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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.7 no.spe Bogotá Aug. 2005

 

Procesos de subjetivación, conflicto armado y construcción del Estado Nación en Colombia1

Subjetivation processes in Colombia: between the discourse the armed conflict and the construction of the nation-state

Adolfo Chaparro Amaya*

1Este artículo hace parte de la investigación "Análisis comprensivo de las interrelaciones entre tendencias actuales de la filosofía política y los estudios sobre las transformaciones recientes del Estado Nación en Colombia", financiada por Colciencias y la Universidad del Rosario.
*Filósofo, Universidad Nacional, Doctor en filosofía, Universidad de París VIII. Profesor de carrera Escuela de Ciencias Humanas, Universidad del Rosario, director de la Maestría en Filosofía y del Grupo de Estudios sobre Identidad de la misma Escuela. Bogotá-Colombia.

Recibido: febrero 2 de 2005 Aprobado: marzo 11 de 2005


RESUMEN

En este ensayo me pregunto cuáles son las condiciones de enunciación de algunas teorías concernientes a la filosofía política en Colombia, a partir de los años noventa, en el contexto del conflicto armado y en relación con las expectativas generadas por la Constitución de 1991. La hipótesis es que las diferentes formas de violencia que caracterizan al país durante esta época alteran sustancialmente la recepción de la teoría social, al tiempo que configuran los más diversos procesos de subjetivación ligados a los derechos sociales, a la acción armada o a la construcción del Estado nación.

A pesar del aparente caos que genera este conjunto —donde se interrelacionan los hechos, las teorías y los procesos de subjetivación—, el ensayo apuesta a la comprensión de las interrelaciones entre las prácticas y los discursos, estableciendo el campo de emergencia de la proliferación de teorías que explican, comprenden y/o proponen salidas al conflicto armado como una formación específica de saber, propia del desarrollo de las ciencias sociales en Colombia.

Palabras clave: Conflicto armado, violencia política, ciencias sociales, subjetivación, Colombia.


ABSTRACT

In this paper, it is asked, what are the discourse conditions of some political philosophy theories produced in Colombia during the nineties and in the context of armed conflict. The hypothesis is that the different forms of violence that occurs in this country during this period change the reception of social theory, and, at the same time, constitutes a myriad of processes of subjects' production linked to social rights, armed action and the construction of the state-nation. Despite, the seemingly chaos that generates this set of facts, theories and processes of subjects' production, this paper tries to understand the relationships between practices and discourses. To do this, I establish the field of emergence of all these theories that try to explain and to propose solutions to the armed conflict. In this way, I also try to show what is the specific form of knowledge that is proper of the Colombian social sciences.

Key words: Armed conflict, political violence, social sciences, subjetivation, Colombia.


En este ensayo me pregunto cuáles son las condiciones de enunciación de algunas teorías concernientes a la filosofía política en Colombia, a partir de los años noventa, en el contexto del conflicto armado y en relación con las expectativas generadas por la Constitución de 1991. La hipótesis es que las diferentes formas de violencia que caracterizan al país durante esta época alteran sustancialmente la recepción de la teoría social, al tiempo que configuran los más diversos procesos de subjetivación ligados a los derechos sociales, a la acción armada o a la construcción del Estado nación.

A pesar del aparente caos que genera este conjunto —donde se interrelacionan los hechos, las teorías y los procesos de subjetivación—, el ensayo apuesta a la comprensión de las interrelaciones entre las prácticas y los discursos, estableciendo el campo de emergencia de la proliferación de teorías que explican, comprenden y/o proponen salidas al conflicto armado como una formación específica de saber, propia del desarrollo de las ciencias sociales en Colombia.

Una paradoja mayor atraviesa el desarrollo de la sociedad colombiana a partir de los años noventa, y es que, junto con la consagración de los derechos fundamentales, la ampliación formal de los derechos sociales y el reconocimiento de derechos específicos a las minorías étnicamente diferenciadas, justo durante esa época se produce un mayor recrudecimiento de la violencia política y un aumento en los índices de otro tipo de violencias que normalmente se las considera culturales o, simplemente, delincuenciales.

El asunto es que, mientras la convocatoria al constituyente primario de 1991 parecía el efecto de un consenso que debería crear un clima de armonía social, en realidad sucedió todo lo contrario. Esta incompatibilidad de lo fáctico y lo normativo, expresada en la proliferación de violencias que han aparecido en la vida social al mismo tiempo que se amplía el marco incluyente de la ley, obligaría a reconocer una suerte de fracaso del Estado social de derecho consagrado en la Constitución, lo cual no pone en cuestión la Constitución en sí, sino la realidad política y social, que parece cada vez más esquiva a las explicaciones monocausales o a las simplificaciones ideológicas de cualquier tipo.

Por efecto de tal paradoja, durante estos catorce años se han afianzado formas comunitarias de vida y se han puesto en práctica derechos sociales que responden al intento de formación de una nueva ciudadanía, pero, igualmente, se ha hecho visible la violación masiva de los derechos fundamentales, se ha generado una hipertrofia de los derechos patrimoniales ligados a distintas formas de violencia, y se ha instaurado una suerte de justicia paraestatal en amplias regiones del territorio colombiano.

Sobre el fondo de esa paradoja, este ensayo se pregunta por las condiciones de enunciación de algunas teorías concernientes a la filosofía política en Colombia, a partir de los años noventa del siglo pasado, en el contexto del conflicto armado y en relación con las expectativas generadas por la Constitución de 1991. La hipótesis es que las diferentes formas de violencia que caracterizan al país durante esta época alteran sustancialmente la recepción y la contextualización de la discusión contemporánea sobre problemas como la tensión entre movimientos sociales y democracia, la incompatibilidad entre derechos sociales y aplicación del modelo neoliberal en la economía o la aparente indiscernibilidad entre guerra civil y lucha internacional contra el terrorismo.

A pesar del aparente caos que genera este conjunto —donde se interrelacionan los hechos, las teorías y los procesos de subjetivación—, este ensayo apuesta a la comprensión de las interrelaciones entre las prácticas y los discursos, calibrando la influencia del conflicto en torno a tres bloques problemáticos: (i) la coimplicación entre las políticas de Estado, el desarrollo de la economía y los factores de violencia, alrededor de la producción de sujetos de derecho bajo los principios normativos que rigen a partir de la Constitución de 1991; (ii) la proliferación de teorías que explican, comprenden y/o proponen salidas al conflicto armado; (iii) las tensiones teóricas y políticas que se derivan de la redefinición del conflicto armado dentro de la política de seguridad democrática del presidente Uribe.

En perspectiva, podemos afirmar que los colombianos han vivido la mayor parte de su vida republicana en situaciones de conflicto, de allí se deduce apresuradamente la continuidad histórica de la violencia. En realidad, hay claras rupturas discursivas en la forma de explicar la violencia, en las denominaciones que utiliza la sociedad y en la producción del tipo de sujeto colectivo que apoya o colabora con los grupos que han organizado la violencia en cada periodo histórico. Esa secuencia de rupturas sugiere una relación estrecha entre las formas de caracterización del conflicto y los procesos de subjetivación que genera la violencia en cada periodo.

En realidad, para dar cuenta de esta interrelación sería necesaria una genealogía del discurso sobre la guerra/conflicto en Colombia, que excede las pretensiones de este artículo. A cambio, esperamos establecer una tipología básica de las explicaciones del conflicto, para mostrar los criterios de formación del campo enunciativo y las pautas de transformación de los enunciados que constituyen el límite de lo decible sobre la violencia en Colombia.2 Por la misma razón, en lugar de exponer en detalle las discusiones que sustentan históricamente cada tesis, quisiera establecer el correlato del discurso con polos de referencia que permitan señalar su pertinencia explicativa frente al desarrollo del conflicto y, a su vez, mostrar cómo los nuevos paradigmas de la filosofía política permite aclarar las formas con que los individuos y los grupos asumen sus propios procesos de subjetivación en el marco del Estado nación. Para cumplir con ese doble requisito —sociológico y epistemológico— quisiera precisar los referentes contextuales a tener en cuenta: (i) la influencia del proceso de paz con el Movimiento 19 de abril en la Constitución de 1991, (ii) la escalada económica y militar del conflicto en los años noventa y (iii) la política de seguridad democrática del gobierno de Álvaro Uribe como una propuesta de solución definitiva al conflicto.

La estrategia discursiva es exponer las diferentes explicaciones del conflicto y tratar de establecer sus implicaciones en los procesos de subjetivación, de modo que sean estos procesos los que sirvan de vector de coincidencia entre los hechos y las teorías. Mi percepción, es que de esa coimplicación se puede deducir una dialéctica abortada, según la cual, a un primer momento formal, que representa el en sí del concepto de ciudadanía plena y nación multicultural plasmado en la Constitución del 91, se contrapone la historicidad, o el para sí de los grupos emergentes que reclaman esos derechos, para culminar en una síntesis imposible en la que la unidad del Estado nación sólo se logra por la negación —sin superación— de los dos momentos anteriores. De ahí que, a pesar de las nuevas formas de producción de sujetos de derecho inspiradas en amplias concepciones de la individualidad, de los derechos civiles y de los derechos sociales consagradas en la Constitución de 1991, a pesar de ese instrumento formal, el Estado no logra conjurar la violencia ligada a los grupos de guerrilla y paramilitares, al narcotráfico, a la corrupción política y administrativa; ni termina de reconocer a cabalidad los nuevos movimientos sociales, las demandas de las minorías, las nuevas formas de ciudadanía.

Para explicar esta situación excepcional, los analistas han tenido que confrontar la perspectiva normativa con eso que transgrede continuamente la ley, suspende el ejercicio de los derechos y expone a los individuos a un Estado de conflicto que muchos, siguiendo a Hobbes, no dejan de llamar "estado de naturaleza".

En esta circunstancia, los más optimistas han optado por considerar la violencia como un fenómeno ocasionado por múltiples causas, pero siempre con la premisa según la cual la violencia es coyuntural y puede desaparecer si se atacan las causas que la generan y se fortalecen las instituciones de policía, de defensa y de justicia. Los realistas, en cambio, han optado por explicaciones estructurales que intentan establecer un vínculo orgánico entre los fenómenos de violencia y el desarrollo histórico de la sociedad, de modo que, en vez de violencia, se habla de conflicto social armado, ya no como un fenómeno, sino como una caracterización política y sociológica de la relación Estado-sociedad en Colombia.

Además de esta oposición, hay otras más radicales, y un sinnúmero de matices que confirman la falta de consenso nacional acerca de la concepción que los diferentes sectores políticos y sociales, incluido el gobierno, tienen sobre la naturaleza y los orígenes del conflicto y, por tanto, en torno a los objetivos de los eventuales procesos de paz —hoy se habla, con más pragmatismo, de reinserción o desmovilización— que se pongan en marcha.

Desde luego, al indagar en las dificultades del consenso se van aclarando los efectos que las prácticas discursivas tienen sobre la explicación de las causas de la violencia y sobre los contenidos que se incorporan y/o desaparecen en el diseño de los sucesivos intentos de lograr la paz. Esas explicaciones, en la medida en que describen el fenómeno en un momento histórico, cumplen su ciclo y dan paso a nuevas explicaciones que intentan relacionar las nuevas formas de violencia con las transformaciones del conjunto social.

Ahora bien, si en principio el campo discursivo surge por una reflexión histórica y política de alcance nacional, con el tiempo, a medida que el conflicto se internacionaliza hasta convertirse en un paradigma de las nuevas guerras, las investigaciones se van conectando con la discusión actual sobre la guerra a nivel global, los análisis empiezan a producir teoría, se abren perspectivas de carácter ético y moral y, con frecuencia, los textos intentan salir del puro diagnóstico para proponer soluciones a los fenómenos de violencia o a las causas del conflicto, según la perspectiva.

En un espectro tan amplio es difícil establecer los enunciados que dan cuenta de este nuevo campo teórico, no sólo por (i) los diferentes aspectos que atañen a la violencia misma y/o al conflicto armado, o (ii) la dificultad de asumir una instancia privilegiada de explicación, sea política, jurídica, institucional, ética o sociológica, sino por (iii) la forma en que las distintas explicaciones se suceden, se superponen, se refutan entre sí a lo largo del tiempo, sin que necesariamente las últimas teorías sean las más convincentes, dado que (iv) ciertas explicaciones pueden pasar a segundo plano, no por su mayor o menor coherencia, sino por las circunstancias políticas y por lo intereses que median en las negociaciones de paz en un momento determinado. Sin embargo, con el ánimo de poner cierto orden en el discurso, quisiera establecer una secuencia en torno a seis grandes enunciados que dan cuenta, a su manera, de las causas del conflicto durante las dos últimas décadas.

El primero, está ligado directamente a la idea de que el conflicto obedece a profundas desigualdades económicas y sociales y que, por tanto, puede desaparecer a medida que desaparezcan esas circunstancias. El segundo, reconoce factores históricos, pero los proyecta estratégicamente en la perspectiva de dominación territorial que agencian los diferentes sectores en los que se apoyan los grandes antagonistas del conflicto armado; el tercero, revisa críticamente los dos anteriores y adjudica el conflicto a la falta de institucionalidad del conjunto social, lo que permite explicar la acción violenta por patrones individuales de ilegalidad política ligados a acciones delincuenciales altamente rentables; el cuarto, presenta el debate acerca de la caracterización del conflicto colombiano como guerra civil; el quinto, aborda un enunciado sincrético, que recoge las explicaciones anteriores en una gran hipótesis comprensiva y, por último, en el sexto sugiero algunas de las consecuencias teóricas y políticas que tiene la negación del conflicto armado en Colombia y su redefinición como lucha contra el terrorismo.

De la explicación estructural al lenguaje de los derechos

Siguiendo una tradición republicana, según la cual los grupos que se arman para combatir un gobierno o para tomarse el poder del Estado pueden ser considerados legítimamente revolucionarios, hasta los años ochenta era un lugar común, a partir de esta premisa, buscar las causas sociales o políticas que pudieran justificar la acción armada contra el establecimiento. Muchos de estos estudios se presentaban como análisis objetivos que intentaban establecer principios de carácter general (la dependencia poscolonial), la mayoría de las veces hipótesis históricas (la pobreza concomitante al subdesarrollo), con el fin de explicar la creciente desigualdad de la sociedad colombiana o los efectos excluyentes de los acuerdos políticos entre los partidos tradicionales durante el Frente Nacional. Con el tiempo, y en relación con la geografía de frontera donde se recrudeció la violencia, esta explicación fue reforzada por la constatación que la mayoría de los estudios sociales hicieran sobre la ausencia de Estado y la debilidad del aparato de justicia en gran parte del territorio nacional.

