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Desafíos

versão impressa ISSN 0124-4035versão On-line ISSN 2145-5112

Desafíos vol.35 no.spe Bogotá nov. 2023  Epub 21-Mar-2024

https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/desafios/a.13208 

Dossier temático

Ucrania, la guerra y las nuevas descolonizaciones*

Ukraine, War and New Decolonizations

Ucrânia, a guerra e as novas descolonizações

Carlos Alberto Patino Villa1 
http://orcid.org/0000-0002-2886-9264

Óscar Almario García2 
http://orcid.org/0000-0003-4312-3206

1 Universidad Nacional de Colombia (Bogotá): Instituto de Estudios Urbanos e Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI) (Colombia). capatinov@unal.edu.co

2 Universidad Nacional de Colombia (Medellín): Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, Instituto de Estudios Urbanos (Colombia). oalmario@unal.edu.co


RESUMEN

La invasión rusa al territorio ucraniano, iniciada en febrero de 2022, ha marcado un hito en las relaciones internacionales contemporáneas y un impacto sustancial en el sistema internacional. El artículo se centra en proponer, desde el campo comprensivo de las ciencias sociales y humanas, el entendimiento de estos acontecimientos, por lo demás, inéditos en la política mundial actual, a partir de tres conceptos fundamentales: (i) la justificación rusa de sus acciones, como parte de un proceso de reimperialización, amparándose en un relato histórico, para reclamar antiguos territorios; (ii) la perspectiva ucraniana, que se enmarca en una postura neonacionalista, como estrategia de defensa armada de su territorio y proyecto político como Estado soberano e independiente, y (iii) desde la perspectiva de las descolonizaciones, que pretende indagar sobre la relación y la tensión de ambos campos de fuerza (Rusia y Ucrania), a la luz de procesos históricos que se reactualizan y reconfiguran el mapa geopolítico mundial.

Palabras clave: reimperialización; neonacionalismo; descolonizaciones; guerra; Rusia; Ucrania

ABSTRACT

The aggression of Russian troops on Ukrainian territory that began in February 2022 has marked a milestone in contemporary international relations and has had a substantial impact on the current international system. This article focuses on deepening the understanding of these unprecedented events in contemporary world politics drawing on three fundamental perspectives: (i) from the Russian vision that justifies its actions as part of its re-imperialization process; (ii) from the Ukranian perspective, framed in a neonationalist stance, as a strategy of armed defense of its territory and of its political project for an independent and sovereign state; and (iii) from the perspective of decolonization processes, which seek to investigate the relationship and conceptualization of the current war between Russia and Ukraine.

Keywords: Re-imperialization; nationalism; decolonications; war; Russia; Ukraine

RESUMO

A agressão das tropas russas ao território ucraniano, iniciada em fevereiro de 2022, constituiu um marco nas relações internacionais contemporâneas e um impacto substancial no sistema internacional. Este artigo tem como objetivo propor, a partir do campo abrangente das ciências sociais e humanas, a compreensão desses acontecimentos, de outra forma inéditos na política mundial atual, com base em três conceitos fundamentais: (i) a justificativa russa de suas ações, como parte de um processo de re-imperialização, apoiando-se em um relato histórico, para reivindicar antigos territórios; (ii) a perspectiva ucraniana, que se enquadra numa posição neonacionalista, como estratégia de defesa armada do seu território e projeto político como Estado soberano e (iii) independente; e na perspectiva das descolonizações, que visa investigar a relação e a tensão de ambos os campos de força, à (Rússia e Ucrânia) luz de processos históricos que atualizam e reconfiguram o mapa geopolítico mundial.

Palavras-chave: re-imperialização; neonacionalismo; descolonizações; guerra; Rússia; Ucrânia

Introducción

El 24 de febrero de 2022, más de 190000 tropas rusas, según diversas fuentes de observación y análisis sobre territorio ucraniano, atravesaron las fronteras de este país, desde cinco núcleos estratégicos: dos que partieron desde el norte, incluyendo el territorio de Bielorrusia; dos que partieron desde Rusia, en el oriente, utilizando territorio de las autoproclamadas repúblicas independientes de Donetsk y Lugansk, en la región del Dombás y sumando, adicionalmente, unidades de tropas irregulares creadas por Rusia, después de las operaciones ejecutadas desde 2014; y una quinta ruta que involucró a las unidades de la Armada rusa, asentadas en la península de Crimea, desde las bases navales de Sebastopol (Patiño Villa, 2022).

La misión inicial de esta guerra era derrocar al gobierno de Ucrania, asentado en la ciudad de Kiev, capital del Estado desde su independencia, en 1991, para lograr la destrucción del Estado ucraniano independiente y sustituirlo por uno que fuera proclive a las decisiones y perspectivas estratégicas globales de Moscú. Esta operación inicial fue, básicamente, una de guerra relámpago,1 en la que se pretendía que las fuerzas ucranianas fueran rápidamente superadas por las rusas, que tenían mayor capacidad de combate, un número más elevado de soldados disponibles como fuerza de ataque y ocupación, así como la disponibilidad de sofisticadas armas como misiles hipersónicos e, incluso, armas de destrucción masiva (Sanger, 2022).

Pero para Ucrania, y para la mayoría de su ciudadanía, esta guerra se ha configurado como una guerra de liberación nacional, en la que se juegan la libertad o el sometimiento total a Rusia y la pérdida de su identidad como Estado. Esta condición explica la sorpresiva capacidad de resistencia militar que tuvieron las fuerzas militares ucranianas, una vez empezada la guerra, lo que provocó que la estrategia inicial de guerra relámpago y toma del territorio por parte de Rusia, fracasara, y con ella, lo que se puede considerar una guerra imperial clásica, que combina herramientas, armas y tácticas contemporáneas. La evidente inferioridad en tropas, armamentos, presupuestos y capacidades militares generales, incluida la inteligencia, hicieron que la no rendición y la capacidad para hacer retroceder a los rusos, fuera algo inesperado, tanto para los rusos como para el conjunto de las fuerzas militares occidentales, especialmente, las europeas.

La tragedia de la guerra en Ucrania y sus impredecibles consecuencias para ese país, para Europa y para el orden político global, exige un complejo ejercicio analítico, desde la perspectiva de las ciencias sociales y humanas, a partir de una serie de reflexiones sobre los enfoques y conceptos que buscan aportar información y nuevos análisis, de un modo propositivo, a la comprensión de esta experiencia inédita, en el contexto contemporáneo. Así, proponemos la discusión a través de tres conceptos: primero, la reimperialización de Rusia; segundo, el neonacionalismo ucraniano, con el fin de caracterizar las fuerzas que alientan sus intereses en esta confrontación, así como llamar la atención de que se trata de proyectos políticos que si bien parecían formar parte de experiencias de periodos anteriores de la modernidad, se han reactualizado y redefinido en el marco contemporáneo, cuestionando supuestos inamovibles del análisis político, donde el imperialismo y los movimientos nacionalistas de viejo cuño eran ya impensables, en el contexto de la globalización.

