Introducción1
El enfoque de este artículo es proponer una reflexión en torno a la relación entre las emociones y la acción colectiva de alto riesgo.2 Se examinan varias aristas de esta relación, desde una pregunta central: ¿cómo entender el rol de las emociones en la acción colectiva,3 y particularmente la de alto riesgo? Desde esta inquietud, se han elaborado progresivamente unas preguntas adicionales: ¿qué emociones acompañan o caracterizan el militantismo de alto riesgo?; ¿cómo se define la naturaleza del riesgo que conlleva la protesta, y qué implicaciones tiene sobre la noción misma de protesta? Esa reflexión se inscribe en una perspectiva analítica comparada, que orienta nuestra investigación desde hace varios años en torno a las condiciones de movilización en los regímenes híbridos (Massal, 2018).
Aquí se propone examinar el caso colombiano, en un contexto de 'posacuerdo' caracterizado por un frágil proceso de paz, pero también por una violencia social y política históricamente marcada,4 porque se hace preciso repensar las peculiaridades de la acción colectiva de alto riesgo en dicho contexto. Por ende, la reflexión propone examinar la pertinencia y los aportes de la noción de acción colectiva de alto riesgo. El uso de esta noción en Colombia implica tomar en consideración la especificidad del contexto (que se explicita más adelante), pues es diferente del modo en que se ha conceptualizado en otros contextos, lo cual se evidencia en una breve recensión del uso de la noción de alto riesgo, que pone de relieve las características del debate colombiano en torno a la redefinición de esa noción de riesgo. Dentro de este enfoque, se reflexiona sobre el vínculo entre acción de alto riesgo y emociones, en aras a entender qué emociones permiten o acompañan la movilización en situación de riesgo. La revisión de la literatura internacional muestra que los usos más tradicionales del concepto de 'alto riesgo' no parecen del todo adecuados para entender la realidad colombiana, por razones que se explicitarán en la discusión.
Por ende, el examen del caso colombiano es una oportunidad para reflexionar y afinar nuestra comprensión de esa noción. Se pretende mostrar las dificultades para entender la naturaleza del riesgo y, a su vez, evidenciar cómo se entiende la noción misma de protesta tomando en cuenta el riesgo que conlleva el hecho de protestar. Finalmente, se examina el rol de las emociones en la acción colectiva de alto riesgo como un elemento de reflexión en torno a la pregunta: ¿cómo superar el riesgo? Partiendo de una revisión de aportes teóricos y empíricos, principalmente en estudios colombianos, se examina qué emociones acompañan la protesta en situación de riesgo.
El artículo se divide entonces en tres partes: 1) la primera parte esboza la caracterización del actual contexto de movilización en Colombia en el escenario de posacuerdo de paz; una paz que, a todas luces, aparenta ser frágil e incierta. El objetivo de esta parte es rastrear los obstáculos persistentes a la movilización, para enfatizar la pertinencia de la reflexión sobre la acción colectiva de alto riesgo; 2) la segunda parte propone una reflexión sobre dicho concepto, desde una revisión de la producción internacional, y plantea las dificultades para su adecuación al debate colombiano. El objetivo es proponer insumos teóricos y metodológicos para mostrar la necesidad de repensar el concepto en el contexto de movilización de Colombia; 3) en la tercera parte, se examinan las emociones que surgen en la acción, en aras a evaluar cómo esas emociones permiten sobrellevar el riesgo. El objetivo es mostrar cómo las emociones se vuelven un factor explicativo ineludible de por qué sí hay movilización de alto riesgo.
1. El contexto colombiano de movilización: represión y violencia sociopolítica
En términos generales, se puede caracterizar el contexto actual en Colombia como marcado por una alta incertidumbre, porque el proceso de paz en curso, desde la implementación del Acuerdo de Paz (aprobado por el Congreso el 24 de noviembre de 2016), revela una serie de incógnitas. En efecto, a dos años de implementación del Acuerdo de Paz entre el exgobierno Santos (2010-2018) y las FARC, si bien se desmovilizó esa guerrilla,5 el orden sociopolítico y territorial heredado del conflicto sigue siendo confuso,6 mientras resurge o persiste la violencia política en diversas modalidades.7 La fragilidad del proceso de paz ha sido señalada en eventos de balance8 que destacan el débil avance de varias dimensiones esenciales del acuerdo.9
En este contexto, se precisa examinar: ¿cuáles son las características del escenario 'posacuerdo' actual que plantean obstáculos a la movilización social?; ¿cómo la represión histórica tradicionalmente elevada evoluciona en dicho escenario? y ¿cómo se puede entender en dicho contexto el riesgo que conlleva el hecho de protestar?
1.1. El escenario posacuerdo y sus impactos para la movilización social
Se pueden destacar dos impactos de esta frágil implementación del Acuerdo de Paz, sin pretender ser exhaustivos en resaltar la complejidad del panorama actual. El primer impacto del proceso de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC fue una recomposición del control territorial en espacios de los cuales las FARC se han retirado. Espacios que han sido copados por otros actores armados ilegales (hoy llamados Grupos Armados Organizados, GAO), más que por el propio Estado, que cuenta aún con débil presencia institucional en varias zonas del país, en particular en fronteras (objeto de codicia por los actores del narcotráfico internacional). Este cambio en el control de territorios y de recursos, junto con la persistencia de otra guerrilla, el ELN, y de los GAO, hace que para muchos territorios "la paz no haya llegado", como se dice en el terreno. Este hecho significa que persisten los mismos obstáculos a la protesta propios del conflicto armado, pero con matices propios en cada región según la nueva configuración derivada del contexto posacuerdo, lo cual implica una diversidad de situaciones locales que influyen en los contextos de movilización, según los actores en presencia y las dinámicas económicas locales heredadas del conflicto o del nuevo panorama territorial.
El segundo impacto del frágil proceso de paz, en el que cabe insistir con mayor énfasis, es que, a pesar de la desmovilización y entrega de armas de las FARC (completa en julio de 2017), la movilización social sigue siendo objeto de una estigmatización fuerte, que puede plasmarse en persecución a los militantes y simpatizantes, especialmente en territorios donde se ha reforzado la disputa por el control del espacio y los recursos. En pocas palabras, los estigmas de 'izquierdista terrorista' que recaían sobre las fuerzas políticas acusadas de apoyar ideológicamente a las FARC se refuerzan hacia la movilización social. Históricamente, la represión a la movilización se ha asentado en el argumento de que los actores sociales estaban infiltrados por la guerrilla y, por ende, eran 'cómplices' de alentarla. Lejos de apaciguarse con la desmovilización de la guerrilla, la sospecha persiste hacia actores sociales que serían la 'cara civil' de la guerrilla, después de su completa desmovilización (julio de 2017) y transformación en partido político (31 de agosto de 2017).
