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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.10 no.2 Bogotá July/Dec. 2008

 

Una visión sociológica del derecho de familia en Colombia. Radicalismo-1945

A sociological view of family law in Colombia. Radicalism-1945

Mauricio Beltrán Cristancho*

* Universidad del Rosario, Bogotá, Colombia. Profesor de carrera académica de la Universidad del Rosario. Abogado. Magister en asuntos políticos, económicos y legales de Latinoamérica de la Universidad de Columbia. Candidato a Doctor en Derecho por la Universidad Externado de Colombia. Correo electrónico: mebeltra@urosario.edu.co

Recibido: 20 de mayo de 2008
Aceptado: 17 de septiembre de 2008


RESUMEN

El análisis aquí planteado admite que ante el fracaso del modelo libertario que el radicalismo defendió, la Regeneración le apostó al restablecimiento de la autoridad y, en ese proceso, el derecho de familia fue una de sus mejores herramientas.

En el periodo del que se ocupa este artículo, la cláusula de la igualdad permaneció en las constituciones colombianas sin ningún efecto práctico sobre la vida de la mayoría. Éstos debieron someterse al trato discriminatorio que se ordenaba para quienes habían nacido fuera del matrimonio católico, o para quienes no habían recurrido a esa institución para legitimar sus uniones. En la mitad del siglo XX, el Estado, dado el drama de la infancia, decide cambiar los prejuicios sociales a través de la misma forma que los había impuesto: la legislación.

Palabras clave: autoridad, libertad, familia legítima, hijos naturales, concubina.

ABSTRACT

This paper affirms that the economic and political failure of the Radical Period provided opportunities for those who proposed Regeneration as a means of defending authority. Family law became an important tool in that process.

During the period studied by this article, the equality clause remained in Colombian constitutions without any practical affect for the majority of the people. Discrimination was imposed through family law over those who had born outside of a Catholic marriage and/or had not previously legitimized their union through a Catholic ceremony.

By the middle of the 20th century, the dramatic situation of the nation’s children led to efforts to change the social prejudices through legislation, that is, in the same way the prejudices had been imposed.

Key words: Authority, liberty, legitimate family, natural sons, concubine.


1. LIBERTAD O AUTORIDAD

Bien puede argumentarse que en el proceso de construcción de un Estado, el derecho se crea, se interpreta y se aplica para mantener la seguridad y la estabilidad del sistema político, el cual, a su vez, está soportado por una determinada estructura económica. Avanzada la consolidación institucional, los extremos axiológicos del eje sobre el que se desplaza el sistema normativo se pueden identificar como libertad y autoridad dependiendo de las dinámicas históricas particulares de cada Estado. En nuestro caso, podría pensarse que el radicalismo liberal de mitad del siglo XIX le apostó al primer extremo y, ante su fracaso, los líderes del momento adoptaron el otro en 1886. De esta forma el derecho, en la Regeneración, fue ante todo un ejercicio de autoridad para asegurar el control social.

Esta apuesta por la autoridad, en el contexto nacional, fue fundamental para fundar el Estado colombiano. Y es que en periodos de polarización, en el camino de construir Estado, quienes toman las decisiones requieren restablecer el orden, es decir, asegurar los valores fundamentales de su organización socioeconómica a través de la amenaza coactiva. La Regeneración, en nuestra historia, insistimos, fue uno de esos momentos, y se podría aducir que en general los Estados, en sus inicios, han sido más proclives a construir su sistema entendiendo el derecho como ejercicio de autoridad que como escenario para el ejercicio de las libertades individuales. Bajo esta perspectiva, lo que ha sucedido es que los Estados han reglado algunas libertades para resguardar todo el sistema.

Por ejemplo, para los canadienses y estadounidenses, al momento de la creación de sus respectivos Estados, el respeto de la propiedad privada y la garantía de que los gobiernos no podían interrumpir o afectar la actividad comercial de sus ciudadanos se concibió como esencial. Las cortes, por su lado, interpretaron esto como un derecho fundamental y estuvieron siempre atentas a transmitir en sus fallos ese mensaje, pues tal protección garantizaba el control del sistema en general. El objeto de protección del orden jurídico estaba enmarcado dentro de la defensa de un sistema económico social consensuado por el establecimiento, y en donde el ejercicio pleno de lo que hoy conocemos como derechos individuales sería entendido como transgresiones al orden social. De esta manera, en el camino para construir Estado, la autoridad se entendió como vital. La historia legal de esos países demuestra que el Estado le apostaría a la libertad, sólo hasta el siglo XX cuando el sistema económico estaba ya consolidado.1

Debe anotarse que el consenso sobre un modelo económico, desde los inicios, estuvo acompañado en Estados Unidos y Canadá de una relación estable entre Estado e iglesias. Dada la forma como se configuraron las colonias de lo que hoy es Canadá y Estados Unidos, la libertad de cultos fue considerada como un derecho natural de cada comunidad. Por tanto, las colonias encuentran en esa libertad un presupuesto para su confederación. Como consecuencia en el derecho de familia, como lo explica el estudio ya clásico de la historia del derecho norteamericano del profesor Friedman, el matrimonio fue una institución secular limitada sólo por el simple acuerdo de voluntades y que podía ser objeto de una ceremonia religiosa, un acto ante un juez o la muy estadounidense figura del "common-law marriage". Este era un contrato verbal libre de toda formalidad en donde un hombre y una mujer se reconocían como esposo y esposa mutuamente y así acordaban cohabitar. Pero en últimas, eran la respuesta a necesidades de los colonos, que en muchas regiones no tenían acceso al juez, al sacerdote o al predicador.2

Todo esto, a su vez, derivó en una concepción de familia rígida entendida como forma fundamental de la organización social y, por tanto, cualquier intento por disolverla sería percibido como una amenaza para toda la sociedad. El resultado: el divorcio se prohibió terminantemente y sólo sería discutido por las legislaturas estatales hasta final del siglo XVIII. Una muestra más de la importancia de la autoridad como valor fundacional, pero a la vez, prueba de que la necesidad genera virtud, pues permitió que el matrimonio se inspirara en un puro pragmatismo.

En la actualidad, nos encontramos entonces con países compuestos de sociedades bastante homogéneas, seguras y estables para varios grupos de poder y, en especial, para quienes tienen mayor injerencia en la toma de las decisiones políticas. En estos dos países, la percepción sobre la estabilidad y seguridad institucional es tan amplia que uno no puede identificar momentos de ruptura institucional tan agudos como los latinoamericanos. En últimas, estas sociedades primero construyeron orden apostando a la autoridad antes que a la libertad, pero tal orden tenía sustento en eficientes instituciones económicas y el rol de la religión se centró en un modelo de familia que respaldara un modelo económico.

En nuestro contexto, la profunda desigualdad que desde la Conquista caracterizó el acceso a la tierra, fomentó la defensa de ese privilegio. Esa realidad generó una precaria estabilidad y seguridad del orden económico y político. Como consecuencia, la protección de los privilegios sobre la tierra y los monopolios estatales por parte de las cortes, por lo menos durante el siglo XIX, con dificultad se puede entender como elemento de cohesión entre los favorecidos y el resto de la población. Por eso, no es difícil argumentar que las formas más eficientes de control social en Latinoamérica fueron la Iglesia y, en concreto, el concepto de familia que se estableció en la Colonia.

Este escrito describe cómo el sistema jurídico colombiano reguló la familia desde la Regeneración hasta la mitad del siglo XX. La premisa fundamental de esa descripción es que el sistema jurídico, en un contexto de continua crisis político-económica, se concibió como herramienta para el control social, mediante el mantenimiento de la armazón cultural. Sin embargo, en el siglo XX la legislación sobre familia intentaría ajustar las concepciones y percepciones sociales que sobre ella tanto pesaron en el siglo XIX. Es decir, el Estado intentaría, vía legislación, reparar los efectos de los prejuicios sociales que las normas del siglo XIX habían legalizado.

