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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.2 no.2 Bogotá Jan./June 2000

 


DEL MERCADO AL INSTINTO (O DE LOS INTERESES A LAS PASIONES)1


FROM MARKET TO INSTINCT (OR FROM INTEREST TO PASSIONS)



Félix Ovejero Lucas2

1. Tomado de Isegoría 18 (1998), pp. 181-203. Se publica con la autorización del Instituto de Filosofía (CSIC), Madrid.
2. Profesor de la Facultad de Económicas de la Universidad de Barcelona


RESUMEN

[Palabras clave: orden social, mercado, intereses, pasiones, emociones, JEL: B25, D59, D69, D72]

En este ensayo se analizan las explicaciones liberales del orden social. A lo largo de la exposición, Ovejero sugiere la conveniencia de revisar dos posturas centrales del liberalismo que mucho tienen que ver con el planteamiento del “problema” del orden social y su “solución” a través del mercado. El “problema” se basa en la idea insostenible de individuo presocial inherente al liberalismo. En el artículo se exponen algunos argumentos para mostrar por qué razón no tiene sentido la pregunta por el “fundamento” del contrato social. Se sostiene que la sociabilidad no se puede elegir, como tampoco se elige el lenguaje; es decir, tampoco puede explicarse como un resultado de los intercambios o de la negociación de los individuos en el mercado. También se analizan las alternativas posibles para explicar la existencia del cemento social: el vínculo cívico y el vínculo emocional. El artículo termina con un retorno a las pasiones, entendidas en términos de emociones e instintos, como fundamento central para explicar la forma en que el interés personal y el mercado se conjugan para garantizar el orden social.

ABSTRACT

[Key words: social order, market, individual interests, passions, emotions, JEL: B25, D59, D69, D72]

This essay analyzes liberal explanations of social order. Throughout exposition, Ovejero suggests the convenience of reviewing two central insights of liberalism, related with the way that the “problem” of social order is stated and its “solution” through the market. The “problem” is based on the unsustainable idea of presocial individuals inherent to liberalism. The article develops some arguments that shows why it has no sense to ask for the foundation of social order in that way. It supports that sociability can not be chosen, as the language can no be chosen either, in other words sociability can not be explained as a result of exchange or bargaining among individuals. The paper analyzes too the alternatives to explain the existence of social cement: passions, in terms of emotions and instincts, as the central basis that explains the way in which personal interests and the market would guarantee the social order.



Nos mantienen con vida extraños equilibrios que no son comprensibles desde la propia vida

Carlos Marzal

Cuando todo sucede naturalmente las cosas son todavía más extrañas
R. M. Rilke

La organización de la vida social se ha enfrentado al problema de armonizar los objetivos de los individuos y los objetivos colectivos. Con sus importantes matices, ese problema está en la raíz de importantes discusiones de las teorías sociales y normativas contemporáneas: la configuración de una voluntad general a partir de voluntades individuales, la posibilidad de la acción colectiva, la aparición y la necesidad de la confianza, la búsqueda de escenarios de diálogo entre individuos comprometidos con criterios de racionalidad y de interés general, la obtención de reglas de justicia aceptables para personas con concepciones morales dispares, la participación comprometida de los ciudadanos en la vida cívica. En la trastienda de esas discusiones aparece un problema de disposición societaria (DS en lo sucesivo): hay la suficiente interacción como para que los problemas aparezcan pero no la suficiente como para que se disuelvan3. Si los individuos no comparten algunos principios, criterios, intereses o predisposiciones, la vida compartida resulta imposible y con ella cualquier discusión acerca de cómo vivir o qué decisión tomar. Ahora bien, si todos caminan como un solo hombre bajo un ideal común hasta el mínimo detalle, si ni siquiera se concibe la posibilidad de la discrepancia o de la elección, desaparece la misma idea de moralidad o de vida cívica. El territorio cívico parece situarse entre la moral de los lobos y la moral del hormiguero. La DS apunta a la necesidad de asegurar la sociabilidad sin imposibilitar la discrepancia.

En el diagnóstico de que la DS es un problema normativo han coincidido comunitaristas y liberales, las tradiciones más importantes de la filosofía política contemporánea, aun cuando unos estén más cerca de las hormigas y otros se reconozcan, con resistencia o resignación, en cierta idea de libertad presocial, anterior a la ley, en la que suena un eco amortiguado de la vieja máxima (Homo homini lupus) de Plauto popularizada por Hobbes (Spiz, 1994). Los primeros han querido moralizarlo hasta el empacho. La resolución de la DS requiere una genuina comunión moral, todo lo demás es el principio de la disgregación. Los liberales, por su parte, han tratado de omitir toda presunción normativa y obtener una suerte de motor inmóvil de la moral social. Para ello han construido artificiosos contratos sociales inaugurales en los que unos individuos presociales (y premorales) buscan un acuerdo sobre unas reglas de juego laicas, no comprometidas normativamente, capaces, sin embargo, de asegurar el escenario de la moral pública. Se verá que ninguna de esas propuestas ha conseguido abordar el verdadero problema: encontrar un fundamento a la comunidad normativa, que haga posible la vida cívica, pero que no sea él mismo normativo. Entre otras razones porque, antes que un fundamento, lo que hay que encontrar es un mecanismo que asegure la reproducción sin invocar instancias normativas, un juego (social) tal que las propias condiciones del juego garanticen la reproducción del juego y de los jugadores.

El mercado ha constituido la herramienta analítica más poderosa en el intento de solventar la DS. La mano invisible ha sido propuesta como ese mecanismo, como ese terreno capaz de asegurar el funcionamiento de la vida social, más allá de todo cimiento normativo. Las diferencias éticas en todo caso empezarían después (Gauthier, 1986, Haussman, 1989, Ovejero, 1994). Esa iniciativa ha llegado a sus últimas consecuencias de la mano de aquellas teorías que han querido disolver el territorio moral en el intercambio y la negociación. Con independencia de su circunstancial –aunque frecuente– matrimonio con el mercado, tales propuestas apuntaban en la dirección correcta al destacar que en la DS hay más aspectos que los morales, y que cargar la tinta sobre ellos puede contribuir a oscurecer los problemas. Su error consistía en pensar que detectar el carácter “amoral” del escenario cívico equivale a declarar amoral (el argumento de) la obra cívica y, sobre todo, en creer que el cimiento premoral del escenario tenía que ser el homo œconomicus, los agentes egoístas presociales que convierten su vida común en un cálculo.

En las páginas que siguen se verá, en primer lugar, la centralidad de la DS en la discusión contemporánea, se verá cómo el mercado, que en principio aparece como un buen candidato para solucionar el problema de la DS, se revela, a la postre, como un mecanismo perverso. A continuación se tratará de mostrar cómo las propuestas deliberativas se revelan insuficientes para asegurar, por sí mismas, el territorio cívico, o dicho de otra manera, en positivo: para edificar un escenario deliberativo se requieren unas condiciones de cohesión y motivación, una ontología social4 que no sea ella misma producto del escenario deliberativo. La parte final sugiere una fundamentación naturalista que, en rigor, equivale a disolver el problema de la DS, a mostrar, por pasiva, que se trata, en buena medida, de uno de esos seudoproblemas tan frecuentes en la historia del pensamiento filosófico, heredado esta vez de ese imposible hombre presocial que está en la base del liberalismo contemporáneo (Spiz, 1995).

LA DISPOSICIÓN DE SOCIABILIDAD

La DS está en el centro de la mejor teoría normativa contemporánea. La evolución de Rawls se puede entender como un permanente intento de solucionar ese problema. El camino que lleva desde la Teoría de la justicia hasta el Liberalismo político viene marcado por la preocupación por la estabilidad que hace posible el escenario público: los ciudadanos se deben sentir motivados para defender los principios que inspiran su sociedad de tal modo que cuando se producen desviaciones, el equilibrio se restablezca automáticamente, sin quebrar el escenario5. Ahora bien, esa motivación cívica no tiene que depender de una idea de bien, si se quiere compatible con el respeto al “hecho del pluralismo”, con la irreductible diversidad de ideas acerca de cómo vivir. Esa es la raíz de la evolución de Rawls, pero también la raíz de sus problemas6. Una idea de justicia que no se amarra en lo que a los distintos ciudadanos les parece bien (o mal) carece de fuerza vinculante, es incapaz de comprometer a aquellos sobre los que se quiere asentar. En breve, Rawls anda a la búsqueda de un cemento social distinto de la “simple coordinación” y normativamente agnóstico que asegure una base a la vida cívica. La perspectiva comunitaria tiene bastante de resolución retórica. Si los problemas aparecen porque hay intereses en conflicto, empecemos por suponer que no los hay. La DS parece disiparse si todos los ciudadanos participan de una común idea de bien, si tienen los mismos criterios de valoración, metas comunes que encarar y un código compartido para resolver conflictos y ordenar preferencias. Apenas resulta necesario destacar la irrealidad de suponer que los ciudadanos tienen una idea de bien compartida, no menor que la de presumir que, aun si tal fuera el caso, esa idea de bien es capaz de proporcionar criterios de decisión inequívocos7. La comunidad de los santos que resuelve la DS no es más plausible que dos de los personajes más maltratados, por su irrealidad, por la crítica filocomunitaria del liberalismo: el homo œconomicus omnisciente y calculador que asegura la eficiente asignación en el mercado, y el sujeto trascendental y descarnado que se siente comprometido por hipotéticos o contrafácticos contratos sociales.

Sin embargo, la propuesta comunitaria, en su irrealismo, por omisión, ayuda a detectar algunas dimensiones de la DS, normalmente descuidadas por la filosofía política. Pues tampoco es verdad que la estabilidad quede asegurada con la benevolencia o la comunión de ideales. Sin duda, una comunidad de monjes está en buena disposición para resolver muchos problemas de acción colectiva. Las tareas comunes se llevarían a cabo sin necesidad de penalizar a unos inexistentes free riders. Pero no todos los problemas desaparecen. Si se produce un incendio en la bolsa de valores, cuando cada uno intenta salvarse sin atender a los demás, con su acción alimenta la catástrofe de la que todos acaban como víctimas. Pero no irían mejor las cosas en un convento en el que cada uno de los monjes decidiera ceder el paso a los demás y ser el último en salir. Con un poco más de realismo las cosas resultan todavía más complicadas. Una sociedad elementalmente comunitarista, en la que no exista una homogeneidad cultural absoluta, es una sociedad abocada al conflicto y la segregación, más allá de la voluntad (multicultural) de los ciudadanos. En uno de sus sugestivos modelos, Schelling mostró cómo una sociedad en donde los individuos tienen preferencias del tipo “no me importa tener vecinos de otro grupo cultural siempre que no constituyan una mayoría” desemboca en procesos inestables frente a menores perturbaciones aleatorias (un cambio de residencia de un individuo) cuyo resultado final es una alta segregación (Schelling, 1978). Aun con “comunitaristas liberales” contrarios a la segregación, dispuestos a aceptar otros modos de vida, se produce un efecto perverso, contrario a la voluntad de cada uno, que hace imposible la estabilidad de los principios sobre los que se asentaba la sociedad.

