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Estudios Socio-Jurídicos

versão impressa ISSN 0124-0579

Estud. Socio-Juríd vol.16 no.2 Bogotá jul./dez. 2014

 

Editorial

Dignidad humana, derecho internacional penal y justicia transicional

Héctor Olásolo Alonso*

* Profesor titular de carrera, Universidad del Rosario (Colombia). Presidente del Instituto Iberoamericano de La Haya (IIH, Holanda). Director del Anuario Iberoamericano de Derecho Internacional Penal (Anidip). Miembro del Grupo de Trabajo sobre Conducción de las Hostilidades de la Asociación de Derecho Internacional (ILA)


El conflicto armado no constituye una situación excepcional en la sociedad humana. A esta conclusión llegaban en 1968 Will y Ariel Durant al analizar en su libro The lessons of history que desde la invención de la escritura hasta la actualidad, existen únicamente 268 años en los que no se han documentado conflictos armados. Años después, tras constatar que en 5.600 años de historia humana escrita se han registrado 14.600 conflictos armados, James Hillman afirmaría en su obra A terrible love for war (2005) la atracción del ser humano por la guerra. La situación no ha cambiado en la primera década del siglo xxi. A pesar de observarse una sensible disminución desde la época de la Guerra Fría, en 2011 se siguieron contabilizando 98 conflictos armados en el mundo, de los cuales 35 provocaron más de 1.000 víctimas.

En el siglo vi A. C., Heráclito en su obra Fragmentos sobre el universo se refería al conflicto armado afirmando que “la guerra es madre de todo y reina de todo. De unos hace dioses; de otros, hombres. De unos hace esclavos; de otros, hombres libres”. La victoria o la derrota en el conflicto armado determina el destino de quienes intervienen en él, lo que, por la propia naturaleza de lo que hay en juego, les lleva a instrumentalizar todos los recursos y tecnología disponible como parte del esfuerzo bélico. El siglo xx y la primera década del siglo xxi han presenciado cómo esta lógica ha llevado de manera natural a generar una capacidad de destrucción ilimitada con base en el más innovador conocimiento científico. En la actualidad, más de la mitad de la inversión en investigación y desarrollo mundial sigue estando directamente relacionada con su utilización militar.

El temor tras la Primera Guerra Mundial (1914-1918) a un nuevo conflicto armado con capacidad para destruir el planeta llevó a destacados dirigentes de la sociedad internacional a buscar en las reflexiones de Immanuel Kant en La paz perpetua (1795/1796) la fórmula para 'instaurar' la paz y evitar que dicho temor llegara a materializarse. Esta fórmula la encontraron en el Pacto Briand-Kellogg, concluido en 1928 en París por el Presidente del Reich Alemán, el Presidente de los Estados Unidos de América, su majestad el Rey de los Belgas, el Presidente de la República Francesa, su majestad el Rey de Gran Bretaña, Irlanda y los Dominios Británicos allende los mares, el Emperador de la India, su majestad el Rey de Italia, su majestad el Emperador de Japón, el Presidente de la República de Polonia y el Presidente de la República Checoslovaca. En apenas unas líneas, todos ellos, en nombre de sus respectivos pueblos, renunciaron a la guerra como instrumento de política nacional en sus relaciones entre sí, se comprometieron al arreglo pacífico de toda diferencia o conflicto cualquiera que fuese su naturaleza u origen, y condenaron a quien recurriera a la guerra para solucionar controversias internacionales.

Sin embargo, apenas habían pasado diez años, cuando el 1º de septiembre de 1939, daba comienzo la Segunda Guerra Mundial, que probaría ser mucho más destructiva que su antecesora, y terminaría con la utilización del arma más mortífera que la historia haya conocido: la bomba atómica. La completa destrucción del continente europeo, y de importantes partes de Asia y África, llevaron a los dirigentes de los Estados vencedores a proponer en la Carta de las Naciones Unidas la prohibición de toda guerra de agresión, limitando el recurso a la fuerza armada a situaciones de legítima defensa, individual o colectiva, ante un ataque cierto de un Estado agresor, y solo mientras fuera absolutamente necesaria para rechazar la agresión.