2. MATRIMONIO Y CONTROL SOCIAL

Si aceptamos que la Regeneración, en términos legales, parece ser un momento fundacional del Estado nacional, entonces el símbolo legal por antonomasia de ese periodo es la Constitución de 1886. Su vigencia por más de un siglo permitió formar a los operadores jurídicos a partir de su amparo formal. Sin embargo, el derecho no se aprehendió ni se ejecutó por virtud de la Carta Fundamental de 1886. Ella constituía para los líderes de la época, por un lado, un acuerdo sobre la distribución del poder público y, por otro, una declaración política. La interrelación cotidiana de gran parte de la población dependería de la aplicación juiciosa del Código Civil.3

Es por esta razón que ese Código se convertiría en un gran intento por aglutinar. Las normas que protegían a la propiedad privada y a la familia constituyeron el soporte socio-cultural del sistema político económico. La familia fue concebida como unidad esencial para controlar y ordenar a los individuos y, por tanto, herramienta fundamental de cuyo desempeño dependería la estabilidad y seguridad del sistema económico y político. En últimas, el único recurso sólido para tratar de corregir la disfuncionalidad del sistema económico.

Por eso debe aquí recordarse que Andrés Bello, al transplantar el Código Napoleónico de 1804, había también introducido la tradición del derecho romano en donde la familia era símbolo de estabilidad y seguridad. En aquel contexto, la concepción legal de familia era, además, una forma para que los romanos tomaran distancia con respecto a los que ellos denominaron pueblos bárbaros.

Para los defensores de la tradición en 1886 era fácil concluir que las decisiones de los liberales radicales que los antecedieron en el poder habían provocado el caos general. Por ello, el "nuevo" orden social que produjo la Regeneración, en gran medida, se fundaba en la familia. Jurídicamente, su fuente era el matrimonio, del cual a su vez dependían las reglas de la filiación y el parentesco.4 Y aunque la definición del mismo en el título IV del Código Civil no hacía referencia a clases de matrimonio, la Regeneración dejó claro que se trataba del católico.

Un ejemplo de las políticas liberales que la Regeneración pretendió corregir para siempre se puede ubicar en 1853.5 Específicamente, fue la idea del matrimonio civil y el divorcio. Este, junto con la muerte, se convirtió ese año en una de las dos únicas formas de disolución del matrimonio. Entre sus argumentos, los liberales, especialmente los denominados Gólgotas, denunciaron al colonialismo como responsable del atraso y por tanto, propusieron eliminar todo vestigio de ese periodo. La Iglesia se hizo así blanco de sus ataques, y en esa lógica el matrimonio civil debía entenderse apenas como un contrato entre un hombre y una mujer.

Dada la influencia ideológica que mantuvo Francia durante el siglo XIX en las antiguas colonias españolas, es muy probable que la introducción de esas figuras en su Código Civil de 1804 haya incentivado la audacia de algunos liberales de esa época. Sin embargo, la tradición católica de cuatro siglos estaba lejos de ser eficazmente afectada por las propuestas de quienes a medida que trascurría el siglo veían deteriorada cada vez más su influencia. Especialmente cuando la propuesta pretendía que la vigencia del matrimonio quedara sometida al libre albedrío de los esposos. Por tanto, no es una labor ardua aceptar que los liberales de la época no tenían el vigor indispensable para ser consecuentes con sus propuestas, y la sola lectura de la norma de 1853 es suficiente para probarlo:

Art. 39. El consentimiento mutuo de los cónyuges es causa de divorcio; pero dejará de serlo en los casos siguientes: 1. Si el varón es menor de veinticinco años cumplidos y la mujer de veintiún años. 2. Cuando no han trascurrido dos años después de la celebración del matrimonio. 3. Cuando han trascurrido veinte años después de celebrado el matrimonio. 4. Si la mujer tiene cuarenta años cumplidos. 5. Cuando los padres de los cónyuges no convienen en que el divorcio se efectúe.

El poco apoyo popular facilitaría que tres años después se corrigiera "esa ley llamada á socavar por su base el edificio social".6 Desde entonces, el divorcio permanecería en nuestra legislación civil apenas como una autorización para que los cónyuges vivieran separados, pero el vínculo persistiría. Sin embargo, solo hasta los años treinta en el siglo XX esa autorización legal empezaría a ser considerada como una opción real.

Por tanto, para 1856, el matrimonio sólo se disolvería por la muerte de alguno de los contrayentes, y todo pacto en contrario se consideraría nulo. Al mismo tiempo, los matrimonios católicos celebrados durante esos tres años quedaron ipso facto legalizados por una reforma al Código Civil. Para la historia del derecho colombiano ese hecho demuestra la gran confianza que han tenido nuestros líderes para intentar hacer ajustes culturales importantes a través de una simple disposición legal.

La última gran arremetida del liberalismo radical inicia con la Confederación de 1863. Los Estados obtuvieron la potestad para adoptar su propia legislación y el ímpetu del radicalismo se hizo sentir de nuevo. Se expidió la Ley 30 de 1864 para el estado de Cundinamarca. Allí se dispuso que "solo produciría efectos civiles y políticos los matrimonios que se celebr[aran] ante notarios o jueces". Pero el ímpetu amaina en 1873. Allí se expidió otra norma permitiendo que quienes contrajeran matrimonio religioso legitimaran ese contrato practicando las formalidades exigidas para la ley civil. Se otorgaban tres días después de celebrado el matrimonio para cumplir con esa exigencia so pena de sancionar con multa a contrayentes y "ministros del culto".7

En definitiva, estos dos eventos muestran la lucha entre quienes querían cambiar la tradición y quienes la defendían. Es interesante observar la dinámica que generó la norma de 1873. Los detractores, apenas cuatro meses después de su expedición, buscaron los mecanismos legales para pedir ante la Corte Suprema su declaratoria de inconstitucionalidad. Así se declaró la imposición de multas por el no registro del matrimonio religioso, y la prohibición que impedía a los ministros casar a una persona con otra distinta de aquella con quien se hubiese unido en matrimonio civil. Se debe insistir que los liberales en el poder usaron la legislación para introducir instituciones ajenas a la cultura, y por otro lado la Iglesia, aprovechando su influencia, buscó oponerse también a través del derecho a ideas que socavaran su poder.

Con el triunfo de la Regeneración en 1886 la Iglesia, apoyada obviamente por el gobierno, quiso corregir los extravíos de los liberales. El símbolo de su influencia fue el Concordato que se firmó en esos años y que se mantendría incólume hasta 1993. En términos prácticos se aceptó el registro civil del matrimonio, pero se crearon los mecanismos para enterrar la figura del matrimonio civil. El instrumento jurídico preciso fue la Ley 153 de 1887, que además de introducir el código civil para toda la República, planteó la legitimación de todos los matrimonios católicos celebrados con anterioridad a esa ley y les adjudicó de inmediato efectos civiles. Esta dinámica armonizó con la expedición de la Ley 30 de 1888 que permitió que el "matrimonio católico conforme a los ritos de la religión católica anula [ra] ipso jure el matrimonio puramente civil celebrado antes por los contrayentes con otra persona".

En resumen, los liberales introdujeron el matrimonio civil y el divorcio usando el argumento, según el cual, la relación conyugal era un contrato perfectamente regulable por la legislación civil y que las partes podían dar por terminado posteriormente. Una aproximación a la concepción legal estadounidense que para la época ya había aceptado que el matrimonio, como contrato, permitía su disolución por el divorcio.

En Colombia, para la década de 1850, la propuesta de los radicales se volvió inoperante, pues el rompimiento del vínculo no estaba sujeto sólo a la voluntad de las partes sino a condiciones que, dada la tradición, se hicieron difíciles, sino imposibles, de concretar. Con el radicalismo liberal de la siguiente década, los liberales en Cundinamarca fueron más osados y plantearon en 1864 casi el destierro del matrimonio católico. Sin embargo, diez años después, el Estado confederado trataría de reacomodar su propuesta aceptando la práctica reiterada de contraer matrimonio por el rito católico, siempre que fuera ratificado por la ley civil. Esto tampoco lo aceptó la Iglesia.

La Regeneración terminaría con el pretendido laicismo de los liberales radicales que parecían motivados más por atacar a la Iglesia que por ajustar las instituciones, pues ellos concebían esa ofensiva como fundamental para el desarrollo integral del país. No consideraron, sin embargo, que el matrimonio civil y el divorcio eran cambios culturales muy severos que no corregirían disfunciones del sistema económicopolítico. La eficiencia económica y la justicia, argumentaban los radicales, requerían de reformas profundas como la introducción de la idea de que el matrimonio era un acuerdo de voluntades y que como un contrato más, podía disolverse por las partes en cualquier momento.