En resumen, hay problemas de coordinación (de armonía de objetivos) y de estabilidad que no tienen que ver simplemente con la contraposición de las concepciones del mundo. La existencia de conflictos e inestabilidades ajenos a diferencias normativas no escapa, por el contrario, a aquellas teorías que hacen de la justicia, y en general de las normas morales, un simple capítulo de las teorías de la negociación o, más exactamente, de la teoría de la elección racional8. Con todas sus dificultades, estas teorías destacan con pertinencia la existencia de continuidades entre los problemas de coordinación y los problemas normativos (Roemer, 1986, Coleman, 1988). Desde su perspectiva, no habría una diferencia esencial entre las normas de etiqueta y la justicia, entre la convención de conducir por la derecha y la condena moral de la mentira9. Resultarían insostenibles sociedades en donde cada uno conduce por donde quiere o donde reina una desconfianza generalizada. En todos esos casos, lo que al final hay es un sistema de resolución convencional de intereses en conflicto que requieren una solución coordinada. Lo importante es que se producen situaciones de equilibrio en las que nadie tiene ninguna razón (interés) para modificar su conducta mientras los otros mantengan la suya (dadas unas preferencias y una situación inicial). De ese modo cada uno con su acción asegura la acción de los otros y, de paso y sin pretenderlo, un resultado que es consecuencia de la acción de todos. En tales escenarios (de non regret) los individuos no lamentan sus elecciones, después de constatar el resultado final10. Sean cuales sean sus motivaciones, siguiendo su mejor estrategia, todos se orientan en la misma dirección. La convergencia en el resultado es independiente de las motivaciones de cada uno.

Estas estrategias resultan, sin embargo, menos convincentes a la hora de explicar la reproducción de los equilibrios, su estabilidad, en particular en todos los casos distintos de la coordinación pura. El propio individuo que se acoge a la moral desde el cálculo y la conveniencia es un perpetuo free rider en estado latente dispuesto a aprovechar cualquier oportunidad de beneficio. Al cabo, está muy bien que los demás digan la verdad y precisamente por ello, porque reina la confianza, me puedo beneficiar de la mentira, siempre, claro es, que los demás no piensen lo mismo. Por otra parte, conviene advertir que esos escenarios y equilibrios no excluyen que el resultado, inflexible, sea el menos deseado por todos. En el incendio de la bolsa, nadie escapa a la catástrofe precisamente cuando cada uno hace lo mejor que puede hacer, dado lo que los otros hacen, y sale lo más rápido posible11. En suma, además de que el resultado sea, en algún sentido, independiente de las motivaciones de los individuos, se necesita que sea estable y óptimo socialmente.

De un modo más sistemático, el mecanismo capaz de asegurar el escenario social tiene que satisfacer:

1. La armonía de objetivos exige que apunten en la misma dirección las acciones de los individuos y los objetivos sociales. Es el requisito de “coordinación” destacado por las teorías de la negociación y de la convención: cada uno con su acción debe contribuir a un equilibrio que sea interesante para él y para todos. En principio, la armonía de objetivos no excluye la “comunión de los santos”, no impide que el vínculo social tenga base normativa. De ahí el siguiente requisito.

2. El agnosticismo normativo, el requisito “liberal” por excelencia y del que arranca la preocupación rawlsiana por la estabilidad: la cohesión y el compromiso no deben depender de una idea de bien. El problema con el agnosticismo liberal, como se apuntó, radica en que no asegura la sociabilidad. Aun si fuera posible que, en sociedades en las que “el hecho del pluralismo resulta irrevocable”, los criterios de dilucidación no dependan de concepciones específicas del bien, con ello no se asegura el compromiso con las decisiones. Es cierto que existen vínculos circunstanciales entre la participación en el juego social y la imparcialidad de las reglas de juego: nadie aceptaría los resultados de reglas que favorecen a otros. Sin embargo, en tanto no se comprometen con nadie, también dejan indiferentes a todos, carecen de fuerza vinculante. En la medida que los criterios de decisión se quieren laicos quedan desprovistos de vigor para comprometer a los ciudadanos: las razones que valen para los individuos no son las que tienen en cuenta al juzgar una decisión. La “solución” liberal no funciona, pero sí persiste el objetivo: asegurar la vida cívica desde un asidero que no sea normativo o, para volver al viejo léxico, trascendental. El “problema”, que es más general que la fuerza vinculante, se puede solventar no sólo a través del compromiso con los criterios de valoración de los ciudadanos, sino también a través de un vínculo que sujete a los individuos al escenario social pero sin apelar a sus principios normativos.

3. El algoritmo social. Que “los objetivos de los individuos apunten en la misma dirección que los objetivos sociales” no quiere decir que sean necesariamente los mismos, sino que los resultados de las acciones de los individuos coinciden con los objetivos generales. En ese sentido el requisito de la armonía requiere una matización: la armonía entre las acciones de los individuos y los objetivos comunes no tiene que depender estrechamente de las motivaciones de los individuos. Basta con que las acciones de los individuos aseguren el designio al cual sirven. Las comunidades científicas son un buen ejemplo de algoritmo social. Los científicos pueden estar interesados en la fortuna, la fama o el éxito sexual, pero, dadas las reglas de juego de la comunidad científica, para obtener sus objetivos han de perseguir la verdad. Por supuesto, entre ellos habrá muchos que únicamente estén interesados en la verdad, pero no son necesarios sin más. Con independencia de las metas de cada cual, el mecanismo social asegura el buen funcionamiento12. El resultado interesante no depende de los fines específicos de los individuos en los que se realiza o “instancia” (aunque obviamente se requieren algunas condiciones que lo hagan posible, por ejemplo su calidad intencional). No resulta necesario ninguna armonía preestablecida desde una común idea de vida buena. En este sentido cabe abordarlo como un proceso que se comporta “como si” estuviera orientado por los objetivos compartidos, aunque en sí mismo sea resultado de un proceso ciego, mecánico.

1. La estabilidad reproductiva. Los requisitos anteriores no aseguran la perdurabilidad de los procesos. Un sistema de competición deportiva es un algoritmo que cumple los requisitos anteriores pero que se acaba una vez se ha determinado al ganador. No asegura la reproducción de la competición. Interesa que el proceso se reproduzca y que se reproduzca de un modo estable. Hay que asegurar que el mecanismo que mantiene al escenario social sea también capaz de hacer que se recupere de elementales perturbaciones sin que se modifique la armonía de objetivos. Recuperación que, si no quiere violarse el requisito de agnosticismo, ha de realizarse, además, sin la intervención de ninguna instancia ajena al propio mecanismo reproductor, instancia que necesitaría una referencia normativa. El requisito de estabilidad no es de fácil cumplimiento para las teorías que reducen la moral a un escenario de negociación. No basta con mostrar que los individuos tienen abiertas opciones que aseguran la resolución de los conflictos o el mantenimiento, por ejemplo, de una senda de crecimiento13. Hay que mostrar que las propias condiciones del juego propician la reproducción del juego.

EL MERCADO COMO SOLUCIÓN A LA DS

La teoría económica ha consumido buena parte de su historia en la búsqueda de algún mecanismo capaz de armonizar las acciones de cada uno con los objetivos de todos, de tal manera que las primeras produzcan los segundos de un modo automático, sin pretenderlo, mediante un proceso capaz de autorreproducirse y sin dependencia de instancias normativas. Durante bastante tiempo el mercado ha aparecido como ese motor inmóvil de la ética social14. Con independencia de los propósitos específicos de los individuos, el juego competitivo obliga a comportarse de modo eficiente. Los recursos se asignan allí donde hay oportunidades desaprovechadas. La escasez en condiciones de expresarse como demanda se detecta a través de (la subida de) los precios, y las necesidades insatisfechas (y con dinero) se atienden. Sin que nadie se ocupe de ello, la coordinación de las tareas productivas se asegura a través del sistema de precios. Éstos, en su movimiento, señalan qué producir, cómo producirlo, en qué cantidades y para quién. No sólo eso, el mecanismo se reproduce alimentándose de las elecciones de los individuos y sin ocasión para el desvío de la trayectoria. El territorio de la moralidad queda disuelto en un escenario competitivo. Éste impone una única respuesta a las tres preguntas que sitúan el perímetro de la elección moral: ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo hacer?, ¿qué quiero hacer? Lo que debo hacer, lo que asegura el buen funcionamiento social, el bienestar, es aquello que quiero hacer, atender a mis intereses, y que es, además, lo único que puedo hacer, lo que la competencia me fuerza a hacer. En suma, lo deseable es lo deseado.

No es casual que la imagen que más ha acompañado al mercado haya sido la de “la mano invisible”15: una máquina con designio pero sin ingeniero que asegura que los objetivos de todos se consiguen, que permiten “promover un fin que no estaba en las intenciones de los individuos”. Adam Smith, fascinado por la “adecuación de la máquina para alcanzar el fin para el cual fue diseñada”, describirá la sociedad como “una grandiosa máquina cuyos movimientos regulares producen efectos beneficiosos”. “El hambre, la pasión entre los sexos, el amor al placer y el odio al sufrimiento, nos llevan a actuar [...] sin consideración de su tendencia hacia los beneficiosos fines que el Gran Director de la naturaleza intenta producir a través de ellos”. Su cultura científico-natural16 le permitirá reconocer en la sociedad el mecanismo de “autopreservación y propagación de las especies [...], los grandes fines que se impone la naturaleza”. El mercado parece satisfacer cada uno de los requisitos:

1. Amoralidad. Para obtener el bien(estar) social el mercado no necesita ninguna autoridad que aleccione a las gentes a seguir cierto tipo de vida. En el mercado las penalizaciones que hacen más atractivas unas opciones que otras y que castigan la elección errada, no requieren ni de instancias morales ni de agentes sancionadores. El consumidor que cambia de producto no quiere penalizar al productor. No forma parte de su horizonte intencional, aunque sea resultado de su acción. A diferencia de lo que sucede en muchos proyectos sociales cooperativos, que dejan sin resolver el problema de quién asume el costo de la coordinación, en el mercado existe un sistema descentralizado y no intencional en donde los individuos se deben comportar de tal modo que con su acción castigan a quien no se comporta como debe, sin que para ello tengan que informarse de quién se trata ni pretenderlo (Brennan y Pettit, 1993).