Al término de la Segunda Guerra Mundial, el temor a un nuevo conflicto armado de carácter global que destruyera definitivamente el planeta fue tal que se decidió poner en marcha un mecanismo centralizado de declaración y realización de la responsabilidad internacional penal frente a aquellos dirigentes que con su comportamiento habían generado una guerra de agresión y campañas de violencia sistemática y generalizada contra la población civil.

En consecuencia, el fracasado intento de enjuiciamiento del káiser Guillermo II de Alemania al término de la Primera Guerra Mundial dio paso a los procesos de Núremberg y Tokio para juzgar a los dirigentes políticos, militares y económicos de los regímenes alemán y japonés responsables por tales comportamientos. El mensaje era claro: quienes desde los resortes del poder recurren a una guerra de agresión contra terceros Estados, y utilizan la fuerza armada contra su propia población, no solo pierden la legitimidad ética y moral necesaria para seguir dirigiendo sus respectivas sociedades, sino que, debido al daño que han causado a la sociedad internacional, incurren jurídicamente frente a ella en responsabilidad penal individual (que, como se declararía expresamente en 1968, no se extingue bajo ninguna circunstancia).

En vista del sufrimiento al que habían sido sometidos los cientos de millones de víctimas que había provocado la Segunda Guerra Mundial (solo el número de muertes se calcula en torno a los 50 millones), se reconoció por primera vez en la historia con un alcance universal la naturaleza singular y única del ser humano, de la que emanan ciertos derechos inalienables que todo Estado miembro de la sociedad internacional tiene la obligación de respetar y garantizar. Este reconocimiento se produjo a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos adoptada el 10 de diciembre de 1948, que había sido precedida por la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre (adoptada meses antes), y que sería seguida por el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de 1950. Un día antes, se había aprobado la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio.

Simultáneamente, y a la luz de la grave insuficiencia mostrada por las normas que regulaban el comportamiento de las partes en un conflicto armado –particularmente en lo relativo al tratamiento de los agentes del enemigo que se encontrasen fuera de combate (enfermos, náufragos, prisioneros de guerra) y al estatuto del personal sanitario y la población civil–, se aprobaron en 1949 las cuatro convenciones de Ginebra, cuyo sistema de infracciones graves prevé la responsabilidad internacional penal frente al conjunto de la sociedad internacional de quienes incurran en ellas.

La amplia labor legislativa impulsada desde la Organización de las Naciones Unidas, el Comité Internacional de la Cruz Roja, y la actividad jurisprudencial de los tribunales internacionales penales de Núremberg y Tokio, en el período entre 1945 y 1950, provocó que una parte muy importante de dicha normativa hubiera adquirido para principios de los años cincuenta naturaleza consuetudinaria de ius cogens, y, por ende, el más alto rango normativo existente en el derecho internacional.

En este marco jurídico, surgen y se desarrollan los deberes de los Estados a no incurrir a través de sus agentes en graves violaciones de derechos humanos (en particular, aquellas constitutivas de crímenes internacionales) frente a quienes se encuentren bajo su jurisdicción, así como a adoptar todas las medidas que estén a su disposición para prevenirlos, y, en caso de que finalmente lleguen a producirse, investigarlos, declarar y realizar la responsabilidad internacional penal derivada de los mismos, y reparar a las víctimas. Estas obligaciones afectan directamente a los Estados territoriales y de nacionalidad de los presuntos responsables. Frente al resto de Estados, el modelo descentralizado de aplicación del derecho internacional penal basado en el principio de justicia universal distingue entre el deber de persecución penal en el caso de infracciones graves a las convenciones de Ginebra y sus protocolos adicionales, y la facultad de persecución penal en nombre de la sociedad internacional frente al resto de crímenes internacionales. Correlativamente a estas obligaciones estatales, surgen los derechos de estas víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.

