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Estudios Socio-Jurídicos

Print version ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.13 no.1 Bogotá Jan./June 2011

 

La Constitución de 1991 como pacto de paz: discutiendo las anomalías

The 1991 Constitution as a Peace Agreement: A Discussion of the Anomalies

A Constituição do ano 1991 como pacto de paz: discutindo as anomalías

Francisco Gutiérrez-Sanín*
IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, Bogotá D.C., Colombia


* Profesor del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales - Universidad Nacional de Colombia. Este artículo es resultado de la investigación del programa "Investigaciones en torno a la macroestabilidad política y económica y la violencia persistente en Colombia", en el marco de la Convocatoria Bicentenario programas nacionales de investigación - 9747 de la Universidad Nacional de Colombia. Correo electrónico: fgutiers2002@yahoo.com

Fecha de recepción: 18 de marzo de 2011
Fecha de aceptación: 13 de abril de 2011


RESUMEN

A veinte años de la Constitución de 1991, y después de padecer una violencia endémica durante la década de los noventa, y por qué no decirlo, también en la primera década del siglo XXI, es pertinente hacer una reflexión ponderada sobre los efectos que ha tenido la Constitución de 1991 sobre el comportamiento tanto del Estado como de los actores armados. En especial porque algunos críticos ven en la constitución un obstáculo para la terminación del conflicto debido a su abundante carta de derechos, que según su entender están diseñados para proteger a los malos y maniatar al Estado. Para otros la Constitución se convirtió en una especie de fetiche que no debía ser reformado, pues de hacerlo, se perderían los espacios democráticos ganados y tendría como consecuencia una escalada de la violencia. El artículo demuestra que ni lo uno ni lo otro es cierto, es decir, ni la carta de derechos es la responsable de los problemas de violencia que sufre el país, ni los espacios de democratización abiertos por la constitución son la panacea para culminar con la violencia en Colombia. Este artículo pone en su justa medida los aciertos de los constituyentes como los dilemas no resueltos que conllevó la aprobación de la Constitución de 1991.

Palabras clave: Actores armados, crisis del sistema político, violencia, Colombia, Constitución.

ABSTRACT

Twenty tears after the 1991 Constitution, and after having suffered endemic violence during the 1990s, and why not admit it, during the first decade of the 21st Century, it is relevant to make a balanced reflection on the effects the 1991 Constitution has had on the behavior both of the State and of the armed actors, particularly because some critics claims that the Constitution is an obstacle to ending the conflict because of its generous chart of rights, which they believe are designed to protect the bad guys and to keep the State's hands tied. For others the Constitution has become a kind of fetish that must not be reformed, because any reform would compromise the democratic spaces that have been won and would lead to an escalation of violence. This article shows that neither is true: the chart of rights is not responsible for the problems of violence the country is experiencing, and the democratization vehicles established by the constitution are no panacea to end violence in Colombia. The article puts both the achievements and the unresolved dilemmas of the 1991 Constitution in proper perspective.

Keywords: Crisis of the state, crisis of the political system, violence.

RESUMO

Vinte anos após da constituição de 1991, e depois de padecer uma violência endêmica durante a década dos noventa, e porque não dizê-lo, também na primeira década do século XXI, é pertinente fazer uma reflexão ponderada sobre os efeitos que tem tido a Constituição do ano 1991 sobre o comportamento tanto do Estado quanto dos atores armados. Em especial porque alguns críticos vêem na constituição um obstáculo para a terminação do conflito devido a sua abundante carta de direitos,, que segundo seu entender estão desenhados para proteger aos maus e maniatar ao Estado. Para outros a Constituição se converteu em uma espécie de obsessão que não devia ser reformado, pois nesse caso, se perderiam os espaços democráticos ganhados e teria como conseqüência uma escalada da violência. O artigo demonstra que nem uma coisa nem a outra é verdade, ou seja, nem a carta dos direitos é a responsável dos problemas de violência que sofre o país, nem os espaços de democratização abertos pela constituição são a panacéia para culminar com a violência na Colômbia. Este artigo põe em sua justa medida os acertos dos constituintes como os dilemas não resolvidos que levou à aprovação da Constituição de 1991.

Palavras chave: atores armados, violência, Colômbia, Constituição.


INTRODUCCIÓN

Este artículo está dedicado a una anomalía simple, que conecta directamente con la Constitución de 1991 (C91), con los procesos sociales que la hicieron posible y también con las ideas que inspiraron a sus arquitectos, a su período y al grupo de líderes políticos e intelectuales que la han sostenido. La anomalía consiste en lo siguiente: desde la gran crisis del Estado y el sistema político colombianos en la segunda mitad de la década de 1980 -una enorme oleada de corrupción, la articulación del principal partido del sistema con el narcotráfico, la guerra abierta en dos frentes, el guerrillero y el de la criminalidad económica, el crecimiento del poder de fuego de todos los desafíos armados al Estado, la expansión del paramilitarismo, las violaciones permanentes de los derechos humanos-, distintos analistas vincularon democratización y modernización en gran escala del Estado con negociación para la paz.

En particular, la Constitución de 1991 se llegó a ver -muy en una larga tradición1 que conecta con otras internacionales2 como un pacto de paz. Todo el clima intelectual que antecedió a la nueva Carta, y el que predominó en el período inmediatamente posterior, estaba permeado por la idea de que democratización y paz estaban íntimamente relacionadas. El diagnóstico, y la línea de causalidad, eran los siguientes. El régimen político colombiano era cerrado y excluyente. Esto había llevado a que los conflictos se tramitaran por fuera de las instituciones. La democratización reversaría esa tendencia. A esta línea de razonamiento la llamaré en adelante "el ideario fundamental de la Constitución con respecto de la violencia".

Por supuesto, tal ideario se expresó también en la Carta de 1991 -comenzando por la constitucionalización de la paz, como derecho y como deber (artículo 22, capítulo 1)-, así como en los debates de la constituyente. Fue una importante área de intersección entre las diversas fuerzas que participaron en esta. Parecía tan obvio que de hecho es muy difícil encontrar esfuerzos explícitos por debatirlo, ni dentro ni fuera de la Asamblea.

Este ideario, que suena tan sencillo, y que expresaron de tan diversas maneras académicos y actores políticos y sociales, alcanzó un grado notable de sofisticación. Se convirtió en el terreno común en el que pudieron entenderse figuras renovadoras provenientes de los partidos tradicionales y representantes de nuevas políticas y de movimientos sociales, un acuerdo expresado simbólicamente por la presidencia tripartita de Serpa, Gómez y Navarro (y, por supuesto, refrendado por los resultados electorales que permitieron que la Asamblea Constituyente tuviera una representación consistente de liberales, conservadores alvaristas y miembros de la AD-M19). La jubilación de la vieja clase política desbloquearía al sistema, permitiría la incorporación de nuevas voces y el acceso a los puestos de decisión de los excluidos de siempre. En esto residía el núcleo espíritu pacificador de la nueva Carta. Una revisión así sea casual de las tesis de innumerables artículos académicos y periodísticos, que anticipaban en la segunda mitad de la década de 1980 a la Constitución, pidiendo al unísono la democratización y modernización del Estado colombiano, o que después saludaron la Carta, revela lo extendido que estaba aquel ideario, y lo importante que fue para permitir tanto a los actores políticos involucrados en el proceso constitucional como a los analistas orientarse en el mundo.

Este conjunto de convicciones no se puede considerar caduco. Ha sido, y es, parte del sentido común que da a la nueva Constitución su viabilidad. De hecho, el diagnóstico implícito en él no ha sido refutado. Aunque Daniel3 argumentó -correctamente, a mi juicio- que la noción de la existencia de una correspondencia lineal entre grado de cierre del sistema político, por un lado, y grado de violencia, por el otro, era insostenible en un contexto comparado,4 el debate nunca se extendió hacia un análisis de lo que podía significar la Constitución como pacto de paz. Que había distintas clases de cierres vinculados de diversas maneras, y orgánicamente, a importantes factores del conflicto era, y es, indudable. Que la Constitución incorporaba significativos dispositivos propaz también lo es. Más aún, aunque las críticas a la Constitución de 1991 se han multiplicado desde varios flancos -ya sea como un dispositivo básicamente neoliberal, ya sea como un acuerdo populista-, lo que llamé más arriba el ideario fundamental no ha sido puesto en cuestión más que oblicuamente, y de manera práctica, sobre todo en la primera década de este siglo, en donde la propuesta de "abrir para pacificar" perdió su hegemonía por el ascenso del uribismo. La relevancia de esto, a mi juicio, aún no ha sido valorada.