El efecto de ese radicalismo fue el endurecimiento de la Iglesia con respecto a sus dogmas y el despliegue de su estrategia de cerrarle el paso en forma definitiva a cualquier intento por ajustar las normas sobre familia. Al mismo tiempo, tanto el matrimonio civil como el divorcio fueron eficientes sólo en el plano formal, pues a los mismos líderes liberales les costó trabajo ser consecuentes con sus propuestas.8

Dentro de los argumentos que la Iglesia esbozaba estaban los estrictos condicionamientos para contraer matrimonio, los cuales incentivaban precisamente dicha institución y desestimulaban cualquier otra relación. Este era un sacramento y no un simple contrato. Los radicales, por su parte, aducían que sólo eliminando las altas tarifas que la Iglesia exigía a los contrayentes, acabando con todos los monopolios económicos, y creando puestos de trabajo, haría que los más pobres mejoran sus condiciones de vida y así consideraran posible casarse religiosamente. El matrimonio, así concebido, era un simple privilegio costoso que además, dada su imposibilidad de deshacer, reñía con la autonomía de la voluntad.

Parece ser que mientras que en la mitad del siglo XIX algún sector de la Iglesia llegó a suponer válido el matrimonio civil sólo donde no existiera presencia de la Iglesia, la pretensión liberal de hacerlo prevalecer sobre el católico y la de hacer depender la validés jurídica de este último del subsiguiente registro ante autoridad civil, hizo más radical a la Iglesia cuando la Regeneración se produjo en 1886.

Desde la mirada actual se podría aducir que alguna razón tenían los radicales en sus reclamos. Lo que a la vez resulta claro hoy es que una de sus grandes equivocaciones fue creer que arrinconando a la Iglesia se podía obtener, no solo libertad, sino desarrollo económico.

En conclusión, el matrimonio civil no parece haber sido eficaz como generador de familia, pero sí produjo una reacción en contra que haría inconcebible una familia producto de cualquier otra unión diferente al matrimonio católico. De esta manera, el operador jurídico con facilidad comprendía que cualquier unión de hecho era no sólo ilegitima, sino inmoral y por eso, además de ser castigada por el Código Civil, sería estigmatizada por la sociedad. Con la Ley 153 de 1887 se adoptó formalmente la agenda defensora de la tradición y se intentó, a partir de ella, refundar el Estado y construir una nación.

3. REGULAR LA FAMILIA PARA REGULAR EL SEXO

Ha existido una tendencia universal a relacionar la inmoralidad con la práctica de la sexualidad. Por tanto, se ha recurrido al derecho para limitar y encajar la pulsión sexual. Para quienes así lo han entendido, esta estrategia es la mejor forma de ejercer control social. Esto explica el interés legislativo por insistir en la clasificación de personas legítimas e ilegítimas y para ello el Código Civil ha sido fundamental.

Se puede aducir que mediante la Ley 153 de 1887 se utilizaron figuras legales de la sociedad romana para adaptar esa clasificación a la agenda de los defensores de la tradición. El matrimonio y el parentesco se convirtieron en las fuentes de la familia. Ella adquirió el carácter de institución legal fundamental, y se utilizó entonces para darle coherencia a todo el proyecto cultural que la Regeneración encarnaba. De tal manera que en el caso colombiano, la noción legal de parentesco legítimo e ilegítimo encajaba con el rechazo social a las uniones distintas al matrimonio, que por sustracción de materia solo se generaban con el rito católico. Así existían, en forma genérica, dos clases de hijos: los legítimos, nacidos dentro de un matrimonio, y los ilegítimos, nacidos fuera de éste.

Estos últimos, a su vez, tenían la asombrosa capacidad para contener en tres categorías a la mayoría de la población: los naturales producto de la unión sexual de personas que podían casarse entre sí al tiempo de la concepción, y "especialmente, el que existe entre el hijo y la madre que lo concibió siendo soltera o viuda..." Ambos suponían que el hijo(a) había sido reconocido(a). A una segunda categoría y por tanto inferior, se le daba el rótulo de hijos de dañado y punible ayuntamiento (adulterinos e incestuosos), y por último, los "simplemente ilegítimos" que eran los no reconocidos.

Una revisión aleatoria de algunos de los textos legales usados como manuales en las facultades de derecho de la primera mitad del siglo XX, revela el poder de este discurso. Esto, como es natural, resulta coherente con la idiosincrasia de una sociedad influida de gran manera por una iglesia oficial. Más adelante volveremos sobre este aspecto.

4. IGUALDAD DE JURE, DESIGUALDAD DE FACTO

El control social se ejerció también a través del concepto de igualdad legal. Esta, desde el establecimiento formal de la República en 1821, no se concibió como una herramienta legal para aglutinar o como premisa fundamental para la inclusión social y económica. Se ha mantenido en todas las constituciones de la república colombiana pero, en la medida en que el día a día del derecho se regía por el Código Civil, su establecimiento solo constituyó un requisito instrumental del sistema jurídico. Pero en la práctica, al igual que tantas veces en la historia de la humanidad, la concreción de una organización política ha requerido, de acuerdo con los "padres fundadores", que algunos miembros de la sociedad fueran excluidos del proceso de toma de decisiones.

Para el caso colombiano, el hombre mayor de edad, bajo el modelo de control social implantado por la Regeneración, merecía una protección particular. Si poseía propiedad tenía derechos políticos, y el disfrute de los demás derechos era pleno si había sido concebido en el matrimonio o, por lo menos, nacido dentro de uno, pues se trataba de un hijo legítimo.

Para quien había nacido por fuera del matrimonio la ubicación dentro de un rango de ilegítimo dependía de si había sido reconocido o no, y esto podía otorgarle algunos derechos. Nótese que era mejor ser hijo natural pues, a pesar de ser también ilegítimo, tenía la ventaja de haber sido reconocido. En cambio, el ilegítimo no reconocido, eventualmente podía no tener ninguna prerrogativa con respecto a sus ascendientes legítimos, pues la Ley 153 de 1887 dispuso que éstos no podrían heredar a sus padres.

Lo que para los tiempos actuales parece ser puro sentido común, resultaba injusto dada la cantidad de hijos concebidos por fuera del matrimonio y lo difícil que resultaba probar la paternidad en aquellos días. Peor aún, el ser producto de un adulterio o de un incesto inhabilitaba a la persona para ser titular de cualquier derecho patrimonial y, dada la estigmatización social, bien podía pensarse que se le despojaba hasta de su dignidad.

Sin embargo, el género era primordial. El hombre resultaba favorecido si lo comparamos con la mujer. En conclusión, la Regeneración le apostó al "restablecimiento" de la sociedad, rescatando la tradición, y entendió que el camino arrancaba con la reorganización de la familia a partir del matrimonio católico. La tradición estaba fundada sobre el presupuesto de que la autonomía individual no podía ser absoluta, en concreto, que el derecho debía corregir los efectos de la pulsión sexual, especialmente los de la mujer.

La influencia de esta concepción sobre los operadores jurídicos fue notoria. En los años treinta se insistía en que el matrimonio era el celebrado entre un hombre y una mujer porque ello aseguraba la conservación de la especie y porque "condenaba la poliandria y la poligamia como contrarios a los fines del matrimonio".9 No se decía en esos textos que la referencia a esas formas de organización obedecía a la fórmula romana para definir la familia, pero sí quedaba claro que el sexo por fuera del matrimonio corría el riesgo, particularmente grave para la mujer, de ser castigado por el sistema jurídico.

En otras palabras, la familia se mantenía por el vínculo del matrimonio, y se pensó que el compromiso que allí se establecía era suficiente para evitar males sociales. Corolario de lo anterior fue que para mantener un mínimo de orden la mujer debía ser prolongación de la sociedad y para asegurar lo anterior, el hombre sería el director natural de esa institución. Era el pater familias –o padre de familia– que los operadores jurídicos entronizaban en los cursos de derecho romano y de derecho civil.

Bajo esa línea de argumentación, la potestad marital era una prerrogativa del poder del padre, denominado genéricamente pater potestas en el derecho romano, que incluía hasta la decisión sobre la vida de cualquier miembro de su familia. Andrés Bello transplantó la noción general de esa institución del Código de Napoleón de 1804. Como mencionamos, la Regeneración adoptó el Código Civil para todo el país, pues bajo el radicalismo de 1863 cada provincia tenía su propio ordenamiento civil. En este código, y bajo el título "Obligaciones y derechos entre los cónyuges", la potestad marital se entendió en forma natural como los derechos que la ley reconocía al marido sobre la esposa y sobre los bienes de ésta.