El tercer concepto propuesto es el de descolonización, en función de dos propósitos: por una parte, motivar a que las futuras investigaciones procuren periodizar y tipificar los casos en que las luchas autonomistas e independentistas, respecto de poderes imperialistas, condujeron a la formación de Estados independientes; por otra, promover una discusión sobre la necesidad de un esquema de interpretación común que, independientemente de experiencias, tiempos y espacios diferenciados, permita la descripción y el análisis de este fenómeno en el largo plazo y entendido, por tanto, como proceso. Aunque este artículo no tiene como finalidad el tratamiento sistemático y profundo de los conceptos de reimperialización rusa, neonacionalismo ucraniano y descolonización que, por lo demás, se refieren a campos muy amplios de la teoría política o del enfoque sociohistórico, queremos hacer explícita su pertinencia -aunque sea en términos provisionales-, tanto para los argumentos puntuales en este artículo como para validar la discusión conceptual y metodológica que proponemos como conclusiones, a partir del análisis de la guerra Rusia-Ucrania.

La guerra y el neoimperialismo ruso

En los discursos previos a la guerra y que, hasta ahora han servido de justificación, legitimación y legalización desde el punto de vista ruso, el presidente Vladimir Putin y, específicamente, en las intervenciones realizadas los días 22 y 23 de febrero, recurrió a tres argumentos: primero, Rusia inició un conjunto de operaciones militares para defenderse de la expansión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) que, desde la implosión soviética, ha venido expandiéndose, rodeando a Rusia y creando un ambiente de creciente incertidumbre. Segundo, el Kremlin se ve obligado a defender a las autoproclamadas repúblicas creadas en el oriente de Ucrania, luego de la toma ilegal que hizo de la península de Crimea, en la operación de 2014 (The Print Team, 2022). Y, tercero, Putin ha hablado, de forma reiterada, de que la misión principal de las acciones militares de 2022, definidas como operaciones militares especiales, tienen como objetivo la "desnazificación" (Talley & Kampelman Fellow, 2022) de Ucrania, el derrocamiento de su régimen y el impulso de uno que respete los derechos humanos, especialmente de los prorrusos de la región del Dombás (Sanches, 2022).

Pero los tres argumentos esgrimidos se basan en una noción geopolítica más amplia y contundente: la reconfiguración de la Rusia histórica y su relación con el antiguo territorio, con respecto al que actualmente ocupa la Federación Rusa, lo que deriva en dos consecuencias directas. Por una parte, el gobierno de Moscú ha procedido a reorganizar lo que algunos analistas han denominado espacio postsoviético, imponiendo políticas de restricción a la soberanía de los Estados que se independizaron, durante y después de 1991 (Charap, 2022).2 Estas restricciones se han manifestado en tres acciones: diplomáticas, restringiendo las posibilidades reales de crear alianzas y pertenecer a organizaciones que el Kremlin vea, sienta o piense que son enemigos de Rusia; institucionales, a través de la consolidación de organizaciones económicas y políticas con Moscú como su epicentro, a partir de sus necesidades y sus perspectivas estratégicas, y, finalmente, bélicas, con acciones militares que impidan la ejecución de cualquier acción política internacional, que consideren improcedente.

Por otro lado, Moscú ha identificado que a la Rusia histórica la está alterando, de manera progresiva, la expansión que ha tenido la OTAN, entre Estados que habían pertenecido, antiguamente, tanto a la Unión Soviética (URSS) como a Rusia en su periodo imperial zarista (Lagoa, 1999). La intervención rusa, a principios de la década de 1990, en Chechenia, fue el principal motivo por el cual varios antiguos miembros del Pacto de Varsovia buscaron la protección bajo el artículo 5, del Tratado de Atlántico Norte, lo que llevó al desarrollo del Partnership for Peace, en la cumbre de Madrid en julio de 1997, donde se dio vía libre para la ampliación de esta Alianza, con la anexión de antiguos miembros del Pacto de Varsovia. Entre estos Estados se encuentran los de la región del Báltico, como Letonia, Lituania y Estonia, así como Polonia, Bulgaria, República Checa, Eslovaquia y Hungría -cuyo gobierno presidido por Víctor Orbán, se considera de carácter prorruso-, y en la región de los Balcanes son miembros de la OTAN Croacia, Albania, Montenegro y Macedonia del Norte. A partir de este momento y, en diversas ocasiones, Rusia ha señalado esta ampliación de la Alianza como contraria a sus intereses de seguridad nacional y, en este contexto, el Kremlin considera válido su reclamo para defenderse, anticipadamente, por lo que considera un cerco deliberado de Occidente.

El concepto de reimperialización, usado y aceptado por un amplio número de expertos en la Federación Rusa, surgido posteriormente a la implosión soviética de 1991, indica la capacidad que un Estado contemporáneo tiene para ejecutar acciones políticas, que van desde el espectro cultural hasta el militar, pasando por los diplomáticos, con el fin de anexar territorios independientes e, incluso, soberanos, y que, en algún periodo histórico, fueron parte de su núcleo territorial, amparándose en una argumentación fundamentalmente histórica. Dicho en otras palabras, se trata de cómo ciertos centros de poder actúan para "recuperar" aquellos territorios que consideran suyos, ya sea por derecho propio o en medio de un alegato reivindicativo histórico-político, independiente de su solidez argumentativa y que, en última instancia, busca una ampliación territorial. Según Vladimir Putin, Ucrania no es una nación independiente de Rusia, no tiene una historia como Estado y los territorios sobre los que se asienta el Estado soberano de Ucrania les han pertenecido, lo que resalta Josep Baqués, citando a De Pedro, en las siguientes palabras:3

En el imaginario del nacionalismo ruso prevalece la idea de que los ucranianos son, en última instancia, rusos; y la condición de Estado independiente de Ucrania es un mero accidente histórico y uno más, de los errores geopolíticos resultantes del periodo soviético. (Baqués, 2015)

En este caso, los procesos de reimperialización tienen que ver con los intentos que Moscú ha venido haciendo, desde 1992, para recuperar aquellos territorios que considera suyos, en medio de la reconstrucción de una nación imperial. El concepto de nación imperial lo han introducido teóricos como Emil Pain, Josep Fradera, Agnia Grigas, entre otros.

Un caso específico de esta situación es el de la península de Crimea, anexada al conjunto de regiones administradas por Kiev, en 1954, durante la dirección del Partido Comunista de la URSS de Nikita Jruschov, en un gesto destinado a ganar el favor del Partido Comunista de Ucrania, luego de las hambrunas y represiones vividas a manos de los mismos soviéticos en el periodo de Stalin, durante las décadas de 1930 a 1950; incluyendo, además, el periodo de ocupación de la Alemania nazi. Pero en 1993, el parlamento ruso aprobó, por mayoría, la propuesta de considerar ilegal el traslado realizado por Nikita Jrushchov y dejó abierta la condición de un casus belli legitima, para que Moscú recuperara un territorio que consideraba suyo, desde que se lo arrebató a los otomanos, en las guerras entre 1768 y 1774, cerradas con el tratado de Kuchul Kainardji.