En términos generales, la violencia por causas estructurales es la que se genera en la desigualdad social y económica, y tiene como consecuencia el nacimiento y la consolidación de movimientos insurgentes que se conciben como resultado inevitable de una sociedad profundamente injusta y excluyente. A primera vista, los resultados de la Comisión de Estudios sobre la Violencia, creada por el gobierno de Belisario Betancourt y coordinada por Gonzalo Sánchez y el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional (1987), pueden ser tomados como paradigma de esta posición. Sin embargo, las variables de violencia que resalta el estudio resultan tanto o más interesantes que la violencia política, que respondería, más claramente, a las famosas causas estructurales.3 Es cierto que, detrás de las diversas violencias estudiadas —del crimen organizado contra políticos, periodistas y personas privadas; de las guerrillas contra el Estado y contra particulares; de los organismos del Estado contra las guerrillas, las minorías étnicas y los movimientos sociales; de particulares organizados vinculados a las diferentes modalidades delincuenciales; de particulares organizados con fines de autodefensa o de limpieza social; de los particulares en su vida privada— los autores suponen causas que tiene que ver con el orden político y social.4

Sin embargo, el énfasis está puesto en la presencia de múltiples violencias relacionadas con la calidad de vida y las relaciones sociales —entre las que sobresale dramáticamente el sicariato—, mientras que considera la violencia política como una lucha por lograr el acceso al control del Estado que no afecta los indicadores de violencia de una forma significativa: sólo constituían un 7,5 % de los homicidios en 1985.5

A mi juicio, esta relativización de la importancia de la violencia política, "Los colombianos se matan más por razones de la calidad de sus vidas que por lograr el acceso al control del Estado",6 sugiere modelos de explicación multicausal que dan cuenta de la preponderancia que la violencia no política, "violencia socioeconómica, violencia sociocultural, violencia sobre los territorios",7 fue adquiriendo a lo largo de los años ochenta, sea porque se hizo visible como problema en sociedades que aspiran a la modernidad, sea como factor de intensificación de la violencia política en Colombia. Lo interesante es que al llamar la atención sobre estas otras modalidades de violencia, el estudio de la Comisión de 1987 planteaba una hipótesis antropológica más fuerte, según la cual los colombianos estábamos inmersos en los patrones de una cultura de la violencia que no podía ser explicada con categorías puramente políticas o sociológicas.8

Aunque la tesis de los violentólogos no ha resultado convincente, quedó en el aire la necesidad de un enfoque integral de la violencia no política que incluyera factores sicológicos, antropológicos e, incluso, cognitivos y etológicos.9 Por eso, si bien la violentología es abandonada como tesis en los estudios sociales, a medida que adquieren relevancia el narcotráfico y otras formas de delincuencia organizada en la economía de los grupos armados ilegales, los factores no políticos de la violencia política se vuelven determinantes en los estudios sobre la violencia regional, en particular, los que describen el surgimiento de formas de control social, desconocidas hasta ahora, y en las que resulta inevitable establecer nexos estructurales entre el auge del narcotráfico, las formas de dominio territorial como formas de control de la vida cotidiana, la importancia del clan familiar en la impenetrabilidad de organizaciones criminales, la corrupción de las élites económicas y políticas como fuente de legitimación institucional de los agentes de violencia y el fortalecimiento de la guerrilla y el paramilitarismo en varias regiones del país.

Lo que se ha dado en llamar el clientelismo armado resulta especialmente didáctico para analizar la relación inextricable entre estos factores, y para demostrar la dificultad de separar, en muchas regiones y sectores urbanos, la violencia política de las diversas formas de violencia no política.10

Por ahora, sólo quisiera evocar ese conglomerado causal que rodea la violencia política que normalmente definimos como conflicto, a fin de resaltar la posición de fuerza ascendente que tiene la guerrilla desde finales de los años ochenta a la hora de exigir reformas sociales como condición previa para la suspensión de hostilidades. Frente a esa demanda, desde los años sesenta, las élites progresistas y la opinión pública parecen aceptar el peso que tiene el factor de desigualdad económica y social en la explicación de la violencia, de modo que los objetivos que la guerrilla plantea para lograr el proceso de paz como resultado de una determinada transformación social, con matices hacia la izquierda o la derecha, siempre parecen razonables, incluso para las fuerzas contrainsurgentes.11

En ese contexto de creencias y expectativas compartidas, si bien la Constitución de 1991 no se plantea como parte de un proceso de paz con una agrupación guerrillera específica, tiene la trascendencia política suficiente para cumplir con algunas de las exigencias que la sociedad colombiana en conjunto se hacía para responder, en el lenguaje de los derechos, a esa necesidad de transformación social. De hecho, uno de sus críticos más incisivos la considera "un instrumento de oposición democrática dentro del sistema", aunque insista en señalar que la Constitución esconde el "esquema histórico de dominación hegemónica" con los ropajes seductores del Estado social de derecho y la democracia participativa.12

El punto, para Mejía, es que la Constitución de 1991 fue concebida como un pacto utópico que respondía al imaginario colectivo más que a un contrato social adecuado a las circunstancias de conflicto social e injusticia estructural de la sociedad colombiana. Al constatar el escalamiento del conflicto que ha acompañado a la puesta en vigencia de la Constitución, Oscar Mejía concluye: "la Constitución creyó que ideando un esquema irreal de participación resolvía el problema del conflicto armado sin acudir a los actores armados protagonistas del mismo", por lo cual, la nueva Constitución, realmente, lo que haría es validar un proceso constituyente excluyente que sería "la causa del recrudecimiento del conflicto". El argumento de Mejía es que la Constitución de 1991 fue un acuerdo de mayorías y no un consenso, por lo cual "carece de la justificación moral y de la legitimación política universal que requeriría para lograr una validez y eficacia suficientes".13

A partir de la definición de Rawls de consenso constitucional, Mejía deduce que el consenso político propiamente dicho, esto es, "el consenso de consensos" que proyecta colectivamente el ideal de sociedad a la que todos aspiran y del que todos quisieran ser protagonistas, no fue en realidad un ideal concertado con todos los sujetos colectivos, sino un acuerdo entre el Partido Liberal, el Movimiento de Salvación Nacional y el Movimiento Democrático M-19.14

El resultado, dice él, es que la clase política tradicional y la élite criolla lograron (i) imponer el esquema liberal de la internacionalización de la economía15, lo que permitió acentuar las desigualdades y las injusticias que justificarían la escalada del conflicto desde el punto de vista de la guerrilla y (ii) "afianzar un proceso de reconciliación nacional sin los actores políticos del conflicto" —básicamente las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN)—, que no participaron en lo que se concibió como un ejercicio histórico de democracia participativa.

En mi opinión, aunque la crítica de Mejía resulta interesante, los argumentos expuestos presentan varias dificultades. Ante todo, una falacia de tipo histórico, ya que sólo por la confirmación a posteriori del escalamiento del conflicto podemos adjudicarle retrospectivamente a la Constitución el carácter de causa respecto de la historia posterior. Si hubiera sido una Constitución retrógrada probablemente el juicio sería el mismo, lo que sugiere una perspectiva más sutil y menos previsible para relacionar los dos fenómenos.

Otra dificultad, de tipo conceptual, es concebir la verdadera Constitución como un consenso de consensos, que parece una idea incontrovertible, sencillamente, porque no existen ejemplos históricos de referencia. Por lo demás, resulta ingenuo suponer que, en lugar de fortalecerse como lo estaban haciendo en la consolidación de poder regional, las FARC hubieran estado dispuestas al debate que significa un consenso de consensos a la manera de Rawls, o sea, renunciando a su historia como argumento. Esa valoración retrospectiva de la circunstancia —que ignora la multiplicidad de acontecimientos que concitó la constituyente por la insistencia en la ausencia de las guerrillas con más peso histórico en la vida del país— impide evaluar la participación de buena parte del EPL, de las milicias urbanas en Medellín y, especialmente, del movimiento indígena armado Quintín Lame, cuya convicción en la diversidad cultural se plasmó constitucionalmente en la definición multicultural de nación y en el rechazo a la exclusión atávica que lo nacional establecía respecto a otras creencias distintas de la religión católica.

Por eso mismo, termina por desconocer al M-19 como símbolo del cambio en la mentalidad de oposición en las grandes ciudades, en un gesto de cosmopolitismo que las guerrillas históricas parecían despreciar por principio.16 En efecto, la mezcla del componente urbano, el nacionalismo multicultural y el eclecticismo del M-19 respecto al principio marxista de la lucha de clases generó simpatía en la clase media. Igualmente, la sintonía de este grupo con la modernidad lo convirtió en promotor decidido de la ampliación de los derechos civiles y de la inclusión de derechos sociales en la nueva Constitución.

Pero el problema es más complejo. Primero, porque, como se verá en los otros apartados, no podemos establecer una clara relación de causalidad entre ampliación de la democracia y disminución de la violencia. Si bien podríamos demostrar la importancia de los movimientos sociales de la década de los ochenta en la redacción de puntos fundamentales de la Carta de 1991, y reconocer que muchos de los que surgen en los noventa están inspirados en los derechos que consagra la nueva Constitución, como anota Pécaut: "la idea de democratización no puede ser considerada como un remedio milagroso para la violencia y ésta no se debe asumir como una demanda de democratización". En otras palabras: "la democratización no constituye en sí misma una estrategia de cara a la violencia".17

La objeción de Pécaut deja abierta la necesidad de investigar la violencia en su dinámica específica y, a su vez, invita a explorar formas de poder político y democracia local que no pueden ser analizadas en el marco puramente institucional de la democratización. En ese sentido, en vez de reclamar a la Constitución fórmulas constitucionales acordes con nuestra identidad, lo que falta en el análisis de Mejía es, justamente, una descripción más precisa de la relación compleja entre violencia y democracia durante los años noventa, o mejor, de las tensiones que sufre la Constitución en esa oposición y su incidencia en la transformación histórica de la cultura política en Colombia en medio del conflicto.

En su crítica, Mejía minimiza importancia a la inclusión de lo que él llama "determinados sectores minoritarios", esto es, indígenas y afroamericanos, en términos de una política de reconocimiento. En su lugar, se lamenta de la ausencia "de los grandes protagonistas del conflicto armado colombiano" en el proceso constituyente. Por eso, en términos de reconocimiento, el constituyente de 1991 habría fallado al perder la oportunidad histórica de "resimbolizar y remitologizar" lo que se considera nuestra verdadera identidad nacional,18 lo que deja en el aire la sensación de que los grupos armados se perfilan como posibles identidades del proyecto de nación y como expresión del ethos disputatorio que caracterizaría nuestra democracia.19

En realidad, si este rasgo, que es lo propio de cualquier democracia abierta, deliberante e informada, estuviera arraigado en la nuestra, simplemente no habría conflicto armado.

En relación con la identidad, aunque pienso que el multiculturalismo resulta limitado para comprender el problema de las minorías étnicas en países periféricos20, a mi juicio, el rasgo más interesante de la Constitución de 1991 es, justamente, el intento de autodefinición de los límites y el alcance de la noción de nación. A partir de entonces, ya no es condición que todos los ciudadanos hablen la misma lengua o tengan las mismas creencias, ni siquiera los mismos principios de justicia para pertenecer al mismo Estado nación, ya que, por lo menos ideal y jurídicamente, la unidad nacional se funda a partir de la heterogeneidad: "entre ciudadanos de la misma comunidad política cada uno es para los otros y tiene todo el derecho a seguir siendo otro".21

Es muy probable que las respuestas que da la Constitución se reduzcan a un reconocimiento puramente simbólico y narrativo, sin efectos en una verdadera política redistributiva con implicaciones económicas y sociales. Aun así, la historia reciente muestra que las comunidades negras e indígenas han hecho de la Constitución un arma de lucha por la tierra y la defensa de su cultura.

También es cierto, como anota Palacios, que el problema rebasa el reconocimiento de las minorías y compete a todos los sectores sociales de la vida nacional "relegados hasta entonces por el monopolio de representación asumido por la clase política bipartidista".22 De ahí la paradoja fundamental que plantea la Constitución de 1991: las posibilidades que tiene el nuevo Estado social de derecho resultan obstruidas por la dinámica de la apertura, las privatizaciones y la adaptación del mismo Estado que la ha implementado a los nuevos axiomas del capital. Esa contradicción en el funcionamiento interno del Estado genera una tensión, que aún no se resuelve, entre los economistas y tecnócratas que legislan sobre el modelo de mercado y los tribunales (que Palacios irónicamente califica) de talante socialdemócrata.23

De ahí que la modernización económica resulte incompatible con la modernidad política, pero no por el hecho de que, como dice Mejía, la Constitución de 1991 hubiera planteado en su interior tres modelos de Estado: "el Estado social de derecho, el modelo neoliberal y el modelo multicultural", que habría dejado al país expuesto a una "contradicción jurídicamente inaceptable". Lo que sucede es justamente lo contrario: la Constitución expresa formalmente la universalidad de los derechos y los intereses —muchas veces contradictorios— a que pueden aspirar los sectores representativos de la nación como ciudadanos,24 y deja a la historia la puesta en evidencia y la posible resolución de esas contradicciones.

Otra cosa es que, como efectivamente sucedió, la Constitución de 1991 haya tenido un carácter compensatorio respecto a las reformas neoliberales implementadas desde el gobierno Barco y que fueron proyectadas como ideal de futuro por el gobierno Gaviria. En este sentido, la paradoja explícita que plantea la puesta en marcha de la Constitución de 1991, al tiempo con la apertura económica, es una contradicción implícita que afecta el conjunto de los Estados nacionales a escala mundial. Como dice Habermas, el problema es tan viejo como el capitalismo mismo:

¿Cómo se pueden aprovechar de manera efectiva los recursos e innovación que realizan aquellos mercados que se regulan a sí mismos, sin tener que asumir las desigualdades y los costes sociales que son incompatibles con las necesidades de integración social de las sociedades democrático-liberales?25

Lo cierto es que los Estados de los países en desarrollo no disponen del producto social necesario para llevar a cabo políticas distributivas y de subvenciones que generen transformaciones efectivas a escala social, de infraestructura y de empleo. En otras palabras, no pueden garantizar "simultáneamente la integración social y fomentar la dinámica económica".26 Ese es el caldo de cultivo de las diversas formas de populismo y un factor constante de conflicto e inestabilidad social en Latinoamérica.27

En esas condiciones, ¿cómo plantear seriamente una negociación dentro de un proceso de paz cuando los gobiernos saben que los objetivos impuestos por los organismos internacionales y por el mercado global sólo pueden alcanzarse a costa de los objetivos políticos y sociales que están en la mesa de negociación?

La mala conciencia que genera una respuesta realista a esta pregunta va a pesar en los siguientes procesos de paz, al punto que la idea de vincular el tema económico a la negociación con los grupos armados ilegales empezó a ser minimizada o, simplemente, descartada.28 No es extraño, entonces, que los analistas dejen el problema de la desigualdad como causa del conflicto en un segundo plano, para poner el acento en la economía de la guerra y en el costo de los procesos de reinserción de los victimarios y/o de reparación individual de las víctimas en el periodo posconflicto. En adelante, la política económica no será objeto de negociación, sencillamente, porque los gobiernos de la periferia creen firmemente que para seguir siendo viables y competitivos en la economía global deben renunciar a la soberanía sobre políticas macro de redistribución de la riqueza o del ingreso.