La norma era absolutamente coherente con el artículo 1504, inciso 3º del Código Civil que le otorgaba incapacidad relativa a la mujer casada. Esto, insistimos, tenía una validación social indiscutible, pues el rol de la mujer como madre y responsable de la formación diaria de los niños no se ponía en discusión. Cualquier otra actividad de la mujer con facilidad, se valoraba como un riesgo inmenso para la familia, la sociedad y el Estado.

En este contexto, la educación, además del tradicional noviciado, fueron actividades que armonizaban con los valores familiares. Las mujeres pudieron ser profesoras desde finales del siglo XIX en el contexto de una política que las consideraba agentes para la moralización. Esta no era una actividad para el desarrollo individual, ello exigía cierta cuota de sacrificio y desprendimiento, en conclusión, todo un "apostolado".10

La Regeneración, en términos legales, pretendía rescatar la tradición, pues entendía el valor de la misma para todo el proyecto nacional. Empero, estructuralmente, los problemas se fueron acumulando. La función paradigmática de los sistemas jurídicos cuando se fundan naciones precedidas de profundas desigualdades económicas, ha sido el control social y a finales del siglo XIX, Colombia había entrado en esa ruta. Esto, desde luego, había sido una característica natural del sistema colonial impuesto por España.

Es por esto que durante las dos primeras décadas del siglo XX, la preocupación fundamental era el mantenimiento de este modelo tradicional de familia y sociedad, en el cual, el hombre ejercía una autoridad legal validada por la cultura sobre la mujer y los hijos, y donde a la vez, era considerado el director de la política, de la economía y de la empresa en el incipiente sector privado.

5. TRATO DESIGUAL PARA PROTEGER LOS VALORES SOCIALES

Es interesante que el Código Civil concibiera el poder del padre y su preponderancia en la sociedad como protección social y hasta personal de la mujer y los hijos, y que este hecho tuviera una inmensa validación social. El hecho de que la mujer al contraer matrimonio se hiciera incapaz relativa a pesar de haber alcanzado la mayoría de edad, se fundamentó en una aparente paradoja: la convicción social de su incapacidad para enfrentar el mundo de la economía, la política y el derecho, mientras que se asumía que podría guardar e inculcar la moralidad social prevalente, siempre bajo el ojo vigilante de su padre o esposo. Es por esto que la sociedad colombiana del siglo XX mantuvo la desigualdad defendida por la Regeneración como realidad concreta ara asegurar la moralidad y así poder ejercer control social.

Otra instancia legal que demuestra lo anterior fue que la división entre alimentos congruos (de acuerdo con su posición social) y necesarios (los indispensables para vivir) era, en últimas, una forma de protección de la moralidad pública. Los hijos naturales sólo podían reclamar los primeros cuando la madre había sido raptada por el padre natural. El resto de las veces el hijo solo podía aspirar a los alimentos necesarios. Dadas las dificultades sociales y técnico-legales de esa época, pretender probar la paternidad para luego obtener alimentos necesarios era, por lo menos, complicado.

Con facilidad se concluye que el sistema legal de control social, a partir de familia, siempre riñó con la realidad y si se quiere, sólo la agudizó. Con el tiempo, se empezó a reconocer que los hombres habían casi adquirido una patente legal para que las consecuencias de su actividad sexual no tuvieran sanción alguna. Así, mientras que se insistía mediante normas forzar a los individuos a procurar mantener su actividad sexual se les amenazó a los hombres con no poder solicitar alimentos de sus hijos, sino los habían reconocido. El poder disuasivo de esa norma, con seguridad, no fue muy eficiente. Al mismo tiempo y en definitiva el Estado, presionado por la contundencia de los hechos, les ofrecía a los hombres incentivos para que, si reconocían a sus hijos nacidos por fuera del matrimonio, pudieran reclamar la custodia de los hijos varones mayores de cinco años.

En este contexto el legislador también protegía la moralidad pública, relajando ciertas normas para que la constitución de la familia, vía el matrimonio católico, no tuviera tropiezos. Así, se habilitaba al sordo mudo que pudiera dar a entender su voluntad de casarse por "signos manifiestos", para que así procediera, pues la ley lo asimilaría como una persona con plena capacidad. Esto, a pesar de la insistencia en el espacio de la enseñanza del derecho y en los escenarios judiciales, en repetir la fórmula del Código Civil que incluía entre las personas incapaces absolutas a los sordomudos que no se pudieran dar a entender por escrito.

Naturalmente, crear más opciones para que la gente se casara también llevaba a permitir la disolución del matrimonio por un camino diferente al de la muerte de uno de los cónyuges, siempre que los estereotipos sociales no se alteraran y que la función de control social no se perdiera. Por tanto, el Estado entendió que protegía la moralidad pública al permitir al hombre divorciarse de la mujer adúltera. Al mismo tiempo, la mujer podía solicitar el divorcio sólo si acreditaba el amancebamiento del marido, pues no bastaba la infidelidad del mismo. Igual ocurría con el impedimento para que la mujer casada no pudiera contraer luego matrimonio con su amante. Esto era socialmente inaceptable, pero esa prohibición no operaba para el marido, pues la sociedad podía comprender esa circunstancia.

El argumento para el trato desigual, insistimos, era la vergüenza que traía la mujer a la familia al poder concebir y gestar un hijo por fuera del matrimonio. Se trataba de proteger a toda costa, no solo la familia, sino la sociedad. Al punto que se aceptó el establecimiento de una especie de causal de exclusión de culpabilidad al no penalizar al marido que le produjera la muerte a su mujer, a su amante, o a ambos, al sorprenderlos en el acto.

Todas estas hipótesis se trajeron del derecho romano y encajaron con el ideario conservador de la Regeneración. Al finalizar las dos primeras décadas del siglo XX la oscilación entre libertad y autoridad parecía favorecer sólo a la segunda, pero las circunstancias económicas empezaron a cambiar, y así las ideas liberales tendrían una segunda oportunidad.

6. INTENTOS DESDE LO JURÍDICO PARA AJUSTAR LA SOCIEDAD. LOS AÑOS TREINTA

La depresión económica mundial de finales de los años veinte traería el primer desafío contra las poderosas convicciones sociales que hacían depender la estabilidad y seguridad del sistema en la defensa del matrimonio católico, como forma esencial para generar familia. Colombia fue una de las pocas naciones donde no se estableció un régimen autoritario, a diferencia del resto de Latinoamérica donde varias naciones sucumbieron a esa tendencia. Sin embargo, en el contexto de lo que los historiadores profesionales han llamado la República Liberal, se acordaron normas que afectarían la idea tradicional de familia y sociedad.

En este escenario de depresión económica y protestas laborales contra las multinacionales estadounidenses, especialmente en la Costa Caribe y Barrancabermeja, el derecho de familia fue objeto de ajustes. Una conclusión natural del establecimiento de la época fue que el rol tradicional de la mujer debía cambiar. Por ejemplo, la Ley 28 de 1932 se convirtió en el primer desafío a los conceptos de patria potestad y potestad marital como derechos reservados al padre o esposo, los cuales, además, acentuaban el carácter paternalista de la legislación. Dicha norma concedió a la mujer casada la administración y el uso libre de sus bienes, estableció la protección al patrimonio de familia haciéndolo inembargable, y declaró que el marido no era representante legal de su mujer mayor de edad, es decir, la mujer casada no necesitaría más de autorización escrita para comparecer ante los jueces a demandar o enfrentar una demanda, y tampoco para comprar o vender en el mercado. En el espacio de la historia del derecho sería interesante indagar en qué medida la mujer recurría a la autorización judicial del artículo 188 que le permitía actuar cuando el marido estuviere ausente o se negare a darla "sin justo motivo." De todas maneras, sí resulta claro que en el plano jurídico formal la preponderancia del hombre no se afectó y prueba de ello es que hasta 1968, él continuaría representando a la esposa menor de edad. En el mismo sentido, debe recordarse que las mujeres sólo tendrían derechos políticos hasta 1957.