El problema, pues, de dicho ideario no es que haya sido vencido, o puesto en cuestión sistemáticamente, en el campo de las ideas. El problema en cambio es que su promesa no parece haber sido confirmada por la evolución del conflicto, y en particular de la violencia (incluyendo la que ejercen el Estado y sus aliados). Este se puede representar esquemáticamente de la siguiente manera:

  1. Después de 1991, los niveles de violencia -tanto común como política- subieron sustancialmente.

  2. Inmediatamente antes, durante e inmediatamente después del principal proceso de paz adelantado por el Estado colombiano -en el gobierno de Andrés Pastrana, 1998-2002- hubo una nueva crisis de violencia, criminal y política.

  3. En cambio, bajo las administraciones de Álvaro Uribe Vélez, durante las cuales se produjo un cierre político, casi todo los indicadores de violencia se desinflaron.

Cada una de estas tres afirmaciones está sujeta a discusión. Los conteos de cualquier violencia están basados en muestras de conveniencia, y, por lo tanto, todas las afirmaciones que se basan en ellas están contaminadas de numerosos sesgos. Freedman5 resume de manera sencilla pero muy clara la actitud que hay que tener cuando se está frente a un conteo sacado de una muestra de esta naturaleza: cuando tenga muestras de conveniencia, piénselo mucho antes de producir inferencias estadísticas. De hecho, en punto a conteos ya nos hemos enfrentado en los últimos lustros a sorpresas terribles. La aparición de numerosas fosas comunes que contienen víctimas que no aparecen ni en la prensa ni en las bases del Estado, el cambio de adscripción de cientos y miles de reportados como bajas del conflicto -por ejemplo, los más de mil "falsos positivos", rotulados como guerrilleros, pero que en realidad eran civiles inermes- son casos lo suficientemente elocuentes como para guardar todas las prudencias posibles al describir cuantitativamente la evolución del conflicto. Con todo y eso, creo que es posible afirmar que hay una alta probabilidad de que la violencia haya evolucionado después de 1991 en la forma estilizada que se presenta en la figura 1. Lo que dice la figura es lo siguiente: la Constitución de 1991 recibe una violencia en brutal ascenso, pero después de expedida esta continúa. Después, con alzas y bajas -que están representadas en la figura como ondulaciones de la línea, y que pueden haberse producido en cualquier dirección-, hay un nuevo salto entre el final del gobierno Samper y el proceso de paz de Pastrana, y un descenso durante el período de Uribe, que es indudable, pero que -también de manera indudable- no lleva a la plena normalidad. En esto, en esencia, están de acuerdo prácticamente todas las muestras de conveniencia, así como las evidencias cualitativas de que disponemos. Más aún, en aquellos conteos que están más acotados -es decir, allí donde el universo es más sustancialmente pequeño que la población en general-, y están involucradas agencias con alta capacidad organizativa, y en los que por lo tanto podemos suponer razonablemente que las muestras están más cerca del total real de víctimas, el comportamiento es básicamente análogo al de la figura 1. Véase, por ejemplo, la evolución del asesinato de sindicalistas, tal como está contada por la Escuela Nacional Sindical (figura 2).6 Por otra parte, no hay contraevidencias (con una gran excepción, a la que me referiré enseguida) que sugieran que la trayectoria haya sido distinta. Así, pues, podemos aducir que -aunque con cifras tan deterioradas podría no tener sentido hacer grandes modelos estadísticos-podemos "ajustar bayesianamente" nuestras convicciones, y que el comportamiento de la figura 1 es el resultado de ese ajuste iterativo. Frente a nuevas evidencias tendremos que cambiar la argumentación. Pero mientras que no aparezcan -y en varios años no nos hemos encontrado con nada que haga creer que el paisaje se alterará radicalmente- esa es la mejor descripción que tenemos.

Una segunda manera de desafiar la existencia de las anomalías es notar que las distintas violencias que hemos sufrido en estas dos décadas han tenido una evolución diferencial. En efecto, lo que ha sucedido con el desplazamiento forzado es bien distinto del comportamiento que se representa en la figura 1. De hecho, el desplazamiento no bajó sistemáticamente durante los gobiernos de Uribe, al menos según una de las fuentes (Codhes).7 Aquí, pues, me limitaré a discutir la violencia política letal, que es la de más impacto, la más vinculada a la promesa constitucional, y la que es la condición necesaria para la implementación de otras muchas violencias. Sin la amenaza creíble del asesinato, sería mucho más difícil expropiar, expulsar, desmantelar organizaciones populares, etc. Ahora bien, dentro de la violencia política letal particular importancia tiene para el período, y para la promesa contenida en el ideario fundamental, aquella ejercida por el Estado, directamente o por interpuesta persona. Pero esta también parece haberse comportado como en la figura 1.

Por último, se podría afirmar que las anomalías se ven debilitadas por el hecho de que en los gobiernos de Uribe no hubo en realidad cierre político. Esto es lo que han afirmado algunos de los partidarios del exmandatario. Por ejemplo, se podría ver a la provisión más efectiva de la seguridad como un acto de democratización, o al menos como un prerrequisito para que funcione una democracia genuina. De hecho, una parte del programa original de Uribe bebía del ethos de la Constitución de 1991, y se dirigía contra los políticos tradicionales -ver Uribe Vélez,8- aunque esa veta se fue agotando paulatinamente. Sin embargo, creo que de nuevo hay muchos rastros que permiten afirmar que las grandes líneas de la política de Uribe estuvieron en abierta contraposición con el ideario fundamental, y con la esperanza de que para pacificar había que abrir el sistema. Todavía siguen llegando evidencias contradictorias acerca de las diversas iniciativas de Uribe con respecto de las guerrillas -parece que hubo más movimiento en este terreno de lo que el público creía-,9 pero, en términos de separación de poderes, hipertrofia del ejecutivo, posibilidad de reelección presidencial continuada, relación con la oposición, Uribe iba en una dirección que no puede ser calificada sino como de cierre, y que de manera obvia proponía una forma diferente a la tradicional de manejar los conflictos violentos. De hecho, varios ideólogos del uribismo plantearon que por primera vez se estaba enfrentando el problema de la seguridad seriamente, lo que es otro indicio de que se estaba proponiendo una fórmula nueva. Es sintomático, por lo demás, que la actividad gubernamental entre el 2002 y 2010 haya tenido que pasar por numerosas reformas constitucionales y que varios comentaristas favorables al gobierno hayan declarado la muerte, o al menos la interinidad, de la Constitución de 1991.10 Algunos diagnósticos más críticos han mostrado en detalle cómo se produjo ese cierre11 (ver, por ejemplo, García Villegas; Revelo Rebolledo y Rubiano, 2009).

Nos encontramos, pues, frente a una anomalía genuina. Aunque nuestros conteos dejen qué desear y estén sujetos a ajustes sustanciales, lo que sabemos hasta el momento del conflicto nos sugiere, de manera más bien alarmante, que el aumento de la violencia política letal ha coincidido con los momentos de apertura del sistema. Como las evidencias en ese sentido son bastante numerosas, y provienen de diversas fuentes que en otros casos se contradicen, es razonable concluir que dicha violencia, incluyendo la que se puede atribuir al Estado, se ha portado en este período aproximadamente como en la figura 1. Más aún, a las aperturas siguió un cierre y un rechazo, a menudo explícito, de los presupuestos del ideario fundamental. La caracterización de su naturaleza e intensidad dependen del punto de vista del observador, pero que se produjo y que vino acompañado de un descenso real en las cifras de violencia letal es algo que seguramente ningún observador serio quiera discutir (con las evidencias de que disponemos hoy).12 Nada de esto casa con la promesa del ideario, según la cual la democratización era la llave maestra de la paz.

