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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.9 no.2 Bogotá July/Dec. 2007

 

¿Es paradójica la autonomía de la voluntad frente al principio de legalidad en los contratos estatales?

Do the Autonomy of Free Will and the Principle of Legality in State Contracts Create a Paradox?

Diana C. Amazo Parrado*

* Estudiante de la Maestría Derecho Administrativo Universidad del Rosario, décima promoción. Abogada de la Universidad Santo Tomás. Especialista Derecho Administrativo del Pontificia Universidad Javeriana. Asesora Jurídica, Unidad de Contratación, Ecopetrol S.A. Correo electrónico: amazop@yahoo.com Bogotá, Colombia.

Recibido: 22 de agosto de 2007 Aprobado: 30 de agosto de 2007


RESUMEN

La "autonomía de la voluntad", esa hermosa matriz del derecho privado liberal clásico ("quien dice contractual, dice justo"), es actualmente un instrumento importante de regulación de las relaciones sociales. La observación del funcionamiento real _efectivo_ de esta herramienta legal, revela la identidad del individuo social post-moderno, cuya libertad es a la vez inmensa e irrisoria, fuente de poder ilimitado y de sujeción servil a las directivas de organizaciones, públicas y privadas, que establecen lo que se debe querer para querer eficazmente. Ejercer esta prerrogativa significa adherir a normas que se imponen _de hecho_ independientemente de su fuente, mas en una medida que puede ser determinada. Ello ha llevado a cuestionar la importancia del principio de legalidad en los contratos estatales, pues en la actualidad la autonomía de la voluntad se plantea como garantía eficaz contra la arbitrariedad del Estado.

Palabras clave: autonomía de la voluntad, autonomía de la voluntad en los contratos estatales, influencia del derecho privado en el derecho público.


ABSTRACT

"Free will" _ that beautiful matrix of classic liberal private law (they say "Whoever contracts accepts that it's fair") is in reality an important instrument for regulating social relationships. The observation of the real _ effective _ functioning of this legal tool reveals in a paradigmatic way the identity of the individual in post-modern society whose freedom is both immense and insignificant, and an unlimited source of power and servile subjection to directives of public and private organizations which effectively establish what should be desired. Exercising that prerogative means adhering to norms that are imposed by oneself _in fact- independently of its source, more than in a measure that can be determined. The above is applied to question the principle of legality in state contracts in which the real principle of "free will" acts as an effective warranty against state abuse.

Key words: Freedom of the will, rule of law, state contracts.


INTRODUCCIÓN

En nuestra organización político-administrativa y en el plano estrictamente jurídico se ha ido constituyendo un delicado equilibrio entre el poder de la administración y los derechos de los administrados frente al Estado. Estos últimos son los que en definitiva califican a un régimen político como democrático, al mantener ellos. la vigencia de aquel principio tutelar.

Ese intento por mantener la balanza en equilibrio es el que ha permitido la existencia en el ejercicio de la función administrativa de una dicotomía entre el principio de legalidad y la autonomía de la voluntad en las relaciones entre el Estado y los administrados, cuyo desarrollo es reflejo de la influencia que el derecho privado ha venido teniendo sobre el derecho administrativo.1

Pero esa dicotomía entre el principio de legalidad y la autonomía de la voluntad ha generado diversos cuestionamientos frente a la contratación estatal, pues con el primero se considera que el Estado lo ha recibido del constituyente y además porque tiene el poder político suficiente para imponer sus actos, pero frente a la autonomía de la voluntad se le ha considerado como un principio esencial del derecho privado cuya aplicación no es tan clara en materia de contratación estatal.

El presente artículo pretende determinar si el principio de la autonomía de la voluntad debe ser un principio absoluto e inmutable, o si por el contrario su campo de acción debe estar limitado por el Estado, específicamente, mediante el principio de legalidad, con la finalidad de evitar el abuso en la contratación estatal por parte de uno de los contratantes en perjuicio de la otra parte, abuso que puede ser consecuencia de diversos factores, como la evidente desigualdad económica o la información asimétrica en que se encuentran las personas en el momento de contratar.

Teniendo en cuenta lo anterior, el artículo se desarrollará con el estudio de individualidad de la autonomía de la voluntad, el principio de legalidad y, por último, serán tratadas de manera conjunta, para llegar a una conclusión.

1. AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD

La sociedad es una entidad esencialmente evolutiva que busca en su regulación jurídica estar acorde con la realidad de la misma, por lo tanto, las instituciones jurídicas no son más que un reflejo que se va transformando a medida que las modalidades extrínsecas influyen con las intrínsecas, modalidades decisivas en la constitución psicológica de un pueblo.2

Entrar en el campo de la autonomía de la voluntad implica acercarnos a nuestra temática jurídica y retomar la evolución que el concepto ha tenido en el derecho, así como los inconvenientes que se han presentado alrededor del tema, sin buscar hacer una recopilación completa de la noción, porque sería demasiado ambicioso, sino tomar conceptos que contribuyan a tener una visión integral de este principio que ha permanecido en nuestro sistema jurídico.

No es extraño que la autonomía de la voluntad haya sido la que hubiera regido por mucho tiempo las relaciones contractuales desde la Edad Media hasta fines del siglo XVIII porque sólo se exigían requisitos de forma para su validez, puesto que lo esencial era que existiera el libre consentimiento. Kant es sin duda quien le da mayor vigor a la autonomía de la voluntad, al hacer depender toda la actividad del hombre de las sensaciones externas, y Rousseau, que la lleva hasta la concepción del Estado en su contrato social, para que posteriormente en el Código de Napoleón se establezca que el contrato es una ley para los contratantes siempre que no vaya en contra del orden público.3

De esta manera, el concepto tradicional de la autonomía de la voluntad encuentra sus raíces en la filosofía individualista que se desarrolló desde el siglo XVII con una influencia también del cristianismo, en donde se consideraba al hombre libre por esencia y sólo podía obligarse si era de su voluntad, por lo que la fuente única-autónoma de la ley era ella misma. Por ello la palabra autonomía remite a la capacidad de un grupo para darse normas, es decir, poseer potestades normativas. Pero en el ordenamiento jurídico ese reconocimiento ha variado a lo largo de la historia, pues depende igualmente de los regímenes políticos imperantes en cada lugar, aun cuando la esencia de esa autonomía es que los individuos puedan dictar normas que el Estado asumirá como propias al conceder un vigor semejante al de la ley.4

Así es como la autonomía de la voluntad, cuyo recorrido histórico la arroja como un principio esencial reconocido en las legislaciones contemporáneas y que representa en mayor grado el concepto de participación ciudadana, se constituyó como uno de los principales cambios sociales que fueron incorporando las revoluciones inglesa, norteamericana y francesa en los años 1688, 1776 y 1789, respectivamente.

