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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.2 no.2 Bogotá Jan./June 2000

 


UNA REVISIÓN DEL ANÁLISIS ECONÓMICO DEL DERECHO


THE ECONOMIC ANALYSIS OF LAW


Una lectura crítica a propósito de la obra Crimen e Impunidad



Germán Silva García*

* Profesor, abogado y especialista en ciencias penales de la Universidad Externado de Colombia, master en sistema penal y problemas sociales y estudios doctorales en sociología en la Universidad de Barcelona, autor de El proceso de paz (1985), ¿Será justicia? Criminalidad y justicia penal en Colombia (1997).



1. INTRODUCCIÓN

Para alguien que se ocupa de la sociología jurídica, como ocurre en mi caso, el análisis económico del derecho es un ámbito que no resulta del todo extraño o ajeno. En pocas palabras, de acuerdo con una visión general y comúnmente aceptada, la sociología jurídica trata de las relaciones entre derecho y sociedad, escenario dentro del cual cabe considerar lo económico, como uno de los aspectos que, en el lugar de la sociedad, hacen parte de esa relación.

Lo económico es, entonces, parte del objeto de estudio de la sociología del derecho, obviamente tema central de la ciencia económica y, también, materia de estudio de varias disciplinas más, aunque en todos los casos difieren las formas e intensidad del conocimiento. De otra parte, las teorías económicas han influido en la construcción de las doctrinas de todas las ciencias sociales. En consecuencia, para el caso específico de la sociología del derecho, la importancia de la economía es doble si se reconoce a la disciplina en tanto fuente teórica y a su problemática como parte de su objeto de estudio. En este escrito intentaré tomar en cuenta los dos planos anteriores referidos al análisis económico del derecho. Advertencia a la que agregaría algunas precisiones aisladas.

Desde luego, la economía no es la única faceta contemplada en el análisis sociojurídico, aunque una de las corrientes de la sociología del derecho haya adoptado esa esfera como componente fundamental para orientar el trabajo teórico y la investigación (Ferrari, 1989)1. En todo caso, la estructura económica es uno de los pilares fundamentales que contribuyen a perfilar cualquier organización social y, por ende, lo económico puede ser introducido de muchas maneras en la relación derecho-sociedad, por ejemplo, examinando el impacto o los costos económicos de las medidas legales, las tentativas del derecho para inducir transformaciones en la relaciones económicas, la ineficacia de las normas jurídicas neutralizadas por las condiciones económicas, la ocurrencia de cambios jurídicos provocados por variables económicas, etc. Esos temas son asuntos que le incumben a la sociología del derecho, pero igualmente han sido tratados por los economistas; el análisis económico del derecho y de las instituciones que le son propias, como la justicia, involucra a diferentes disciplinas, dotadas con variadas herramientas teóricas, concepciones y sobre todo distintos énfasis para el abordaje de su estudio. Por tanto, el análisis económico del derecho, que yo definiría como una línea de teorización y pesquisa interdisciplinaria, no es patrimonio exclusivo de la economía, aunque a esa ciencia le corresponda desempeñar un papel crucial.

En concordancia con lo anterior, de manera reciente se ha advertido un creciente interés de los economistas por el análisis del derecho, tanto en el extranjero como en Colombia, lo que se ha traducido en toda clase de investigaciones y publicaciones. Por mi parte, con este escrito aspiro a realizar una revisión crítica de algunas contribuciones colombianas, llevadas a cabo principalmente desde el punto de vista y presupuestos teóricos de los economistas2.

El eje de la revisión propuesta es la obra Crimen e impunidad, de Mauricio Rubio (1999), seleccionada por la aparente buena recepción que obtuvo entre muchos especialistas (economistas), y el público en general (ya fue reimpresa), además de las características de su autor, quien expone una larga trayectoria de trabajo en la materia y, por tanto, es un buen reflejo del análisis económico del derecho que hacen, al menos, algunos economistas en Colombia (Bejarano, 1999)3. Sin olvidar cual será el eje de este escrito y, precisamente a propósito del mismo, en seguida agrego unas pistas sobre lo que voy a hacer aquí.

Como quiera que he definido al análisis económico del derecho como un campo apropiado, por excelencia, para el trabajo interdisciplinario, creo que es oportuno presentar algunas reflexiones metodológicas mencionando unos cuantos supuestos básicos que me parecen aconsejables para laborar bajo una perspectiva semejante. La sociología del derecho es del todo una especialidad interdisciplinaria, por lo que alguna competencia puede reconocérsele en este campo. Ahora, en mi condición de abogado y sociólogo, el aporte posible de mi crítica a ciertas líneas del análisis económico del derecho debe recibirse también como un apoyo interdisciplinario, expresado tanto en la conducción de algunos elementos teóricos propios del derecho y de la sociología al mismo objeto de trabajo examinado por los economistas, y en cuanto una mirada crítica a las teorías económicas sobre el derecho bajo una óptica sociojurídica.

Hay algunas ideas centrales, si se quiere tesis, en el libro de Mauricio Rubio que pueden ser aptas para empezar la discusión, anticipando que ese trabajo se circunscribe de manera principal al análisis del homicidio, de las formas de criminalidad que recurren a él y del comportamiento desplegado por el derecho y la justicia en esos casos. En la obra analizada se sostiene que: 1. La explicación de la violencia en causas sociales (pobreza) es inadecuada. 2. Los desaciertos del derecho y de la justicia penal han estimulado la violencia. 3. Según el análisis costo-beneficio el sistema penal debe desanimar la comisión de infracciones y para lograrlo es necesario fortalecer su capacidad represiva.

2. LA EXPLICACIÓN “OBJETIVA” DE LA VIOLENCIA Y LA CRIMINALIDAD

La incidencia de la pobreza o, de manera más general, de las condiciones de vida sociales y económicas de la población, sobre la ocurrencia de fenómenos calificados como criminales, es un tema antiguo de las ciencias sociales en particular de la criminología.

Simplemente con un ánimo ilustrativo, podría mencionarse el trabajo de Bonger al comienzo de la década de los 30, para quien la criminalidad obedecía a las condiciones de desigualdad económica generadas por el capitalismo, dentro de la línea de análisis economicista que caracterizó a ciertas corrientes del marxismo (Bonger, 1943, 143)4. También en los años 30 tuvo vigencia la llamada Ley de Mayr, según la cual “el aumento en el precio del trigo, por cada diez centavos, produce en cada cien mil habitantes un hurto más”, que ganó un lugar en las ciencias que se ocupaban de estudiar la criminalidad e influyó con decisión sobre la naciente criminología colombiana (Aragón, 1934, 170)5. Todo ello sin olvidar la perspectiva no menos importante que estuvo concentrada en el estudio de la influencia de los factores socioeconómicos sobre el comportamiento del control penal, que tenía en cuenta su repercusión sobre la criminalidad (Rusche y Kirchheimer, 1984)6.