Revisando las discusiones que permitieron la aprobación de la Ley 28 es evidente que se pretendía corregir la disfunción social que producía la potestad marital. El mensaje del presidente Enrique Olaya Herrera (1930-1934) a las dos Cámaras muestra que éste era un interés desde 1930, y que quería evitarse que los maridos "codiciosos y sin escrúpulo llegaran a quedarse con el patrimonio de sus mujeres demasiado complacientes, dóciles o pusilánimes".11 Al mismo tiempo, es también evidente que esto no impedía que se mantuviera una desconfianza de las capacidades de la mujer, y por ello se aceptó que el proyecto de ley permitiera a la mujer otorgar poder para la administración de sus bienes a su marido. De todas formas, el presidente entendió el proyecto de ley como una oportunidad para evitar que Colombia se sustrajera del "movimiento universal contemporáneo que persigue la emancipación económica de la mujer y el reconocimiento de su capacidad civil".12

Otro hecho fundamental de estos progresos es el Decreto 227 de 1933, que estableció el bachillerato para señoritas que les permitiría desde 1937 ingresar a la universidad. Reformas educativas soportadas por el liderazgo de varias mujeres, entre ellas alemanas que habían llegado Colombia con la Misión Pedagógica de ese país en 1926, junto con un movimiento reivindicatorio natural en los escenarios de crisis social y económica, permitieron otro sutil ajuste a la visión tradicional de la familia.

Sutil porque la Iglesia, a través de su poderosa estructura burocrática y con la amenaza de excomunión a padres de familia, se opuso a esto con mucha eficacia y logró impedirlo por completo en el sur del país. La reconstrucción historiográfica de las instancias donde las señoritas lograron terminar el bachillerato e ingresar luego a la universidad sólo probaría que el número de quienes vieron frustradas las expectativas de educación superior, generadas por el decreto presidencial, fue seguramente inmenso.13 Bogotá, la región antioqueña, y lo que conocemos como el eje cafetero, fueron zonas particularmente activas. Parecería entonces que estas partes del país fueron el espacio geográfico de los progresistas. En la capital del país, el colegio La Merced lideraría la nueva tendencia, que no sólo reconocía la igualdad en términos de capacidades de la mujer, sino que también se cuestionaría la visión tradicional de la misma como madre, esposa, ama de casa o profesora, para proponer que las mujeres ingresaran a cualquier profesión después de cursar sus respectivos estudios universitarios.

En la zona antioqueña las propuestas pedagógicas de Pedro Pablo Betancourt desde Medellín, la formación de maestras por María Rojas Tejada, y el ambiente literario en el que se formó la líder sindical María Cano, parecerían tener una relación directa con la idiosincrasia de esta parte del país y, definitivamente, con la distribución más equitativa de la propiedad durante la Colonia y el subsiguiente desarrollo económico de la región. Sin embargo, insistimos en que la historia de estas experiencias se limita a unos cuantos casos donde debía confluir el apoyo de unos padres solventes económicamente, la actitud progresista de directivos y profesores, y el sustento de importantes funcionarios públicos. En ese sentido, las pocas mujeres que se hicieron profesionales en los años cuarenta pertenecieron a un sector excepcionalmente privilegiado de la sociedad colombiana.

En el extremo social contrario se debe ubicar la lucha obrera y la importancia de ello para la mujer. El presidente Olaya Herrera fue un liberal moderado y, por ello, aceptado entre los sectores conservadores y el clero. Debe recordarse que accedió al poder porque los conservadores estaban divididos y el recurso de que fuera el arzobispo de Bogotá quien decidiera el candidato conservador que sería apoyado por el partido se frustró cuando éste amparó a uno de los candidatos y, días después, apoyó al otro.14

De tal manera que las medidas del presidente liberal Olaya Herrera, particularmente, abrir la posibilidad para que las mujeres se hicieran profesionales, pueden catalogarse como estrategia para ganar el apoyo de sectores progresistas, que al igual que en el resto del continente, incluidos Estados Unidos y Canadá, jamás propusieron o defendieron ideas o políticas que socavaran la estructura fundamental en términos económicos y sociales.

Los sectores tradicionales y los progresistas colombianos, en general, se preocuparon por las agitadas protestas de trabajadores contra el Estado y las multinacionales en esos años. Los conflictos entre liberales y conservadores empezaron a ser reservados para el colombiano medio, pues los miembros del establecimiento mantendrían un enfrentamiento apenas retórico. El gobierno de Olaya Herrera fue de coalición, pero a nivel departamental las rencillas se mantuvieron y avivaron con la llegada al poder de los liberales. Las víctimas fueron campesinos. En la ciudad la preocupación del establecimiento eran los movimientos obreros y la ocupación de tierras de latifundios en algunos lugares del país. Olaya, en forma pragmática, complació a las multinacionales y al embajador estadounidense a la vez que aceptó la jornada laboral de ocho horas y la constitución de sindicatos.

Vendrían otros cuatro años de República Liberal, y con ellos tal vez más pragmatismo, si aceptamos que Alfonso López Pumarejo concebía erróneo no preocuparse por las masas que ya habían demostrado su capacidad desestabilizadora en el campo y la ciudad. Ejemplo de ese pragmatismo lo refleja la reforma constitucional de 1936, propiciada durante su gobierno; allí, el trabajo como "obligación social" y merecedor de "especial protección del Estado" legitimaría políticamente los avances legales de los trabajadores.

Sin embargo, el gobierno de López Pumarejo bien podía entenderse, en esos años, como una propuesta de liberales radicales muy cercana al ideario comunista. Y es que la reforma agraria que estableció el carácter social de la propiedad, y por ese camino la posibilidad de que el Estado expropiara a los grandes propietarios, sólo se había implementado en México después de la Revolución. Adicionalmente, el incremento en el impuesto de renta y un recaudo más efectivo sobre las multinacionales, sirvieron para apaciguar el conflicto social tan propio de los años treinta. En últimas, fue también de desafío del modelo tradicional de sociedad y Estado.

En el espacio de la mujer, la vida de María Cano refleja la agitación de esos años, e indica también que Olaya Herrera, y especialmente López Pumarejo, fueron líderes pragmáticos que ayudaron a impedir que Colombia entrara por el camino del autoritarismo o la dictadura militar. La consecuencia para la lucha de la mujer era que ahora existían dos discursos reivindicatorios: el de las obreras y el de las señoritas. Para la República Liberal fue sencillo apoyar directamente el segundo, pues algunos padres varones e influyentes en la sociedad colombiana estuvieron dispuestos a dar ese paso por sus hijas. Para las mujeres de los obreros, en cambio, cualquier reforma legal enfrentaría poderosos prejuicios sociales.

Analicemos un ejemplo de la reivindicación de las señoritas. Esta reforma constitucional, a pesar de reconocer que la ciudadanía sólo la tenían los varones mayores de 21 años, estableció que: "la mujer colombiana mayor de edad [podía] desempeñar empleos, auque ellos [llevaran] anexa autoridad o jurisdicción, en las mismas condiciones que para desempeñarlos exija la ley a los ciudadanos".

Insistimos que el impacto que debió haber producido la misión alemana para la educación entre 1922 y 1926 –la cual recomendó que además de suministrar educación para preparar a la mujer en la vida en hogar, se debía otorgarle bachillerato completo y una educación comercial que le permitiera "ganarse la vida con menos dificultad"– había ayudado a revalorar la concepción tradicional. Se sumó a este hecho el valor del trabajo de Rosenda Torres que después de ser nombrada por Olaya Herrera en un importante cargo en el Ministerio de Educación, pasó a ser la primera profesora de la Facultad de Educación de la Universidad Nacional, y luego directora del Instituto Pedagógico Nacional de Señoritas en 1936.15 Se abrió así la puerta para que otras mujeres ocuparan cargos en el Estado y ello explicaría perfectamente la construcción del artículo 8 de la reforma constitucional de 1936. Sin embargo, todas ellas pertenecían a familias importantes de la sociedad.

Por el lado de la mujer obrera y campesina, poco hizo la República Liberal para propiciar, vía legislación, un ajuste cultural. Era un hecho social que las parejas, ante las dificultades que imponían los denominados "impedimentos" del derecho canónico, y los del Código Civil, cada vez recurrieran más a la convivencia voluntaria sin que mediara el rito eclesiástico. Una de las situaciones más comunes se daba porque la ley exigió hasta 1974 que la mujer debía tener 18 años y el hombre 21 para poder contraer matrimonio sin el consentimiento de los padres. Otro obstáculo era que para contraer matrimonio civil se debía apostatar, y esto, con una tradición católica tan fuerte, sólo se superó en Colombia con el Concordato de 1973. Otro impedimento lo constituía la expresa prohibición del Código Civil para que "la mujer adúltera y su cómplice" pudieran casarse. Otra prohibición era para la viuda que, teniendo hijos de un anterior matrimonio bajo su custodia, no solicitara autorización al juez y además elaborara un "inventario solemne", lo cual, además, exigía el nombramiento judicial de un curador para representar a los menores.