Y fueron incorporándose porque la voluntad individual que posee en el derecho un verdadero poder creador de obligaciones y derechos es lo que hace que la autonomía de la voluntad tenga eficacia jurídica y sea considerada como una ley entre las partes, manifestada en la formación del acto jurídico y determinación de sus efectos, fruto de dicha autonomía.

Así mismo, su componente jurídico no es más que el reconocimiento hecho por el ordenamiento jurídico de dicho principio y de la forma en que el legislador le ha permitido permear las esferas de la administración de justicia; así, nuestra legislación consagra este principio (artículo 16 y 1602 del Código Civil, entre otros) estableciendo que todo contrato legalmente celebrado es ley para los contratantes y sólo puede ser invalidado por consentimiento mutuo o por causas legales, con la precisión de que en su ejercicio debe primar el respeto del orden público y las buenas costumbres, es decir, aunque su reconocimiento es expreso, se hace necesario que el Estado limite su ejercicio.

Por tal razón, la autonomía de la voluntad permite que toda persona legalmente capaz. pueda obligarse. Por una vía alternativa adecuada (en virtud de la capacidad de disposición que la ley le otorga), mediante la celebración de contratos en los cuales se pacten cláusulas que no vayan en contra de las limitaciones ya enunciadas.

La Corte Suprema de Justicia, Sala Civil, ha sido reiterativa en sostener que uno de los principios que gobiernan los contratos es el contenido en el artículo 1602 ya mencionado. En sentencia de casación del 17 de mayo de 1995, M.P. Pedro Lafont Pianetta, dijo:

(…) Principio de la autonomía de la voluntad. 1. Como es suficientemente conocido, uno de los principios fundamentales que inspiran el Código Civil es el de la autonomía de la voluntad, conforme al cual, con las limitaciones impuestas por el orden público y por el derecho ajeno, los particulares pueden realizar actos jurídicos, con sujeción a las normas que los regulan en cuanto a su validez y eficacia, principio este que en materia contractual alcanza expresión legislativa en el artículo 1602 del Código Civil que asigna a los contratos legalmente celebrados el carácter de ley para las partes, al punto que no pueden ser invalidados sino por su consentimiento mutuo o por causas legales (…). (Negrillas de la autora)

Con lo anterior se indica que lo acordado en un contrato se debe hacer con el consentimiento de las partes, con unos requisitos que podríamos enunciar de la siguiente manera:

  1. La capacidad legal para comprometerse: los individuos que deseen acceder o celebrar un contrato deben ser plenamente capaces de comprometerse o disponer sobre los objetos, bienes o servicios sobre los cuales recae la práctica del respectivo contrato ya sea para disponer, transigir, conciliar, etcétera, tal como se observa en el texto del artículo 2470 de nuestro Código Civil: "(…) no puede transigir sino la persona capaz de disponer de los objetos comprendidos en la transacción".

  2. La materia objeto de contratación: son todas aquellas cosas (materiales o inmateriales) sobre las cuales la ley faculta para disponer y para cuya identificación existen dos sistemas, uno que identifica en forma genérica las cosas sobre las cuales se puede o no negociar, y otro que hace referencia de manera taxativa y por exclusión a las materias sobre las que no es válido disponer. Este último se establece en nuestro sistema legal, el cual. excluye, entre otros, el estado civil de las personas y los derechos laborales ciertos e indiscutibles establecidos en la ley, el pacto o convención colectiva de trabajo vigente, el laudo arbitral o los reconocidos expresamente por el empleador.

Así, las relaciones entre la administración y el particular deben fundarse en el acuerdo de voluntades, del que emanen las principales obligaciones y efectos, de conformidad al Código Civil en el artículo 1602, en donde exista una confluencia de las manifestaciones de la voluntad de cada contratante respecto de los aspectos esenciales del contrato sin necesidad de un requisito adicional.5

De tal manera que la trascendencia del acuerdo de voluntades que constituye la esencia de un negocio jurídico implica que el acuerdo de las partes legalmente celebrado es una verdadera ley que se debe acatar y cumplir, y que por ello debe imprimir una obligatoriedad que regule las principales relaciones jurídicas.

Así mismo, la Corte Constitucional analizó la figura de la autonomía de la voluntad privada de la cual hace una erudita reconstrucción histórica para identificar la forma. como esta se ha transformado a través del tiempo. La Corte precisa:

(…) la autonomía permite a los particulares: i) celebrar contratos o no celebrarlos, en principio en virtud del solo consentimiento, y, por tanto, sin formalidades, pues éstas reducen el ejercicio de la voluntad; ii) determinar con amplia libertad el contenido de sus obligaciones y de los derechos correlativos, con el límite del orden público, entendido de manera general como la seguridad, la salubridad y la moralidad públicas, y de las buenas costumbres; iii) crear relaciones obligatorias entre sí, las cuales en principio no producen efectos jurídicos respecto de otras personas, que no son partes del contrato, por no haber prestado su consentimiento, lo cual corresponde al llamado efecto relativo de aquel (…).6

Frente a la libertad para contratar ya enunciada, debemos tener en cuenta que el principio de la autonomía de la voluntad se consideró fundamental en la formación de los contratos privados y ha merecido importancia en la aparición de la llamada crisis del contrato, tema muy controvertido y polemizado por iusprivatistas de la mitad del siglo XX hasta nuestros días,7 que de una forma u otra ha sido asimilado o relacionado con el resquebrajamiento del principio de la autonomía, pero al igual que en todos los temas del derecho en general, el de la crisis del contrato es polémico: tiene. detractores que rechazan su existencia por completo y defensores que le dan plena vigencia.