El establecimiento de la idea de naciones imperiales en el análisis del nacionalismo ruso contemporáneo, principalmente en aquel impulsado por el Estado y los partidos de gobierno y, con mayor precisión, por el gobierno de Vladimir Putin, indica que para Rusia la expansión territorial es una condición básica de existencia de la nación, algo que es socorrido por las nociones de consolidación de la cultura rusa, de la expansión de la iglesia ortodoxa, basada en el patriarcado de Moscú y en la defensa del idioma ruso.

Agnia Grigas (2016) recoge estos planteamientos en su trabajo sobre las acciones militares ejecutadas por Rusia en 2014, en la península de Crimea, cuando invadió y se anexó, militar e ilegalmente, este territorio, y señala que lo que Moscú ejecutó es una política de reimperialización, en el llamado espacio postsoviético y que para ello ha realizado dos tipos de políticas: las conocidas como políticas blandas, que han incluido promocionar la cultura rusa, la lengua rusa, crear políticas de solidaridad eslava, otorgar pasaportes a las minorías rusas que quedaron estacionadas en las repúblicas que se independizaron de la uRSS, entre 1990 y 1992, y el adelantamiento de complejas operaciones de paz. Pero, por otra parte, ha incluido políticas duras como las militares, siendo las más destacadas, al momento en que Grigas publicó su libro, las guerras de Chechenia, Georgia y la invasión de Crimea en 2014; y en la misma línea, emerge la invasión de Ucrania, desde febrero de 2022.

En el reciente libro publicado por el historiador Orlando Figes (2023), titulado Historia de Rusia, aparecido casi simultáneamente en inglés y en español, entre finales de 2022 e inicios de 2023, surge una clara correlación entre la idea del imperio que el actual nacionalismo ruso y que, específicamente, Vladimir Putin agita, y la tendencia a validar la historia rusa como una de carácter imperial, en la que símbolos como la adopción de la bandera imperial rusa, en 1993, o la construcción de la estatua del príncipe Vladimir y su ubicación dentro de los terrenos del Kremlin, en 2016, son las referencias básicas y necesarias para validar un nacionalismo imperial. Pero adentrarse en la historia de Ucrania y Rusia es penetrar en un ámbito intrincado y cruzado, en el que se presentaron tanto trayectorias comunes como distintas de ambos pueblos.

Sobre el origen común hay pocas dudas, el cual se remonta al siglo ix, cuando Kiev, la actual capital ucraniana, era el centro del primer Estado eslavo, creado por un grupo de escandinavos que se hacían llamar rus. Ese gran Estado medieval, que los historiadores llaman Kyivan Rus, fue el origen tanto de Ucrania como de Rusia. Después, en el siglo xii, se estableció Moscú, en lo que entonces era una extensa frontera nororiental. Esos amplios territorios y pueblos diversos estaban a duras penas cohesionados, pero más que por las formas estatales medievales, sobre todo por el hecho de que profesaban la religión cristiana ortodoxa, proclamada como oficial en el siglo ix, por el príncipe Vladimiro I de Kiev, su líder político y espiritual, después de su conversión al cristianismo. Estos antecedentes, en principio, parecen darle la razón al relato historicista de Vladimir Putin, como justificación de la agresión rusa contra Ucrania, al sostener que ambos pueblos y territorios tienen una misma historia y que constituyen uno solo.

Con todo, en medio de esa historia profunda, lejana y, en buena medida, desconocida para nosotros, emergen también reveladoras evidencias de que el origen común de rusos y ucranianos -así como de otros pueblos asociados- no es un argumento suficiente con el cual se pueda desconocer que durante un complejo proceso histórico se formaron sensibilidades, identidades y formas de ser colectivas diferenciadas, que se fueron sedimentando como parte de experiencias y expectativas distintas acerca del territorio, la lengua propia y el derecho a autogobernarse y definirse como pueblos. Resulta crucial tener en cuenta la experiencia de Ucrania como un pueblo con identidad y territorio propio, pero en situación de dependencia y subordinación respecto de distintos imperios y poderes, durante los tiempos modernos como el imperio zarista, el reino polaco, el imperio de los Habsburgo, el imperio otomano, entre otros.

La guerra y el neonacionalismo ucraniano

Ahora bien, tres momentos de esa experiencia ucraniana son especialmente significativos: el primero, en el siglo xviii, con los imperios otomano, zarista y Habsburgo, un periodo durante el cual los territorios de Ucrania fueron reclamados como suyos por esos poderes y durante el cual se definieron tres zonas críticas: la Ucrania oriental, la balcánica y la occidental. Particularmente, el imperio ruso -durante los reinados de Pedro el Grande y Catalina la Grande-desarrolló una agresiva política absolutista interna y de fortalecimiento frente a las potencias europeas, que se complementó con la hegemonía religiosa cristiano-ortodoxa y la "rusificación" de pueblos y territorios, considerados estratégicos para sus aspiraciones imperiales y territoriales, que incluyeron a Ucrania, Polonia y Finlandia. El segundo, durante el siglo XIX, con el imperio zarista y el reino de Polonia, que pretendió anexarse la Ucrania occidental, en el cual se mantuvo la política de rusificación y de expansión sobre los territorios balcánicos, lo que condujo a la Guerra de Crimea (1853-1856) y que enfrentó a Rusia con Turquía y requirió la mediación de las potencias europeas y el control de los estrechos y accesos al Mar Negro y el Mediterráneo, mediante una política internacional de conveniencia común (Kinder & Hilgemann, 1992).

Se advierte en este periodo el surgimiento de una corriente o movimiento nacionalista ucraniano que, aun cuando no logró los objetivos de independencia, va a tener una vigencia hasta el presente, en el orden simbólico. Dicho movimiento entremezclaba ideales políticos de autonomía y resistencia frente al imperialismo ruso, con valores culturales muy preciados por la mayoría de la población, como la defensa del territorio, la identidad, la lengua propia, su música y tradiciones y que tuvo en el poeta y escritor Taras Shevchenko (1814-1861), considerado el "padre de la literatura nacional ucraniana", su máxima expresión, quien, además, fundó una organización para promover la igualdad social, la abolición de la esclavitud, etcétera.

Y el tercero, en la primera mitad del siglo XX, con la Revolución bolchevique, el estalinismo y el fascismo. La derrota del zarismo ruso a manos de los bolcheviques conllevó la política de estos de acoger a los antiguos territorios y nacionalidades oprimidas por el absolutismo, en el seno de la Federación de Repúblicas Socialistas Soviéticas y consagrarla, constitucionalmente, en 1922. Ello constituye un reconocimiento de que la llamada cuestión nacional y el principio de autodeterminación de los pueblos -que no hacían parte del programa socialista, sino del proyecto de los nacionalistas- tenían que ser no solo reconocidos sino, a su vez, liderados por los bolcheviques en el poder, porque se mantenían como problemas cruciales para la estabilidad futura, razón por la cual se reconocía, incluso, el derecho que tenían esos pueblos a la separación definitiva, si así lo consideraban (Mayall, 2015, pp. 126-129).