Esta estigmatización se ha reforzado ante el panorama reciente de la movilización en Colombia, marcado por el resurgir y la reorganización de varios actores sociales 'históricos', como los estudiantes y los campesinos. En efecto, con anterioridad al proceso de paz, el movimiento estudiantil se movilizó en favor del acceso a la educación superior y del control de su costo (2011); movilización que despertó un apoyo público importante, en parte por su estrategia de acercamiento a la fuerza pública, con el uso estratégico del 'amor' y el 'cariño', afectos que han sido expresados, visibilizados y valorados a través de las sesiones de 'besatón' y 'abrazatón' entre estudiantes y policías en el campus de la Universidad Nacional. Posteriormente, después de iniciar la negociación de paz (2012), la protesta campesina de 2013-2014 enfatizó la reivindicación de 'dignidad', en varias corporaciones del campesinado, logrando generar vínculos de solidaridad entre diversas fuerzas sociales usualmente fragmentadas (campesinas y estudiantiles; campesinas y étnicas; urbanas y rurales), aunque con efectos locales contrastados. Aun cuando dichos procesos lograron expresar reivindicaciones intersectoriales que favorecieron la articulación de varios actores sociales y lograron despertar apoyo en algunas franjas de la sociedad colombiana, varios estigmas persisten hasta la actualidad. Incluso, la negociación de la paz (2012-2016) se acompañó de un aumento de la represión y estigmatización hacia diversos movimientos sociales, particularmente después de 2014. En Colombia, los actores sociales 'contestatarios' siguen siendo percibidos como posibles elementos de 'subversión', o al menos como factor de desestabilización (Ugarriza & Pabón, 2017). En dicho contexto, se puede resaltar una diversidad de riesgos para los actores sociales.
La estigmatización no solo es discursiva: es a menudo una primera 'advertencia' o señal de alerta hacia un blanco particular, sea individual o colectivo, lo que conlleva una diversidad de formas de amenazas e intimidación hacia los líderes sociales o defensores de derechos humanos y cada vez más a sus aliados (llamados "defensores de defensores"). Una de las formas de intimidación más comunes es el saqueo o hurto de locales de los actores, para dañar o confiscar sus materiales probatorios o efectos personales, o la incursión en sus domicilios y en sus trayectos rutinarios entre casa y trabajo. Existe así mismo un esquema de violencia creciente, en tres fases: intimidación-amenaza-atentado a la vida; este puede durar unas semanas o meses, pero también extenderse por años. Las modalidades de amenaza son diversas, pero en general incluyen panfletos (textos escritos con amenazas más o menos explícitas, estilo 'volantes'), llamadas de advertencia anónima a la persona o sobre algún cercano. Así lo evidencian los informes de la ONG Somos Defensores desde 2010,10 el de Amnesty International (2017) y el estudio de CCJ, Cinep, Indepaz e Iepri (2017) 11 o el más reciente que examina los patrones de los asesinatos de líderes sociales.12 Según este último informe, se han contabilizado y verificado 257 casos de "violaciones al derecho a la vida", entre el 24 de noviembre de 2016 y el 31 de julio de 2018; además, hay un igual número de casos en el primer semestre de 2018 (100) que en todo 2016 (99). Todos estos informes detallan las modalidades de intimidación, amenazas y hurtos hacia los mismos actores o sus defensores, física o simbólicamente hablando. También resaltan el modus operandi, la sistematicidad de estos asesinatos y violaciones a los derechos humanos hacia los actores sociales. El alto riesgo que conlleva el hecho de protestar (de manera más o menos contestataria) es, por ende, una realidad ineludible.
1.2. El debate colombiano sobre la movilización social y el riesgo
En Colombia, el predominio del interés por el conflicto armado ha conllevado por mucho tiempo un interés menor por la movilización social de actores no armados, con la salvedad de los actores 'históricos', campesinos o estudiantes (Salgado & Prada, 2000; Archila, 2003). El campo de los estudios políticos colombianos ha tenido fuertes vacíos en cuanto al análisis de la movilización social, siendo predominante el aporte de la sociología, la antropología y, más que todo, la historia (García, 2005). Después de 2005 y más aún de 2011, el tema de la movilización social ha recobrado pertinencia en el debate académico colombiano. Interés estimulado en parte por una diversificación y reorganización de actores nacionales y locales en la última década.13
En este sentido, el interés por las condiciones socioculturales propicias a la protesta permitió renovar en la actual década los conceptos de activismo o de acción colectiva de alto riesgo, relacionados con contextos de violencia política de distinta índole y no solo derivada del conflicto armado (Uribe, 2004; García, 2005; Wood, 2010; Peñaranda, 2011; Silva, 2011; Bautista, 2012; Ortega, 2013; Hallward, Masullo & Mouly, 2017; Mouly & Garrido, 2018). Es preciso entonces definir mejor la noción de 'riesgo', tomando en cuenta esta producción colombiana o enfocada en Colombia, resaltando dos aspectos esenciales.
El primer aspecto por destacar es el impacto de la violencia política y su naturaleza, en una discusión enfocada sobre las condiciones de violencia social, política y económica prevalecientes, por ejemplo, en García (2005), Peñaranda (2011), Gutiérrez (2014) o Grajales (2017). Tal como lo han señalado acertadamente María Teresa Uribe (2004), Pablo Ortega (2013) o Diego Silva (2011), no es lo mismo si la represión procede del Estado o de actores ilegales armados, como los paramilitares, pues cada cual opera según modalidades propias y con efectos disímiles. Las configuraciones de actores específicas al nivel local obligan a los actores movilizados a adaptarse constantemente al riesgo, como lo hicieron las comunidades de paz, sometidas al fuego cruzado del ejército, la guerrilla y los paramilitares; experiencias rastreadas por María Teresa Uribe (2004). Así, de acuerdo con Combes y Fillieule (2011), se debe examinar mejor la represión implementada por actores no estatales, sea en conjunción con la fuerza pública o por otros canales y por otros motivos. Pues distinguir las modalidades represivas de los actores no implica pasar por alto la compleja relación entre ellas.
El vínculo entre la represión estatal y paramilitar en Colombia es analizado por Francisco Gutiérrez (2014), en un período de largo alcance: 1910-2010. El interrogante llamativo que plantea Gutiérrez es evaluar si es, o no, anormalmente elevado el nivel de represión de la movilización social en Colombia, tradicionalmente definida como una de las democracias más antiguas de América Latina. Sosteniéndose en archivos históricos y una variedad de recursos bibliográficos y cuantitativos, responde que sí, lo es; pero con resultados paradójicos y un tanto provocadores, pues hubo ciclos de represión más fuerte o más efectiva en contextos formalmente democráticos, y ciclos de menor represión (cualitativa o cuantitativamente) bajo gobiernos de 'mano dura'. En sus palabras: "el modo de gobierno de la democracia colombiana implica tener un margen de maniobra sustantivo para poder matar civiles" (Gutiérrez, 2014, p. 36). El segundo aporte llamativo de Gutiérrez es mostrar cómo se creó, evolucionó y se consolidó la relación entre el Estado y el paramilitarismo, y las implicaciones que esta relación tuvo para la movilización social. Esbozando un panorama histórico detallado, él enfatiza las complejidades de esta relación, que no es tan unívoca ni tan lineal (hubo enfrentamientos ideológicos entre Estado y cabezas de grupos paramilitares), pero tampoco tan esquiva, como los actores estatales lo han afirmado.
