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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.3 no.5 Bogotá Jul./Dec. 2001

 


MULTICAUSALIDAD, IMPUNIDAD Y VIOLENCIA: UNA VISIÓN ALTERNATIVA


MULTICAUSALITY, IMPUNITY AND VIOLENCE: AN ALTERNATIVE APPROACH



Fernando Gaitán Daza*

* Profesor de la Universidad Externado de Colombia. El autor agradece los comentarios de Mauricio Pérez y Ana María Fernández.


RESUMEN

[Palabras clave: violencia, impunidad, sistema de justicia, crimen organizado, JEL: K14, K42, K49 ]

Este ensayo critica las explicaciones multicausales de la violencia y las que sostienen que la impunidad de los delitos penales es el principal estímulo al crimen y la violencia. Muestra la pobreza analítica de identificar a cada deficiencia institucional del Estado y la sociedad como causa objetiva de la violencia. También señala que no se debe confundir la impunidad, indicador del problema, con el problema mismo. Después de mostrar las deficiencias de estas explicaciones, desarrolla una alternativa basada en dos hechos centrales cuya importancia ha sido ignorada: la naturaleza organizada del crimen y el quiebre de la totalidad del sistema de seguridad y justicia colombiano.

ABSTRACT

[Key words: violence, impunity, justice system, organized crime, JEL: K 14, K42, K49]

This paper criticizes multicausal and penal impunity explanations of violence and crime. It shows the analytical limits of identifying state and social institutional failure with objective causes of violence. But also highlights that impunity indicators cannot be confused with impunity itself. After showing those limits, it proposes an alternative approach based on two central facts that have been ignored: organized crime nature and the breakdown of colombian justice and security systems.



En 1993, por encargo de Armando Montenegro, en esa época director del Departamento de Planeación Nacional, se inició bajo su dirección y con su apoyo un estudio sobre las causas y dimensiones de la violencia en Colombia. En ese entonces, los economistas no nos ocupábamos de ese tema, por lo menos no como lo hacemos ahora. El tema estaba acaparado por otros colegas de las ciencias sociales: historiadores, antropólogos, politólogos, sociólogos y juristas.

La mayoría de las investigaciones, con brillantes excepciones1, estaban mal enfocadas. Todo fenómeno social ocurrido en Colombia era interpretado inmediatamente como causa de violencia. En general, seguían las orientaciones de la Comisión de Estudios sobre la Violencia,2 cuyo informe estableció que en el país no había violencia sino violencias y que cada tipo tenía causas múltiples y diferenciadas. Quizá por la formación de sus miembros o porque el fenómeno no había alcanzado toda su dimensión, no incluyeron las deficiencias de la administración de justicia como una de esas causas.

En el informe había todo tipo de violencias, cada cual con orígenes disímiles: violencia sobre los territorios y las minorías étnicas, violencia de la limpieza social, violencia económica ejercida por los ricos, violencia social de la intolerancia, violencia del narcotráfico, violencia guerrillera, violencia intrafamiliar, violencia por el desarrollo desigual de las regiones, violencia ejercida por los medios de comunicación. En fin, una infinidad de violencias que hace pensar que todo aquello en lo cual la Comisión no encontraba armonía y equilibrios virtuosos era considerado como violencia.

La confusión provenía de su muy amplia definición de violencia. Si el conflicto o el desequilibrio se definían como estados no deseables que debían ser eliminados, el universo, que está en constante desequilibrio, ebullición, contradicción, desajuste y, dentro de él, la sociedad humana, debían ser trastocados. En otras palabras, todo lo existente, el pasado y el porvenir, simplemente no serían deseables y ¡deberían ser eliminados!

Con definiciones tan amplias, donde cabe cualquier fenómeno social, la sumatoria y la cuantificación son imposibles. Y no sólo eso. Tampoco es posible encontrar un hilo conductor. ¿Cómo sumar la discriminación por pertenecer a una etnia, los correazos a un niño, la violencia del pájaro loco, la eliminación de los miembros de la Unión Patriótica, el carro bomba al DAS, la tortura que un capitán del ejército inflige a un disidente, los sufrimientos debidos al transporte urbano, la destrucción de una toma guerrillera, la desigualdad del ingreso o la falta de servicios públicos en los barrios pobres?

La Comisión de Estudios sobre la Violencia definió todos los fenómenos sociales como violencia. De hecho, fue un diagnóstico sobre la realidad del país y sus conclusiones podían ser un programa de gobierno, o de varios, pero no un diagnóstico sobre la violencia.

No todo hecho conflictivo es violencia, sí lo es el que causa daño físico. La mujer que deja de hablar al marido durante quince días porque no fue al matrimonio de la prima es injusta y agresiva, pero no podemos definir esa acción como violencia y, además, sumar silencios y desplantes entre cónyuges para añadirlos al número de asesinados.