Aunque, posteriormente, con el triunfo del estalinismo en la URSS sobre la vieja guardia bolchevique, se negarían en la práctica esos derechos, se revivió el expansionismo, el autoritarismo y el uso de la violencia estatal contra ellos, al tiempo que se mantenían formalmente vigentes y como letra muerta, lo que tuvo consecuencias críticas en Ucrania, tal como polémicamente lo expuso desde el exilio, en 1939, en sus escritos, el revolucionario ruso L. Trotsky (1980). Por otra parte, Hitler y el fascismo también pretendieron redibujar el mapa de Europa, con su ambición de expansión sobre Ucrania y al acuñar la imagen de la "Gran Ucrania", una suerte de territorio tapón estratégico, para controlar entre Alemania, Occidente y la Rusia soviética, pero que no se desarrolló, finalmente, como una estrategia consistente (Kinder & Hilgemann, 1992). En ese contexto, de sucesivas opresiones, anexiones y desmembramientos, deben considerarse los orígenes del nacionalismo ucraniano, sus contradicciones de liderazgo -clases medias, nacionalismos de derecha y culturales- y su redefinición contemporánea, que hemos conceptualizado como un neonacionalismo. La clave de este se encuentra en la fase actual globalizada del mundo y la crisis política internacional.

Desde esta perspectiva ucraniana, la acción militar de Rusia de 2022, que ya estaba antecedida por las acciones militares de 2014, es un crimen de agresión internacional contra un Estado soberano, sin provocación alguna y dirigida al colapso del Estado gobernado desde Kiev. Este alegato sobre el crimen de agresión tiene dos soportes clave desde las reglas de la política internacional: primero, Ucrania es desde 1991 un Estado independiente y soberano, reconocido por prácticamente la totalidad de los Estados del mundo. Segundo, como Estado soberano que, adicionalmente, hace parte de las organizaciones internacionales vigentes y que es, además, suscriptor de la mayoría de los tratados de derecho internacional, tiene el derecho y la potestad de firmar acuerdos que le permitan pertenecer a alianzas comerciales, culturales o, incluso, defensivas, y a establecer mecanismos de reconocimiento de su propia identidad nacional, tanto interna como internacionalmente. Desde el punto de vista de Kiev, el reclamo de una Rusia histórica no tiene sentido; es una amenaza existencial real y no puede ser aceptado como un principio para la acción internacional de Moscú, ya fuese como una medida de constreñimiento para el poder soberano de Kiev o como una medida de sometimiento, de alguna forma concebible a las perspectivas e ideas defendidas por Moscú.

El historiador Serhii Plokhy (2015) informa, con un hecho puntual, cómo desde antes de la implosión soviética, existía ya un movimiento político fuerte con respecto a la independencia de Ucrania: durante el viaje de mediados de año, en 1991, que realizó el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, para ofrecerle su respaldo a Mijaíl Gorbachov, de regreso a Washington, visitó Kiev, fue a su parlamento y, en lugar de encontrar discursos y banderas del partido comunista, encontró banderas nacionalistas, símbolos de que se reclamaban ucranianos, así como la petición formal de que apoyase la independencia y el Estado que se formaría desde Kiev. Bush se negó a aceptar tales peticiones y recibió por parte de los miembros del Partido Demócrata de Estados Unidos el apelativo de "el pollo de Kiev", por salir huyendo de esta situación política, sin dar respaldo a una petición de independencia que, además, iba en el camino de crear un Estado democrático. De hecho, en sus discursos, enfatizó que no tenía idea de cuándo podría estar la OTAN dispuesta a aceptar a Ucrania como miembro (Woronowycz, 2004).

Los ucranianos han ido construyendo una nación diferenciada, basada en nexos políticos, en estructuras jurídicas, en la búsqueda de referentes culturales comunes, incluidos los literarios y los religiosos, además del otorgamiento de derechos y libertades, claramente diferenciadas e inexistentes en el contexto ruso. La construcción de esta identidad se basa en la diferenciación y separación con respecto a Moscú y la búsqueda de uniones y de participación de la vida europea y, sobre todo, de la ruptura de los nexos históricos con Moscú como capital imperial que, por más de tres siglos, dominó y gobernó Kiev. El nuevo nacionalismo ucraniano, de ninguna manera, se puede considerar homogéneo; por el contrario, se ha sedimentado en capas que se construyen de varios sustratos, que van desde posiciones liberales y occidentalizantes, pasando por tendencias autoritarias y militaristas, que llegan, incluso, hasta corrientes filonazis. Como se sabe, estas últimas, pese a no ser dominantes en el espectro político, han sido utilizadas por Putin para justificar la agresión rusa a Ucrania.

Desde que en 1991 Ucrania se independizó de la URSS, bajo la forma de Estado-nación, la reconstrucción de la identidad nacional ucraniana adquirió un carácter de urgencia para el nuevo Estado, enfrentando tres actitudes distintas de su población, de acuerdo con las regiones en que esta se ubica: en las regiones más occidentales, encabezadas por la ciudad de Leópolis, para los ucranianos recién independizados, era importante la diferenciación completa de la cultura rusa, no solo de su política y economía, sino también de sus cánones estéticos y de sus realidades cotidianas. Así, para estas regiones, la promoción de la integración dentro de las instituciones de Europa occidental es un objetivo prácticamente indiscutible.

En las regiones centrales del país, caracterizadas por influencias sociales, culturales y políticas que se generan desde Kiev y que es, además, la capital del Estado, la convivencia con sectores de la población rusohablante o, incluso, el mantenimiento de ciertos lazos diplomáticos y económicos con Moscú eran necesarios, para evitar grandes crisis; pero, al mismo tiempo, como lo ha descrito Masha Gessen (2018), en su libro El faturo es historia, el Estado ucraniano fue construyendo una sociedad liberal, claramente diferenciada de la sociedad autocrática y nacionalista que fue surgiendo en la Rusia postsoviética. En la región oriental de Ucrania surgió la resistencia a la consolidación de una identidad diferenciada, especialmente en el área conocida como Dombás, donde está la población, mayoritariamente, rusófona, y donde el Estado ruso actual ha tenido una influencia política más visible. Algo constatable con el apoyo de Moscú al Partido de las Regiones, que permitió que el político pro-Moscú, Víktor Yanukovich, obtuviera la victoria electoral, en 2009, para terminar derrocado por la revolución del Euromaidán, entre finales de 2013 e inicios de 2014.