Este artículo explora la manera en que estas anomalías se pueden aprehender. La discusión avanza de la siguiente manera. En la primera sección, presento la estructura del ideario fundamental en la versión que considero más articulada y en muchos sentidos vigente, la del célebre reporte "Colombia, violencia y democracia" (en adelante CVD, 1995). CVD no solo tiene un carácter fundacional con respecto de nuestra comunidad académica,13 sino que además se constituyó en un vínculo clave entre los intelectuales y el Estado, en un momento más bien desfavorable,14 permitiendo un rico intercambio de ideas entre unos y otro. Y discute explícitamente las relaciones entre régimen, Estado, violencia y paz, desarrollando muchos de los motivos que fructificaron en la Constitución de 1991. Lo que es más importante para mí es que CVD (1995) -a pesar, o más bien debido a, su carácter abiertamente político-15 plasmó la argumentación más clara, mejor estructurada, de lo que llegó a constituir el ideario fundamental. Es un texto al que se puede volver con provecho una y otra vez. En la segunda sección, me concentro en lo que dice la literatura internacional acerca de la relación entre democracia y violencia. Propongo una evaluación de lo que esa literatura puede darnos, pero también de sus límites. En la tercera, combino las ideas contenidas en CVD, las propuestas provenientes de la literatura internacional y alguna evidencia empírica, para proponer explicaciones de la anomalía. En las conclusiones, recapitulo y discuto algunas de las implicaciones políticas de la anomalía. La principal es que una fractura del pacto constitucional en el área de la seguridad lo debilita en sus cimientos, y abre ventanas de oportunidad a quienes quieran desafiarlo.

1. LAS IDEAS BÁSICAS

CVD comienza con una constatación: Colombia se ha caracterizado por la coexistencia entre democracia y conflicto; ha contemplado de manera crónica el "difícil maridaje entre gobiernos civiles y violencia política".16 A esta empírica le agrega una conceptual: violencia y democracia son antónimos. "La oposición violencia democracia... tipifica el... informe", como dice Gonzalo Sánchez en su prólogo.17 Junto a esa "oposición", campea la apuesta por una genuina apertura democrática, fórmula política que, como se recordará, era parte ya del repertorio de gobierno de la década de 1980. La sociedad colombiana, dice CVD, enfrenta numerosas contradicciones políticas y sociales, pero "una democracia sin fronteras permitiría resolverlas [las contradicciones políticas o sociales] civilizadamente".18

Sin embargo, hay que tener cuidado con la interpretación de lo que en realidad dice el texto. Pues, contrariamente a la lectura rutinaria que actualmente hacemos de la democracia -un conjunto de diseños institucionales que hacen de marco para la competencia política-, CVD la interpreta principalmente en dos claves, política y económica. Aunque los autores manifiestan claramente que no hay "relación directa entre la pobreza y la violencia",19 sugieren que una verdadera apertura debería dirigirse contra la exclusión, pero también contra la desigualdad.20 Después nos encontramos con una tercera versión, más difusa: hay que apostar "a una democratización de la sociedad, es decir, a un cambio del orden social vigente".21 Hay aun una cuarta interpretación, de acuerdo con la cual la democratización está relacionada con un nuevo tipo de acuerdo de paz. En efecto, en los viejos conflictos entre los partidos tradicionales -asevera CVD- la paz básicamente pasaba por la amnistía y por el perdón judicial a los combatientes, pero no por renegociaciones integrales de las reglas de juego político. Ahora, cuando enfrentamos no un conflicto tradicional, sino revolucionario, necesitamos un "pacto democrático" "que defina las reformas mínimas aceptables para uno y otro polo de la confrontación, a fin de lograr la definitiva reincorporación de la guerrilla o al menos de una parte significativa de ella a la lucha democrática y pluralista".22,23 Se trata pues de cuatro acepciones distintas de democratización, que no tienen ni los mismos prerrequisitos ni las mismas consecuencias, pero que CVD no distingue. Mi impresión es que -bajo la convicción liberal de que "todas las cosas buenas vienen juntas", Hirschman (1996), un punto clave al que volveré más adelante- entiende que se implican mutuamente.

Ahora bien, CVD hace un par de advertencias importantes. Primero, al menos en un terreno, la relación entre democratización y violencia NO es monótona, es decir, no necesariamente a mayor democracia hay menos violencia: el de los pactos de paz con los grupos guerrilleros. Si estos se desarrollan escalonadamente, podrá continuar la violencia, incluso recrudecerse, a pesar de haberse producido incorporaciones efectivas.24 Segundo, la violencia colombiana no se puede acabar por decreto o por un acto de magia. Su persistencia demuestra que tiene raíces profundas. No hay nada de ficción legalista o constitucional en CVD. El "difícil maridaje" entre gobierno civil -no necesariamente democrático- y violencia ha terminado afectando a la sociedad civil cuya debilidad denuncia el informe, aduciendo que es un límite a la democratización.

Estos son los términos del problema. Estos a su vez se vinculan con un diagnóstico y con una serie de recomendaciones de política. ¿De qué manera está formulado el diagnóstico? Aunque CVD -como todo reporte de esta naturaleza- señala múltiples males sociales, los atribuye básicamente a cuatro causas. En primer lugar, a la democracia restringida del Frente Nacional, que limitó institucionalmente los espacios de las alternativas políticas e instauró la permanencia del estado de sitio. Esto generó ya no una guerra burocrática, sino una guerra revolucionaria. Las prácticas frentenacionalistas se perpetuaron a través de diversas modalidades de exclusión, que deslegitimaron al Estado y en cambio "politizaron la guerra", dándole multitud de motivos políticos a la insurgencia. Como evidencia, se muestra que las guerrillas pierden espacio cuando se amplían los canales de participación,25 mientras que en cambio el estatuto de seguridad le dio entidad a la oposición armada. Es decir, hay una suerte de juego de espejos, en el que los adversarios se reflejan mutuamente. Las clases dirigentes con sus cierres provocan una oposición "conspirativa",26 la izquierda con sus tendencias "insurreccionalistas" invita a los cierres. Estos círculos viciosos han alimentado una verdadera "cultura de la violencia" (segundo gran problema). Cuando CVD observa que "más que las del monte las que nos están matando son las violencias de la calle", está comprobando una realidad de facto (en ese momento), pero a la vez apuntando a la generalización de métodos violentos para dirimir conflictos entre la población. Nótese aquí implícita la sugerencia de que, así como las democratizaciones están conectadas entre sí, las violencias también lo están. El tercer factor, como ya lo mencioné, son las diversas exclusiones, comenzando por la social y terminando por el bipartidismo, que ha vivido un país con gobiernos civiles pero no necesariamente democráticos. Por último, se destacan algunos factores atinentes a la configuración del Estado colombiano.27 Se pone particular énfasis en la "hipercentralización" del país.28,29 Descentralizar -y esto está a tono con una convicción generalizada entre líderes de movimientos sociales, intelectuales, y también tecnócratas y políticos renovadores de la década de 1980- es democratizar. También se advierte sobre la necesidad de lidiar con los paramilitares: "La acción decisiva del Estado para el desmantelamiento de los grupos paramilitares constituye condición mínima para la viabilidad del proceso".30 De tal diagnóstico dimanan una serie de recomendaciones generales, así como de diseños concretos. La fórmula más general es "la extensión de la civilidad, la democracia y la igualdad a todos los ámbitos de la vida colectiva".31 Institucionalmente, esto se expresa en los siguientes pasos (aquí simplifico por razones de espacio). Primero, reforma a los estados de excepción y al juzgamiento de civiles por militares. Segundo, supresión de las normas que institucionalizaban el bipartidismo. Tercero, financiación estatal de los partidos y regulación del acceso a los medios de comunicación. Cuarto, establecimiento de una rama electoral independiente del gobierno y de las dos fuerzas tradicionales. Quinto, reglamentación de la elección popular de alcaldes e introducción a la constitución de mecanismos como el referéndum y la consulta popular.32 Junto a estas "recomendaciones positivas", se encuentras otras "negativas", la prescripción de cosas que no se deben hacer. Primero, no hay que criminalizar la protesta social. En segundo lugar, no se debe repetir el viejo ciclo de violencia-amnistía, en el que los combatientes son reincorporados a la sociedad sin que medie un proceso real de reformas. Tercero, no volver a incurrir en la fórmula de Frente Nacional, que no hará sino reproducir los viejos mecanismos de exclusión.