La sensación de consternación y temor generada por la Segunda Guerra Mundial pronto desapareció. A finales de 1949, nos encontrábamos ya plenamente inmersos en la Guerra Fría. Para los dirigentes de las dos grandes superpotencias del momento, la principal conclusión por extraer de la experiencia traumática que había asolado amplias áreas del planeta fue la necesidad de evitar una nueva 'guerra total' entre ambas. Desde su perspectiva, el recurso a todo tipo de operaciones de desestabilización de gobiernos de terceros países en el marco de la lucha geopolítica por zonas de influencia no resultaba problemática con tal de que no escalara en un enfrentamiento directo entre ambas superpotencias. Si bien el derecho internacional prohibía este tipo de operaciones, que con frecuencia exigía el recurso a la fuerza armada (ya fuera por agentes propios, ya fuera por aliados a los que se financiaba, entrenaba y equipaba), los dirigentes de los Estados Unidos y la Unión Soviética no solo las consideraban legítimas, sino que, siguiendo a la escuela realista de las relaciones internacionales (con Hans Morgenthau como exponente principal), las estimaban absolutamente necesarias.

Se estima que la Guerra Fría provocó la muerte de 18 millones de personas entre 1949 y 1989 en dos terceras partes de los Estados de la sociedad internacional. Varias decenas de millones resultaron además gravemente heridas. Los liderazgos en el llamado Bloque de los No Alienados, surgidos en buena medida del fenómeno de la descolonización, fueron objeto, uno detrás de otro, de esta dinámica de desestabilización.

Ninguno de los graves crímenes internacionales provocados por las dos superpotencias durante la Guerra Fría, al igual que había sucedido con los crímenes que habían cometido durante la Segunda Guerra Mundial a resultas de su avance hacia Berlín y el bombardeo atómico de Hiroshima y Nagasaki, fueron objeto de proceso alguno ante tribunales internacionales penales. A nivel nacional, la situación no fue mucho mejor, con apenas un puñado de procesos aislados de autores materiales, o superiores de bajo rango, como ocurrió en el caso de la masacre de My Lai. La situación de impunidad de los dirigentes de ambas superpotencias y de sus aliados más cercanos en los países en conflicto fue cercana al 100%. Las víctimas fueron, simple y llanamente, olvidadas y dejadas a su suerte.

Durante este tiempo, la ineficacia de la normativa que regulaba los conflictos armados se hizo palpable (y ello aun a pesar de la entrada en vigor de las convenciones de Ginebra y sus protocolos adicionales). Si a principios del siglo xx solo el 5% de las víctimas de los conflictos armados eran civiles, en la actualidad, una vez desarrollado el corpus del derecho internacional humanitario, el porcentaje de víctimas civiles supera el 90%. Varios son los factores que han contribuido a esta situación. Sin duda, el más importante de todos ellos es el carácter asimétrico de la gran mayoría de los conflictos armados posteriores a la Segunda Guerra Mundial, lo que ha convertido a la población civil en el núcleo del conflicto, en lugar de dejarla al margen de este. La parte más débil logística y operacionalmente ha buscado por todos los medios necesarios (incluida la violencia) obtener el favor de la población civil, mientras que la parte con mayor capacidad ha dirigido gran parte de sus operaciones contra dicha población para de esta manera 'quitar el agua' al enemigo. Ambas estrategias militares constituyen en su esencia una violación flagrante del principio de distinción que constituye el pilar básico del moderno derecho internacional humanitario.