2. Armonía de objetivos. Los individuos se ven impelidos a realizar aquella conducta que coincide con los objetivos comunes sin requerir para ello de un compromiso normativo. No tienen los fines de la sociedad, pero el mecanismo del mercado se encargará de asegurar que al perseguir sus propios objetivos apunten en la misma dirección que el objetivo social. Andando el tiempo, la maniobra de disolución del cimiento normativo de la sociedad buscará completarse en una doble dirección. Primero, hacia abajo, cuando se intente mostrar que la única conducta posible, el egoísmo, es además, la natural, la única que proporciona ventajas adaptativas17. Hacia arriba, extendiendo la tesis de Hume, según la cual “el respeto por el interés público no constituye nuestro motivo primordial para respetar las reglas de justicia” (Op. Cit., 495), se reescribirán las instituciones sociales, los principios normativos, las relaciones interpersonales o los escenarios políticos como lugares de negociación e intercambio18.

3. Carácter algorítmico, el que mejor detecta la imagen de la “mano invisible”. Más allá de las motivaciones de los individuos, la lógica de la competencia impone una suerte de fatalidad que desencadena “beneficiosos efectos”. En este extremo, la clásica comparación entre la mano invisible y la selección natural, tan limitada en tantos aspectos, apunta con corrección a los rasgos de esos procesos con designio pero sin artífice, propios de un algoritmo: a) independencia del soporte sobre el cual se realiza, b) ausencia de inteligencia de los constituyentes respecto al proceso del cual forman parte, c) resultados garantizados19.

1. Estabilidad reproductiva, garantizada en el mercado por los diversos procesos que coinciden en reproducir y alimentar aquel tipo de comportamiento que hace funcionar al mercado. El sistema produce los comportamientos que aseguran su reproducción. Ello es resultado del particular tipo de estímulos y penalizaciones que aseguran que lo que los individuos quieren es lo que deben querer. No parece haber un modo mejor de garantizar la reproducción del escenario, la “fuerza vinculante”: “la mejor seguridad para garantizar la fidelidad de la humanidad es que coincidan el interés y el deber” (Hamilton, 1788).

Así las cosas, la tentación de presentar al mercado como un mecanismo capaz de proporcionar una solución a la DS es difícil de resistir. El mercado constituiría un sólido cimiento (laico) a la vida colectiva sin necesidad de extrañas comuniones morales, compromisos cívicos infatigables o competencias discursivas más allá del alma y la paciencia humanas. Desdichadamente, ante una mirada más atenta, resulta discutible que el mercado satisfaga los requisitos solitarios. Mejor dicho, al no satisfacerlos todos, la satisfacción parcial resulta particularmente dañina: unos apuntan contra otros y los resultados son desastrosos para el propio escenario que, en principio, estaba intentando cimentar. Son desastrosos por ineluctables.

EL MERCADO CONTRA LA DISPOSICIÓN SOCIETARIA

El mercado, para su funcionamiento, necesita una red moral e institucional, unas precondiciones sociales y normativas20. Ese marco cívico permite respetar los contratos, aceptar los compromisos, realizar los intercambios o asignar derechos. Para que el mercado resuelva la DS ha de estar en condiciones de asegurar un fundamento a la sociabilidad desde el principio, esto es, también a ese marco cívico. Sin embargo, el carácter ciego e inflexible del mercado socava las precondiciones cívicas de funcionamiento del escenario social. Aquellos marcos institucionales, las leyes que aseguran la propiedad, sin ir más lejos, son bienes públicos21, bienes que el mercado por sí mismo es incapaz de suministrar. Pero no sólo se trata de bienes públicos. En virtud del inevitable desajuste temporal que se da entre los actos de compra y venta, el más sencillo de los intercambios de bienes privados resultaría imposible sin algún vínculo moral (Winston, 1988). Si se requiere el mercado como una genuina garantía frente a la DS, es obligado que esos mismos escenarios no sean ajenos al mercado. Más exactamente, la tesis del mercado como motor inmóvil de la cohesión social ha de estar en condiciones de mostrar que esas precondiciones: a) son producto del mercado, y b) ven asegurada su reproducción por el mercado.

1. La primera de las tareas constituye buena parte del programa de investigación de las teorías de elección pública; en particular, de la teoría económica de la democracia22. En esencia, el programa consiste en diseñar escenarios políticos que funcionan al modo de los mercados económicos con los partidos compitiendo por votos. Los políticos, al procurar su beneficio, tendrían incentivos para averiguar y atender las demandas de los votantes/consumidores. De ese modo, al perseguir su interés, actúan en “coincidencia con su deber”. Así las cosas, el sistema produce el bien(estar) público sin presumir virtud en los individuos. Es más, para funcionar ni siquiera necesita identificar a los ciudadanos virtuosos. Lo malo es que tampoco está en condiciones de hacerlo. No sólo eso, sino que reprime la virtud. Y sin virtud, no hay institución que funcione: tampoco el mercado político.

La teoría del diseño institucional arranca con dos principios, referidos a la identificación de las motivaciones: un principio de realismo de la virtud, según el cual los individuos no procuran el interés público por sí mismo; y un principio de posibilidad de la virtud, según el cual las instituciones no deben diseñarse de tal modo que socaven las motivaciones públicas (Brennan, 1996). Hay razones poderosas para el segundo de esos supuestos, también en el caso del mercado político. Éste presenta dos características que hacen importante la presencia de la virtud. Por una parte, hay un problema general de libertad en la elección y decisión de objetivos y tareas por parte de los políticos que hace que sean justamente aquellas labores públicas que requieren de la virtud las que mayor espacio dejan para la discrecionalidad, para que los agentes egoístas obtengan beneficios. Por otra parte, hay un problema de información (de agente-principal) que está en la base misma del mercado político (Ovejero, 1997b). Al delegar la gestión en un político profesional, precisamente porque adquiere los servicios de alguien que se “informe y actúe”, el votante no tiene modo de conocer si la acción emprendida es realmente la que le beneficia ni, tampoco, si la ejecución es la mejor. En ese escenario, cuando los políticos se ven abocados a regirse por su interés, a explotar las oportunidades de beneficio, los buenos resultados se hacen imposibles. En suma, aun si el mercado, o para ser exactos, el muy limitado caso del mercado con excepcionales circunstancias de producción e información23, no requiere la virtud o la confianza, lo cierto es que el “mercado político”, el conjunto institucional que permite el funcionamiento del mercado, sí lo requiere. El problema es que lo que necesita no es lo que produce: el mercado político sólo reconoce la motivación del egoísmo.

2. De todos modos cabría replicar que, aun si el mercado no está en condiciones de asegurar aquellas condiciones, sí que está en condiciones de reproducirlas. Del mismo modo que la norma de conducir por la derecha tiene un origen puramente circunstancial que nada tiene que ver con las razones de su mantenimiento, podría suceder que el respeto a las promesas, aun si tiene una raíz religiosa, una vez en circulación, su propia utilidad social asegure su reproducción. De modo que se trataría de fijar esas precondiciones políticas, desde alguna instancia previa (moral o no) al propio mercado, y después dejar a éste todo lo demás, incluida su reproducción. Esa propuesta presume la posibilidad de compartimentación, de construir un escenario desde la cooperación y la virtud para el mejor desarrollo de la actuación de la mano invisible, escenario que se mantendría ajeno al funcionamiento de ésta. Sin embargo, también aquí hay dificultades. En primer lugar, las derivadas de la virtud algorítmica del mercado. La “exposición” al mercado y a la conducta egoísta alienta el egoísmo más allá de sus lugares de beneficio original. La experimentación psicosocial muestra que los economistas son más egoístas que el resto de la población y que los estudiantes de microeconomía, el hábitat natural del homo œconomicus se vuelven más egoístas en el curso de sus estudios (Frank, Gilovich y Regan, 1993). Otro tanto sucede con otra virtud del mercado: la amoralidad con la que se mantiene la coordinación social. Sucede que aquellos comportamientos (cooperación, confianza, veracidad, participación voluntaria) que permiten solventar problemas de acción colectiva (el escenario público) se ven minados por las estrategias de conducta que alimentan los mercados24. En virtud de su sistema de incentivos, el uso generalizado del mercado en la asignación de trabajo y mercancías da pie a una serie de problemas de acción colectiva que socavan cualquier forma de acción cooperativa. Un conjunto de procesos (disminución de los vínculos comunitarios, menor duración esperada de las interacciones sociales, incremento de la tasa de preferencia temporal) derivados de la propia falta de cimiento normativo en las interacciones sociales de mercado hace que, al aumentar los costos de la cooperación y los beneficios de la defección, buena parte de las interacciones tomen la forma de un dilema del prisionero, circunstancia que alienta el comportamiento free rider y mina la producción de los bienes públicos que hacen posible el escenario moral del mercado. En el contexto de conductas propiciadas por el mercado, el aumento del coste de proporcionar bienes públicos hace menos atractivas las estrategias cooperativas.

Así, por ejemplo, el costo de proporcionar bienes públicos depende en buena medida de la disposición de los que participan en su suministro para comprometerse en procesos de suministro de información, deliberación y toma de decisiones.

Parece, pues, razonable pensar que el mercado no sólo no propicia los escenarios cívicos que hacen posible el mercado, sino que, por su propia dinámica, tiende inexorablemente a socavarlos. Sin embargo, persiste el reto de encontrar algún mecanismo que realice las funciones que el mercado parecía cumplir pero que no cumple. Dos han sido las respuestas más frecuentes. La primera apela a un cemento cívico derivado del compromiso que los ciudadanos tienen con las decisiones que adoptan en unas óptimas condiciones de diálogo. La segunda invoca un cemento emocional, un conjunto de disposiciones afectivas que aseguran el vínculo social.