En los años 50 la influencia del discurso sobre lo social o las “causas objetivas” de la criminalidad no sólo había alcanzado una enorme ascendencia sino que lograba introducirse con éxito en las políticas socioeconómicas de los Estados Unidos y Europa occidental. Los 50 fueron la “década de oro” para las naciones más desarrolladas de occidente, cuyas economías hicieron realidad las aspiraciones del estado de bienestar social, al reducir sustancialmente los niveles de pobreza y al mejorar la calidad de vida de la población en todos los ámbitos sociales. Sin embargo la criminalidad, lejos de disminuir, se incrementó, y generó una crisis en las teorías “objetivas” o socioeconómicas de la criminalidad. Inclusive, porque ese es también un asunto de vieja data en la criminología, la investigación fue reorientada hacia el planteamiento de hipótesis muy distintas. En efecto, para aquel tiempo empezó a sostenerse que la criminalidad estaba asociada no a la pobreza sino a la riqueza, como quiera que la última comportaba la existencia de una sobreoferta de bienes que elevaban las oportunidades delictivas (Pinatel, 1984)7.

Dentro del panorama anterior tenemos entonces que la tradición teórica de la criminología expone dos tesis opuestas sobre un mismo problema. Así mismo, es evidente que la identificación de la relación entre pobreza y criminalidad, sin importar el sentido en el que se plantee, no es una novedad teórica. Sin embargo, parece necesario tener una mayor precisión conceptual y, por otro lado, ubicar la discusión dentro del contexto de la realidad colombiana.

En el ámbito nacional encontramos varios trabajos afines a la explicación de la criminalidad por las condiciones socioeconómicas provenientes de distintas fuentes académicas. Unos mencionan la miseria, otros en el polo inverso la riqueza8. Igualmente, se localizan estudios que rechazan tales hipótesis, entre ellos Crimen e impunidad, cuyo autor es categórico para desechar la propuesta explicativa de las

“causas objetivas”, al igual que aquella que asocia el incremento de la riqueza con el crimen (Rubio, 1999, 82).

En mi opinión, la discusión debe ser precisada a partir de una serie de premisas básicas y, tal vez, elementales. 1. La pobreza o la miseria son categorías inadecuadas, puesto que son demasiado simplistas. 2. Es imposible avanzar sin un concepto claro sobre qué es la criminalidad. 3. El contexto socioeconómico influye sobre determinadas formas de criminalidad, inclusive en términos de constituirla en un medio para la satisfacción de necesidades o la adquisición de recursos escasos. 4. El reconocimiento de la relación entre pobreza y criminalidad ha sido utilizado en ocasiones para perjudicar a los grupos sociales más vulnerables.

La pobreza o la miseria son categorías insuficientes, excesivamente simples, ya que su mera existencia no implica la ocurrencia de actos delictivos. No son los lugares más pobres de Colombia o del mundo aquellos donde más delitos patrimoniales o violentos se ejecutan. En este plano cabe recordar la teoría foquista enunciada por Ernesto “Che” Guevara, quien mencionaba la existencia de “causas objetivas” de la revolución (pobreza, desigualdad y explotación económica), frente a las cuales sólo bastaba el detonante de las “causas subjetivas”, es decir, la conciencia revolucionaria impartida e introducida por la vanguardia constituida por el foco guerrillero (Guevara, 1973, 27). No obstante, el fracaso de las luchas insurgentes desarrolladas bajo el modelo foquista es una demostración patente de la inconsistencia de la teoría que la fundaba. El mismo “Che” arribó a la región más marginada del país continental con mayor pobreza de América Latina, escogido por esas condiciones, y ya se conoce el resultado de su aventura.

Una objeción adicional a la suficiencia de las condiciones de pobreza para efectos interpretativos es que no se puede explicar casi nada en términos de criminalidad sin contemplar otros elementos, por ejemplo, el poder. Individuos marginados socialmente estarían incapacitados para remontar esa situación si no disponen de algún

grado de poder. De modo particular, en el campo de los delitos violentos, muchas de sus modalidades exigen para su realización el acceso a determinados medios o elementos en los cuales se basa el poder de delinquir. El poder está, además, directamente relacionado con las oportunidades. No pocos objetivos se encuentran por fuera de las oportunidades delictivas, por ausencia de poder.

A su vez, la realización de ciertos tipos de criminalidad con finalidades económicas en los que suelen verse involucrados individuos de las clases bajas, que además muestran altos niveles de reincidencia, un asalto cuya violencia consiste en la exhibición de una navaja, el hurto perpetrado por un ladrón que después de arrebatar el objeto a su víctima, con alguna violencia, emprende veloz carrera para huir, están estrechamente relacionados con las condiciones socioeconómicas del autor, su poder y las oportunidades disponibles. No es que los individuos más pobres sean, por alguna extraña anomalía, más propensos a la comisión de delitos violentos, más bien por su escaso poder, a diferencia de lo que ocurre con otros grupos sociales que tienen otros recursos de poder y con ello para delinquir, la fuerza física o las armas son los únicos elementos de poder a los que pueden acceder y, para muchos, apenas las opciones disponibles son la fuerza de sus piernas o una navaja. Empero, al margen de razonables consideraciones éticas y sociales que hacen repudiables los delitos de violencia, desde un punto de vista político, los sistemas penales sancionan con mayor rigor los delitos violentos, precisamente aquellos que las élites no necesitan ejecutar, puesto que en sus actividades delictivas, que también las realizan, dado su mayor grado de poder están en condiciones de emplear otros medios.

Si los delincuentes de clase baja motivados por fines económicos son, en la inmensa mayoría de los casos, los criminales reincidentes, ello obedece a que su exiguo poder sólo les permite acceder a unas oportunidades delictivas muy reducidas, inútiles para adelantar un proceso de acumulación, es decir, apenas suficientes para proveer las necesidades del día o de la semana, lo que los lleva a realizar infracciones con mayor frecuencia, y a aumentar las posibilidades de su captura y, con ello, a incrementar la cifras de reincidencia criminal. Punto que nos llevaría a examinar el riesgo como otro componente en juego, vinculado con todos los ingredientes hasta ahora citados, pero que a su vez se encuentra asociado a otro, el de los intereses. Pero aquí suspendo el análisis, pues supongo que ya ha sido ilustrada la poca suficiencia del factor pobreza en un ejercicio de corte interpretativo sobre la criminalidad.

En cuanto a la segunda premisa anunciada, cabe señalar que no

puede discutirse sobre un concepto, la criminalidad, e intentar además su interpretación, si no establecemos con antelación su definición social y política, pues para los propósitos de la sociología jurídica o del análisis económico del derecho la legal no bastaría9. Desde Howard Becker y George B. Vold ha quedado claro que la criminalidad deriva de un acto de definición política, efectuado por quienes tienen el poder para hacerlo, al vencer la resistencia de sus adversarios (Becker, 1971, 19) y (Vold, 1967, 202). En esas condiciones, lo criminal es una etiqueta que se impone de manera selectiva a determinados comportamientos, personas o grupos, con fundamento en criterios sociales, económicos y culturales, por medio de un proceso de criminalización, que se encuentra ubicado en un contexto histórico y social, y que obedece además a la dinámica de las prácticas sociales. Sin embargo, la anterior es una explicación de la criminalización, ejecutada a través del control penal, como una acción de índole prescriptita para determinar lo delictivo y lo lícito en las acciones sociales, pero nos dice poco sobre ellas mismas. En ese sentido, conviene agregar el concepto de divergencia, el cual debe introducir algunas luces sobre las características de las acciones sociales, en un plano descriptivo. Las acciones sociales divergentes son aquellas que en virtud de la existencia de un campo de separación, conformado por la concurrencia de intereses y valores diversos que son pretendidos, siguen líneas distintas en la interacción social, hasta generar una relación contradictoria que tiene por efecto provocar un conflicto social10.