De ese modo, se evidencia la compleja relación entre régimen democrático, represión y movilización social, la continuidad histórica de la represión hacia la movilización en Colombia y la represión estatal entrelazada con la violencia implementada por grupos paramilitares y otros grupos armados derivados, que hoy en día se han reorganizado después de la desmovilización paramilitar ocurrida a inicios de la década de 2000. Esto permite poner en perspectiva la situación de violencia 'posacuerdo de paz' que enfrenta hoy en día Colombia, puesto que la represión ejercida por diversos actores no solo se vincula con las dinámicas del conflicto o con su legado, sino también con dimensiones institucionales y políticas de mayor antigüedad histórica.
El segundo aspecto por destacar es la conceptualización de la 'acción colectiva', particularmente la de 'alto riesgo'. Se concibe como "una acción que entraña peligros anticipados para quienes participan" (McAdam, 1986; citado en Peñaranda, 2011, p. 14). El principal objetivo es entender qué es un 'riesgo', de acuerdo con las modalidades de violencia política imperantes en Colombia.14 El concepto de acción colectiva de alto riesgo en Colombia se enfoca así en las condiciones de posibilidad de la movilización riesgosa (Peñaranda, 2011; Bautista, 2012). Aunque parte de retomar la definición original de McAdam (1986), el análisis propuesto se inscribe en un contexto intelectual y empírico muy distinto al de Estados Unidos, donde fue acuñado ese concepto, por lo que es preciso ahondar en el contexto colombiano debido a la tradición histórica de represión a la movilización social,15 que adquiere otras dimensiones durante el proceso de paz (2012-2016) y en el escenario 'posacuerdo'. Pese al proceso de paz, la represión hacia la movilización social persiste por parte de diversos actores estatales y no estatales, lo que implica un abanico de riesgos por enfrentar, como se vio anteriormente.
Se precisa entonces diferenciar entre 'costo' y 'riesgo' de movilización y ubicar el riesgo espacio-temporalmente, con un análisis que permite identificar los riesgos a nivel local (municipal). Los escenarios de riesgo se diferencian por la historia de la presencia de los grupos armados (en ese caso, paramilitares o sus secuaces). También se evidencia que el riesgo es una "dimensión cambiante tanto en el tiempo como en el nivel de análisis" (Peñaranda, 2011, p. 18). En ese sentido: "Hablar de acciones colectivas contenciosas de alto riesgo no implica observar únicamente la coincidencia entre hechos de movilización social y hechos de violencia; más bien de lo que se trata es de analizar la construcción de una forma particular de relación política entre actores políticos no institucionales que buscan realizar reivindicaciones propias, planteando serios desafíos a sus contendores" (Peñaranda, 2011, p. 18).
En un contexto riesgoso, las acciones emprendidas no siempre son 'contenciosas' o 'radicales', sino que toman vías de expresión más indirectas o no tan articuladas; para abordar esas acciones, se usa la noción de 'resistencia civil', o a veces la de 'resistencia pacífica', definida como "la aplicación de métodos no violentos y no convencionales contra oponentes que tienen un poder coercitivo superior y están dispuestos a usar la violencia para imponerse" (Mouly & Garrido, 2018, p. 253). Es fructuoso comparar enseñanzas de los casos estudiados por Silva (2011) sobre acciones de resistencia civil desarrolladas por asociaciones campesinas del Magdalena Medio y los de Mouly y Garrido (2018) en comunidades fronterizas con Ecuador y Venezuela, ubicadas en lugares estratégicos de la guerra. Esos trabajos examinan procesos locales de resistencia civil de comunidades afectadas por la presencia de actores armados entre los noventa y la década de 2000 y al principio de la negociación de paz con las FARC (2012-2016). Esto permite resaltar cómo la promoción de paz se convierte, a menudo, en un riesgo para las comunidades y en un incentivo a compartir valores (defender la vida; rechazo a la guerra, al sufrimiento) y emociones (solidaridad con las víctimas). Más ampliamente, esos estudios muestran que, contrario a un supuesto difundido, no todas las acciones "riesgosas" son de por sí "disruptivas" o "contestatarias" (Della Porta & Tarrow, 2005), en el sentido de cuestionar o contrarrestar el orden sociopolítico, en su intención u objetivo; tampoco son radicalizadas a nivel ideológico. Sino que, en muchos casos, más bien se afirma el derecho al no involucramiento y a la neutralidad, el respeto a la vida y el rechazo a sufrir impactos de acciones de grupos armados, cualquiera que sea su ideología o afiliación política. Las acciones de "promoción de la paz" o de "construcción de paz", en especial desde las comunidades autodeclaradas "territorios de paz" o "comunidades de paz" (Uribe, 2004), pueden ser un respaldo simbólico y social a la legitimidad del proceso de paz, durante la negociación del acuerdo o en fase de implementación. No obstante, esas acciones de promoción de paz o de resistencia civil, aunque sean pacíficas, suelen ser percibidas como subversivas por los defensores de un status quo relacionado con el orden político vigente, que implica nuevos ejes de control territorial después del Acuerdo de Paz con las FARC, en particular en zonas que vienen ahora a ser 'ocupadas' por otras fuerzas armadas ilegales, sean disidencias de las FARC o los llamados GAO relacionados con las economías ilícitas, o vinculados a poderes agropecuarios que impiden la redistribución de tierras (FIP, 2018). Por ende, el 'riesgo' no se puede determinar de antemano, en abstracto, sino de acuerdo con una configuración específica de actores en un determinado territorio.
Más aún, tampoco es una categoría que se pueda evaluar solo en términos de costos o de recursos, sino en función de un contexto estructural determinado, en este caso marcado por pautas históricas de violencia política y por la presencia de diversos grupos armados no estatales más o menos autónomos (según las épocas) frente a la fuerza pública. Aun así, el riesgo puede ser evaluado de manera distinta por diversos actores, que adoptan estrategias divergentes, como lo evidencia el estudio de caso en dos comunidades fronterizas (Mouly & Garrido, 2018). El abanico de respuestas va desde la afirmación de una neutralidad total o parcial frente al conflicto o al orden territorial impuesto por grupos dominantes hasta una confrontación más o menos directa a nivel discursivo. Neutralidad total, en el caso de las comunidades de paz o de actores que enfrentaban un control territorial paramilitar muy estricto; o parcial, con estrategias de negociación de espacios de debate, mediante la elaboración de discursos alternativos sobre la noción de paz o de desarrollo, algo que resaltaba también D. Silva (2011) en su estudio acerca de las estrategias de resistencia civil campesina del Magdalena Medio. Los discursos y las estrategias de protesta conllevan una evaluación del riesgo, en función de varios criterios de contexto y de acuerdo con la trayectoria de movilización del actor, y una constante adaptación a las condiciones cambiantes de movilización. Así mismo, son determinantes el amparo recibido (o no) en la población o por parte de las autoridades locales.
