se encontraban detenidas serían liberadas; en los casos pendientes procedería el sobreseimiento, y tratándose de personas que aún no hubieran sido sometidas a proceso alguno, el decreto serviría para que, en cualquier momento en que se iniciara el proceso en su contra por los delitos comprendidos en la amnistía, pudieran oponer la excepción de extinción de la acción penal y solicitar el sobreseimiento. Finalmente, se contempló la posibilidad de que una persona se presentara al juez de primera instancia para que se le aplicara la amnistía. Pero, una de las disposiciones más discutidas es la contenida en el inciso final del artículo 4, según la cual: "La amnistía concedida por esta ley extingue en todo caso la responsabilidad civil".

2.3. Etapa posterior

Con posterioridad a la publicación del informe de la Comisión, el 23 de marzo, las fuerzas armadas emitieron un comunicado desconociéndolo y calificándolo de injusto, incompleto, ilegal, antiético, parcial y atrevido. La entidad se sentía orgullosa de haber cumplido con su misión de defender a su pueblo y propiciar la pacificación y la preservación del sistema democrático y republicano. El poder judicial también rechazó las recomendaciones, especialmente la Corte Suprema de Justicia.

La impunidad pareció ganar cuando, dos días después de la publicación del informe de la Comisión de la Verdad, el Congreso aprobó la ley de amnistía, contraria a las recomendaciones del mismo informe. Numerosos sectores políticos de la vida salvadoreña rechazaron la manera apresurada en que dicha ley fue aprobada, y estimaron que con ella se abría la puerta para que no se diera estricto cumplimiento a las recomendaciones de la Comisión. En el ámbito internacional, varios Estados, grupos regionales y organismos internacionales, gubernamentales y no gubernamentales, manifestaron al Gobierno su preocupación por la adopción de una ley de características tan amplias.

Álvaro de Soto, representante especial del secretario general de la ONU para El Salvador, declaró, el 22 de marzo, que las recomendaciones de la Comisión de la Verdad eran obligatorias a pesar de la amnistía, puesto que ésta no afectaba las recomendaciones de separación e inelegibilidad para puestos políticos de algunas figuras mencionadas en el informe.

La Comisión Interamericana de Derechos Humanos se dirigió al Gobierno salvadoreño, el 26 de marzo de 1993, dentro del término que tenía el presidente de la República para vetar la recién aprobada ley, y le manifestó:

La publicación del informe de la Comisión de la Verdad, y la casi simultánea aprobación, por parte de la Asamblea Legislativa, el 20 de marzo pasado, de una ley de Amnistía General, [podría] comprometer la implementación efectiva de las recomendaciones formuladas por la Comisión de la Verdad, conduciendo al eventual incumplimiento de obligaciones internacionales adquiridas por el ilustrado Gobierno de El Salvador al suscribir los acuerdos de paz.

Recordó, entonces, las obligaciones internacionales del Estado salvadoreño y su obligatorio cumplimiento en el marco del principio de la buena fe. El Gobierno no respondió a esta solicitud de la Comisión, y sólo el 11 de mayo siguiente, por medio del secretario nacional de comunicaciones de El Salvador, se recibió una nota en la que señalaba: "[...] A este respecto y como será de su conocimiento, en declaración ofrecida a la prensa nacional e internacional el presidente Cristiani manifestó que considera la amnistía como un paso para la reconciliación y para que estos crímenes no se repitan nuevamente". También manifestó que cumpliría con las recomendaciones de la Comisión de la Verdad promoviendo la reconciliación nacional.

Pero, el objetivo del gobierno no se ha cumplido. Basta notar que en El Salvador son numerosos los casos de testigos de violaciones de los derechos humanos que fueron desaparecidos o asesinados poco tiempo después de haber sido informantes, lo que demuestra que no existe realmente reconciliación alguna y que, en cambio, la impunidad se ha convertido en la mejor arma de los violentos. A pesar de todo, debe resaltarse la cooperación para la creación de nuevas instituciones democráticas. Una medida importante encaminada a eliminar la impunidad propia de estos procesos fue el establecimiento de mecanismos propios como la Comisión ad hoc, cuyo fin era la depuración de las fuerzas armadas.

Prueba del funcionamiento de la democracia es que el 20 de marzo de 1994, se efectuaron las primeras elecciones luego de la guerra civil. El candidato de la coalición de izquierda Convergencia Democrática, integrada por el FMLN y otros grupos, logró 25,5% en la primera vuelta, contra 49,2% del derechista Armando Calderón Sol, de Arena. Si bien la izquierda denunció la existencia de fraude, los observadores de la ONU en el país (ONUSAL) aseguraron la transparencia.

Pero, de otro lado, según la ONUSAL, la violencia no cesó con los acuerdos de paz. Además de la existencia de actividades de inteligencia en las fuerzas armadas, la vinculación de los efectivos militares con el crimen organizado y la falta de respuestas a los desmovilizados de uno y otro bando hicieron crecer los delitos comunes. Las cárceles estaban atestadas. Su capacidad ascendía a 3.000 reclusos, pero albergaban el doble. Además, las pésimas condiciones de vida y la lentitud en los procesos generaron un descontento que se tradujo en múltiples motines con un saldo de setenta muertos y más de un centenar de heridos. La prometida entrega de tierras a los desmovilizados se hizo lenta e ineficaz. A mediados de 1994, apenas un tercio de los beneficiarios —12.000 de un total de 37.000 ex combatientes del Ejército y la guerrilla— habían obtenido sus parcelas. El resto permanecía inactivo en asentamientos precarios y algunos se vincularon a organizaciones criminales.