El segundo componente mencionado, la explicación sobre la divergencia social, lo retomaré al examinar la próxima premisa, pero en cuanto al primer componente citado, la definición sobre el proceso de criminalización, su uso ahora es apropiado para formular una crítica a los planteamientos de Mauricio Rubio sobre la negociación política de los conflictos armados en Colombia, Rubio subraya con frecuencia que los procesos de paz, amnistías, indultos y, en general, negociaciones desarrolladas por el Estado con los actores armados son signo de la debilidad del sistema penal. No obstante, el autor trata al derecho y la justicia penal como esferas autónomas, que actúan por simple voluntad y no tienen relación alguna con las condiciones de la sociedad en los órdenes político, militar, económico, etc. En asocio con lo anterior, sus disquisiciones carecen de sentido histórico y social, pues los más disímiles conflictos, acaecidos en las más variadas épocas, son metidos en el saco, porque tuvieron en común la presencia de negociaciones. El autor no entiende que el derecho y la justicia son apenas medios, además políticos, para realizar ciertos fines. Fuera de los cuales, cosa que Rubio tampoco reconoce, la obtención de esos fines en aplicación de los medios disponibles significa poseer el poder indispensable para doblegar a los rivales.

Es posible que en el análisis histórico y social de la gestión de los conflictos armados en Colombia que recurrieron a la negociación política, como una de sus herramientas, puedan hallarse errores de concepción, estratégicos y tácticos, lo que no viene ahora a cuento. Lo importante es que la criminalidad no es un fenómeno “natural”, que no hay ninguna propiedad ontológica que haga de las acciones sociales de los individuos algo delictivo; ella resulta de un proceso político de criminalización, que depende de la tenencia del poder suficiente para aplicar las definiciones e instrumentos del control penal, neutralizando el conflicto y reprimiendo la divergencia seleccionada. En ausencia de ese poder, que no es precisamente jurídico, pues ya dije que el derecho y la justicia penal son simples medios del poder, no podrá quebrarse la voluntad del enemigo logrando su sometimiento. Esa, por regla general y no la deficiencia del sistema penal, ha sido la situación característica en Colombia. La represión del derecho penal no ha dejado de usarse por falta de voluntad, es que para terminar el conflicto social por medio del aplastamiento del contrario hay que disponer del poder para ello, pero si el adversario tiene a su vez el poder suficiente para resistirse, entonces tendrá que hacerse uso de alguna de las restantes alternativas hipotéticamente existentes para tratar un conflicto: absorción o cooptación y negociación. Esto calculando los costos económicos, sociales y políticos de la opción elegida. Por último, las admoniciones de Rubio no están insertadas en algún momento histórico y social: da igual la violencia política y económica ocurrida en los años 50 del siglo pasado y la padecida en la actualidad. Por ello mismo no interesa, por ejemplo, la responsabilidad política de las élites en la gestación de los hechos sucedidos en el período de la historia colombiana que se conoce como “la Violencia”.

En la tercera premisa apuntada se señala que las condiciones socioeconómicas y políticas pueden ayudar a comprender los fenómenos de violencia, divergencia y criminalidad. Dicha consideración debe ser correlacionada con el concepto de divergencia social antes anotado. En esos términos, la investigación y la reflexión teórica debe atender, entre otros elementos, las condiciones económicas y el nivel de satisfacción de necesidades e intereses de individuos y grupos sociales. Ha de tenerse en cuenta que las disputas por la realización de intereses, y también las diferencias en términos de valores, son las que provocan líneas de acción social y relaciones contradictorias que devienen en conflictos sociales con consecuencias variables, que en algunos casos pueden llegar a ser un objeto relevante para la intervención del control penal. Por tanto, no es la pobreza la categoría básica que interesa en el análisis de la criminalidad; las unidades de análisis fundamental estarán constituidas por los intereses y las condiciones de contexto, las cuales no tienen siempre un contenido económico. Es claro que hay muchos delitos con violencia que no suelen obedecer a motivaciones económicas, los sexuales por ejemplo; a su vez, entre aquellas actuaciones orientadas por móviles socioeconómicos, muchas veces no corresponden a las definiciones sociales de pobreza o miseria11. A este último respecto hay que considerar dos cuestiones. Por una parte, la pobreza y la miseria no son entidades objetivas; son definiciones que hacen parte de la construcción social de la realidad, esencialmente por vía comparativa y de acuerdo al desarrollo histórico. La gente construye una definición de pobreza de acuerdo con un cierto saber de lo cotidiano; los científicos sociales construyen categorías de pobreza y miseria de conformidad con una serie de indicadores, también seleccionados y elaborados por ellos mismos. De otra parte, todavía frente a los indicadores de pobreza edificados por los investigadores sociales, es decir, al margen de ellos, hay multitud de conductas adjetivadas como delictivas que están animadas en la pretensión de satisfacer intereses económicos.

A lo anterior se pueden agregar una serie de acotaciones adicionales que, como las precedentes, son del todo contrarias a los postulados con los que Rubio examina la cuestión de la criminalidad violenta.

El crimen organizado, el cual recurre con frecuencia a la violencia, valga decir el narcotráfico o la guerrilla, no puede ser examinado a partir de la categoría pobreza, ni siquiera como lo hace Rubio para presentar sus cuestionamientos, puesto que el crimen organizado para ser tal no es “pobre”, ni puede ser encajado como animado por el deseo de superarla. El crimen organizado posee altos niveles de acumulación económica, además de un enorme poder, lo que debe ser más bien asociado a las categorías de riqueza, también construidas por los analistas sociales, dentro de la figura de los empresarios ilegales12. Ahora, una cosa son las entidades que constituyen el crimen organizado, con sus finalidades, dinámicas, prácticas y motivaciones, una vez consolidadas, mientras que otra muy distinta son los impulsos, pretextos o razones que pueden incitar a unas personas a incorporarse a las susodichas organizaciones. Ellas pueden actuar guiadas por diversas consideraciones, desde el objetivo de mejorar sus condiciones socioeconómicas de vida, aunque Rubio lo niegue, hasta buscar venganza, obrar de acuerdo con las creencias ideológicas o verse estimulado por determinados modelos culturales. Como quiera que el asunto tiene que ver con las acciones sociales y sus motivaciones, tanto la comprobación de esas hipótesis como la negación de ellas solamente puede acometerse por medio de la investigación empírica, en particular de aquella de tipo microsociológico. Empero, esa no es la ruta seguida por Rubio.

