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Desafíos

Print version ISSN 0124-4035

Desafíos vol.26 no.2 Bogotá July/Dec. 2014

https://doi.org/10.12804/desafios26.02.2014.07 

Doi: http://dx.doi.org/10.12804/desafios26.02.2014.07

Entre la ortodoxia y la revolución: una reconstrucción de la filosofía política de Gilbert Keith Chesterton

Between Orthodoxy and Revolution: A Reconstruction of the Political Philosophy of Gilbert Keith Chesterton

Entre a ortodoxia e a revolução: uma reconstrução da filosofia política de Gilbert Keith Chesterton

Facundo Norberto Bey*

* Licenciado en Ciencia Política, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Maestrando, Universidad Nacional de General San Martín, Instituto de Altos Estudios Sociales, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Correo electrónico: facundo.bey@gmail.com

Artículo recibido: 28 de febrero de 2014 Artículo aprobado: 3 de marzo de 2014


Resumen

El objetivo de este artículo es interrogar la obra ensayística, literaria y periodística del escritor inglés Gilbert Keith Chesterton desde una perspectiva teórico-política y poner en tensión aquellos elementos conceptuales que se encuentran enfrentados con algunos de los principales supuestos de la modernidad. La propuesta de este trabajo es organizar estos elementos dispersos y postular la posibilidad de estructurar una filosofía política a partir de una lectura que los integre. Se hará hincapié en su crítica a la idea moderna de progreso, para luego explorar la posibilidad de derivar de las reflexiones del autor un cuerpo conceptual coherente que pueda ser considerado relevante para la teoría política. Para esta tarea, se toman como punto de partida conceptos centrales para la ciencia política presentes en sus obras que se encuentran alumbrados por doctrinas teológicas clave dentro del pensamiento cristiano, vector fundamental de sus escritos. Particularmente, se insiste en profundizar en las reflexiones del autor en torno a la democracia, estableciendo una relación específica con sus consideraciones teológicas y políticas.

Palabras clave: Teología, política, democracia, cristianismo.


Abstract

The aim of this paper is to examine the essays, literary and journalistic works of the English writer Gilbert Keith Chesterton from a political theory framework and to question those conceptual elements which underlie some of the main assumptions of modernity. The specific purpose of this article is to organize those dispersed elements and postulate the possibility of drawing up a political philosophy on the basis of an integral reading of the author's works. Chesterton's criticism of the modern concept of progress is highlighted in order to explore the possibility of deriving a coherent body of ideas from the author's reflections that could be considered relevant to political theory. I take as a starting point, core concepts in political science present in Chesterton's works which are linked to key theological doctrines within Christian thinking, the fundamental vector of his writings. Emphasis is placed on studying in-depth the reflections of the author about democracy, thereby establishing a specific relation with his theological and political considerations.

Keywords: Theology, politics, democracy, Christianity.


Resumo

O objetivo deste artigo é interrogar a obra ensaística, literária e jornalística do escritor inglês Gilbert Keith Chesterton desde uma perspectiva teórico política e pôr em tensão aqueles elementos conceptuais que se encontram enfrentados com alguns dos principais supostos da modernidade. A proposta deste trabalho é organizar estes elementos dispersos e postular a possibilidade de estruturar uma filosofia política a partir de ma leitura que os integre. A ênfase será colocada em sua crítica à idéia moderna do progresso, paradepois explorar a possibilidade de derivar das reflexões do autor um corpo conceitual coerente que possa ser considerado relevante para a teoria política. Para este trabalho, tomaremos como ponto de partida conceitos centrais para a ciência política presentes em suas obras, que se encontram iluminados por doutrinas teológicas chaves dentro do pensamento cristiano, vetor fundamental de seus escritos. Particularmente, se insistirá em aprofundar as reflexões do autor em torno à democracia, estabelecendo uma relação específica com suas considerações teológicas e políticas.

Palavras-chave: Teologia, política, democracia, cristianismo.


Introducción

Will a man take this road or that? That is the only thing
to think about, if you enjoy thinking.

G. K. Chesterton, Orthodoxy

La obra de Gilbert Keith Chesterton fue tan amplia y fructuosa como polémica y comprometida. A pesar de que ninguno de sus trabajos condensa la suma de sus argumentaciones y debates, en la variedad de sus ensayos históricos, teológicos, periodísticos y literarios, es posible rastrear una serie de elementos teóricos que cifran una batalla con ciertos supuestos de envergadura para la modernidad teológica y política. El objetivo de este artículo es relacionar aquellos elementos centrales de sus debates, haciendo hincapié en su crítica a la idea moderna de progreso. Para llevar a cabo esta tarea, tomaremos como punto de partida dos de sus libros más relevantes y destinados a la polémica: Heretics (1905) y Orthodoxy (1908). En estas obras se abordan con agudeza crítica conceptos y temas centrales para la ciencia política, como libertad y democracia, así como el carácter revolucionario de la acción política, la pregunta por la necesidad de un orden legal y el rol de los valores y la historia en la comprensión de la vida en común. A la par, estos ejes políticos son alumbrados y fundamentados por doctrinas teológicas clave dentro del cristianismo: la caída y el pecado original.

Este artículo se orienta a reconstruir, con fidelidad a los principios hermenéuticos del autor, el lugar para una filosofía política en la obra de Chesterton, capaz de situar una cierta idea de progreso que no deja de conmover, con originalidad suficiente, las principales corrientes intelectuales contemporáneas de las ciencias sociales, en general, y de la ciencia política, en particular, así como los presupuestos básicos de las ideologías dominantes del siglo pasado. Asimismo, se le dará relevancia a sus reflexiones sobre la democracia, estableciendo una relación específica con las consideraciones teológicas y políticas que guían sus escritos.

La crítica al ideal de progreso moderno y a sus fundamentos filosóficos y políticos

Este artículo comienza dando cuenta de las principales críticas elaboradas por Gilbert Keith Chesterton a las diversas variantes ideológicas que se consideran a sí mismas "progresistas" y a aquello que el autor entiende como sus bases filosóficas. Entre los fundamentos filosóficos y políticos de la idea moderna de progreso, Chesterton identifica múltiples corrientes a las que define en sentido amplio como "materialistas". En líneas generales, podemos incluir aquí las tradiciones evolucionistas e historicistas que se arrogan -principalmente en la Gran Bretaña y la Alemania de comienzos del siglo XX- el monopolio último de la racionalidad y las aspiraciones humanas, entre ellas las teorías de la autorregulación social, del desarrollo histórico (cultural o económico), de la superioridad racial, de la superioridad de las clases adineradas e ilustradas, del positivismo científico y de sus entrecruzamientos. Para comenzar se toma como punto de partida la crítica chestertoniana a aquellas teorías progresistas que, entre las mencionadas, buscan extraer de la naturaleza y del mero paso del tiempo el ideal para la vida en común: el evolucionismo y el historicismo.

Según Chesterton, el evolucionismo recae en lo que considera la "locura" de un racionalismo desarraigado en el momento de alejar la búsqueda de criterios estrictamente morales o religiosos de la pregunta sobre el ideal a partir del cual debe erigirse la mejor forma de organización social y política para una comunidad. Ante el postulado evolucionista de que la naturaleza puede ser una fuente fiable para extraer estos criterios, asumiendo como verdadero el supuesto dogmático de que lo que evoluciona debe tender al bien y que el bien debe tender a la evolución (sin lograr una definición precisa de ninguna de ambas ideas), Chesterton rechaza esta posibilidad, oponiendo que no es comprobable que haya en ella principio alguno para la organización vida humana. Así, necesariamente da por tierra con cualquier teoría fundada en la desigualdad natural de los hombres o de los animales, así como con cualquier parentesco entre ambos, más que el abismo que se abre entre la biología y la religión (Chesterton, 1908a, pp. 187, 188, 265). Chesterton debate este parentesco entre la animalidad y la humanidad polemizando de forma deliberada con el darwinismo ideológico presente en el gobierno de Benjamin Disraeli, primer ministro en tiempos de la Inglaterra imperial.

En sus textos, en más de una ocasión, señala el sesgo aristocratizante y el peligro inminente de elegir el camino de los seguidores de los principios de la desigualdad natural, de la gradualidad evolutiva entre el hombre y la bestia, de la lucha por la existencia como motor de la civilización y del derecho de la fuerza como última ratio. Chesterton advirtió con claridad el racismo y el clasismo implicados en estas teorías y su importancia para el surgimiento de la eugenesia.1 Al referirse al mismo Disraeli, dice que este estaba en lo correcto al considerarse a sí mismo del lado de los ángeles, mas de los ángeles caídos: "No estaba del lado del mero apetito o la brutalidad animal; estaba del lado de todo el imperialismo del príncipe del abismo; estaba del lado de la arrogancia y el misterio y del desprecio de todo lo evidentemente bueno" (Chesterton, 1908a, pp. 282 y 283).2

La coherencia del argumento de Chesterton lo lleva a rechazar, asimismo, la idea de la igualdad natural. Ambas afirmaciones parten de un presupuesto anterior, indiferente a la naturaleza en sí misma: una considera a algunos hombres superiores a otros por medio del criterio de la fuerza y la otra a todos igualmente valiosos. Lo cierto es -advierte Chesterton- que no poseemos ninguna expresión concreta de la naturaleza acerca de la superioridad del débil ni del fuerte; no tenemos manera de afirmar con exactitud si el hombre debe ser como el gato o como el ratón, dado que la animalidad es un reino anárquico y amoral (Chesterton, 1908a, p. 188). En realidad, solo es posible dar con una variedad de doctrinas filosóficas de la superioridad con sus propios intereses y objetivos, políticos, económicos o raciales.