A pesar de que los acuerdos de paz fijaron un calendario de actividades, muchas de éstas, sólo se han cumplido en mínima parte. Por eso, pese al empeño del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, así como a los esfuerzos de la ONU y los países amigos, la pacificación en El Salvador es todavía un proceso muy lento. El incremento de la criminalidad común no se ha podido manejar. En 1998, El Salvador se distinguió por tener el índice de homicidios per cápita más alto del hemisferio, lo cual demuestra el fracaso del proceso de reinserción a la vida civil de los ex combatientes de ambos bandos y la imposibilidad de controlar el surgimiento de grupos armados ilegales. En ese sentido, la democracia salvadoreña, como sistema político, está mostrando resultados, pero los problemas estructurales aún persisten y, obviamente, tardarán mucho en ser resueltos.

3. Sudáfrica

3.1. Etapa previa

Después de que el país se independizó de Inglaterra, el partido mayoritario (Afrikaner National Party) utilizó el apartheid como medio para mantener el control. Sudáfrica quedó aislada del resto del mundo, luego de las condenas de la ONU, que se presentaron desde 1966, década durante la cual la violencia entre razas se incrementó. A pesar de ello, debe mencionarse que el régimen contó con el apoyo de algunos países tales como Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia e Israel. El rechazo internacional y las revueltas internas fueron consecuencia lógica de la adopción de varias leyes, por ejemplo, la ley de Segregación Urbana que, en 1948, institucionalizó la figura, con lo que se invadieron todos los aspectos de la vida de los habitantes.

En 1950, la ley de Registro de la población llevó a que los sudafricanos fueran clasificados en tres categorías, de acuerdo con su raza: blancos, negros y colored. Esta división se basó en la apariencia de las personas, su aceptación en la sociedad y el origen familiar. En consecuencia, todos los negros debían portar sus pass books, documentos que contenían las huellas digitales, fotografía e información sobre el acceso a las llamadas áreas no negras. A partir de entonces, el movimiento de resistencia tomó cuerpo, con la creación del Congreso Nacional Africano (1952).

En 1953, la legislación permitía al gobierno declarar estados de emergencia e incrementar las penas aplicables a quienes protestaran contra una ley o apoyaran tales protestas. Las penas incluían multas, prisión y azotes. En la década de los sesenta, se enfatizó en la separación territorial y la represión policial, y, desde una gran protesta ocurrida en 1960, los estados de emergencia fueron continuos hasta 1989. Así, muchos fueron arrestados sin derecho a defenderse, algunos murieron en custodia, usualmente a consecuencia de las torturas a que eran sometidos, otros fueron sentenciados a muerte o a prisión perpetua, como Nelson Mandela, arrestado en 1964. A partir de entonces, y luego de enfrentamientos violentos, en 1969 cesaron las actuaciones pacíficas del movimiento de liberación y, lógicamente, el conflicto armado se recrudeció.

En 1990 es elegido F. W. de Klerk y, en 1992, empieza a funcionar la Conferencia por una Sudáfrica Democrática (Codesa). Comenzó el proceso de apertura a la democracia. En Sudáfrica este proceso enfrentaba dos grandes retos, uno de ellos único en el mundo. En primer lugar, se debía superar el apartheid y, en segundo lugar, terminar con una guerra de guerrillas. El presidente legalizó los grupos de liberación para los negros, con el propósito de terminar con el apartheid. Los actores del conflicto y amplios sectores sociales iniciaron negociaciones y de ellas resultó una constitución interina que defendía un orden político democrático basado en la protección de los derechos humanos fundamentales.

En 1994 se presentan las primeras elecciones democráticas en las cuales Nelson Mandela —líder del Congreso Nacional Africano y quien pasó 26 años en prisión— es elegido como el primer presidente negro de Sudáfrica. Su gobierno enfatizó en la necesidad de conciliación con la minoría blanca, pero no pudo ignorar los reclamos de la sociedad en cuanto a la justicia.

Fue dictada una ley de Amnistía respecto a los actos, omisiones y ofensas relacionadas con los conflictos del pasado, con vigencia entre el 8 de octubre de 1990 y el 6 de diciembre de 1993. Estamos hablando del Truth and Reconciliation Act o The Promotion of National Unity and Reconciliation Act 34 of 1995.

3.2. Desarrollo del proceso

Luego del retorno a la democracia, el apartheid finalizó con una nueva Constitución. En ésta se establecieron previsiones en torno al tema de la transición. Uno de los avances principales del proceso sudafricano es que se le dio la oportunidad a las víctimas de contar las violaciones y recomendar reparaciones en la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Debe anotarse, también, que se concedió una amnistía para las fuerzas de seguridad y los miembros de cuerpos del movimiento de liberación bajo la condición de ir a la Comisión y relatar, en audiencias públicas, los hechos relacionados con sus acciones.