EL VÍNCULO CÍVICO

Una sociedad en la que los individuos se comprometen con unas condiciones básicas de diálogo arrastraría, en virtud de la propia dinámica de la argumentación pública, a un compromiso con los resultados de ese diálogo. Ese es el núcleo que comparten diversas teorías que, sin embargo, discrepan en casi todo lo demás25. En las formulaciones más refinadas se establece una fuerte conexión entre deliberación, racionalidad e interés público; en la deliberación, la defensa pública de las opiniones obliga a los ciudadanos a suscribir criterios impersonales de aceptabilidad (de las mejores razones) y, con ello, a admitir la posibilidad de estar equivocados y de modificar opiniones y preferencias. Ese núcleo sería suficiente para excluir pragmáticamente las invocaciones al propio interés y al destructivo free rider. En el límite, en el diálogo, uno puede “preferir que los otros tengan razón” porque a la postre, para decirlo de nuevo con Borges, “un diálogo es una investigación y poco importa que la verdad salga de uno o de boca de otro”.

Sin duda, se dan ciertos vínculos entre deliberación y fuerza motivacional que apuntan en la dirección de los requisitos de estabilidad. Es innegable que los individuos se pueden sentir comprometidos con aquello en cuya elaboración han participado y en ese sentido se satisface algo parecido al requisito de armonía (Manin, 1987), aun si tampoco cabe ignorar otras circunstancias que invitan a matizar el alcance de aquel vínculo26. En todo caso, en los términos expuestos, la perspectiva deliberativa aparece únicamente como una teoría (epistémica) de la justificación de las decisiones (democráticas): las decisiones democráticas estarían justificadas porque se basan en procedimientos correctos que aseguran el triunfo de las mejores razones. Pero nada dice dicha perspectiva sobre la fuerza vinculante de las decisiones y, mucho menos, sobre los diversos requisitos de estabilidad27. No hay que confundir la justificación con las condiciones de funcionamiento. No es lo mismo la fundamentación (las condiciones epistémicas) de la democracia que la exploración de las condiciones de su funcionamiento (la teoría de la democracia); del mismo modo que hay que distinguir, mal que le pese a la filosofía de la ciencia construccionista, entre las reglas que los científicos utilizan en sus inferencias, la justificación epistémica, y las reglas que rigen las comunidades científicas (comunismo, escepticismo organizado, publicidad de los argumentos, etc.) (Merton, 1977, 355 y ss.)28. Precisamente porque no cabe confundir ambos planos es por lo que cobran importancia las condiciones de funcionamiento del escenario deliberativo, la ontología social que permite “realizar” la deliberación, la estabilidad, en suma.

La despreocupación por las condiciones de funcionamiento resulta particularmente nítida en aquellas versiones de la democracia deliberativa que trazan una radical separación entre el mundo de la producción/economía, regido por el interés y la negociación, y el de la política, que atendería a la razón y la deliberación. Separación bastante discutible a la luz de la dinámica destructora de la vida cívica por el mercado. En ese terreno, el terreno de la DS, resultan más vigorosas las teorías (republicanas) de la democracia deliberativa que buscan entroncar con el humanismo cívico florentino29. Por lo pronto, proporcionan una solvente respuesta al requisito de la armonía o continuidad entre los intereses individuales y los intereses colectivos. Para ello arrancan con una tesis fáctica que invierte la dirección de la secuencia causal de la mano invisible. Mientras para el mercado, al procurar su beneficio, los individuos producían, sin pretenderlo, el bien común, para el republicanismo, el mejor modo de defender la propia libertad es defender la libertad de todos. Cuando los ciudadanos quieren asegurar su independencia, escapar a la arbitrariedad real o potencial de los demás, tienen que participar en la vida pública y asegurar el imperio de la ley. De otro modo, estarán al albur de los poderosos. Es a través de la ley justa, resultado de la participación y la deliberación, como se asegura la libertad. No sólo eso. Una sociedad política que garantiza desde el territorio público –desde la ley– la libertad de cada uno, tiene que asegurar ciertas condiciones de independencia en la formación de juicios y en las condiciones de vida de los ciudadanos, condiciones siquiera mínimas de igualdad que impidan, por ejemplo, dependencias materiales específicas entre ciudadanos (Ovejero, 1997b). En esas circunstancias es fácil que surja una sólida disposición cívica, con ciudadanos responsables, que proporciona un buen fermento para solventar los problemas de coordinación y de obtención de bienes públicos (Hechter, 1987; B. Frey y I. Bohnet, 1995).

La perspectiva cívica proporciona una atractiva caracterización de la vida colectiva, y en la medida en que se sustenta en argumentos epistémicos, acerca de los escenarios deliberativos como un lugar de cristalización de las correctas condiciones en la formación de los juicios y de triunfo de las mejores ideas, lo hace sin ninguna subordinación normativa. Cuando se acompaña de una teoría política que establece una relación causal entre la libertad de todos y la libertad de cada uno sugiere, además, la existencia de un mecanismo con algunos de los requisitos de estabilidad. Sin embargo, está lejos de proporcionar una respuesta completa a la DS. Se podría decir que la DS no es el problema de la perspectiva cívica, pero, por lo mismo, la perspectiva cívica tampoco es la solución a la DS, aunque ya es bastante, desde luego, que no se adivinen los rasgos destructivos hacia el escenario cívico que se adivinaban en la “mano invisible”.

Aun si la perspectiva cívica parece insertarse bien en una red moral que requiere leyes, confianza, bienes públicos (Hechter, 1987; B. Frey y I. Bohnet, 1995), lo cierto es que el vínculo de los individuos con la república, con la defensa de la vida cívica, como un instrumento para asegurar su propia libertad, es circunstancial y está sometido al albur de que los ciudadanos no se interesen por su libertad. Si la vocación cívica es un instrumento, es que, después de todo, los individuos no tienen una genuina disposición societaria. Aunque pueda ser improbable, no se descarta que el individuo se reserve elegir la participación en el juego social, no se descarta la posibilidad de una identidad presocial, de un lugar precívico desde donde se calcula y decide entrar en diálogo y razones. Esa simple posibilidad, que resulta irrelevante y acaso inevitable en la fundamentación, en el terreno epistémico, complica cualquier intento de presentar a la perspectiva cívica como una respuesta satisfactoria a la DS. La fuerza vinculante de las decisiones o la misma estabilidad reproductiva parecen estar sometidas al humor de unos ciudadanos que ven su relación con el escenario público como un simple instrumento, aún si lo juzgan beneficioso30.

Mostrar las condiciones en las que se superan los problemas no equivale a superarlos. Afirmar que si los ciudadanos fueran deliberadotes infatigables con un fuerte sentimiento cívico y exquisita sensibilidad para la justicia, las cosas irían mejor, es sin duda más realista que la fábula del (equilibrio general de) mercado, ese mundo en competencia perfecta, sin tiempo, externalidades, bienes públicos, rendimientos crecientes o asimetrías informativas31. Sin duda es bueno saber que ciertos comportamientos que no resultan imposibles para los seres humanos aseguran un buen orden social, sobre todo si hay razones para pensar que ese orden social satisface, además, algunos requisitos de estabilidad. Pero con eso no basta. También hay que averiguar si el escenario tiene que ver con disposiciones bien asentadas, si cabe esperar que actúen las fuerzas que aseguran la reproducción social. Mientras en la conjetura de la mano invisible esa labor estaba asignada al egoísmo, en la sociedad republicana parece necesaria cierta disposición cívica, cierta disposición virtuosa32.

Sin embargo, el terreno de las disposiciones resulta bastante espinoso. Existe una razonable prudencia a realizar afirmaciones acerca de la naturaleza humana ante el temor de introducir de rondón compromisos con ideas (perfeccionistas) de bien que hagan imposible el agnosticismo normativo. Resulta comprensible ese temor, por más que haya razones para dudar de su pertinencia: tiene escaso sentido un proyecto social que ignore lo que sabemos acerca de cómo son los humanos. Al cabo, el requisito agnóstico se satisface tanto con un fundamento trascendental como con la investigación positiva, con la exploración naturalista. Circunstancia, por cierto, no ignorada por los defensores de la mano invisible que veían en el egoísmo el cimiento natural donde afirmar la sociabilidad.

En ese contexto no han de extrañar los intentos de cargar la suerte y recuperar un republicanismo apegado a la naturaleza humana, al animal político con una natural disposición a la vida cívica33. Esos intentos han puesto un mayor acento en la virtud, en la importancia no sólo de la correcta acción, de la acción que tiene buenas consecuencias, sino también en la correcta motivación, en hacer lo correcto por las acciones correctas, con las disposiciones correctas, incluidas las emociones correctas. Resulta evidente que para un comportamiento virtuoso resulta impensable la visión instrumental de la vida cívica y con ello se disipa el carácter del vínculo entre la acción del individuo y el interés público. La dificultad, obviamente, reside en la plausibilidad de la maniobra. Despejarla será cosa de la perspectiva emocional.

EL VÍNCULO EMOCIONAL

Buena parte del atractivo del mercado radicaba en que las consecuencias de las acciones apuntaban en la dirección del interés general. No importaban las razones de cada cual. Desde esa perspectiva resultaba irrelevante, por ejemplo, la distinción entre que el bienestar de A aumente con el de B y que aumente por (que aumenta) el de B. Las motivaciones son ajenas al mercado y su funcionamiento34. Se ha visto que la estrategia cívica llegaba a un resultado parecido. No era necesario distinguir entre quién procuraba el interés público para defender sus intereses y quién lo hacía por una auténtica preocupación cívica. Sin embargo, en el caso del mercado, también se ha visto que, cuando algún requisito deja de funcionar, la simplicidad motivacional del homo œconomicus empieza a ser un problema35. El homo œconomicus va, por así decirlo, a piñón fijo. Mientras existe continuidad entre sus intereses y el bienestar común, muy bien. Pero, cuando se da un desvío no atiende a razones que no sean las suyas y se convierte en una suerte de adicto al dilema del prisionero que, en la mala senda, se enfila ineluctable hacia el desastre. Ya se ha visto cómo esa circunstancia tenía consecuencias desastrosas para la solución de la DS. Las cosas son algo mejores para la perspectiva cívica. Cuando los comportamientos convergen en la defensa del interés público, al menos hay lugar para quienes tienen una genuina disposición cívica, cosa imposible con la convergencia en el egoísmo impuesta por el mercado.