Para los ucranianos, especialmente para aquellos que habitaban las regiones central y occidental del país, antes de la guerra, la idea de tener alguna forma de retorno a Rusia o alguna forma de dependencia estratégica con la Federación Rusa resultaba impensable, y fueron sectores sociales y organizaciones gremiales de diverso orden los que impulsaron con un evidente impacto político los procesos de solicitud de ingreso a la Unión Europea, durante 2013, en el periodo de Yanukovich, presidente de orientación prorrusa, que logró, finalmente, acceder al poder en las elecciones de 2009, luego de derrotar a Yulia Timochenko. Yanukovich se negó a la firma de los documentos finales, lo que condujo al alzamiento popular que se conoció como la "revolución del Euromaidán",4 que terminó siendo una revuelta popular violenta, con un número importante de muertos y el uso abierto de armas de fuego, por parte de manifestantes civiles (Smale, 2014). Yanukovich terminó huyendo del país, el 23 de febrero de 2014, dejando de lado, incluso, a los sectores prorrusos del oriente país y, en especial, a los militantes del llamado Partido de las Regiones, que exigían el reconocimiento de la cooficialidad del ruso, como lengua de uso permanente, junto al ucraniano. La respuesta por parte de Moscú fue la toma de la península de Crimea y la política de hechos militares sobre la península, lo que llevó al gobierno de Putin a declararla, ubicada entre el mar de Azov y el Negro, como territorio indudable e indisputadamente ruso.

Ahora bien, durante el periodo de la guerra, los ucranianos, presididos por Volodímir Zelenski, un judío (Higgings, 2019) cuya historia personal y familiar hace quedar como ficción las acusaciones de Putin de estar presidiendo un régimen nazi, ha dirigido a la sociedad ucraniana como una nación asediada por un imperio, y en esa misma medida ha logrado que Kiev entre en el mapa de la geopolítica mundial actual, hasta el punto de que la guerra se ha convertido en una referencia ineludible, para tomar posiciones de alianza, condena o neutralidad con respecto esta, al gobierno de Moscú o al gobierno de Kiev (US Department of State, 2022). Zelenski ha expuesto en sus diferentes intervenciones ante gobiernos, parlamentos y congresos que en Ucrania se está luchando una guerra por el futuro de Europa y que es allí donde puede ser detenida Rusia y sus ambiciones territoriales neoimperialistas.

Esta afirmación contrasta con la realidad de sometimiento en la que quedó Georgia en 2008, o ante el silencio y la inactividad occidental con la toma de la península de Crimea, en 2014. El efecto de las intervenciones de Zelenski ha ido en tres direcciones: primero, ha llevado a impulsar el reconocimiento de Ucrania como Estado y como nación. Segundo, ha logrado impulsar acciones que han permitido forjar la perspectiva de Rusia como Estado agresor y, potencialmente, desestabilizador del mundo contemporáneo, toda vez que dos países que habían pasado por el siglo XX como neutrales, rompieron dicha condición y han iniciado las acciones necesarias para ingresar en la OTAN. Estos son Finlandia y Suecia. Y, tercero, ha logrado no solo visibilidad, sino también activar alianzas defensivas fuertes, logrando que tanto Estados Unidos como varios Estados europeos se comprometan con su defensa, aportando armamento, financiación y recibiendo millones de migrantes (Nieto, 2022).

Timothy Snyder ha afirmado, en un artículo publicado en The New York Times, el 28 de abril de 2022, que la guerra en Ucrania es una de carácter colonial y que, en ese sentido, lo que allí se disputa, militarmente, es mucho más que el posicionamiento de fuerzas militares, con perspectiva estratégica: es la limitación de un imperio que siempre se ha definido por la capacidad coercitiva, para mantenerse unido, al igual que indicó en su momento Charles Tilly (1992).5 A la vez, es la consolidación de un Estado-nación que tiene derecho a mantener la condición de una soberanía plena. El neonacionalismo ucraniano surge en un momento crítico para el mundo occidental, que suponía que las naciones eran ya algo del pasado, como muchos intelectuales venían proponiendo e, incluso, esta reactualización del nacionalismo se está haciendo a través de la práctica de la guerra, lo que hace que, para Kiev, la actual guerra sea una guerra de independencia, en la que se juega su derecho de existencia, casi al todo o nada.

La guerra y los procesos de descolonización: la tensión entre Rusia y Ucrania

Ambas perspectivas: la neoimperialista rusa y la neonacionalista ucraniana, a pesar de sus contrastes o, precisamente, por ellos, tienen o podrían tener -más allá de la tragedia de la guerra, de lo injustificado de la agresión rusa y de sus devastadoras consecuencias-, un marco común de comprensión como nuevas descolonizaciones, en un contexto de reimperialización, de Rusia y de Occidente. La reimperialización de Rusia y el neonacionalismo ucraniano, como guías para el análisis de la guerra en curso, nos llevan a preguntarnos por la utilidad del concepto de descolonización, para tratar de completar, así sea provisionalmente, este ejercicio de comprensión. Si el propósito de la guerra desde el punto de vista ucraniano es no solo resistir la agresión, sino además alcanzar su autodeterminación, independencia e inclusión en la Unión Europea, habría que entenderla entonces como el acto final de un largo proceso de descolonización y, por tanto, como una experiencia comparable con otras del mismo signo y, con mayor razón, por tratarse de un proceso de descolonización escenificado en un contexto contemporáneo globalizado.

Lo primero que llama la atención, respecto al concepto de descolonización, es que a pesar de haberse utilizado en el lenguaje político contemporáneo, su definición sigue siendo imprecisa, cuando no polisémica, sobre todo si se la contrasta con la evidencia histórica. Una definición inicial de descolonización hace referencia al proceso de liquidación jurídico-política del colonialismo y que pone fin a la situación colonial. Sin embargo, esas primeras certezas sobre su entendimiento se tornan más esquivas, cuando se toma conciencia del linaje común que comparte con otros conceptos surgidos o redefinidos en la transición del Antiguo al Nuevo Régimen en la modernidad política, como emancipación, autonomía e independencia, imperio, Estado, República y nación o soberanía, súbdito y ciudadanía, por mencionar algunos de los más conocidos. Pero más allá de un enfoque centrado en los conceptos, en el sentido de Koselleck (2012, 2021) o Fernández Sebastián (2008, 2009), por ejemplo, también hay que tener presente las experiencias históricas en las que estos conceptos tomaron vida, como acciones encaminadas al logro de ciertos objetivos y que los actores de la época juzgaron apropiados y conducentes.

Una experiencia clave de la modernidad radicó en la expansión por el mundo de las potencias europeas, con las consiguientes prácticas del colonialismo y el imperialismo; pero, como es sabido, simultánea a esta historia, existe otra: la de las múltiples respuestas, en términos de derrotas, hibridaciones y resistencias, a los modelos colonialistas. Esta es la razón por la cual algunos enfoques proyectan la historia de las resistencias hasta las descolonizaciones, pero algunas de ellas, lamentablemente, lo hacen desde una suerte de relato lineal, porque entienden los procesos de descolonización como acciones que, en última instancia, tendían a perfeccionar el rumbo más equívoco de la humanidad y a darle continuidad a la evolución histórica como realización. Los paradigmas dualistas y del nacionalismo metodológico se empeñaron en limitar la observación del proceso de las descolonizaciones, reduciéndolo a fronteras nacionales o a lógicas derivadas de relaciones unidireccionales, entre las nuevas naciones y sus respectivos imperios dominantes.