Anexo a lo anterior resulta equivocado el método empleado por

Rubio, quien cita datos estadísticos sobre niveles de riqueza o desarrollo económico de ciertas regiones o localidades, comparándolos con las tasas de criminalidad, para concluir que los límites de la pobreza no pueden tener vínculo alguno en ese escenario (Rubio, 1999, 90). Sin olvidar que la tasa de crecimiento económico no implica necesariamente una distribución equitativa del ingreso o, en pocas palabras, puede haber mucha riqueza pero para unos pocos, tampoco a partir de datos estadísticos de esa índole pueden hacerse deducciones sobre los móviles que provocan determinados comportamientos13. Todavía en cualquier población colombiana con elevados índices de desarrollo económico se encuentran grupos sociales definidos como pobres y, entre sus integrantes, pueden haberlos quienes delinquen para asegurar la sobrevivencia o progresar en su status socioeconómico.

Tampoco se pueden hacer generalizaciones sobre todos los tipos de delitos que incluyen la realización de actos de violencia, ni siquiera restringiéndonos al homicidio agravado o al simple, para concluir que ellos responden a las condiciones socioeconómicas o, al contrario, como en el caso de Rubio, para sostener que no dependen de esa variable.

Las condiciones socioeconómicas inciden sobre la criminalidad, pero no de una manera mecánica y determinista. Los progresos generales en la calidad de vida de la población no implican la extinción de las infracciones originadas en las condiciones socioeconómicas, pues las disputas por intereses son una constante en las sociedades conflictivas, por lo que probablemente los cambios que han de verificarse apuntarán variaciones en las cuantías, en las modalidades o en los blancos14.

La influencia de las condiciones socioeconómicas en la criminalidad ha sido acreditada en forma amplia por la investigación, aunque sin desconocer la participación de otras dinámicas y componentes. Un estudio sobre el crimen organizado, que ayuda a comprenderlo y situarlo geopolíticamente en las zonas con mayores fuentes de riqueza, lo mismo que a descubrir las estrategias de la subversión, corresponde al trabajo dirigido por Jesús Antonio Bejarano sobre la violencia en las zonas rurales colombianas (Bejarano, 1997, 135-137). Una investigación empírica sobre las invasiones de tierras, que desde luego establece conexiones con la privación de ese recurso esencial, inclusive con la pobreza, podría ser otro ejemplo acreditado

(Silva, 1997, 223-280).

En cuanto a la cuarta premisa, muchas veces es más importante el uso del factor pobreza como un elemento para decidir la criminalización selectiva ejecutada por las instancias del control penal. Es decir, la pobreza convierte a los individuos que encajan en esa definición en miembros de un grupo social vulnerable a las intervenciones penales. La pobreza es un estigma social que en cuanto marca y señala es empleada para identificar a los supuestos criminales, aunque los sujetos perseguidos arguyan que son “pobres, pero honestos”. Ocurre también que a partir del estigma que radica en la condición y marbete de “pobre” son deducidas otra serie de características que devalúan a las personas que participan de ese estado o definición, atributos como ser sucio, deshonesto, ignorante y criminal. No sobra decir que la investigación empírica y la teoría social han demostrado de manera extensa la forma como opera esta clase de selecciones del sistema penal, tanto en Colombia como en otros contextos. Rubio, por su parte, en Crimen e impunidad hace caso omiso de la dirección que en este caso asume el discurso sobre la pobreza, que en los términos expuestos ha calado intensamente entre los operadores penales, pues su única preocupación es demostrar cómo ese discurso ha vuelto frágil al derecho y a la justicia penal.

Las premisas anteriores, desde luego junto con los razonamientos que se exponen para fundarlas son, en esencia, opuestas a la tesis de Mauricio Rubio, quien descarta de tajo la consideración de los factores socioeconómicos. Rubio sigue un análisis completamente unilineal, pues en su concepto todas las formas de violencia son iguales, todas las expresiones de la criminalidad que emplean la violencia son idénticas, entonces, por ejemplo, la ausencia de correlación entre pobreza y criminalidad política, que es una parte del fenómeno, puede ser tomada como el todo (Rubio, 1999, 92).

Aunque yo mismo puedo participar de las críticas contra los análisis que de manera simplista, mecánica y determinista hacen uso de las nociones de pobreza y miseria en relación con la criminalidad, todavía puedo reconocer que las políticas de inversión social que tengan semejante discurso como motor, aun cuando en gracia de discusión no hagan nada para reducir la delincuencia, son progresistas y por ello no me voy a convertir en opositor de ellas, pues al menos cumplen con la función social de reducir los niveles de pobreza o mejorar la calidad de vida de sectores de la población colombiana, lo cual no debería ser algo despreciable. Para Rubio, en cambio, esas políticas premian a la población de las zonas violentas, lo cual es del todo ilógico a la luz de su propia argumentación, pues si van destinadas a los pobres y la pobreza no es la causa de la criminalidad según su criterio, pues sólo podrían beneficiar a los pobres que no son violentos.

Con todo, la columna vertebral de la argumentación de Rubio no está destinada a refutar las repercusiones de lo social sobre la criminalidad, pues tampoco refleja un espíritu académico pluralista, ni son propiamente inquietudes investigativas o teóricas, más bien denotan una actitud policial, que tiene un trasfondo ideológico que no esconde su talante. Para él, los postores de las teorías sociales sobre la criminalidad han alentado y justificado a los delincuentes, son una especie de autores intelectuales o inspiradores de los infractores a la ley penal, que igualmente han servido al propósito deliberado de socavar la eficacia del sistema penal. El comentario no es una exageración, pues Rubio trae numerosas sentencias en la dirección anotada.

Así, Rubio (1999, 145) sostiene que: “Es probable que la idea de las raíces sociales del crimen –la pobreza como “caldo de cultivo” de la violencia– haya contribuido a minar la importancia de la justicia en la tarea de controlar y prevenir los comportamientos violentos”. Sobre la comunidad ideológica entre intelectuales y criminales, Rubio anota sus coincidencias: “Resulta interesante observar cómo el discurso que se deriva de este postulado casi ideológico coincide en lo sustancial con el que adoptaron en Colombia tanto la guerrilla como los más combativos narcotraficantes para justificar sus actividades”. Entonces concluye que las teorías socioeconómicas sobre la violencia han sido “hábilmente utilizadas por los antisociales colombianos para justificar sus conductas violentas” (Rubio, 1999, 85 y 89). Luego el simplismo desciende a un nivel de conjeturas, dentro del análisis policial reseñado, de una especie que podríamos llamar “Los ricos también lloran”, cuando afirma: “el discurso ha permeado de tal forma la mentalidad predominante que no sólo ha contribuido a deslegitimar cualquier forma de creación de riqueza en el país sino que, paralela-mente, ha tendido a legitimar cualquier forma de redistribución de la misma, por violenta que pueda ser. Así, desde hace muchos años, robar a los ricos es una práctica válida en Colombia” (Rubio, 1999, 92), etc.

No sobra agregar que Mauricio Rubio es bastante optimista al

creer que los delincuentes son asiduos lectores de la teoría criminológica, versados en sociología, en fin, expertos en las doctrinas socioeconómicas sobre la criminalidad, en su afán ávido de buscar justificaciones para sus actos. De ello deben ser enterados los editores con la mayor prontitud, siempre tan renuentes a los riesgos del negocio, que apenas saben de un puñado de lectores interesados en estos temas. Empero, si unos textos de teoría social son detonantes ideológicos de la violencia homicida en Colombia, bastaría propagar más libros como los de Rubio para desactivar la criminalidad.