Sin embargo, aunque observacionalmente pueda parecer que no existen diferencias entre el ciudadano que se comporta del modo correcto por las razones correctas, y el que no, lo cierto es que la diferente disposición es importante, también por sus consecuencias. No se trata únicamente de que hay algo que no funciona en el individuo que se comporta de un modo correcto pero que no siente de un modo correcto, que teniendo razones para sentir, no siente. En ese sentido, las críticas de raíz aristotélica y del feminismo son absolutamente pertinentes36: hay una incapacidad incluso para la correcta evaluación normativa, para reconocer la complejidad de los acontecimientos particulares, para identificar los principios morales relevantes en cada caso o para su aplicación, por no referirse a lo que tiene de repugnante un individuo que a contra vísceras sigue lo que dicta el deber. Pero hay algo más que tiene que ver con las consecuencias, con las condiciones de posibilidad de la vida social: las emociones cumplen importantes funciones a la hora de resolver la DS, al actuar como disposiciones para el compromiso que solventan problemas de coordinación social.

En perfecta lógica económica no tendría sentido iniciar un pleito por una estafa que resulte más costoso que la propia pérdida. Los débiles no deberían prolongar una negociación más allá del punto donde los costos superan a los posibles beneficios. La venganza supone riesgos y costos sin posibilidad de reparar el daño inicial. Sin embargo, para el funcionamiento de la vida social es importante que el estafador sepa que tengo la intención de llegar hasta los tribunales, que el poderoso conozca que aprecio mi dignidad o que quien me quiera dañar prevea mi lealtad con los míos. De ese modo, se evita el robo, la barbarie o la injuria. El propio individuo se beneficia de su propio comportamiento “irracional”, de su conducta honorable; de transmitir confianza, de su compromiso con la justicia, se hace posible la red moral del juego social. Las emociones, la capacidad para la indignación o la justicia, hacen que los compromisos resulten creíbles37.

El modo como las emociones aseguran la coordinación resulta interesante. Por lo pronto, para que las emociones funcionen se requiere que no se elijan, que la acción que tiene los resultados correctos no se escoja por los resultados. La acción correcta desde las consecuencias lo es precisamente porque es la correcta desde los principios, porque no atiende a costos o beneficios. Su eficacia reside en su incondicionalidad. El que piense en causarme daño ha de saber que mi indignación no obedece a un cálculo que estoy dispuesto a revisar. Repárese en que la función de coordinación queda asegurada merced a un sofisticado juego de atribuciones intencionales; “el otro sabe que yo sé que él sabe...”. Atribuciones que permiten que, aun si la amenaza no se formula, los actores conozcan que “puede pensarse”. La emoción asegura la coordinación porque forma parte de su “entorno cognitivo”; los individuos “comparten información sobre la información que comparten”38. Se requiere, además, cierta coordinación entre emociones. La vinculación entre tu miedo y mi indignación, entre tu vergüenza y mi reproche, permite la solución de los conflictos sin romper el escenario social, sin que cada encuentro desencadene una guerra sin tregua. Mi reproche funciona porque tú experimentas la vergüenza. Las emociones, finalmente, no requieren en los individuos conocimiento de las consecuencias sociales (benéficas) del juego emocional, de su función coordinadora39. El juego emocional es ajeno al designio al que sirve.

Las emociones proporcionan un soporte a la resolución de la DS, un cimiento “trascendental” respecto a territorio normativo, pero no metafísico. No faltan resultados de la etología o la neurobiología que muestran cómo aseguran la coordinación, evitan el conflicto y hacen posible la valoración moral. Las emociones aparecen en el curso de la evolución asociadas a procesos de socialización y cerebración, hasta alcanzar altos grados de complejidad (emociones sobre emociones) en las especies con mayor desarrollo cerebral. La investigación neurológica ha mostrado la localización de la sensibilidad emocional en ciertas áreas del cerebro, su relativa autonomía respecto a otras funciones cerebrales y los vínculos con la racionalidad y la moralidad. Los individuos con ciertas lesiones cerebrales, que se muestran incapaces de calibrar el significado emocional de las situaciones, son, a la vez, incapaces de realizar evaluaciones morales completas40. Saben cómo hay que comportarse, qué es lo que corresponde hacer en cada caso o qué se sigue de cada curso de acción, pero son incapaces de valorar las acciones. Convierten, por así decir, las normas morales en normas de etiqueta. Tales individuos (o monos a los que se les ha cortado la conexión entre la amígdala y el neocórtex) se muestran incapaces de dar respuestas emocionales, y al final resultan inútiles para la vida social. Con la sensibilidad emocional desaparecen la capacidad para la empatía y las bases mismas de moralidad.

En suma, las emociones proporcionan un terreno, con base neurológica, indiscutible funcionalidad adaptativa y estrechos vínculos con la racionalidad cognitiva y práctica, donde afirmar la solución a la DS41. No requieren fundamento, como no requiere fundamento la visión o el habla. Sencillamente se está ahí, se empieza desde ahí. Del mismo modo que estamos instalados en la racionalidad, estamos instalados en la capacidad emocional que afirma el territorio de la moralidad social. En ese terreno se está, no se elige42. No está sometido a un cálculo y, por lo mismo, no está sometido a las debilidades de las teorías de la moral como negociación. Éstas, eficaces frente a los procesos de coordinación, al mostrar la posibilidad de los equilibrios de convención o las ventajas de las normas, se veían perpetuamente amenazadas por un free rider, que podía decidir romper los equilibrios, no jugar. Los agentes del Rational Choice vienen a ser como los individuos con lesiones en la corteza prefrontal, individuos que entienden las normas morales como convenciones, individuos incapacitados para la vida social. Ahora podemos recuperar los resultados que muestran la funcionalidad de las normas, recuperar los sugestivos resultados de la teoría de juegos que muestran cuán ventajosas resultan para los individuos la emergencia de ideas como las de compromiso o justicia, o las ventajas de las convenciones, sin necesidad de explicar las normas por sus consecuencias (falacia funcional) y sin los problemas de explicar la reproducción de las normas apelando a una capacidad de previsión más allá de la mente humana. El escenario último de la moral social no es una elección sino una disposición. El cimiento emocional está en los individuos y es bueno para todos. Que no se elija es precisamente lo que requiere el buen funcionamiento del escenario. Los individuos hacen lo que deben hacer.

El territorio emocional no aparece como la disolución de la ética pública. Sencillamente es su condición de posibilidad. No se trata de reducir las teorías morales a un capítulo de la teoría de las emociones. Hay un abismo de sutileza entre moralidad y emociones. Las emociones proporcionan repertorios poco flexibles, lo que se aviene mal con elementales criterios de racionalidad y moralidad, criterios que reclaman valoraciones ceñidas a escenarios cambiantes y valores en conflicto. La emoción que en cierto momento pudo resultar ventajosa, en otras condiciones puede conducir directamente a la catástrofe. De hecho, su aparición en el curso de la selección natural está asociada a los procesos más tempranos de cerebración. Por otra parte, las propias emociones pueden ser objeto de valoración, por su adecuación o por su base cognitiva. Una emoción puede ser excesiva o inapropiada dadas las circunstancias o puede corregirse cuando se dispone de nueva información. Pero nada de eso mitiga su funcionalidad a la hora de asegurar el vínculo social. También cometemos errores inferenciales sistemáticos en ciertos contextos, y también percibimos incorrectamente muy conocidas imágenes de los psicólogos, pero ello no nos hace dudar del carácter adaptativo de la racionalidad o de la visión43. Al cabo, nuestra física “intuitiva” (aristotélica) es susceptible de ser valorada: es falsa44.

EL INSTINTO SOCIAL

La estrategia de la “mano invisible” pretendía mostrar que la DS desaparece sin que se pretenda cuando cada uno va a la suya. Pero ya se ha visto que lo menos que se puede afirmar es que ese vínculo entre egoísmo y (buen) orden es contingente. No sólo eso. De hecho se acaba de ver que hay bastantes razones para invertir el mecanismo. Resulta beneficioso ser honesto. En ese sentido, las teorías “calculadoras” de la moral tenían razón. La moral parece salir a cuenta. En un doble sentido, para el individuo y para la sociedad. Doble sentido que se corresponde con dos estrategias falaces muy frecuentes en las teorías que relacionan la explicación de las normas con sus beneficios (Ovejero, 1994, 157-186). La primera, común entre economistas, se traduce en un abuso de la intención y consiste en atribuir la existencia de la norma a los individuos que se benefician de ella42. El expediente más frecuente consiste en encontrar siempre al final un egoísta omnisciente que se beneficia de aquello que se pretende explicar. Los muchos problemas de este proceder se muestran particularmente nítidos en la explicación de la disposición moral, que, por definición, no puede ser elegida. Es muy posible que la cooperación o la honestidad puedan salir a cuenta, pero para que ello suceda han de ser auténticas (o sentidas). En el momento en que se es honesto instrumentalmente, por cálculo, los beneficios se disipan. La virtud o la disposición al compromiso se han de sedimentar, por así decirlo. La otra estrategia (la falacia funcional, de hecho) consiste en explicar las normas por sus consecuencias benéficas para algún escenario en el que se inserta. Es un proceder muy frecuente entre sociólogos, aunque se da también entre economistas que explican las normas por sus “externalidades positivas”46.

¿Hay algún modo de recuperar la solución a la DS propuesta sin incurrir en estas dos falacias? Si así fuera no se puede descuidar la importancia de un resultado que, cuando menos, permitiría rescatar las “ventajas” (coordinación) de la moralidad detectadas por las teorías económicas de la moral47. Se requiere, además, por lo dicho, para asegurar la estabilidad reproductiva, que el comportamiento que alimenta el mecanismo no sea mudadizo, cosa de unos pocos o sometido a “cálculos”. La única solución en condiciones de satisfacer los requisitos de espontaneidad, universalidad, naturalidad y estabilidad, tiene que ser, obviamente, biológica. El “instinto” no está sometido a elección ni es fluctuante48. De hecho, si hubiera algo así como un “instinto de la virtud”49, el problema “liberal” de la fundamentación (agnóstica) desaparecería. Al cabo, nadie pretende fundamentar la visión o justificar el lenguaje50. Como ha mostrado hasta la fatiga la discusión acerca de los fundamentos de la inducción, hay una dificultad de principio en este tipo de justificaciones trascendentales empeñadas en derivar x (moralidad, necesidad lógica) de algo que no tiene x 51. Por supuesto, no se trata de resolver el expediente de la DS mediante el oportuno gen52. Los procesos cooperativos son diversos (altruismo recíproco, parentesco, selección de grupo, by product mutualism)53 y las explicaciones que pueden valer para las hormigas no valen para los homínidos con importantes procesos de encefalización. La vocación social de éstos es una tarea compleja que compromete estructuras diversas. Del mismo modo que¿ el lenguaje requiere ciertas reglas de fonología, de sintaxis, de producción de habla y de descodificación sonora, la disposición societaria reclama un proceso múltiple (un diseño adaptativo complejo) que exige una coordinación de funciones que no cabe atribuir al puro azar. Ese proceso, que a Adam Smith le podía parecer diseño, sólo cabe entenderlo en términos de selección natural.