Para los más fervientes defensores de la autonomía de la voluntad no cabe la posibilidad de hablar siquiera de tal crisis si por el contrario estamos ante un auge del contrato, donde cada día existen más de ellos y más especies de los mismos; otros podrían identificarse con la escuela en contra de la existencia de crisis alguna diciendo que no existe tal, sino que se está buscando su punto de equilibrio; otros,8 según nuestro parecer, más acertadamente, hablan de una crisis, pero general del mundo contemporáneo y, por consiguiente, del hombre contemporáneo, que, en consecuencia, desencadena una crisis en todas sus manifestaciones, entre ellas las relaciones de sociedad que trascienden al mundo jurídico; otros, más radicales al pensar afirmativamente en la existencia de tal crisis, hablan de una despersonalización total del individuo, en donde el aceptante en la relación contractual pasa a ser un simple adherente que se someterá a unas condiciones generales predispuestas, eliminándose así toda posibilidad de autonomía privada en la realización del contrato.

Esta última ha sido una aproximación característica de la contratación estatal, que aparta de su regulación jurídica la autonomía de la voluntad por considerarla como un principio que rige los vínculos entre particulares y que no se encuentra contemplado para las relaciones jurídicas con entidades públicas o en el peor de los casos que se trata de un postulado en plena decadencia junto con la crisis del contrato. Podría decirse que el principio de la autonomía de la voluntad ha discurrido entre dos corrientes diferenciadas: la primera tiene su fundamento en la libertad de los hombres, de gran vigencia en los dos siglos pasados, por la influencia de los pensamientos empapados de un voluntarismo excesivo derivados de la Revolución francesa; la segunda también cuenta con importantes fundamentos, más recientes, de mitad del siglo XX, como la intervención del Estado en las relaciones de los particulares, en las que aún existen evidencias de la aplicación de la autonomía de la voluntad, pero con un poco más de límites, como se verá más adelante.

En la actualidad, en la contratación estatal la autonomía de la voluntad con la que cuenta cada una de las partes no ha sido un tema tan libre o respetable, pues aún se considera que dicho principio rige sólo en el derecho privado y que para imponerlo como obligatorio requiere un reconocimiento legal.

Como se observa, la aplicación del principio de la autonomía de la voluntad no ha hecho parte de las interpretaciones que se le han dado por parte de la administración en la contratación pública, al considerar que su aplicación estricta como en el derecho privado le hace perder su esencia, pues los contratos estatales siempre obedecen a la satisfacción del interés general.

2. PRINCIPIO DE LEGALIDAD

El Estado se encuentra sometido a la normatividad jurídica, que se concreta en uno de los principios motores del Estado de derecho, esto es, el principio de legalidad, entendido como la sujeción al orden jurídico que irremediablemente recoge la totalidad de las normas, principios y valores que inspiran un sistema jurídico, pues la relación entre la administración pública y los administrados debe ser clara, por tratarse de normas reguladoras de la vida social, para evitar revivir el estilo autocrático de Luis XIV y afianzar cada día el postulado de la Revolución francesa de la despersonalización del poder.

Frente a dicho principio se han dado distintas concepciones clásicas, expuestas por el sistema francés y germánico; el primero, explicaba la ley como voluntad general que determinaba previamente la totalidad de la actuación de los poderes públicos (la nación se manifestaba a través del Parlamento), pues la ley apareció como un instrumento necesario, básico y prevalente que habilitaba el comportamiento de la administración pública, en reemplazo de la voluntad individual de un gobernante; por su parte, en el sistema germánico el príncipe como ente soberano actuaba de manera comprometida con la satisfacción de los intereses generales, logrando un bienestar general con limitaciones en las normas generales.9

El principio de legalidad tiene dos proyecciones. frente a los gobernantes y a los gobernados; los primeros porque su actuación está circunscrita a un régimen legal con una vertiente formal (respecto a la norma en estricto sentido) y una teleológica (entendida como el cumplimiento de la norma en el ejercicio de la función administrativa para la consolidación de los propósitos y finalidades del Estado). Con la primera vertiente, quien ejerce funciones administrativas se mueve en los extremos de la norma jurídica, sea de carácter reglado o discrecional, y con la segunda se busca la satisfacción de los intereses generales y el bien común.

En nuestro ordenamiento jurídico, caracterizado como Estado social de derecho sujeto al régimen de la supremacía de la ley, es claro que la actividad de la administración debe estar permanente subordinada a las normas legales _principio de legalidad_, que en nuestra Constitución Política se encuentra regulado en el artículo 6, así: "Los particulares sólo son responsables ante las autoridades por infringir la Constitución y las leyes. Los servidores públicos lo son por la misma causa y por omisión o extralimitación en el ejercicio de sus funciones".

La legitimación del acto se obtiene por medio de la autorización legal, a diferencia de los particulares que pueden hacer todo lo que no les esté prohibido expresamente por la Constitución y la ley, mientras que los funcionarios del Estado tan sólo pueden hacer lo que estrictamente les está permitido por ellas. Y es natural que así suceda, pues quien está detentando el poder necesita estar legitimado en sus actos, y esto opera por medio de la autorización legal; todo ello como garantía para la sociedad civil, pues es una forma de evitar el abuso del poder por parte de aquellos servidores.