La hipótesis territorial

En 1987, Alejandro Reyes publica un artículo que, a mi juicio, se va a convertir en una de las tesis más fructíferas sobre el problema de la violencia en Colombia. Planteado como un estudio sobre el problema agrario, Reyes muestra "cómo la dinámica de los conflictos sociales puede explicarse al considerar las formas históricas de apropiación de la tierra y las modalidades de subordinación y resistencia del campesinado a tales procesos".29 En su argumentación, Reyes parte de la hipótesis histórica, según la cual, buena parte de las estructuras de propiedad consolidadas de las regiones tradicionales de la frontera agrícola tiene su origen histórico en las guerras del siglo XIX y la violencia desatada "entre 1946 y 1966, en casi todo el país". Como consecuencia de esos procesos de violencia, se produce la expulsión del campesinado y la concentración de la propiedad rural.

Esa expulsión no dejará de manifestarse hasta hoy en sucesivos movimientos de invasión de haciendas, "en corrientes migratorias hacia frentes de colonización, y en diversas formas de relación con movimientos armados revolucionarios o clientelas armadas de propietarios y narcotraficantes".30

De esta tesis se derivan varias consecuencias para los estudios sociales. La primera, la necesidad de establecer el mapa del conflicto armado siguiendo el desarrollo de las áreas de colonización, densamente pobladas y especializadas en la producción de alimentos y en cultivos de uso ilícito. Otra, tiene que ver con la tenencia de la tierra. En efecto, "la valorización de áreas de producción agropecuaria, por su incorporación a mercados externos o su comunicación a centros de consumo, estimula los variados métodos de recomposición de la gran propiedad en los frentes de colonización, dentro y fuera de la frontera agrícola".31 Por último, la cuestión de la reforma agraria, dirigida por el Estado o a través de formas violentas de organización del campesinado que ve en el latifundio una "constelación de poder" y construye en la conciencia colectiva "la imagen de la reforma agraria como la destrucción física de la hacienda y la invasión de la tierra".32

La respuesta a esta tendencia será el auge de la contrainsurgencia, estatal y paraestatal, que expresa "el potencial de violencia que es capaz de desplegar el latifundio cuando siente amenazados sus privilegios por la colonización campesina y las políticas distributivas de la tierra",33 especialmente durante la última década, en regiones donde el conflicto por la apropiación de la tierra no sólo polariza a colonos y terratenientes, sino que cuenta con la presencia de guerrillas, grupos paramilitares y fuerzas del Ejército.

En esa polarización, los colonos pobres tienden a apoyar a los grupos guerrilleros, constituyendo lo que William Ramírez ha denominado la "colonización armada", que, en un primer momento, surge como una violencia defensiva del campesinado frente a la violencia terrateniente, y luego se transforma por la decisión de los campesinos de asegurar la posesión de nuevas tierras (1981 y 1990).34 Cuando las guerrillas se asientan en esas zonas, María Teresa Uribe las caracteriza como territorialidades bélicas en los siguientes términos:

El accionar de [estos] grupos insurgentes en [su] guerra de movimientos permitió el establecimiento de fronteras […], la articulación de espacios en torno a sus rutas de desplazamiento y la relación de grupos aislados de pobladores de acuerdo con sus demandas de refugio y confrontación. Estas fronteras, más simbólicas que reales, cumplieron un papel fundamental: definir un adentro y un afuera, construyendo, de esta manera, una territorialidad bélica en el interior de la cual operaron otros mandatos y autoridades, nuevas normas y prohibiciones que fueron perfilando órdenes alternativos con pretensiones soberanas.35

En los años ochenta, estas territorialidades son moldeadas por la guerrilla con una nueva estructura de tenencia, "al obligar a los propietarios a cultivar alimentos, además de la ganadería, a vender o parcelar las tierras no explotadas y contribuir con aportes a fondos de crédito para campesinos, administrados por la guerrilla",36 pero, en la siguiente década, por la presión del narcotráfico, la tendencia del colono es a ofrecer en venta sus mejoras y a desplazarse para abrir nuevos frentes de colonización. En esa lógica, se produce una transferencia acelerada "de las mejores fincas a narcotraficantes, con lo cual la ganadería en su conjunto no sólo se capitaliza, sino que también se rearma".37 Desde luego, permanecen latentes las presiones campesinas por la tierra, que responden a la violencia económica y a la violencia armada de los grupos paramilitares y de autodefensa. Esta violencia agencia una especie de modernización defensiva, que establece pautas de desarrollo regional íntimamente ligadas a formas de fascismo cotidiano,38 en las cuales los objetivos de la modernización se plantean como un ideal productivo basado en la propiedad individual y cuya realización depende de la sujeción o la eliminación de los campesinos que siguen algún ideario comunitario de propiedad, tienen liderazgo sindical o se sospecha de su simpatía por la guerrilla.39

En ese sentido, el paramilitarismo se plantea como estrategia la disputa del control territorial con la guerrilla, lo que supone —además la confrontación militar directa, la oferta de seguridad y vigilancia, las masacres y los asesinatos selectivos— "el monopolio sobre los impuestos y los recursos económicos, así como las tramas de sociabilidad sobre las cuales arraigaban los mecanismos de representación e intermediación, intentando, por esa vía, ganar reconocimiento social".40

Un objetivo central de la estrategia es lo que muchos analistas denominan actualmente contrarreforma agraria. En esa perspectiva, todavía incierta, las luchas por la tierra aparecen como una reivindicación conservadora por la supervivencia y la identidad, que se resiste a la iniciativa desarrollista y modernizadora de los nuevos grandes propietarios. Lo interesante de estas luchas conservadoras es que ponen en entredicho la imagen que la modernización ha creado de sí misma como un espacio liberal, de progreso general, donde no cabe la posibilidad del conflicto y, menos aún, del conflicto armado.41

En cierto sentido, la modernidad política que genera la guerrilla en sus territorios se complementa fatídicamente con la modernización agroindustrial que impulsa la nueva gran hacienda; sólo que mientras en el primer caso prima el sentido de pertenencia territorial y cultural, en el segundo, las masas de campesinos son expulsados por las formas modernas de explotación del campo. Sólo en ese contexto se puede entender la articulación nefasta entre el alcance de la modernización en la implantación conflictiva de nuevos valores productivos, por un lado, y, por otro, el impacto de la guerra en la desarticulación de las comunidades campesinas, indígenas y negras.

Esta línea de investigación ha sido retomada de varias maneras para describir modalidades concretas de la ocupación de los territorios en conflicto y su incidencia en los procesos de subjetivación de la población civil, desde varias perspectivas: (i) por la vía de restablecer relaciones precisas entre el sistema político, el Estado y la violencia;42 (ii) a través del análisis entre la violencia y los movimientos sociales;43 (iii) por una aproximación, de diversa inspiración metodológica, a los distintos protagonistas de la violencia;44 (iv) en el intento de establecer las pautas estratégicas de ocupación de los actores armados a través de un análisis multicausal de la violencia, y que toma como unidad de análisis el municipio.45 Aunque tienen enfoques y conclusiones diferentes, me interesa destacar las investigaciones de Molano y Bejarano, por la forma como entrelazan la búsqueda del dominio territorial, la estrategia guerrillera y los procesos de subjetivación. Molano muestra primero cómo, históricamente, los grupos guerrilleros desarrollan distintas formas de interacción con las comunidades y los grupos sociales sobre los que tienen influencia y, luego, al enfocar el papel de la justicia guerrillera en varias regiones, termina por reconocer la instauración de un orden guerrillero, que se plasma institucionalmente en "una administración de justicia sumaria que busca la construcción de una hegemonía de los insurgentes que apuntaría hacia la creación de fórmulas de dominación legítima en las regiones donde la guerrilla ha hecho presencia tradicionalmente".46

Bejarano precisa esa influencia en términos políticos y económicos: por una parte, (al final de los años ochenta, en las zonas cocaleras) "la guerrilla lidera paros y marchas para llamar la atención sobre problemas sociales reales", lo que redunda en un claro reconocimiento;47 por otra parte, en zonas baldías o de colonización, donde la colonización es precaria, la guerrilla otorga créditos, implementa programas de reforma agraria y cumple la función de legitimar "el acceso a la propiedad de la tierra o la continuidad de su posesión";48 por último, en zonas de bonanza o de colonización, y donde el sistema de justicia es deficiente, "la guerrilla es juez, conciliador y policía, conduciendo a que la población demande su presencia".49

En otra dirección, hay estudios que resaltan procesos de subjetivación transitorios, por medio de los cuales los sujetos individuales y colectivos se someten a una suerte de esquizofrenia entre la pertenencia real a la que los obligan los grupos armados y la presencia virtual del Estado, que nunca se cristaliza más que parcialmente a través de la fuerza pública y en relación con las acciones más dramáticas de la guerra. Por tanto, la descripción de estos procesos de subjetivación pasa por una comprensión de la ausencia del Estado desde el punto de vista de los pobladores, ya que por costumbre, en estas zonas la sociedad no se reconoce en el Estado, ni lo acepta como tercero en discordia para dirimir sus conflictos. A propósito, Daniel Pécaut sostiene que la violencia tiene que ver menos "con los abusos de un Estado omnipotente que con los espacios vacíos que el Estado deja en la sociedad", la cual queda liberada a su propia dinámica de fuerzas en conflicto.50

Otros autores deducen de aquí el concepto de paraestado, que se expresa en las diferentes formas de justicia que se han desarrollado en los distintos escenarios del conflicto.51 Uribe, por su parte, habla de "órdenes alternativos de hecho", que no se pueden reducir a la geopolítica del conflicto armado, en tanto los grupos ilegales "reclaman para sí el monopolio de los impuestos, proveen orden y organización en sus ámbitos territoriales, configuran ejércitos capaces de defender fronteras y disputar nuevos espacios y construyen algún consenso así como formas embrionarias de representación".52 Frente a esos órdenes de hecho, y dado que la población de estas regiones no apoya explícitamente un proyecto de Estado nación o un modelo de desarrollo económico específico, Uribe concluye que, en vez de identidad, se debe hablar de:

Un sentir moral tejido sobre la experiencia de la exclusión y el refugio, sobre las heridas dejadas por la ausencia de reconocimiento y por la desigualdad social y, quizá también, sobre una noción difusa de justicia, más cercana a la venganza, que legitima el accionar violento de los armados como manera de establecer el equilibrio social roto por otras violencias anteriores.53

Lo que sugiere Uribe es que a la desterritorialización espacial la sucede una desterritorialización de los sujetos, que encuentra su expresión más dramática en la forma como los desplazados terminan por perder el referente espacio-temporal y tienden a aglomerarse en las ciudades, creando una expectativa de futuro que ninguna institución o grupo político parece dispuesto a resolver. El resultado es un vacío moral que, muy seguramente, expresa a su vez el vacío que la violencia va dejando en los territorios de donde provienen las masas de campesinos desplazados y plantea procesos de subjetivación ligados a la exclusión histórica, que no encajan en las tradicionales figuras políticas del rebelde o del ciudadano.

En síntesis, la tesis territorial privilegia como factor de violencia la formación de actores colectivos y la disolución de antiguas identidades, fuertemente determinados por un entorno caracterizado por la exclusión y por la concentración de las tierras productivas, de donde se deduce que al resolver estas circunstancias desaparecerían en gran parte los fenómenos de violencia, por la vía del fortalecimiento de un Estado con la fuerza suficiente para regular los conflictos sociales y con la legitimidad suficiente para plantear reformas que den salida a los problemas económicos y de exclusión social.54

La tesis de la acción racional

Frente a esta visión estratégica, en la que los agentes de la violencia se comportan como actores colectivos y generan procesos de subjetivación ligados fuertemente al territorio y al pasado histórico de violencias anteriores, a partir de la mitad de la década pasada, varios analistas pusieron en cuestión el modelo interpretativo basado en las causas estructurales de la violencia y en la primacía de los actores colectivos.

En mi opinión, lo que plantean los críticos de las causas objetivas de la violencia es, justamente, la necesidad de renovar los análisis de acuerdo con el cambio que la dinámica de la guerra y la economía del narcotráfico imprimieron al desarrollo del país en la década de los noventa, lo que generó otras condiciones objetivas y otros motivos subjetivos en la evaluación de los alcances de la violencia y en la valoración de los procesos de paz.

De ahí, la indignación epistémica con que economistas como Mauricio Rubio reaccionan frente a las negociaciones del gobierno Pastrana (1998-2002) con la guerrilla, las cuales, reclama, tienden a cambiar radical y equivocadamente las reglas institucionales del sistema democrático vigente. Aunque no es difícil deducir del análisis de Rubio la premisa política según la cual ese orden institucional debe seguir un patrón neoliberal —defensa de la libre empresa y fortalecimiento del Estado en instituciones judiciales y de defensa que garanticen el derecho a la propiedad, la privacidad y el orden público— su inconformidad manifiesta, ante todo, pretensiones cognitivas. Según él, los análisis tradicionales sobre las causas de la violencia y, por tanto, las negociaciones que parten de esa visión adolecen de "enormes inconsistencias, errores de previsión y carencia de principios".55

El punto neurálgico, en el que habrían caído analistas, políticos, intelectuales, organismos internacionales e, incluso, los paramilitares, es que al idealizar las intenciones de la guerrilla se minimiza o simplemente se desconocen las relaciones evidentes entre los rebeldes y las distintas formas del crimen organizado. En una perspectiva semejante, Rangel ya había señalado esta problemática: "[si antes] la guerrilla se financiaba principalmente recurriendo a asaltos bancarios, apoyos voluntarios de los campesinos y una que otra vacuna o robo a algún ganadero o campesino rico",56 a partir del final de los ochenta se fue consolidando una economía guerrillera orientada a la industria del secuestro, el narcotráfico y la extorsión generalizada. Con ese expediente, la guerrilla logró incursionar en regiones de reciente desarrollo, legal e ilegal, que se caracterizaban por generar grandes fuentes de divisas, como la explotación del petróleo, el carbón, el oro y el cultivo de la coca y la amapola como insumos para la producción y exportación de coca y heroína.

Por lo demás, la guerrilla había empezado a captar, por medio del clientelismo armado, una parte importante de los fiscos municipales, lo que en conjunto le significaban "ingresos superiores a los mil millones de pesos diarios".57 La conclusión de Rangel es que, en cuanto a sus propósitos, la guerrilla había reemplazado la lucha por la tierra por "la influencia y el dominio territorial" basado en una muy exitosa estrategia económica.58

Para Rubio, ésta es la evidencia de que las guerrillas no actúan ya por condiciones de pobreza o injusticia social, que los objetivos económicos han desplazado los ideales políticos en sus motivaciones para la acción y, lo más importante, que resulta improcedente implementar políticas sociales en regiones de crecimiento económico que son las preferidas por la guerrilla para institucionalizar el control armado sobre la población y dar legitimidad al conjunto de sus actos delincuenciales.59

A partir de estas conclusiones, Rubio propone invertir los factores para considerar a la guerrilla —y eventualmente los paramilitares— como organización criminal y no tanto como organizaciones políticas. Para ello, propone adelantar estudios que prescindan de los errores que se perciben en el famoso informe realizado por la Comisión de Estudios sobre la Violencia (1987), en particular, (i) "la naturaleza ideológica de algunas explicaciones", (ii) el desarrollo de teoría sin respaldo empírico y (iii) la exposición de "ideas como explicaciones".60 A cambio, propone un modelo basado en la teoría de la decisión racional, el análisis institucional y la teoría de las organizaciones. La pretensión es evitar, respecto a cada error anotado, en su orden, (i) que las violencias sigan siendo consideradas como fenómenos colectivos desligados de los individuos que toman las decisiones; (ii) controvertir estadísticamente la conclusión según la cual "los colombianos se matan más por razones de la calidad de sus vidas y sus relaciones sociales que por lograr el acceso al control del Estado" y (iii) evitar, por principio, cualquier justificación de la violencia política.