En segundo lugar, Chesterton desecha la posibilidad de extraer criterios últimos de aquello que caracteriza como la "apelación al reloj", el mero pasar por el tiempo como principio de progreso y superioridad. Esta otra tendencia moderna asume que la moralidad humana nunca puede estar al día con la historia. No se trata simplemente de criticar la jactancia epigonal del historicismo y su culto al desarrollo (ya alcanzado o en proceso de serlo) de la "verdadera autoconciencia" o de "la sociedad superior". En cambio, su crítica va dirigida también a su costado más oscuro: aquel que supone que cualquier sacrificio humano bien puede ser una "necesidad histórica".

Según Chesterton, esta perspectiva historicista culmina, a su vez, en dos derivas. La primera se adelanta al presente y va contra él. En este último sentido, es posible remitirse a las modernas teorías de la super-población mundial y a la explotación que de ellas han hecho la política y las ciencias sociales desde fines del siglo XIX.

En su introducción (1922) a A Christmas Carol, de Charles Dickens (1843), obra que Chesterton halla plena de "belleza moral" y genialidad, nuestro autor remarca cómo el utilitarista e individualista Ebanezer Scrooge se las arregla para tornar en vicio la caridad. El tema central del prólogo chestertoniano no era simplemente censurar la crueldad que encarna el personaje del rico Scrooge, quien desea inescrupulosamente una masacre de pobres. Chesterton apunta directamente a denunciar cómo la vigente sociología estadística, envuelta en el maltusianismo, resuelve "el problema de la superpoblación".

A Scrooge le basta con pensar que es suficiente dejar morir a los pobres para controlar el crecimiento de la población y de la pobreza; pero la flamante sociología asume el reto aún más audaz de controlar sus nacimientos, de lograr que mueran antes de nacer. La postura de Scrooge bien podría ser solamente la de un extravagante rico, insensible y desalmado. Al fin y al cabo, su individualismo burgués radicalizado le permite pensar que los pobres son libres de morir de hambre; pero el eco que resuena amargamente en esta introducción es la voz de académicos y políticos que deploran los "defectos mentales" de los pobres y sugieren el control y la eliminación de los carenciados para mejorar la "raza", y así afianzar el desarrollo histórico o el progreso social mediante la supervivencia de los más adaptados en la lucha por la existencia. Parafraseando al "fantasma del presente", que visita a Scrooge en el cuento de Dickens, la pregunta que Chesterton deja aquí planteada (1922) -para quienes abonan estas teorías- es ¿en qué parte de la población se hallan, en la necesaria o en la innecesaria? ¿Cómo lo saben?

Tal cual se advierte, los argumentos sobre las maravillas de la eugenesia, propios de los reformadores ingleses de la época, no difieren mucho de aquellos que fundamentaron las políticas raciales del nazismo y su propaganda. En este sentido, el discurso que describe cómo los "indeseables" se reproducen más rápido y en mayor medida que los "mejores ejemplares sociales" y explica cómo se debe abordar este hecho desde la política estatal es, incluso, aún una constante de los debates ideológicos contemporáneos. Sin embargo, es evidente que la eugenesia y el control de natalidad, en cuanto políticas de Estado mediadas y legitimadas técnica y científicamente, poseen un estatus diferente que las decimonónicas teorías sentimentalistas de un aristócrata como Malthus o Scrooge (Chesterton, 1927, pp. 435-442).

El control de natalidad, que paradójicamente se presentaba como una política progresista a principios del siglo XX, es denunciado por Chesterton como una iniciativa puramente reaccionaria y capitalista, una apuesta de la plutocracia industrial a favor del empresario o el terrateniente, que antes de sacrificar su dinero prefiere sacrificar a los hijos de sus empleados y sirvientes; que antes de incrementar el salario familiar busca reducir la familia misma de los obreros y, por qué no, también el salario cuando le sea posible.

Volviendo ahora sobre las tangentes en las que -según Chesterton- desembocaría la pretensión de extraer un ideal del mero pasar del tiempo, la segunda de ellas ha de representar el quietismo más trágico: aquel que corrobora que lo que es, es lo que debe ser. Nada se puede hacer entonces, ni tampoco es necesario que se haga: se ha de confiar en que la historia resuelva todo por sí misma, como sea que suceda y cuando esto acontezca. No existen motivos para que los hombres hagan o dejen de hacer ninguna cosa: lo racional efectivamente acabará por consolidarse y lo irracional perecerá sin necesidad de intervención humana... Pero, difícilmente, agregaría Chesterton, sin complicidad humana.3

Desde esta perspectiva, la historia humana se presenta como una mera cadena de causación siempre ya acabada, un panorama que Chesterton considera muy limitado para pensar y actuar. En este sentido, el autor atribuye al materialismo -entendiéndolo principalmente como negación del espiritualismo y dominación irrefutable de la materia sobre la mente humana- los vicios del escepticismo y el inmovilismo en medio de una frenética búsqueda por adaptar o, mejor, por rebajar el mundo a las condiciones que él mismo crea y recrea cotidianamente.

Según nuestro autor, la retórica materialista encuentra la mayoría de sus defensores entre aquellos que se consideran a sí mismos, paradójicamente, "librepensadores": científicos, políticos e intelectuales que creen radicalmente en el origen material de los fenómenos, que niegan la posibilidad de los milagros y de la inmortalidad del alma, es decir, que niegan la posibilidad de interrupción de esa férrea causalidad. Estos intelectuales, a su parecer, no son, efectivamente, ni tan libres ni tan pensadores. El culto al fatalismo que estos liberales (demasiado poco liberales ante los ojos de Chesterton) promueven obstruye el sendero de la libertad, en la medida en que fomenta el aniquilamiento del sentido que podría tener para el hombre la duda espiritual, aquella que daría lugar al libre arbitrio, a la aventurera decisión que implica cada acción humana. Toda su jerga emancipatoria se anularía a sí misma en el momento en que el lenguaje comienza a quedar retrasado en cuanto al razonamiento.

El espiritualismo, en cambio -argumenta Chesterton-, permite creer en ciertas cosas sin necesidad de pensar en ellas, aunque siempre deja abierta esa posibilidad. Por el contrario, el materialismo obliga a no pensar aquello en lo que no se cree. Se puede creer que ciertas cosas son injustas y que deberían cambiar, pero no necesariamente se está obligado a pensar cómo y cuándo, aunque bien se podría -y en parte se debería, según Chesterton (1908a, pp. 39 y 40] hacerlo. Pero si se niega que exista la injusticia no queda nada al respecto por pensar ni por hacer, nada que reformar. El escepticismo que se deriva del fatalismo resulta finalmente en un descreimiento de la capacidad humana de decidir, una manifiesta negación del libre albedrío.

Chesterton se encuentra con que el evolucionismo y el historicismo, más que vanidosas teorías sobre la infalibilidad y el encumbramiento de una raza y una época o sofismas que en su afán de dar sentido mediante explicaciones causales a fenómenos aparentemente sin sentido acaban justificando verdaderas catástrofes humanas, son un síntoma que encubre una falta de fe primigenia en la alteración humana de esas cadenas, una sórdida manía por la sujeción (1901, p. 99). En palabras de Chesterton: "esta es la gran herejía moderna, la de alterar el alma humana para que se adapte a sus condiciones en vez de alterar las condiciones para que se adapten al alma humana" (1910, p. 109). Más adelante ampliamos el sentido y alcance de esta sentencia.

Consecuentemente, las teorías materialistas coinciden en la determinación de la vida humana por medio de la coerción que ejerce el ambiente en la que esta se desarrolla. Chesterton enfrenta en Orthodoxy -y en otros textos- a socialistas, liberales y científicos sociales cuando, por ejemplo, estos concuerdan, en mayor o menor medida, con que la pobreza es la causa del vicio, el crimen y la violencia en la sociedad. Por tomar un caso emblemático, en la conclusión de su What's Wrong with the World (1910, pp. 278-284), Chesterton escribe encolerizado contra científicos y gobernantes británicos que avalaron una disposición por la cual el cabello de las niñas pobres debía ser cortado al ras. La justificación era que estas tenían un alto riesgo de contraer pediculosis, debido a sus hábitos poco saludables y a sus condiciones de vida precarias. Como en tantos otros escritos, aquí aparece la indignación de Chesterton con las clases adineradas que sofocan a los pobres al punto de abolir su pelo en vez de abolir sus piojos o sus condiciones materiales de existencia. ¿Por qué a los niños pobres y no a los ricos? La respuesta parece sencilla: porque los primeros se ven obligados a vivir hacinados e ineducados, porque sus padres se ven tan sumidos en deudas por los terratenientes, los empresarios y los usureros que ambos deben trabajar todo el día, todos los días, sin poder disfrutar libremente del orgullo del cabello de sus niños.

Chesterton insiste en que resulta demasiado fácil para el médico sanitarista recomendar cortar el cabello que una tiranía explotadora ensució al llevar a una nación a la miseria, en lugar de recomendar cortar la cabeza de tal tiranía. En este vibrante texto, señala Chesterton que políticos y científicos no logran aprender la lección de los piojos en los barrios pobres: lo indeseable que resultan los barrios pobres y no el cabello de las niñas. El cabello humano es, en todo caso, una institución eterna que debiera ser el parámetro último para evaluar instituciones transitorias como los imperios (p. 281).