Los aportes mencionados aquí, dentro de una literatura cada vez más amplia enfocada en esa noción de riesgo desde diversos ángulos analíticos, nos remiten a una serie de interrogantes teóricos y metodológicos que se abordan en la segunda parte, en aras a entender mejor la especificidad del debate colombiano sobre la noción de alto riesgo.
2. Acción colectiva de alto riesgo: evoluciones conceptuales y debate colombiano
Aquí esbozamos una síntesis de la evolución analítica que ha permitido el resurgir del concepto, un poco olvidado, de activismo de alto riesgo, o acción colectiva de alto riesgo.16 El objetivo es entender mejor la pertinencia de esa noción y su evolución, contrastando sus usos con el caso colombiano.
2.1. Hacia una redefinición del activismo de alto riesgo: evoluciones conceptuales
El concepto de acción colectiva de alto riesgo que plantea Peñaranda con su equipo investigador (2011) parte del concepto de activismo de alto riesgo teorizado por D. McAdam. Él lo elaboró en sus trabajos acerca del reclutamiento de militantes blancos que apoyaron la lucha de las poblaciones negras durante el 'Freedom Summer' (McAdam, 1986). Su enfoque era el método de reclutamiento de estos activistas, en condiciones relativamente arriesgadas a nivel local, en un contexto más bien propicio para las movilizaciones a favor de los derechos cívicos (años 1960-70). McAdam define el activismo de alto riesgo mediante cuatro características: I) las personas involucradas en tal acción ya tienen una experiencia militante previa menos arriesgada pero sostenida; II) los individuos involucrados que toman riesgos actúan en virtud de convicciones ideológicas y de valores fuertemente anclados, en aras a implementar objetivos o cambios específicos; III) ellos disponen de condiciones personales propicias para la toma de riesgos, por ser jóvenes, sin familia o sin responsabilidades laborales estables; IV) se han involucrado o han pertenecido a una estructura militante cuya existencia se puede comprobar. Como se puede observar, el interés de McAdam radica en identificar las motivaciones de los individuos que se comprometen en una acción conllevando ciertos riesgos y en examinar los efectos de esta toma de riesgos sobre su trayectoria militante. Lo esencial es que, en su criterio, un grado de compromiso previo es una condición sine qua non de la evolución hacia el activismo de alto riesgo.
Pese a estos insumos importantes, la noción de 'riesgo' no tuvo tanta acogida debido al predominio, hasta los noventa, de la perspectiva clásica de Olson (1965), que planteaba el cálculo "costo-beneficio" como principal obstáculo a la acción colectiva; según Olson, "elevados costos" (en su terminología) frenarían o impedirían cualquier acción colectiva. La noción de 'costo' se volvió más difundida y se dejó de lado la de riesgo, o se confundió ambas en una misma categoría, pese a que McAdam sí las distinguía (Bautista, 2012). McAdam observaba, de hecho, que, a pesar de los costos elevados (tiempo y energía, recursos por movilizar), las condiciones propicias al activismo de alto riesgo antes mencionadas podían incentivar la toma de riesgos por ciertos individuos comprometidos.
A su vez, al analizar el proceso de reclutamiento de activistas, J. Jasper (1999) ha demostrado la necesidad de incluir muchas otras consideraciones de índole socioeducativa o ideológica (valores y convicciones),17 pero también observar el lugar que ocupa el individuo en redes de apoyo, en círculos personales, sociales y laborales, a la hora de entender su paso a la acción, más aún si es riesgosa. El riesgo, por ende, no es un mero costo, y puede superar incluso un costo elevado.
La reflexión, después de Olson, se centró en una pregunta: ¿cómo superar los costos?, y se perdió de vista la temática de la acción colectiva de alto riesgo. Por ende, el concepto de 'activismo de alto riesgo' ha tenido relativamente pocos desarrollos. La mayoría se ha orientado hacia la militancia de tipo radical o incluso violenta (Crettiez, 2011a, 2011b). Un trabajo destacable en América Latina es el de Mara Loveman (1998), quien utilizó dicho concepto para analizar las movilizaciones durante las dictaduras del Cono Sur. La autora examina "en qué condiciones los individuos están dispuestos a arriesgar sus vidas para resistir a los estados represivos" (Loveman, 1998, p. 477). En su perspectiva, el activismo de alto riesgo es un militantismo de largo alcance, desarrollado por individuos y grupos movilizados con ideales muy anclados y con trayectorias militantes previas, quienes enfrentan Estados dictatoriales u autoritarios muy represivos. Pero este trabajo, a su vez, aparece relativamente aislado en una literatura más bien enfocada en oportunidades o restricciones a la protesta (Tarrow, 1994). Posteriormente, sin embargo, esas nociones también fueron revisadas, pues se observó, en contextos latinoamericanos de tránsito democrático, o posteriores al retorno democrático, un debilitamiento de las movilizaciones (O'Donnel, Schmitter y Whitehead, 1993; Dobrry, 1992; Karl, 1990). Adicionalmente, las "nuevas democracias" mantienen rasgos o incluso "enclaves autoritarios" (Dabène, Geisser & Massardier, 2008). Las modalidades autoritarias de respuesta a la protesta se diversifican (no hay un solo 'autoritarismo', sino 'prácticas autoritarias'), pero se acercan cada vez más dichas modalidades de represión hacia la protesta, entre 'democracias' y 'regímenes con rasgos autoritarios'.
2.2. Repensar la represión
De allí, surge un interés renovado acerca de la represión, o más bien de las prácticas represivas ejercidas por distintos actores (y no solo del Estado), en contextos sociales, políticos o culturales disímiles,18 así como por la forma como los actores movilizados responden ante dicha represión, lo cual permite renovar un debate ya antiguo sobre el modo como la movilización social es susceptible o no de generar cambio social, y, por ende, de provocar una reacción represiva. Ese interrogante estaba presente en trabajos como el de James Scott (1990), quien enfatiza las formas de resistencia "ocultas" o "invisibles", en sí mismas no muy "desafiantes", pero que pueden llegar a tener impactos de largo alcance a nivel sociocultural. A su vez, Albert O. Hirschman se cuestiona sobre acciones colectivas de toda índole, que propician, aunque sea indirectamente, un cambio de orden político (1986). La reevaluación de las 'oportunidades y restricciones' a la protesta propicia una reflexión más matizada sobre los efectos contrastados de la represión, como factor inhibidor o más bien radicalizador de la protesta (Tilly, 2008). Desde una extensa revisión bibliográfica comparada, Combes y Fillieule (2011) señalan la falta de consenso sobre dicho efecto, y recalcan la necesidad de estudios empíricos al respecto. De este modo, el enfoque analítico gira hacia las condiciones de movilización, con énfasis en contextos poco o nada favorables a la protesta contestataria o a la acción colectiva (Goirand, 2010; Archila, 2003).