Durante el proceso Azanian Peoples Organization (AZAPO) se demandaron algunos apartes de la ley de Amnistía. Buscaban que la Corte Constitucional declarara inconstitucional la ley para la Promoción de la Unidad Nacional y la Reconciliación (act. 34 de 1995) en su sección 20 (7), pues permite que el Comité de Amnistía favorezca a los perpetradores pertenecientes a grupos ilegales siempre que se compruebe un objetivo político y que los hechos hayan sido cometidos antes del 6 de diciembre de 1993. Como resultado de ello, los actores consideraron que se limitaba el derecho de las víctimas de acceder a la justicia, pues, el perpetrador no podría ser procesado criminal ni civilmente. Con todo, la Corte declaró la constitucionalidad de la norma por cuanto si bien existe una limitación para las víctimas y familiares en el acceso al aparato judicial, la Constitución interina autorizaba en su artículo 33 (2) la posibilidad de obrar de esa manera en aras de la reconstrucción del país.

A diferencia de otras comisiones instituidas en procesos similares, la Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica tenía algunas funciones judiciales. Por ejemplo, podía citar a cualquier ciudadano que considerara necesario escuchar para el esclarecimiento de la verdad. Quien se negara, debía afrontar un proceso penal en relación con los hechos investigados. Pero, también, se quería mostrar un panorama sobre lo que fueron los hechos ocurridos entre el 1 de marzo de 1960 y 1994.

La Comisión tenía, entonces, la función de establecer una imagen de lo que fueron las violaciones de derechos humanos desde 1960 —cuando se instituyó el apartheid— hasta 1994, cuando Mandela asumió el poder. En ese sentido, debían establecerse las organizaciones responsables de esos actos, hacer recomendaciones al presidente para prevenir hechos similares y restablecer la dignidad de las víctimas. La Comisión se compuso de 17 miembros nombrados por el presidente en consulta con el gabinete, sin vínculos con el gobierno anterior o con el movimiento de liberación, imparciales, con integridad moral y compromiso hacia los derechos humanos. Hubo entonces arzobispos, abogados, médicos, defensores de derechos humanos y ningún miembro de las fuerzas militares ni del ala armada del movimiento de liberación.

La Comisión tenía varios comités: Comité de Amnistía, Reparación y Rehabilitación, y Violaciones de Derechos Humanos. El Comité de Amnistías podía decidir sobre la procedencia de solicitudes al respecto, tomando, como criterio principal de evaluación, el carácter político del hecho investigado y que el peticionario reconociera los hechos y solicitara perdón, aparte de una evaluación de proporcionalidad. Tenía poderes para recopilar información, hacer búsquedas y allanamientos, así como realizar citaciones para atestiguar. Dentro del proceso interno, identificaba las violaciones, y al establecer el curso y alcance de las mismas, decidía si eran parte de un plan sistemático y llevaba a juicio a las personas e instituciones responsables.

En ese sentido, para conceder amnistías, se consideraban los motivos, el contexto, la gravedad de la ofensa, si la persona actuaba siguiendo órdenes, la relación existente entre el acto y el objetivo perseguido y la proporcionalidad de la acción. Quien no acudiera dentro del tiempo determinado a narrar los hechos por los cuales había incurrido en violaciones de derechos humanos, sería perseguido.

Las amnistías eran individuales, sólo para quienes confesaran sus crímenes en presentaciones públicas. La Comisión de Verdad y Reconciliación de Sudáfrica, hizo hincapié en la necesidad de constituirse en lugares remotos del territorio y escuchar a las víctimas para facilitar la participación en el proceso. Para ello, la Comisión también contaba con mecanismos de protección, especialmente para los perpetradores que temían por sus vidas cuando iban a aportar pruebas que comprometieran a otros; de esta manera, y por medio de las audiencias, se mostró seriedad, seguridad y se vio favorecida la legitimidad del proceso.

Sobre los alcances de la amnistía, se partió de lo establecido en la ley. Existían cuatro tipos de violaciones: secuestro, violación sexual, muerte y tratamiento severo. Éste último fue considerado por la Comisión como las medidas destinadas a hacer sufrir a la víctima, por ejemplo, maltratos, golpes, lesiones por envenenamiento, heridas y todo tratamiento inhumano.

En cuanto al proceso de amnistía, el Comité dividió su trabajo en tres fases: audiencia de las personas e instituciones, análisis de responsabilidad y sentencia. El Comité de Amnistía no otorgó entonces amnistías generales, sus actuaciones eran independientes de la Comisión de la Verdad y sus decisiones podían ser revisadas por un tribunal que, en última instancia, confirmaba o rechazaba lo resuelto. Los otros dos comités obraron en el marco de las actividades de la Comisión en general. En cuanto a la reconciliación, fue en extremo importante la realización de las audiencias, que, incluso, se transmitieron a todo el país por los medios de comunicación, como método para reconstruir la verdad y también para permitir a las víctimas el derecho a expresar su dolor, sus angustias y sentimientos como parte del proceso de reconocimiento y dignificación.

A lo largo de todo el proceso, se verificaba la veracidad de los hechos y se escuchaba a las personas implicadas en los mismos. La Comisión, por medio del comité pertinente, también se ocupó de las reparaciones, y, contrario a lo que muchos pensarían, sólo el 8% de las víctimas pidió dinero. La mayoría de las solicitudes se referían a educación, salud, acceso a servicios públicos, entre otras. Se recomendó, también, un programa de exhumaciones y entierros, pero muchos cadáveres fueron robados, así que se consideraron acciones simbólicas como forma de manejar el duelo que había sido negado anteriormente.