Por otro lado, como adelantamos páginas atrás, entendemos que el puesto que ocupa la capacidad de dudar para una filosofía práctica en línea con el espiritualismo cristiano se torna fundamental. El problema de fondo que sitúa Chesterton es que las filosofías materialistas dominantes -entre las que podemos citar lo que llama pesimismo filosófico (Nietzsche, Shaw y Wells), la ciencia social naturalista, el anarquismo, el calvinismo, el orientalismo, el liberalismo conservador y el socialismo colectivista- impiden pensar en la posibilidad de la libertad del hombre para actuar, la novedad permanente que esta posibilidad resulta y la forma de conocimiento moral que fundamenta las decisiones humanas. En su exagerada certidumbre, el materialismo -aduce Chesterton- no admite la complejidad de los asuntos humanos. O bien cada una de las acciones es producto de una fuerza impersonal, de una corriente que arrastra a los hombres y sus instituciones sin otra razón que el capricho ciego del destino histórico, o bien cada una de ellas es, a su vez, una elección a la que le antecede un conocimiento que comienza en forma de duda, una duda tal que es capaz de trascender su coyuntura más inmediata y que al mismo tiempo le da su forma propia.

En su determinismo, el materialismo le dará siempre preeminencia al ambiente, antes que a la volición; mas cuando le ceda al paso a la volición, será para negarle la absoluta libertad de escoger entre el bien y el mal, será para que aspire a algo menos o algo más que a una decisión. La conclusión a la que se orienta el autor es que la razón para ser razonable no se basta a sí misma: en su andar solitario y desorientado roza la locura. Una vez que todo misticismo ha sido eliminado del pensamiento, la razón opera en el vacío y una razón desarraigada resulta sinónimo de demencia.

La duda, antesala del juicio, parece adquirir protagonismo en la vida humana en la medida en que permite asegurar un mínimo de razonabilidad en la fe y un mínimo de fe en la razonabilidad. Una vez perdida la capacidad de creer, se ha perdido también la capacidad de razonar, ya que para Chesterton la razón es un artículo de fe. Es posible afirmar que el espiritualismo cristiano de Chesterton asume el supuesto de que no es posible dudar en el vacío, así como tampoco es posible querer en el vacío. Esta es la manera adecuada de comprender qué quiere decir Chesterton cuando dice que decide creer porque es un racionalista (1908a, p. 261). Si se duda es para emprender un camino, para dar una cierta determinación que oriente la acción. Acción, reflexión y fe protagonizan, como unidad trina cuyo corazón es eminentemente plural, el sentido de una vida humana razonable.

Al retomar la tradición cristiana a la que Chesterton pertenece, podríamos recuperar aquí, como ejemplo, la duda de Jesús y su dolor en el huerto de Getsemaní (Mt 26: 36, Biblia de Jerusalén, 1976) o el momento en el que pronuncia sus últimas palabras, aquellas que parecen sacadas del salmo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt 27: 46; Sal 22: 1). Jesús es, a la vez, el dueño de la duda y de la decisión; en ambas ocasiones resuenan la angustia y la alabanza, en ambas sacude a la tierra un grito de rebelión y libertad inédito en la historia, de un dios que se tienta a sí mismo, que se rebela contra sí mismo y retorna a sí mismo. Del mismo modo podemos considerar la rebelión de Lucero y su consagración como adversario de Yahveh. En la lectura bíblica, cuando Lucero era perfecto en belleza y poderoso como ningún otro ángel, cuando era el más grande y protector querubín, decidió enfrentar a Dios (Ez 28). Ambos, Jesús y Lucero, estuvieron expuestos al libre albedrío y actuaron en una dirección. ¿Qué sentido tendría decir que las decisiones de Jesús o de Lucero estuvieron condicionadas por su entorno o por su época? ¿No parece del todo absurdo sostener que la extrema perfección de los cielos provocó la codicia de Lucero? ¿No parece insostenible afirmar que la extrema injusticia entre los hombres es un producto de su primitivismo? Y ¿no es absolutamente deshonesto tratar lo primitivo como imperfecto y con el único fin de vanagloriar lo más reciente como evolucionado, desarrollado o progresivo?

En cuanto a la genealogía política chestertoniana de la noción de progreso, su sentido inicial, tal como lo había comprendido en mayor medida la ilustración prerrevolucionaria, se habría transformado radicalmente a finales del siglo XIX, una vez que fuera apropiado por la expansión capitalista. El progreso dejó de ser una aspiración utópica que buscaba alcanzar la futura emancipación humana por medio de una crítica sistemática del pasado tradicionalista para convertirse en su opuesto: una negación de la utopía como ideal para la acción (y, en algunos casos ejemplares, como los de Inglaterra y Alemania, una sustitución por la ideología de la destrucción y la ruina), reemplazada ahora por la admiración del desarrollo mecánico y automático de las leyes irresistibles de la historia y la economía.

Este giro semántico habría sido facilitado por dos tendencias filosóficas contemporáneas. La primera es el realismo que inauguran en las letras -al decir del propio Chesterton- Henrik Ibsen, George Bernard Shaw y Herbert George Wells. Para esta línea de pensamiento es necesario describir a la humanidad tal como es, despojada de idealismos moralizantes en que se apoyaran las filosofías anteriores y la tradición religiosa judeocristiana. Este pretendido realismo radicalizado expone, de manera elocuente y precisa, las miserias humanas, y propone, sobre todo en el caso de la particular lectura que Shaw hace de Friedrich Nietzsche, la necesidad de superar al sujeto de tal vida mediocre: el hombre común o, mejor aún, el hombre a secas.

Es cierto, lo constataremos en las páginas que siguen, que en muchas ocasiones el punto de partida de las reflexiones de Chesterton lo proporciona su preocupación por situar la doctrina de la caída como elemento principal para pensar la vida en común. Sin embargo, en textos nodales como Orthodoxy o Heretics reivindica a su vez la importancia de acompañarla de alguna visión de lo bueno y lo deseable, de la felicidad, es decir, de alguna "moralidad mística". Desde el punto de vista de Chesterton, para que una perspectiva realista sea clara, para que logre llamar a las cosas por su nombre, se precisa también un idealismo claro. Este es el origen de su creencia en que la religión es la única fuerza material y espiritual que habla con claridad tanto del bien como del mal (1905, pp. 20 y 21). Esta exigencia implica aportar no solo una visión del fracaso, sino también una visión de la perfección (1908a, pp. 200 y 201; 1901, pp. x-xii), ya que la ausencia de perfección, de un ideal fijo, es también una ausencia de virtudes cardinales. La doctrina de la caída es, principalmente, un conocimiento tanto del bien como del mal. Aquí se plantea uno de los grandes callejones sin salida de la modernidad que advierte Chesterton: la evasión constante ante una idea consistente de "lo bueno", asunto que conduce rápidamente a otra remarcable tendencia del progresismo moderno identificada por nuestro autor.

Así como el Bartleby, de Hermann Menville, su contemporaneidad política parece no querer decidir qué es lo bueno y considera bueno no decidirlo. En lugar de apuntalar ideales claros, abusa de sustitutos evasivos, indefinidos y superficiales. Señala el autor que interminables ríos de tinta se derraman para hablar de la libertad, el progreso o la educación; pero como un animal asustadizo, el intelectual y el político profesional rehúyen de hablar de algo que pueda ser considerado sin ambivalencia alguna "lo bueno", un modelo en el que sea posible creer firmemente. En última instancia, Chesterton sugiere que se pretende legar, en nombre del librepensamiento, la indefinición a las generaciones futuras, negando para el presente aquello que ni siquiera se intenta definir de cara al futuro (1908a, pp. 23-25).

El caso del progreso es paradigmático. Chesterton lo define como un comparativo que carece de un superlativo determinado. De manera que le resulta ridículo oponerlo a ideales bien definidos, ya que para poder sugerir la idea de que hay un cierto progreso son precisos una referencia, un credo definido y un cierto código moral. El progreso indica siempre una cierta dirección, sin ella se anula a sí mismo. En realidad, solo puede tener sentido para creyentes rígidos que viven en épocas de fe (1908a, p. 27).

Asimismo, la evasión en la definición de un ideal fijo tiene para Chesterton causas y consecuencias fuertemente conservadoras y hasta reaccionarias: la ausencia de un ideal moral para la acción conduce, en principio, a un paradójico frenesí tan quietista como indiferente. Recuerda el autor que en la historia de Inglaterra hubo una época en la que los radicales eran firmes y constantes, es decir, eran sabiamente "conservadores". Efectivamente, asegura, los grandes impulsores del progreso no fueron nunca las muchedumbres, sino los aristócratas: estos últimos tendrían hábitos así como los tienen también los animales; mientras que las multitudes, por su lado, se encontrarían aferradas a costumbres. Así, deduce que la aristocracia es por naturaleza enemiga de cualquier tradición: venera la moda; se aburre con su pasado y presente: anhela hambrienta el futuro. Su negocio es ser siempre modernos para mantener su lugar: estos los puede llevar de ser duques a ser colectivistas en un parpadeo, sin perjuicio de perder su poder económico y social (1910, pp. 68-69). La ideología del progreso y de la supervivencia de los más adaptados serán respectivamente la eterna bandera y la estrategia vital para perpetuar la dominación aristocrática.