El lector habrá notado ya dos cosas. Primero, no es claro que el diagnóstico y las recomendaciones sean totalmente consistentes. Estas últimas, tanto las negativas como las positivas, están dirigidas sobre todo contra el monopolio bipartidista, mientras que el diagnóstico es mucho más amplio. Segundo, aunque hay una gran coincidencia entre el ethos de la Carta de 1991 y CVD -vinculados por el ideario fundamental-, la primera no recoge a plenitud las recomendaciones de la segunda. Algunas cruciales se quedan afuera: la financiación de los partidos por parte del Estado y la institucionalización de autoridades electorales realmente imparciales, temas que de hecho siguen aún en el tintero. Por otra parte, muchas transformaciones planteadas por CVD y por otros académicos y actores renovadores sí se llevaron a cabo. Se avanzó en la implantación de un muy amplio menú de modalidades de participación, se reformaron sustancialmente los estados de excepción, se desarrollaron diseños que ampliaban el derecho a la protesta popular,33 se produjo una vigorosa descentralización, de hecho mucho más allá del menú sugerido por CVD. Pese a que se siguió por el camino de la paz escalonada -en todo caso la única alternativa real era la continuación de la guerra contra todos los grupos-, la Constitución misma significó una ruptura del "ciclo violencia-amnistía", en el sentido de que mucho más que la concesión de dádivas a los combatientes significó la reincorporación de grupos insurgentes a través de un cambio masivo de las reglas de juego vigentes, y al menos en una ocasión de reformas sociales significativas.34

¿En qué sentido, pues, los cambios promovidos por la nueva Carta constituyeron una democratización "suficiente"? Si esta se quedó a medio camino, de pronto ya no tenemos anomalía: basta con encontrar las tareas que quedaron por llevar a cabo. ¿Se compensan estas con aquellas asignaturas en las que los constituyentes "fueron más allá"? ¿Nos podrá ayudar la literatura internacional a dirimir el asunto?

2. LA LITERATURA INTERNACIONAL

Hay tres grandes comprensiones en la literatura internacional sobre la relación entre democracia y violencia. Según la primera, el poder absoluto no solamente corrompe absolutamente, sino que también mata. Así, por ejemplo, Rummel35 ha mostrado que los grandes genocidios del siglo XX fueron cometidos en su mayoría (aunque no en su totalidad) por regímenes muy cerrados, en donde había una gran concentración de poder y poco acceso a la información por parte de la sociedad civil. A más distribución del poder y más información, y a menos exclusión, menos violencia. Se han escrito decenas de textos en el espíritu de la afirmación de Rummel. Algo similar se podría inferir de algunos de los textos clásicos sobre democracia, que exhiben los mecanismos específicos que podrían explicar por qué hay una relación inversa entre violencia y democracia, particularmente entre violencia política letal (y estatal) y democracia.36 En primera lugar, esta -la democracia- divide el acceso al poder, permitiendo que distintas fuerzas sociales tengan acceso a diferentes palancas de decisión (la interpretación pluralista).37 Cuando un solo actor no controla toda la cadena de mando, es mucho más difícil mantener el secreto riguroso requerido para acciones violentas en gran escala. En segundo lugar, la democracia funciona bajo el supuesto de que todas las fuerzas significativas del juego político aceptan dirimir sus diferencias por medios institucionales ("hay un solo juego en el vecindario", algo que podemos llamar la interpretación normativa).38 En tercer lugar, en la medida en que por definición permite la alternación en el poder, genera incentivos muy fuertes para que el gobernante de hoy tenga interés en mantener las restricciones institucionales vigentes, pues sabe que podrá ser la oposición de mañana (la interpretación estratégica).39, 40 Si sé que puedo entrar y salir del gobierno, no tendré ninguna razón para permitir que se pueda atacar a la oposición en general. Por último, si la democracia se basa en grandes acuerdos sociales, podría bloquear los resultados extremos del juego político, dando a todos los miembros de la sociedad un piso mínimo debajo del cual no pueden empeorar; esto embota los extremismos, y, por lo tanto, previene la violencia política (la interpretación pactista, típica del estado de bienestar). Todos estos mecanismos podrían alimentar una "comprensión lineal"41 de la manera en que interactúan régimen y violencia, en el sentido en que permitirían argumentar que hay una relación inversamente proporcional entre democracia, por un lado, y violencia política en general (violencia letal promovida desde el Estado en particular), por otro.

Hay también una comprensión no lineal, cuya primera formulación se produjo, hasta donde sé, en 1996, en un artículo ya clásico de Kurt Schock,42 y que ha venido ganando ascendiente con una serie de estudios cuantitativos que típicamente correlacionan nivel de democracia, medido por Polity o por un índice internacional análogo, y número de bajas en conflictos civiles o de homicidios como variable dependiente (ver, por ejemplo, StateFailureTaskForce).43 La formulación inicial, desarrollada por Schock, plantea la idea subyacente de manera muy clara y atractiva. En las democracias plenamente desarrolladas, los actores no tienen los motivos para rebelarse. En las dictaduras, salvo en ocasiones excepcionales, los actores no tienen los medios para hacerlo. En las semidemocracias, tienen tanto los motivos como los medios. Por ello, salvo derivas genocidas como la Alemania hitleriana o la Camboya de Pol Pot, la relación entre régimen y violencia se comportaría como una U invertida. Ni en los regímenes muy cerrados ni en los muy abiertos esperaría uno encontrar altos niveles de violencia. Esta florecería en la mitad. No sobra advertir que en la actualidad las dos tesis -la lineal y la no lineal- siguen vigentes y se mantienen como explicaciones competitivas del grado de violencia, y de represión, que caracteriza a los regímenes políticos contemporáneos.

Nótese que ambas lecturas, la lineal y la no lineal, ofrecen explicaciones razonables tanto sobre los niveles endémicos de violencia en Colombia como sobre el hecho de que ellos hayan aumentado después de la apertura que generó la Constitución. Según la primera, más cercana al ideario fundamental, un conjunto de exclusiones sistemáticas ha arrinconado a diversos actores, empujándolos a prácticas ilegales o violentas. La Constitución democratizó con una mano, pero a la vez oficializó la implementación del neoliberalismo con la otra. Para poner solo el ejemplo más obvio, la evolución de los niveles de desigualdad, medidos por el índice Gini, se dio en Colombia de la siguiente manera. Durante la década de 1960 y primera parte de la de 1970, bajaron de manera sistemática pero muy limitada; en la década de 1980, se comportaron de manera errática; y a partir de la década de 1990, se incrementaron.44 De acuerdo con la segunda, Colombia nunca ha tenido una democracia plena;45 por ejemplo, ha enfrentado problemas tradicionales con respecto de la alternación en el poder. A la vez, el régimen ha sido poroso y ha permitido, por ejemplo, la práctica de la combinación de todas las formas de lucha. En lugar de enfrentarla con herramientas institucionales claras, la combatió de forma letal, pero ilegal, ex post. La Constitución de 1991 "movió" la estructura del régimen, pero sin sacarlo de la zona minada (ver figura 3).

En ella no solo se ve lo que esto puede haber significado, se visualiza también que, introduciendo un poco más de no linealidad que la que maneja la literatura estándar, la zona minada aparece como un espacio de decisión con numerosos "óptimos locales", en donde los tomadores de decisión del Estado tienen la tentación de encallar en niveles relativamente altos de combinación de laxitud y represividad, pues cualquier movimiento hacia una mayor apertura o hacia una mayor represión genera costos altos en términos políticos y de vidas humanas. La figura 3 trata de representar esto. En el eje de las X tenemos nivel de democracia (más a la derecha, más democracia), y en el eje de las Y nivel de violencia letal, con cualquier medida (entre más arriba, más violencia). La U invertida, en rojo, captura la relación no lineal entre democracia y violencia. Uno puede salir a "izquierda" o a "derecha" -hacia la dictadura o hacia la democracia plena- de la zona minada, en donde algunos actores significativos tienen tanto los motivos como las razones para rebelarse. En la línea naranja, puntuada, se observa que esto puede ser aún más no lineal. Hay dentro de la zona minada un "óptimo local" de violencia relativamente baja, pero aun así terrible. Cualquier movimiento "corto" a izquierda o a derecha aumentará la violencia y tendrá costos enormes, políticos y en términos de vidas humanas. Si fuera posible seguir moviéndose de manera consistente en una de las dos direcciones, se llegaría a niveles establemente menores de violencia, pero, al ser los costos de desplazarse en cualquier dirección tan altos, hay una buena probabilidad de que el intento de salir del óptimo local se quede a medio camino. Nótese que podría haber muchos óptimos locales de esta clase. La interpretación no lineal tiene la ventaja adicional de sugerir mecanismos explicativos para entender por qué estos desenlaces son un equilibrio estable, incluso cuando sectores muy amplios de las élites políticas han entendido sus problemas y subjetivamente quieren superarlos.