En ese contexto intelectual, se reactualiza el concepto de acción colectiva/activismo de alto riesgo. La revisión mencionada evidencia varios giros conceptuales fundamentales en torno al militantismo de alto riesgo. Podemos acotar los distintos usos de este concepto en una breve tipología: a) trabajos enfocados en el reclutamiento y las trayectorias militantes de activistas para entender los determinantes biográficos y sociales que los llevan a tomar riesgos; b) trabajos que estudian las condiciones de posibilidad y surgimiento de la movilización riesgosa, en relación con un contexto político poco propicio, sea por transición política, conflicto civil, enfrentamientos ideológicos o procesos insurgentes; c) trabajos cuyo eje es un tipo peculiar de riesgos en las trayectorias de actores que experimentan una radicalización ideológica y/o violenta explícita; d) trabajos que enfocan las modalidades de represión hacia los movimientos sociales incluso en regímenes formalmente democráticos (como el colombiano).
En el caso colombiano, el debate adquiere otros matices y plantea los interrogantes de modo distinto. Se ha desarrollado sobre todo la cuarta categoría sobre la represión hacia la protesta. Lo que se puede recalcar es que, si bien se retoma la definición de McAdam en el trabajo de Peñaranda (2011), no se usa tanto para enmarcarse en la primera senda sobre los modos de reclutamiento de activistas, sino que se alimenta más la segunda tendencia, la de establecer las condiciones de posibilidad de la movilización riesgosa, y la cuarta, la de determinar las modalidades de la represión y, más ampliamente, diversos escenarios de violencia política. La naturaleza de los escenarios de riesgo en Colombia explica que estas dos sendas investigativas hayan tenido mayor desarrollo y que se haya enfatizando más el contexto de movilización en tanto factor de definición misma del riesgo. Mientras que las 'condiciones previas' establecidas por McAdam como una 'disposición de los militantes al riesgo no se discuten como tal. De cierto modo, esta 'disposición' al riesgo en Colombia está interiorizada, o al menos es contemplada como algo ineludible en la protesta para una gran variedad de actores sociales. Pero cada vez más, los trabajos sobre emociones en la acción colectiva constituyen un aporte adicional a estos debates, que permiten ampliar la comprensión de las diversas facetas de la movilización social y del alto riesgo, punto que se desarrolla a continuación.
3. Emociones y acción colectiva de alto riesgo: retos y debates
El análisis del vínculo entre alto riesgo y emociones se organiza en torno a dos interrogantes: ¿qué emociones surgen en contexto de alto riesgo, y por qué?; ¿qué emociones se expresan, o no, en contexto de alto riesgo? Esas preguntan no resumen, ni de lejos, toda la complejidad de la relación entre emociones y movilización social (Massal, 2015), pero permiten abarcar una diversidad de enfoques presentes en los trabajos analizados.
3.1. La revisión crítica que propició el 'retorno de las emociones'
Antes de contestarlas, debemos recordar que esa reflexión sobre las emociones en la movilización social se asienta sobre una revisión crítica de los principales enfoques de la teoría de la movilización y de sus vacíos hasta los ochenta (Aminzade, et al., 2001; Goodwin, Jasper & Poletta, 2001; Jasper, 2011; Stekelenburg & Klandermans, 2013). La expresión de las emociones19 en la movilización fue tradicionalmente vista durante el siglo XX (desde los años 1920 hasta 1990) como un aspecto fuera del alcance del estudio sociológico y politológico. Por ende, las emociones individuales o colectivas fueron radicalmente excluidas del análisis.20 Luego, se renovó el interés por el rol de las emociones en la reflexión sociológica e histórica, destacándose el aporte de Hirschman (1983, 1995), quien desde la economía política propuso un valioso aporte a la comprensión de los ciclos de protesta vinculados con emociones colectivas (en particular la "felicidad pública/privada" y el "malestar generacional"). En el área de los estudios políticos, se ha evidenciado cómo las emociones se usan y se expresan en diversas dimensiones de la acción política, particularmente en campañas electorales. El enfoque en la participación política también ha sido un eje central de la reflexión, mediante la amplia literatura sobre la democracia participativa y los dispositivos participativos que, implícita o explícitamente, pretenden apoyarse en las emociones de los participantes, lo cual se inscribe en un debate sobre la relación entre emoción y democracia (Blondiaux & Traïni, 2018). Estos aportes sobre las emociones en la política enfatizan el debate recurrente (Traïni, 2009; Jasper, 2011) sobre qué tanto las emociones pueden ser creadas, usadas o reproducidas, a nivel individual y colectivo, en medio de procesos de movilización social o deliberación política, y con qué impactos socioculturales o políticos.
En el ámbito de la teoría de la movilización social, a inicios de la década de 2000 se da mayor relieve a las relaciones entre emoción y movilización social (Goodwin, Jasper & Poletta, 2001). Los trabajos de Jasper (2011, 2010, 1999) y otros (Poletta & Jasper, 2001; Calhoun, 2001) se inscribieron en ese giro analítico. Este renovado interés permite profundizar en problemáticas como el paso a la acción, la creación de la solidaridad o los vínculos microsociales que surgen en el curso de la movilización. El eje central de reflexión es entender el paso a la acción individual y, posteriormente, la construcción del sujeto colectivo, al examinar momentos cruciales de la movilización y la variedad de roles que desempeñan las emociones en sus diversas aristas, socioculturales y políticas, ideológicas y estratégicas.
3.2. Las emociones en la movilización social
Las emociones juegan efectivamente diversos roles, en torno a estimular, propiciar o mantener una movilización, y en garantizar o no su éxito. Las emociones están presentes en quienes actúan, participan, debaten, protestan, dejan de hacerlo o, incluso, callan.