Además de los homicidios, también se pueden definir como violencia las lesiones personales. El asesinato es homicidio agravado, es decir, matar con sevicia. Sin embargo, las autoridades de policía sólo conocen las lesiones que las personas deciden denunciar. El subregistro es alto y variable porque una explosión de homicidios o, lo que es lo mismo, altos grados de violencia están acompañados de incrementos en las lesiones personales que no se denuncian por miedo a retaliaciones (aunque esto varíe entre municipios). Aun más, y ésta es una dificultad menor, el número de días de incapacidad para que una lesión sea considerada y registrada como delito o contravención ha variado varias veces en los códigos de los últimos cuarenta años. Hasta ahora, los investigadores sólo han sumado los datos de la policía en el apartado de delitos y han ignorado los que se consideran contravenciones. La suma de ambos datos daría la cifra exacta de lesiones personales denunciadas. Sin embargo, si bien los datos nacionales así agregados pueden ser de alguna utilidad, las comparaciones regionales y municipales no son posibles, aunque sean indispensables en un análisis de alguna seriedad, pues la denuncia de lesiones está mediatizada por el nivel de violencia. No es posible utilizar una variable para medir la violencia si esperamos que las denuncias disminuyan cuando ésta se incrementa.

Gráfico 1
Homicidios y lesiones personales en Colombia, 1955-2000


Fuente: PONAL-CIC Cálculos propios.

El gráfico 1 presenta la serie de lesiones personales y homicidios en el país. A partir de 1980, las lesiones personales disminuyen, no por un cambio de actitud de las personas o por el uso de armas más contundentes, sino por los cambios del código penal de 1980 y 1987, que modificaron la definición de lesiones personales, al considerarlas como delito, y trasladaron la competencia de la justicia penal a los inspectores de policía y a los jueces.

En su análisis de los casos de Cali y Medellín, Álvaro Camacho y Álvaro Guzmán concluyeron lo primero3. Compararon una serie de homicidios ocurridos4 desde finales de los setenta hasta comienzos de los noventa con las lesiones personales denunciadas y registradas como delitos, y encontraron que los homicidios aumentaban y que las lesiones disminuían o eran estacionarias. También concluyeron que la proporción de homicidios con armas de fuego se incrementaba.

Para Medellín, hallaron que las denuncias por delitos contra el patrimonio -robos, hurtos, asalto a residencias- disminuían drásticamente, al tiempo que la violencia alcanzaba niveles explosivos. Con estos datos, Guzmán y Camacho concluyeron que la violencia cobraba autonomía con respecto al delito en general y que el uso de armas de fuego, dada la disminución de las denuncias de delitos por lesiones personales, aumentaba la contundencia de la violencia. La primera conclusión estadística fue la base para que en Colombia se hablara de una cultura de la violencia o de que los colombianos somos violentos por naturaleza: si las denuncias por delitos contra el patrimonio no aumentaban, la violencia se ejercía sin razón, sin motivación económica, estaba enraizada en nuestra cultura.

La crítica, en esa época no formulada, fue soslayada por un miembro de la Comisión de Estudios sobre la Violencia, el historiador Gonzalo Sánchez. En varios libros y artículos de indudable factura, revisó nuestra historia, signada por nueve guerras civiles e infinidad de revueltas en el siglo XIX, el período de infame violencia entre 1948 y 1962 y la violencia actual, y concluyó que nuestra violencia era ‘endémica y permanente’5. La teoría de la cultura de la violencia se armó entonces de datos estadísticos e históricos.

Además del sinnúmero de conflictos que conducían a una cantidad equivalente de violencias, nuestra vida social se resumía en una atávica cultura de la violencia. Lo adecuado en la discusión académica -y, en este caso, en la discusión del principal problema de nuestra nación- es observar los hechos y si es posible los datos que llevaron y llevan a nuestros investigadores a afirmar que hay violencias diferenciadas, que las causas son múltiples, que las violencias adquieren autonomía y que tenemos una cultura de la violencia. A pesar de los esfuerzos de varios investigadores desde 1993 hasta hoy, esta discusión está lejos de cerrarse y, por el contrario, los diálogos de paz y las políticas de cultura ciudadana -eje de muchas campañas políticas y de gastos del gobierno- refuerzan su actualidad.

Los hechos, que se reflejan en los análisis histórico-comparativos y en estadísticas, no corroboran la línea de reflexión que inauguró la Comisión de Estudios sobre la Violencia. En primer lugar, los datos de lesiones personales fueron afectados por los cambios del código penal y la definición de delito o contravención, según el número de días de incapacidad establecida por Medicina Legal. En segundo lugar, cuando la violencia se vuelve explosiva la gente simplemente deja de denunciar. A comienzos de los noventa, en Medellín ocurrían cerca de 6.000 homicidios anuales y por cada policía asesinado se pagaba un millón de pesos. Era la capital mundial del mayor imperio criminal del mundo y los jueces sólo cumplían con asistir a sus despachos -¿cómo podían juzgar en esa orgía criminal? En ese sanguinario e intimidante ambiente, donde todo el mundo se guardaba a las seis, ¿era posible denunciar la infinidad de crímenes que las bandas cometían cada día en las comunas pobres o el robo de equipos de sonido?