Aunque con una adecuada selección de los datos ambas interpretaciones pueden generar respuestas interesantes a la pregunta que se propone este artículo, ambas adolecen también de limitaciones y problemas. La lectura lineal se enfrenta a tres objeciones análogas a las que podrían oponerse al ideario fundamental. En primer lugar, no parece poder interpretar la evolución longitudinal de la violencia colombiana, tal como está representada en la figura 1. De hecho, tampoco parecería poder aplicarse a períodos previos a la Constitución de 1991, en los que hemos tenido toda clase de combinaciones entre apertura y cierre, por una parte, y altos y bajos niveles de violencia, por la otra. En segundo lugar, tampoco parece sostenerse en un contexto comparativo, según lo observó hace ya bastante tiempo Daniel Pécaut, al menos para el cierre político.46 De hecho, Colombia ha tenido durante décadas un régimen sistemáticamente más abierto que el de países con nivel comparable de desarrollo. En términos de desigualdad, Colombia sí está en una situación particularmente desfavorable -de nuevo sistemáticamente aparece como un país con una de las peores distribuciones de riqueza del mundo-47 y hay evidencia razonable de que podría haber una correlación fuerte entre aquella y la violencia, incluso controlado por otros factores (ver, por ejemplo, Krain;48 este es otro terreno abierto de disputa).49 Pero esto me lleva al tercer punto: algunas (no todas, no la mayoría) democracias pueden (no siempre) convivir con altos grados de exclusión social y violencia crónica, pero de baja intensidad. Esto ya había sido señalado con fuerza por Barrington Moore en su capítulo clásico sobre la India.50 Al separar totalmente el análisis del régimen político del nivel de desarrollo, la tesis lineal supone que los cambios positivos de régimen tienen el mismo efecto en todos los contextos y a todos los niveles de desarrollo.

Creo que, tomadas en conjunto, estas objeciones son bastante serias. Claro, si se limitara la hipótesis lineal a lo que sucede en los extremos -"democracia sin fronteras" contra dictadura pura y dura-, de pronto funcionaría, pero entonces perdería toda utilidad tanto para el análisis como para las recomendaciones de política. Pues la abrumadora mayoría de países del mundo en desarrollo vive en el interior del continuo democracia-dictadura, no en los extremos, y no tiene la expectativa de salir de allí en un horizonte temporal razonable. Por supuesto, habría que precisar también qué es lo que quiere decir "democracia sin fronteras" y si existe en alguna parte.

Pero la interpretación no lineal también enfrenta sus propios problemas. Comienzo con los metodológicos. Las típicas conclusiones acerca de la alta correlación entre semidemocracias (o, en el lunfardo de Polity 4, "anocracias") y altos niveles de violencia política podrían ser un simple artefacto metodológico, en la medida en que la calificación misma de anocracia por parte de Polity depende del grado de violencia que sufra el país dado (ver la excelente crítica de Vreeland a los resultados de regresiones que utilizan a Polity)51 Si descontamos los trabajos cuantitativos espurios basados en este razonamiento circular, no queda mucha evidencia empírica de la tan cacareada relación de U invertida entre democracia y violencia. Pero además hay problemas conceptuales tan preocupantes como los metodológicos. "Semidemocracia" es una categoría por defecto, por lo que su poder explicativo es bajo. Semidemocracias son Bolivia, Argentina, Colombia y Venezuela, y estos países tienen poco en común con respecto de sus niveles de violencia política.

Hay aun una tercera literatura internacional que necesariamente alimenta el debate sobre la relación entre régimen y violencia. Ella sostiene la hipótesis nula: no hay ninguna relación. La violencia política es resultado del intento de capturar rentas por parte de empresarios de la rebelión52 (esa es la primera versión presentada por Collier en su "forma pura", que después fue ajustando con o sin coautores, a través de sucesivas retiradas, sin reconocer nunca explícitamente que estaba renunciando a sus afirmaciones originales). Aplicando esto al país, significa que la violencia colombiana es en esencia un fenómeno criminal. En la medida en que los grandes carteles de la droga tienen la capacidad de penetrar al Estado, el ejercicio de violencia ilegal por parte de este queda también plenamente explicado. Ha habido varias aplicaciones de esta perspectiva a nuestro contexto (para ejemplos pioneros, ver Rubio;53 Montenegro y Posada).54

Una vez más, hay bastante que decir a favor de la tesis de la violencia como producto de la captura de rentas. En primer lugar, es evidente que, sin las fuentes de financiación abundantes que existen en Colombia, sería mucho más difícil establecer y mantener desafíos organizados al Estado. Más plata implica mayor capacidad de reclutamiento y poder de fuego; en la otra dirección, la existencia de grupos de criminalidad económica distrae las fuerzas que el Estado podría usar para combatir a los desafíos políticos. La existencia del narco potencia a esos desafíos y al mismo tiempo satura la capacidad del Estado. Agréguese a esto que el rastro de las rentas podría ofrecer una explicación de la varianza regional de la violencia colombiana (política y común), cosa que las otras dos lecturas -centradas en el régimen, no un fenómeno que pueda variar en el territorio- no pueden hacer. De hecho, hay alguna evidencia cuantitativa -aunque en este terreno toca ser particularmente prudente por el carácter sospechoso de las muestras- de que en efecto existe una asociación entre violencia y cultivos ilegales. También hay varios estudios de caso en la misma dirección, que se refieren a diversas clases de recursos, como Pearce55 y Peñate56.

Con todo y ello, la tesis de la violencia como simple resultado de la búsqueda de rentas es insostenible. Falla en varios sentidos. En primer lugar, carece de microfundamentos sólidos, y esto se echa de ver tanto en los estudios de caso comparados como en los que tratan sobre Colombia. Por ejemplo, las guerrillas no pagan salario, y muchas evidencias sugieren que una porción sustancial de los reclutas estaban incorporados al mercado laboral antes de unirse al grupo.57 Esto contradice las especulaciones de las teorías de la guerra como una simple modalidad de rentismo accesible a los desempleados.58 En realidad, la idea de la guerra como simple excrecencia de apetitos individuales es internamente inconsistente, ahistórica,59 y necesita de tantas cláusulas auxiliares para sostenerse que termina perdiendo cualquier contenido específico (Cramer, 2011).

Que la literatura internacional tenga problemas no debe sorprender ni desanimar; es la situación estándar. Más bien invita a ponerla en diálogo con nuestros debates para intentar responder a preguntas específicas.

3. DANDO CUENTA DE LAS ANOMALÍAS

Creo que hay siete maneras razonables de acercarse a las anomalías.