Curiosamente, la ideologización de la que se lamenta Rubio en la consideración romántica del rebelde ha venido a ocupar los análisis institucionales, pero con el signo contrario. En efecto, para funcionarios, empresarios, comerciantes y muchos ciudadanos urbanos, la violencia ya no hace parte de la vida de las comunidades, sino que es ejercitada por algunos criminales con gran poder que serían los "profesionales del crimen"; así, se ha ido imponiendo la ideología que explica la violencia con argumentos motivacionales en los que la guerrilla obedece, simplemente, a su interés propio y, por esa vía, sus acciones se asimilan directamente con las conductas del delincuente común. Es interesante constatar cómo cualquier teoría, sea el marxismo o la racional choice, convertidas en creencias pierden su poder explicativo y se vuelven justificaciones a priori de una determinada valoración previa a la acción.

Pero, el asunto no compete sólo al ámbito de la creencia, sino a la forma como se prospectan consecuencias morales derivadas del análisis científico. Es cierto que, en ese intento, el propio Nozick termina por renunciar al carácter universal de la norma moral o de un determinado principio natural para someterlo a la prueba de la ventaja comparativa, dado un contexto específico. Pero, en el caso de Rubio, mi impresión es que al generalizar el efecto penal en la interpretación de la violencia política, se opera un reduccionismo semejante al de la última instancia del marxismo, sólo que ahora se privilegia el enfoque del individualismo metodológico. Los actores violentos no responden, entonces, a conflictos socioeconómicos ni a la vinculación política con las comunidades donde se desenvuelven, sino que, en la lógica de la elección racional contextualizada de esa manera, responden preferencialmente a intereses individuales de carácter delincuencial.

Dado que el enfoque de la elección racional subraya el puro interés personal y el carácter delictivo de las acciones (secuestro, extorsión, narcotráfico) abstraídas del contexto histórico-político, los factores estructurales de la explicación causal desaparecen, por lo cual, los análisis se convierten en diagnósticos que señalan la ineficiencia de la justicia y, a cambio de la explicación —que, en su perspectiva, justifica la acción delictiva—, proponen soluciones al conflicto que, normalmente, suponen una alta dosis de judicialización y represión a las conductas de los agentes.

Para terciar en el debate, en un intento por hacer justicia a la relación clásica que las ciencias sociales han establecido entre desigualdad y violencia, Francisco Gutiérrez61 revisa cuidadosamente la literatura extranjera, para concluir que, si bien el modelo inequidad/violencia está sujeto a diversos tipos de paradojas y contradicciones cuando intenta explicar casos específicos, la crítica de que ha sido objeto en el caso colombiano resulta insatisfactoria, al menos por dos razones: por el sobredimensionamiento abstracto que sus críticos hacen del modelo criminalístico, que parece ajeno a cualquier otra variable, y por la incapacidad de este modelo para explicar "por qué la gente se rebela".62

Sin ánimo de cerrar la discusión, mi opinión es que, para evitar una discusión a fondo sobre el paradigma individualista de la acción racional, Rubio mantiene un cierto vínculo de la violencia política con las causas objetivas, pero el énfasis está puesto en los enunciados prescriptivos que inducen al lector a abandonar el criterio moral por el cual el rebelde era visto como un actor colectivo con razones políticas y con un grado de respaldo popular. Curiosamente, es del propio Rangel, quien comparte muchas de las premisas de Rubio, que podemos deducir la crítica a sus conclusiones:

Las cantidades ingentes de recursos que hoy maneja la guerrilla han ocasionado la distorsión de su imagen y naturaleza en muchos sectores que ven equivocadamente en los grupos insurgentes sólo un negocio para el enriquecimiento personal de cada uno de sus integrantes. Nada más errado y peligroso que esta interpretación.63

Para Rangel es claro que la apuesta estratégica de la guerrilla es el control territorial, y la táctica la expansión y el afianzamiento del poder local, esto es, la finalidad política.64 Del hecho que las guerrillas no puedan aspirar a tomar el poder central no se deduce que su presencia fragmentada en todo el territorio sea una renuncia al poder real, ni que su financiación como organización prescinda de los objetivos políticos iniciales, sino que la estrategia "se ha revertido hacia un nuevo balance entre unos fines más modestos —el poder municipal— con unos recursos casi ilimitados".65 Por eso, si bien las estrategias de la subversión se localizan geopolíticamente en las zonas con mayores fuentes de riqueza, las condiciones económicas no inciden en la criminalidad guerrillera de manera determinista y unívoca. Lo que es necesario entender, y que hace mucho más complejo el panorama, es que las guerrillas —y los para-militares— han aprendido suficientemente de las leyes del mercado y han aprovechado los intereses individuales de los pobladores, de ciertas autoridades y de los políticos, para fortalecer su influencia en el funcionamiento clientelista del Estado y para aprovechar la riqueza generada por el comercio y las empresas legales e ilegales en cada región.66

Ahora bien, es innegable que los aportes explicativos y las recomendaciones metodológicas de Rubio, entre otros, han cambiado sustancialmente los análisis económicos de la guerra. Para muchos académicos y planificadores del gobierno, ya es un lugar común aceptar que en la historia reciente la evidencia empírica muestra que no es en los lugares más pobres donde se origina la violencia, y que la escalada simétrica de guerrillas y paramilitares no puede explicarse a partir de la categoría pobreza.67

En efecto, para los analistas económicos es cada vez más clara la relación directamente proporcional entre el crecimiento económico de los distintos departamentos y el aumento en sus tasas de homicidios, especialmente. Para otros, es evidente la explicación de los fenómenos de violencia en las zonas de colonización interna, por la riqueza que generan los cultivos de uso ilícito y la producción de narcóticos, pero, también, porque normalmente en estas regiones los servicios públicos son escasos, los aparatos de justicia son casi inexistentes y la fuerza pública del Estado no tiene el monopolio de la coerción.68

Hay un aspecto que resulta especialmente interesante en el análisis de Rubio, por la forma como replantea la interrelación entre lo político, lo económico y lo militar al relativizar las creencias que justifican la rebelión por razones de desigualdad o injusticia social. Esta mentalidad "equivocada", dice Rubio, ha contribuido "a deslegitimar cualquier forma de creación de riqueza" y a "legitimar cualquier forma de redistribución".69 En su intento de inaugurar una nueva mentalidad sobre el rebelde, Rubio parece inducir al razonamiento contrario: deslegitimar la redistribución (como política de Estado) y justificar cualquier forma de creación de riqueza.

Por lo menos, eso es lo que resulta al aplicar esta dialéctica al análisis histórico de la función económica del paramilitarismo en sus regiones. En efecto, desde el Frente Nacional, los distintos gobiernos han eludido sistemática-mente la implementación de una reforma agraria en profundidad adoptando políticas de subvención y asistencia a los campesinos pobres. Más aún, como observa Reyes, se pueden desarrollar reformas agrarias que en un primer momento afectan la distribución de la tierra pero dejan intacto "el sistema de poder mediante el cual los terratenientes obtienen una parte privilegiada del producto social", dado que, rápidamente, los empresarios agrícolas (como en el caso de Córdoba) recuperan pronto las tierras ya mejoradas con inversión pública ante "la incapacidad de los campesinos para competir en productividad, si no cuentan con capital de inversión adecuado".70

Si a este fenómeno le sumamos el del neolatifundio, esto es, el progresivo "relevo de capas propietarias de la tierra en favor de los compradores que tengan capacidad de crear sistemas privados de protección y disuasión de los posibles adversarios",71 especialmente en los frentes de colonización, podemos constatar (i) la forma como la redistribución se hace ineficaz sin recurrir a argumentos ideológicos, y (ii) cómo la legitimación de ciertas formas de producción de riqueza —vía legalización de predios expropiados, vía expulsión o desplazamiento forzado, vía adquisición de tierras por parte del narcotráfico— va configurando el fenómeno de la contrarreforma agraria en las zonas más productivas del país.

Es muy probable que estas formas de creación de riqueza, ligadas a la modernización y a la conquista militar desde el siglo XVI, terminen por ser legitimadas a través de un proceso de paz con los paramilitares, ante lo cual Rubio pondría en primer plano el argumento racional de la legítima adquisición de los bienes como condición de cualquier acuerdo contractual en sociedades liberales. Pero, como es evidente, esa legitimidad no es eficaz si no cuenta con los medios para hacerla efectiva, por lo cual, nos vemos abocados a reconocer el carácter histórico, contingente, del principio más preciado en la argumentación de Rubio: la justicia. Más aún, en esa lógica, frente a las estadísticas de la concentración de la propiedad rural y del desplazamiento masivo, tendríamos que aceptar que hay dos justicias: una real, que garantiza los derechos patrimoniales a través del aparato jurídico y las fuerzas armadas y de policía, y otra virtual, consagrada en la Constitución, que reclama por los derechos fundamentales de la mayoría de la población. Así, volvemos al problema inicial, de las causas objetivas y de las formas de justificación de la violencia, pero esta vez para mostrar las falacias que esconden tanto el principio de imparcialidad de la justicia estatal en Colombia como la aparente neutralidad del mercado en la creación de riqueza.

Desde luego, al desvirtuar el argumento según el cual la violencia individual y colectiva se justifica por la pobreza —lo que no desvirtúa el argumento de la riqueza, que por el recodo nos lleva al mismo punto—, los asesores del gobierno han encontrado un pretexto racional, probado con suficiente evidencia empírica, para desviar la explicación sobre las causas del conflicto del problema económico. De esa manera, se elimina el tema como presupuesto de cualquier negociación y se restringe el alcance de las políticas de paz a programas de rehabilitación de las zonas afectadas y al intento de fortalecer las fuerzas armadas y, eventualmente, el sistema judicial.

Pero, curiosamente, en esa lógica, cuando suponíamos que el problema de la violencia guerrillera y paramilitar era básicamente un problema judicial, y que los actores violentos no tenían ya la calidad de interlocutores políticos, el ejecutivo y los legisladores de la nación han decidido justo lo contrario.

No sé lo que piense Rubio del estatus político otorgado en la nueva ley de Justicia y Paz a los paramilitares, pero supongo que está dispuesto a reconocer la limitación de los modelos puramente técnicos y conceptuales cuando se trata de enfrentar un tipo de violencia ligada de muchas formas al establecimiento, que afecta la base misma de la institucionalidad, pone en un abismo las definiciones clásicas del rebelde y hace inocuo el papel del aparato de justicia cuando un gobierno intenta establecer consensos acerca de lo que un determinado grupo armado está dispuesto a aceptar como castigo en un proceso de desmovilización.

A mi juicio, eso es esencialmente un problema político.

Las facetas de la guerra civil, o la tesis del conflicto inacabado

Cuando se hace la pregunta por el tipo de subjetividad que acompaña los procesos de formación del Estado nación, resulta interesante confrontar la hipótesis defendida por varios analistas (Eduardo Pizarro, Ramírez Tobón, Fernán González, Pécaut) según la cual en Colombia hay una fuerte tradición que establece vínculos indisociables entre los fenómenos de violencia y las expresiones de la política. En cada época se pueden detectar relaciones conflictivas con diferente alcance y consecuencias en la formación del Estado nación. Estas relaciones son heterogéneas, pero parecen mantener una cierta continuidad histórica. Sea que nos remontemos al desafío que las guerras civiles plantean al poder central, sea en la exacerbación de las identidades partidistas que llevó a la violencia de los años cincuenta, sea en la forma sistemática como, a partir de los setenta, los movimientos sociales fueron reprimidos violentamente por el Estado, sea en la forma como, cerrado el espacio de la reivindicación social, en muchas regiones se fue fortaleciendo la guerrilla o sea en la expresión local y regional de poderes de derecha o izquierda que crecen impunemente hasta consolidar su dominio sobre muchas poblaciones durante los años noventa, en todos estos momentos se impone la convicción de que es necesario dirimir los conflictos sociales —o tratar de cambiar los principios fundamentales del Estado— por la vía armada.

En efecto, nombrar la violencia de una u otra manera tiene implicaciones en la imagen histórica que la nación produce de sí misma.72 Con el tiempo, esa imagen se consolida como parte de una reconstrucción pública que confirma o pone en cuestión los procesos de identificación política de los ciudadanos y, por tanto, funciona como elemento nucleador o desintegrador de los consensos que harían posible la solución del conflicto.

Esta situación es patente cuando se evoca la opinión pública o la sociedad civil como instancias de mediación y persuasión frente a los actores armados. Lo que se percibe desde la superficie de las manifestaciones públicas es que la sociedad civil se encuentra fragmentada en cuanto a la opinión sobre los efectos —las causas no son motivo claro de reflexión— y las posibles soluciones al conflicto. Esa división se puede detectar, grosso modo, en relación con las expresiones de rechazo al secuestro (adjudicado normalmente a la guerrilla) y a las masacres (ocasionadas por grupos paramilitares), respectivamente. Igualmente, dado que el Derecho Internacional Humanitario separa claramente los combatientes del resto de la sociedad, esta definición ha servido para crear, esporádicamente, en momentos álgidos del conflicto, un cierto consenso en torno a la necesidad de la paz como una actitud de rechazo al hecho mismo de la guerra y a sus efectos inmediatos.

Pero, curiosamente, la sociedad no tiene herramientas para expresar y hacer efectiva su opinión sobre la naturaleza del conflicto, de hecho, esa opinión sigue cooptada por los actores armados, incluido el gobierno que busca un consenso absoluto sobre el tema. Recientemente, en los debates del Congreso sobre la ley que formaliza la desmovilización de los grupos paramilitares y de autodefensa, se puso en evidencia un verdadero vacío conceptual, que uno podría interpretar como deliberado desconocimiento histórico, a la hora de definir si Colombia vive un conflicto interno o, simplemente, está empeñada en una lucha contra un grupo de terroristas desvinculados de la sociedad y, por tanto, ajenos a los intereses del conjunto de los ciudadanos.

En definitiva, lo que queda claro es que no hay un concepto que pueda tipificar las formas de violencia que caracterizan esta época histórica en Colombia, en parte, porque los conceptos utilizados provienen de otras experiencias históricas; en parte, por la apatía de la mayoría sobre los fines declarados de la violencia y porque los usos políticos de las definiciones no siempre coinciden con las caracterizaciones de los historiadores o, mejor, porque las formas actuales de nombrar el conflicto comportan formas de valoración e intenciones pragmáticas que los actores imprimen a su discurso para ganar el apoyo de la población o para definir objetivos, más o menos ocultos, que justifican un determinado ejercicio de la fuerza.