Otro aspecto que se debe contrastar con los hechos es la cultura de la violencia, como si el hoy fuera un producto inevitable del ayer transmitido a través de la cultura. No se puede decir que la cultura de la violencia proviene de la época de la Colonia. Si algo caracteriza nuestra historia colonial es la ausencia de epopeyas militares, excepto quizá los ataques a Cartagena, único sitio, por cierto, donde hay murallas. Quizá leamos más historia europea, la historia de sus guerras, su barbarie y sus crueles combates, porque nuestra colonia, desde ese punto de vista, fue bastante aburrida. Pequeños conflictos domésticos, pocos criminales y pocas guerras. Una pequeña insurrección de los comuneros, una ‘guerrita’ de independencia contra un país invadido y en decadencia. Y así hasta el inicio de las guerras civiles en 1830.

‘Guerritas’ civiles6, excepto la gran Guerra de los Mil Días, motivadas por las dificultades geográficas y de inversión en transporte para integrar el país, las constituciones que no lograron saldar, hasta 1886, la lucha entre intereses regionales y nacionales, la relación Iglesia-Estado, el peso excesivo de los ingresos de los estados soberanos en detrimento de la nación y, en menor medida, por algunos conflictos ideológicos y la disputa entre proteccionismo y librecambismo.

En las descripciones de nuestra vida colonial no hay ninguna referencia a la cultura ‘violenta’; sólo fenómenos sociales, económicos y geográficos que, en el siglo XIX, condujeron a enfrentamientos de corta duración y baja intensidad, y después la gran excepción, la Guerra de los Mil Días. Es incomprensible el vínculo que se establece entre el estado de revuelta que causó la Constitución de 1863 y el hecho de que esta circunstancia coyuntural de nuestra historia sea transmitida en la leche materna de generación en generación hasta nuestros días y lleve a que un capitán sea torturador, un niño ‘bien’ financie el asesinato de un indeseable, un inclemente guerrillero derribe casas en que habitan inocentes y, con sevicia, los paramilitares decapiten familias enteras.

Las ‘guerritas’ civiles del siglo XIX tuvieron sus causas, que dejaron de existir. ¿Por qué aún influirían en nuestra actual vida social? La Guerra de Secesión en Estados Unidos, entre el sur y el norte, fue larga, intensa y decisiva porque contribuyó a la unidad del país, tuvo un ganador definitivo y permitió aclimatar la paz7. Y a nadie se le ocurriría afirmar que ese conflicto violento incide de modo directo en los homicidios actuales en los Estados Unidos. Así mismo, el equivalente de la Guerra de Secesión en Colombia, la Guerra de los Mil Días, de comienzos del siglo XX, produjo 46 años de paz, interrumpidos tan sólo durante 1936-1938, cuando el Presidente López nombró alcaldes liberales en municipios de dominio absoluto de conservadores.

No obstante la evidencia histórica de los resultados positivos de la Constitución de 1886 para la unidad de la nación y la paz en el terreno político, y de la Guerra de los Mil días en el terreno militar, a veces se presentan ambas circunstancias como causa de la violencia de la última década del siglo XX. Pregunto: ¿por qué las dos horrendas e inclementes guerras del siglo XX no dispararon el nivel de homicidios en Francia, Alemania, Japón o Gran Bretaña? Y respondo: porque no tienen nada que ver.

La estadística es un arma que a veces dispara por la culata. Al margen de las teorías de la Comisión de Estudios sobre la Violencia surgieron otras que, basadas en algunas estadísticas, atribuyeron la violencia al porte de armas de fuego y al abuso del alcohol. Los informes de Medicina Legal revelaban que entre el 70% y el 80% de los homicidios se cometían con armas de fuego y que cerca del 50% de los occisos presentaban signos de alcoholemia. La precipitada conclusión fue que para reducir la tasa de homicidios se debían restringir el porte de armas y el horario de uso de alcohol, como hizo la ley zanahoria.

Esta conclusión precipitada merece varios comentarios. El porte de armas ha sido tradicionalmente restringido en Colombia, a diferencia de los Estados Unidos donde la Constitución autoriza a los ciudadanos a portar armas como medio para defender sus derechos civiles. Para el porte legal de un arma, en Colombia se requieren recomendaciones de personas respetas por la comunidad y de un oficial del ejército; las armas legales son distribuidas por INDUMIL con su correspondiente registro. Se debe tener pasado judicial -un registro de deudas con la justicia- y registrar la huella en ese registro. Número de serie, huella y recomendaciones son un desestímulo inicial para usar, esperando no ser sancionado, armas legales en actos ilegales. Por demás, el porte ilegal de armas siempre ha estado sancionado en Colombia. Y, por supuesto, los datos de Medicina Legal reportan si la persona fue asesinada con arma de fuego, mas no si esa arma estaba amparada con registro. Pese a estas obvias objeciones, se prohibió el porte legal de armas en varias ciudades, es decir, a ciudadanos sin antecedentes, recomendados por miembros honestos de la comunidad y por un oficial del ejército. No creo que las bandas de asaltantes de bancos hayan decidido portar navajas, no prohibidas por la norma. Son delincuentes y los delincuentes están al margen de la ley.