En la inmediata posguerra, desde mediados del siglo xx y justo antes de que la globalización empezara a tomar sus formas más características, el mundo asistió a un cambio sin precedentes, por su amplitud e impacto general, por cuanto numerosos pueblos empezaron a disponer de sí mismos, después de haber estado sometidos a la dependencia colonial, fenómeno que se conoce como la descolonización del mundo o, más puntualmente, como la descolonización del Tercer Mundo (Pastor Sanmillán, 1995). Por su riqueza histórica y lecciones, por la cantidad y la calidad de los acontecimientos, movimientos, personalidades, variables nacionales y locales que acompañaron esa trasformación política, es comprensible que haya recibido una merecida atención académica y política, como lo testimonian numerosos estudios y debates. Pero la cuestión que aquí nos interesa detallar, particularmente, tiene que ver con aspectos conceptuales y metodológicos que subyacen a los hechos; estamos convencidos de que esta no solo es una discusión pendiente, sino que por su potencial podría conducir a unos criterios básicos comunes, que permitan profundizar en el estudio del fenómeno de las descolonizaciones, en su sentido amplio.

En efecto, la modernidad tardía no solo reprodujo regímenes desigualitarios e ideologías que los legitimaban, así como prácticas supremacistas, clasistas, sexistas, racistas y excluyentes, sino que proyectó esas prácticas e ideologías en el sistema político de los Estados nacionales, que surgieron del antiguo mundo político basado en imperios. Desde entonces, la historia global es una historia de/por la igualdad (Piketty, 2021), en medio de Estados nacionales articulados en relaciones de poder mundial y un sistema capitalista dominante. Como hipótesis de trabajo para la discusión se propone, entonces, incluir el proceso de desintegración del Imperio español, visto como contexto y proceso, para documentar y explicar tanto los orígenes de la Nación y el Estado en esta parte del mundo moderno como para entender el fenómeno de las independencias hispanoamericanas, considerándolas el primer proceso de descolonización global. De esta manera, no solo se amplía el marco comparativo de la compleja transición del Antiguo al Nuevo régimen y de un orden político mundial basado en imperios a uno basado en Estados nacionales, sino que también se posibilita repensar las periodizaciones canónicas al respecto e intentar reordenar los acontecimientos con otras lógicas. Por consiguiente, el segundo proceso de descolonización global sería el que, actualmente, conocemos como el primero, es decir, la descolonización que siguió a la terminación de la Segunda Guerra Mundial, sobre todo en Asia y África. En ese orden de ideas, las aspiraciones del nacionalismo de Ucrania y de otros procesos similares, como los de los países que hicieron parte de la URSS o de su área de influencia, en procura de su completa independencia o en el caso de Taiwán, respecto de una eventual agresión de China, podrían ser entendidos como un hipotético tercer proceso de descolonización global.6

Con todo y su validez, este recurso metodológico y conceptual trasciende los alcances de este artículo, por varias razones que apuntan a la conveniencia de redefinir el concepto de descolonización, atendiendo a su carácter procesual, que ocurre en el largo plazo y en espacios diversos. Ello da lugar a entramados sociales contrastados y a formas de resistencia muy diversas, factores que, al interactuar, terminaron por involucrar a distintos sectores de la situación colonial, en los anhelos de autonomía e independencia. Por lo tanto, lo que procede es analizar las dinámicas diferenciadas del proceso y sopesar el éxito, el fracaso y los alcances de los propósitos independentistas, pero no en clave esquemática de continuidad o cambio, es decir, de establecer si con la descolonización se trataba de originar nuevas relaciones de dependencia o de un auténtico cambio social y político, y, en su lugar, esforzarse en identificar las interconexiones e interacciones, internas y externas, que, al hilo de la descolonización, configuraban otras relaciones sociales.

En la misma vena, entendemos el desafío de avanzar hacia otro relato histórico que supere el dominante relato eurocéntrico sobre el proceso de descolonización, según el cual fueron los "imperialismos", en nombre del sistema capitalista o socialista, los que realizaban la historia al apoyar o promover las independencias desde sus cálculos políticos, lo que literalmente dejaba como "gente sin historia" a los pueblos colonizados y descolonizados. Un enfoque diferente debería partir de la complejidad y el largo plazo del proceso de las descolonizaciones, como fenómeno que ha acompañado los avatares de la modernidad; reconocer la amplia historia cruzada que subyace tanto a la expansión occidental como a otras expansiones civilizatorias; así como encontrar las interconexiones, redes, negociaciones y resistencias que configuraron espacios, instituciones y culturas tramadas, en una globalidad que desafía cualquier pretensión de simplificación.7

Por ejemplo, no todas las experiencias de expansión de los imperios europeos se basaron en el establecimiento de colonias en estricto sentido, es decir, en el hecho de haber transterrado "colonos" desde las metrópolis hacia "tierras de nadie", como en el caso de las colonias de la costa este de Norteamérica, por parte del imperio inglés. Otros imperios, por ejemplo, como el holandés y el portugués en sus primeras etapas, utilizaron estrategias comerciales y puntos de contacto como "almacenes y factorías", para esquilmar a las poblaciones originarias. La monarquía compuesta hispánica, sobre todo en América, definió dominios de ultramar y reinos de Indias, no colonias; por ello, en sus documentos históricos, ni siquiera se utiliza la expresión, no por lo menos hasta que el reformismo borbónico de la segunda mitad del siglo XVIII, buscando emular a las potencias competidoras de Inglaterra y Francia, intentó redefinir las relaciones entre la metrópoli y sus dominios indianos, en términos colonialistas. Pero todas las potencias europeas, en el entramado de la modernidad, contribuyeron a dar origen y a consolidar la espantosa experiencia del sistema esclavista de la gente negra africana, que modificó dramáticamente sus pueblos originarios y la demografía de sus lugares de destino.

Esta historia eurocéntrica debe ser interpelada y lo está siendo por corrientes historiográficas críticas, que cuestionan periodizaciones canónicas, actores protagónicos prestablecidos y la sistemática negación de otros, a fin de promover un nuevo relato global, cruzado y contradictorio sobre la modernidad, acerca de la reproducción de los regímenes desigualitarios y las ideologías legitimadoras. Destacan las marcas que dejaron en las sociedades, identifican las distintas formas del trabajo coactivo, muestran la persistencia de los proyectos alternativos de los grupos subalternos que los resistieron, procuran comprender los procesos de descolonización y el origen de los Estados nacionales por la convergencia de muchos actores y señalan la continuidad de los conflictos sociales en la vida política independiente, por la enorme diferencia existente entre la igualdad política proclamada pero basada en modelos culturales homogeneizadores y la igualdad social que se ve aplazada por los modelos explotadores, entre otros aspectos.