Las limitaciones producto de prejuicios llegarían hasta el punto que el más importante profesor de derecho civil de la segunda mitad del siglo XX propondría unos impedimentos eugenésicos: "Sin duda la libertad matrimonial debe limitarse controlando las condiciones biológicas que deben reunir los que pretendan casarse". Para el más leído civilista colombiano del siglo XX, "el más perfecto sistema encalla cuando los gobernados son ineptos para convivir o para trabajar, o cuando carecen de las aptitudes naturales para asimilar las reglas de la civilización".16

Sin embargo, toda esta preocupación por mantener el matrimonio casi como un privilegio para unos cuantos se enfrentó con la realidad de las ciudades. En concreto, la influencia de la clase obrera en los años treinta haría que entre ellos, los matrimonios católicos se fueran convirtiendo en escenarios excepcionales. Esta circunstancia llevó a que las uniones maritales de hecho, denominadas por el derecho como concubinatos, recibieran en 1936 un tratamiento legal más amplio. Desde la legislación de 1873 se había establecido que sólo las personas viudas y las solteras podían ser parte de un concubinato o amancebamiento, y que este hecho podía servir de prueba para el reconocimiento del hijo ilegítimo. No existía ningún derecho exigible por parte de la mujer, y la relación debía ser notoria y suponía cohabitación constante.

Sin embargo, en 1936 la Ley 45, ley Orgánica de la Filiación Natural, aceptó presumir la paternidad de los padres que en el tiempo de la concepción no estuvieran casados entre sí. Sentenció que en estos casos bastaban relaciones sexuales estables y no la convivencia indefinida para que se hablara de concubinato.

Sin embargo, la etiqueta concubino-concubina tenía una carga peyorativa innegable. La intención del legislador de 1936, dado el contenido normativo, no le permite a uno concluir que pretendiera desafiar prejuicios sociales, pero sí reconocer una situación de hecho. Pero esto no impediría que el rol tradicional del varón determinara que el carácter denigrante sobre él (concubino), fuera menos opresivo que el de la mujer (concubina o manceba) y sus hijos (ilegítimos o naturales).

Parece más acertado concluir que el carácter progresista de la República Liberal precisó la necesidad de ajustar el derecho a la nueva realidad social: el matrimonio católico para las masas urbanas y para ciertos habitantes, que como en la Costa Caribe, además de estar distribuidos en un amplio territorio, no tenían tan marcada influencia de la Iglesia, se había convertido en un hecho, por lo menos, desacostumbrado. En esa dinámica, la Ley 45 de 1936 resultaba apenas obvia.

El tratamiento que se propuso para los denominados hijos ilegítimos fue un acto pragmático si se atiende a sus efectos sobre un importante sector de la población. Desde el Código Civil de 1887 los hijos legítimos eran sólo los concebidos y nacidos en el matrimonio o los que nacían dentro del mismo a pesar de haber sido concebidos antes. "Todos los demás [eran] ilegítimos". Debe tenerse en mente que este calificativo se extendía a resto de la parentela y así el niño debía asumir que también era hermano, nieto, sobrino y primo ilegítimo.

La reforma que evidencia el cambio fundamental recayó sobre el artículo 52. En 1887, repetimos, se había clasificado a los hijos ilegítimos, ellos/ellas podían ser naturales y de dañado y punible ayuntamiento (espurios), estos a su vez, podían ser adulterinos o incestuosos. Desde 1887 los naturales obtenían esa denominación porque los padres, pudiendo hacerlo, no habían contraído matrimonio y el hijo había nacido en esa situación, pero existía el reconocimiento.

La Ley 45 mantuvo esa definición pero sin exigir que los padres no tuvieran impedimento para casarse y agregó que idéntica denominación recibía el hijo de madre soltera o de la viuda. Como se adujo, esto, casi en forma cándida, reconoció la realidad social. Lo prueba un escrito fundamental para la historia del derecho colombiano. En 1936 el autor del proyecto de ley que a la postre se convertiría en la 45 de ese año, produjo un libro para fundamentar la justicia que inspiraba la reforma legal. A partir de documentación de la Contraloría General de la Nación demuestra que el total de hijos ilegítimos en el país era casi del 50%, y en algunos departamentos como Bolívar, Magdalena, Intendencia del Chocó, Caquetá, estaba alrededor del 75%. El libro reporta otro dato importante. Dado el bochorno social que generaba para una pareja registrar a un menor ilegítimo, y ante la posibilidad de afirmar que éste era producto de un matrimonio sin necesidad de exhibir ningún documento específico que lo demostrara, el autor infiere que el número de hijos ilegítimos era superior de los que la Contraloría demostraba. Concluye el autor afirmando que para quienes respaldaron la ley en el Congreso la propuesta, a contrario de lo que pensaban sus oponentes, estuvo en armonía con la "moral y las buenas costumbres".17

En esa dinámica la Ley 45 de 1936 procedió entonces a eliminar la segunda categoría de hijos naturales que de manera escueta legitimaba el estigma social sobre el menor producto de un incesto o de un adulterio. Debe tenerse presente que estos menores eran específicamente llamados por el Código Civil incestuosos y adulterinos, ambos bajo la categoría de espurios, lo que socialmente equivalía a ser catalogados como bastardos. Pero además, la denominación legal parecía tener un carácter operativo claro, pues quien era subsumido en esa clasificación no tenía derecho alguno.

Otro progreso fue la eliminación del "hijo puramente alimentario" y el "hijo simplemente ilegítimo". El primero era aquel que era reconocido sólo para efectos de proveerle alimentos, es decir, bien se podía alegar que hasta allí llegaban los derechos del menor y que después de la mayoría de edad, todo vínculo con su padre o madre desaparecería. El simplemente ilegítimo era aquel que no había sido reconocido, una persona sin derechos frente a sus padres.

Sin duda, la realidad del país había afectado la decisión del legislador. La gente no contraía siempre matrimonio y constituían uniones maritales de hecho. Las viudas y las solteras tenían hijos, los hombres casados engendraban niños por fuera del matrimonio, los solteros también engendraban, y desgraciadamente, los incestos se repetían. Ser hijo ilegítimo natural otorgaba alguna protección legal, menor protección obtenía el hijo alimentario, pero los ilegítimos nunca reconocidos y los incestuosos y adulterinos, eran desprovistos de cualquier defensa jurídica, simplemente no eran sujetos de derecho. El drama social debió ser evidente para los líderes ilustrados de la "Atenas Suramericana", y por eso la respuesta legislativa fue pragmática. Empero, esa dinámica de los progresistas no pretendía subvertir las bases axiológicas de la sociedad. Lejos se estaba aún de producir un ajuste cultural fundamental que hiciera la sociedad más incluyente, por lo menos en términos de derechos. Por tanto, la clasificación de hijos legítimos e ilegítimos se mantuvo y así quedó planteada una distinción que hacía pensar que había personas de primera y de segunda categoría.

Específicamente, la categorización de hijo ilegítimo o natural desde 1936, establecía esa visión de un sujeto de segunda categoría. Por ejemplo, el Código Civil imponía a jueces y funcionarios un orden concreto cuando se iba a escuchar a un pariente para resolver alguna situación que afectara a un menor. Los descendientes y ascendientes legítimos, desplazaron hasta 199418 a los ilegítimos o naturales. También serían tratados desigualmente para efectos de la herencia hasta 1982, pues los operadores jurídicos repetían el mandato, según el cual, los hijos naturales heredaban, sólo si no existían los padres, los hijos y los hermanos legítimos.

El primer gran progreso para los ilegítimos llegó con la Ley 45 de 1936, artículos 18 y 19, que modificaron el 1045 y 1046 del Código Civil. Sin la reforma, al momento de heredar los hijos naturales hubieran continuado recibiendo una quinta parte de la herencia, las otras cuartas partes se hubieran mantenido para los legítimos. Con la reforma, un hijo natural recibiría la mitad de lo que obtuviera el hijo legítimo, en definitiva una persona de segunda categoría. En conclusión, una violación elemental al enunciado constitucional vigente desde 1821 que prescribía la igualdad legal de todos los colombianos.