El desarme de los ciudadanos de bien fue acompañado de campañas para controlar el porte de armas -requisas- e ingenuas campañas para que algunos poseedores -no los delincuentes- recibieran un pago por entregar sus armas en algunas parroquias. Las requisas han tenido algún efecto por ser requisas, no por la prohibición del porte legal de armas. En un reciente estudio sobre la política de seguridad en Bogotá para el PNUD, con Ana María Fernández e Isaac Beltrán8, comprobamos que como efecto de los decomisos disminuyeron las armas de fuego capturadas y aumentaron las armas blancas. Puesto que la penalización por portar cuchillos es baja, los atracadores y toda clase de delincuentes callejeros -los asaltantes de bancos y los piratas terrestres no se pasean por las calles con metralletas- pasaron de usar armas de fuego a usar armas blancas. Como el arma blanca es menos letal que los revólveres, los delincuentes que encuentran resistencia de la víctima sólo los apuñalan y no los acribillan. Eso hemos ganado. El nivel de delincuencia sigue igual pero hay menos homicidios.

Nos falta el alcohol y la cultura de la violencia. Colombia, como infinidad de países, ha tenido guerras, y como toda la humanidad, a excepción de los esquimales -pues no producían alcohol usando peces y osos- los colombianos han consumido alcohol habitualmente. El del alcohol es un argumento carente de toda justificación. Pero tiene un antecedente simpático y trágico. Al comienzo del “Período de la ‘Violencia’ (1948-1962), un médico liberal, Jorge Bejarano, llamado por el Presidente Ospina Pérez para conformar su gobierno liberal de Unión Nacional (con la disculpa de conjurar la violencia que se inició en 1946 y se volvió explosiva con el asesinato de Gaitán en 1948 y la conversión de la policía en un grupo de asesinos a sueldo que perseguían liberales en el oriente, el centro y el occidente del país), en su sabiduría concluyó que el problema era que los ‘guaches’ consumían chicha y decidió prohibirla9.

Algo similar sucedió hace poco: una escalada de violencia delictiva a la sombra de la expansión del narcotráfico, paramilitarismo financiado por algunos ricos, silenciosa complicidad del estamento militar y guerrillas feroces. ¿La solución? Usar recursos, hombres y capital para controlar el consumo de alcohol; obviamente, no se puede permitir manejar con tragos u otras drogas. En suma, la solución fue el toque de queda. Pero los borrachos cuyos cadáveres llegaban los sábados a Medicina Legal no morían por el alcohol sino a manos de delincuentes que actuaban a sus anchas contra víctimas indefensas en horas de poco control policial. La decisión correcta: disminuir la delincuencia, no se tomó. Se optó por negar la noche a los bogotanos.

Dicen que los colombianos se matan en riñas, y que los que portan armas, toman unos tragos y riñen, se matan. Quienes eso afirman han visto muchas películas de vaqueros y jamás han recibido un botellazo que no sea de utilería. Y no han visto -yo no he visto- que alguien rompa una botella contra el borde de la mesa y la revuelque en los intestinos del contrario. Para matar se necesitan tres condiciones: querer matar, creer que no se va a ser castigado y no encontrar otra solución, es decir, carecer de apoyo social y estatal para solucionar el problema. El arma de fuego ayuda, sin duda, pero no determina. Además, quienes quieren matar y creen que no van a ser sancionados, son delincuentes de profesión porque saben esconder las pruebas.

En 1999, Isaac Beltrán revisó 84 sumarios por homicidio en Bogotá. Encontró que en los casos de crímenes pasionales o por riña entre amigos, el homicida por lo general se entregaba a las autoridades. Esa es una violencia residual, que normalmente se castiga, no relacionada con la prohibición de portar armas en la calle, pues los crímenes pasionales y muchas peleas ocurren puestas adentro, donde el porte de armas es permitido y no se puede verificar. La violencia que importa es la de todo tipo de delincuencia: delincuentes con diferentes niveles de organización, violaciones a los derechos humanos, narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares. Ése es el grueso de la violencia y de sus ‘causas’. La guerrilla o el paramilitarismo, por ejemplo, sólo originan el 2% de las víctimas violentas en Colombia, y atraen cuantiosos recursos que se podrían usar en perseguir delincuentes y solucionar los crímenes cotidianos normales. Esta inversión contribuiría a reducir la delincuencia y los crímenes pasionales o por riñas, como se ha hecho en muchos países, entre ellos Estados Unidos, gracias a una sofisticada y cuantiosa inversión en el mejoramiento de las técnicas de investigación criminal.

De acuerdo con Medicina Legal10, en lo que se refiere a los homicidios, se tiene información sobre las circunstancias y los móviles del crimen en cerca del 48% de los casos. Según la información suministrada en el levantamiento del cadáver, se presume que la mayoría de las muertes se producen en atracos. Los familiares y testigos interrogados en la escena del crimen brindan información valiosa en la investigación preliminar y sus declaraciones permiten sacar esta conclusión. El segundo móvil son las riñas. También se han identificado casos de ajuste de cuentas y problemas de intolerancia social. Si el dato del lugar de la muerte se cruza con el grado de alcoholemia, se puede concluir que la vía pública es un escenario donde las personas bajo el efecto del alcohol, y especialmente alrededor de los lugares de consumo, son blanco atractivo para los atracadores, pues tienen muchas de sus funciones físicas y mentales disminuidas.