(…) La inversión del principio es contraproducente desde todos los puntos de vista: constitucional, porque extendería al servidor público una facultad connatural a los particulares, con lo cual introduce un evidente desorden, que atenta contra lo estipulado en el preámbulo de la Carta y en el Artículo 2º de la misma; también desde el punto de vista de la filosofía del derecho, por cuanto no es proporcionado otorgar al servidor público lo que está adecuado para los particulares; y desde el punto de vista de la conveniencia, resulta contraproducente permitir la indeterminación de la actividad estatal, porque atenta contra el principio de la seguridad jurídica que es debido a la sociedad civil (…).10

En nuestra Constitución Política la legalidad en sentido formal se encuentra desarrollada en los artículos 121 y 122, que obligan a quienes ejercen funciones administrativas a desarrollar sus actuaciones basados en los preceptos constitucionales, legales y reglamentarios. En sentido teleológico, el preámbulo constitucional, junto con los artículos 2, 123 inc. 2 y 209, vinculan a los poderes públicos, y en particular a la administración, a la satisfacción del interés general.

La segunda proyección del principio de legalidad es la de los gobernados, traducida como el predominio de la autonomía de la voluntad edificadora de normas generales, con determinadas limitaciones, por excepción de los derechos y del ámbito de la actuación de las personas en procura del interés general y la convivencia.

Pero en nuestro ordenamiento jurídico no debemos entender el principio de legalidad como la supremacía de una norma, sino como la imposición de todo un bloque de legalidad, constituido por valores, principios generales, la Constitución, la ley, el acto administrativo e incluso ciertas reservas de ley, en donde el otorgamiento de competencias al legislador para desarrollar determinadas materias administrativas no son de su exclusividad, pues el constituyente se ha reservado ciertas materias que la administración puede desarrollar directamente, como sucede con las asambleas departamentales y los concejos municipales.

En general, la administración tiene como función realizar los fines públicos materiales, solo que debe hacerlo dentro de los límites de la ley. Por ejemplo, cuando la administración construye una carretera, lo hace no para ejecutar la ley de carreteras, sino en virtud de razones materiales, es decir, para la satisfacción de necesidades de transporte de una comunidad. De tal manera que el objeto de la administración no es ejecutar la ley, sino servir a los fines generales dentro de la legalidad, que se encuentran contemplados en nuestra Constitución Política en su artículo 2 como fines del Estado, así: garantizar la efectividad de los principios, derechos y deberes consagrados en la Constitución, lo que significa que a ello deben concurrir todas las autoridades públicas en ejercicio de sus funciones, incluidos los órganos autónomos que no forman parte de las ramas del poder público y las autoridades de control a las cuales se refiere el artículo 117 de la misma norma.11

De tal manera que la legalidad es la que le atribuye potestades a la administración, otorgándole facultades de actuación, definiendo cuidadosamente sus límites, confiriéndole poderes jurídicos y potestades, entendiendo por potestad la facultad de querer y obrar de la administración conferida por el ordenamiento jurídico que no recae sobre ningún objeto especifico y determinado, sino que tiene un carácter genérico de producir efectos jurídicos, de donde eventualmente pueden surgir relaciones jurídicas con los particulares.

Frente a dichas potestades nadie está en situación de deber u obligación, sino en situación abstracta de sujeción que vincula a soportar los efectos jurídicos que dimanan del ejercicio de las potestades y su incidencia, sometidos o vinculados de manera conjunta a los ciudadanos, teniendo que admitir que algún reglamento los afecte, que una expropiación recaiga eventualmente sobre sus bienes o que la policía salvaguarde sus propios intereses.

Es necesario hacer claridad en que las potestades administrativas pertenecen a la especie llamada potestad-función, las cuales deben ser ejercitadas en interés público, que no es el de la administración, sino el de la comunidad como tal, donde la administración sirve con objetividad a los intereses generales, ya que si no se da esta situación quedaría incurso en una desviación de poder, al igual que por parte de la administración una omisión en el ejercicio de la potestad, pues si causó daños a los particulares, se configuraría una responsabilidad patrimonial del Estado.

Pero tales potestades administrativas deben ser expresas, es decir, requieren de un ordenamiento positivo sin el cual la administración no puede actuar; ser específicas, esto es, concretas y determinadas, porque no caben poderes indeterminados, ya que toda organización necesita una distribución de funciones y de competencias.

Entonces, la legalidad es la que le atribuye con normalidad potestades a la administración y su actuación es el ejercicio de tales potestades, ejercicio que creará, modificará, extinguirá o protegerá relaciones jurídicas concretas.

Es así como si bien se buscaba un orden justo a través del respeto hacia la ley y la verificación de las actuaciones legislativas y ejecutivas por parte del juez, se requería un cambio de un Estado formal a uno material, adecuado a la realidad social, por lo cual el Estado buscó un mayor equilibrio entre las diferentes esferas de la sociedad, cuyo soporte fueran las libertades públicas, sin olvidar ni desconocer el principio de legalidad y el consiguiente control judicial de todas las actividades públicas, basado en la discrecionalidad, la integridad patrimonial y la responsabilidad de los funcionarios públicos.12

El reconocimiento de la supremacía de la Constitución implica que en caso de incompatibilidad entre la Constitución y la ley, u otra norma jurídica, es decir, de un acto administrativo normativo, se apliquen las disposiciones constitucionales. Por lo tanto, la Constitución ha dispuesto de mecanismos _la acción de inconstitucionalidad y la acción de nulidad_ para asegurar dicha supremacía (artículos 4 y 40 n. 6), e igualmente ha deferido a la ley la creación de las acciones para que las personas puedan proteger la "integridad del orden jurídico" (artículo 89).13

Un funcionario de muy alta jerarquía sólo estará limitado entonces por la Constitución y la ley, como es el caso de la facultad otorgada al Presidente de la República para la declaratoria del estado de emergencia económica y social; mientras que un funcionario de menor jerarquía tendrá muy limitado su campo de apreciación para decidirse; limitación que no solo proviene de la Constitución y la ley, sino de los decretos reglamentarios, los reglamentos internos y, en consecuencia, la competencia de dichos funcionarios será más específica y estará por lo demás también sometida al ejercicio que de dichas competencias hubiesen hecho las autoridades jerárquicamente superiores, y a las cuales se encuentra sujeto tal funcionario. Todo esto parece estructurado conforme al principio de legalidad, mediante el cual el derecho se va desarrollando.