3. ¿ES DÉBIL LA REACCIÓN DEL DERECHO Y DE LA JUSTICIA PENAL FRENTE AL CRIMEN?

En Crimen e impunidad, Rubio, consecuente con la línea de argumentación y las hipótesis que intenta demostrar, pretende cerrar el círculo probando que el sistema penal colombiano ha sido frágil y benévolo ante la criminalidad, en particular en su tarea de combatir el delito de homicidio. Con la acreditación de semejante conclusión procura establecer que la relación costo (amenaza o ejecución de la pena) por beneficio (ventaja o utilidad derivada del crimen) no ha sido eficaz para contener la delincuencia. Es decir, el sistema penal no ha logrado imponer una carga de gravámenes que supere el posible provecho originado en el delito, de tal forma que en el cálculo de los riesgos el sujeto sea disuadido. A la vez, con la misma refrendación, buscaría soportar sus afirmaciones acerca de las nocivas influencias que el discurso sobre las “causas sociales” de la criminalidad han deparado para el derecho y la justicia penal. Una vez establecidas las aseveraciones anteriores sería natural pensar que debe extremarse la capacidad represiva de los aparatos de control penal, al margen de consideraciones sociales.

En el apartado anterior me referí a los comentarios de Rubio y de otros autores acerca de las relaciones entre condiciones sociales y criminalidad. En el apartado siguiente examinaré la cuestión de la criminalidad en términos de costo por beneficio, según Crimen e impunidad y la opinión de algunos analistas. Aquí pretendo concentrarme en revisar las afirmaciones de Rubio sobre la debilidad y el carácter permisivo del control penal, con el fin de responder el interrogante del encabezado anterior. Desde luego, la pregunta contemplada en el título de este apartado podría ser explorada adoptando diferentes presupuestos y siguiendo variadas direcciones. Empero, me voy a circunscribir, apenas, al examen de algunos de los razonamientos o “pruebas” presentados por Rubio para fundar su conclusión, los que por demás son bastante pocos.

Los casos analizados por Rubio que a continuación convocaré tienen una serie de atributos comunes, los cuales deseo anticipar: 1. Expresan un gran desconocimiento sobre el derecho penal; 2. No existe correlación lógica entre los eventos que cita y las deducciones que presenta; 3. Denotan un esfuerzo por detectar conspiraciones inexistentes, que contravienen el sentido común.

Así, por ejemplo, Rubio indaga sobre el proyecto de Código de 1936 en donde encuentra que una mención de los comisionados encargados de redactarlo acerca del verbo que debía ser incluido en la descripción del delito de homicidio, cuando quiera que los comisionados reflexionan sobre la conveniencia de sustituir el verbo “causar” por “ocasionar” para referirse a la acción de privar de la vida a otro, es una evidencia cierta sobre el carácter benigno que inspira a los promotores de la legislación penal colombiana. Al efecto anota: “Muy revelador de esta actitud es, por ejemplo, un debate previo a la reforma del Código Penal de 1936 en la cual se modificó el artículo inicialmente propuesto para la definición del homicidio –‘el que con el propósito de matar causa la muerte a otro'– cambiando el término causa por el de ocasiona, puesto que el primero se consideró demasiado fuerte y excluía la posibilidad de otros factores determinantes de la conducta” ( Ibid ., 135). Además, Rubio cree que algunas alusiones de los redactores del Código a los “factores” que “determinan” la criminalidad tienen relación con la discusión sobre el verbo.

Dejo a un lado la interpretación de Rubio transcrita, que imagina la existencia de un “debate” cuando se propuso cambiar “ocasiona” por “causa”, lo que no sucedió; excluyo también su explicación consistente en que los comisionados eliminaron el verbo “causa” porque lo consideraron “demasiado fuerte”; igualmente una suposición del autor. Me concentro en el punto principal, la excesiva condescendencia del sistema penal colombiano que predica Rubio. Aquí, el lector se preguntará qué diferencias ocultas e inusitadas pueden existir entre las palabras “ocasionar” y “causar”, en términos tales que alguna de ellas tenga la singular virtud de propiciar la impunidad del homicidio. Mi consejo a los lectores es que no se devanen intentando hallar una explicación, pues no la hay.

Rubio dice por su cuenta y en forma del todo subjetiva, pues esa afirmación no aparece en boca de los comisionados, que la expresión “causa” es más fuerte que “ocasiona”. No sé si esa supuesta fuerza pudiera desalentar a los potenciales autores de muertes violentas, creo que a ellos les parecería igual si conocieran este detalle semántico, pero en lo que atañe a los redactores del proyecto de Código Penal, el asunto poseía otras implicaciones que nada tienen que ver con un espíritu permisivo o una actitud punitiva “blanda”15.

Como bien podría precisarlo un lingüista, respecto de las palabras importa es el sentido significante que le adscriben los actores sociales, y para los penalistas, quienes son los que le otorgan sentido simbólico a esos verbos al aplicar el derecho, los dos términos son equivalentes. Punto donde no procede duda alguna, como quiera que la acción que “ocasiona” la muerte a otro (Código del 36) o la de “matare” a otro (Código del 80), han sido definidas como “causar” la muerte a otro16. Pero, en ese evento, ¿por qué el cambio deslizado por los comisionados del 36?

En realidad, la alusión de uno de los comisionados a los verbos que deriva en la aprobación del verbo “ocasionar” sin ninguna polémica, tenía por objeto evitar que algún homicidio pudiera ser excusado alegando “que la acción del agente no es causa eficiente de la muerte”, o sea, aun cuando el asunto sigue siendo una mera menudencia semántica, la finalidad era pulir la figura para eliminar el más mínimo riesgo de impunidad17. Todo ello expresando un afán absolutamente opuesto al que según Rubio alentaba a los comisionados.

Además, semejante depuración lingüística debe ser entendida en el contexto de la época, cuando todavía el causalismo ocupaba un lugar importante en la teoría del conocimiento, sin que fuera claro entre las distintas versiones de la teoría causalista cuál era la aplicable, ni se hubiera preparado una norma en el Código del 36 que definiera el asunto. En esas condiciones al comisionado le preocupaba (en todo caso exageradamente), tal como lo expresa en forma directa, que el verbo “causar” fuera interpretado rígidamente, facilitando escapes a la acción penal. Ahora, aun cuando el enfoque epistemológico causalista ha sido arrinconado tanto en el escenario de las ciencias sociales como en el derecho, todavía es una concepción imperante en la doctrina y la legislación nacional18. Sólo que, en nuestro país, de manera contemporánea importa que supuestamente la acción u omisión sea condición del riesgo o del daño verificado, sin que la consecuencia producida deba ser directa y exclusivamente imputada a esa condición. También la ley ha introducido una definición clave en el artículo 21 del Código Penal, primer inciso: “Causalidad. Nadie podrá ser condenado por un hecho punible, si el resultado del cual depende la existencia de éste, no es consecuencia de su acción u omisión” (Legis, 1999, 16). Luego, de acuerdo con lo anterior, hoy por hoy, la inquietud que embargaba al comisionado no tendría importancia alguna.