Los problemas de la interacción social comprometen circuitos cerebrales especializados resultado de un proceso adaptativo, módulos como los comprometidos en el lenguaje, el reconocimiento de caras o la construcción visual de escenas54. En el pleistoceno, en grupos con alta grado de estabilidad, con individuos con largos períodos de maduración, con períodos improductivos y convivencia de miembros de distintas generaciones, la predicción de la conducta de los otros presentaba indiscutibles ventajas adaptativas. En esas condiciones resultaba importante “realizar inferencias sobre sus actitudes, motivos, y anticipar su futura conducta”55. Los individuos se configuran como “psicólogos naturales” que se atribuyen intenciones a las que dan respuestas, se asumen como individuos y adquieren conciencia reflexiva; tienen, en suma, una teoría de la mente. La colaboración requiere de la atribución de intenciones, pero, a la vez, está sometida, por esa misma circunstancia, al peligro de la aparición del engaño, del comportamiento free rider que la socava. La comunicación es un ejemplo bien conocido. Se basa en la expectativa de la colaboración, en la presunción de que el otro transmite con veracidad, brevedad, claridad y orden. El oyente asume que la información es relevante, no le es conocida y está suficientemente relacionada con lo que conoce como para realizar esa inferencia que es la comunicación, inferencia que le permite interpretar las intenciones del otro, eliminar ambigüedades, ordenar informaciones parciales y completar fragmentos (pronombres, alusiones, etc.) (Sperber y Wilson, 1995, 65-72). En ese contexto, es fácil que se dieran algoritmos darwinistas reguladores de la interacción social, capaces, por una parte, de procesar los costes y beneficios de la interacción social, y, por otra, de realizar inferencias complejas sobre las posibles trampas de los free riders. Lo cierto es que hay la suficiente evidencia experimental para hacer plausible la conjetura de que existe un fuerte vínculo entre racionalidad, interacción social e identificación de los “mentirosos” (Cosmides, 1989). Los individuos aplican reglas inferenciales correctas con suma facilidad en escenarios de reciprocidad, inferencias que permiten reconocer el fraude. Para que pueda evolucionar la disposición societaria se requiere un aparato cognitivo bien dispuesto para detectar a quienes rompen los contratos. Sólo quien inspira confianza puede obtener las ventajas de la cooperación, pero eso sólo lo pueden hacer, enfrentados a “detectores de mentirosos”, quienes son de confianza56.

La idea de circuitos mentales evolucionados especializados en los problemas de la interacción social no es extraña ni excepcional. “Las inferencias necesarias para detectar mentirosos son obvias para los humanos en el mismo sentido en el que las inferencias necesarias para la ecolocalización son obvias para los murciélagos” (Cosmides y Tooby, sin fecha, 64). Se trata de circuitos desarrollados para resolver los problemas de la cooperación, presente en todos los humanos, sin necesidad de conciencia, instrucción formal y aplicados sin conocimiento de la lógica subyacente. Esos circuitos fijan en nosotros conceptos y motivaciones que hacen posible el juego intencional. Sobre ellos se asienta la interacción y el sustrato emocional. “No sólo facilitan el desarrollo de la cooperación, también hacen posible la amenaza y el funcionamiento de la venganza”. El juego emocional depende “de la naturaleza de la máquina interpretativa de la especie. Si el otro animal es incapaz de categorizar las acciones que desencadenen su daño, el castigo resulta inútil” (Tobby y Cosmides, 1996, 129-130). La evidencia de ese funcionamiento es también negativa: los autistas, que carecen de la capacidad de representarse las representaciones mentales de los otros, de “una teoría de la mente”, se muestran también incapaces para comprender el significado normativo de los acontecimientos y, aun si son “inteligentes”, resultan indefensos socialmente en forma particular.

La naturalización de la DS no equivale a la disolución de la discrepancia o la diversidad. Es cierto que “la diversidad cultural ha sido siempre invocada como prueba de la plasticidad de la especie humana”, pero no faltan razones para creer que “los organismos dotados de una mente verdaderamente modular pueden engendrar culturas auténticamente diversas” (Sperber, 1996, 166). (Atran, en curso de publicación)57. La diversidad es tan natural como la sociabilidad. No cabe ignorar la importancia para las teorías normativas de un programa58 capaz de asegurar una base naturalista a la diversidad: se “disuelve” la DS sin dejar de reconocer “el hecho del pluralismo”.

PARA ACABAR

En las páginas anteriores se han visto razones para, por lo menos, revisar la perspectiva liberal sobre el problema de cómo es posible el orden social. En el camino se ha sugerido la conveniencia de revisar un par de axiomas liberales, que mucho tienen que ver con el “problema” y su “solución”: el mercado. El “problema” tiene mucho que ver con una insostenible idea de individuo presocial que ha persistido en el liberalismo más genuino. Sencillamente, no hay lugar para la pregunta inaugural de la “fundamentación” del contrato social que está en la base del liberalismo. Del mismo modo que, si es el caso que el universo es finito, carece de sentido preguntarse acerca de qué hay fuera, tampoco cabe preguntarse por qué los individuos están en sociedad. Por supuesto, en ese estar en sociedad intervienen disposiciones diversas. No se trata, pace Ridley, de que exista una línea directa entre un gen y el tacherismo59, como no hay un lazo entre genes y una lengua, aunque lo hay con la capacidad para adquirir una lengua. El juego de lo posible no empieza desde ninguna parte. No elegimos la sociabilidad, como no elegimos el lenguaje.

No sólo eso. Aun si nuestras disposiciones son más informativas, si apuntan en una dirección, si, por ejemplo, hay una predisposición hacia el adulterio o la violencia, de ahí no se sigue la bondad o la ineluctabilidad del comportamiento. Primero porque sigue intacto el trazo entre lo positivo y lo normativo. Sucede en el terreno epistémico, en donde estamos en condiciones de corregir nuestros juicios y aun sesgos inferenciales errados por más sistemáticos que sean, con más razón en el normativo. Después de todo, curar una enfermedad genética es también corregir una disposición en nombre de lo que nos parece bien. Segundo, porque también los buenos valores son “naturales”, también se asientan en otras disposiciones que intervienen corrigiendo y “contrabalanceando” (Pinker, 1997 y Holbach, en Hirschman, 1978, 34-47), pues, como dejará dicho D’Holbach (1769, 332): “las pasiones son los verdaderos contrapesos de las pasiones (...). La educación es el arte de sembrar y de cultivar en el corazón de los hombres las pasiones favorables”.

En el camino también se ha rectificado otra tesis liberal según la cual el interés, en el escenario de mercado, es la garantía del orden social. En cierto modo se podría decir que hay razones para invertir el trayecto que llevó de las pasiones a los intereses como garantía del orden social (Hirschman, 1978). La convicción de que, para el incipiente pensamiento liberal, la única justificación de la religión era su capacidad para disciplinar unas emociones que se entendían como fuente de desorden: los intereses, por una parte, permitían edificar un orden laico que sustituyese al orden religioso necesario para disciplinar a unas pasiones que se desbordaban y, por otra, por lo mismo, permitían anticipar al otro como no podían hacerlo las emociones. La ventaja del interés y del mercado es que hacían posible embridar las pasiones y asegurar el orden sin necesidad de intervenciones extrañas. El camino seguido hasta aquí ha sido un retorno. Son las emociones y el “instinto”, social los que disciplinan un interés (y un mercado) de indiscutibles consecuencias desintegradoras. Circunstancia que no se le escapó a A. Smith, quien glosando a Hutcheson escribe con aprobación: “(La Naturaleza) actúa aquí (con el sentimiento de aprobación) como en otros casos con estricta economía... (Ese sentimiento) no está fundado en el egoísmo ni tampoco en una operación de la razón. No cabe sino suponer que se trataba de una facultad con la que la Naturaleza dotó a la mente humana (al igual que) sucedió con el sentido moral, el sentido público, o la vergüenza y el honor... (Ese sentimiento) se basa en un poder de percepción, análogo a los sentidos externos” (Smith, 1759, 1790, 321- 322).


NOTAS AL PIE

3. Esa tensión es central en el ensayo inaugural de la moderna filosofía política, Rawls (1971). Baste con ver que el egoísmo, que aparece implícitamente como una de las circunstancias materiales de justicia, es excluido por las cinco condiciones formales de justicia, pp. 125-126. En ese sentido resulta llamativo que Rawls, que dice seguir a D. Hume (1975), se cuide mucho de referirse al egoísmo como tal entre las circunstancias de justicia, cuando lo cierto es que el escocés es absolutamente claro: “el origen de la justicia se encuentra únicamente en el egoísmo y la limitada generosidad de los hombres”, p. 495.

4. Circunstancia, por cierto, bastante desatendida por tradiciones radicales que han pasado en pocos años de ver la lucha de clases por todas partes, a una cándida e idealista fascinación por el poder de las buenas partes, fascinación que, por lo demás, no resiste el análisis de los procesos psicológicos de formación de las creencias. Ovejero (1995, 1996a).

5. La estabilidad (entendida como aquella situación en la que el sistema “pone en juego fuerzas propias de tal modo que vuelva al equilibrio después de perturbaciones”, p. 457) es la preocupación central del capítulo VII de A Theory of Justice. No sólo eso, allí apunta un explícito intento de fundamentación naturalista (en las emociones, en el desarrollo psicológico) de los principios de justicia y de la propia estabilidad de la justicia como imparcialidad a la luz de “leyes psicológicas” (pp. 462, 476, 485, 490) que será abandonado en Political Liberalism (1993), aunque se mantiene la centralidad de la estabilidad (“la justicia como equidad) adopta como su idea fundamental la sociedad como un sistema equitativo de cooperación a lo largo del tiempo, de una generación a otra”, p. l5) y la preocupación porque los individuos puedan estar interesados en –comprometidos con– soluciones que se juzgan las mejores desde algún punto de vista colectivo (o imparcial). Resulta interesante que el abandono de la perspectiva naturalista se acompañe de la modificación de las tesis de A Theory por creerlas subordinadas a una concepción “comprensiva” del bien, concepción incompatible con el respeto al “hecho del pluralismo”, y su sustitución por la concepción política de la justicia que busca asegurar que el vínculo social se mantiene sin depender de una idea particular de bien.