Todas las normas que conforman el sistema jurídico deben ser compatibles con nuestra Constitución Política, teniendo como objetivo la coherencia del ordenamiento jurídico y por lo tanto su seguridad y certeza. De tal manera que para comprender un poco más el principio de legalidad en nuestro sistema jurídico, se debe hablar del principio de jerarquía, el cual establece que todo ordenamiento jurídico, y concretamente el administrativo, presenta una estructura jerárquica a la que deben ceñirse todos los órganos del Estado.

La legalidad es entonces la que ratifica la supremacía de una determinada categoría de normas frente a otras, aceptando que una norma de superior jerarquía abrogue una inferior y así sucesivamente. Indudablemente el primer escalón es la Constitución Política, considerada como fuente escrita y directa del derecho administrativo; junto a esta es preciso señalar los principios generales del derecho, los cuales contienen un sentido ontológico que inspiran al orden jurídico, por su recepción en una norma fundamental superior; en el siguiente escalón se encuentra la ley, la cual no tiene discriminación, ya que se toman tanto las ordinarias como las de urgencia; a su lado se ubican los decretos-leyes, decretos de las juntas departamentales con fuerza de ley, reglamentos, etcétera; por último están las manifestaciones de voluntad administrativa en casos concretos, como los actos administrativos y las resoluciones. En virtud de ello, el principio de legalidad es un elemento central en el ordenamiento jurídico, que establece un marco de actuación de los órganos en donde la ley entra a limitar y obligar a la administración a aplicar la norma de acuerdo con las circunstancias de cada caso sin que medie un exceso por parte del Estado, ni actuar en aquellas situaciones en las que no está expresamente facultado.

Como efecto jurídico de los actos administrativos al lado de la ejecutividad, aparece la presunción de legalidad, es decir, los actos tienen imperio o surten sus efectos mientras la autoridad judicial no los declare contrarios a derecho o nulos, mientras que la ejecutividad es el atributo de su obligatorio cumplimiento, por lo tanto, los actos administrativos deben tenerse como legítimos hasta que eventualmente surja una prueba que desvirtúe en forma abierta la legitimidad del acto, pues se presume que todo acto emanado de la administración ha sido emitido conforme a Derecho.

Por ello, la norma es reiterativa al sostener que los actos emanados de la administración que reconocen una situación jurídica están amparados por una presunción legal que les da plena eficacia y obligatoriedad mientras no sean anulados o suspendidos por la jurisdicción competente, por lo que se trata de una presunción que admite prueba en contrario, ya que se puede desvirtuar la legalidad del acto a través de los diferentes medios jurídicos establecidos.

En materia de contratación estatal, el principio de legalidad ha ejercido un papel determinante en temas tan polémicos como las multas contractuales, ya que con el Decreto 222 de 1983 se regulaban de manera expresa en su artículo 60, pero con su desaparición en la Ley 80 de 1993, al no contemplarlas como cláusulas exorbitantes, se desarrollaron tesis jurisprudenciales y doctrinarias en las que no se encontraba claridad al respecto; todo ello porque no se regulaba en el ordenamiento jurídico, ya que algunos afirmaban que la facultad de sancionar al contratista existía por fuera del mismo contrato, debido a que la Ley 80 de 1993 derogó el Decreto 222 de 1983 y la ley no consagra esa facultad. Es entonces al Juez Contencioso Administrativo al que le corresponde imponerla, tal como se pronunció el Consejo de Estado el 21 de octubre de 1994, exped. 9288, el 20 de octubre de 2005, exped. 14579, entre otras decisiones.

Por el contrario hubo quienes pensaron que de conformidad al texto del artículo 4 de la Ley 80 de 1993, se autorizaba a la entidad estatal. Imponer dichas sanciones para lograr la satisfacción del interés general de manera oportuna y no desnaturalizar la razón de ser de las multas, como en precedencia lo había reconocido el propio Consejo de Estado en sentencias del 9 de abril de 1992 en Sala Plena, M. P. Carlos Jaramillo, exped. 6491; del 17 de septiembre de 1992 en Sala Plena, M. P. Juan de Dios Montes Hernández, exped. 5465, entre otras jurisprudencias.

Pero esa discusión fue solucionada por la Ley 11 50 del 16 de julio de 2007, por medio de la cual se introducen medidas para la eficiencia y transparencia en la Ley 80 de 1993 y se dictan otras disposiciones generales sobre la contratación con recursos públicos, ya que en su artículo 17 le da la facultad a las entidades estatales de imponerlas. Con este ejemplo se evidencia la importancia del principio de legalidad en nuestro ordenamiento jurídico, ya que una vez se regulan aspectos esenciales para la sociedad, se genera un estado de tranquilidad y certeza que le permite a los ciudadanos y órganos estatales actuar sin ningún temor.

3. AUTONOMÍA DE LA VOLUNTAD FRENTE AL PRINCIPIO DE LEGALIDAD EN LA CONTRATACIÓN ESTATAL _TENDENCIA ACTUAL_

En la contratación estatal se ha venido cuestionando la importancia de la autonomía de la voluntad, como en el tema de multas, en el que ni siquiera el Consejo de Estado ha logrado un criterio unificado. Un sector de la doctrina identifica en la contratación a la parte débil con el deudor de una relación contractual, lo que parece incorrecto, ya que si de parte débil quiere hablarse, esta puede ser tanto el deudor como el acreedor, es decir, tanto el Estado como el particular.

Además, es claro que está permitida. La revisión de los contratos con la finalidad de salvaguardar los derechos de los contratantes perjudicados por los actos de contratantes deshonestos e inescrupulosos (lesión) o por razones de fuerza mayor o caso fortuito (excesiva onerosidad de la prestación).