Otro factor que ha influido en esta situación es la continua calificación como conflictos armados de carácter no internacional de confrontaciones cuya principal fuerza motriz se encuentra fuera de los Estados afectados. Con ello se ha limitado el ámbito de aplicación de la normativa y estándares de protección existentes, y se ha atribuido una mayor flexibilidad a los gobiernos para tratar auténticos conflictos armados como si se tratara de asuntos de orden público provocados por graves disturbios internos. En algunos casos, se ha llegado incluso a afirmar la coexistencia de la paz y la guerra, o la convivencia de una situación jurídica de conflicto armado con un escenario político de ausencia de conflicto.

En medio de la Guerra Fría, aparecieron un grupo de posiciones filosóficas sobre la naturaleza del ser humano que pronto fueron calificadas como antihumanistas, al afirmar la muerte de la persona humana. Entre ellas, se encontraban el estructuralismo de Michel Foucault y Claude Lévi-Strauss, las tesis biologicistas y fisicalistas de Jacques Monod y Edgar Morin, y la sociobiología de Edward Wilson.

Para estas corrientes de pensamiento, la composición y funcionamiento del ser humano responde a leyes físico-químicas y biológicas, de manera que su naturaleza no difiere, excepto en su grado de complejidad, del resto de seres animados e inanimados. Sus conclusiones se basan en nuevas investigaciones científicas que están permitiendo comprobar que numerosas cualidades que se consideraban propias del ser humano no son realmente tales. Así, si algunos tipos de insectos han desarrollado formas de comportamiento que encajan en el concepto de altruismo, en cuanto que suponen la renuncia y el sacrificio del individuo en beneficio del prójimo o de la comunidad, mamíferos superiores como los chimpancés, los elefantes o los delfines experimentan el sentimiento de empatía (entendido como comprensión de la situación del otro) y llevan a cabo actos de consuelo y compasión hacia sus compañeros (por ejemplo, cuando la cría de un chimpancé o de un elefante sufre la fractura de una extremidad que le impide desplazarse normalmente, su madre modifica la forma de transportarse para permitir que la pequeña pueda seguirla). Los mamíferos superiores también parecen haber desarrollado una cierta capacidad de autoconciencia (se reconocen frente a un espejo) y complejos códigos de comunicación por signos.

En consecuencia, frente a las filosofías humanistas del materialismo existencialista (Martin Heidegger y Jean-Paul Sartre), el marxismo humanista (Adam Schaff y Ernst Bloch), el antropobiologismo (Arnold Gehlen), el materialismo emergente (Mario Bunge), el dualismo (Karl Popper y John Eccles) y el humanismo cristiano (José Luis Ruiz de la Peña), las posiciones antihumanistas niegan todo significado a los conceptos de 'yo', 'sujeto', 'persona' y 'libertad', o, como mucho, los subordinan a las nociones de 'especie', 'sociedad', 'estructura' o 'sistema'. Además, la realidad del ser humano constituye para ellas un valor relativo frente a otros valores estructurales o sistémicos superiores, por lo que puede ser instrumentalizado como un medio para alcanzar fines superiores. Las implicaciones respecto del concepto de dignidad del ser humano y del contenido de los derechos emanados de ella son de enorme calado, porque, si, como afirman biologicistas y fisicalistas, los animales de compañía no distan realmente mucho del ser humano, los códigos éticos, morales y jurídicos que recogen pronunciadas diferencias de trato entre unos y otros no estarían realmente justificados.

La caída del muro de Berlín en 1989 simbolizó el fin de la Guerra Fría. Sin embargo, ello no ha repercutido en una disminución significativa del número de conflictos armados existentes en el mundo entre 1990 y hoy en día. Por el contrario, si tomamos, por ejemplo, el año 2011, observamos que se seguían registrando en el mundo casi 100 conflictos armados. Tampoco el fin de la Guerra Fría ha provocado el cese de la dinámica de operaciones de los servicios de inteligencia para desestabilizar los gobiernos de terceros países. Cualquier buen analista puede observar que el año 2014 está siendo prolijo en este tipo de operaciones.