En su contemporaneidad política, Chesterton se encuentra con que las filosofías "revolucionarias" no se esfuerzan por establecer y estabilizar una tradición. Siguiendo de cerca sus reflexiones, la "emancipación del pensamiento", ese brincar de filosofía en filosofía sin ninguna dirección establecida, resulta la mejor garantía contra la emancipación misma, de manera que la literatura revolucionaria termina por amansar, por dejar en pie las instituciones que denuncia, agotando cualquier posibilidad de reforma al consolar tranquilizadoramente la conciencia del revolucionario: si las ideas en las que los hombres dicen creer se agitan y desvanecen constantemente, las instituciones permanecen ilesas, ya que ningún ideal dura lo suficiente como para realizarse aunque sea de forma parcial. Por el contrario, si la visión celestial permanece constante, se inicia la posibilidad de que cambie la vida en la tierra. Una de las hipótesis centrales de Chesterton es que empuñando la bandera del librepensamiento se terminó de agotar la libertad de pensar cuando se puso en duda la misma existencia y la necesidad del "hombre común": el único capaz de acción, ese "animal que hace dogmas" (1905, p. 286).

Contrariamente a la apertura a esta posibilidad, el progreso contemporáneo se construyó intelectualmente sobre la base de una necesidad de romper límites. En vez de alcanzar convicciones cada vez más firmes que aspiren a ser verdaderas -la única forma racional de señalar el camino hacia un progreso real según Chesterton, esto es, la ortodoxia-, lo que gobernaría la idea de progreso es el oxímoron de que el hombre es demasiado inteligente para creer en algo (p. 215), empujándolo a retroceder hacia el modo de vida del animal errabundo y la hierba inconsciente (p. 216). Por esto una filosofía relativista como la de Shaw le proporciona a Chesterton la imagen espeluznante de una escena quietista, desesperada y sin mayor anhelo que la superación del único hombre conocido, sin importar si esto supone su propia autodestrucción o la de su mundo. Que la regla de oro sea que no hay regla de oro es, antes que una infinita posibilidad creativa, es un nuevo grillete para el hombre que quiere hacer leyes para ser libre o para el filósofo que quiere hacer generalizaciones (p. 46).

Sujeta a la banalidad del cambio permanente de objetivos últimos, la vida humana se confiesa estrecha y dura. Las pruebas que opone el ansia de perfeccionamiento son alteradas sin buscar superarlas. Cambiar el modelo en vez del modo de alcanzarlo no permite pensar coherentemente en progreso alguno, en ningún avance o mejora concreta. El ideal de cambio constante se resiste al flirteo del progresista y permanece inmutable: impide progresar a cualquier progreso (1908a, p. 61).

Ortodoxia y revolución: el ideal de progreso deseable y sus posibilidades teológicas y políticas

There is only one really startling thing to be done with
the ideal, and that is to do it.
Men have not got tired of Christianity; they have never
found enough Christianity to get tired of. Men have never
wearied of political justice; they have wearied
of waiting for it.

G. K. Chesterton, What's Wrong with the World

Desde el comienzo, las reflexiones de Chesterton van abiertamente a contramano del materialismo de Wells o Shaw. Si para estos autores todo es importante a excepción del todo, las afirmaciones de Chesterton tienen, por el contrario, al universo como objeto de interés (1905, p. 11). La búsqueda de la verdad cósmica no puede ser un absurdo, sino la piedra angular del pensamiento, aquella sobre la que operan despectivamente los prejuicios de quienes se pretenden "liberales". Esta búsqueda tiene alcances sumamente prácticos y relevantes para Chesterton. Según se deduce de su crítica a Wells, afirmar lo contrario basándose en que las verdades son algo mutable, impreciso e inseguro amenaza las posibilidades de la filosofía misma (1905, pp. 12 y 60). Pero no se trata solo de la posibilidad del conocimiento, sino de la libertad (como hemos visto en el apartado anterior): generalizar e idealizar no pueden ser por sí mismas actividades que hablen de la debilidad de un pueblo o una época, como pretende el frío y rudo materialista. Por el contrario, pensar en los fines en lugar de quedarse atascado intelectualmente en los procesos es una necesidad moral, lógica y práctica para cualquier subjetividad colectiva o individual apegada a la vida y consciente de su fragilidad.

La política de la Antigüedad, y en parte la política anterior a la segunda mitad del siglo XIX, aún se caracterizaba por intentar alcanzar utopías y desestimar los procesos por medio de los cuales las lograría llevar adelante, siendo estas últimas preocupaciones simplemente secundarias. Pero observa Chesterton que, desde entonces, los ideales generales han sido expulsados de la política y sustituidos por ciertas descripciones sobre la realidad inmediata, a menudo descripciones inconsistentes, que obtienen su legitimidad pragmática del mero hecho de estar refiriéndose a situaciones más o menos cercanas en el tiempo (1905, p. 191).

La política contemporánea a Chesterton, según sus propias palabras, ha relegado los ideales generales para reemplazarlos por el grito qua-si maniaco de la eficiencia (1905, p. 13). Esta forma de la política por la política, "liberada" de cualquier condicionamiento moral, más que impulsar un renovado vigor creativo para encarar los asuntos humanos, se habría ocupado de amedrentar la posibilidad de acción política en su ferviente rechazo a las grandes teorías y en su deliberado apego a nuevos dogmas (p. 228), por ejemplo, el de los datos (que ante los ojos de Chesterton por novedoso no resulta menos dogmático, ni reclama menos permanencia que el de la venida del Juicio Final). La política por la política misma, la política desarraigada, es una serpiente que se come la cola, la imagen de un reptil en autodestrucción eterna, una frivolidad, una avanzada de la política de medios, cuya superioridad -desde un punto de vista práctico- sobre una política de fines o ideales generales sería completamente falsa. Solo un razonamiento tosco podría indicar que la política puede llegar a ser una meta de la eficiencia; solo un pensamiento que roza el ridículo podría afirmar que la eficiencia, un objetivo absolutamente instrumental, es una meta propiamente política. La amoralidad en el arte regio reclamó para sí una plena libertad creativa para realizar algo nuevo y grandioso, pero su legado es sombrío, vacío y absurdo.

Chesterton plantea en Orthodoxy ciertos requisitos mínimos como puntos de partida para la posibilidad de un ideal de progreso que sea razonable y armónico con la ortodoxia cristiana. En primer lugar, plantea la necesidad de fe para la vida y para lograr su mejoramiento en este mundo. En segundo lugar, una cierta dosis de insatisfacción con el estado de cosas como estímulo para llegar a alcanzar alguna satisfacción posterior. Y, en tercer lugar, la necesidad de lograr un equilibrio entre satisfacción e insatisfacción que no llame a tolerar lo intolerable y lo doloroso con la sonrisa inmóvil del estoico o con el cinismo infructuoso y cruel del realismo pragmático (1908a, p. 186). "Necesitamos ser felices en esta tierra de maravillas sin encontrarnos simplemente cómodos siquiera una sola vez. Esta es la proeza de mi credo" (p. 14).

Los elementos fundamentales que subyacen a su perspectiva serán, como no podría ser de otra manera, dogmas de la cristiandad: la doctrina de la caída y el dogma del pecado original.4 En esta segunda parte se indaga la posibilidad de reconstruir una filosofía práctica de la ortodoxia cristiana, una teoría del progreso que le corresponda y considerar aquello que el autor entiende como aspectos democráticos de las doctrinas citadas.

Antes que nada, si se presenta como necesario un ideal de progreso, es preciso determinar de dónde obtenerlo y cómo debe ser este para que sea efectivamente posible, tal como se deduce del apartado anterior. Chesterton encontrará en el Edén su primera inspiración, su primerísima visión utópica. Como Francisco de Asís, caracteriza la naturaleza como una hermana, una joven y danzarina hermana, pero nunca como a una madre, tal como la consideraron el panteísmo y el evolucionismo: jamás como una autoridad a la que haya que imitar, sino más bien como a una fuente de admiración (1908a, p. 205). El evolucionismo que Chesterton critica exige antropomorfizar al tigre para ponerlo en pie de igualdad al hombre o bestializar al hombre para ponerlo en pie de igualdad al tigre. Siendo que la naturaleza no prodiga una norma de conducta como la que da la religión, Chesterton retoma su visión del Edén. Retornando al origen, el recuerdo regresa como una norma y un criterio, y no como un mero proceso (biológico o histórico) a partir del cual justificar un ingenuo sentimentalismo o una incesante brutalidad entre los hombres (p. 205).

La apuesta de Chesterton sobre la posibilidad de un progreso en la vida humana es la de considerar el mundo una fuente de materiales para acercarse, lenta pero seguramente, a la realización de una visión fija de lo bueno, lo que implica estar tan enamorado del mundo como de lo que se quiere que él sea (pp. 192-193). Estas mejoras solo pueden lograrse mediante la acción humana, de manera que cualquier teoría que comprende la evolución como un desenvolvimiento automático carecería de sentido, siendo tan solo una justificación de la pereza y una convalidación del status quo.

A su vez, el esfuerzo de los hombres por adelantarse en ese camino hacia la perfección tampoco puede ser sustentado en una apología de los meros medios que desdeñe los fines, ya que esto pondría al progreso como fin y no como resultado, tampoco en una idealización de la bondad del hombre sin que medie una constante vigilancia sobre su corruptibilidad natural. Sobre este último problema será determinante: la debilidad de cualquier utopía reside justamente en considerar superada la maldad humana, el egoísmo de los hombres, y luego avanzar en descripciones y sempiternos debates sobre algo tan secundario como la forma que debería adoptar la organización de esa vida común que se busca alcanzar. Considerar la naturaleza caída del hombre como punto de partida robustecería el porvenir de la realización de cualquier utopía mundana (1905, p. 59). Más aún, para que pueda haber algún progreso, es necesaria alguna posibilidad de reforma, tener presente que el hombre pende de un hilo, antes de saberlo salvado o insalvable.