Por lo demás, sólo a medida que se alejan los acontecimientos se van sedimentando las denominaciones. Nadie duda hoy en reconocer la caracterización de largos periodos de nuestra historia bajo el título de guerra de Conquista que consolida el dominio español a partir del siglo XVI o de la guerra de Independencia que sirve como condición de la fundación de la República.73 Pero, sobre las formas de violencia del siglo XX en Colombia, excepto la guerra contra el Perú, no hay un consenso definitivo. Mas aún, se podría afirmar que la definición de la violencia actual puede arrojar luces o distorsionar definitivamente la interpretación de la época de la Violencia en los años cincuenta, o lo que en los años sesenta y setenta se llamaba guerra revolucionaria (o movimiento de liberación), igual, sobre lo que hasta finales del siglo pasado se denominó conflicto interno.

Como no tengo una hipótesis definitiva sobre este juego hermenéutico entre las tipificaciones que los historiadores de las ciencias sociales hacen de los conflictos y las denominaciones que la violencia adquiere en cada momento, por ahora, quisiera seguir la discusión que ha planteado Ramírez Tobón en su insistencia por caracterizar el conflicto colombiano como una guerra civil.

La hipótesis de Ramírez Tobón parte de un argumento histórico, según el cual:

La historia de nuestro país es la de un contractualismo coactivo nunca resuelto y, en consecuencia, caracterizado por el hecho de que desde varios ángulos del poder social dominante se han impulsado contradictorias alternativas de hegemonía nacional sin que desde ninguna de ellas se logre el monopolio legítimo de una fuerza que permita articular el inconexo tejido de la nación.74

Desde luego, esta tendencia hacia el contractualismo coactivo evoluciona hacia diferentes formas de consenso —por las cuales el Estado intenta, cada vez, armonizar la seguridad individual, la identificación más o menos incluyente de los ciudadanos con el proyecto nación y la realización de los proyectos económicos del país—, pero nunca logra el monopolio de la fuerza para el Estado y no logra detener el proceso de fragmentación de la nación. En esa lógica, durante los años noventa se produce una disociación que mantiene los criterios de civilidad en el centro y en las grandes ciudades, mientras que las expresiones violentas de la vida política se intensifican en las regiones de mayor dinamismo económico, lo que genera una verdadera fragmentación en términos de lo que Fernán González llama la modernización diferenciada que caracterizaría el desarrollo de la nación en Colombia.75

Esta fragmentación era más o menos previsible en el marco de un modelo de desarrollo capitalista volcado hacia el mercado externo como el nuestro, pero eso no justifica la incapacidad del Estado para detener la descomposición campesina, ni la respuesta a la falta de alternativas por vía de la liquidación física, social o política de los adversarios. Mientras, el conflicto propiciaba cada vez mayores y nuevos recursos para la guerra e incorporaba a más sectores de población, haciendo inviable su solución por la vía de la negociación política.76.

La tesis de Ramírez Tobón es que desde el Frente Nacional, el Estado no sólo sigue preso de los intereses gremiales o partidistas, sino que toma partido frente a los conflictos, de modo que los gobiernos "le van dando a la resistencia agraria y a los proyectos más urbanos de otras organizaciones de izquierda radical, una resonancia y calidad de subversión política que en lugar de ahogarlas o debilitarlas les confiere crecientes y visibles derechos de beligerancia".77

En esta perspectiva, el crecimiento de la guerrilla de las FARC durante los años noventa, le permite a Ramírez Tobón hablar del conflicto armado como una particular guerra civil que responde a las características típicas para su definición: presencia de dos fuerzas contendientes, conflicto violento de masas, una mínima organización centralizada de las luchas y los combatientes, y operaciones bélicas regularizadas y enmarcadas por una estrategia global. Pero, a su vez, durante el mismo periodo, con la incidencia económica del narcotráfico en el crecimiento de la guerrilla y de los paramilitares, a esta caracterización se le pueden añadir los rasgos que Mary Kaldor señala en la aparición de un nuevo tipo de guerras civiles: (i) múltiples repercusiones transnacionales, siendo guerras locales, (ii) su forzosa inserción en el contexto de la globalización, (iii) el desdibujamiento de las fronteras y distinciones entre la violencia política, el crimen organizado y la violación a gran escala de los derechos humanos.78

Si observamos el desarrollo de las FARC y de las AUC, es evidente que el empleo de nuevos recursos económicos para el sostenimiento de la guerra marca el paso de una etapa a otra no sólo en la conformación de los grupos, sino en su inserción global y en la degradación interna del conflicto colombiano. Ese tránsito ha sido previsto por Collier —uno de los autores más citados en los estudios recientes— cuando advierte que en la emergencia de las nuevas guerras civiles no es determinante la premisa de las condiciones objetivas de descontento social que llevarían al conflicto, ya que el conflicto sólo deriva en guerra civil "cuando las organizaciones rebeldes logran la viabilidad financiera para mantenerse como ejército organizado".79

La organización de los grupos armados, sean guerrilla o autodefensas, sufre una reestructuración que los incrusta claramente en el mercado del narcotráfico para adquirir los recursos de la guerra, dejando en un segundo plano el secuestro, la venta de seguridad y/o la extorsión como fuentes de financiación. Dado que la dimensión y el manejo de estos recursos está abierto a otros competidores, el mercado obliga a los actores armados a "una reingeniería de sus proyectos bélicos en la cual la relación ingresos/egresos, la maximización de activos y la búsqueda y control de fuentes de recursos termina por condicionar considerablemente la táctica y la estrategia políticomilitares".80

Siguiendo esa transformación, Ramírez Tobón establece la relación entre los procesos de subjetivación y la formación del Estado nación, en medio del conflicto, como un enfrentamiento entre proyectos antagónicos, los cuales "no pueden ser reducidos al simplista esquema de un devastador choque entre aparatos armados sin ningún sustento social y político".81 En el caso de las FARC se trataría de "un proyecto de orden ciudadano autoritario de izquierda y de reordenamiento territorial de los poderes locales acumulados a lo largo de la guerra, a expensas de la mayor fragmentación posible de la soberanía nacional del Estado"; en el caso de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), se trataría de "un proyecto de recentralización de la soberanía estatal y de orden ciudadano autoritario de derecha, impulsado a través de alianzas estratégicas con las fuerzas armadas y los sectores más conservadores del empresariado y la política". Por su parte, "en el caso del régimen político predominante se trataría de un proyecto de conservación del orden capitalista según la tradicional gestión de reformas limitadas y controlables".82

Lo que se deduce de esta partición del proyecto nación es (i) que la aceptación del contexto global en el que se mueven las nuevas guerras no invalida la persistencia de actores colectivos organizados, enfrentados entre sí o frente al Estado, y (ii) que esta confrontación ha terminado por recomponer las relaciones sociales y las relaciones de fuerza en la mayoría del territorio nacional.

Sin embargo, queda la sensación de que este esquema conceptual resulta demasiado coherente frente al desdibujamiento de los fines que persiguen los actores armados y al creciente escepticismo de la población frente a los proyectos que éstos encarnan, además de otros fenómenos que se salen del esquema como el descrédito de la guerrilla entre las clases media y alta, la ausencia de imaginarios definidos de las figuras amigo/enemigo, la forma como los movimientos sociales evitan el apoyo de guerrillas y paramilitares, en fin, la forma como el miedo y la represión han ido separando cada vez más el conflicto armado de los actores sociales, lo que genera un estado continuo de amenaza confusa a la que corresponde la ausencia institucional del Estado en muchas regiones, o sea, su presencia difusa.

Para ilustrar esa correspondencia entre violencia confusa y Estado difuso, Pécaut describe cómo, en la Colombia de los noventa:

Las barreras sociales se han debilitado, se ha quebrantado la dominación de las viejas élites, se han impuesto nuevos modelos de desarrollo agrícola, la corrupción ha minado las relaciones con las instituciones, las de lo local, lo nacional y lo transnacional han sido modificadas, y el imaginario político ha sufrido una metamorfosis.83

Con este escenario de fondo, Pécaut ha desarrollado fuertes argumentos que ponen en cuestión la denominación de guerra civil. El primero, más bien aleatorio y relativo al sentido común, es que a pesar de la presencia de la guerrilla en todo el territorio nacional, a la importancia del narcotráfico en su financiamiento y a la posible intensificación de otras violencias por efecto de la violencia guerrillera, "son muy pocos los que piensan que el conjunto de tales fenómenos vaya a desembocar, un día cualquiera, en cambios de gran envergadura", lo contrario, "las dinámicas de la violencia se van rutinizando y parece que el país pudiera adaptarse a ellas".84 El efecto es la deflación del mito revolucionario y la confirmación, en Colombia, del mito de la violencia "como dimensión que explica todo lo que acontece".85

En el ámbito político, Pécaut considera que ya pasó el periodo en que los conflictos estaban claramente ligados a problemas sociales y los actores armados representaban los sectores de población bajo su control. Entre otras cosas, por eso resulta altamente improbable una polarización creciente que pudiera involucrar y, eventualmente, polarizar el conjunto de la población en términos de amigo/enemigo. En su lugar, se han fortalecido lo que él llama redes de poder local desarticuladas de los movimientos sociales, difíciles de categorizar desde la identificación con un determinado actor político o grupo social, y dentro de las cuales, sea por miedo o por complicidad, en vez de la expresión pública se va institucionalizando la ley del silencio,86 y la costumbre de transar los derechos, las reglas, el poder, en un juego de interacciones que ha terminado por involucrar a los actores armados y los agentes de las economías ilegales con una cantidad preocupante de políticos, empresarios, comerciantes y funcionarios estatales.87

Lo que no se entiende es que, a partir de este diagnóstico, que habla de la precariedad y la ilegitimidad el Estado en muchas regiones, se pueda definir el conflicto como una guerra contra la sociedad.88 A menos que, en una definición tautológica e inútil, aceptemos que es una guerra de la sociedad contra la sociedad.

Ahora bien, aunque es cierto que esta acepción resulta confusa y eventualmente equívoca por el uso político que se haga de ella para absolver o para criminalizar el conjunto de la sociedad o, incluso, para negar a escala nacional o internacional el conflicto armado, también es cierto que ya resulta imposible volver a la definición canónica de guerra civil para el caso colombiano.89 El reto, entonces, es mantener la matriz típica de análisis que ofrece la guerra civil, pero sólo como un punto de partida que permite organizar el conjunto de variables regionales, las transformaciones históricas y las formas de subjetivación que entrañan las diferentes formas de nombrar y narrar el conflicto armado en los últimos años.90

La tesis sincrética

En la secuencia que hemos desarrollado hasta aquí, el texto Violencia política en Colombia de González, Bolívar y Vázquez (al que nos referimos como el grupo del Centro de Investigación y Educación Popular [Cinep]) tiene varias virtudes, entre otras, (i) presentar un balance de las tendencias explicativas del conflicto, (ii) describir el juego de interacciones mutuas entre grupos guerrilleros y paramilitares, en una perspectiva estratégica, y (iii) plantear una teoría explicativa de varias aristas que se convierte en un modelo comprehensivo del problema de la violencia en Colombia.

En relación con el primer punto (i), el grupo recoge las críticas al paradigma de las causas objetivas de la violencia, pero concluye que si bien la relación directa entre pobreza y violencia se ha debilitado, al buscar otras variables explicativas se puede afirmar que las regiones tienden a ser más violentas en cuanto aumenta la relación de desigualdad entre sus habitantes, justamente por efecto del surgimiento de las nuevas economías del oro, petróleo, banano, palma africana, coca o amapola.91

Al desarrollar in extenso el argumento, de una parte, se confirma cierta constante histórica por la cual, justo en las regiones donde el Estado no puede reclamar el monopolio de la fuerza, se da una violencia claramente política en la lucha por el poder local, y, por otra, en un ejercicio juicioso de articulación de diversos análisis previos, el estudio establece que, justamente:

Son las zonas de gran dinamismo social, asociadas a enclaves o bonanzas económicas, legales e ilegales, las áreas donde los fenómenos de la insurgencia y la contrainsurgencia se combinan con la precariedad de las instituciones estatales, que se ven superadas por las tensiones sociales que allí se generan.92

Al superponer los dos mapas, el que corresponde a la ausencia de Estado y el que señala las nuevas fuentes de riqueza, se puede concluir que no es la pobreza, sino la desigualdad generada en estas regiones la que atrae a los sectores violentos a tener un control sobre la riqueza a través de diversos medios políticos y militares.

Al abordar el segundo aspecto (ii), el grupo del Cinep adopta estudios anteriores, en los cuales se había establecido cómo la guerrilla, al igual que los paramilitares, había acelerado el proceso de acumulación a partir de la supervisión, la seguridad y el tránsito de narcóticos, con la articulación de formas de control territorial que fueron haciendo "difusos los límites entre la acción militar, la acción política y la acción delincuencial". Por eso, igual que Rangel, reconocen: "en la base de su dinámica hay una disputa de poder que está condicionada a las leyes propias de los enfrentamientos políticos y poco tiene que ver con la buena voluntad de los individuos".93

Pero, en lugar de insistir en el problema de la deslegitimación política, parte de allí para mostrar la importancia de estudios locales y regionales de las múltiples violencias que respondan al diagnóstico que hiciera el mismo Rangel sobre la "feudalización del país, su división en comarcas o principados dominados por grupos armados y una escalada de confrontación entre bandas que se han prometido guerra sin cuartel".94

De nuevo, sistematizando estudios anteriores, el grupo del Cinep resume la comprensión del accionar de los grupos armados ilegales como un juego de interacciones recíprocas que se despliega por todo el conjunto del territorio nacional con premisas estratégicas, al tiempo, opuestas y complementarias.95 A partir de este constructo topológico del conflicto, el grupo del Cinep supera la discusión entre los partidarios de la acción racional y los defensores de las causas objetivas, ya que la mirada comprehensiva de las distintas variables permite analizar la actividad de los sujetos armados en continua evolución, a fin de responder a las interacciones estratégicas de cada grupo, lo cual, por lo demás, "produce resultados impensados, no planeados, que van mucho más allá de las intenciones y de los planes estratégicos previamente diseñados por ellos".96

En relación con el tercer punto (iii), el grupo del Cinep desarrolla una propuesta de síntesis metodológica, en la cual combina el paradigma de las llamadas causas objetivas de la violencia con el paradigma individualista de la acción racional. Al interrelacionar el modelo de la escogencia racional y la decisión individual con las condiciones objetivas de la nueva economía de la guerra en el contexto de una lucha por el poder territorial, los procesos de subjetivación se tornan más complejos, pero siguen respondiendo a fines políticos que mantienen vigente el paradigma histórico del actor colectivo, al cual se subordina la acción individual. En ese sentido, afirman:

El esfuerzo investigativo debe combinar el análisis de la capacidad que han desarrollado los actores armados para moverse en las esferas de la decisión individual con el análisis de su acción como miembro de un actor colectivo que se mueve en un entorno estructuralmente concebido.97

De esa manera, se destituye el supuesto antagonismo:

Entre estructura y acción como referencia teórica y analítica para explicar la violencia, pues ambos conceptos serían convergentes, si parten del interrogante acerca de cuáles serían las condiciones subjetivas del conflicto armado y la construcción social de la realidad en un escenario signado por la violencia.98

El resultado de conjunto es una interpretación de los orígenes y la naturaleza del conflicto armado que tiene en cuenta factores estructurales y subjetivos para enfocar la historia de los grupos armados, el sentido de su acción, de sus relaciones con la sociedad nacional y su dominio del poder local y regional, a partir del cual construyen y refuerzan sus identidades.