6. Críticas, por ejemplo, de P. Jones, R. Dworkin, O. O’Neil; véase Ovejero (1998).

7. Por lo demás, no hay que olvidar que las teorías liberal contractualistas empezaban por destacar que “si todo el mundo sintiera afecto por todo el mundo [...] la justicia y la injusticia no serían conocidas por los hombres” Hume (1975), Op. Cit., p. 495, para, inmediatamente después de reconocer la escasa plausibilidad de esa presunción, construir sus “contratos sociales”, descalificados por la crítica comunitaria por irreales.

8. El núcleo compartido es el análisis en términos de interacción estratégica entre agentes racionales. Desde ahí hay diversidad de modelos: equilibrios de mercado, acción colectiva, negociación, etc. Tres clásicos desde tres disciplinas: D. Gauthier, Op. Cit.; J. Coleman (1990) y Posner (1986).

9. No es menos cierto que sin las pequeñas mentiras (“buenos días”, “me alegro mucho”, etc.) la vida social sería imposible.

10. Un equilibrio de Nash. En otras líneas de argumentación, la norma aparece como una externalidad positiva (Coleman) y los principios de justicia (distributiva) como aquellos que aseguran que la máxima concesión relativa exigida por ellos sea la más pequeña (Gauthier).

11. Por ejemplo, el dilema del prisionero. Vale la pena destacar: a) el carácter autorrealizador de los equilibrios de Nash, de modo que cuando cada individuo piensa que el otro escoge tal o cual solución, ésta se realizará y las previsiones se confirmarán; b) la relevancia de la atribución mutua de estados mentales entre los agentes: “A cree que B cree que...”. Se verá más abajo la importancia de esta circunstancia.

12. El peculiar sistema de retribuciones asegura que “se busca la verdad”. El frecuente “fraude” de las ciencias sociales no tiene que ver con una peor “naturaleza” de sus practicantes, sino con el mal funcionamiento del algoritmo, Ovejero (1997).

13. De hecho, bajo ciertas circunstancias, cuando los sujetos perciben que la tasa de crecimiento real es inferior a la que asegura el crecimiento equilibrado e intentan acercarse, las dos tasas se alejan. Para varios ejemplos, Ovejero (1994), pp. 176-178, notas 17, 18, 19. En todo caso, no debe confundirse la estabilidad con el problema más general de la obtención de trayectorias históricas. En este caso hay dos dimensiones funcionando: a) direccionalidad o no direccionalidad de proceso, b) contingencia o causalidad entre las secuencias. En la naturaleza se pueden dar los cuatro casos posibles. La estabilidad sería un caso particular de causalidad (mecanismo) y direccionalidad (equilibrio). Para algunas ideas veáse Wright (1992).

14. La fórmula paradigmática ha sido la comparación entre la selección natural y el mercado como procesos creativos y ciegos. El ejemplo clásico es Hayek, obviamente. De todos modos, la moderna economía evolucionista empieza por criticar la comparación hayekiana, Hodgson (1995) y Vanberg (1986). Los economistas evolucionistas han buscado alejarse tanto del supuesto de equilibrio como del supuesto de individuos maximizadores. Sin embargo, como ha destacado P. Krugman (1996a), la propia biología evolucionista (al menos sus teóricos más “adaptacionistas”) camina, respecto a aquellos supuestos, en la dirección de la economía neoclásica. Como se señala en la siguiente nota, hay más economía de inspiración evolutiva que la que Hodgson sistematiza en su ya clásico trabajo. El desarrollo de la teoría de la complejidad ha convertido tanto la evolución biológica como los procesos económicos en modelos de sistemas más básicos; Hollan (1992), Kauffman (1995).

15. Para una completa reconstrucción de la teoría de la mano invisible, la teoría del equilibrio general, y sus limitaciones derivadas de que “el problema de la matematización (antes que el vigor explicativo) fue la razón básica de su creación y desarrollo”, Ingrao, B.; e Israel (1994), Eawtell, Milgate y Newman (1987). Vale decir que el interés por los sistemas de “mano invisible” ha ido más allá del mercado, Krugman (1996b). El desarrollo de los sistemas dinámicos no lineales y de la teoría del caos ha llevado a un amplio programa de investigación que ha abandonado el clásico matrimonio con la teoría (básicamente estática) del equilibrio general, R. Day y P. Chen (1993). De hecho, entre los pioneros y más refinados cultivadores se destacan economistas que entroncan con la tradición clásica marxista-keynesiana, W. Goodwin (1990).

16. Para los pasos citados y para la formación científico-natural de A. Smith, en especial su excepcional relación con las fuentes del darwinismo, veáse Ovejero (1985).

17. Tesis que acostumbra a confundir dos “egoísmos” bien diferentes: el evolutivo, que tiene que ver con que las consecuencias de mis acciones aumenten mi eficacia reproductiva, y el psicológico, que se refiere a mis intenciones y a mis intereses. Que el primero ha de existir en el proceso evolutivo es una simple tautología. Llamar a eso egoísmo simplemente es maltratar las palabras. Por otra parte, lo que no resulta autorizado decir es que hay razones evolucionistas en favor de la hipótesis del egoísmo psicológico, E. Sober (1994), pp. 8-27. Para algoritmos que muestran el carácter evolutivamente estable de las estrategias cooperativas, M. Nowak, R. May y K. Sigmund (1995), T. Besgstrom y O. Stark (1993). En un sentido parecido, P. Kitcher (1993). Para un panorama, a partir de la anterior distinción entre egoísmos, N. Serardic (1995); una completa antología procedente de la economía se encuentra en S. Zamagni (1995).

18. La operación habitual ha consistido en buscar una garantía en los genes de los supuestos egoístas de la teoría de la elección racional o de la microeconomía. Lo cierto es que la operación ha sido con frecuencia bastante torpe. Así, G. Becker, a la vez que defendía el clásico “irrealismo” de los supuestos, la tesis de que los supuestos no se calibran por su plausibilidad empírica, buscaba urgentes “fundamentaciones naturalistas” en la sociobiología, F. Ovejero (1995), J. Elster (1997). En la misma dirección, en la obtención de una “teoría bioeconómica” de la sexualidad en términos de costos beneficios, R. Posner (1992). Para una crítica minuciosa, M. Nussbaum (1992) pp. 1689-1734. De todos modos, conviene advertir que no todas las teorías de la negociación muestran confianza en las explicaciones evolucionistas. Véase, por ejemplo, los escépticos comentarios de D. Gauthier, al sugerente trabajo de A. Gibard (1990), en Morality and Biology? G. Wolters y J. Lennox (1995).

19. No es casual que se hable de “explicaciones de mano invisible” precisamente para referirse a explicaciones en las que funciona un mecanismo algorítmico, como la selección natural; por ejemplo, D. Dennet (1995), Schuster (1995), p. 3l6. De todos modos, el reconocimiento de la presencia de un proceso algorítmico como el que se da en la selección natural no debería llevar a conclusiones del tipo “el darwinismo actúa tanto en las modas láser y las biomoléculas como en los hiperciclos y en los reinos animal y vegetal”, H. Haken (1978). Eso es como decir que porque se hace uso de la teoría de la optimización, todo es microeconomía. Sencillamente las distintas teorías que pueden utilizar una teoría formal comparten ciertos isomorfismos y por eso pueden aplicar las mismas herramientas. No por ello se reducen unas a otras ni son casos particulares de la teoría matemática de que se sirven. Se necesita conocer primero si se dan las propiedades que permiten hacer uso de la teoría y ello requiere de la exploración específica del campo de una teoría. En el presente caso hay que saber que se dan ciertos patrones en condiciones de copiarse, variar ocasionalmente, competir y heredarse. Y para saber que eso lo pueden hacer los genes y no otras entidades, hay que tener una teoría acerca de cómo son, de sus propiedades.

20. Requiere, tal vez, un alto grado de confianza, entendida como “cierto nivel de probabilidad subjetiva de un individuo que le permite estimar que otros individuos realizarán ciertas acciones, antes de que pueda controlarla (o aun sin que pueda llegar a controlarla) en un marco tal que su propia acción se ve afectada”, D. Gambetta (1988), p. 217. Para las diversas formas como el capitalismo mina la confianza como cimiento de la vida social, A. Seligman (1997).

21. Bienes que se consumen sin rivalidad (mi consumo no reduce el tuyo) y sin exclusión (todos gozamos de la misma cantidad).

22. Una síntesis actualizada en B. Gofman (1995). En los últimos años, modelos emparentados con la teoría de la elección racional han buscado aumentar su plausibilidad (con atención, por ejemplo, a los procesos de formación de preferencias) y se han alejado de las explicaciones en términos de mercados, K. Monroe (1997), D. Mueller (1997).

23. Aunque ni siquiera. En palabras de uno de los más refinados cultivadores de la teoría del equilibrio: “La economía del mercado y el sentido del orden no son compatibles... Nunca se ha demostrado que sea cierto que la economía de mercado consigue orden, ni siquiera para la economía abstracta”, F. Hahn (1994).

24. Con más precisión, los equilibrios de Nash (situación en la que los individuos no tienen ningún incentivo para cambiar de estrategia mientras los otros no cambien la suya) no son óptimos: en ausencia de cooperación se darán los equilibrios, aun cuando existen resultados mejores. El problema no es que los mercados den pie a equilibrios subóptimos, sino que socavan una cooperación que es precisamente la vía para superar diversos problemas de coordinación y bienes públicos. Para los diversos mecanismos, S. Bowles (1991).

25. Acerca de si la justificación se vincula con un principio que vale para todos (consensual) o con distintos principios, uno para cada participante (convergentista); acerca de si la justificación tiene base cognitiva o simplemente volicional, o acerca de si la justificación es pragmática, según deseos o creencias reales, o trascendental, según el mejor yo (a reason for her versus a reason to her en la terminología de Williams), veáse D’Agostino (1996). Para una sugestiva revisión de los grados (incompletos) de acuerdo en la deliberación, C. Sunstein (1995).

26. Por una parte, hay problemas de compatibilidad. La justificación pública ha de satisfacer una serie de requisitos además de la fuerza vinculante (robustez, carácter inclusivo, relevancia informativa), que no siempre apuntan en la misma dirección, D’Agostino (1992). Por otra parte, hay razones epistémicas derivadas de la distinción entre creencia, entendida como una disposición a sentir una proposición como verdadera; y aceptación, la adopción de una proposición como un principio de actuación, en un contexto determinado, sin atender a si se juzga verdadero o no, J. L. Cohen, (1992), p.115.