En contraposición a las corrientes que Chesterton critica, el ideal de progreso posible debe exhibir un modelo ya fijado, un camino que indique con certeza estar llenando de justicia y perdón al mundo y permanecer abierto al cambio cada vez que este sea necesario para mantener la mira en el modelo que se va a seguir (en lugar de un cambio constante de modelo). Así, ninguna tendencia hacia el progreso es tal si impide sublevarse contra la injusticia, si da la paz de los cementerios. Si este avance hacia a "lo mejor" es lento, primero que nada debe sustentarse en ciertos hechos; pero si tan solo justifica el quietismo ante lo injusto, entonces no es ningún avance, ya que su finalidad se ha empezado a corromper. Solo un principio eterno puede undamentar la capacidad de resistencia y sublevación. El origen debe permanecer ileso para que el futuro pueda ser alterado mediante reformas en el presente: de este modo ni los hábitos, ni las necesidades históricas, ni la ley positiva, podrán socavar el ideal protector. En este sentido, para el ortodoxo siempre está abierta la posibilidad de la revolución, ya que ningún acontecimiento, tendencia o persona puede hacer que la opresión sea considerada libertad, que la injusticia sea tomada por justa y la corrupción sea llamada virtud. La filosofía chestertoniana exige el respeto de la autoridad de la ley para que un hombre pueda sentirse libre al obedecer. Pero también necesita esta autoridad para que pueda sentirse libre al desobedecerle y declararse rebelde contra el conformismo y la infalibilidad humana.5

Asimismo, el impulso para transitar el desigual camino hacia una ciudad de virtudes, rectitud, y paz, no puede ser extraído del impersonal mecanicismo evolucionista. Chesterton encontrará en el personalismo (de Dios, la Iglesia y el Hombre) la base para comprender al mundo como una obra de arte compleja, producto de una mente personal, así como a la acción política como un producto de la inteligencia humana, hecha a imagen y semejanza de la inteligencia divina (1908a, pp. 59 y 115).

La utopía mundana sería, de este modo, tan necesaria como sujeta a la "caída". En contra de aquello que cualquier teoría progresista supone, no hay posibilidad racional de concebir un mejoramiento automático de la vida en común. Al partir de la doctrina de la caída del hombre, Chesterton afirma que cualquier utopía política exige una vigilancia permanente: la posibilidad de "caer" de ella es siempre un peligro inminente. Es más, suponer un mejoramiento automático es más bien un plan funcional al conservadurismo más radical: es preciso, por el contrario, suponer un empeoramiento incondicionado de las instituciones y evaluarlas con base en el modelo inicial (1908a, p. 210). El camino del progreso posible, el camino desde el Edén hacia la Nueva Jerusalén, no puede ser representado con una recta ascendente que une dos puntos: es la historia interrumpida e irruptiva de una aventura cuyo final permanece misteriosamente abierto.

En este sentido, Chesterton define al ortodoxo como alguien capaz de llevar a cabo una revolución permanente, una sagrada y necesaria "revolución eterna". La idea de abandonar las cosas a su propia suerte, como si estas fueran presas de tendencias ciegas hacia su mejoramiento o, peor aún, como si permanecieran de este modo iguales a sí mismas, no haría otra cosa que abonar el peor conservadurismo posible. Ahora bien, Chesterton es sumamente preciso al respecto: no todas las instituciones merecen esta vigilancia perpetua. La monarquía y la religión representan para el Occidente moderno las viejas cadenas contra las que la Ilustración se las debió ver oportunamente. Pero continuar esforzándose en denunciar sus defectos parece, más que una gesta emancipatoria, una pérdida de tiempo o un consuelo tranquilizador. Lo cierto es que ya a principios del siglo XX ninguna de estas instituciones tiene el suficiente poder como para que merezcan semejante atención; solo aquellas instituciones que tienen la capacidad efectiva para manipular y oprimir a los que menos tienen, estas nuevas cadenas demasiado nuevas como para ser consideradas tales, son las que deberían estar bajo constante vigilancia y, principalmente, vigilancia popular: la prensa y el capital (1908a, p. 212).

Por último, y siguiendo de cerca el espíritu de las argumentaciones hasta aquí esgrimidas, en la utopía chestertoniana aparece como especialmente necesaria la existencia de la autoridad de la ley, por dos simples razones fundamentales. En primer lugar, la anarquía no obliga a nada, haciendo de cualquier aventura humana un tedioso sinsentido. Sin ley es imposible declararse fiel o rebelde mediante la acción; sin compromisos los premios y castigos, los riesgos y satisfacciones del desafío que implica cualquier empresa humana, se desvanecerían. Si las obligaciones no son reales, no hay utopía posible y la utopía posible es un artículo fundamental para la filosofía y teología de Chesterton (1908a, pp. 225-227). En segundo lugar, las reglas fijas y los dogmas claros permiten proteger a los más débiles mientras que el dejar en libertad a los poderosos es habilitar la oportunidad de que todo el mundo sea planificado en su propio beneficio (p. 260).

Es cierto que en un principio Chesterton insiste en la necesidad de estar alerta sobre la posibilidad de recaer permanentemente desde las propias utopías, partiendo desde un argumento teológico. Pero, como se revela luego, su argumentación también está políticamente dirigida a exhortar cómo los regímenes políticos populares contemporáneos, las democracias de masas, pueden devenir y devienen opresivos. La consagrada opinión pública, dice el autor, está manufacturada por la prensa: es un instrumento de los ricos, de los nuevos tiranos. En lugar de censurar los regímenes populares, el autor llama a vigilarlos para evitar que se tornen (cada vez más) oligárquicos y abusivos. Su teoría del progreso amparada en el dogma del pecado original exige observar que los privilegios no devengan abusos, que nada concebido como un bien degenere en un mal: "Si lo que queremos es destronar al próspero opresor, no podemos hacerlo con la nueva doctrina de la perfectibilidad humana; solo podemos hacerlo con la vieja doctrina del Pecado Original (p. 259).

El capitalista y el editor, amparados en la libertad de prensa, buscarán convencer a sus lectores de que es fundamental luchar contra la censura, como en la era absolutista; en cambio, Chesterton apunta sus cañones contra la censura que ejerce impunemente la prensa misma (p. 212).

Las virtudes irracionales del cristianismo y la democracia como aventura mística de los humildes

In all truly Christian philosophy man is a "pilgrim on earth," and
this fact alone separates it from our own historical consciousness.
Hannah Arendt, History and Immortality

Como se puede advertir, la posibilidad política, filosófica y teológica de un progreso racional y armónico con la ortodoxia cristiana configura una visión holística que establece un modo de concebir la acción humana, así como el carácter de las instituciones que esta da a lugar. En este sentido, además de indicar que las costumbres, las leyes y los valores deben entonces confrontar con los fundamentos de esta búsqueda de lo mejor, no escapa a sus aspiraciones el determinar cuáles deben ser las virtudes cardinales para la acción.

En principio, podemos afirmar que son tres las virtudes que, según Chesterton, "ha creado" el cristianismo y que entiende pueden guiar la vida en común hacia la felicidad: la fe, la esperanza y la caridad. El mundo pagano estableció racionalmente otras dos: la justicia y la templanza, incorporadas por el cristianismo. Nuestro autor, sin embargo, caracteriza estas últimas como virtudes necesarias, pero tristes. Las virtudes de la gracia han de ser alegres, exuberantes, irracionales. Este carácter irracional, cabe ser aclarado, no las opone a la razón sino, por el contrario, a una cierta racionalidad: la del moderno idealismo egoísta (1901, p. 97). Su particularidad se encuentra en que sus cimientos son radicalmente paradójicos en contraposición a aquellos de las virtudes paganas o racionales (1905, p. 120).

La caridad, el amor, es la capacidad de perdonar lo imperdonable, de defender lo indefendible. Chesterton da un claro ejemplo, dice que lo justo es dar a cada hombre lo que merece. Pues bien, lo caritativo es dar a quien no tiene méritos para merecerlo. La esperanza es la capacidad de esperar lo mejor en momentos desesperados, de guardar un resquicio de alegría, aun en medio de la catástrofe. Por último, la fe es la capacidad de creer en lo increíble, aquella que es más rechazada en el ambiente moderno por su carácter paradójico, irracional, pero que, como se advierte, no es menos paradójica ni mística que las otras dos anteriores. La insistencia de Chesterton es que este carácter paradójico las torna virtudes prácticas. En medio del desastre se necesita un pueblo con esperanza para poder salir adelante; es en una sociedad egoísta, que considera racional perseguir solo los propios intereses, que se necesita un tipo humano que piense que lo correcto es darle al que nada puede hacer por sí mismo, más que morir de hambre; es en un mundo de escépticos y nihilistas que dudan hasta de su propia existencia que se precisan hombres que crean en mundos mejores por los que valga la pena luchar una vida entera.

Por medio de estas tres virtudes místicas es posible acercarse a una cuarta, relevante para Chesterton como las anteriores: la humildad. La fe es, si es fe en lo increíble; la esperanza desdeña los obstáculos del destino; el amor o caritas, virtud preeminente (1 Cor 13: 13; Mt 22: 37-39; Jn 15: 12), no es amor si no es al prójimo que nos elige para ser amado sin pedir permiso. Pero la racionalidad aquí expuesta exige a los hombres no solo fe, amor y esperanza, sino prudencia, respeto, arrebato, energía y, sobre todo, humildad (Chesterton, 1905, p. 123).