Para resumir, el panorama de la sociedad colombiana para la década de 1940 evidenciaba que el modelo de relación de pareja "estable y duradera" no precisaba del matrimonio. De hecho, la sociedad colombiana de estos años estaba plagada de hijos naturales, producto de concubinatos, y la Ley 45 pretendía estimular por lo menos su reconocimiento. Por otro lado, la condición de "concubina o manceba" dada la importancia del varón, debió ser en ciertas circunstancias una razón para estigmatizar. Parece ser que la clase trabajadora que adquiría cada vez mayor fuerza como actor político quiso desafiar el carácter peyorativo de la expresión. En los pliegos de peticiones de las organizaciones sindicales de estos años se incluyen prestaciones sociales para la "compañera permanente". Esta expresión, para los años ochenta, a pesar de no aparecer en el Código Civil, tendría aceptación social y sería común para referirse a la mujer que participaba de una "unión libre".

Este es uno de los hechos que mejor describe la característica más aceptada acerca de la disciplina jurídica. Su definición, básicamente, depende del significado que le dan los usuarios del sistema. En ese proceso, el legislador, generalmente, parece estar rezagado y la formación del operador jurídico no le otorga las herramientas para enfrentar tales rezagos. Pero este aspecto lo examinaremos más adelante.

Lo que importa resaltar a esta altura es que la preocupación del derecho heredada de la Regeneración era la de mantener la concepción tradicional de familia. La crisis económica de los años treinta facilitaría el escenario de reforma para que los "progresistas", sin revaluar el153 concepto de familia, le reconocieran una posibilidad adicional a las "señoritas": además de ser profesoras o religiosas, podían hacerse profesionales. La reforma llegaría hasta acabar con la figura del "dañado y punible ayuntamiento", y mejorar los derechos de los hijos naturales, manteniendo de esa manera la distinción con los hijos legítimos. En últimas, la realidad del país profundo seguiría divorciada de los prejuicios del país formal, donde los operadores jurídicos mantendrían los códigos de conducta inspirados por la Iglesia, pero consensuados con el establecimiento.

7. PREOCUPACIÓN POR EL NIÑO EN LA MITAD DEL SIGLO XX

Finalmente, vendría la Ley 83 de 1946, titulada Ley Orgánica de la Defensa del Niño. Con ella el derecho de familia empieza a ceder su obsesión por el control social a partir de la coerción, y así capitula su pretensión de hacer que todos los individuos aceptaran y vivieran bajo una única forma de familia. En otras palabras, el legislador de la época pareció entender su imposibilidad de hacer que el derecho controlara la pulsión sexual. Adicionalmente, para esos años el drama social fue tan profundo que obligó a que la normatividad superara la función exclusiva de controlar y tratara de convertirse en una forma de orientación social. Se empezaron a concebir entonces reglas que combinaran la coerción con la pedagogía y la implantación de escenarios para coordinar voluntades. En diciembre de 1942 El Tiempo reportaba que la tasa de mortalidad infantil en Bogotá era del 35% en menores de dos años, y del 50% en menores de un año. Las enfermedades en forma de epidemias que atacaban principal y constantemente a los niños eran abrumadoras. Por eso era evidente la preocupación de las autoridades y los sectores filantrópicos de la sociedad capitalina por las terribles condiciones de higiene, pero tal vez más dramático era el notorio problema de desnutrición de la niñez.19 En definitiva, mucha dificultad tenían en esta época quienes aun pretendían solucionar estos problemas por medio del sermón y el catecismo.

Sin revisar qué pasaba en el resto del país, se puede insinuar que el contexto social hacía que la infancia viviera uno de los momentos más críticos de la historia colombiana. Ello explicaría por qué la Ley 83 contenía los elementos mínimos y fundamentales para tratar el problema de niño desde los criterios de justicia y eficacia del sistema jurídico.

En esa ley el niño se planteaba como un compromiso de los padres y del Estado, y dos serían las instituciones que interdisciplinariamente asegurarían la defensa al niño: jueces de menores con un rango de magistrados de tribunal departamental, ayudados por un médico psiquiatra y dos delegados de Estudio y Vigilancia, que dadas sus funciones se podrían equiparar hoy a trabajadores sociales. Podían ser hombres o mujeres, y se les exigía haber hecho "estudios especiales en escuelas de servicio social".

La segunda institución venía por el lado del poder ejecutivo, allí se creaba el Consejo Nacional de Protección Infantil (CNPI), integrado por cinco miembros: un abogado penalista, elegido por el presidente; "un sacerdote experto en sociología"; un representante de la Cruz Roja; un médico pediatra nombrado por la Sociedad Colombiana de Pediatría, y un juez de menores.

El vocablo defensa englobaba "asistencia y protección" traducida en políticas como: a) el carácter interdisciplinario de la jurisdicción de menores que debía no sólo conocer de las infracciones, sino de "las situaciones de abandono o peligro moral o físico"; b) la sanción sería una alternativa extrema y primaría "la salvación del menor". Por tanto, "nunca" podría detenerse al menor en una cárcel, y la medida extrema sería el internamiento en un reformatorio hasta cuando se obtuviera la reeducación. Sin rehabilitación a los 21, ingresaría a la cárcel, pero sólo hasta que cumpliera 25; c) el procedimiento reservado, "breve y sumario" incluía entrevistas, elaboración de una detallada ficha de información y un periodo de observación del menor para "estudiarlo".

En sus aspectos físico, mental y moral la ley determinaba que todo niño pobre estaba en condición de abandono físico y en estado de abandono moral. Para el Código del Menor de 1989, éstos serían los niños en situación irregular. La Ley 83 de 1946 incluía lo que bajo los parámetros de la actual Ley de Infancia puede ser la idea de protección integral. Planteaba un su artículo 69: "Todo niño tiene derecho, por ministerio de la ley, a disfrutar de las condiciones necesarias para alcanzar su desarrollo corporal, su educación moral e intelectual y su bienestar social". En esa dinámica la ley no aceptaba que los padres no asumieran el sostenimiento de los menores, y prescribía un proceso sumario parael reconocimiento. Finalmente, la ley encargaba al Consejo Nacional de Protección Infantil de "la prestación y organización de los servicios sociales", y allí se incluía asistencia a la madre soltera desde el "punto de vista material, legal y moral"; asistencia al niño lactante y al infante; asistencia al niño anormal y enfermo; asistencia al niño en edad preescolar, escolar y posescolar, asistencia y protección hasta la mayoría de edad de los niños abandonados o en peligro; de los niños infractores y de la madre y el niño que trabajaban.

Basado en esto, se podría concluir que la Ley 83 de 1946 intentó transformar la mentalidad colectiva sobre el niño, y las responsabilidades de los padres, de las "entidades públicas y privadas", y del Estado al respecto. Esto se ratifica cuando se revisan los últimos veinte artículos y se encuentra que el CNPI podía "promover y dirigir publicaciones" sobre todos los aspectos de los niños para difundirlos "entre el pueblo". Así mismo, debería promover investigaciones sobre el tema, y hasta crear concursos y premiar a las mejores obras. Se combinaba entonces una propuesta para repensar la sociedad con políticas concretas para enfrentar lo que, por la lectura actual de la ley, parecía ser, por lo menos para sus promotores, una situación crítica.

Bajo esta lectura encajan los poderes sancionatorios de los jueces de menores y los exorbitantes del CNPI sobre "todas las autoridades de la República". Rehusarse a cooperar con el CNPI le permitía a este organismo colocar multas sucesivas sobre quienes así procedieran y tal sanción sólo podía ser objeto del recurso de reposición.

En conclusión, para la mitad del siglo, la terrible situación social hacía imposible sostener incólume el sistema que por vía del derecho romano habíamos adoptado sobre la familia. Las legislaciones del mundo aceptaban que el matrimonio católico no era la única opción para generar familia; que las uniones civiles y el divorcio, entendido como separación de cuerpos, eran perfectamente posibles y, sobre todo, que la división entre hijos legítimos e ilegítimos era insostenible.20 La influencia de la Iglesia católica persistía, sin embargo, ella había convenido que la suspensión de la vida en común, sin disolución del matrimonio, era necesaria y algunos países latinos ya había aceptado el divorcio vincular o lo que conoceríamos en los años setenta como cesación de los efectos civiles del matrimonio católico.21 Con relación a la división entre hijos legítimos e ilegítimos, sólo Cuba, Perú y México habían eliminado ese estigma que los condenaba a trato desigual por la ley y la sociedad.