Posiblemente, la guerra Ucrania-Rusia, en medio de la tragedia que significa, proporcione elementos de juicio para tratar de desentrañar una de las grandes paradojas de la modernidad, a saber: su configuración dual socioespacial. Por un lado, un sistema económico o material único, global y capitalista; por otro, un mundo dividido en dos centenares de Estados nacionales diferenciados por sus relaciones con la economía global y el orden político mundial. Las guerras contemporáneas no giran ya en torno a proyectos económicos alternativos o divergentes, del tipo capitalismo o socialismo, sino en torno a fenómenos de reimperialización y neonacionalismos que hacen parte de la reconfiguración política contemporánea. Así, se puede conjeturar que las diferencias políticas son más de grado y relacionadas con la persistencia de instituciones y valores morales alcanzados durante la modernidad como clave para la convivencia (derechos, libertades, control social del poder, democracia). La guerra como "continuidad de la política por otros medios" aparece entonces como una amenaza constante y de cierta forma inevitable, sobre todo en aquellas circunstancias, actuales o futuras, en que los modelos totalitarios de poder y las ideologías fundamentalistas hayan doblegado o seducido, o puedan llegar a hacerlo, el razonamiento crítico de sus sociedades y culturas. En ese contexto, los proyectos neoimperialistas y neonacionalistas, así como sus prácticas, harán parte inevitable del escenario político contemporáneo; pero, aparte de los recursos políticos conocidos para el logro de sus respectivos propósitos, la cuestión ético-política de sus causas tendrá también un peso específico tanto en lo externo como en lo interno.

Algunas consideraciones finales, para abrir el debate

El enorme peso de lo inédito, como rasgo que parece presidir las tendencias sociopolíticas contemporáneas, cuestiona no solo a los poderes establecidos o en ascenso, sino también a las ciencias sociales y humanas acerca de la utilidad de sus recursos analíticos convencionales, para seguir la estela de los acontecimientos, al tiempo que las convoca a la imperiosa necesidad de su renovación. En efecto, desde los orígenes de las disruptivas tendencias que observamos en la actualidad, no resultó fácil para analistas y líderes mundiales captar a cabalidad las fuerzas desatadas de la modernidad, ni superar la sensación de impotencia para predecir su evolución y, menos aún, concluir cuáles podrían ser las acciones más adecuadas para sus intereses, situación que, en muchas ocasiones, condujo a realidades híbridas e inimaginables. Después de casi cinco siglos de una modernidad que había procurado, a toda costa, su mundialización desde el siglo XVI, según el conocido enfoque del historiador Fernand Braudel, dicha tendencia habría experimentado una inflexión, en el siglo XX. En efecto, según Polanyi (2014), a raíz de la conflagración mundial de mediados del siglo XX y debido a la caída simultánea de tres de formas universalistas de sociedad, a saber: capitalismo liberal, socialismo de la revolución mundial y sistema de dominación racial, la nueva tendencia apuntaría a la formación de un mundo diferente que, a partir de los antecedentes económicos conocidos, como el libre mercado y la planificación, tomaría otras formas y combinaciones, entre otras, pero que en todo caso serían regionales.

Lo que siguió a la victoria de los aliados -no obstante la creación de las Naciones Unidas como instancia reguladora de las relaciones internacionales y para prevenir guerras de grandes proporciones- fueron la rápida configuración de un mundo políticamente bipolar, la carrera armamentista con el fin de demostrar la superioridad de sus respectivos sistemas y la transferencia de esa polarización al concierto de Estados nacionales, con consecuencias como la formación del llamado Tercer Mundo, que oscilaba entre un proyecto político y otro, incluidos movimientos nacionalistas y descolonizadores. Sin embargo, lo que menos previeron los pensadores sociales, independiente de sus inclinaciones ideológicas, es que, desde el último tercio del siglo XX y en adelante, se produciría un drástico desacople entre el sistema económico global y el orden político mundial, con el ingreso de la modernidad a su fase actual, fenómeno que se ha entendido mediante el socorrido concepto de globalización.

Uno de los debates que dejamos entre el tintero es la posibilidad de superar los paradigmas dualistas y del nacionalismo metodológico, mediante un enfoque complejo y global, y avanzar de lo nominal a conceptos críticos. Nociones como descolonización, autonomía, emancipación, autodeterminación e independencia son, en muchos casos, puramente descriptivas y, por lo tanto, están en busca de profundidad, perspectiva y comparación. Las características fundamentales que las pueden definir, diferenciar y relacionar no han sido objeto de suficiente reflexión y sus términos suelen intercambiarse con facilidad. Por lo general, estas incompletas tareas metodológicas delatan su relación con prácticas y discursos que justifican ideológica y políticamente los colonialismos, los nacionalismos y los imperialismos. La alternativa conceptual ante ese panorama debe ser el despliegue de conceptos críticos y plurales aplicados a casos concretos, construidos desde la perspectiva histórica, pero en conversación con las ciencias sociales, para evitar la vaguedad y fortalecer el diseño de proyectos de investigación pragmáticos y verificables.8

Y, por otra parte, una periodización flexible pero comprehensiva, que pone en el centro del debate expresiones corrientes que suelen ser confusas, por ejemplo, al referirse a la era de las descolonizaciones como acontecimientos pioneros del siglo XX, con descuido de experiencias previas. En este punto, el desafío radica en acometer un ejercicio histórico, esto es, periodizar las descolonizaciones como fenómeno de larga duración, observando el fenómeno en relación con la modernidad, en sus distintas etapas: dura, líquida y globalizada. Las principales aportaciones al respecto se concentran en lo ocurrido durante la modernidad tardía, con características de industrialización, democracia de masas y Estados-nación; sin embargo, los trabajos críticos más recientes llaman la atención sobre la importancia del periodo previo, al destacar lo significativo de la transición entre el Antiguo Régimen y el Nuevo y al documentar su impacto en las transformaciones imperiales en los siglos XVIII y XIX, sobre todo de Inglaterra, España y Francia.