La Comisión de Estudios sobre la Violencia y buena parte de los investigadores resaltaron otros aspectos de nuestra vida social, política y económica como causas de la violencia. Nada ha quedado por fuera a través del tiempo: el carácter excluyente del Frente Nacional, la centralización política, la baja participación ciudadana, la debilidad de la sociedad civil, la ilegitimidad del Estado, la pobreza, la riqueza, la desigualdad, la colonización, la inversión social, el desequilibrio entre las regiones, el maltrato intrafamiliar, la distribución de la tierra, la cultura, el espacio público, la intolerancia, el paisaje urbano, la corrupción, la falta de espacio público, la pérdida de valores, la educación, el madre-solterismo, las pandillas juveniles, la abstención, las armas de juguete y no sé que más. Cada una de ellas cuenta con presupuesto en los fondos nacionales y municipales. Estos fondos existen y se consiguen en nombre de la paz, y los ingenuos y poco documentados administradores públicos se dejan convencer y creen que con esos presupuestos están contribuyendo a aclimatar la paz.

Muchas de esas variables no contaban con mediciones hasta mediados de los noventa. Con Armando Montenegro elaboramos algunas cifras para las variables que contaban con datos y las contrastamos con el nivel de homicidios nacional e internacional. Como esperábamos, en la mayoría de los casos no se encontró relación o su significancia estadística fue muy baja. Otros aspectos, como la intolerancia o la fortaleza de la sociedad civil, no contaban con mediciones útiles en ese momento11. Tengo la impresión de que nuestros politólogos leyeron a Adorno, Habermas y Gramsci sobre la fortaleza de la sociedad civil y decidieron que la idea era atractiva y útil para explicar la violencia en Colombia. Si todos los recursos que se usaron simplemente para escribir la frase ‘debilidad de la sociedad civil’ se hubieran usado para medir la debilidad de la sociedad civil habríamos ahorrado mucho12, incluida la participación de toda clase de representantes de nuestros tradicionalmente influyentes gremios productivos y de la Iglesia Católica en reuniones en los Pozos o en confortables ciudades europeas.

En realidad, a comienzos de los noventa no había cifras históricas de la intensidad de la violencia colombiana, a escala municipal y departamental. Las estadísticas eran de tres o cuatro años y había una ausencia notoria de comparaciones internacionales. Buena parte de los errores provenían de estas carencias metodológicas.

Tomemos el caso de la pobreza. La influencia católica y marxista, que produjeron un híbrido en el pensamiento colombiano -aunque nadie tenga muchos votos por ser católico ni por ser marxista- nos ha llevado a pensar que la pobreza es, con justa causa, el origen de la violencia. No era muy difícil desvirtuar la relación macro entre pobreza y violencia. Países con mayores niveles de pobreza tenían menores tasas de violencia (pero como no había estimaciones históricas de nuestra violencia ni de las tasas externas, esta comparación no se realizaba) y Quibdó era muchísimo menos violento que Medellín y Envigado (pero como no se contaba con tasas municipales, esta comparación no se realizaba). Además, donde los jornales agrícolas eran más altos y el NBI menor había mayor propensión a la violencia. Después, los cálculos se cualificaron incluyendo mediciones más sofisticadas de la pobreza, encontrando siempre que en las comparaciones municipales y departamentales los más pobres no son más violentos13.

Calificar a los pobres de violentos corresponde al raro perjuicio del ministro Bejarano que prohibió la chicha para eliminar la violencia, en medio de una guerra franca no declarada porque por definición las guerras civiles nunca se declaran.

Pero la vinculación de la pobreza con la violencia y con la delincuencia tenía y tiene consecuencias muy graves para la asignación del gasto social y en seguridad. El PNR, creado por Belisario Betancour, asignó sus recursos a la inversión social en las zonas de influencia guerrillera o de cultivos ilegales, tal y como hoy lo hace una porción social del Plan Colombia. La premisa es que el apoyo a la guerrilla, el enrolamiento en sus filas y el cultivo de la fatídica hoja de coca ocurren porque la gente es pobre. También se argumenta que, en las ciudades, la falta de alcantarillado lleva a los jóvenes a atracar al vecino y a los menos jóvenes, a asaltar bancos; la ausencia de parques conduce a los adolescentes a la drogadicción (como si en los parques no se consumieran drogas). La pobreza lleva a una violencia y a una delincuencia que los investigadores llaman cotidianas. Para combatirlas se incrementa el gasto social, se hacen cursos de convivencia y se crean frentes locales de seguridad.

Pero el crimen y la violencia no son actos aislados de individuos aislados que por una fatídica combinación colombiana, producto de la pobreza y de la herencia de las guerras civiles del siglo XIX, nos llevan a robar esporádicamente y a disparar en la cabeza de los compañeros de tragos. El delito es una empresa14 y la violencia es, en su mayor parte, un subproducto de esa particular actividad empresarial que encuentra condiciones institucionales para su desarrollo15. Esto quiere decir que el crimen es organizado. La actividad criminal requiere habilidades, exige aprendizaje y diferentes niveles de inversión de capital, con una tasa de retorno igual a las demás actividades empresariales más una prima de riesgo que, así suene redundante, varía con el riesgo y la persecución y eficiencia del aparato de justicia y seguridad (policía, fiscalía, jueces, contraloría, procuraduría, inspección del ejército, policía y jueces militares).