Aunque no son competitivas, sino complementarias, y tienen vínculos entre sí, las discutiré por separado por claridad expositiva:

  1. La democratización que generó la Constitución de 1991 no fue completa y no correspondió a las aspiraciones del ideario fundamental. En particular, se mantuvo la paz escalonada, se permitió el crecimiento continuo de los paramilitares y algunos mecanismos electorales cruciales no se corrigieron (de hecho, siguen sin corregirse). Esto es básicamente irrefutable, y tiene que entrar en cualquier explicación de la anomalía. A la vez, enfrenta dos problemas. En primer lugar, genera más preguntas de las que contesta. Si la creación de la figura del Ministro de Defensa Civil, el control de estados de excepción, etc., no fueron suficientes, ¿qué lo puede ser? La voluntad política no puede establecerse por decreto. Habría que explicar qué clase de diseños institucionales hubieran llevado a la posibilidad de combatir realmente a los paramilitares. Esto me lleva a la segunda objeción. Toda democratización real es insuficiente y trunca. No creo que haya contraejemplos. De hecho, a menudo las conquistas de una etapa se vuelven estorbos para la siguiente (O'Donnell, 2002). No obstante, las democratizaciones exitosas alcanzan una "masa crítica", o si se prefiere un punto de no retorno, a partir de la cual un retroceso es imposible, y los avances que habían quedado represados se van obteniendo gradualmente. Es claro que la insuficiencia de la democratización promovida por la Carta de 1991 no puede aducirse como razón para la persistencia de la violencia, a menos de que especifique el umbral inferior de diseños democratizantes que se necesita para alcanzar el punto de no retorno. Esa es una tarea que, hasta donde sé, no se ha emprendido.

  2. La Constitución de 1991 impulsó una democratización política, pero se mantuvieron, y de hecho empeoraron sustancialmente, los índices de desigualdad -ya suficientemente malos- del país. No creo que estos hechos básicos estén tampoco abiertos a la discusión. Sin embargo, no es claro cómo se relacionan con la violencia. Que mayor desigualdad produzca mecánicamente más violencia, por ejemplo, vía reclutamiento, me parece más bien poco consistente con los datos; además no ha sido probado, es una intuición que suena sensata, pero sin ningún fundamento sistemático que yo conozca. Nótese, por otra parte, que en toda América Latina las reformas neoliberales tuvieron efectos sustancialmente diferentes. Aunque produjeron ocasionalmente estallidos de ira popular, y estuvieron puntuadas por enfrentamientos entre las fuerzas del Estado y movimientos sociales, en general implicaron el ascenso político de fuerzas de izquierda no armadas, y el fin del ciclo de las guerrillas campesinas en el continente. El avance del neoliberalismo o el crecimiento de la desigualdad puede estar asociado a más protesta, pero no necesariamente a más guerra; si algo, más bien, la asociación entre aquel y estas es negativa.60 Como he dicho en otra parte,61 aquí probablemente la vía más prometedora sea la institucional. Algunas reformas neoliberales al Estado generaron estructuras de oportunidad favorables a los grupos armados, lo que permitió la continuidad de su accionar y su articulación con burócratas y políticos. Aunque hay numerosos ejemplos de esto (sistema de salud, etc.), el más importante es, por supuesto, el de los derechos de propiedad. Si la Constitución de 1991 dejó un problema crucial sin resolver, fue ese. Pese a que inicialmente permitía la expropiación, este artículo fue eventualmente eliminado, y en cambio todo el aparataje de especificación de los derechos de propiedad que había permitido expropiaciones seculares de los campesinos por parte de terratenientes -apoyados simultáneamente en su acceso privilegiado a la ley y a la provisión de la seguridad- se mantuvo. Esta vinculación entre guerra, ley y derechos de propiedad ha resultado fatal para el orden social en los últimos veinte años.

  3. Se podría hacer un simple contrafáctico: ¿qué hubiera pasado en términos de violencia de no haberse tenido la nueva Constitución? Si la década de 1980 ha de servir como criterio, la respuesta simple es: el camino a la disolución. En realidad, la nueva Constitución puede haber no sido suficiente -de ahí las anomalías-, pero sí era necesaria. El país simplemente no cabía dentro de los viejos esquemas.

Podría calificar a estas tres proposiciones como "defensivas", en el sentido en que permiten enfrentar a la anomalía sin ajustar el ideario fundamental. Mi convicción es que, aunque permiten avanzar, son insuficientes. Hay otra clase de proposiciones, las "correctivas". Veamos:

  1. Para el ideario fundamental, el Estado básicamente carecía de estructura. Aunque CVD observa con razón que no hay que quedarse en la dicotomía fuerza-debilidad, ni el informe ni la literatura colombiana contemporánea intentaron pensar el problema de la varianza del comportamiento de las agencias del Estado y de la diversidad de coaliciones sociales y políticas articuladas a ellas. De hecho, aún estamos muy, muy lejos de tener una comprensión razonablemente completa de este problema.62 Por consiguiente, nuestra visión de la democratización encalló en un llamado a abrir, incluir y promover a la sociedad civil como receta única para todos los problemas. Esta era una visión reduccionista, según la cual la seguridad se deducía mecánicamente de la democratización -además en-tendida como simple apertura- y perdía su ámbito específico. El problema central de las políticas (y la política) relativas a las agencias de seguridad del Estado quedó fuera de la perspectiva analítica.

  2. Esto queda fuertemente subrayado por el error estratégico de haber pedido llevar la descentralización realmente existente hasta sus últimas consecuencias. Esto no fue algo específico de un comentarista o de un texto, sino una tendencia de época que quedó plasmada en multitud de diseños institucionales. De hecho, expresaba la convergencia de intereses, ideas y expectativas de un grupo muy heterogéneo de actores, que iba desde intelectuales de izquierda hasta tecnócratas inspirados en las nuevas enseñanzas del Banco Mundial, pasando por líderes sociales formados en las oleadas de paros cívicos municipales de la década de 1980. Contrariamente a lo que proponían, no cualquier descentralización, no en cualquier circunstancia, es democratizante. La no incorporación de la noción de Estado con estructura interna a los análisis impidió tanto al ideario como a los arquitectos de la nueva Carta ver -pues ya se estaba presentando- y predecir el gran fenómeno de los últimos dos lustros, la captura del poder local por grupos armados ilegales.63 Nótese que, si la condición militar de la expansión de las autodefensas fue su alianza estratégica con diversos sectores de los organismos de seguridad, la condición política fue la alianza con partidos y sectores sociales que tuvo como punto nodal de confluencia el poder local. Este sigue siendo un problema plenamente vigente, con las llamadas bandas criminales (Bacrim), etc.

  3. A la visión del Estado "sin estructura" se sumaba un diagnóstico erróneo de los problemas del sistema político. La negación en bloque del viejo bipartidismo, la no identificación de las poderosas fuerzas centrífugas que afectaban al sistema, dieron vía a una cierta reificación de la sociedad civil y de la renovación. El desarrollo de las fuerzas centrífugas, por dinámicas sociales, pero también por ideas fuerza y por diseños institucionales, más que democratización, produjo fragmentación social y territorial de la representación de intereses, y estuvo asociado a la incapacidad de mantener una coalición estable de soporte a la Constitución misma. El supuesto de que la democratización se relacionaba de manera natural con la desconcentración del poder llevó a hacer énfasis en el control del Estado y los políticos por la sociedad civil, y a sacar de la visión reformista el tema de los mecanismos propiamente políticos de control. Una vez más, esto quedó codificado institucionalmente de diversas maneras. Quizá la más llamativa sea la siguiente. De los cuatro tipos de mayoría -según sucesivo grado de severidad- que se requieren para tomar decisiones en el Congreso, la reforma de la Constitución exige la de segundo nivel (mayoría simple de los miembros de la corporación), mientras que la aprobación del viaje de un parlamentario requiere la modalidad más severa (supermayoría de las tres cuartas partes).64

Por último -séptima explicación-, simplemente hay que aducir el paso del tiempo. La distancia intelectual entre finales de la década de 1980 y hoy es enorme. Mientras se iban construyendo los motivos característicos del ideario fundamental, había todavía alternativas al capitalismo, los procesos de paz en Centroamérica habían transformado el panorama de América Latina y se concedía a las guerrillas diversas formas de personería política y social. Las víctimas no eran un punto focal de los acuerdos entre contendientes armados. Después de la caída del muro de Berlín -de la que se cumplen también veinte años-, con la deslegitimación de las guerrillas por sus continuos abusos, su articulación al narcotráfico y la creciente centralidad de las víctimas en la justicia transicional, el rediseño de la sociedad a través de un proceso de paz no entra en el horizonte político. Volvimos al esquema de paz que CVD consideraba totalmente caduco.