27. No se trata de una teoría empírica de la democracia ni tampoco de una propuesta política. Para ser exacto, es una fundamentación epistémica que puede, eso sí, justificar propuestas políticas, F. Ovejero (1996b).

28. También cabe reconocer el plano de las reglas de competencia, del juego de incentivos de las comunidades científicas, P. Stephan (1996).

29. Q. Skinner (1983). Para una exposición sistemática, P. Pettit (1997).

30. Para el homo œconomicus esa posibilidad no plantea problemas, resulta acorde con su egoísmo entender el escenario social como lugar de trapicheo.

31. Aunque no sea lo que aquí interesa, conviene advertir que, para muchos problemas de coordinación y eficiencia, las conductas cooperativas o altruistas funcionan mejor que el mercado: S. K. Kolm (1984) H. Moulin (1995).

32. Que no excluye, antes al contrario, la preocupación prioritaria por los propios proyectos, M. Slote (1992) y el número dedicado a Self interest de Social Philosophy and Policy, l4, 1 (1997), especialmente los trabajos de Wolf, Badhwar, Slote, Birnk y Hurka.

33. Sea en clave aristotélica, M. Galston (1994), o rousseauniana, J. Spitz (1995).

34. Y a la propia teoría del mercado. Durante mucho tiempo la teoría económica defendió su despreocupación por las motivaciones con argumentos conductistas o de parsimonia metodológica. Sin embargo, esa despreocupación se traduce en importantes insuficiencias analíticas. Sobre el estrecho consecuencialismo de la teoría económica y sobre sus implicaciones, E. Anderson (1993). Para un intento de recuperar las motivaciones con instrumental económico, J. Morse (1997).

35. También desde el bienestar, desde su motivación básica, T. Scitovsky (1986). Sobre los vínculos psicológicos entre felicidad y preferencias del homo œconomicus, el número dedicado al importante trabajo de Scitovsky, Critical Review, 10, 4

(1996).

36. R. Tronto (1987); M. Nussbaum (1996). Sobre el descuido de las teorías normativas por los aspectos motivacionales, el ya clásico M. Stocker (1976).

37. Sobre estas funciones “económicas” de las emociones, R. Frank (1988). Un repaso de la abundante experimentación que muestra cómo funcionan emociones o principios espontáneos de justicia que violan principios de racionalidad económica, A. Roth (1995). Sobre las implicaciones para la microeconomía, que es como decir la teoría del mercado, R. Thaler (1994), p. 199 y ss. Sobre las implicaciones para la vida cívica del entramado de normas y emociones, C. Sunstein (1996).

38. Sperber y D. Wilson (1995), p. 45. Fórmula que es un desarrollo de la idea de “conocimiento común (mutuo)” de D. Lewis (1969). Resulta interesante destacar que una idea parecida (the tacit cognitive communalities) “entre el instinto y la razón” es formulada desde la teoría de la elección racional para referirse a los contextos normativos, U. Witt (1994).

39. F. De Wall (1996), pp. 28-29. De Wall muestra sus dudas acerca de las emociones en los animales no humanos, ibidem, p. 108.

40. A. Damasio (1996). Dos panorámicas del conocimiento psicobiológico sobre emociones: R. Plutchik (1994) y K. Oatley y J. Jenkins (1996).

41. Para interesantes conjeturas acerca del vínculo entre emociones, normas y coordinación, A. Gibbard, Op. Cit., R. Solomon (1995).

42. Que no se elija la capacidad emocional es cosa distinta de elegir las emociones. Las emociones se corrigen como se corrigen las ideas o los errores al inferir. Que tengan base biológica no quiere decir que no se puedan valorar. Sobre tales aspectos, R. De Soasa (1994), F. Schoeman (1987).

43. La explicación (de la psicología evolucionista) radica en que la selección natural da primacía a unos mecanismos cognitivos que favorecen la formación de creencias verdaderas, pero que, a la vez, han de satisfacer otras exigencias (fiabilidad, robustez, rapidez, acceso a la información, economía, etc.). L. Cosmides y J. Tobby (1994), J. Dupré (1987). Un panorama en H. Barkow, L. Comides y J. Tooby (1992). Para el caso de la visión, en términos computacionales (más tarde incorporados en clave adaptativa por los psicólogos evolucionistas), D. Marr (1985). Para una valoración crítica y mesurada, E. Stein (1996), cap. 6. Una discusión de la significación de los supuestos experimentales de tales trabajos (el alcance del condicional) para las conclusiones sobre el vínculo entre racionalidad, vida social y evolución, en J. Fetzer (1990).

44. M. McCloskey (1983).

45. Los economistas han utilizado dos recursos para defender esta estrategia ante la evidencia de que no estaba en el horizonte intencional de los individuos hacer o desencadenar aquello que se quería explicar. El primero, metodológico, con argumentos pragmáticos, justifica la “irrealidad de los supuestos” de comportamiento en nombre de su vigor predictivo. El segundo, teórico, más reciente, en torpe matrimonio con la sociobiología, convertía a los individuos en “inconscientes” envases de los genuinos actores maximizadores, los genes. Como se apuntó en la nota 18, las dos estrategias no son del todo compatibles, pues si la segunda busca dotar de plausibilidad naturalista a los supuestos, la primera proclama el derecho a descuidar ese soporte.

46.Para ser justos, su hábitat originario fue la teleología natural, el designio divino de los organismos al que se enfrenta la teoría de la selección natural. Los textos clásicos del debate en T. Cosslett (1984). Debate que se modifica después de Darwin. Para el debate contemporáneo entre adaptacionistas y darvinistas moderados, véase J. Dupré, Op. Cit.; C. Allen, Bekoff y G. Lauder (1998). Una formulación sencilla de la discusión desde una perspectiva adaptacionista por un biólogo evolucionista de primera línea: G. Williams (1996).

47. Una reconstrucción dinámica del contrato social, en la que se incorporan compromisos, convenciones e “instintos”, en el breve y espléndido ensayo de B. Skyrms (1996).

48. En un contexto cooperativo, obviamente la mejor estrategia sería aquella que “aparece” y “desaparece”, que sugiere colaboración, pero que, cuando tiene la confianza, traiciona. Pero, precisamente, la selección natural no permite esa posibilidad, las disposiciones no se pueden elegir, aun si eso se realiza de un modo sofisticado, a través de la capacidad para detectar al free rider.

49. M. Ridley (1996).

50. Esa comparación en S. Pinker y P. Bloom (1990). Así mismo, S. Pinker (1995).

51. Si la inducción fuera segura, no sería inducción, sino deducción. Es falible, pero también eficaz. En ese sentido es pertinente la “reinterpretación” del a priori kantiano por Lorenz y sus discípulos, F. Wuketits (1984), R. Rield (1983). Más interés (mayor base cognitiva) tiene la reciente “(di)solución” biológica del problema de la inducción, fundamentada en la idea de que nuestros conceptos están innatamente estructurados, de tal modo que presumen la existencia de clases naturales. Lo que no quiere decir que la epistemología pierda su carácter normativo: “La evolución no debe invocarse como evidencia de que nuestra psicología se ajusta bien a la estructura causal del mundo. Ese ajuste debe establecerse independientemente. La evolución sólo cabe invocarla después de haber establecido ese ajuste”, H. Kornblith (1993), p. 3. Para un repaso de los diversos aspectos de conocimientos “implícitos”, sedimentados evolutivamente, A. Reber (1993).

52. Como se señala en una de las exposiciones más sistemáticas de la psicología evolucionista, hay genes de disfunciones (distrofia muscular, dislexia, Alzheimer, etc.), pero no “de la civilidad, lenguaje, memoria (...) de organismos adaptativos complejos”, S. Pinker (l997), pp. 34-35. Cabe conjeturar que lo que en tales casos se localiza es un gen que es condición necesaria para cierta función. Es conocido que las únicas condiciones suficientes son de sucesos negativos: es suficiente para que la TV no funcione que el cable esté cortado, por ejemplo. Para una visión más “optimista” de la localización de genes, cfr. J. M. Smith y E. Szatmáry (1995), p. 76.

53. La cooperación y el altruismo tienen más de un itinerario. En el trabajo existente más completo sobre cooperación animal, L. Dugatkin (1997), pp. 25-29, sistematiza cerca de un centenar de modelos distintos.

54. Desde esta perspectiva, la “mente” no aparecería como una inteligencia general útil para todo sino como una combinación de diversos dispositivos especializados, en parte programados genéticamente, especializados tanto en el dominio cognitivo del que se ocupan como en el tipo de tratamiento de la información. Para una presentación informal de la evidencia experimental, M. Gazzaniga (1995). Una visión más matizada: A. Karmiloff-Smith (en curso de publicación).

55. H. Plotkin (1997), p. 139. Para una breve y sugestiva exposición del vínculo evolutivo entre vida social y los humanos como “psicólogos naturales”, N. Humprey (1993). La atribución de estados mentales es común a los primates con intensa vida social, D. Cheney y R. Seyfarth (1990); C. Allen y M. Bekoff (1997), cap. 6. Para una visión crítica, C. Heyes (en curso de publicación).

56. Por esta vía se captura con buen fundamento un argumento filosófico tradicional según el cual reconocer a otro como racional supone un principio de respeto y preocupación, T. Nagel (1970). Otro tanto se podría decir respecto a la intuición (y la torpeza) utilitarista que toma el sufrimiento como criterio de pertenencia a la comunidad de valoración, lo que la lleva a incluir sin matices a los animales no humanos. Para una teoría normativa atenta a los resultados cognitivos, la capacidad de sufrimiento no es independiente de la existencia de unos sistemas articulados de deseos, expectativas, de unos estados mentales complejos y con capacidad discriminatoria, que no se dan por igual en todas las especies. Sencillamente, no todo sufrimiento es igual. D. Dennet (1995).

57. D. Sperber (1996), p. 166. Así mismo, S. Atran, (en curso de publicación).

58. Que se ha dado en llamar, por oposición al “modelo estándar de las ciencias sociales”, “modelo causal integrado”. Para una presentación programática, L. Cosmides y J. Tooby (sin fecha).

59. “Los conservadores (que atacan el estado del bienestar) quizá no sean unos peligrosos románticos”, M. Ridley (1996), p. 262. No es la única inferencia urgente de este urgente ensayo de ciencia popular. Lo cierto es que, con todo lo que hay de sugestivo en el programa de la psicología evolucionista, no resultan infrecuentes estas maneras; es el caso, por ejemplo, de R. Wright (1996), o de bastantes páginas de D. Buss (1996).


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