Un ejemplo. Si tuviera dos hijos al borde de la inanición y la oportunidad de robar veinte televisores, ¿qué hago con ellos? Requiero dinero para pagar el camión -que no tengo. Debo conocer un camionero metido en el negocio -que no conozco. Necesito algún comprador -y no tengo contactos. Me es indispensable ser mentiroso y audaz -y no lo soy. No debo tener miedo a la cárcel y debo tener los recursos necesarios para sobrevivir en ella, pues ése es un gasto de funcionamiento de la actividad delictiva. Si se me presenta esa oportunidad ‘cotidiana’ de ser ladrón, es posible que acabe en la cárcel o que me roben los televisores. O puedo llamar a un ladrón, cobrarle un porcentaje, involucrarme en la actividad criminal, comenzar mi aprendizaje y volverme una pieza del crimen organizado. Ésa no es una decisión espontánea, requiere reflexión, valoración de costos y beneficios y, sobre todo, comprender que no existe crimen aislado, sino crimen organizado. Y no sería ladrón por pobre sino por ladrón.

A riesgo de parecer injusto y contrario a la mayoría de la opinión nacional, creo que los cultivos ilícitos en media, tres o cincuenta hectáreas son una actividad criminal que no está relacionada con la pobreza ni con tradiciones arcaicas. La coca en algunas partes del sur de Colombia es tan nueva como la colonización y la colonización tan nueva como ese ilícito. No es cierto que en Cartagena del Chairá vivieran campesinos incorruptibles que cultivaban pacíficamente yuca, chontaduro y madroño, que con el tiempo se vieron compelidos a cultivar coca y refinar cocaína debido a la pobreza y el abandono del Estado. La mayoría de quienes llegaron a ese sitio en los últimos años lo hicieron a sabiendas de que no había infraestructura social, con el claro y expreso fin de cultivar, recoger, financiar o proteger la coca. Tampoco empezaron a cultivar coca porque John Smith la consume en Nebraska, pues el consumo de John Smith podría cubrirse con producción de Guatemala o Ecuador. En Colombia hay condiciones que propician la producción de coca. Esas condiciones no están presentes en Cuba, por ejemplo, país con menor nivel de ingreso que el nuestro. Ni en Haití, país con mayor proporción de pobres que el nuestro.

La idea de que se trata de campesinos honestos que se empobrecieron paulatinamente ha llevado a plantear la política de desarrollo alternativo o sustitución de cultivos ilícitos. La verdad es que con las técnicas disponibles y los mercados existentes, antes y ahora, el único ‘cultivo’ rentable es la cocaína (no la coca, porque su volumen dificulta el transporte y aumenta el riesgo). El caucho podría ser una opción si decidiéramos convertirnos en exportadores de preservativos (una fábrica de preservativos requiere invertir cerca de $300.000 millones). La construcción de carreteras podría hacer rentable la explotación maderera, que por las características de la selva -que con las técnicas disponibles no permite la plantación en gran escala- sería depredadora. Alguna gente ingenua le apuesta al ecoturismo. Si no es ingenua, no está documentada. Estoy seguro de que nadie ha pensado hacer un estudio de mercado sobre el turismo al Putumayo, lo que estarían dispuestos a gastar los eventuales turistas, el impacto sobre las culturas indígenas -que socialmente es deseable preservar- y la forma y disposición a pagar de nacionales o extranjeros por sustituir la coca y preservar la naturaleza.

Quedan pocas alternativas. La primera es que la gente cultive para autoconsumo (yuca y plátano), algo a lo que no estaría dispuesta. La segunda es hacer investigación biológica, agronómica y económica de algunas posibles plantas exóticas que europeos y norteamericanos estén dispuestos a consumir16. La tercera, más plausible, es reprimir duramente el tráfico de insumos y el cultivo de coca, y ofrecer a las familias asistencia técnica y tierras para cultivar en zonas conectadas al mercado o, alternativamente, brindarles opción económica para ir a las ciudades; volver, en muchos casos.

Esta opción es injusta y estimula la producción ilegal. Cualquier habitante de un barrio o un municipio pobre se preguntará por qué se premia a quienes realizan actividades ilegales, así sea en pequeña escala. Si la obrera de una fábrica de calzado sustrae un par de zapatos el castigo será su despido inmediato. Pero si alguien cultiva y procesa un alcaloide prohibido y dañino durante diez años se le premia con carreteras, puestos de salud y créditos subsidiados.