Se presentó, así, un proceso de interacción entre los comités, reconociendo la unidad para llevar al país a la reconstrucción y reconciliación de una manera hasta ahora innovadora, por medio del respeto a las víctimas y su derecho a la justicia. Sobre la intervención internacional, es muy interesante resaltar que la única colaboración permitida por el pueblo sudafricano fue la financiación del proceso, pues, los gastos de la Comisión oscilaron alrededor de los 65 millones de dólares. La Comisión presentó su informe final en 1998. Después de trabajar durante más de dos años, había investigado más de 7.000 casos, con una planta de personal de más de 300 oficiales en cuatro oficinas regionales y con un presupuesto anual de 18 millones de dólares.

3.3. Etapa posterior

En este momento, se vienen procesando algunos juicios penales por atrocidades cometidas durante el régimen del apartheid. Ello ha arrojado mucha luz sobre hechos que se mantenían ocultos, se ha logrado concentrar la atención de la ciudadanía sobre los mismos se ha impuesto la condición a quienes se creen con derecho a pedir clemencia en aras de la reconciliación, haciendo su propio aporte a la cicatrización de las heridas en el cuerpo social. En ese sentido, el proceso parece exitoso, la población se encuentra satisfecha y la comunidad internacional alaba las medidas tomadas. Parece ser un gran aporte a las fórmulas de justicia transicional. Con todo, los problemas de delincuencia común son también notables y la publicidad del proceso no continuó con la cobertura inicial. Existen serias dudas de la población sobre la integración racial y es evidente la necesidad de un líder que dirija el proceso, pues la población lo reclama.

Análisis de los casos

Visto el recuento histórico, sistematizaré algunas variables a fin de esclarecer unos puntos que considero relevantes en cada proceso, en cada una de las etapas descritas.

En la Tabla 1 se presenta un resumen de la etapa previa en cada uno de los países seleccionados; temporalmente comprende el conflicto armado interno o la dictadura, según el caso.

De acuerdo con este resumen, pueden extraerse las siguientes conclusiones: los sectores influyentes, numérica, económica o políticamente parecen ser los que imponen las condiciones. Por ejemplo, en Argentina es claro que los militares lo hicieron, en El Salvador, ante el empate militar, no hubo demandas específicas pues la amplitud de la amnistía resultaba conveniente para los dos bandos; pero, en Sudáfrica, a pesar del empate, la población negra, mayoritaria, plenamente identificada con el Consejo Nacional Africano, exigió conocer la verdad y hacer justicia, y, obrando de manera recíproca, trató de esclarecer los hechos cometidos por las guerrillas negras también.

Probablemente, si ellos no hubieran querido, no habría sido posible determinar los actos violentos de los negros frente a los blancos, sino sólo las derivadas del apartheid. Merece especial atención la situación de los actores durante el conflicto, así, Sudáfrica muestra que el empate militar da mayores posibilidades de justicia, pero El Salvador lo desvirtúa, con todo, cuando en Argentina se sintió paridad y seguridad para poner en tela de juicio las medidas comenzaron los cuestionamientos, entonces, parece que no es el empate militar el elemento decisivo para avanzar en el derecho a la justicia, sino el sentimiento de paridad en la sociedad. Además del interés organizado de un grupo influyente —económica o numéricamente— para hacerlo.

El papel de los agentes internacionales es interesante ya que, al parecer, la pérdida de apoyo internacional debilita los regímenes.

Los cuadros demuestran que el apoyo internacional hace más fuerte a los regímenes y que coincide con los momentos más violentos de los conflictos —en el caso de El Salvador y Sudáfrica— y las dictaduras parecen sentirse intocables. No sólo se trata del eventual apoyo económico recibido, que fue claro en El Salvador, cuando Estados Unidos apoyaba a los escuadrones de la muerte, sino, también, del silencio de los Estados y de los organismos internacionales —como en el caso argentino y sudafricano—, lo que puede generar la sensación de fortaleza de los Estados y un mayor grado de violencia.

De la misma manera, el caso salvadoreño muestra la encrucijada del apoyo moral de ciertos Estados a la insurgencia y el apoyo de una potencia mundial al Estado. Este equilibrio puede ser nocivo en cuanto al grado de violencia, pero parece acercar a las partes a la negociación en virtud del empate militar que surge a causa del apoyo con el que cuenta cada bando. Aunque, a primera vista, pudiera pensarse que la mayor extensión en el tiempo de un conflicto dificulta aún más las posibilidades de lograr avances en el derecho a la justicia, las experiencias muestran que los conflictos más prolongados obtuvieron mayores avances. Con todo, ello puede ser el resultado de otras variables. Considero que son determinantes: el empate militar o igualdad de poder en discurso de las partes al momento de la transición y la evolución internacional sobre el tema.

En cuanto a las organizaciones civiles, la experiencia sudafricana parece mostrar que una sociedad organizada puede lograr mayores conquistas en cuanto al derecho a la justicia que una temerosa y desordenada como la argentina. Obviamente, esto depende del equilibrio de poderes al momento de la transición, pero, también, de la organización social previa. Así, el Consejo Nacional Africano fue una organización que surgió desde el inicio del apartheid y que luego sufrió cambios con la radicalización del conflicto, pero la identificación de la población con sus objetivos permitió agrupar los intereses en el momento de llevar a cabo la negociación. Ejemplo contrario es el de El Salvador, donde la sociedad no se organizó y después tampoco participó en el proceso, y los avances contra la impunidad no fueron muchos.