Introduzco la explicación del párrafo precedente para señalar cuán banal es el argumento de Rubio, pues por la vía del desarrollo doctrinal y, sobre todo, en virtud del mandato del artículo 21 susodicho, el análisis causalista predomina en Colombia, lo que supone igual el empleo previo del verbo “causar”, no sólo para el homicidio sino para todos los delitos consagrados en nuestra legislación, pero sin que ello implique, por esa razón, la existencia de un derecho penal débil o más severo.

Por otra parte, sin que vaya a profundizar mucho en el tema, pues lo considero innecesario, algo de historia y una visión de conjunto no sobran para examinar las orientaciones que predominaban entre los redactores de la legislación colombiana del 36. En ese sentido, debe recordarse que dicho Código se inspiró, con alta fidelidad, en el Código Penal italiano de 1930, obra del régimen autoritario, fascista para más señales, de Benito Mussolini. En consecuencia, la legislación nacional del año 36, en la cual Rubio pretende encontrar rasgos de benignidad, era en términos generales bastante represiva y antidemocrática, repleta de nociones positivistas como la peligrosidad.

Tampoco las menciones a los “factores” que “determinan” la criminalidad tienen relación alguna con la supuesta controversia suscitada respecto del verbo que debía ser escogido. En un plano completamente diferente, ocurría que entre los postores del Código Penal de entonces prevalecía la Escuela Positivista, para la cual la criminalidad se explica en la existencia de factores que impulsan a los individuos a delinquir. Claro, entre esos factores que los partidarios del positivismo penal y criminológico reivindican se encuentra el “social”, aunque incluso dentro de la escuela prevalecen otros de índole biológica o sicológica. Pero aun en ese caso, reconociendo que para el positivismo lo social puede ser explicación de lo criminal, ello no incidía sobre la selección del verbo, pues nada tiene que ver con él. Es más, resulta del todo indistinto que se hablé de lo social como condición de la criminalidad, pues ella sería una tentativa de explicación de su ocurrencia (el porqué), mientras que los verbos se refieren a la acción, sin importar por qué ella sucede (interesa es el cómo). Tan dispares son las dos cuestiones que hipotéticamente puede pensarse que una persona ocasiona o causa la muerte a otra por la repercusión de factores sociales o, al contrario, que le ha ocasionado o causado la muerte a otro porque la debilidad e incompetencia del sistema penal colombiano no lo amilanaban. Los “factores” nombrados lo fueron por los comisionados para ilustrar la discusión sobre la cuantía de la pena que debía fijarse al homicidio, único aspecto en el cual puede reconocérsele acierto a Rubio, cuando menos en la incidencia que lo “social” tuvo en esa sede.

En definitiva, por lo que respecta a este punto, los hechos y la argumentación citados por Rubio son irrelevantes para arribar a su conclusión. Al contrario, su descubrimiento basado en una minucia semántica insignificante, de ser adecuadamente registrada y entendida, debería permitir la obtención de una conclusión diametralmente opuesta.

Rubio también afirma que: “Históricamente la legislación colombiana nunca ha sido suficientemente severa en el tratamiento legal de los atentados contra la vida” (Rubio, 1999, 134). Una afirmación demasiado general con la cual intenta sustentar el discurso sobre la magnanimidad del sistema penal colombiano, que no sólo extraña un soporte en evidencias, sino que además es claramente contradicha por las tendencias de las reformas punitivas, para apenas citar las ejecutadas en los últimos años19. Otro tema sería saber con qué criterios Rubio califica justa o benévola una sanción para el homicidio, acerca de lo cual nada dice. Si usara, a modo de ejemplo, un método comparativo, encontraría que en el Código Penal alemán, cuyo país se supone es la vanguardia del derecho penal moderno, el homicidio simple recibe una pena mínima de cinco años, muy inferior en comparación con la nuestra, habiendo lugar también a una forma de homicidio simple “menos grave”, penada entre uno y diez años, sanciones mucho más bajas que las existentes en Colombia (López, 1999, 242).

Con todo, la “prueba” de Rubio, a mi juicio más endeble, sobre la tolerancia de la legislación penal con la criminalidad homicida, al decir del mismo autor, “tiene que ver con su histórica tendencia a concentrarse en las intenciones de los asesinos en detrimento de las consecuencias de sus acciones”, lo que entiende finalmente superado con el Código Penal de 1980 (Rubio, 1999, 135 y 137). Allí lo que Rubio pone en cuestión básicamente es el principio de culpabilidad, pilar de un derecho penal democrático, lo que a efectos prácticos sirve, por ejemplo, nada menos que para distinguir entre el homicidio con dolo (adrede, a propósito) y el culposo (una muerte ocasionada en accidente de tráfico, etc.).

Así mismo, Rubio se equivoca al creer que el Código de 1980 remontó lo que considera una causa de laxitud en el tratamiento de la criminalidad violenta, aunque todo esto no tenga mucho que ver con lo dócil o lo drástico de la ley penal. Sencillamente ocurría que el articulado de la parte especial del Código de 1936 compartía una falla técnica, pues aun cuando en la parte general del estatuto se establecían las distintas formas de culpabilidad (entonces, dolo y culpa), en todo caso la que correspondía a cada delito era reiterada a lo largo de la parte especial. Después, con el Código de 1980 no desapareció la preocupación por las “intenciones”, es decir por la culpabilidad, y el legislador encontró que apenas era necesario consagrar en la parte general las reglas sobre culpabilidad, dado que rigen sobre la parte especial, para lo cual suprimió las referencias redundantes a la culpabilidad que aparecían en los delitos20. Solamente respecto de las infracciones realizadas con culpa o preterintención se hacía el señalamiento correspondiente, entendiéndose que las restantes requerían de dolo para ser sancionadas, lo que en conclusión era una forma técnica y simple de legislar y corregir una redacción repetitiva, que en absoluto ninguna implicación racional tenía con una supuesta indulgencia penal.

Un poco más adelante, Rubio descubre que la legislación procesal penal que limitaba o excluía la intervención del aparato judicial respecto de las investigaciones con autor desconocido son otra “prueba” de la complacencia de la legislación penal, además una “patente de corso” para el crimen organizado, producto de presiones de “grupos poderosos”, de la posible influencia del crimen organizado y de los intereses de los abogados litigantes (Rubio, 1999, 143).

Aquí la primera cuestión es que los casos en los cuales la identidad de los autores de un delito es ignorada, además de ser numerosos, ocasionaban una irracional congestión en la justicia penal, dada la imposibilidad absoluta para descubrir a los autores. Un carterista sustrae la billetera de su víctima con tal habilidad que ella no se da cuenta hasta mucho tiempo luego, no hay testigos, tampoco pistas. ¿Tiene sentido que el caso permanezca hasta su prescripción en los anaqueles de una oficina judicial? ¿Vale la pena que un fiscal emplee tiempo y recursos del Estado dictando providencias para procesar a un “NN”, sometiendo el sistema a condiciones de ineficiencia? Las indagaciones para revelar la identidad de los responsables de ilícitos requieren de una actividad de investigación policiva, más que la participación judicial. Pues bien, por ello tales asuntos son turnados a la policía, la que obra de conformidad con sus recursos y la medida de las posibilidades, siendo muy claro que en la práctica las cuestiones del crimen organizado reciben toda la atención factible.