En realidad, la etapa posterior a la Guerra Fría se inició con la mayor 'exhibición' de fuerza militar jamás realizada en la historia. El impresionante despliegue militar, y el enorme daño infringido en Iraq durante la Operación 'Tormenta del Desierto', estaba destinado a enviar un claro mensaje a los miembros de la sociedad internacional sobre los medios de los que disponía la única superpotencia que había sobrevivido a la Guerra Fría, y sobre su resolución a recurrir a estos si lo estimaba necesario para salvaguardar sus intereses estratégicos. Algo parecido había ocurrido en 1945 con el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.

Donde se observa una marcada diferencia entre la Guerra Fría y el período posterior a esta es en la búsqueda de una justificación jurídica al recurso a la fuerza armada y a las operaciones de desestabilización, que, hasta entonces, solo encontraba justificación en la imperante lógica de la necesidad política. Solo ante la hipótesis de una posible agresión nuclear con efectos devastadores para el Estado agredido se había recurrido durante la Guerra Fría a una interpretación amplia del concepto de legítima defensa en la Carta de las Naciones Unidas, a los efectos de incluir aquellos casos de 'ataques inminentes' y no actuales.

No obstante, en un escenario de dominación militar mundial por los Estados Unidos y sus aliados de la otan, las razones de necesidad estratégica ya no bastaban por sí solas. Es por ello por lo que los años noventa y la primera década del siglo XXI han presenciado los esfuerzos conjuntos de numerosos funcionarios gubernamentales y académicos por encontrar fórmulas jurídicas que extendiesen los supuestos fácticos en los que el derecho internacional autoriza el recurso a la fuerza armada. Las expresiones “legítima defensa preventiva”, “intervención humanitaria” y “guerra contra el terrorismo” (y el correspondiente desarrollo del ámbito de aplicación y el contenido de la llamada normativa antiterrorista) son producto de estos esfuerzos.

Es en este contexto en el que, a partir de 1993, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas decide, por primera vez desde su creación en 1945, establecer tribunales internacionales penales para investigar y enjuiciar a los responsables de crímenes internacionales cometidos en ciertas partes del mundo. Así, se crean los Tribunales Internacionales Penales para la ex-Yugoslavia y Ruanda y el Tribunal Especial del Líbano. Además, el Secretario General de las Naciones Unidas participó activamente en la creación de tribunales mixtos e internacionalizados, como la Corte Especial para Sierra Leona, las Salas Extraordinarias de los Tribunales de Camboya y las Salas de Crímenes de Guerra de Timor Oriental, Bosnia-Herzegovina o Kosovo. Se llegan incluso a crear organismos especializados para su actuación ante las jurisdicciones nacionales, como es el caso de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala.

La efectiva puesta en marcha de la Corte Penal Internacional (cPi) durante la primera década del siglo XXI constituye un paso fundamental en este proceso, al crear un mecanismo permanente, establecido por sus Estados partes, para la declaración y realización de la responsabilidad internacional penal de aquellos líderes políticos, militares y económicos que, desde el poder estatal, o no estatal, planean, promueven y favorecen con sus acciones u omisiones el desarrollo de violencia sistemática o a gran escala constitutiva de genocidio, lesa humanidad y crímenes de guerra.

La particularidad de la cPi es su naturaleza convencional y su carácter complementario (a diferencia de la primacía de los tribunales internacionales penales de las Naciones Unidas). De esta manera, los Estados partes han establecido por voluntad propia un órgano jurisdiccional internacional encargado de (I) recordarles sus deberes de investigación y enjuiciamiento de los máximos responsables de los crímenes internacionales y de reparación a las víctimas; (II) incentivarles en el cumplimiento de estas obligaciones; y (III) asumir él mismo dicho cumplimiento cuando compruebe la inacción, falta de disposición o falta de capacidad de los propios Estados partes. De ahí que se pueda afirmar que la CPI se dirige a asegurar el fin de la impunidad de quienes utilizan su posición de liderazgo para planear, promover o favorecer la comisión de crímenes internacionales.