La Tabla 2 resume algunos aspectos de los procesos de transición.

De acuerdo con lo anterior, las comisiones de la verdad parecen ser, hasta ahora, un mecanismo indispensable para la transición, y sus aportes merecen consideraciones particulares que serán hechas más adelante. Es deseable una mayor participación de la rama judicial en la implementación del derecho a la justicia. Aunque en Argentina es admirable su papel para superar la impunidad, lo ideal es que el poder judicial se articule desde el principio y sean tomadas medidas para garantizar su imparcialidad y la seguridad de sus funcionarios desde antes de que el conflicto termine, pues, así, ya estará listo para la transición con pequeños avances alcanzados previamente tanto en formación en derechos humanos como en compromiso con la superación de la impunidad.

A pesar de la presencia de las comisiones en todas las experiencias descritas, es necesario anotar que ellas no surgen por sí solas y que, en ocasiones —como en Argentina—, los gobiernos pueden oponerse a su formación. Es indispensable, entonces, la movilización de la sociedad y su participación para que estas entidades puedan ser diseñadas de acuerdo con las necesidades de la población.

El apoyo internacional en esta etapa es de suma importancia para sacar adelante procesos que generan cierta resistencia (Argentina), pero su intervención puede, también, generar reacciones ambivalentes como en El Salvador, donde, a pesar de los valiosos esfuerzos de la ONU y la OEA, la transición no respondió a las expectativas generadas. Pero, evidentemente, estas organizaciones obraron dentro del límite de sus posibilidades y, al tratar de mostrar imparcialidad absoluta, excluyeron la posibilidad de vincular a la población de una manera más activa tanto en el diseño de las estrategias como en la implementación y evaluación de las mismas. No es suficiente, entonces, la buena voluntad internacional, debe existir constante reflexión y cuestionamientos para que el proceso sea rico.

El ejemplo sudafricano muestra que el apoyo internacional en la transición puede ser limitado a la ayuda financiera a un país pobre. El grado de participación de la ciudadanía fue muy alto en este proceso y, desde el principio, este país sólo aceptó el apoyo económico. Pero, ello puede ser aconsejable en una sociedad madura o tal vez dentro de un diseño transicional incluyente. De cualquier manera, la neutralidad que puede garantizar la participación de actores internacionales debe ser valorada.

La participación de la sociedad en los procesos encuentra un punto común en los tres países seleccionados: la oposición a las leyes de amnistía. Obviamente, esta situación deriva de la actividad de organizaciones de derechos humanos y organizaciones no gubernamentales, pero la pregunta es si ellas son representativas de la sociedad. Con todo, sus intervenciones son valiosas a fin de mejorar las políticas o propiciar movilizaciones sociales importantes que cuestionen los mecanismos de transición. Aunque hubo esfuerzos en Argentina y en El Salvador por integrar a la mayor cantidad de ciudadanos en el proceso, el trabajo se limitó a buscar víctimas y escucharlas.

Pero, la participación de la sociedad no es sólo eso, como lo muestra la experiencia sudafricana, la transmisión por televisión y radio de testimonios, confesiones y juicios, y el mantener a la población al tanto de lo que ocurría, indudablemente, contribuyó a la interiorización del proceso, y considero que ello favorece la inclusión y el sentido de pertenencia que se requieren para edificar la democracia.

Sobre la reacción de los antiguos actores, el comportamiento de los cuerpos militares de Argentina y El Salvador muestra la necesidad de instruir a este personal en el tema de derechos humanos y el papel del estamento castrense en la sociedad libre de dictadura o conflicto armado. Es claro que las reacciones negativas son el resultado de la convicción de estas personas de obrar según su deber. Por tanto, hay una insuficiencia en la instrucción de las fuerzas militares y en su preparación para los procesos de transición. Es necesario, entonces, implementar programas educativos y de apoyo antes y durante el proceso a fin de instruir e integrar a los militares a la transición.

Teniendo en cuenta la importancia de las comisiones, en la Tabla 3 se resume su funcionamiento en los países de este estudio.

Este resumen muestra que la competencia de las comisiones ha crecido con el tiempo, al parecer, para los países ésa es la mejor manera de obtener buenos resultados. Aunque es claro que todas las comisiones fueron dignas de confianza ante la sociedad, es evidente que la más ligada a ésta —la sudafricana— es la más elogiada por sus resultados. Al parecer, el tiempo de trabajo de las comisiones debe ser directamente proporcional a la duración del conflicto o de la dictadura, pues, es la única manera de garantizar que se haga la mayor recolección de información. No parece deseable tomar sólo casos emblemáticos, ya que el sentimiento de exclusión y desigualdad demeritaría la labor de las comisiones. A pesar de que el surgimiento de las comisiones estuvo directamente ligado a la reconciliación y al esclarecimiento de la verdad, en la actualidad, y tal como lo muestra la Comisión sudafricana, estos organismos deben ocuparse de las tres dimensiones del derecho a la justicia.

Ya que el otro mecanismo importante en esta etapa es la amnistía, en la Tabla 4 se resume ésta en cada país.