Mas sin embargo, el argumento más extraño es el referido al interés de los abogados litigantes. Rubio afirma, sin una evidencia empírica clara, que los operadores jurídicos dedicados al litigio influyeron en la legislación, porque para ellos es un magnífico negocio que el sistema penal se “limite” a los procesos con reo conocido, ya que equivalen a “defensor contratado”. Obvio que a los litigantes, por simple sustracción de materia, sería imposible que les pudiera llamar la atención los casos donde no hay a quien defender, no podrían hacerlo aun queriéndolo, aunque también acusar cuando obran como representantes de la parte civil.

En seguida surge una pregunta elemental: ¿cómo puede afectar a los litigantes que los fiscales dediquen su tiempo a intentar fichar e investigar a los autores desconocidos de unos delitos? Debo descontar, pues Rubio no contempló esa posibilidad, que al contrario, para los litigantes el asunto fuera conveniente y provechoso, ya que al ser reconocidos los autores de las infracciones tendrían más clientes como defensores o en tanto apoderados de la parte perjudicada21. La otra consecuencia posible, tampoco examinada por Rubio e igualmente opuesta a su apreciación, sería la de un sistema judicial más congestionado e ineficiente, el cual hiciera más probable que los litigantes lograran éxitos en los casos en los que defienden a procesados conocidos, pero ese también sería un efecto que hubiese demandado una actitud opuesta a la que Rubio denuncia (obstaculizar la identificación de los sospechosos). Luego, ¿qué podrían ganar los litigantes con maniobra tan oscura? Dejando a un lado las dos consecuencias anteriores que desmienten la conjetura de Rubio, no encuentro alguna que apoye sus divagaciones con cierta lógica. En realidad, no creo que los abogados hubiesen empleado su tiempo en una conspiración tan absurda.

Desde un punto de vista metodológico creo que hay varias enseñanzas que se pueden alcanzar con el ejercicio efectuado en el presente apartado. Una de ellas es que siendo el análisis económico del derecho un ejercicio interdisciplinario, es indispensable, sobre todo cuando se carece de los fundamentos teóricos adecuados, no sólo estudiar las obras de otras ciencias con las cuales el investigador no se encuentra familiarizado, sino además buscar asesoría entre los especialistas en las disciplinas que le resulten más ajenas.

De modo particular el derecho es accesible de acuerdo con un determinado modelo cognitivo, que debo decir ha sido diseñado por los abogados para ser entendido y aplicado por ellos ( Jhonsen, 1991, 219-231). De conformidad con ese modelo, por ejemplo, el derecho trabaja con categorías abstractas y no con descripciones casuísticas; también hay una serie de relaciones de concordancia y prelación entre los estatutos generales y los especiales, por lo cual una regla que aparece consignada en uno de ellos sólo puede ser cabalmente entendida en relación con el otro, etc. Aunque ese modelo haya sido establecido en parte con la pretensión de conservar el monopolio sobre el saber jurídico, junto a los privilegios que ello acarrea, lo importante acá es advertir esa situación para comprender la necesidad de realizar un trabajo interdisciplinario que sepa conjugar los distintos saberes pertinentes.

Otras cuestiones más básicas podían ser brevemente reseñadas. Una de ellas es que no se puede tomar lo particular por lo general, para obtener conclusiones. Otra es que la investigación social debe ser rigurosa y seria, para lo cual han de evitarse las especulaciones sin fundamento, resultado que significa la aplicación, esas sí severas, de las reglas reconocidas como científicas. Las afirmaciones que tienen que ver con la realidad social, salvo que provengan de hechos notorios, deben estar fundadas en fuentes empíricas. Para acreditar una afirmación general, como que el derecho penal en Colombia ha sido “históricamente” indulgente, la investigación debe ser sistemática y sobre todo histórica, puesto que la aseveración comprende un período cronológico muy extenso, en el cual han comparecido elementos muy dispares (legislativos, ideológicos, doctrinales, jurisprudenciales), relacionados con contextos políticos y socioeconómicos también muy variados, sin contar el tipo de prácticas sociales desarrolladas. Finalmente, el método deductivo posee una serie de reglas que no pueden ser abandonadas.

4. DELITO Y SANCIÓN. EL ANÁLISIS EN UNA ECONOMÍA DE ESCALA

El planteamiento según el cual debe reforzarse al máximo o de manera adecuada el aspecto represivo del sistema penal, a fin de disuadir a potenciales delincuentes, para que dentro de un cálculo de costos y beneficios desestimen la opción del delito, es una idea común en el ámbito del análisis económico contemporáneo del derecho22. Conclusión a la que también apunta, de modo específico, el trabajo de Rubio23. Quien además agrega: “Una de las preocupaciones recurrentes de la teoría económica del crimen ha sido el efecto de la justicia penal sobre las actividades delictivas. Se ha postulado que la probabilidad de ser capturado, y la de ser sancionado, son factores que afectan las decisiones de los criminales” (Rubio, 1999, 199). La misma cuestión, aunque dentro de una línea de análisis distinta, con otra terminología, es un asunto muy viejo en el derecho penal (Becaria, 1988, 27)24. En ese campo, el tema aparece referido a la finalidad de la pena consistente en la intimidación o prevención general. Incorporado al derecho, dicho objetivo ha sido analizado por la filosofía jurídica y la sociología del derecho con resultados que no son satisfactorios para el postulado. La filosofía discute la legitimidad y el autoritarismo implícito al sancionar a unos individuos, so pretexto de intimidar a otros para que no delincan (Ferrajoli, 1997, 279). La sociología jurídica ha advertido sobre la inexistencia de evidencia empírica que soporte la finalidad de la intimidación (Sandoval, 1982, 138-139). Es decir, parece que quien ha dispuesto la realización de una acción que puede ser eficazmente definida como delictiva, no por ello desiste de su intento, sencillamente toma las medidas de precaución necesarias para no ser descubierto o condenado. Los cálculos de riesgo y oportunidad no están ausentes, pero al existir el poder apropiado y al depender del tipo de criminalidad, los planes y acciones se acomodan a los pronósticos. Por todo ello pareciera que la intimidación sólo opera frente a aquellos individuos que no tienen necesidad, oportunidad, interés o, no aceptan como por convicción, la viabilidad de actuaciones que puedan llegar a ser calificadas como delictivas.

Para terminar debo agregar que, con independencia de lo atinado de algunas indicaciones puntuales, en su conjunto el trabajo de Rubio es representativo de las creencias más conservadoras sobre la problemática de la justicia y de los conflictos sociales que son de su competencia. Queja contra las garantías del sistema penal, en sintonía con un discurso que sólo demanda más represión, en contra de la opción de promover los derechos y libertades de los ciudadanos, en particular los derechos fundamentales.