Visto así, el problema de la violencia puede ser abordado a partir de un constructivismo semejante al que, en su momento, Deleuze propusiera como alternativa al estructuralismo. Se trata de elaborar un modelo en el que las variables establecidas diferencialmente se correspondan en torno al juego que ofrece una estructura determinada conceptualmente, sólo que la estructura por sí misma se convierte en sujeto al introducir la variable tiempo como una constante en la descripción de la estructura en movimiento.99

En definitiva, el grupo del Cinep propone un método sincrético que permite tipificar las estructuras sociales en movimiento como un espacio conceptual desde el cual se pueden proyectar "los procesos e interacciones violentas en la producción, reproducción y expansión de la violencia política en Colombia".100 Al incorporar creativamente los paradigmas explicativos sobre la violencia en Colombia se evita, al mismo tiempo, las generalizaciones que hacen de la violencia un término omnipresente en la historia de Colombia y se afinan los recursos metodológicos para abordar el estudio de regiones específicas en las que históricamente ha persistido el conflicto.

Para González, el hecho de que desde la Independencia "la integración de los territorios y sus poblaciones al conjunto de la nación" esté mediado por la persistencia del problema agrario y por la presencia dominante de los partidos tradicionales, se expresa en la "incapacidad creciente de las estructuras del Estado frente a los cambios de la sociedad colombiana a partir de los años sesenta".101

Sin embargo, estos cambios van llevando a una "modernización selectiva del Estado" y a una modernización diferenciada de las regiones. A su vez, esta diferenciación de la dinámica regional —relativa a su vinculación a la economía nacional y global, a la presencia diferenciada de las instituciones y aparatos del Estado, a la cohesión social— determina las condiciones de expansión e intensificación del conflicto.102

Como conclusión, en vez de proponer alternativas regionales, el grupo del Cinep plantea la necesidad de mirar cada región como contraejemplo del proyecto de nación, en un intento de acceder a la idea de nación por la vía negativa, esto es, mostrando la fragmentación como un reto en la construcción colectiva, participativa e incluyente del Estado en Colombia.

Entre la fragmentación y la unificación, o la dialéctica del único

Al proyectar esta nueva configuración de la violencia como proceso de subjetivación, no es difícil comprender los efectos de fragmentación que tiene el conflicto en la conformación del Estado nación. La nueva situación desplaza el foco de los estudios sociales y la discusión sobre los procesos de paz hacia las luchas —más o menos sordas, pero de efectos catastróficos para la población civil— por la soberanía local.

Se dice que tanto las autodefensas como la guerrilla han establecido una suerte de paraestado, esto es, formas de poder local que generan redes de pertenencia, de sujeción y de organización de las regiones bajo su dominio, las cuales, finalmente, permiten que los individuos mantengan unas ciertas reglas del funcionamiento económico y unas normas de convivencia social. En este sentido, se puede concluir que la fragmentación del Estado nación está claramente ligado, en su origen, a la ausencia o a la precariedad del Estado colombiano en muchas regiones, pero falta establecer cómo el Estado en construcción, a medida que van copando ese vacío, va siendo cooptado por el clientelismo armado de los poderes tradicionales en cada región.

La sugerencia es que un proceso de paz o una declaratoria de guerra oficial debería tener en cuenta esa configuración de la relación entre los procesos de subjetivación, la forma Estado y las relaciones de poder, en cada territorio, de acuerdo con la forma histórica de ocupación y apropiación de la tierra, con las redes sociales que esa ocupación ha generado, con la expectativa que los actores armados y los pobladores tienen a mediano plazo y con los elementos simbólicos que legitiman la presencia de los distintos grupos armados, incluido el Ejército, como formas efectivas o sustitutivas de la presencia del Estado.

Frente a esta circunstancia, a partir del 2002, con la llegada del presidente Uribe al gobierno, se plantea como prioritario el axioma de seguridad en la refundación del Estado entendida como presencia militar y policial en todo el territorio. Se trata de una estrategia que tiene como fin, no resolver el conflicto, sino ganar la guerra, y cuyos medios suponen una especie de estado de excepción indefinido, que supedita los derechos civiles a la unificación ideológica de los ciudadanos con el gobierno frente al enemigo.103 En términos teóricos, el gobierno hace eco de las tesis de la acción racional: declara al rebelde como un simple terrorista profesional al que es necesario derrotar y exterminar. Pero no ignora análisis más cuidadosos del conflicto, según los cuales la guerrilla puede cambiar su percepción del desarrollo de la confrontación, incluso, negociar seriamente la paz, "en la medida en que disminuyan de manera sustancial sus posibilidades de expansión y de fortalecimiento".104 Puesto que en las guerras interiores las estrategias involucran, en gran medida, la población civil, siguiendo de nuevo a Rangel, el gobierno se plantea una propaganda sistemática de apoyo al Ejército a escala nacional, que busca demonizar la figura del guerrillero y minimizar los efectos mediáticos de sus acciones, al tiempo que enaltece la figura del soldado, convirtiéndolo en una suerte de autoridad ad hoc, que hace las veces de primer soldado de la nación "en todos los rincones de la patria".

Como hemos visto, los análisis reseñados, sean de derecha e izquierda coinciden en reclamar el monopolio de la fuerza por el Estado, sea con el fin de establecer el reino de la justicia y el castigo para los delincuentes de los grupos armados o como un requisito para reducir la influencia de estos grupos y garantizar una verdadera política social y de modernización del Estado. Con ese consenso tácito de los analistas y el consenso explícito expresado en las urnas, el gobierno de Uribe no tuvo problemas para establecer la política de seguridad, justificada como garantía para acabar con el terrorismo, como condición indispensable para propiciar el desarrollo económico y como promesa de refundación prístina y patriótica de la nación.

En ese sentido, la política de seguridad del presidente Uribe redunda en un proceso de unificación —de la producción de sujetos de derecho y de los múltiples procesos de subjetivación— bajo la impronta de una relación directa entre el individuo y el Estado, en el intento de supeditar cualquier instancia de subjetivación al axioma de la seguridad, concebido como condición sine qua non del contrato social. Pero, si bien la tentación autoritaria es evidente, hay un componente pedagógico igualmente importante en la estrategia general, que se plantea como una discusión abierta con los diagnósticos y las denominaciones anteriores. El gobierno de Uribe no sólo desecha la tesis de las causas objetivas del conflicto y las teorías redistributivas sobre su solución, sino que cambia radicalmente el lenguaje histórico y redefine el conflicto como lucha contra el terrorismo, facilitando las medidas económicas y legislativas que conlleva esta decisión en cuanto a la definición soberana del enemigo interno, a las prioridades de la seguridad en el gasto público y a la vulneración de los derechos humanos de la población civil. A pesar de la contradicción evidente —negar el conflicto armado con la guerrilla cuando todo el esfuerzo económico, mediático y militar está puesto en su solución— lo que parece una torpeza terminológica tiene varias ventajas políticas y estratégicas.

La primera, lograr el apoyo de los países que, igualmente, carecen de conflicto interno y que se han planteado como prioridad la lucha global contra el terrorismo. Otra ventaja es aislar a la sociedad y, especialmente, las organizaciones democráticas, las Organizaciones No Gubernamentales (ONG) y los grupos políticos de izquierda de los terroristas.105 Por último, la contradicción terminológica tiene un efecto disuasivo reversible: si los grupos guerrilleros persisten en la oposición armada son terroristas, pero si se rinden, desertan o muestran disposición a negociar se convierten en grupos rebeldes, con los beneficios jurídicos que se derivan de esa transformación puramente lingüística.106

A mi juicio, estas soluciones perversas al conflicto se explican por el hecho de que el monopolio de la violencia por parte del Estado no depende sólo del componente militar o de las representaciones simbólicas de una nueva nación, sino de la desarticulación cuidadosa de las formas específicas con que los poderes locales y regionales han establecido la interrelación con el poder central. Frente a esta circunstancia, en materia de seguridad, el gobierno Uribe ha intentado minimizar los poderes locales y regionales estableciendo una relación directa entre la población y el soberano como comandante en jefe de las Fuerzas Militares, y buscando restablecer la preeminencia del poder central al interiorizar en la mayoría de los ciudadanos la distinción entre amigos y enemigos como un elemento crucial de identificación de cada individuo con el proyecto de nación. De forma análoga a las naciones europeas que, en su momento, consolidaron el Estado nación y los procesos de subjetivación correspondientes a partir de la amenaza que implicaba el enemigo externo, Uribe intenta el mismo efecto exacerbando el peligro del enemigo interno, aunque no reconozca la circunstancia de un conflicto armado y, menos, de una guerra civil.

Esta negación fantástica del conflicto interno, además de crear un ambiente de seguridad que atrae la inversión, es la premisa necesaria para afirmar el carácter democrático del país, del cual se deduce como un axioma político la separación radical entre violencia y política cuando, de hecho, esa relación entre violencia y política ha caracterizado y sigue caracterizando la historia de Colombia desde su fundación como República. Pero, insisto, la aparente confusión histórica en las autodenominaciones que el gobierno hace de sí mismo y del país —como si en Colombia pudiéramos hablar de una democracia plena o consolidada, simplemente por la vigencia de las elecciones y cierta institucionalidad— tiene dividendos pragmáticos contundentes. El más evidente, es que ningún movimiento social y, en general, ningún individuo puede justificar acciones violentas, o que a los ojos de la autoridad atenten contra el orden público, en su reclamo reivindicatorio como ciudadano. El efecto de esta política ha sido la estigmatización de la protesta y la normalización obediente del conjunto social.

Al mismo tiempo, al centrar la descripción de los actos de la guerrilla en aspectos subjetivos relacionados con la elección racional que privilegian el interés propio y la acción voluntaria del agente, es cada vez más fácil criminalizar las acciones insurgentes, al mostrar al guerrillero desprovisto de propósitos políticos y de motivaciones ideológicas. En ese sentido, es evidente que el Estado prefiere la producción masiva de delincuentes y terroristas,107 antes que aceptar la existencia de un conflicto armado en cuya solución tuviera que negociar intereses de las élites económicas o aspectos fundamentales del poder establecido.

Pero, evidentemente, esa estrategia lingüística y mediática que supone la guerra de las denominaciones y las autodenominaciones no es suficiente para resolver las múltiples violencias que afectan la vida cotidiana, ni para ocultar las consecuencias políticas del conflicto armado, sino que aumenta las paradojas y las contradicciones.

En efecto, si bien los grupos armados ilegales dependen cada vez más del dinero del narcotráfico y otras formas delincuenciales para su financiamiento, en las negociaciones para la eventual desmovilización de las AUC, el gobierno ha terminado por negar su doctrina inicial, restituyendo el carácter político de estos grupos y minimizando su criminalidad. Desde luego, como en otras actuaciones del soberano encargado de salvar la República, el fin justifica los medios, pero no es suficiente para ocultar la evidencia del criterio con que el gobierno defiende la causa de las AUC, al punto de disolver cualquier responsabilidad de fondo frente a las víctimas y a la historia por los crímenes de lesa humanidad.108 Lo que se impone en este caso es una visión posconflicto en la que cierta impronta dictatorial y un estricto control social de la población —desplazada, desempleada, desmovilizada— resultan adecuados para la inversión y el desarrollo económico, y ésa es, justamente, una condición que el poder local y regional de las autodefensas y sus patrocinadores pueden garantizar a corto plazo.109

Conclusiones

  1. Al mirar el conjunto de los discursos que se han producido sobre el conflicto, podemos hablar de un campo teórico propio y específico de las ciencias sociales en Colombia. La violencia ha dejado de ser la expresión de una confrontación ideológica por medio de la cual se expresaban los partidos tradicionales o la simple descripción de fenómenos que parecían suceder en un mundo local ajeno a la civilización urbana, para convertirse en un objeto que constituye un verdadero acontecimiento en el sentido señalado por Deleuze y Guattari.110 esto es, que de la fascinación y/o la confusión que suscita el caos propio del conflicto se ha pasado a la construcción de marcos conceptuales que tienen en cuenta la historia del problema, la universalidad del caso singular, la coimplicación de la experiencia histórica y la elaboración teórica, la distancia necesaria para formular hipótesis explicativas que involucren los datos y la descripción fenoménica.

  2. La discusión entre las diversas hipótesis presentadas para apoyar o desvirtuar las famosas causas objetivas de la violencia, ha sido también un pretexto para introducir el paradigma racionalista, fuertemente apoyado en datos económicos y análisis sectoriales (criminalística), en un campo que parecía exclusivo de la interpretación sociológica y los análisis políticos de alcance nacional. En cierto sentido, parece una discusión que los investigadores de la Universidad de los Andes —que pasan luego a Planeación Nacional— plantearan a los investigadores de la Universidad Nacional formados en el Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI). La conclusión perentoria de Francisco Gutiérrez es que los defensores del paradigma racionalista, a falta de un corpus teórico más complejo, terminan por confundir "una correlación estadística con una correlación causal", lo cual conduce a "plantear las nociones más bizarras [la idea del rebelde como un simple profesional del crimen] y después defenderlas cuantitativamente"111 El grupo del Cinep ha sabido mediar en la discusión presentando el agente racional de violencia en una estructura social caracterizada por la exclusión, la desigualdad, la ausencia de Estado y la impunidad.

  3. De la anterior, se deriva otra discusión importante relacionada con el cambio en la unidad de análisis a la hora de medir la relación entre desigualdad y violencia. Si se toma como unidad el municipio y no la nación, afirma Gutiérrez, los resultados no son relevantes para hablar del conjunto del sistema social,112 pero si se hace lo contrario se crea la sensación de que todo el país está sumido en la confrontación. Es cierto que la relación estrecha entre la emergencia de las nuevas economías, la intensificación de la violencia y los procesos de colonización interna afectan sólo a determinados municipios, y que las formas de control social que los grupos armados ilegales ejercen se restringen a sus zonas de dominio, pero, también es innegable que la ambigüedad entre el ejercicio de la autoridad formal y la instancia real de las decisiones que se deriva de allí compromete el conjunto de la institucionalidad, al punto que establece una dependencia gradual entre los nuevos señores de la guerra y la gobernabilidad, a escala local, departamental y nacional.