La forma en que produjeron las leyes de amnistía muestra que el modelo adoptado por El Salvador, en cuanto a la competencia de la Comisión sobre hechos específicos, no es aconsejable, pues, excluye a los demás, y deja la sensación de desprotección de quienes no fuesen cobijados por ella. La amnistía de El Salvador extinguió la responsabilidad civil, lo cual parece importante en un país con problemas económicos, pero deja de lado uno de los aspectos más importantes del derecho a la justicia. Parece que lo mejor es condicionarla a la colaboración, como hizo Sudáfrica. Las exclusiones de El Salvador son razonables pero no persuasivas para una posible desmovilización, además, el problema de las drogas no tiene el carácter de crimen de lesa humanidad como otros excluidos de la amnistía, por ejemplo, el secuestro; no encuentro entonces que eso sea explicable.

En la Tabla 5 es resumida la etapa que va desde la consolidación legal de las medidas de desmovilización o democratización hasta la actualidad.

Conclusiones

Con los datos anteriores, es posible hacer una evaluación preliminar de estos procesos. Como puntos generales, puede anotarse que las experiencias demuestran la importancia de no excluir a los militares de la reconciliación a pesar de la existencia del castigo. La participación de las fuerzas armadas y de Policía puede darse de diversas maneras, pero, lo más importante, es pensar en la necesidad de contar con ellos como forma de esclarecer la verdad, hacer justicia y lograr la reconciliación. Cuando los militares no participan en ninguna forma, puede ser porque no creen en su responsabilidad o porque la sociedad los excluye radicalmente, lo cual no ha sucedido. No es sólo un requerimiento de carácter político, es un requerimiento jurídico y moral del cual puede depender, en gran medida, el éxito de los procesos o, por lo menos, su avance célere.

Las apuestas por la paz y la democracia cuentan con muy pocas garantías, entre ellas, sobresale la ineficiencia de los poderes en sus funciones. De allí la importancia de garantizar la independencia de las ramas del poder público y, por ende, adoptar desde el principio las medidas orientadas a ese logro. Pero, aparte de esa garantía política, existe una garantía social muy importante, la vigilancia de los ciudadanos. Aunque la historia de estos países ha mostrado algunos fracasos para ciertos movimientos, que eventualmente constituirían la prueba de la poca fuerza de los movimientos sociales, es indudable que sólo provocar que se retomen los temas que se quieren clausurar constituye un triunfo que no puede ser despreciado. Pero, este papel de la ciudadanía está fuertemente vinculado con la posibilidad de acceder a la información suficiente e imparcial sobre lo que está sucediendo, lo contrario resta eficacia a este mecanismo.

Debe recordarse, entonces, el gran vacío que sólo Sudáfrica dio muestras de superar por medio de la realización de las audiencias públicas. Aparte de dar a conocer a toda la población el estado del proceso, esto contribuyó a la reconciliación, pues, se pudo reconstruir la historia, punto que aún es reclamado en algunos países, como Argentina, por ejemplo. Con todo, Sudáfrica ha descuidado la difusión posterior del estado del proceso.

El proceso sudafricano es el que más se acerca al cumplimiento del derecho a la justicia, y de él se pueden rescatar varios aspectos. Uno de ellos es evitar hablar de derrota del oponente. Reconocer intereses recíprocos contribuye a la generación de un ambiente propicio en medio del cual se puedan plantear soluciones concertadas y no impuestas por una de las partes. Esto ocurrió en Argentina, donde los militares eran conscientes de su dominio y obraron en concordancia propiciando una fingida reconciliación. Como prueba de esa afirmación, en este país se encuentran las confesiones militares después de doce años de los límites de la transición.

Sudáfrica también da ejemplo de los límites que deben imponerse ante una posible politización radical de la justicia. Se sopesaron múltiples aspectos, para alcanzar la salida menos lesiva para todos, aunque no necesariamente respondiera a lo que muchos defensores de derechos humanos entienden como derecho a la justicia. Como lo muestra el ejemplo sudafricano, es una equivocación pensar que figuras como la persecución penal son inherentemente contrarias a la paz y a la reconciliación, pues, lo que realmente se busca es la democracia entendida como un sistema que garantice a las personas la adecuada protección frente a la posible interposición del poder estatal con sus libertades.

De otro lado, uno de los puntos más duramente juzgados es el fracaso del proceso de reinserción en términos de criminalidad común, en países como El Salvador8 y Sudáfrica.9 Si bien es cierto que las políticas estatales se han quedado cortas, no lo es menos que este tipo de problemas reflejan dificultades de orden estructural que no pueden resolverse de la noche a la mañana. Pero, esto no implica que no deban seguirse adoptando las medidas necesarias para eliminar la pobreza, pues, los hechos que ahora se presentan como delincuencia común pueden llevar al resurgimiento del conflicto debido a las marcadas diferencias económicas y al incumplimiento de los acuerdos en cuanto a facilitar los medios materiales para la reinserción.

En lo tocante a la experiencia por países, el proceso sudafricano ha sido uno de los más alabados por reunir la mayoría de exigencias que contiene el derecho a la justicia; por ejemplo, sus mecanismos fueron bastante originales dentro de lo conocido por el mundo en los procesos de paz y de transición a la democracia, probablemente retomaron elementos de otros procesos y perfeccionaron otros. Así, el impacto de los mismos fue bastante positivo tanto en la comunidad del país, como en la comunidad internacional. Deben resaltarse las siguientes características: la publicidad del proceso entendida como la difusión a toda la sociedad —a pesar de que ello no perduró mucho tiempo—, y la amplia participación que se ha brindado para todos los actores del conflicto y para la sociedad, especialmente como forma esclarecer la verdad y de reconstruir la memoria histórica.