Esto nos lleva al segundo punto: los cultivos oportunistas. Sobre este riesgo, el PNUFID ha prevenido varias veces basándose en la experiencia de Tailandia17. Con buena cantidad de recursos y el apoyo del PNUFID, Tailandia inició un plan de sustitución de cultivos con el compromiso de los campesinos de arrancar manualmente la amapola, registrarse para controlar reincidencias y quemar públicamente las plantas arrancadas. El programa incluía infraestructura de transporte, centros de acopio, inversión social, un programa de investigaciones biológico-agronómicas en cada zona, asistencia técnica y créditos subsidiados. El programa tuvo éxito al comienzo. Hasta que los campesinos colindantes descubrieron que era mejor ser ilegal y recibir el apoyo del Estado a manos llenas que seguir en la miseria. Surgieron entonces los cultivos oportunistas, es decir, cultivos ilícitos en zonas que carecían de ellos. En este caso, la causa del cultivo ilícito tampoco fue la pobreza sino el cálculo de los beneficios que produciría volverse ilegal gracias a la bondad estatal18.

Después el programa tuvo éxito gracias a que no se distinguió entre pequeños y grandes productores, se reprimió duramente al tiempo que se ofrecían alternativas y se derrotó -con ayuda del programa de sustitución de cultivos- a la guerrilla comunista.

Hubo otros elementos determinantes. Las tierras cultivadas con amapola eran aptas para otros cultivos y el programa de sustitución fue acompañado de un intenso programa de investigación de alternativas agrícolas que duró cinco años y que identificó, entre otros cultivos, al caucho -en la coyuntura de descubrimiento del VIH- y al café -que después decayó y se trasladó al Vietnam. Al mismo tiempo, y lo que es más importante, Tailandia comenzó a industrializarse y a concentrar su población en los centros urbanos. La mano de obra desplazada encontró trabajo en las ciudades -los tailandeses, al contrario de los intelectuales colombianos de clase media, no idealizan el campo- y los nuevos cultivos agrícolas encontraron una demanda ampliada en las ciudades de alto crecimiento.

Pese a que la amapola no fue eliminada totalmente, Tailandia es un ejemplo. Aunque algunos círculos aceptan combinar la represión y el estímulo, en Colombia aún prima el criterio de damnificados por algún pecado del Estado o una guerra del pasado y, más importante, no se han estudiado las posibles alternativas ni el mercado para eventuales cultivos alternativos19 Y nadie ha sopesado la posibilidad de reubicar a quienes se dedican a actividades ilícitas en la actual frontera de comercialización o en la ciudad.

Siguiendo a Belisario, la guerrilla, la izquierda, la Iglesia Católica, la clase política y las ONG abrazaron la idea de que el origen de la guerrilla era la pobreza y la mala distribución de la tierra. La distribución de la tierra y lo que algunos historiadores llamaron ‘revancha terrateniente’ ya había sido desvirtuada como causa de la ‘Violencia’ por monseñor Guzmán en 196220, en su análisis de la concentración de la tierra en zonas de conflicto intenso. Sin grandes recursos estadísticos, mostró que la violencia tuvo alta intensidad en el Viejo Caldas, donde la propiedad era y es bastante democrática, y que en la Costa Atlántica, con alta concentración latifundista, prácticamente no hubo violencia. En 1992, en un trabajo para el DANE21, Echandía combinó datos cualitativos y cuantitativos para caracterizar las explotaciones agrícolas, con el supuesto, corroborado por la intuición, de que las características de las explotaciones agrícolas y la forma de tenencia podían explicar la presencia guerrillera. Sus resultados, aunque entiendo que no comparte todas mis apreciaciones, muestran que la guerrilla está en todas partes, sin importar la forma de tenencia ni el modo de explotación agrícola.

Las estimaciones también mostraron que no había relación entre las necesidades básicas insatisfechas (NBI) y la presencia de guerrilla. En 1995, los departamentos con menor ingreso per cápita no tenían mayor presencia guerrillera. La relación poco significativa entre tenencia de la tierra, nivel de pobreza y presencia guerrillera obedece a que la guerrilla, por definición, crece con mayor rapidez donde hay mejores fuentes de financiación. La guerrilla que sólo se financia con apoyo campesino, una que otra vaca y las gallinas que tengan a bien darle los pobladores rurales es raquítica y está condenada al fracaso, como el ELN de los setenta y la guerrilla boliviana del Ché Guevara. La guerra exige financiación y ésta se obtiene donde hay recursos; es decir, en zonas de crecimiento económico o con alguna fuente de riqueza importante –banano, oro, petróleo, esmeraldas, coca o amapola– sin importar el nivel de ingreso de la población ni el grado de concentración de la riqueza22.

El hecho de que la guerrilla haya salido de las zonas ricas y se interese por las áreas pobres ha sido posible por nuevas modalidades de financiación –pesca milagrosa, secuestro– que permiten, aún en zonas pobres, contar con adecuada financiación obtenida en lugares apartados de su área de operaciones.

Sin embargo, sí se encuentra alguna relación, sobre todo en el pasado, entre la colonización y las áreas de influencia guerrillera, y una guerrilla con alto poder de organización de la sociedad y bajo poder de fuego. En las zonas de colonización donde el Estado no fue capaz de desarrollar un adecuado sistema de protección de la propiedad, al menos estableciendo oficinas de notariado y registro y planes de titulación, los colonos recurrieron a la guerrilla para garantizar su propiedad, que podía ser despojada mediante amenazas y asesinatos. Hay una oficina paralela de notariado y registro en el país, y ésta la domina la guerrilla, que así obtiene mayor apoyo popular.