Para reconocer la belleza de la vida, sostiene el autor, es necesaria una dosis de asombro y deslumbramiento que permita encontrar en cada rostro un milagro en acción, una maravilla. Este asombro, ausente entre los proponentes de la moderna filosofía de la autoafirmación y la autoestima (1901, p. 98), solo puede ser tal para quien comprende la oscuridad primaria, el no ser, lo sorprendente e instantáneo del relámpago (1905, p. 125). Pero también es necesaria una dosis de seguridad, alegría, altivez y arrogancia para enfrentar, resistir y desafiar al miedo. El literario personaje del cuento de hadas medieval que enfrenta el miedo y vence a los dragones por amor a su princesa es el ejemplo que da Chesterton de este ideal en acción. La humildad sería entonces necesaria para concebir que exista algo trascendente por lo que fuera digno sobreponerse a condiciones desventajosas en fuerza y poder. Es una verdadera hacha de combate, pero no para cualquiera sino solo accesible para aquellos capaces de valentía.

El mundo moderno se ha regodeado del culto de la fuerza y del héroe, del gran hombre: César o Napoleón. Esto en principio responde, según Chesterton, a que nuestro tiempo es el de hombres que no confían en sí mismos, que no confían en el hombre común: una época profundamente antidemocrática (1905, p. 202). El culto del héroe correspondería a épocas en las que ningún hombre se siente capaz de ser él mismo un héroe. El mundo moderno se encuentra, entonces, del lado de los dragones y de los gigantes, en el lugar más mezquino y confortable, en el lugar de los cobardes (p. 64). La superioridad es igualada a la mera fuerza; la debilidad, al sentimentalismo. Aquiles era un héroe antiguo: lloraba y masacraba ejércitos por el dolor que le produjo la muerte de su amigo (p. 66), un espécimen muy distinto del insensible y frío superhombre que se alza sobre eternidades desoladas (1901, p. 104). El ortodoxo cristiano está en condiciones de exaltar amorosamente al desterrado y al crucificado, porque su dios verdadero no es un sabio o un héroe, sino un desterrado y un crucificado (1908a, p. 260). La pregunta que plantea entonces el autor es: ¿no hay en toda esta charlatanería de la superioridad de los fuertes o la fuerza una necesidad de rebajar al hombre mismo tal y como es? Retomando lo antes dicho, se trata de ensalzar a los fuertes y tomarlos como valientes sin ser consciente de esta enorme paradoja de consecuencias puramente prácticas: solo los débiles pueden ser valientes cuando llegue el momento apremiante (1905, p. 64).

Chesterton ensaya una ferviente defensa de los débiles al realizar la crítica del The Food of the Gods de Wells en su Heretics. Nuestro autor encuentra que la novela de Wells es el reverso moderno de la leyenda folclórica inglesa Jack the Giant Killer. En este último relato, ambientado en la época del rey Arturo, Jack, un humilde granjero al que no le tiembla el pulso a la hora de levantar su picota para matar al enorme Cormoran, es un defensor de los modelos humanos duraderos, muy poco conmovido por lo gigantesco de los gigantes: lo que a él realmente interesa es si se encuentra ante gigantes buenos o descorazonados. Por el contrario, en The Food of the Gods, Wells pone al gigante como una víctima del hombre común, colocando un ladrillo más en el "hereje" culto de los "pequeños césares" (1905, p. 64). Una vez más, Chesterton sostiene que la defensa del débil y del derrotado está lejos del sentimentalismo inútil que se le atribuye en la modernidad: es una oposición vigorosa al status quo, un "esfuerzo constante por alterar el equilibrio existente, ese desafío prematuro al poderoso, [que] es toda la naturaleza y el secreto más íntimo de la aventura psicológica llamada hombre" (p. 90).

El lector atento advertirá que el Antiguo Testamento le ofrece a Chesterton una sólida referencia al respecto, pero que en realidad jamás es citada por el autor: la historia de David y Goliat (1 S 16: 7.17; 17: 4.51).

En el texto bíblico, Yahveh le encomienda a Samuel ir en búsqueda del nuevo rey de Israel, y para eso lo envía a Belén, a la casa de Isaí, ya que entre sus hijos encontraría al futuro gobernante. Mas cuando Samuel creyó que Eliab era el adecuado por su aspecto, Yahveh le respondió: "No mires su apariencia ni su gran estatura, pues yo le he descartado. La mirada de Dios no es como la mirada del hombre, pues el hombre mira las apariencias, pero Yahveh mira el corazón" (1 S 16: 7). Así como Yahveh deshecha la mera fuerza física, para Chesterton la fuerza del hombre proviene de su disponerse al desafío, de "desdeñar la fuerza", pues "la esperanza desesperada no solo es una esperanza real, es la única esperanza de la humanidad" (1905, p. 67).

Cuando el filisteo Goliat, con sus casi tres metros, desafió a Israel a que le ofreciere un guerrero para que mediante un duelo se determinara qué nación sería ama y cuál sierva, fue el menor de los hijos del viejo Isaí, el joven pastor David, el que rompió con cuarenta días de cobardía del ejército de Israel y se dispuso al combate, no sin provocar la ira de su pavoroso hermano Eliab. Su victoria sobre el gigante es historia conocida.

Esta introducción permite avanzar hacia el momento en que Chesterton se encamina hacia sus principales reflexiones sobre la democracia, retornando hacia algunos de los temas citados, junto con otros que aún no se han tomado completamente en consideración.

Como hemos visto hasta el momento, la herejía política en la que lo coloca su ortodoxia cristiana le permite denunciar con agudeza la perversión de la explotación capitalista; el racismo y darwinismo social como política de un moderno Estado xenófobo y plutocrático; la estigmatización de la pobreza por medio de las progresistas ideologías políticas de vanguardia, la ciencia social y el periodismo; el disciplinamiento político y social ejercido mediante la prensa libre; la convalidación del status quo, resultado de las operaciones discursivas del progresismo, el historicismo, el evolucionismo, las teorías de la autorregulación social y las utopías ingenuas; la sustitución de la política de ideales por la política eficientista; asimismo, elaborar una defensa de los débiles y derrotados como motor, ya no del mero cambio, sino del mejoramiento de la humanidad; emprender la búsqueda incesante de renovar la confianza en el hombre común.

Al recuperar algunas de las críticas que vimos al inicio del trabajo, la ortodoxia resulta una extraordinaria arma para discutir los privilegios de los bien nutridos y educados y los razonamientos excluyentes del conservadurismo y socialismo de la época (1910, pp. 61-78), sobre todo cuando estas corrientes dan por sentado que la pobreza es una privación tal que degrada física y moralmente a los hombres, mujeres y niños sin recursos materiales (1908a, p. 214).

En un registro similar, buena parte de la ciencia social de la época insiste en que si se elimina la pobreza o cambia el medio ambiente en la que esta se perpetúa, es posible eliminar también el vicio y la maldad instalados en la sociedad. Chesterton no tarda en advertir lo que entiende como un sesgo profundamente oligárquico en estas ideas y las consecuencias políticas que podrían acarrear: mientras los pobres mejoran su posición social y aumentan consecuentemente sus niveles de instrucción, será mejor que no participen plenamente de la vida política de la comunidad. Parece obvio que si estas teorías que hacen de las condiciones de vida un determinante de la bondad y la aptitud política de los hombres son tan ciertas como lo sostienen sus "demócratas" impulsores, no menos cierto es que sería más sincero entregar el gobierno a quienes respiran todo el aire puro de la nación y entonces establecer sin rodeos un gobierno exclusivamente reservado a la aristocracia económica e intelectual (1908a, p. 215).

La perspectiva cristiana de Chesterton lo lleva a rechazar estas teorías aristocratizantes: el mal no se localizaría en el pobre o en su contexto; el mal estaría en el hombre mismo, en su naturaleza caída. Toda clase social puede ser sobornable, de manera que confiar al rico el gobierno es un acto resueltamente anticristiano y, como veremos, no solo porque la maldad y la corruptibilidad no puedan ser reducidos a fenómenos de "clase".

Chesterton polemiza con el pensamiento aristocrático -del que hace gala, entre otros, Thomas Carlyle-, que trata a las mayorías como a tontos, y lo contrapone con un realismo cristiano que, según él mismo, trata como tontos a todos sin hacer diferencias de ningún tipo: el potencial igualitarismo presente en el dogma del pecado original consiste en afirmar que todos los peligros morales afectan por igual a la humanidad entera; todos los hombres son potenciales héroes o criminales (1901, p. 6; 1905, p. 127).

Por otra parte, Chesterton se mantiene fiel al Evangelio de Mateo, aquel en el que Jesús establece que el rico no solo no es puro, sino que no merece ninguna confianza moral y, por lo tanto, su entrada al reino celestial está comprometida (Mt 19: 24). Los partidos políticos modernos, la prensa o los empresarios habrían buscado imponer la idea contraria: el ambiente de la riqueza otorga mejores condiciones para la formación de líderes gobernantes. Aún más: el rico, como no necesita enriquecerse más, es insobornable. Sin embargo, Chesterton señala que el rico, desde que se encuentra en esta posición, ya ha sido sobornado y corrompido espiritualmente, políticamente y financieramente (1908a, p. 217). Desde este punto de vista, la aristocracia no sería un régimen entre otros, sino un pecado venal (p. 220); es la forma en la que se organiza una casta para infligir sobre otros lo que ella misma no padece (1905, p. 207). El mal, en última instancia, estaría en el hombre y si hubiera un ambiente peligroso, sería en todo caso el de la riqueza.