Este punto es muy importante porque contribuyó a construir en el imaginario social la figura de una sociedad unida que trabaja por un objetivo común.

Es muy importante, aunque excepcional, que el proceso haya sido asumido en su totalidad sólo por los sudafricanos, pues, aunque al principio se tuvieran dudas sobre la conveniencia de ello, esta sociedad demostró su capacidad para superar la dura etapa sin el apoyo extranjero; éste se limitó a la ayuda monetaria.

De otro lado, es interesante ver cómo se materializó el gran entendimiento que tuvo la sociedad sudafricana sobre el derecho a la justicia. Éste se expresó desde la propia conformación de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, la cual tuvo tres comités que respondieron directamente a las tres necesidades o componentes básicos que conforman el derecho a la justicia: verdad, sanción, reparación; éstos fueron los Comités de Rehabilitación, Amnistía y Reparación. Se podría pensar que el éxito del proceso sudafricano se halla en que la población más oprimida es también la mayoritaria, la mejor representada en el poder actualmente, y tuvo la oportunidad de pronunciarse al momento de construir un nuevo orden político. Pero, es innegable que la originalidad del proceso ha sido determinante y demuestra la necesidad de adaptación de acuerdo con las circunstancias propias de cada país.

En cuanto al proceso salvadoreño, no se han mostrado reclamos tan sonados como los de otros países en torno a la verdad y la justicia a pesar de la amplitud de la amnistía. El proceso parece ser bastante aceptado, pero ello puede ser simplemente una consecuencia lógica del funcionamiento de la democracia salvadoreña en la etapa posterior al conflicto armado. Así, antiguos guerrilleros participan en el debate político y han obtenido importantes cargos, aumentando, también, su capacidad de injerencia en la toma de decisiones. Esto, obviamente, es visto por la sociedad con beneplácito, pues comprueba la transparencia de los procesos democráticos.

Con todo, es preocupante el fracaso del proceso de reinserción, cuyas consecuencias se observan en un crecimiento alarmante de la delincuencia común. Este punto es muy importante, pues uno de los mayores pedidos de la comunidad es la justicia social, y posiblemente si ésta no se alcanza puede generarse, nuevamente, un conflicto o, por lo menos, desestabilizar la naciente democracia.

Aunque existió una Comisión, ésta no tuvo el impacto social y político deseado porque la sociedad civil no se interesó en ella, durante las negociaciones, las organizaciones no gubernamentales no fueron informadas ni invitadas a participar, en la Comisión no había nacionales salvadoreños, no hubo audiencias públicas y cuando salió el informe, el presidente Cristiani propuso una amnistía. Desde entonces, es inevitable establecer una estrecha relación entre la Comisión de la verdad y la impunidad, cuando la idea es la contraria. Pero, ello no puede llevar a ignorar un aspecto muy positivo, esa entidad sirvió para depurar las fuerzas armadas y revistió de obligatoriedad sus recomendaciones. Incluyó muy buena información sobre algunos casos (como los asesinatos de jesuitas), pero relativamente poca sobre la estructura de los escuadrones de la muerte, un fenómeno represivo particularmente importante en ese país. Además, su informe comprendió casos atribuibles a la oposición armada, pero solamente de parte de una de las facciones del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Estas limitaciones, indudablemente restaron peso y valor a la experiencia, pero, en todo caso, el esfuerzo tuvo un balance positivo por el reconocimiento de la absoluta buena fe e imparcialidad de los integrantes de la Comisión y las limitaciones temporales.

El proceso argentino lleva ya suficientes años como para poder ser evaluado de una manera un poco más certera. En ese sentido, han sido visibles las oposiciones tanto nacionales como internacionales frente a la ley de amnistía y otros mecanismos que se encargaron de negar justicia a las víctimas de la dictadura. De cualquier manera, la amnistía fue una decisión política, y a pesar de la gravedad de los crímenes cometidos, los presidentes sucesivos fueron responsables frente a sus electores y a las fuerzas militares, una presión muy difícil para un gobierno nuevo, especialmente, por el temor a un golpe militar.

Pero, es muy interesante ver cómo cuando el gobierno creía que todo el asunto estaba olvidado resurgió fuertemente el tema de las violaciones a los derechos humanos durante la dictadura, de la manera más irónica, a través de la declaración de un ex militar. Este aspecto reitera la importancia de la participación de los militares dentro de los procesos. Las leyes de amnistía fueron coyunturales y se ocuparon de calmar los ánimos en un momento, eso es lógico en leyes de esta clase, pero también se evidenció que los militares nunca imaginaron lo que el futuro depararía, aunque trataron de preverlo.