En esta reflexión enfatizamos aportes teóricos y empíricos relacionados con Colombia o pertinentes para la comprensión del caso colombiano. Desde este punto de vista, resaltamos el aporte de Flam y King (2005) por su reflexión sobre emociones y ciclos de protesta. Las autoras postulan de modo general que los contextos sociopolíticos y culturales permiten el surgimiento o la expresión de determinadas emociones "aceptables", o al contrario, prohíben otras. En diversos contextos, unos explícitamente autoritarios y otros formalmente democráticos, se observa cómo juegan diversos tabúes o representaciones sociales en torno a las emociones 'válidas' de expresar; existen en cada sociedad emociones reprimidas o prohibidas, que, al ser expresadas por los actores sociales, pueden ser 'resignificadas' y mejor aceptadas, en particular la ira para grupos minoritarios dominados. Por ende, es imprescindible una sociología de los actores que expresan emociones, pues no todas las emociones son aceptadas para cualquier grupo social. Un aspecto esencial por tener en cuenta al hablar de emoción en la movilización social es el temor al caos, a la incertidumbre o a la inseguridad, pues constituye uno de los más fuertes obstáculos a la movilización, incluso para los propios militantes, señalan Flam y King. Las emociones en torno a la movilización social no solo se expresan en o para la movilización, sino también en contra de ella, generándose incluso una competencia entre emociones a favor o en contra, que deriva en una fuerte polarización social. No todas las emociones tendrán el mismo lugar en la esfera pública, y los distintos movimientos sociales tienen, en el criterio de las autoras, la tarea fundamental de imponer, y hacer aceptables o expresables, en una determinada sociedad, nuevas emociones; o al menos de legitimarlas en algunos grupos sociales en particular, por ejemplo, al reivindicar el 'derecho a la ira' para grupos socialmente dominados (minorías sexuales o étnicas). Este es uno de los mayores retos para los actores sociales, porque en el fondo, al redefinir las emociones aceptables o no, se cuestiona la estructura social, los roles de género, las divisiones sociopolíticas, etc. Por lo tanto, las luchas victoriosas o derrotadas son un hito esencial, pues las emociones promovidas o expresadas por los actores derrotados pueden volverse aún más tabúes. Este enfoque puede aprovecharse para pensar la movilización social en una sociedad como la colombiana, evidenciando en particular los tabúes que pesan sobre la expresión de los actores sociales estigmatizados, como se mencionaba al inicio.
En el tema de emociones frente al riesgo, no obstante, encontramos más bien vacíos en la literatura. Sin embargo, se puede recordar el aporte de J. Goodwin y S. Pfaff (2001) sobre el "trabajo emocional" en el activismo de alto riesgo durante las movilizaciones de los años 1970-1980 en Alemania del Este y en Estados Unidos; y sobre todo el de E. Wood (2001) sobre las emociones que surgen en los procesos insurgentes en América Central en los ochenta (en El Salvador). En Colombia misma, dos trabajos destacables han centrado la reflexión sobre las emociones en procesos de desmovilización de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) (Bolívar, 2006); o sobre las motivaciones emocionales presentes entre las mujeres involucradas en la guerrilla (Otero, 2006). Esos aportes nos remiten a las emociones de actores (o actoras) movilizados o en procesos de desmovilización.
En cuanto a las emociones de actores sociales no armados, pero afectados por el conflicto, aún son pocos los trabajos en los estudios políticos colombianos (Herrera, 2008; Martínez, et al., 2014; González, 2015; Arias, 2017) y se relacionan más bien con el tema de la memoria. A estos cabe sumar los estudios, ya mencionados, enfocados en la acción colectiva de alto riesgo (Bautista, 2012; Peñaranda, 2011) desde la perspectiva metodológica. Se puede añadir, en términos de comprensión de procesos de movilización y de los riesgos que se enfrentan en Colombia, el libro de S. Daviaud (2010) sobre las ONG defensoras de derechos humanos; el artículo de C. Cano (2014) sobre el "oficio de sindicalista en Colombia", calificado por la autora de "altamente riesgoso"; el de J. Massal (2015), resaltando algunos riesgos enfrentados por los promotores de la paz y los defensores de derechos humanos durante la negociación del proceso de paz; o el trabajo de A. Gómez-Suárez (2013) respecto a la feroz represión que padeció la Unión Patriótica en los años 1980. Sin ser exhaustiva, esta recensión refleja algunos aportes recientes a la comprensión de las emociones en la movilización social en Colombia.
En síntesis, la literatura teórica y empírica evidencia varios ejes analíticos por resaltar:
Las emociones en el proceso de movilización: crear afinidad, simpatía y empatía mediante emociones compartidas y expresadas en la movilización misma; reclutar activistas y encontrar aliados (Poletta y Jasper, 2001; Jasper, 1999).
Las emociones en el transcurrir de la vida de los actores movilizados: mantener o reactivar la movilización mediante la fiesta y actividades artísticas (Jasper, 1997).
Las emociones en los ciclos de protesta, con sus altibajos, particularmente en la desmovilización, aspecto en mora de ser profundizado (Flam & King, 2005; Massal, 2015).
La expresión o inhibición de ciertas emociones en la protesta, en función del contexto sociocultural y político o de los objetivos estratégicos del actor movilizado (Flam & King, 2005; Wood, 2001; Arias, 2017).
La relación entre emociones e identidad colectiva, cultura y memoria de los actores movilizados, dimensión analítica que cobra bastante importancia en los estudios empíricos en Colombia (Herrera, 2008; González, 2015).
El rol de las emociones en la movilización social adquiere así una mayor relevancia en el estudio sociológico, antropológico y, en menor grado, politológico. Se evidencia un debate muy rico, con muchas aristas y complejidades tanto conceptuales como metodológicas.
3.3. ¿Qué emociones surgen en una movilización?
Ahora bien, al examinar las emociones que surgen en la protesta, los estudios acerca de procesos de movilización considerados de alto riesgo entre diversos grupos, específicamente campesinos o movimientos de víctimas (Arias, 2017; Herrera, 2008; González, 2015; Bautista, 2012), subrayan una diversidad de emociones presentes, simultánea o sucesivamente: el miedo frente a la represión, la violencia contextual o la intimidación dirigida a los actores sociales; el aislamiento (como en el caso de los desplazados en Colombia), o la falta de apoyo en el entorno local o nacional y la consiguiente soledad; la indignación o la ira (más o menos explícitas), la desconfianza y el subsiguiente silencio como modo de protección; la pérdida de fe en la palabra oficial, pero también la fraternidad, la solidaridad, la confianza, el orgullo, la alegría, entre otros. Algunas pueden ser más o menos esperadas (el miedo o el orgullo por vencerlo), mientras otras son más tenues o más inesperadas. Pero es importante resaltar que, en medio de las más complejas situaciones, las emociones no son de una sola tonalidad y se mezclan. A pesar de la represión, por ejemplo, las mujeres pueden resaltar el placer de la acción colectiva, por los encuentros que permiten acercarse y conocerse, conversar o salirse de ciertos roles de género tradicionales, como lo revela E. Wood al observar diversas emociones durante los procesos insurgentes en El Salvador (2001). La demanda de autonomía frente al Estado "ausente" también es resaltada (Silva, 2011) y se traduce en una búsqueda de empoderamiento de las asociaciones campesinas, a raíz de la construcción de lazos de vecindad y confianza.