Para Chesterton el antidemocratismo de la época atraviesa todas las instituciones, se concentra siempre en remarcar las faltas de los pobres e ignorantes y relativiza las de los instruidos, cargando sobre el alcoholismo del menesteroso y celebrando la soberbia del pequeño César de turno (1905, p. 206). Atento a esto, nuestro autor señala que este ethos antidemocrático se hace presente cada vez que, al elaborar una política pública, aparece como pregunta "qué hacer con los pobres" y nunca "qué deberían hacer ellos con nosotros"; o bien qué leyes deberíamos hacer en lugar de cuáles deberíamos obedecer (1905, p. 275). Incluso en el mundo religioso, cuando se llama a "elevar al pobre" de una presunta inferioridad, o en el ambiente científico, cuando la ciencia social en su afán de explicar la pobreza toma al pobre ya no como a un hombre o una mujer sin recursos económicos, sino más bien como a "un pulpo o a un lagarto" (pp. 206 y 207).

Ahora bien, hasta ahora se ha tratado la relación entre cristianismo y democracia por medio de una cierta mediación discursiva entre antidemocratismo y anticristianismo. Se han expuesto algunas consecuencias políticas de los dogmas cristianos y de sus contrarios. Sin embargo, no ha surgido una definición precisa de la democracia como tal. Lo cierto es que no sería cabal emprender la búsqueda de esta definición desde un punto de vista tal que no incorpore la teología cristiana.

Por intermedio de algunas afirmaciones que sostiene el autor en Heretics, podemos saber qué no es democracia para él: no es filantropía, no es altruismo, no es reforma social. Pero también podemos leer lo qué sí es: no se funda en la piedad por el hombre común, sino en la reverencia o el temor a este. En este sentido, el sueño de la democracia sería el de una nación de reyes (1905, pp. 201 y 202). Este principio lleva a Chesterton a afirmar que, por fuera de una república genuina, lo más democrático del mundo sería el despotismo hereditario, ya que este no está fundado en ninguna aptitud. Esta es la afirmación más contundente de "que cualquier hombre puede gobernar", pues "el despotismo irracional es siempre democrático, porque es el hombre común entronizado" (p. 202). Por el contrario, el cesarismo o el despotismo del líder ilustrado, típico del culto del héroe excepcional, sería su antagonista: "porque eso significa que los hombres eligen un representante, no porque los representa sino porque no los representa" (p. 202). Pero, para remitirse más específicamente a las pocas ocasiones en las que Chesterton ensaya una definición de la democracia, es necesario apegarse a su propia letra. Existen en su obra dos definiciones fundamentales.

La primera se encuentra en Orthodoxy. Allí, unos párrafos antes, cuenta Chesterton cómo, desde muy joven, los hombres de negocios intentaron convencerlo de que los ideales serían cosa de la juventud y que con la entrada en los años de madurez se tiende a confiar cada vez más en la política práctica o "realista". Nuestro autor confiesa haber transitado exactamente el camino opuesto: con los años ha perdido su poca confianza en la política práctica para abrazar con un fervor cada vez mayor sus ideales.

A la hora de explicar lo que entiende como los principios elementales de la democracia, sostiene que el primero de ellos es la preeminencia de aquello que sería común a todos los hombres, la extraordinaria superioridad de lo ordinario sobre lo extraordinario. El hombre como fenómeno se le aparece mucho más milagroso que la idea misma de civilización. Seguido de esto, escribe: "El primer principio elemental de la democracia es este: las cosas esenciales a los hombres son aquellas que estos mantienen en común, no aquellas que los separan" (1908a, p. 81). De este primer principio deriva un segundo: "El instinto o deseo político es una de esas cosas que los hombres mantienen en común" (p. 81).

El gobierno propiamente democrático poco tendría que ver con una técnica de ejecución perfecta como la de las artes y las ciencias. Nada tendría en común con un método, sino más bien con el resultado experimental y particular que encuentra al esfuerzo común de los hombres para alcanzar sus anhelos. El instinto político sería por principio un instinto democrático.

Pero no bastan las filosofías políticas ni las instituciones democráticas para que la democracia sea tal. La democracia es algo que no debería ser hecho para el pueblo, sino por él mismo y para poder hacerlo así necesitaría a su vez de una emoción democrática, una emoción tan grande como la que produciría el milagro del nacimiento de cada uno de los hombres y el misterio de su finitud (1908a, pp. 107, 192, 278 y 279; 1910, p. 188). Esta emoción necesitaría tanto del asombro sobre el que discurrimos páginas atrás como de la consciencia de que cada nacimiento puede ser el último. Francisco de Asís y Walt Whitman son hombres en los que Chesterton encuentra esta emoción a flor de piel (1905, p. 205).

El gobierno democrático no sería, entonces, empresa de los expertos, esa ola novedosa y gradual de especialistas que se impone sobre el hombre común y que va desde los ballets profesionalizados que reemplazan la danza popular de las comunidades primitivas hasta los economistas y científicos -que se preciarían de ser expertos para enmascarar su incapacidad para hacer generalizaciones- con pretensiones de tiranuelos que contrastan con el santo medieval sin instrucción que daba consejos de gobierno al noble en el Medioevo (1905, pp. 172, 173 y 206). En su obra Heretics, dirá explícitamente que "el experto es más aristocrático que el aristócrata", ya que el primero exige que se le reconozca su "vivir bien"; mientras que el segundo busca reconocimiento por medio de su consagrado "saber más" (p. 172). En este sentido, afirma que "en suma, la fe democrática es esto mismo: que las cosas más terriblemente importantes deben concedérseles a los hombres ordinarios -el emparejamiento entre los sexos, la educación de los jóvenes, las leyes del estado. Esto es lo que la democracia es y es en lo que siempre he creído" (1908a, p. 82).

El vínculo entre esta afirmación de la democracia y la ortodoxia cristiana aparece en una segunda y conclusiva definición fundamental que se deriva coherentemente de la apología de las virtudes de la gracia antes expuesta: la democracia es una aventura mística. Incluso, la maquinaria electoral sería una práctica profundamente cristiana: a través de ella se obtiene la opinión de aquellos que serían demasiado modestos como para ofrecerla de otro modo. La apuesta de la democracia "es fiarse especialmente en quienes no se fían de sí mismos" (1905, pp. 219 y 220). Hasta aquí había quedado claro que para Chesterton todo hombre es sobornable, ahora también que debe gobernar quien no se cree capaz de hacerlo.

Conclusiones

Littera gesta docet, quid credas allegoria, Moralis quid agas, quo
tendas anagogia.
Augustinus de Dacia, Rotulus pugillaris

Every great literature has always been allegorical -allegorical of
some view of the whole universe. The ' Iliad' is only great because all
life is a battle, the' Odyssey' because all life is a journey, the Book of
Job because all life is a riddle.

G. K. Chesterton, The Defendant

El plan inicial de este trabajo era relacionar las polémicas de Chesterton sobre algunos supuestos de la modernidad política con ciertas reflexiones que constituyen, desde la perspectiva adoptada, un cuerpo disperso pero fértil para pensar una filosofía política de la ortodoxia cristiana. Esta lectura fue realizada tomando como eje conceptual la idea de progreso esgrimida por aquellas corrientes filosóficas y políticas que identifica el autor como dominantes en los dos últimos siglos y reconstruyendo su propuesta de una alternativa sustentada en la teología cristiana.

Desde el principio, formalizar las críticas, así como las propuestas del autor, ha sido (y lo seguirá siendo) un gran desafío debido a su textualidad ensayística, a la ausencia de un cuerpo filosófico sistemático en su obra y a la falta de bibliografía sobre el tema. A pesar de esto, se ha intentado avanzar entre las que pueden ser consideradas, en virtud de los objetivos de este artículo, sus obras principales: Orthodoxy y Heretics, complementando el análisis con otros trabajos ensayísticos, como What's Wrong with the World y algunos escritos menores.

Antes de continuar con las conclusiones se realizan algunas aclaraciones de carácter metodológico. Como se afirmó en el comienzo, Chesterton fue un hombre comprometido con los problemas de su época. Sin embargo, pocos errores serían tan groseros como el de afirmar esto sin más. Su clave de lectura del cristianismo y de la democracia (así como de sus contendientes) poco tenía que ver con un principio hermenéutico anclado en la comprensión de los textos del pasado o del presente. Del mismo modo, sus recurrentes referencias al Medioevo no parecen sugerir, implícita o explícitamente, ningún tipo de apología del retorno a antiguos modos de pensar lo político o lo divino, sino que formaron parte de una estrategia discursiva aleccionadora y correctiva del dogmatismo historicista que buscaba confirmar la superioridad del pensamiento moderno sobre todo esfuerzo intelectual que le fuera anterior. Este es el significado más adecuado para comprender afirmaciones como: "Ante toda vuestra historia levanto mi leyenda prehistórica" (1908a, p. 201), frase evidentemente destinada tanto a la polémica como a la declaración de sus propios principios.

Por consiguiente, en la base de sus escritos no encontraremos un programa comparativo de ciertas ideas políticas o religiosas, situadas históricamente y consideradas según una jerarquía, cuyo orden interno esté organizado a través de su correspondencia con una determinada época. Los principios inalterables que pone en juego el autor trascienden su contexto por medio de intervenciones públicas que asumen el riesgo existencial de elegir, en un momento concreto, lo que el autor entiende como un camino de rectitud o de imperfección.