Hechos que pensaron que nunca se conocerían, ni serían motivo de temor para ellos, salieron a la luz pública y se convirtieron en el arma principal de las organizaciones de derechos humanos y de familiares de las víctimas para reclamar justicia. Si bien es cierto que la comunidad internacional se ha manifestado a través de diversos organismos, es evidente que sus pronunciamientos no tenían mayor fuerza que la moral, pero sólo necesitaba un leve empujón —dado por los ex militares— para convertirse en trascendentales dentro de la agenda nacional. Las esperanzas de las víctimas han resurgido, y aunque sea muy difícil que la justicia se haga cargo de los culpables, por lo menos la reconstrucción histórica se está dando lentamente. En ese sentido, lo que se puede decir respecto al proceso argentino es que definitivamente sirvió para calmar los ánimos en el momento adecuado, cuando el terror todavía rondaba la sociedad, pero que ahora, a pesar de múltiples leyes y otros mecanismos institucionales, no funciona frente a lo que el pueblo reclama y, más aún, frente a lo que algunos militares están manifestando: arrepentimiento.

El mayor error en Argentina fue privilegiar el criterio político en el momento de establecer la responsabilidad criminal. Con todo, fue el único país del cono sur que enjuició a sus fuerzas militares. A pesar de lo mucho que se ha hecho en la Argentina para romper el ciclo de impunidad (en comparación con otros países), es la verdad individualizada la que, en la amplia mayoría de los casos, sigue sin conocerse.

Las insuficiencias precedentes nos llevan a preguntarnos qué hacer para que tengan éxito mecanismos importantes como la Comisión de la Verdad. Además de la participación de los organismos de derechos humanos, se requiere un amplio movimiento de apoyo popular, en el cual las organizaciones sociales unan sus esfuerzos y participen realmente. La búsqueda de la verdad tiene más posibilidades restauradoras en la sociedad cuando forma parte de un esfuerzo abierto de pacificación nacional y compromete a la mayoría de la población.

Considero que las comisiones de la verdad tienen más probabilidades de llegar al conocimiento pleno de la verdad cuando actúan en el periodo inmediatamente posterior a la finalización de la crisis, si cuentan con garantías para sus miembros y para quienes deseen informar. De lo contrario, las investigaciones encargadas en medio del proceso de violencia tienden a ser parciales e incompletas, por el peligro que conlleva identificar y señalar públicamente a los culpables de violaciones a los derechos humanos. De allí la importancia de establecer comisiones independientes, pues éstas tienen más probabilidades de llegar al conocimiento de la verdad que aquéllas integradas por personas que forman parte de gobiernos acusados de cometer las violaciones a los derechos humanos.

De todo lo visto hasta ahora, es posible concluir que la paz es un proceso largo y difícil, estrechamente ligado a los avances en el derecho a la justicia, cuyos dilemas siempre sorprenden a las sociedades que los afrontan y cuyas soluciones provienen de la creación permanente y conjunta de un pueblo.


Notas al Pie

2Ver detalles sobre esta metodología en Thomas Ohlson, Power politics and peace policies, Uppsala, Report No. 50, Department of peace and conflict research, Uppsala University, 1998.
3La noción de derecho a la justicia de este trabajo coincide con la acogida por la doctrina internacional de los derechos humanos que lo entiende como verdad, sanción y reparación en casos de violaciones a los derechos humanos. Al respecto ver Juan Méndez, "Accountability for past abuses", en: Human Rights Quarterly, Baltimore Maryland, No. 19, The Johns Hopkins University Press, 1997.
4Por proceso de transición se entenderá la etapa de tránsito de una dictadura o de una guerra civil hacia niveles mayores de democracia, se acudirá entonces el concepto de poliarquía expuesto por Robert Dahl según el cual existirían diversos niveles de democratización en los sistemas políticos de acuerdo con ciertos rasgos.
5Las comisiones de la verdad son organismos de investigación creados para ayudar a las sociedades que han sufrido graves situaciones de violencia política o guerra interna, a enfrentarse críticamente con su pasado, a fin de superar las profundas crisis y traumas generados por la violencia y evitar que tales hechos se repitan en el futuro cercano. Generalmente, surgen en vista de la probada inefectividad del poder judicial para sancionar las numerosas violaciones a los derechos humanos, o ante la renuncia de los Estados a ejercer su poder sancionatorio. Por medio ellas, se busca conocer las causas de la violencia, identificar los elementos en conflicto, investigar los hechos más graves de violaciones a los derechos humanos y establecer las responsabilidades jurídicas correspondientes. Su trabajo permite identificar las estructuras del terror, sus ramificaciones en las diversas instancias de la sociedad, entre otros factores inmersos en esta problemática. Sus investigaciones abren la posibilidad de reivindicar la memoria de las víctimas, proponer una política de reparación del daño, e impedir que aquellos que participaron en las violaciones de derechos humanos sigan cumpliendo con sus funciones públicas, burlándose del Estado de derecho y de las víctimas, contribuyendo a la eventual realización del derecho a la justicia.
6La bibliografía usada para hacer el estudio descriptivo de los casos de Argentina, El Salvador y Sudáfrica se encuectra en la bibliografía general de este artículo discriminada por países.
7Informe de la Comisión de Derechos humanos del salvador CDHES 1992, disponible en: http://www.cdhes.com.sv.
8Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Instituto Universitario de Opinión Pública, "La violencia en El Salvador en los años noventa. Magnitud, costos y factores posibilitadotes", San Salvador, Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, Instituto Universitario de Opinión Pública, octubre, 1998, disponible en: http://www.iadb.org/res/publications/publifiles/pubR-388.pdf.
9Bill Dixon, Cloud over the Rainbow. Crime and transition in South Africa, disponible en htpp://www.keele.ac.uk/depts/cr/completeAR2002.doc.


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