  4. En esta circunstancia, la integración de la nación supone un proceso complejo de incorporación territorial y de interdependencia entre el centro y las regiones, relativa a los actores armados, al desarrollo del capitalismo global y a los procesos de modernización diferenciada propios de cada región.

  5. En vez de enfrentar el reto, con la elección del presidente Uribe los colombianos decidieron suspender el debate público sobre las causas y las consecuencias del conflicto para el proceso de construcción de nación. Más aún, al dejar la responsabilidad en manos del presidente parecen haber aceptado, también, la creencia según la cual al derrotar el terrorismo las variables de ese proceso de integración se simplifican y las trabas al crecimiento y la inclusión desaparecen.

  6. Respecto a los procesos de subjetivación, lo que a partir de la Constitución de 1991 aparece como un Estado garante de los derechos civiles y sociales, termina, justamente, en su contrario, esto es, en la afirmación de un Estado central que privilegia la seguridad y la producción, y en el que, como diría Foucault, se instaura una especie de contraderecho113 por el cual los derechos civiles y sociales son sometidos a las relaciones de poder que se derivan de un determinado estado de la guerra.

  7. Siguiendo esta dinámica del poder en Colombia, podemos hablar de una cierta dialéctica hegeliana —que adopto tentativamente como hipótesis de interpretación histórica—, según la cual, a un primer momento de universalidad formal de los derechos plasmada en la Constitución, seguiría un momento antitético de exposición de ese caos de posibilidades que constituye la historia real del conflicto y de la economía colombiana durante los años noventa, para arribar a un tercer momento de unificación del poder alrededor del soberano en el que se superarían los dos anteriores, aunque ya no en un sentido hegeliano. Me explico: en el tercer momento se produce una síntesis excluyente, no incluyente, que se declara en contra de buena parte de los componentes sociales del universalismo formal del Estado social de derecho y trata de recortar por diversos medios el pluralismo y el equilibrio entre los poderes que garantizaba la reforma constitucional de 1991, para llevar a la práctica una refundación del Estado basada en el axioma de seguridad, el monopolio de la fuerza y los principios doctrinales que tienen como propósito sustancializar la idea del Estado como una relación directa entre el soberano y el pueblo.

  8. A partir de esta constatación histórica, considero que el discurso sobre justicia transicional debe abandonar el presupuesto según el cual la transición en cualquier caso es positiva y, por tanto, tiende a ser necesariamente democrática.

    En nuestro caso si, como propone el modelo criminalístico, cualquier negociación de paz debe tener como premisa el carácter ilícito y delincuencial de los actos de violencia guerrillera, esa misma lógica debería aplicar para los grupos paramilitares. Pero una cosa es el esquema conceptual con el cual se diseñan los marcos jurídicos, y otra, las consideraciones políticas y los intereses económicos —de los creadores de riqueza agraria, por ejemplo— que preceden las negociaciones y condicionan el posconflicto a su propia concepción de desarrollo social.

A futuro, si la modernización está ligada al narcotráfico o a proyectos agroindustriales que se desarrollan en zonas de predominio de las grandes propiedades de grupos paramilitares, es probable que, al avalar tal modelo de desarrollo como opción posconflicto para estas regiones, el gobierno termine por legitimar formas criminales de apropiación del territorio y de consolidación del poder político y social.

Por tanto, lo que atañe a la transición puramente jurídica y judicial del conflicto es tan importante como lo que corresponde a la transformación de la sociedad en su conjunto. El discurso sobre justicia transicional o sobre el periodo posconflicto debe complementar la pura consideración jurídica y procedimental para pensar, cada vez, la posibilidad misma de la justicia en el futuro de naciones y comunidades específicas.

Nuestra conclusión es que, finalmente, no hay un metalenguaje que resuelva el problema desde la filosofía política y que, atendiendo al carácter práctico que pone en acción al constituyente primario en su intento legislador, la búsqueda de la justicia puede ser universal y regir cualquier proceso de justicia transicional, si mantiene como principio el respeto por la multiplicidad de justicias114 que convoca el diferendo irresoluble entre víctimas y victimarios, como figuras de una historia que, probablemente, no tiene una síntesis final pero sí un principio regulador que la sociedad debe definir, cada vez, para resolver el conflicto.115

En ese sentido, durante los últimos años la realidad parece ir demasiado rápido respecto a los conceptos y las explicaciones que los académicos van acuñando para avizorar ese principio, quizá debido a la dinámica que imprime la violencia cuando se incrusta en los polos más rentables del funcionamiento económico de la sociedad, propiciando una creciente indiferenciación entre lo político y lo militar, entre los métodos de la extrema derecha y la izquierda extrema, entre la rebeldía y el terror, entre la guerra y el narcotráfico, y, últimamente, entre la seguridad y la paz. Aún así, suponemos que la búsqueda de ese principio puede llevar a cualificar la discusión y a revisar conceptos establecidos, igual que puede proyectar los procesos de paz más allá de asuntos meramente procedimentales, con el fin de lograr un efecto real en la concepción de lo político como una traducción pluralista del conflicto y en la redefinición de los sujetos sociales desde la condición fragmentada del Estado nación, y no desde una unidad puramente jurídica y formal o, simplemente, derivada del delirio soberano que sueña con abolir los diferendos por el ejercicio de su voluntad.