El por qué surge tal o cual emoción, a su vez, responde a las condiciones específicas de movilización en cada caso, más aún tomando en cuenta la necesidad de ubicar el análisis sobre las características del riesgo a nivel local (Peñaranda, 2011), por lo que no es posible generalizar. Lo esencial es que no se puede decir que haya una relación automática entre tal contexto (represión) y tal emoción (miedo, ira, indignación), y por ese motivo se requiere un detenido examen del vínculo entre emociones y contexto político, social o cultural. En ese sentido, Herrera (2008) ha señalado que, a pesar de la fuerte represión y estigmatización vivida por las víctimas representadas por el Movimiento Nacional de Víctimas de Crímenes de Estado (Movice), este actor ha tenido mucha dificultad en generar consciencia y aceptación sobre su existencia y su lucha, o en despertar indignación frente a las vivencias de esta categoría de víctimas, pese a diversas estrategias emocionales para suscitar empatía y apoyo, como las "galerías de la memoria" (González, 2015). Mientras las víctimas de la guerrilla, y en menor grado las del paramilitarismo, recibían más atención, comprensión o compasión. El caso del Movice evidencia que no es factible aislar el estudio de las emociones en la movilización social de un contexto estructural más amplio, como ya lo resaltaban Flam y King (2005).
3.4. ¿Qué emociones son expresadas?
Hay que diferenciar emociones presentes y emociones expresadas, que no siempre concuerdan. Por lo tanto, cabe entender qué emociones se expresan o no, y por qué. Aquí se plantean tres factores particularmente decisivos: los procesos emotivos internos del movimiento y de sus miembros, los ciclos de protesta y la recepción del entorno.
En cuanto al proceso emotivo, las emociones que surgen en la movilización, en diferentes fases, pueden ser evocadas en ciertos momentos o formatos (testimonios, entrevistas), aunque suelen serlo posteriormente al momento en que surgieron, lo que implica un proceso de reconstrucción narrativa y un ejercicio de memoria individual o colectiva (Martínez, et al., 2014). Así mismo, no todas las emociones son expresadas y expresables en palabras, especialmente las que se relacionan con la violencia de género. Se recurre, por ende, a otras formas de elaboración, artísticas sobre todo, para procesarlas y, en ciertos casos, publicitarlas. Otras emociones, como la ira o la indignación, son relativamente poco expresadas, pues en contextos de férreo control paramilitar, o por fuerzas ilegales de diversa índole, puede ser difícil hacerlas públicas sin enfrentar una fuerte estigmatización o intimidación, como lo evidencia la violencia hacia los líderes sociales a nivel local o microlocal (mencionada en la parte 1).
Las emociones expresadas, u autorizadas para ser expresadas, también se relacionan con ciclos de protesta (Massal, 2015), de corta o larga duración, y con objetivos de índole estratégica, sea adentro (en el movimiento) o afuera (hacia públicos o interlocutores). Según las fases de movilización, algunas emociones pueden ser mejor 'escuchadas' que otras. Así, en fase de movilización ascendente o cuando se logran éxitos en la protesta, las emociones 'positivas' de ánimo, orgullo, alegría de estar juntos suelen predominar y manifestarse en expresiones de tipo festivo, por el canto, por ejemplo (Goodwin & Pfaff, 2001). En cambio, el desconcierto, escepticismo o desánimo, la baja confianza sobre el efecto o el curso de la protesta pueden ser poco oíbles o, incluso, acallados. Pero estas últimas emociones también pueden ser poco visibles en períodos de desmovilización, al ser 'controladas' o denegadas por los líderes de la movilización. De este modo, el orden de surgimiento y el de expresión de las emociones no siempre concuerdan: las emociones más aceptadas por el colectivo movilizado resultan mejor visibilizadas y otras más ocultas pueden resurgir posteriormente. Los ciclos de protesta, junto con los movimientos estratégicos internos, son una herramienta de análisis importante de rescatar para entender la evolución de las emociones en el transcurso de la movilización, en distintas escalas de tiempo.
El tercer factor es la 'recepción del entorno', que, como se subrayó en la primera parte, en el caso colombiano, evidencia varios obstáculos a la movilización, impidiéndola o deslegitimándola, lo que a su vez dificulta la expresión de ciertas emociones específicas, según el grupo movilizado, en función de la configuración de actores y la historia de la región concernida. El hecho de que ciertas emociones (ira, indignación) sean vistas como subversivas por la sociedad o ciertos grupos políticos (grupos armados), que denuncian el cuestionamiento del orden o del statu quo político por los actores movilizados o sus aliados, influye en orientar las estrategias discursivas de los actores movilizados y en la forma de expresarlas o transmitir las dolencias o reivindicaciones (Mouly & Garrido, 2018). De este modo, la recepción hostil del entorno puede aplacar o desviar la expresión de ciertas emociones, e incentivar formas menos explícitas de expresarlas (por ejemplo, a través del arte y no de un discurso político), o generar desconfianza entre el grupo movilizado y la sociedad. Los llamados 'grupos sociales vulnerables', en particular desplazados, minorías étnicas, pero también jóvenes víctimas de 'limpieza social' o mujeres, son los que enfrentan esa hostilidad o represión con mayor fuerza. Esa violencia se convierte en objeto mismo de sus narrativas de movilización (Martínez, et al., 2014). Las amenazas recibidas por estudiantes, docentes o investigadores que analizan esas dinámicas también complican la realización de su trabajo.
3.5. ¿Cómo analizar las emociones? (Emociones en la investigación)
El principal problema para entender qué emociones están presentes (o no) y se expresan (o no) es poder acudir a las fuentes directas, que no siempre son disponibles o accesibles, sobre todo cuando impera el miedo. Aunque todo proceso de interpretación de un discurso, incluso el más aparentemente racional, conlleva dificultades, ampliamente reconocidas desde ámbitos socioantropológicos o psicológicos, puede ser incluso más complejo abarcar un discurso que reconstruye emociones y procesos emocionales pasados, a veces lejanos.
Se requiere tener la formación, o al menos la suficiente disponibilidad de tiempo, la sensibilidad o cualquier herramienta adecuada, como resaltaba E. Wood (2001, pp. 268-269). La autora recalca la inversión de tiempo y los "sacrificios" de los entrevistados para "contar su historia", las peculiaridades de este encuentro entre investigador/a y entrevistado/a, que se inscribe en tiempos de acción o de reflexión distintos para los actores movilizados. Ella menciona así mismo algo que podría sonar obvio, y es la posibilidad misma de preguntarles directamente a los campesinos (y no solo a las directivas) sobre su vivencia de la movilización. Pero no siempre es factible, dada la dificultad de ubicarlos o encontrarlos cuando tuvieron que esconderse, desplazarse o exiliarse, lo cual a su vez dificulta reconstituir las trayectorias de movilización individuales. Igualmente, Wood resalta las emociones que conllevan el mismo encuentro entre entrevistado e investigador, sobre todo la alegría y el compromiso de los campesinos insurgentes hacia su investigación.