En mi opinión, no es la pobreza el eje temático para ahondar en la cuestión de la criminalidad o contenerla, aunque cualquier cosa proactiva que se haga para corregir las desigualdades socioeconómicas es de buen recibo y puede, según el caso, tener algún impacto sobre la delincuencia. Empero, diría que la cuestión de la reducción de los niveles de criminalidad radica en la construcción de una comunidad de intereses políticos, económicos, sociales y culturales, reforzados por un consenso en torno a valores, dentro de un contexto democrático que le otorgue prelación al desarrollo de los derechos fundamentales.


NOTAS AL PIE

1. Se ha señalado que una de las variables principales que inciden en el contexto que modela los conflictos sociales objeto de tratamiento por el derecho es la organización social, la cual es examinada según dos perspectivas generales sobre el sistema social. En una de ellas se considera que la organización social es influida por una multiplicidad de factores con distinta relevancia cuantitativa. En la otra se plantea que existe un factor cualitativo predominante en la configuración de la organización social, que muchas veces es definido como el económico o, en forma más específica, como el modo de producción.

2. Aun cuando el análisis económico del derecho tiene una naturaleza interdisciplinaria su enfoque se ha desarrollado con diversos grados de énfasis disciplinarios, por lo que es natural que muchas veces predomine una determinada disciplina que, para el caso colombiano, sin duda ha sido la economía.

3. Una crítica en términos generales muy positiva, aunque también advierte sobre la debilidad de las conclusiones presentadas.

4. La primera versión fue editada en 1936, pero Bonger, veinte años antes, había publicado Criminología y condiciones económicas, donde ya adoptaba esa perspectiva. En Colombia véase Rojas (1977), que sigue una línea bastante ortodoxa.

5. Este texto es reconocido como el primer libro de criminología de autor colombiano que fue publicado. Obedecía a la escuela positivista.

6. Una obra clásica, después acompañada de muchas más con dirección análoga.

7. Al respecto véanse las teorías de Poletti y otros autores, reseñadas en esta vieja obra de criminología.

8. Entre los partidarios de la explicación relativa a la miseria y las injusticias sociales, por ejemplo véase Martínez (1990), p. 70. También Patiño (1992), pp. 119 y 122. Respecto al desarrollo y la generación de riqueza en su asociación con la criminalidad, también aparejado a las deficiencias de la justicia, es abundante en datos Montenegro (1995), pp. 416-419.

9. De conformidad con la definición legal de los crímenes, ellos serían no sólo aquellos comportamientos descritos en la ley como delictivos, que han sucedido, sino también los que además han sido materia de reproche jurídico, derivando en la imposición de una sentencia penal condenatoria ejecutoriada.

10. Una explicación más extensa se encuentra en Silva (1999), pp. 305-325.

11. Sobre la incidencia de lo económico, junto a otra serie de ingredientes, en las actividades de control penal, véase en particular Silva (1998), pp. 231 y ss.

12. En ello son numerosos los trabajos sobre el narcotráfico, por demás bastante conocidos en su mayoría.

13. Una investigación, por ejemplo, concluye que la pobreza no parece ser una condición positiva de la criminalidad violenta, pero en cambio encuentra que es relevante la desigualdad en la distribución del ingreso; al respecto véase DNP (1998), pp. 41-42.

14. Por ejemplo, el hurto de las tapas de las alcantarillas parecería un imposible en una sociedad con elevados índices de desarrollo económico industrial, donde la mano de obra es costosa. Tal forma de criminalidad ocurre en una sociedad donde la mano de obra es muy barata, lo que justifica económicamente las horas que han de emplearse para extraer los fragmentos de metal usados en las tapas. A su vez, sobre las transformaciones sucedidas en la naturaleza de los bienes objeto de la criminalidad a raíz de las innovaciones introducidas por el capitalismo, véase Foucault (1995), pp. 112-113. Respecto a los cambios en las modalidades delictivas en razón a los cambios económicos y sociales, debe tenerse en cuenta a Radbruch y Gwinner (1955), p. 310.

15. El artículo 362 del Código Penal de 1936 rezaba: “Art. 362. El que con el propósito de matar ocasione la muerte a otro, estará sujeto a la pena de ocho a catorce años de presidio”, agravada para el asesinato de quince a veinticuatro años.

16. Así, “El homicidio es la muerte de un hombre causada por otro”, definición chauvinista, pues sólo los hombres matan a hombres, en época de la vigencia del Código del 36 que usaba la expresión “ocasionar”, perteneciente a Mesa (1978). A su vez, “El homicidio, genéricamente entendido como la muerte de un hombre causada por otro...”, concepto de Gómez (1982), p. 15.

17. Tal fue el argumento, citado entre comillas, de Carlos Lozano y Lozano para introducir el cambio, aceptado sin debate. Al respecto, República de Colombia, Ministerio de Gobierno (1939), p. 160. Por ejemplo, una persona sufre una herida, que en condiciones ordinarias no debería provocarle la muerte puesto que no es idónea, pero la víctima sufre de hemofilia y esa lesión menor resulta mortal para ella. En esa hipótesis podría decirse que el ataque no fue “causa eficiente de la muerte”, sino que la persona murió por su enfermedad, dado que sin haber preexistido ella no habría perecido. Pues bien, una posibilidad hipotética de ese orden era suprimida.

18. En la sociología podrían mencionarse los postulados expuestos por la llamada sociología comprensiva, la cual no aspira a explicar las causas de los fenómenos o las acciones sociales, tarea tal vez imposible e inútil, sino a entenderlos a partir de un proceso interpretativo. En el caso del derecho la crítica al causalismo, anexa a una relación pormenorizada sobre los modelos para la explicación de las acciones en la filosofía y las ciencias sociales y humanas, puede ser consultada en Vives (1996), pp. 301 y ss.

19. En contra de la postura criticada se podría anotar que una investigación comparada entre los códigos de 1936 y 1980, demostró un aumento general en los montos de las penas en el código del 80, con la excepción de los delitos contra la administración pública. Al respecto, véase Camacho (1982), pp. 91 y ss. Así mismo, las reformas parciales acometidas entre 1980 y 1999 significaron, con la excepción de los delitos de bagatela, un aumento de penas, como ocurrió con el homicidio, la rebelión, el secuestro y los delitos sexuales, además de la criminalización de diversos delitos financieros, de “terrorismo” y la desaparición forzosa. El autor, en cambio, no hace alusión alguna al fracaso que implicó el exorbitante incremento de las penas de prisión para el secuestro y el homicidio, en cuanto al objetivo de desanimar su práctica.

20. Una explicación al respecto se encuentra en Reyes (1990), p. 211.

21. Relacionado con los comentarios precedentes, Rubio (1999), pp. 135-137, 142-144.

22. Por ejemplo, Cooter y Ulen (1998), p. 554.

23. El autor denuncia la benevolencia del sistema penal y propone su endurecimiento, Rubio (1999) pp. 248, 249, 253.

24. Con todo, la teoría de la intimidación es desarrollada y completada en detalle por dos autores principales del derecho penal clásico al respecto: Feuerbach (1989), p. 125, y Carrara (1944), p. 440.


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