En este ambiente de respeto a los acuerdos contractuales y de revisión de los contractos, un sector afirma que la autonomía privada de los contratantes no debe estar limitada, ni siquiera por el principio de legalidad, y que el Estado no debe intervenir en las relaciones contractuales.14 Otro sector afirma que el contrato no debe ser revisado judicialmente porque alguno de los contratantes dice que se encuentra lesionado por el contrato o porque circunstancias imprevisibles y extraordinarias han generado una alteración en las prestaciones de las partes contratantes, pues cuando las personas deciden contratar lo hacen libremente, como también, en forma libre, determinan el contenido de los contratos, encontrándose, por lo tanto, cada una de ellas en la situación de poder prever las posibles contingencias de un posible incumplimiento por la otra, para lo cual pueden incorporar al contrato instituciones que refuercen su cumplimiento, como podría ser una cláusula penal, multas, mora automática, intereses, etcétera.15

Técnicamente, el contrato es el acto jurídico bilateral que mediante el consentimiento (declaración conjunta de las voluntades) de los contratantes crea, regula, modifica o extingue una relación jurídica obligacional de carácter patrimonial. En consecuencia, mediante los contratos, las personas _naturales o jurídicas_ buscan obtener una finalidad que el derecho les permite alcanzar. Por lo tanto, el tráfico patrimonial de bienes y derechos tiene como vehículo más idóneo al contrato, como fruto del libre consentimiento de las partes contratantes, siendo la voluntad de ellas fuente generadora de obligaciones por delegación expresa de la ley.

Así, en la celebración de todo contrato estatal existe un límite de buenas costumbres, orden público y cargas, llamados por la doctrina deberes secundarios o accesorios de comportamiento que las partes deben observar para obtener los efectos buscados con la celebración del contrato, entre los cuales se encuentran:

  1. Carga de legalidad: es un deber de las partes identificar el tipo negocial que se celebrará y la construcción de un contrato atípico cuando los existentes no logren la finalidad buscada, pues de lo contrario se obtendrán fines distintos o se afectará la celebración o ejecución del contrato.

  2. Carga de claridad: la voluntad de las partes debe ser clara, transparente, que no conlleve aspectos oscuros sujetos a diversas interpretaciones especialmente en los términos de referencia o pliegos de condiciones.

  3. Carga de sagacidad y diligencia: la contratación debe estar integrada por una actuación prudente y diligente que evite una responsabilidad sin necesidad.16

Así mismo, varios doctrinantes han expresado que se tiende a confundir el hecho de que la voluntad del contratante haya creado la situación con el hecho de que la voluntad haya creado el vínculo, porque no se trata de crearlo, sino que se está obligado a observarlo por haberlo querido. En segundo lugar, la llamada libertad contractual, referida al poder para obligarse, tiene limitaciones que afectan al contratista y no al poder del contratante para crear un contrato, pues la ley no impide al contratante que respete y cumpla la promesa junto con sus cláusulas, sino lo que limita es el poder para concluir el contrato sin forma o fijación de cláusulas, pretendiendo su cumplimiento. En tercer lugar se habla de una ambigua concepción de fusión de voluntades en el contrato, de unas voluntades fundidas (confusas) en una voluntad que es ley para las partes (creada), porque al hablar de voluntad se entiende que es algo interno, inseparable de la persona, por lo cual es incontrolable y el contrato es algo establecido o expresado en un medio social y controlable.17

Se establece que los contratos pueden incluir las modalidades, condiciones y estipulaciones que las partes consideren convenientes, siempre que no sean contrarias a la Constitución, la ley, el orden público y a los principios y finalidades del estatuto. De esta forma se pretende promover la capacidad de gestión y administración de los servidores públicos para el cumplimiento de los objetivos encomendados a la entidad estatal a su cargo, confiriéndoles así una mayor autonomía, pero en el marco de un estricto régimen de responsabilidad correlativo, porque ya no se trata de un poder estatal ilimitado, sino que también los contratistas tienen derecho a que en el contrato exista un equilibrio.

De tal manera que lo que ha declinado en si no es la concepción que se tenga del contrato, sino el postulado de la autonomía de la voluntad por querer equiparar la voluntad privada con la ley, sin reconocer que la fuerza obligatoria de las estipulaciones no proviene tan sólo de la voluntad de los contratantes, sino también del reconocimiento que les hace el ordenamiento jurídico.

Pero no podemos perder de vista que aquellos ordenamientos jurídicos cuya estructura se basa en el principio de legalidad deben contar con una discrecionalidad administrativa, en donde la norma correspondiente no determine la conducta a seguir, podrá decidir si debe o no actuar, y si lo hace, escoger en qué sentido y qué medidas utilizará, y entonces "en la actividad administrativa discrecional, el órgano tiene elección en tal caso, sea de las circunstancias ante las cuales se dictará el acto, sea del acto que se dictará ante una circunstancia".18 Es decir, la administración cuenta con potestades discrecionales, específicamente con poderes reglados o de mera aplicación automática (por ejemplo, una liquidación tributaria, jubilar a un funcionario por edad) y con poderes discrecionales, en cuyo ejercicio utiliza criterios de apreciación que no están en las leyes y que es libre de valorar (remoción o nombramiento en un cargo).

La autonomía de la voluntad en la administración puede entenderse como discrecionalidad, ya que es la expresión de la libertad de determinación de la administración, es decir, podría hacer no meramente aquello que la ley expresamente le autoriza, sino todo aquello que la ley no le prohíbe, entendiéndose como que la administración puede usar en su discrecionalidad todo aquello que la ley no ha regulado.