Pero el debate sigue abierto. Por ejemplo, un reconocido experto, argumenta que "[...] la Revolución americana, que dio origen a los Estados Unidos y trajo consigo la reestructuración del Imperio británico, fue el primer gran acto de creación de un Estado y descolonización en la historia mundial" (Armitage, 2012, p. 10). Mas allá de la evidencia histórica y habida cuenta del descarte que este análisis hace de los antecedentes de las autonomías holandesa y portuguesa del siglo XVII respecto del poder hispánico -porque lo que habrían hecho solo fueron actos de restauración de las instituciones previamente existentes-, creemos que, para matizar la anterior afirmación, procede la pregunta por la globalidad del fenómeno, sobre los orígenes de las descolonizaciones modernas. En el caso americano, se tuvieron que esperar casi treinta años para que irrumpiera un acontecimiento similar al norteamericano, hasta 1804, cuando en Haití los esclavos negros y los negros libres aprovecharon el vacío de poder que produjo la Revolución Francesa en las colonias, para establecer el primer Estado-nación, de lo que hoy llamamos Latinoamérica y el Caribe. Y todavía habría que esperar otros tres lustros para que, a raíz de la crisis política del Imperio hispánico y el fracaso del proyecto reformador y liberal de ese imperio, se diera la primera gran oleada de descolonizaciones de carácter global con el proceso de las independencias hispanoamericanas.9

En últimas, la invasión de Rusia sobre Ucrania, y la renovación de la guerra como mecanismo político y de modificación de fronteras estatales y territorios, ha evidenciado que en el contexto contemporáneo es posible la reconfiguración de Estados existentes como imperios, a través de procesos factibles de reimperialización, a la vez que se han consolidado mecanismos contemporáneos de independencia de sociedades que se reconocen y proclaman como naciones, acudiendo a la guerra como mecanismo de defensa y consolidación nacional ante las acciones bélicas iniciadas por los Estados en condiciones de reimperialización. En este contexto se produce un resurgimiento del nacionalismo, al que hemos denominado neonacionalismo, junto con una renovación de los procesos de descolonización, con sus diferentes implicaciones políticas, sociales y culturales.

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* Los autores agradecemos a los lectores anónimos designados por la revista por sus recomendaciones y a la historiadora María Mercedes Gómez por su lectura crítica y valiosas sugerencias que han contribuido a mejorar y reordenar el texto original, aunque somos los únicos responsables de sus argumentos y posibles inconsistencias.

1La guerra relámpago o blitzkrieg que, aunque teorizada desde el siglo xvm, es introducida en el campo de batalla solo en la Segunda Guerra Mundial. Tenía como propósito evitar el estancamiento del frente típico de la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial. Pero la blitzkrieg no hubiera tenido el éxito que tuvo, sin que se hubieran producido modificaciones en los carros de combate, en especial en lo concerniente a su velocidad y su autonomía.

2En un informe de análisis presentado por la Rand Corporation en 2021, titulado Russia's Military Interventions. Patterns, Drivers, and Signposts, elaborado por un grupo de expertos en Rusia y Europa Oriental, se identificó que Rusia ha realizado, desde 1992 y hasta el año de presentación del informe, 25 intervenciones militares, que, con la guerra contra Ucrania de 2022, suman 26.

3Tal como indican los investigadores rusos, Andrey Makárychev y Alexandra Yátsyk, "a ojos el Kremlin, la soberanía es un raro fenómeno del que disfrutan solo un reducido número de Estados". Es decir, que la sobe ranía —real y no meramente formal— no es inherente a la condición estatal, sino un privilegio exclusivo de las grandes potencias del sistema internacional, entre las que, obviamente, no se encuentran ni Kazajistán ni Ucrania.

4Los datos dan a entender que los promotores de la revuelta de Maidán se lanzaron al vacío. Por una parte, incluso si tomamos datos agregados del conjunto de Ucrania, sus apoyos no eran tan evidentes como podría parecer en primera instancia: el 48 % de los ucranianos se declaraba a favor, y el 46 %, en contra de ese proceso. Pero, por otro lado, atendiendo a la fractura territorial antedicha, la situación les era claramente desfavorable en los territorios menos afines: mientras el 80 % de la población del oeste lo apoyaba, ese porcentaje no superaba en ningún caso el 30 % en el sur y el este del país; mientras que normalmente rondaba, a lo sumo, el 20 % (Ruiz Ramas, 2014).

5Según la explicación de Tilly, la vía intensa de coerción en la formación del Estado nación moderno tuvo como elemento vital la creación y el uso de fuerzas militares que permitieran a quienes las creaban competir con otros Estados y otros sujetos con ámbitos de poder personal, por territorios, acceso a puertos y ríos, cobro de impuestos o la anexión de territorios poblados de importancia relevante, que bien podían ser ciudades-Estados, pequeños poblados con actividad comercial o artesanal especializada o pequeñas áreas con actividad agropecuaria relevante. Para ampliar información véase el libro de Charles Tilly, de 1992, Coerción, capital y Estados europeos: 990-1990 (pp. 79 y ss.).

6La construcción de una perspectiva atlántica, desde sus dos orillas, a fin de revisar la experiencia hispánica e hispanoamericana, ha sido una preocupación notable en los trabajos de un amplio elenco de investigadores, ejemplo de los cuales son Chust (2007a, 2007b) y Portillo Valdés (2006, 2022). Rodríguez (1996), Guerra (1992/2009), Lucena Giraldo (2010) y Pérez Vejo (2010), entre otros, ilustran sobre la singularidad de lo hispánico y lo hispanoamericano en la modernidad. Con un énfasis en los desen cuentros entre las etnias, la Nación y el Estado en el caso mexicano conviene ver a Florescano (2003), y a Almario (2005) para el colombiano. Para una posible periodización para los casos hispanoamericanos vistos como descolonización, véase Delgado Ribas (2006), y para la independencia en la Nueva Granada, específicamente, Almario (2013).

7A modo de ejemplos de trabajos con la perspectiva de complejidad y globalidad, véanse Mann (1991), Pomeranz (2000), Armitage (2004), Sassen (2010), Subrahmanyam (2014), Echevarría Bacigalupe (2013), Osterhammel (2002, 2015), Conrad (2017), Olstein (2019), Piketty (2019). Un buen ejemplo de que la complejidad y la perspectiva global pueden tomar como epicentro del análisis a los "pueblos sin historia" se encuentra en el ya clásico trabajo de Wolf (1987).

8 Los siguientes textos son sintéticos y propositivos al respecto: Schriewer y Kaelble (2010), Joas y Knöbl (2016) y Della Porta y Keating (2018).

9El campo de los expertos reconoce en los aportes de Gellner (1988) y el debate que suscitó (Smith, 1996; Hobsbawm, 1991; Geertz, 1989), el estímulo básico para la formación de dos vertientes que disputan acerca del origen moderno o étnico-cultural de las naciones y los Estados. En cuanto a una perspectiva que incluya lo hispánico como parte de un modelo de comprensión común y comparable, pero sin descuido de sus especificidad, son clave el influyente libro de Anderson (1993), el aporte pionero de Annino et al. (1994) acerca de la singular transición de imperios a naciones en Iberoamérica, y para discutir comparativamente sobre los tres modelos americanos de modernidad es útil el ensayo de Eisenstadt (2013). Para una síntesis de esas discusiones véase Colom González (2003, 2005), y sobre la importancia de los aportes de F.-X. Guerra, véase Verdo et al. (2003).

Para citar este artículo: Patiño Villa, C. A., & Almario García, Ó. (2023). Ucrania, la guerra y las nuevas descolonizaciones. Desafíos, 35(Especial), 1 26. https://doi.org/10.12804/revistas.urosario.edu.co/desafios/a.13208

Recibido: 26 de Abril de 2023; Aprobado: 09 de Noviembre de 2023

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