A la puesta en marcha de la cPi durante la primera década del siglo xx, le sigue en la actualidad el proceso de realización de su aspiración de universalidad, lo que supondrá su transformación en un auténtico mecanismo centralizado de la sociedad internacional para la aplicación del derecho internacional penal. Si bien tal aspiración de universalidad se encuentra respaldada porque casi dos terceras partes de los Estados miembros de la sociedad internacional son Estados partes, no es menos cierto que dista mucho de haberse satisfecho completamente. Existen todavía 70 Estados no parte cuya población equivale a dos tercios de la población mundial, y que incluyen a 3 de los 5 miembros del Consejo de Seguridad (China, EE. UU. y Rusia).

Simultáneamente al proceso de creación y puesta en marcha de la cPi, la Corte Interamericana de los Derechos Humanos (Corte IDH) ha sido muy prolija durante la primera década del siglo XXI en reafirmar las obligaciones de ius cogens de los Estados de investigar el genocidio, la lesa humanidad y los crímenes de guerra; de declarar y realizar la responsabilidad derivada de los mismos; y de satisfacer los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.

En consecuencia, en los últimos años de la década de los noventa del siglo XX y la primera década del siglo xxi, se ha reafirmado el rango constitucional en el ordenamiento jurídico internacional de los mencionados deberes de los Estados, y los correlativos derechos de las víctimas. Así mismo, se ha reenviado el mensaje de que la dirigencia que recurre a la fuerza armada contra terceros Estados, o contra su propia población civil, no solo pierde toda legitimidad ética y moral para seguir dirigiendo su respectiva sociedad, sino que incurre jurídicamente en responsabilidad internacional penal frente al conjunto de la sociedad internacional.

La primera década del siglo xxi ha observado también cómo las posiciones biologicistas y fisicalistas sobre el ser humano se han encontrado con el problema de explicar la capacidad única del ser humano para la comunicación a través del lenguaje simbólico-conceptual y el pensamiento lógico-matemático (con sus implicaciones en la capacidad de organización social, y de desarrollo y transmisión del conocimiento). Ello ha hecho que vuelvan a cobrar fuerza las concepciones humanistas materialistas del ser humano, que ven en este un ser singular y único, cuyo valor absoluto e intangible le sitúa en la cúspide de la pirámide del mundo, y le constituye en el valor superior de la jerarquía de valores. Con ello se establece una brecha cualitativa insoslayable frente al resto de seres animados e inanimados, que impide la instrumentalización del ser humano como medio, al constituir un fin en sí mismo.

Al mismo tiempo, desde las filas del humanismo cristiano, se reafirma que la concepción del ser humano como imagen de Dios atribuye a aquel por voluntad de este último una capacidad sin igual para la plena comunicación dialogal con Dios y con el resto de seres humanos en calidad de hermanos. En consecuencia, quienes se apresuraron en afirmar el deceso de la persona humana, de su dignidad y de los derechos inherentes a esta se encuentran hoy en día ante un callejón de muy difícil salida.

Algunos autores, como Danilo Zolo, en su obra La justicia de los vencedores: de Núremberg a Bagdag (2007), se muestran recelosos de la función unidireccional jugada por los tribunales de Núremberg y Tokio, y sospechan que lo mismo puede estar ocurriendo con la nueva ola de tribunales internacionales penales surgidos desde 1993, sobre todo en un contexto de primado militar de una única superpotencia. En apoyo de esta afirmación, se presenta la excesiva focalización del Tribunal Internacional Penal para la ex-Yugoslavia en los delitos cometidos por los serbios y los serbo-bosnios, así como el olvido de la sociedad internacional frente a las decenas, sino cientos de miles, de víctimas del Frente Patriótico Ruandés a su entrada en Ruanda en julio de 1994.