Por estas razones, como clave de lectura para interpretar sus textos se ha recurrido a una estricta adhesión, dentro de los límites de lo posible, a su mandato hermenéutico. Sin embargo, nada de esto significa que para encontrar una filosofía política cristiana que guarde coherencia dentro la dispersa obra de Chesterton deba limitarse la lectura a la propia letra del autor.

En este último sentido parece adecuado considerar, para avanzar en la interpretación de sus textos mediante una lógica que no le fuera absolutamente extraña (1901, p. 47), la hermenéutica que el catecismo de la Iglesia católica (1993) utiliza para comprender el sentido de la escritura. Esta, en lugar de establecer una dinámica dicotómica entre texto y contexto, distingue y concilia la lectura literal con la lectura espiritual (Catecismo, 1993, pp. 115-118). La primera de estas claves de lectura se basa en la estricta palabra, mientras que la segunda de ellas se basa en el carácter simbólico de los relatos. Esta última, a su vez, se subdivide en tres dimensiones o sentidos: el sentido alegórico (la significación que por medio de Cristo adquieren los acontecimientos), el sentido moral (el valor instructivo de ciertos acontecimientos) y el sentido anagógico (la significación eterna a la que pueden ser conducidas las instituciones humanas). La lectura comprensiva y viva de una posible filosofía política cristiana en la obra de Chesterton exige atender estas cuatro dimensiones.

Como se ha visto, por medio de la doctrina de la caída, Chesterton enuncia el principio de que las instituciones humanas se encuentran expuestas a una interminable degradación. La única barrera temporal con capacidad para dilatar su degeneración progresiva es una auténtica conciencia de esta fragilidad, un conocimiento de la condición humana que solo la religión parecería brindar con suficiencia. Cuando la ruina se muestra como una posibilidad inminente, los esfuerzos humanos para evitarla pueden convertirse una necesidad colectiva. En este sentido, la doctrina de la caída se configura como un impulso para reformar las instituciones y, simultáneamente, como una fuerza restauradora del camino que conduce hacia un modelo superior del que los hombres se alejan infinitamente y al que deben intentar regresar infinitamente. Desde este punto de vista, toda acción política razonable necesita una cierta visión fija de lo bueno, una utopía originaria capaz de proporcionar las virtudes cardinales necesarias para alcanzar la meta deseada; así la acción política en la filosofía de Chesterton está muy lejos de ser una ciega apología de una actividad irreflexiva, de una voluntad vacía de deseo (1905, pp. 17 y 18). En esto consiste la fuerza realista del idealismo de Chesterton: su negación de la perfectibilidad humana exige el protagonismo de los juicios de valor para la vida política de una comunidad, ya que de donde han sido expulsados los ideales se ha expulsado asimismo a la política. Y, precisamente, este es el caso de una comunidad o una época que ha renunciado a definir qué es lo mejor para sí, sea por medio de sustitutos elusivos, sea por medio de la más deliberada indiferencia.

Sin embargo, la acción política no bastaría por sí misma para poner a salvo a la comunidad en cuanto tal: parece preciso establecer una vigilancia popular sobre los instrumentos de los cuerpos aristocráticos, que buscarán, en todo tiempo y lugar, tornar cualquier gobierno en una oligarquía por medio de estrategias adaptativas. Esta última afirmación, como tantas otras, ocupa el lugar de una generalización teórica y no el de una mera referencia de coyuntura política, cuyo fundamento también se desprende del cristianismo: el dogma del pecado original y el rechazo de Cristo a la riqueza, una filosofía radicalmente igualitarista que por su tono antioligárquico parece adquirir un cierto matiz populista. En este sentido, el cristianismo de Chesterton resultaría una apuesta existencial por los débiles y los oprimidos, los únicos a los que reconoce la posibilidad de ser valientes.

Por otro lado, no se podría decir que Chesterton es un "demócrata" por ofrecer un fundamento teológico a una filosofía política que resulta igualitarista y plebeya. Si incorporamos una analítica ontológica básica, es posible advertir la preeminencia originaria del no ser sobre el ser. Sin embargo, esta preeminencia del no ser no implica una afirmación nihilista, sino su contrario: en cuanto modo de concebir la falta de necesidad del ser como la más propia necesidad de Dios y el hombre, Chesterton experimenta ante lo ordinario que es "asombro y deslumbramiento" y le concede así un puesto excepcional y hace finalmente de lo cotidiano existente algo esencialmente milagroso pero solo en la medida en que lo milagroso mismo de lo que es comporta la necesidad del ser que aclara "la oscuridad primaria". Así, cabe comprender al régimen político donde lo milagroso y lo ordinario concurren, aquel en el que el hombre común es temido y reverenciado, en el que el elemento ordinario somete al extraordinario: el régimen democrático. En este sentido, la democracia no es entonces un progreso por sí misma, sino un paso adelante hacia la Nueva Jerusalén, una afirmación del ser y un cierto conocimiento del ser. La democracia no debe ser considerada simplemente un régimen político, sino un modo experimental de conocer al hombre y a la divinidad, una filosofía y una teología.

Los consejos de gobierno de Chesterton no son para un príncipe ni para un partido político: son para el hombre común. Su teoría del progreso posible y sus fundamentos teológicos redundan en un programa abiertamente igualitario y revolucionario. En este sentido, cabe recordar que la relación entre el ortodoxo y la autoridad de la ley no es ni una mera sumisión sin miramientos ni un rechazo radical de cualquier orden establecido. El ortodoxo es un eterno revolucionario, porque su conocimiento de lo correcto y lo incorrecto le permite obedecer la ley para poder ser libre y lo obliga a poner el mundo cabeza abajo cuando este lo aleje de su visión de lo bueno, cuando lo desvíe de su camino de restauración hacia la meta originaria que es principio y final, "el alfa y la omega" (Ap 22: 13).

En la filosofía política de Chesterton, la democracia comparte su estructura existencial con las novelas baratas y la vida humana. Es algo muy distinto a una ciencia o un plan que debería acabar de una determinada manera; más bien se parece a una historieta que siempre continúa y que podría terminar de cualquier modo (1908a, p. 250). Esta condición haría de ella un régimen de libertad radical, una auténtica "aventura mística". La democracia no sería ni una síntesis superadora, ni el último estadio del desarrollo o de una cierta evolución histórica. La democracia sería el régimen de la encrucijada y del relámpago, del peligro y la crisis inmortal (p. 251). Obliga a los hombres a enfrentar su propia libertad en el espejo del instante y no en el de la eternidad; los arroja a pensar qué camino tomar; exige una decisión impostergable e ineludible. Por eso las preguntas por lo bueno y por lo malo, por lo deseable y lo repudiable, por lo justo y lo injusto serían las únicas que merecen ser vividas con la emoción que el autor percibió en Francisco de Asís y en Walt Whitman.

La filosofía política de Chesterton es una unidad literal y espiritual. Su literalidad tiene todo el sentido polémico del lenguaje y los fenómenos políticos, y la comprensión de este sentido tiene tanta relevancia para la teoría política como para la comprensión de su obra. Asimismo, en un sentido espiritual, se puede leer su obra tal como esta se propone leer la política, es decir, al modo que el catolicismo llama a leer las sagradas escrituras: como una alegoría, como un criterio y como una guía para alcanzar una meta final. En cada debate de coyuntura es posible hallar una apuesta que lo trasciende; en cada reflexión existe la posibilidad de poner en juego un criterio ejemplar para la acción; en cada meta propuesta puede estar el camino a la utopía.


Notas

1Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo (1951), aborda con inigualable agudeza la proliferación del darwinismo en la filosofía imperialista británica y encuentra su mayor exponente en el primer ministro Benjamin Disraeli. Al respecto, clara por demás es la propia palabra de Disraeli, citada por Arendt: "... 'solo hay algo que hace a una raza y ese algo es la sangre', y solo hay una aristocracia, la 'aristocracia de la naturaleza', constituida por 'una raza sin mezcla y una organización de primera clase'" (p. 80).
2La traducción de todas las citas de Chesterton son del autor.
3En el conjunto de las teorías historicistas tomadas como objeto de crítica en el plano filosófico se debe considerar especialmente tanto la filosofía de la historia hegeliana como la reivindicación de la potencia revolucionaria de esta, realizada por Friedrich Engels (1886, cap. 1).
4Podríamos incluir también aquí la doctrina del Misterio de la Santa Trinidad. El dogma trinitario es para Chesterton un dogma de libertad (1908a). Es la imagen de la diferencia, la pluralidad y la unidad divina. Mientras que la teología unitaria ofrece un dios solitario, Chesterton arriesga que el dogma de la trinidad nos permite definir a Dios como una sociedad. El dios monoteísta se parece a un rey, pero a un rey oriental; el dios trinitario es, en cambio, una compleja unidad, un consejo viviente donde la libertad y la variedad, la piedad y la justicia, se encuentran "en la recámara más íntima del mundo" (pp. 248 y 249).
5Cabe mencionar aquí el parlamento final del revolucionario Gregory en The Man who was Thursday: "Nosotros, los sublevados, indudablemente discutimos todo tipo de disparates sobre este y aquel crimen del Gobierno. ¡Gran tontería! El único crimen del Gobierno es que gobierna. El pecado imperdonable del poder supremo está en que es supremo. No los maldigo porque sean crueles. No los maldigo (aunque podría hacerlo) porque sean amables. ¡Los maldigo por estar seguros! Están sentados en sus sitiales de piedra y nunca han descendido de ellos" (1908b, p. 277).

Referencias

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