Vale la pena retornar un instante a la literatura internacional. Los mecanismos propios de la tesis lineal funcionaron de manera diferencial de acuerdo con las circunstancias. Darle al alcalde injerencia en el manejo de la seguridad (C91, art. 315) tuvo efectos diferenciales en Bogotá y en Montes de María. Los actores armados aprendieron de los legales y se adaptaron a las nuevas reglas de juego, a menudo invocándolas, generando modalidades específicas de "combinación de todas las fuerzas de lucha" que impidieron que las prácticas democráticas se convirtieran en el "único juego en el vecindario". Esto a su vez permitió que se desarrollaran coaliciones que no tenían incentivos estratégicos para considerar en serio la alternación en el poder. En toda guerra prolongada, se generan capturas de rentas en gran escala. Que se haga la guerra para capturar esas rentas es cosa abierta a discusión; que el hecho de que se capturen modifica sustancialmente el análisis del comportamiento de los actores, no.

Todos estos factores subrayan dolorosamente los límites de la promesa del ideario fundamental, y dejan abiertas numerosas preguntas.

CONCLUSIONES

El ideario fundamental contiene importantes atisbos sobre la naturaleza de la violencia crónica colombiana, y avanzó en establecer un vínculo entre ella y nuestro régimen político. Más aún, supo conectar los repertorios de violencia65 usados por los adversarios del conflicto interno, subrayando cómo se alimentaban los unos a los otros. Sin embargo, estos veinte años de evolución nos han enfrentado a una anomalía colosal. Pese a la obvia y sustantiva democratización impulsada por la Carta de 1991, contemplamos un recrudecimiento de la violencia en el período que siguió a su expedición. Peor todavía, durante el último período de cierre esta pareció remitir parcialmente. Pero este cierre en sí mismo fue en parte generado por la anomalía. Con un poco de -antipática- sabiduría retrospectiva, se puede entender muy fácilmente por qué un pacto constitucional democratizante y progresista que sin embargo no cumple la función básica de provisión de seguridad genera una coalición basada en la promesa de otro tipo de orden que sí ofrece seguridad. Lo sorprendente en realidad es que no haya aparecido antes.

Creo que en las expectativas que puso en la democratización, el ideario fundamental incurrió en cuatro grandes errores. El primero fue haber dejado algunos términos -centrales para su razonamiento, para sus conclusiones y para sus recomendaciones de política- sin definir. A quien crea que esto constituye una observación demasiado "teórica" le recordaría que la mayoría de los conflictos, al menos de los que yo conozca, pasan por las definiciones. Cuando uno recomienda "una democracia sin fronteras" como la alternativa para superar la violencia, es muy, muy importante aclarar qué entiende por esa expresión. El segundo -siguiendo por esta vía- fue haber trabajado con distintas dimensiones de la expresión democratización, sin apercibirse aparentemente de que no se implicaban mutuamente.66 Aquí seguramente entró a jugar el prejuicio liberal según el cual "todas las cosas buenas vienen juntas". Esa combinación de optimismo liberal y discurso crítico con respecto del establecimiento colorea al ideario fundamental, y lo marca históricamente. El tercero fue no haber tomado en cuenta que el Estado tenía una estructura y que la guerra involucraba toda clase de intereses materiales. CVD advierte que el análisis de la superación de la violencia tiene que pasar por ir más allá de la dicotomía Estado fuerte o débil. Pero perdió de vista -así como lo hicieron los arquitectos de la Constitución y muchos tomadores de decisiones posteriores- las diferencias estratégicas entre los actores que se movían en distintos niveles territoriales y el hecho de que las dinámicas de conflicto generaran espacios de poder local a través de las cuales guerrilleros y paramilitares interactuaron con el Estado. El cuarto fue un errado diagnóstico del sistema político colombiano. Faltó una evaluación más ponderada del viejo bipartidismo colombiano y una visión menos optimista de lo que vendría cuando este se corroyera. Más aún, las recomendaciones de política iban en contra de los políticos tradicionales -el eslabón más fácilmente atacable-, mientras que el análisis cubría un espectro mucho más amplio. Esa desvinculación entre diagnóstico (general) y recomendaciones (centradas en la clase política tradicional) tuvo el ambiguo efecto de hacer más viables las reformas, aislando a un blanco específico y haciendo factible un amplio sistema de alianzas, y de hacerlas más limitadas, unilaterales y problemáticas.

Ahora bien, creo que la anomalía que presento aquí ha tenido implicaciones muy negativas tanto para la democracia como para la Constitución misma. La idea de que la solución al problema endémico de la violencia colombiana residía en la democratización tuvo mucho sentido y -si se me permite- efectos políticos importantes y deseables. Comenzando porque permitió que la enorme crisis de régimen y de Estado que sacudía a Colombia a finales de la década de 1980 tuviera no una solución represiva, sino una democratizante (y modernizante). En términos de la sección 2 de este artículo, trató de salir de la zona minada con un movimiento "hacia la derecha", "hacia más democracia". Pese a un -inevitable- fenómeno de creciente desencanto, tanto a derecha como a izquierda, la Carta Fundamental sigue siendo un referente básico para las aspiraciones de democratización en Colombia. Pero precisamente por ello -para orientarse en el mundo y para evitar retrocesos- las anomalías que enfrenta, lo que he llamado aquí ideario fundamental, deben ser anotadas, evaluadas y pensadas. El que estén sin resolver ha sido un factor que ha contribuido (y podría hacerlo en el futuro) a abrir las puertas a toda clase de fenómenos negativos. El que haya hecho carrera en la última década el discurso de la seguridad como un problema de pura fuerza no es en lo más mínimo casual.

En la medida en que las constituciones están necesariamente signadas por las realidades políticas en las que se usan e interpretan, parte de las posibilidades de preservar a la Constitución de 1991 -tanto en su letra como en su espíritu- pasa por reconstruir un ideario creíble que permita vincular democracia y paz civil.

NOTAS AL PIE

1 Valencia Villa, Hernando, Cartas de batalla: una crítica del constitucionalismo colombiano, Universidad Nacional de Colombia - Cerec, Bogotá, 1987.

2 Holmes, Stephen, "Constitutionalism, democracy, and state decay", en Koh, Harold & Slye, Ronald (eds.), Deliberative Democracy and Human Rights, Yale University Press, 1999, pp. 116-136.

3 Pécaut, Daniel, "Réflexions sur la violence en Colombie", en Héritier, Françoise (dir.), De la violence, Odile Jacob, Paris, 1996, p. 239.

4 Pissoat, Olivier & Gouëset, Vincent, "La representación cartográfica de la violencia en las ciencias sociales colombianas", Análisis Político, 2002, (45), pp. 3-34.

5 Freedman, D., Statistical models and causal inference: a dialogue with the social sciences, Cambridge University Press, New York, 2010.

6 Que en sus grandes líneas coincide con la trayectoria representada por las cifras del Observatorio de Derechos Humanos de la Vicepresidencia. Estas últimas sugieren un descenso mayor de los homicidios de sindicalistas durante el período de Uribe que el de la ENS, que en este caso me parece una fuente más creíble.

7 Aquí ha habido muchas discrepancias, pues los sistemas de conteo, etc., son diferentes.

8 Uribe Vélez, Álvaro, "Manifiesto democrático: discurso de lanzamiento de candidatura", XXXIII Asamblea General de Gobernadores, intervención del Dr. Álvaro Uribe Vélez, candidato presidencial Primero Colombia, Sociedad de Agricultores de Colombia, 2002.

9 "Denuncias de 'El Alemán' sobre falsas desmovilizaciones", El Espectador, marzo 5 de 2011, en <http://www.elespectador.com/noticias/judicial/articulo-255042-denuncias-de-el-aleman-sobre-falsas-desmovilizaciones-generan-pr>.

10 Londoño Hoyos, Fernando, "Justicia colombiana", El Tiempo, enero 28 de 2008.

11 García Villegas, Mauricio; Revelo Rebolledo, Javier Eduardo & Rubiano, Sebastián, Mayorías sin democracia, Dejusticia, Bogotá, 2009.