Sin embargo, no es menos cierto que, entre las actuaciones que actualmente desarrolla la CPI, algunas de ellas se refieren a Estados, como Kenia o Colombia, que tienen una relación privilegiada con la única superpotencia militar y sus más estrechos aliados, debido a su importancia geoestratégica en el presente contexto regional sudamericano y del África central y oriental. Además, conviene recordar que sigue estando vigente la autorización dada en 2001 por el Congreso de los Estados Unidos a su Presidente para recurrir, en caso necesario, a la fuerza armada, con el fin de 'rescatar' a cualquier nacional que pudiera ser entregado a la cPi para su enjuiciamiento en La Haya.

La primera década del siglo XXI ha puesto de relieve que la reafirmación, por primera vez desde el inicio de la Guerra Fría, de los deberes de los Estados, y los correspondientes derechos de las víctimas, en relación con el genocidio, la lesa humanidad y los crímenes de guerra, está teniendo un notable impacto en los procesos de paz actualmente en marcha, al verse confrontados con las tradicionales demandas de exención de responsabilidad por parte de los actores involucrados en ellos. Colombia es en este sentido un caso paradigmático en América Latina.

Es en este contexto en el que ha de inscribirse el voto concurrente del juez de la Corte IDH Diego García Sayán en la sentencia del caso masacre del Mozote C. El Salvador, en el que cuestiona el principio “no hay paz sin justicia”, y afirma la necesidad de realizar un juicio de ponderación entre los intereses de la paz y los intereses de la justicia para aquellas situaciones de lesa humanidad ocurridas en conflictos armados de carácter no internacional.

No cabe duda de que este voto particular resulta contradictorio con numerosos precedentes jurisprudenciales de la propia Corte iDH, así como con el propio Estatuto de la CPI y el tratamiento que el derecho internacional ha dispensado al genocidio, la lesa humanidad y los crímenes de guerra desde 1950. De hecho, el propio Estatuto de la cPi reafirma el principio “no hay paz sin justicia”, al exigir en su artículo 16 la expresa renovación anual de toda resolución del órgano de la sociedad internacional encargado del mantenimiento de la paz y seguridad internacional que requiera un cierto distanciamiento en el tiempo de la implementación del elemento justicia.

Lo que en el fondo refleja el mencionado voto particular es la resistencia al cambio de paradigma frente a los procesos de paz desarrollados antes del advenimiento de los tribunales internacionales penales a mediados de los noventa. Como el propio ejemplo de Colombia muestra, aquellos se caracterizaban porque los líderes de un pasado de violencia, muerte y destrucción recibían el respaldo de la geoestrategia internacional para continuar liderando sus sociedades hacia supuestos futuros de paz, que, como regla general, nunca llegaron a consolidarse. El nuevo paradigma les exige, por el contrario, dejar inmediatamente sus posiciones de liderazgo y hacer frente a la responsabilidad penal asumida frente a su propia sociedad y a la sociedad internacional en su conjunto.

Y es esto lo que resulta realmente novedoso del derecho internacional penal, pues, a diferencia del derecho nacional penal (que se dirige a la inmensa mayoría de seres humanos encuadrados en la categoría de 'ciudadanos normales', tal como fuera desarrollada por Hanna Arendt en su obra Eichmann in Jerusalem: A Report on the The Banality of Evil (1963), o en la categoría de 'no ciudadanos', propia de la doctrina de la seguridad nacional), el derecho internacional penal se dirige en particular a todos aquellos que tradicionalmente han estado por encima de la ley en virtud de la noción europea de 'razón de Estado'. Siguiendo las categorías de Arendt, se trata de aquellos 'dogmáticos' (que suplen su angustia de convivir con la incertidumbre por la férrea adopción de un ideal, a cuya realización subyugan todos los demás valores) y 'nihilistas' (que no creen en nada sino en sí mismos, lo que les lleva a hacer todo lo que sea necesario para satisfacer sus propias ambiciones de ascenso social y poder político y económico) que utilizan los resortes del poder para hacer que los 'ciudadanos normales' lleven a cabo acríticamente las más horrorosas atrocidades contra sus semejantes.