Notas al Pie

2Ver éstas y otras pautas metodológicas que subyacen a este ensayo, en Michel Foucault, Saber y verdad, Madrid, La Piqueta, 1991.
3En cierto sentido, el estudio renuncia a la discusión sobre el conflicto para ganar objetividad en los resultados definiendo, de entrada, la violencia como una categoría analítica entendida como cualquier actuación "de individuos o de grupos que ocasionen la muerte de otros o que lesionen su integridad física o moral" (Comisión de Estudios sobre la Violencia, Colombia: violencia y democracia, Bogotá, Universidad Nacional, 1987).
4Ibid., p. 22.
5Ibid., p. 18.
6Ibid., p. 27.
7Ibid., p. 11.
8La conclusión del estudio es que las diferentes formas de violencia "se ven reforzadas por una cultura de la violencia que se reproduce a través de la familia, la escuela y los medios de comunicación, como agentes centrales de los procesos de socialización" (Ibid., p. 11).
9Vale la pena mencionar el estudio de Laguado, "Venganza y cultura en Bogotá", Bogotá, Universidad del Rosario, Colciencias, 2002, como un intento puntual de ahondar en la tesis de los violentólogos siguiendo patrones culturales de lo que el autor llama violencia societaria, esto es, una violencia que no estaría instrumentalmente orientada.
10Para un estudio pionero que devela la importancia del clientelismo en el entramado de la política representativa en Colombia, especialmente a escala regional, ver: Francisco Leal Buitrago y Andrés Dávila Ladrón de Guevara, Clientelismo: el sistema político y su expresión regional, Bogotá, Tercer Mundo - IEPRI, 1990.
11La tipología que plantea Eduardo Pizarro entre guerrilla militar (ELN), guerrilla de partido (FARC y EPL) y guerrilla societal (Quintín Lame), permite prever el margen de negociación que se puede esperar con cada una, desde 0 hasta 1. La guerrilla militar, por la integralidad de sus objetivos revolucionarios supone el mínimo de negociación, la de partido incluye en su lucha política ciertas reformas institucionales, mientras la societal, por su fuerte vinculación a las bases sociales, aceptaría un amplio margen de negociación (Eduardo Pizarro Leongómez, Insurgencia sin revolución, Bogotá, IEPRI - Tercer Mundo Editores, 1996, p. 59).
12Mejía, Oscar, "El origen constituyente de la crisis política en Colombia: la filosofía política y las falacias de la constitución", en: Mason y Orjuela (eds.), La crisis política colombiana. Más que un conflicto armado y un proceso de paz, Bogotá, Universidad de los Andes, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2003, p 143.
13Ibid., p.148.
14Ibid., p. 148.
15En el análisis de Palacios, el gobierno de Gaviria, durante el cual se puso en vigencia la nueva Constitución, "fue reduciendo el proyecto de democratización y modernización de las instituciones a la aplicación presurosa y dogmática de la llamada reestructuración económica: liberalización (comercio exterior, inversión extranjera y sector financiero), privatización (todo tipo de empresas y bancos estatales, fondos de seguridad y algunos servicios) y descentralización fiscal" (Palacios, Marco, Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875-1994, Bogotá, Norma, Colección Vitral, 1995, p. 343).
16El Movimiento 19 de abril no fue el único grupo guerrillero, ya desmovilizado, que participó en la constituyente, pero fue el que tuvo más importancia en la redacción de la Constitución y en la conformación del nuevo mapa político de Colombia (Ibid., pp. 341 y ss).
17Pécaut, Daniel, "La contribución del IEPRI a los estudios sobre la violencia en Colombia", en: Análisis político, Bogotá, No. 34, IEPRI-Universidad Nacional de Colombia, 1998, p. 73.
18Mejía, op. cit., p. 145.
19Ibid., p. 153.
20Adolfo Chaparro Amaya, "El diferendo entre perspectivismo y multiculturalismo", en: Estudios de Filosofía, Medellín, No. 30, Universidad de Antioquia, 2004.
21Habermas, Jurgen, La constelación posnacional, Barcelona, Paidós, 2000, p. 34.
22Palacios, Marco, Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875-1994, Bogotá, Norma, Colección Vitral, 1995, p. 336.
23Eduardo Sarmiento ha sido uno de los críticos más agudos de este modelo de "estabilidad económica", al mostrar que durante el funcionamiento del modelo neoliberal —promocionado por el gobierno Gaviria como la entrada definitiva del país en la senda del crecimiento y el desarrollo—, "las bondades anunciadas por las teorías han sido refutadas por los hechos y sólo han traído destrucción y pobreza" (Carlos Sarmiento, El modelo propio, Bogotá, Norma, 2002, p. 15). La tesis de Sarmiento es que en una concepción ideal del libre mercado no aplican las economías en desarrollo ya que estas economías "están expuestas a todo tipo de restricciones que impiden el cumplimiento de las formulaciones de equilibrio competitivo". En esas condiciones, la liberación del mercado no siempre genera eficiencia y bienestar para toda la población, y obliga a la intervención del Estado para corregir las imperfecciones, especialmente en el sector agrícola e industrial.
24Parafraseando a Fernán González, cuando analiza los diferentes procesos de modernización que caracterizan la formación del Estado nación en Colombia, se puede hablar igualmente de democracia diferenciada o selectiva (Fernán González, "Un Estado en construcción: mirada de largo plazo sobre la crisis colombiana", en: Mason y Orjuela (eds.), La crisis política colombiana. Más que un conflicto armado y un proceso de paz, Bogotá, Universidad de los Andes, Fundación Alejandro Ángel Escobar, 2003).
25Habermas, op. cit., p. 71.
26Ibid.
27Como afirma Habermas, las exigencias sociales terminan por desbordar la capacidad de integración de las sociedades liberales y, en el peor de los casos, propician algún tipo de populismo de derecha que termina socavando la legitimidad misma del procedimiento democrático y las instituciones (Ibid., p. 72).
28Para el caso, resulta especialmente interesante el artículo de: Carlo Nasi, "Agenda de paz: ¿qué se puede y qué se debe negociar?", en: Felipe Castañeda y Francisco Leal Buitrago (eds.), Guerra (I y II), Revista de Estudios Sociales, Bogotá, No. 14 y 15, Facultad de Ciencias Sociales, Uniandes-Fundación Social, 2003.
29Alejandro Reyes, "La violencia y el problema agrario", Análisis político, Bogotá, No. 2, IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, 1987, p. 40.
30Ibid.
31Ibid.
32Ibid.
33Ibid., p. 43.
34La frontera agropecuaria, relata Ramírez, "va siendo traspasada entonces por grupos de campesinos en armas que acompañados de sus mujeres, niños y ancianos, ocupan áreas incultas, levantan campamentos y hacen del hacha descuajadora y del fusil el voluntarioso símbolo de la campaña colonizadora". William Ramírez Tobón, Estado, violencia y democracia. Ensayos, Bogotá, IEPRI -Tercer Mundo Editores, 1990, p. 65.
35María Teresa Uribe, "Las soberanías en disputa", en: Estudios Políticos, Medellín, No. 15, Universidad de Antioquia, 1999, pp. 33 y ss.
36Reyes, op. cit., p. 50.
37Ibid., p. 51.
38En la introducción a El caleidoscopio de las justicias en Colombia, Boaventura de Sousa Santos y Mauricio García Villegas definen el fascismo social, no como la imposición tiránica del poder estatal sobre el individuo (fascismo histórico), sino por su abandono, "de tal manera que cualquier poder, de cualquier tipo, puede aspirar a regular el comportamiento individual y a dispensar los bienes públicos a su antojo". En Colombia, afirman, se darían cuatro tipos de fascismo social: "(i) de apartheid social, (ii) de Estado paralelo (la limpieza social), (iii) de para-Estado-territorial, (iv) de inseguridad". Esta absoluta vulnerabilidad del individuo frente al poder es lo que "asemeja el fascismo social al fascismo histórico" (Boaventura de Souza Santos y Mauricio García, El caleidoscopio de las justicias en Colombia, Bogotá, tomos I y II, Colciencias, Icanh, Universidad de Coimbra, Universidad de los Andes, Universidad Nacional de Colombia, Siglo del Hombre, 2001, p. 45).
39Tener simpatía por la guerrilla, puede significar resistencia a los modelos productivos de los grandes propietarios, propiciar formas de organización colectiva, o, simplemente, mantener el tipo de colaboración inevitable que se establece por la dominación de los grupos armados en el territorio ocupado por las comunidades campesinas, y que los convierte en enemigos de uno u otro bando, según las circunstancias.
40Uribe, op. cit., p. 40.
41Hans Joas, "La modernidad de la guerra. La teoría de la modernización y el problema de la violencia", en: Análisis político, Bogotá, No. 27, IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, 1996, p. 44.
42William Ramírez Tobón, "La guerrilla rural en Colombia: ¿una vía hacia la colonización armada?", Estudios Rurales Latinoamericanos, Bogotá, v. 4, No. 2, 1981; Leal Buitrago, Francisco y Andrés Dávila Ladrón de Guevara, Clientelismo: el sistema político y su expresión regional, Bogotá, Tercer Mundo - IEPRI, 1990.
43Reyes, op. cit., 1987; Darío Fajardo, Espacio y sociedad. La formación del régimen agrario en Colombia, Bogotá, Corporación Araracuara, 1993; Jaime Arocha, Fernando Cubides y Myriam Jimeno, Las violencias: inclusión creciente, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, Colección CES, 1998.
44Molano, Alfredo, Selva adentro, Bogotá, El Ancora Editores, 1987; Molano, Alfredo, Los años del tropel. Crónicas de la violencia, Bogotá, Cerec - El Áncora Editores, 1991; Ramírez Tobón, op. cit.; Álvaro Camacho Guizado, "Credo, necesidad y codicia" en: Análisis Político, No. 46, Bogotá, Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales IEPRI, 2002.
45Jesús Antonio Bejarano, (director de investigación), Colombia: inseguridad, violencia y desempeño económico en las áreas rurales Bogotá, Fonade-Universidad Externado de Colombia, 1997, p. 63. A propósito, Bejarano y su equipo de investigadores concluyen: "Se observa el planteamiento estratégico de las FARC que desde el comienzo de la década de los ochenta identificó la cordillera oriental como eje de su despliegue para lograr aislar el país andino y costero del amazónico y llanero, hoy es una realidad constatable".
46Alfredo Molano y María Constanza Ramírez, "Análisis sociojurídico de la justicia en Colombia: la justicia guerrillera", s. l., s. e., 1997.
47Bejarano, op. cit., p. 146.
48Ibid.
49Ibid., p. 147.
50Daniel Pécaut, Crónicas de dos décadas de política colombiana, Bogotá, Siglo XXI, 1998.
51Germán Palacio (comp.), La irrupción del paraestado. Ensayos sobre la crisis colombiana, Bogotá, Instituto Latinoamericano de Servicios Legales Alternativos ILSA, CEREC, 1990.
52Uribe, op. cit., p. 35.
53Ibid., p. 37
54Para Reyes, la reforma agraria debe ser un proceso estratégico liderado por el Estado, "que eleva los niveles de confrontación entre campesinos y propietarios y se dirige a transformar las condiciones de acceso a los recursos para equilibrar la estructura social global del país", Reyes, op. cit., 55.
55Mauricio Rubio, Crimen e impunidad. Precisiones sobre la violencia, Bogotá, Tercer Mundo, Universidad de los Andes, 1999.
56Alfredo Rangel Suárez, "Colombia, la guerra irregular en le fin de siglo", Análisis Político, Bogotá, No. 28, IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, 1996, p. 90.
57Ibid.
58Ibid.
59Rubio, op. cit., pp. 82 yss.
60Ibid., p. 75.
61Francisco Gutiérrez, "Inequidad y violencia política: una precisión sobre las cuentas y los cuentos", en: Análisis Político, Bogotá, No. 43, IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, 2001.
62Al radicalizar el esquema racionalista, Francisco Gutiérrez muestra cómo la función de utilidad de los criminales/rebeldes —su forma de calcular costos y beneficios— no se puede reducir al interés de los agentes en "ganar más plata", como si se tratara de una ley universal con capacidad explicativa ilimitada que permitiría demostrar que, simplemente, "los integrantes de las FARC están ahí por dinero". A partir de ahí, su contra argumento: "Claro, el dinero cuenta, aunque no todos los enrolados tienen sueldo. Pero: ¿y los costos? Quien entra a las FARC abandona la familia, pone en riesgo su vida, se somete a una disciplina brutal y arbitraria. Y tiene que someter a otros, incluidos sus más cercanos amigos, cosa que a mucha gente no le hace la menor gracia. A la orden del superior jerárquico tiene que dejar a su pareja, y trasladarse a otra región del país; casi nunca puede ver a sus hijos. Y si quiere abandonar la organización se encontrará en serios problemas. Es un compromiso […]", Gutiérrez, op. cit., p. 71.
63Rangel, op. cit., p. 89.
64A propósito, anota Bejarano, op. cit., p. 148: "Es un hecho que el proceso de descentralización política, fiscal y administrativa ha sido aprovechado por la guerrilla, que ahora identifica el municipio como un renovado centro de gravedad determinante de la vida regional […] las prácticas de intimidación sobre los gobiernos locales, han hecho posible el clientelismo armado que le permite a la insurgencia la apropiación privada de los recursos públicos y el control sobre el nombramiento en los cargos". Una descripción semejante se puede aplicar a los paramilitares, sobre todo en regiones que han sido liberadas del dominio guerrillero.
65Ibid.
66Por eso, como anota Rangel, "cuando alguien proponía como solución al problema guerrillero la cooptación política de los insurgentes, olvidaba que son los guerrilleros los que ya están cooptando políticamente a los dirigentes locales de los partidos tradicionales", Rangel, op. cit., p. 90.
67Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada, "Criminalidad en Colombia", en: Coyuntura Económica, s. l., vol. XXV, No. 1, 1995; Armando Montenegro y Carlos Esteban Posada, La violencia en Colombia, Bogotá, Alfaomega - Cambio, 2001.
68Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vázquez, Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción de Estado, Bogotá, Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), 2003, p. 33. En la misma línea, Jesús Antonio Bejarano señala una asociación directa entre violencia y aumento rápido y desigual de la riqueza en áreas donde es visible el contraste entre pobres y ricos y escasa la capacidad del Estado para regular los conflictos que se producen en ellas. El análisis de Bejarano muestra, además, una evolución histórica fundamental, según la cual en las regiones donde surgieron las guerrillas, zonas de colonización más o menos marginales, ha sucedido un desplazamiento de los movimientos guerrilleros hacia "áreas más ricas, dedicadas a la agricultura comercial, la ganadería, la explotación petrolera o aurífera, y a zonas fronterizas costeras, que les permiten acceder a recursos del contrabando", Bejarano, op. cit., p. 130. En ese tránsito, concluye, la guerrilla perdió buena parte de su base social y se decidió a implementar tácticas cada vez más militaristas en su lucha.
69Rubio, op. cit., p. 92.
70Reyes, op. cit., p. 58.
71Ibid., p. 61.
72Gonzalo Sánchez, Guerras, memoria e historia, Bogotá, Instituto Colombiano de Antropología e Historia Icanh, 2003.
73Ibid., p. 56.
74William Ramírez Tobón, "Guerra civil en Colombia", Análisis político, Bogotá, No. 46, IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, 2002, p. 154.
75González, op. cit., pp. 95 y ss.
76Ramírez Tobón, "Guerra civil en Colombia", op. cit., p. 157.
77Ibid.
78Para una exposición en detalle, ver: Mary Kaldor, New and Old Wars. Organized Violence in a Global Era, Cambridge, Polity Press, 1999.
79Paul Collier, "Causas económicas de las guerras civiles y sus implicaciones para el diseño de las políticas", El Malpensante, Bogotá, No. 30, 2001.
80Ramírez Tobón, "Guerra civil en Colombia", op. cit., p. 159.
81Ibid., p. 163.
82Ibid.
83Daniel Pécaut, "La contribución del IEPRI a los estudios sobre la violencia en Colombia", en: Análisis político, Bogotá, No. 34, IEPRI-Universidad Nacional de Colombia, 1998, p. 71.
84Daniel Pécaut, Violencia política en Colombia, Medellín, Hombre Nuevo, Universidad del Valle, 2003, pp. 78-79.
85Ibid., p. 89.
86Ibid., p. 87.
87Ibid., pp. 100 y ss.
88Daniel Pécaut, "Colombia: Une paix insaisissable", Problèmes d'Amérique Latine, París, No. 34, Ehess, 1999, pp. 29 y ss.
89Eduardo Posada Carbó ha recogido juiciosamente los argumentos contra las tesis de la guerra civil y las causas objetivas del conflicto, en un intento de revalorar la responsabilidad judicial de las organizaciones armadas ilegales; pero, al final, ha dejado la discusión en el comienzo: "Cualquier esfuerzo para entender el conflicto en Colombia tendría entonces que apreciar la compleja naturaleza del Estado a través de sus dos siglos de vida republicana" (Posada Carbó, Eduardo, ¿Guerra civil? El lenguaje del conflicto en Colombia, Bogotá, Alfaomega, 2001, p. 34).
90En muchos casos, la matriz estructural es complementada con una descripción que imbrica los más diversos factores, en una suerte de simultaneidad que no diferencia ya entre los efectos y las causas, entre lo militar y lo social, o entre los procedimientos que, en otra época, distinguían claramente a los actores del conflicto.
91González, Bolívar y Vásquez, op. cit., p. 34.
92Ibid. En su conclusión los autores recogen, entre otros, los estudios de Bejarano, op. cit., y Fernando Cubides, Ana Cecilia Ortiz y Carlos Miguel Ortiz, La violencia y el municipio colombiano, 1980-1997, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1998.
93Rangel, op. cit., p. 92.
94Ibid., p. 91.
95Vale la pena citar en extenso la síntesis descriptiva de este estudio: "La dinámica del conflicto armado en los años noventa se mueve en torno a dos ejes, que responden de alguna manera a las denominadas dimensiones objetivas y subjetivas de la violencia. Por una parte, la evolución histórica de los actores armados en conflicto, en especial las Fuerzas Armadas de Colombia (FARC) y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), muestra el desarrollo gradual pero continuo de planes estratégicos de expansión. Y, por otra, su expansión territorial en contravía hace pensar en alguna relación con el problema agrario: en ese desarrollo contrapuesto, las FARC nacen en zonas de colonización campesina periférica para proyectarse luego a regiones más ricas e integradas pero con profundas desigualdades sociales, mientras que las autodefensas se originan en zonas más ricas, con poderes locales consolidados, de donde avanzan luego a las áreas de colonización periférica, para disputar el acceso a territorios donde se expanden los cultivos de uso ilícito o a corredores geográficos estratégicos para el tráfico de armas. La combinación de estos factores dentro de la concepción de acción colectiva violenta permite analizar las transformaciones de la actividad armada como resultado, tanto de elecciones racionales de individuos y grupos sociales como de una hábil inserción en el marco de oportunidades proporcionadas por condiciones socioeconómicas previamente existentes y por el estilo de relación que las poblaciones y regiones establecen con los aparatos de Estado, en sus dimensiones central, regional y local", González, Bolívar y Vázquez, op. cit., p. 49.
96Ibid.
97Ibid.
98Ibid.
99Es lo que en su momento Deleuze señalara crípticamente con una nueva consigna epistémica: <el sujeto es la estructura>, Deleuze, Gilles, "A quoi reconnaît-on le structuralisme?", en: François Châtelet, La Philosophie au XXe siècle, París, Marabout, 1973.
100Ibid., p. 50.
101González, op. cit., pp. 95 y ss.
102Ibid.
103En el diagnóstico general, el gobierno Uribe radicaliza la primera parte del argumento de Rangel, según el cual: "es fácil constatar que el factor militar —insoslayable tratándose de una guerra irregular— ha sido generalmente desatendido por los analistas del fenómeno guerrillero en Colombia", pero minimiza la segunda, cuando aclara: "en gran medida, problemas como la pobreza rural, la inequidad, la crisis agraria, la corrupción administrativa, la crisis de los partidos siguen alimentando el fenómeno guerrillero y, por tanto, una estrategia estatal que busque contener, contrarrestar y solucionar el fenómeno guerrillero debe ser comprensiva y global, e involucrar y articular elementos políticos y sociales de mucha hondura" (Rangel, op. cit., p. 95).
104Rangel, op. cit., p. 95. En consecuencia, para Rangel, el momento de un diálogo que conduzca a un tratado de paz estable estará más cercano "en función de la mayor o menor capacidad del Estado para contener a la guerrilla, y para reducir progresivamente los espacios conquistados por ella".
105Si bien en esta denominación caben todos los grupos armados ilegales, es evidente que el calificativo de terroristas no aplica públicamente, por lo menos de parte del gobierno y de los medios, a los grupos paramilitares.
106La confusión que genera esta ambigüedad ha resultado dramática, especialmente para las víctimas, en el proceso con las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), las cuales, desde el comienzo del gobierno Uribe, disfrutan de un limbo jurídico que impide considerarlos terroristas, sin que se hayan desmovilizado, sin que hayan dejado de cometer diversos crímenes que atentan contra el Derecho Internacional Humanitario, y sin que tengan un propósito claro de desmontar su estructura económica y social.
107Aunque la tesis es de inspiración marxista, creo que está mejor formulada en Foucault. La idea es que el Estado, para conjurar el alcance de las luchas sociales van transformando la ley a fin de que muchos de los actos asociados a estas luchas pasen al campo de la criminalidad especializada. Una vez realizada esta transformación jurídica del rebelde en criminal, es mucho más fácil producir delincuencia política como una variante en el espectro de los ilegalismos (Michel Foucault, Vigilar y castigar, México, Siglo XXI, 1978, pp. 280 y ss). Si se contrastan las cifras de delincuencia en Colombia con las cifras que derivan del conflicto social, probablemente se entienda mejor el éxito ideológico de la política de seguridad del gobierno actual.
108Para un desarrollo detallado de las implicaciones jurídico políticas del proceso con las autodefensas, ver: Adolfo Chaparro, "La función crítica del perdón sin soberanía en procesos de justicia transicional", en: Entre el perdón y el paredón, Bogotá, Universidad de los Andes, 2005.
109Lo que he intentado mostrar es que, al minimizar los estándares internacionales en el marco jurídico que reglamenta la desmovilización de los grupos paramilitares en Colombia, el gobierno propicia la legitimación y la legalización de un modelo de acción política y de reconstrucción económica que, como afirmara el senador uribista Rafael Pardo, está "basado en la gran propiedad de la tierra" y en la autodefensa armada.
110Deleuze y Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Barcelona, Anagrama, 1993, pp. 22 y ss.
111Gutiérrez, op. cit., p. 73.
112Ibid.
113El contraderecho, como lo entiende Foucault pensando en los grandes Estados del siglo XVIII, es un saber y una técnica que permite comprender el ejército no sólo como una estrategia para la guerra, sino como una táctica y una forma de control por la cual se mantiene "la ausencia de guerra en la sociedad civil". A su vez, se sustenta en principios utópicos y pedagógicos que escapan a los ideales con los cuales, suponemos, se puede siempre (re)fundar el Estado nación: "Los historiadores de las ideas atribuyen fácilmente a los filósofos y a los juristas del siglo XVIII el sueño de una sociedad perfecta; pero ha habido también un sueño militar de la sociedad; su referencia fundamental se hallaba no en el estado de naturaleza, sino en los engranajes cuidadosamente subordinados de una máquina, no en el contrato primitivo, sino en las coerciones permanentes, no en los derechos fundamentales, sino en la educación y formación indefinidamente progresivos, no en la voluntad general, sino en la docilidad automática" (Foucault, op. cit., p. 173).
114La primera investigación acorde con los desarrollos teóricos del derecho internacional, que ha tenido la valentía y la lucidez para hablar de justicias en plural, incluyendo la justicia estatal y la guerrillera, la justicia constitucional y la justicia indígena, la justicia soterrada de los narcos y la que se deriva del control paramilitar en Colombia, entre otras, se debe a la iniciativa de Boaventura de Souza Santos y Mauricio García, El caleidoscopio de las justicias en Colombia, Bogotá, tomos I y II, Colciencias, Icanh, Universidad de Coimbra, Universidad de los Andes, Universidad Nacional de Colombia, Siglo del Hombre, 2001.
115Ese principio, en la perspectiva de Lyotard, no sigue los parámetros de una idea inspirada en la buena voluntad de los políticos —de izquierda o de derecha—, sino en la capacidad de juzgar (Kant) como potencia de inventar criterios, de modo que la máxima que guíe la voluntad constituyente, como principio de legislación, sea, justamente, dar lugar a esa multiplicidad de lenguajes, expectativas e intereses que convoca el conflicto (Jean-François Lyotard y Jean-Loup Thébaud, Au juste, París, Crhisitan Bourgois, 1979, pp. 181 y ss).


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