No solo al momento de tener la entrevista o el encuentro, sino posteriormente al reconstituir los discursos, se plantea una complejidad analítica. Si bien esa complejidad no se desprende solo del hecho de hablar de emociones, es preciso resaltar la influencia de las condiciones específicas de recolección de los datos y de los discursos sobre la expresión de esas emociones. Así, la persona del investigador (o investigadora) y la relación establecida con el entrevistado (o la entrevistada); el momento y el lugar, el tiempo disponible del entrevistado, la posibilidad de volverse a encontrar o no para otras entrevistas; pero también el entorno, la posibilidad de aislarse o no, la presencia de testigos (y sus vínculos con el que habla), entre otros aspectos, pueden modificar o alterar el contenido o curso de la entrevista. Esas condiciones influyen en la recolección de testimonios y en la difusión eventual de los resultados de investigación (Martínez, et al., 2014). Estos desafíos teóricos y metodológicos, aunque no son exclusivos de una investigación sobre emociones, o de un análisis en contexto de alto riesgo, adquieren más fuerza tanto en términos de responsabilidad del investigador hacia sus fuentes como en términos de la reflexión sobre su papel dentro del contexto de movilización específico.
Conclusión
Este artículo pretende realizar un triple aporte: a) partir de un caso de reflexión más concreto, el de Colombia, que enfrenta varios obstáculos a la movilización social, en el contexto del posacuerdo de paz, para plantear varios desafíos y reflexiones en torno a la relación entre alto riesgo y emociones; b) desde las inquietudes planteadas en el caso de estudio, retomar la evolución del concepto de activismo de alto riesgo a nivel teórico y metodológico, y observar su pertinencia analítica en el caso mencionado; c) explicar la pertinencia y relevancia del estudio de las emociones en la comprensión de la movilización social y en particular la de alto riesgo.
El caso colombiano se abordó desde tres preguntas: ¿cuáles son las características del escenario de posacuerdo actual que plantean obstáculos a la movilización social?; ¿cómo la represión histórica tradicionalmente elevada evoluciona en dicho escenario?; y, finalmente, ¿cómo se puede entender en dicho contexto el riesgo que conlleva el hecho de protestar? A través de los estudios disponibles, tanto metodológicos como empíricos, se evidencian al menos tres factores: i) una caracterización del riesgo a nivel local, en función de la configuración de actores y la historia regional; ii) una continuidad histórica de la represión, anterior al conflicto armado y desvinculada de este, lo que explica, en parte, que esta represión sigue o se incrementa a pesar de la negociación de un acuerdo de paz, en un contexto de redefinición del control territorial por actores no estatales; y iii) el riesgo, que no es un mero costo, está localmente situado -y debe ser analizado a escala local (o microlocal)-; es variable en el tiempo, en función de la historia de cada región, así como de la historia del actor movilizado y de sus estrategias para enfrentarlo. En suma, distinto al énfasis puesto por McAdam (1986) en las condiciones de compromiso previas a la acción riesgosa que ostentan los militantes, aquí la variable más determinante para evaluar el riesgo que conlleva la protesta es la configuración local de actores, en particular los no estatales, frente a los que se moviliza. Esa aseveración se evidencia en los trabajos e informes que describen las modalidades de represión y hostigamiento hacia los actores movilizados y sus potenciales aliados.
Lo que se puede inferir de la literatura sobre militantismo riesgoso y emociones es que estudiar el militantismo de alto riesgo implica especificar a nivel empírico y teórico la complejidad de los vínculos entre emociones, movilización y represión. Los aportes del debate específico sobre emociones y alto riesgo son por lo menos tres.
El primero es que lo que se considera un 'riesgo' no se puede deslindar de un contexto específico y de las configuraciones nacionales y locales de la violencia, pues se adapta a dicho contexto. En otras palabras, lo 'riesgoso' no necesariamente es lo más obvio -lo radical, lo desafiante o lo contestatario-, como lo evidencia la amenaza que enfrentan los promotores de la paz en Colombia. Así, el activismo de alto riesgo no siempre se parece al que se ha concebido tradicionalmente, radicalizado ideológicamente y muy anclado en una larga trayectoria militante (Loveman, 1998; Crettiez, 2011), sino que, en ciertos contextos, es mucho más flexible, adaptativo, oportunista (en el sentido de aprovechar oportunidades), no tan predeterminado, ni tan predecible como argumentaba McAdam. Es más tambaleante, oculto, menos fácil de rastrear en el tiempo de lo que uno quisiera idealmente como investigador.
El segundo aporte es que el estudio de las emociones se ha vuelto cada vez más relevante e ineludible para la comprensión más refinada de la movilización social, particularmente la de alto riesgo. Esta contrarresta buena parte de los planteamientos del paradigma racionalista. Pues sí hay movilización con costos elevados y con toma de riesgos ante la represión, con la presencia del miedo -pero no solo del miedo- en muchos momentos y etapas de la protesta; y algunos añadirían (Wood, 2001): sí hay beneficios de movilización incluso en semejantes condiciones, lo cual significa que el mero cálculo costo-beneficio no alcanza a explicar dicha toma de riesgos; que la toma de riesgos no solo tiene costos; y que los beneficios de la toma de riesgos implican tomar en cuenta dimensiones 'no racionales' de la acción colectiva para su adecuada comprensión.
Adicionalmente, estudiar casos de movilización débil o fallida, entender el alejamiento, la pérdida de compromiso o la salida (provisional o definitiva) de la acción, también es necesario. El análisis de las emociones, muchas veces ocultas o calladas, durante o después de la desmovilización, es una tarea pendiente, porque las emociones influyen en los ciclos de protesta a nivel macro y microsocial. Eso propicia la comprensión de procesos de movilización revolucionarios y contrarrevolucionarios (Flam & King, 2005; Massal, 2014) y puede ayudar a entender ciclos de protesta repentinos y comunes entre diversas áreas culturales como el ocurrido en 2011, y su rápido declive posterior a nivel mundial.
El tercer aporte es la reflexión sobre la represión en diversas modalidades, tratado aquí más tangencialmente. No solo se trata, como lo enfatizaban Combes y Fillieule (2011), de salir del eterno debate sobre si la represión inhibe o cataliza la movilización, sino de repensar juntas las modalidades de la represión, militar, paramilitar o de otra índole, examinando las interacciones entre ellas. También es preciso tomar en cuenta, en el caso colombiano, una trayectoria política de represión anormalmente elevada en un contexto formalmente democrático (Gutiérrez, 2014). Una represión que se extendió a lo largo del período 1910-2010, incluso bajo gobiernos considerados más democráticos (o, más coloquialmente, menos 'mano dura'). El balance de estos cien años de represión plantea interrogantes y paradojas de fondo en torno a la relación entre democracia, paz, represión y movilización social.