Zolo tiene razón al pensar que un derecho internacional penal así concebido tiene el riesgo de ser coaptado por la(s) superpotencia(s) militar, política y económica del momento para socavar aquellos gobiernos que no son afines a sus intereses estratégicos. Se trata este de un riesgo cierto y su advertencia constituye sin duda una poderosa llamada de atención a quienes tienen la responsabilidad de aplicar el derecho internacional penal. No obstante, a la luz de las mencionadas situaciones de Kenia y Colombia, y teniendo en cuenta la posición de los Estados Unidos, China o Rusia frente a la cPi, no creemos que este se haya materializado a día de hoy. Además, ¿cuál sería la alternativa? ¿Renunciar para siempre a que el derecho penal puede ser también aplicado a quienes ostentan el poder? ¿Resignarse a una concepción del ser humano como un simple medio que puede ser sacrificado en aras de un fin considerado superior por quienes detentan el poder?

Ante esta disyuntiva, y mientras no se coapte al derecho internacional penal para privarlo de su auténtica naturaleza (connatural a las concepciones humanistas que rechazan la instrumentalización de todo ser humano), entendemos que habrá que optar por un derecho internacional penal en el que cada persona humana, cada víctima, constituye un fin en sí misma, y nadie tiene el derecho, en aras de un fin superior, de privarles de su dignidad y de los derechos a la justicia, verdad y reparación emanados de ella.

Esta misma opción ha sido acogida por la Corte iDH en el caso Gelman C. Uruguay, al concluir que ni tan siquiera una sociedad democrática puede consumar tal privación a través de un referéndum en el que la voz de las víctimas quede diluida entre el griterío de la mayoría de la población. Solo asumiendo las concepciones biologicistas y fisicalistas se podría argumentar una posición contraria, con base a la sujeción de cada una de las víctimas al interés superior de la 'sociedad', la 'estructura' o el 'sistema'.

En consecuencia, uno no puede sino preguntarse dónde se encuentra realmente la fuente del problema: ¿en la reafirmación de un paradigma, connatural a los conceptos de persona y dignidad humana, que fue adoptado en un momento de la historia en el que varios años de violencia, muerte y destrucción sin precedentes hacían imperativo un cambio en la praxis internacional para evitar terminar con el planeta? ¿O en la insistencia en desarrollar procesos de paz con base en antiguas fórmulas que no solo excluyen el elemento justicia, sino que se han visto incapaces de generar situaciones duraderas de paz social, y que durante décadas han sido alentadas bajo un enfoque estrictamente realista de las relaciones internacionales, apoyado en corrientes filosóficas que afirman la defunción de la persona y la dignidad humanas?

Los proponentes de la que se hace llamar 'justicia de transición' afirman que es necesario optar por una tercera vía, que permita superar la profunda brecha que separa ambas posiciones. Sin embargo, al profundizar en las elaboraciones propuestas por sus defensores hasta el momento, se observa que estas no son sino construcciones que tienen como fundamento el menoscabo del paradigma que exige a los máximos responsables de crímenes internacionales dejar inmediatamente sus posiciones de liderazgo y hacer frente a la responsabilidad penal asumida frente a su propia sociedad y a la sociedad internacional en su conjunto.

Ahora bien, ello no significa que no sea posible encontrar fórmulas que, partiendo epistemológicamente de este paradigma como condición de validez, y garantizando el pleno respeto a los conceptos de persona y dignidad humanas, y a los connaturales derechos a la justicia, la verdad y la reparación de las víctimas, permitan aligerar algunas de las tensiones observadas en los actuales procesos de paz. Con este espíritu crítico, invito al lector a sumergirse en los trabajos contenidos en el presente volumen de la revista Estudios Socio-Jurídicos.

Bogotá, 7 de mayo de 2014