Desde 1936 en Colombia, el legislador trataría de hacer cambios en la estructura cultural colombiana, y con esa meta reivindicaría, primero la igualdad real de la mujer, y luego en 1946 se volcaría sobre la protección de la niñez hasta el punto de pretender que los operadores jurídicos entendieran los derechos de los niños como fundamentales. Sin embargo, la igualdad real pregonada desde la Constitución de 1821 no se conseguía todavía.

Los reformistas de la fecha enfrentaban el mayor de los lastres para la interpretación y la aplicación del derecho. Una visión cerrada y facilista que concibe al sistema jurídico como forma de mantener el control mediante el ejercicio de la fuerza. Un sistema obsesionado por dar respuestas precisas a las acciones y omisiones que contravienen los mandatos o las prohibiciones de las normas. Un sistema que demanda el ejercicio de la autoridad antes que el ejercicio de la libertad, y enseña al operador jurídico que las normas deben contener un lenguaje preciso pues los conceptos, como "la educación moral e intelectual" y el bienestar social del menor de la Ley 83 de 1946, serían para el operador apenas enunciados retóricos sin ninguna consecuencia jurídica relevante.

La legislación de 1946, en otro contexto, debió servir para enfrentar la crisis del menor que llevaría en 1968 a la creación del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF). Pero la crisis se mantuvo porque los problemas estructurales seguían sin resolverse, y porque quienes manejaban el sistema jurídico no estaban preparados para entender las complejidades del ejercicio y la práctica del mismo.

La formación de los operadores tampoco se afectó por esta propuesta legal que le apostaba a la eficiencia y justicia del derecho de familia. Queda por indagar qué pasó desde entonces, y que significaría en el contexto actual la denominada nueva Ley de Infancia y Adolescencia.

8. CONCLUSIÓN

La historia del derecho de familia en nuestro país está, más que cualquier otra rama del derecho, estrechamente vinculada con la historia de la Iglesia y, a su vez, con la profunda desigualdad económica que caracterizó el modelo económico que se impuso desde la Conquista. La inestabilidad y la inseguridad que han afectado al sistema políticoeconómico del país, han contribuido a que el derecho se entienda como una forma de control social, un replicador del mensaje moralizante que concibe que el bienestar de los individuos pasa necesariamente por aprehender a controlar sus pulsiones sexuales.

Sin embargo, por oleadas en Colombia, las propuestas liberales se han reinventado, y en esos periodos se ha tratado de construir un sistema legal consecuente con la realidad en la medida en que la reglamentación de la familia puede generar inmensas dificultades para la interacción diaria y, por tanto, incrementar desmedidamente el costo de transacción. Al mismo tiempo, las propuestas liberales también podrían entenderse como una forma más respetuosa de la libertad individual. Sin embargo, entendidas así las reformas de los años treinta y la de mitad del siglo XX, el derrumbe definitivo de los prejuicios sociales que la Iglesia alimentó por tanto tiempo no se concretó. Prueba de ello es la prolongada vigencia de la clasificación entre hijos legítimos e ilegítimos, y la resistencia a aceptar formas diferentes al matrimonio católico como generador de familia.

Es cierto en cambio que el drama económico y político de los años treinta contribuiría para que el pragmatismo de unos líderes empezara a desmontar el sistema de prejuicios sociales construido por la Iglesia y avalado por el establecimiento en los siglos anteriores. Pero ese desmonte legal no significó el desmantelamiento del andamiaje cultural construido a partir de tal dogmatismo. Pudo más la fuerza de los obreros para empezar a entronizar conceptos como la compañera permanente, a pesar de que los operadores jurídicos siguieran acudiendo al epíteto despectivo de la concubina.

Para la mitad del siglo, la cruda realidad sobre la situación del niño doblegaría aún más el espíritu tradicionalista de los legisladores y, por primera vez, el sistema jurídico antes que considerar su función como ejercicio de la fuerza lo percibió como mecanismo para hacer acuerdos, coordinar voluntades y proponer soluciones interdisciplinarias a partir del reconocimiento de la dignidad de los menores. Esto no necesaria mente impidió que la tradición católica reconociera la inocuidad de mantener la categorización legal de los ciudadanos entre legítimos e ilegítimos. En últimas, el sistema jurídico concebido como forma de control social ha permitido que la inestabilidad e inseguridad del sistema político económico se acentúe antes que corregirse.

NOTAS AL PIE

1. Véase Beltrán, Mauricio, "La tensión entre autoridad y libertad en Canadá, Estados Unidos y Colombia. El caso de la libertad de expresión", en Liber amicorum en homenaje a Germán Cavalier. Derecho Internacional Contemporáneo, Universidad del Rosario, Bogotá, 2006.

2. Friedman, Lawrence, History of American Law, Simon & Schuster, New York, 1985, p. 202.

3. De hecho, la Ley 153 de 1887 previó que cuando existieran dudas sobre el ordenamiento que se debía aplicar a un caso concreto se seguiría el siguiente orden: "Civil, de Comercio, Penal, Judicial, Administrativo, Fiscal, de Elecciones, Militar, de Policía, de Fomento, de Minas, de Beneficencia y de Instrucción Pública".

4. "Son dos las fuentes inmediatas de que surge la familia: el matrimonio y el parentesco. Este a su vez, tiene su origen en la filiación y en el mismo matrimonio". De esta manera lo enseñaba uno de los cuatro textos fundamentales del derecho civil a inicios del siglo XX. Rodríguez Piñeres, Eduardo, Curso elemental de derecho civil colombiano, Librería Americana, Bogotá, 1919, Tomo II, p. 11.

5. Ley de 20 de junio de 1853.

6. Restrepo, Juan Pablo, La Iglesia y los gobiernos. Disponible en www.lablaa.org/blaavirtual/historia/igesc/ [consultado en abril 14 de 2007].

7. Ibíd.

8. José María Samper es el ejemplo más claro de la incoherencia de los liberales más radicales, los Gólgotas. Su segundo matrimonio lo celebró mediante el rito católico, bautizó a su hija y a la postre terminaría convirtiéndose en Conservador al final de sus días. La historia le reconoce el hecho de haber sido el Liberal radical más profuso en el siglo XIX. Debe advertirse que Samper concibió como anticristiano la desigualdad entre los niños a partir de su nacimiento dentro o fuera del matrimonio. Véase Hinds, Harold, José María Samper: The Thought of a nineteenth-century New Granadan during his radical liberal years 1845-1865, Graduate School of Vanderbilt University, 1976.

9. La cita textual proviene de Castaño Medina, Alfonso, La sociedad conyugal, Editorial París, Bogotá, 1938, p. 9.

10. Sánchez, M. y Quijano, S., "Reflexiones históricas y pedagógicas sobre el proceso de feminización del magisterio (1880 -1920)", Boletín Museo Pedagógico Colombiano, 2, Universidad Pedagógica de Colombia. Disponible en www.pedagogica.edu.co/usr/anexos/museo_boletin [consultado en noviembre 10 de 2006].

11 Cámara de Representantes, Historia de las leyes, 1932, p. 140.

12. Ibíd., p. 142.

13. Sánchez y Quijano, ob. cit.

14. Bushnell, David, Colombia, una nación a pesar de si misma, Planeta, Bogotá, 1996, p. 251.

15. Cohen, Lucy, El bachillerato en las mujeres de Colombia. Acción y reacción. Disponible en http://www.pedagogica.edu.co/storage/rce/articulos/rce35. [consultado en noviembre 10 de 2006].

16. Valencia Zea, Arturo, Derecho civil, Temis, Bogotá, 1977, tomo V, p. 14.

17. Valbuena, Gustavo A., Derechos de los hijos naturales, Talleres Mundo al Día, Bogotá, 1936.

18. Corte Constitucional, sentencia C-105 de 1994, M. P. Jorge Arango Mejía.

19. Ver Muñoz y Pachón, La aventura infantil a mediados de siglo, Planeta, Bogotá, 1996, Capítulo 2.

20. Fernández Clérigo, Luis, El derecho de familia en la legislación comparada, México, 1947, p. 223.

21. En Latinoamérica, para mitad de siglo, el divorcio vincular era jurídicamente viable en México, Bolivia, Cuba, Panamá, Guatemala, El Salvador, Perú, Uruguay y Venezuela. Ibíd., p. 129.


BIBLIOGRAFÍA

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