Antes se excluían rotundamente del control judicial, todos los actos administrativos dictados en ejercicio de una potestad discrecional, justamente por saber que el criterio de estos actos no se encuentra en la ley, sino que hace parte de la libertad absoluta de la administración. Por ello, en la antigüedad se decía que la administración tenía una discrecionalidad técnica, es decir, una atribución discrecional que tornaba irrevisibles los actos que dictara en ejercicio de esas atribuciones, pero eso era antijurídico porque si bien podría afirmarse que al no existir reglas normativas se trataría de una actividad discrecional, esta terminología ya no se usa y se considera que se trata de una actividad reglada. A contrario sensu, en la actualidad, se entiende que la administración obra en el ejercicio de sus facultades regladas en la medida en que deba acomodar sus actos a disposiciones de una ley, reglamento o de otro precepto administrativo (llamada doctrina de la vinculación negativa a la ley).19

En principio, los particulares gozan de plena libertad en la celebración de los actos contractuales, mediante los cuales regulan sus intereses privados, de autonomía de la voluntad, entendida esta en su acepción etimológica como el poder de darse a sí mismo normas e igualmente definida como una fuente de normas jurídicas destinadas a formar parte del mismo orden jurídico que las reconoce; no obstante, la eficacia de los actos particulares de disposición se encuentra sujeta a que los mismos respeten las cargas que son inherentes al ejercicio de la autonomía privada, entendidas como aquellos deberes en los cuales la persona, habiendo escogido entre varios intereses suyos uno determinado, han de hacer esfuerzos y sacrificios (actos necesarios) para alcanzarlo; en esta perspectiva, hablando de la autonomía privada y de su ejercicio es preciso tener en cuenta los cuidados y miramientos que incumben a cada sujeto negocial y aun a quien aspira a serlo o ya ha dejado de serlo: carga de legalidad, carga de lealtad y corrección, carga de claridad, carga de sagacidad y advertencia.

Entre tales cargas sobresalen, quizá porque trascienden la esfera singular, las cargas de legalidad y de lealtad y corrección. En la primera va una refrendación de la advertencia continua de que los efectos del acto de autonomía particular, comenzando por el efecto negocial, que es el punto de partida, no se obtienen sino a condición de que el negocio haya sido válidamente celebrado, y de que el acogimiento de las pautas normativas, a partir de las leyes imperativas, es requisito y prenda de la eficacia y validez de la disposición. En la segunda hay un reenvío a una cláusula general: la buena fe.20

De tal manera puede decirse que las limitaciones pueden ser:

  1. Limitaciones legales, entendidas como aquellas que han sido impuestas por el Estado mediante normas legales de carácter imperativo, el orden público y las buenas costumbres. Entendiendo por orden público el conjunto de normas jurídicas que el Estado ha considerado como de obligatorio cumplimiento, del cual no escapan las actuaciones de los órganos del Estado ni de los particulares, que salvaguardan principios jurídicos y éticos fundamentales del ordenamiento; Y buenas costumbres se entienden como sinónimo de la moral, es decir, convicciones de ética social imperante en un momento determinado de la sociedad.

  2. Limitaciones actuales, entendidas como las limitaciones sociales que le son impuestas tanto al Estado como a los particulares en la celebración de un contrato masivo, ya que las partes no negocian el contenido del mismo, por el contrario, una de ellas elabora, parcial o íntegramente el contenido del contrato, limitándose la otra a aceptarlo o rechazarlo, reduciendo la autonomía de la voluntad en aras de la fluidez del intercambio de bienes y servicios a un menor costo, pues en la contratación masiva se reducen los costos que genera la contratación individual de cada contrato, y como justificación de ello está el agilizar el tráfico patrimonial y reducir los costos de contratar o de transacción.

La doctrina moderna tampoco admite un poder ilimitado de voluntad para crear efectos jurídicos, sino que la causa o razón del negocio se identifica con la función económico-social, en donde la voluntad aun como esencia del ser humano se materializa en la existencia de relaciones jurídicas.21 Es en este sentido en el que el artículo 40 de la Ley 80 de 1993 dispone que las estipulaciones de los contratos serán las que de acuerdo con el derecho común y con las normas del estatuto correspondan a su esencia y naturaleza, facultando expresamente a las entidades para celebrar los contratos y acuerdos que permita la autonomía de la voluntad y requiera el cumplimiento de los fines estatales.

Por último, debe entenderse que un ordenamiento jurídico tendrá un soporte legal, pero más que eso deberá basarse en principios, valores jurídicos que conlleven a un sistema jurídico equilibrado, justo, en beneficio de los intereses de la comunidad para el logro del bien común.

CONCLUSIONES

La jurisprudencia constitucional ha reconocido que no se conciben la libertad y la autonomía de la voluntad como derechos de carácter absoluto, pues ello es el producto de una filosofía individualista que imperó en los siglos XVIII y XIX, pero que ha sido superada por la concepción moderna del Estado social de derecho que inspira la Carta de 1991 (Sentencia C-641 de 2000). En efecto, su carácter relativo nace de la necesidad de otorgar un tratamiento jurídico a otros derechos amparados en principios que también gozan de amparo constitucional, por lo que surge la necesidad de ponderar principios y derechos en orden a establecer en un contexto determinado a cuáles se otorga primacía en cuanto valores fundantes del Estado social de derecho (Preámbulo y artículos 1 y 2 de la Constitución Política).

Es así como el rol del Estado, en el ámbito de la contratación, debe estar orientado a otorgar validez y eficacia a los contratos, brindar seguridad jurídica a las partes contratantes, garantizar el cumplimiento de los contratos _otorgando acción a las partes contratantes para exigir el cumplimiento de las obligaciones contractuales_, respetar los acuerdos contractuales y reducir los costos de contratar. En este sentido, el Estado debe respetar los contratos, o mejor dicho, los acuerdos contractuales, y abstenerse de intervenir _arbitrariamente_ para modificar legislativa o judicialmente las relaciones contractuales celebradas válidamente entre personas naturales o jurídicas. Pero el Estado no sólo debe respetar los contratos, sino que además debe garantizar el cumplimiento de los acuerdos contractuales _pacta sunt servanda.

Debe entenderse que ninguna actuación administrativa es posible sin la previa atribución normativa de la potestad correspondiente para producirla, ni tampoco dejando de lado los principios y valores que constituyen el fundamento de un ordenamiento jurídico, porque todo ello es un complemento, una base para el logro de los fines del Estado, entre los cuales se encuentran el interés general y el bien común, por lo que una ley debe entenderse como el reflejo de la voluntad de la sociedad.