12 Que además haya gozado de enorme apoyo popular es también algo que merece ser explicado, pues en el ideario fundamental el cierre del sistema se llevaba a cabo en contra de la voluntad del pueblo. Una vez más, se puede alegar que durante los dos períodos de Uribe se produjeron importantes distorsiones de la voluntad popular (ver numerosas decisiones judiciales en torno a esto, López, Claudia (ed.), Y refundaron la patria. De cómo mafiosos y políticos reconfiguraron al Estado colombiano, Corporación Nuevo Arcoiris, Congreso Visible, Dejusticia, Grupo Método, Moe, Bogotá, 2010), pero nadie puede poner seriamente en duda la extensión y la intensidad de los apoyos a Uribe.

13 Se le atribuye, a veces con sorna, haber dado origen a una nueva disciplina, la violentología. La verdad es que significó, junto con la versión más académica y menos volcada a los diagnósticos y a las políticas públicas, un salto cualitativo en los estudios nacionales sobre la violencia. Sánchez, Gonzalo & Peñaranda, Ricardo (comps.), Pasado y presente de la violencia en Colombia, La Carreta Editores - IEPRI, Universidad Nacional de Colombia, Medellín, 2007.

14 Gilhodes, Pierre, Las luchas agrarias en Colombia, Ecoe Editores, Bogotá, 1988.

15 En el sentido en que pretendía dar recomendaciones para la acción del Estado.

16 Comisión de Estudios sobre la Violencia, Colombia: violencia y democracia, 4ª ed., IEPRI - Universidad Nacional de Colombia y Colciencias, Editorial Universidad Nacional, Bogotá, 1995, p. 23.

17 Ibíd.

18 Ibíd.

19 Un lustro antes del computador personal y dos antes del uso extensivo del SPSS en las ciencias sociales.

20 Comisión de Estudios sobre la Violencia, "Colombia...", op. cit., p. 27.

21Ibíd., p. 37.

22 Ibíd., p. 38.

23 Para prevenir interpretaciones calenturientas de esta clase de discurso, conviene recordar que CVD critica numerosas veces a la guerrilla.

24 Nótese, a propósito, que CVD maneja también tres acepciones del término clave de incorporación: social, política y acuerdo de paz. De nuevo hay que decir que las tres tienen diferencias, y no necesariamente son convergentes.

25 Comisión de Estudios sobre la Violencia, "Colombia...", op. cit., p. 51.

26 Ibíd.

27 De hecho, en esto CVD es bastante innovador.

28 Comisión de Estudios sobre la Violencia, "Colombia...", op. cit., p. 50.

29 Refrendado por la necesidad de "corregir el excesivo centralismo", ibíd., p. 205.

30 Ibíd., p. 40.

31 Ibíd., p. 30.

32 Ibíd., pp. 54-55.

33 Comenzando por una reforma básica, que habilitaba la participación de sindicatos en política (C91, cap. 1, art. 39).

34 Transferencia de tierras a grupos indígenas.

35 Rummel, R. J., Death by government, Transaction Publishers, N.J., 1994.

36 Pero no estoy afirmando que dichos textos clásicos prediquen que tal relación inversa existe, solo que ofrecen herramientas teóricas que permitirían argumentar a favor de ella.

37 Dahl, Robert, Poliarchy, Participation and Opossitions, Yale University Press, New Haven, 1971.

38 Linz, Juan, "Transitions to Democracy", Washington Quaterly, 1990, 13, (3), p. 156.

39 Przeworski, Adam, Qué esperar de la democracia, Siglo XXI, Argentina, 2010.

40 Przeworski, Adam; Álvarez, Michael; Cheibub, José Antonio & Limongi, Fernando, Democracy and Development. Political Institutions and Well Being in the World, 1950-1990, Cambridge University Press, Cambridge, 2000.

41 Con tal de que no se entienda lineal en sentido peyorativo.

42 Schock, Kurt, "A Conjunctural Model of Political Conflict", Journal of Conflict Resolution, 1996, 40, (1), pp. 98-133.

43 Goldstone, J. A.; Bates, R. H.; Epstein, D. L.; Gurr, T. R.; Lustik, M. B.; Marshall, M. G. et al., "A Global Model for Forecasting Political Instability", American Journal of Political Science, 2010, 54, (1), pp. 190-208.

44 En la medida en que, desde la segunda mitad de los ochenta, se estaba produciendo una expropiación masiva de campesinos a manos de terratenientes, las cifras oficiales deben de subestimar severamente tanto los niveles reales de desigualdad como el grado en que esta aumentó a partir de los noventa.

45 Una discusión temprana de esto en un contexto comparativo se encuentra en Powel, Bingham Jr., Elections as instrument of democracy, Yale University Press, New Haven, 2000.

46 Pécaut, "Réflexions...", op. cit., p. 239.

47 Y según cifras oficiales, que han de subestimar sistemáticamente la desigualdad colombiana, no necesariamente por malicia, sino por los siguientes tres factores: a) técnicos; b) el hecho de que durante la guerra ha habido grandes transferencias de propiedad de ricos a pobres que, por testaferrato, debilidad del catastro, etc., no han sido registradas; c) la mayoría de las medidas de propiedad captan ingresos, no activos.

48 Krain, Matthew, "Contemporary democracies revisited. Democracy, political violence and event count models", Comparative Political Studies, 1998, 31, (2), pp. 139-164.

49 Aunque, hasta donde sé, el trabajo de Krain no ha sido refutado.

50 Moore, Barington, Social Origins of Dictatorship and Democracy: Lord and Peasant in the Making of the Modern World, Penguin Press, Londres, 1966.

51 Vreeland, James Raymond, "The Effect of Political Regime on Civil War: Unpacking Anocracy", Journal of Conflict Resolution, 2008, 52, (3), pp. 401-425.

52 Collier, Paul & Hoeffler, Anke, "Greed and grievance in civil war", Oxford Economic Papers, 2004, 6, (4), pp. 563-595.

53 Rubio, Mauricio, Crimen e impunidad, precisiones sobre la violencia, TM Editores & CEDE, 1999.

54 Montenegro, Armando & Posada, Carlos, "Criminalidad en Colombia", Coyuntura Económica, 1995, XXV, (1).

55 Pearce, Jenny, "Oil and Armed Conflict in Casanare, Colombia: Complex Contexts and Contingent Moments", in Kaldor, Mary; Lynne Karl, Terry & Said, Yahia (eds.), Oil Wars, Pluto Press, London, 2007.

56 Peñate G., Andrés, Arauca, Politics and Oil in a Colombian Province, University of Oxford, Oxford, 1991.

57 Gutiérrez, Francisco, "Criminal rebels? A discussion of war and criminality from the Colombian experience", Politics and Society, 2004, 32, (2), pp. 257-285; Gutiérrez, Francisco, "Telling the difference: guerrillas and paramilitaries in the Colombian war", Politics and Society, 2008, 36, (1), pp. 3-34.

58 Collier & Hoeffler, "Greed...", op. cit., pp. 563-595.

59 Kaldor llega al punto de sugerir que la captura de rentas por medio de la guerra es un fenómeno nuevo (2007). Al parecer, no se enteró de que hubo cruzadas. Para una refutación del punto, ver el texto de Kalyvas, 2006 (previo a la audaz afirmación de Kaldor).

60 Baquero, Jairo, "War, Peace and Liberalism: A Quantitative Approach to the Relation between Economic Globalisation and Armed Conflict", in Gutiérrez, F. & Schönwälder, G., Economic Liberalization and Political Violence. Utopia or Dystopia, Pluto Press, Inglaterra, 2010, pp. 49-89.

61 Gutiérrez, Francisco, "Colombia: the restructuring of violence", en Gutiérrez & Schönwalder, ibíd., pp. 209-244.

62 Avances importantes se encuentran en Romero (2003) y en González, Bolívar y Vásquez (2004). Ver también Leal, Francisco & Dávila, Andrés, Clientelismo. El Estado y su expresión regional, TM-IEPRI, Bogotá, 1990.

63 Mi hipótesis aquí es que los guerrilleros inventaron la técnica, pero los paramilitares la sofisticaron y la convirtieron eventualmente en su herramienta fundamental.

64 Solano, Mauricio, Diseños constitucionales en Colombia y Venezuela, tesis de maestría, IEPRI - Universidad Nacional de Colombia, 2010.

65 Wood, E. J., Insurgent Collective Action and Civil War in El Salvador, Cambridge University Press, New York, 2003.


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