Pero además debe existir una relación cercana entre la administración y el ordenamiento jurídico, en donde el principio de legalidad. no se limite a un tipo de norma específica sino al ordenamiento entero, que varios doctrinantes terminan llamando "bloque de legalidad", que debe buscar también un acercamiento con la misma sociedad, en donde la fuerza moral de la ley incentive al ciudadano a influir en la construcción del sistema jurídico que lo rige.

La autonomía de la voluntad entonces, debe seguir rigiendo las relaciones contractuales, en donde se respeten los límites que hemos enunciado, pero que no por ello sean instrumentos para borrar o desaparecer lo que las partes han acordado con plena voluntad y conciencia.

La preocupación enunciada en este artículo consiste en determinar si el principio de la autonomía de la voluntad debe ser un principio absoluto e inmutable, o si por el contrario su campo de acción debe estar limitado por el Estado, específicamente, mediante el principio de legalidad, con la finalidad de evitar el abuso en la contratación estatal por parte de uno de los contratantes en perjuicio de la otra parte, abuso que puede ser consecuencia de diversos factores, como la evidente desigualdad económica o la información asimétrica en que se encuentran las personas en el momento de contratar.

Por último, se puede concluir que los principios de autonomía de la voluntad y legalidad no se oponen, por el contrario, justifican su existencia e importancia en materia contractual, ya que las partes desdibujan la arbitrariedad que se crea alrededor de este tema, porque encuentran una regulación expresa de los distintas situaciones que puedan surgir antes, durante y después de la celebración de un contrato, pero que además tienen la autonomía de regular aspectos en blanco que la ley ha dejado y que por el hecho de ser la manifestación de acuerdo entre ellos es respetada e igualmente se convierte en obligatoria.

NOTAS AL PIE

1. Manuel Restrepo, "La adecuación del derecho administrativo al Estado contemporáneo", en Revista Estudios Socio Jurídicos, vol. 4, núm. 2, 2002, p. 138.

2. Julio Flórez, "La autonomía de la voluntad y la libertad contractual" en Revista del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, vol. 31, núm. 303, 1936, p. 205

3. Op. cit., pp. 206-207.

4. José Antonio Ballesteros, Las condiciones generales de los contratos y el principio de autonomía de la voluntad, J. M. Bosch Editor, Barcelona, 1999, p. 20.

5. Humberto, Cárdenas; Gustavo García; Ricardo Hoyos et ál., Comentarios al estatuto general de contratación de la administración pública, 1. a edición, Librería Jurídica Sánchez R. Ltda., Medellín, 1994, pp. 155-158.

6. Colombia, Corte Constitucional, Sentencia C-341, 3 de mayo de 2006, M. P. Jaime Araujo Rentería, exp. D-6020.

7. En este sentido se han pronunciado autores como Carlos Gustavo, Vallespinos, El contrato por adhesión a contratos generales, 1.ª ed., Editorial Universidad, Buenos Aires, 1984, p. 26.

8. Vallespinos, op. cit., p. 30.

9. Jaime Orlando Santofimio. Tratado de Derecho Administrativo, t. I. 3. a ed., Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2004.

10. Colombia, Corte Constitucional Sala Plena, Sentencia C-337, 19 de agosto de 1993, M. P. Vladimiro Naranjo Mesa.

11. Colombia, Corte Constitucional, Sala Plena, Sentencia C-1024, 6 de noviembre de 2002, M. P. Alfredo Beltrán Sierra.

12. En la antigüedad la fuente de toda relación jurídica era lo que se contemplaba en el ordenamiento jurídico sin interesar la realidad social, pero con el paso del tiempo, empezaron a tomar fuerza principios como la libertad en donde el ciudadano era parte fundamental y era la base para construir un ordenamiento jurídico que lograra la satisfacción de sus necesidades. Fue así como se conformó un sistema jurídico en el que debía existir una compatibilidad entre todas las normas y nuestra Constitución Política, teniendo como objetivo la coherencia del ordenamiento jurídico, la realidad social, su seguridad y certeza. Es claro, entonces, que un ordenamiento jurídico tendrá un soporte legal, pero más que eso deberá basarse en principios, valores jurídicos que conlleven a un sistema jurídico equilibrado, justo, en beneficio de los intereses de la comunidad para el logro del bien común.

13. Colombia, Corte Constitucional, Sentencia C-513, 16 de noviembre de 1994, M. P. Antonio Barrera Carbonell.

14. Manuel de la Puente, Estudios del contrato privado, t. I, Cultural Cuzco Editores, Lima, 1983, p. 50.

15. Véanse Mazeaud, Henri, León y Jean, Lecciones de derecho civil, Obligaciones: el contrato, la promesa unilateral, vol. I, parte segunda, Ediciones Jurídicas Europa-América, Buenos Aires, 1978, p. 130.

16. Guillermo Luis Dávila, Régimen jurídico de la contratación estatal. Aproximación crítica a la Ley 80 de 1993, 2. a ed., Legis, Bogotá, 2003, pp. 352-353.

17. José Ferrandis, Comentarios a la obra El contrato de Gino Gorla, t. I, Casa Editorial, Barcelona, 1959, p. 98.

18. José Roberto Dromi, Prerrogativas y garantías administrativas, Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino Católica de Tucumán, 1979, p. 30.

19. Otros aspectos pueden verse en. Agustín Gordillo, Tratado de Derecho Administrativo Parte General, 1. a ed., Biblioteca Jurídica Diké, Bogotá, 1998, pp. X-23.

20. Fernando Hinestrosa, Función, límites y cargas de la autonomía privada, Estudios de Derecho privado, Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 1986, pp. 43-44.

21. Colombia, Ministerio de Gobierno, Nuevo Régimen de Contratación Administrativa, Imprenta Nacional, Bogotá, 1993, pp. 30-31.


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