Tanto así que en el discurso de cierre de una mesa de diálogo en los Pozos –coordinada por el gobernador de Cundinamarca– el delegado guerrillero anunció a los desplazados que las FARC iniciarían acciones ofensivas para asegurarles la recuperación de la tenencia de sus tierras. Ese anuncio generó euforia entre los asistentes. Mientras tanto el gobierno, incapaz de hacer respetar los derechos de propiedad sobre la tierra en las áreas de influencia paramilitar, sigue apropiando recursos y emitiendo discursos vacuos para ver cómo atiende en las ciudades el drama de los desplazados. Un Estado incapaz de asegurar en su base mínima los derechos de propiedad es un Estado pésimo. Y es un Estado que va perdiendo la guerra.

Consideremos ahora a la desigualdad. En los últimos años, con el afán de encontrar alguna característica económica o social que cuadre en ecuaciones o estudios econométricos, en especial en Planeación Nacional23, pero también en publicaciones académicas y políticas, se ha insistido en la desigualdad como causa de la violencia. Si la pobreza no explicaba la violencia, y como en Colombia no todos somos ricos, la desigualdad debería explicar la violencia.

En 1995, tuve oportunidad de abordar este tema a partir de una comparación internacional con estimaciones econométricas del coeficiente de GINI y el nivel de la tasa de homicidios. Los países más pobres no son los más desiguales. En África, por ejemplo, hay paises donde la pobreza es generalizada y el coeficiente de GINI es bajo pero todos son pobres. Y hay países de alto ingreso -como Estados Unidos- donde hay fuertes diferencias de ingreso. La acumulación capitalista y el crecimiento económico requieren, en ciertos momentos del desarrollo, que el capital se concentre para alimentar la inversión. Gastar en consumo todo el ingreso o ahorrar proporciones excesivas es una calamidad. Ésta es una ley del crecimiento económico. Suponiendo que no había relación entre el nivel de concentración del ingreso y la tasa de violencia, elaboré intuitivamente las regresiones que arrojaron los resultados esperados, casi en su totalidad. Se obtuvo una relación débil entre concentración del ingreso y violencia para la muestra de países, con una excepción: Colombia. De acuerdo con la regresión, para que la tasa de homicidios correspondiera al nivel de distribución del ingreso, debería ser cercana a 16 por 100.000 habitantes, pero era de 78. Era evidente que había otros factores muy diferentes a la desigualdad del ingreso que explicaban nuestra creciente violencia.

Creí que el tema quedaba resuelto así. Y no. Tozudamente, los analistas, sin ninguna evidencia, seguían insistiendo en la relación entre desigualdad y violencia; tal vez les parecía justo, elegante o humanista. En Planeación Nacional y juiciosamente, Alfredo Sarmiento y Lida Becerra pusieron a prueba con un par de análisis transversales la relación entre la tasa de violencia municipal y la concentración del ingreso medida a través de indicadores indirectos de dotación social. Sus resultados indicaron que había una relación entre la desigualdad y la violencia en los municipios más violentos, que no se presentaba en los municipios relativamente menos violentos. Sus conclusiones merecen dos comentarios. En un país de violencia generalizada es difícil hablar de municipios menos violentos. El municipio colombiano más pacífico es más violento que el más violento de los municipios de la China. Y capitales relativamente pacíficas -para Colombia- como Pasto y Quibdó son en términos relativos más violentas que Estocolmo. La segunda crítica se refiere a que en econometría no es válido crear arbitrariamente subgrupos. De esa manera se pueden manipular los datos. Lo asombroso no eran, sin embargo, los errados cálculos de Sarmiento sino ¿por qué discutíamos esto?

Quizá porque que a la guerrilla, la Iglesia Católica, las ONG y la intelectualidad bondadosa de clase media les parecía ‘justo’ evidenciar la relación entre desigualdad del ingreso y violencia. Era como un llamado a aumentar la inversión social y superar nuestras graves injusticias sociales. Eso lo comparto. Pero no es científico -con los datos disponibles- plantear a escala nacional o mundial una estrecha relación entre distribución del ingreso y propensión al homicidio.

Armando Montenegro, Carlos Esteban Posada y Gabriel Piraquive24, en una publicación reciente, revisaron nuevamente los datos nacionales e internacionales. Utilizaron una muestra de 136 países y no encontraron relación entre homicidios y distribución del ingreso. Lo mismo encontraron a escala nacional porque no crearon ninguna clase de subgrupos para orientar las conclusiones.

La atribución de la violencia a la desigualdad tiene fuertes implicaciones para los diálogos de paz, el Plan Colombia y la reducción del gasto público. Exagerando un poco, si los investigadores, del gobierno por demás, asumen que los problemas de distribución del ingreso generan violencia, la magnitud del coeficiente de GINI determinará el avance de los diálogos de paz y dará apoyo ideológico a la guerrilla. Miren –dirán– el mismo gobierno demuestra que la desigualdad es la causa de la violencia; por tanto, el cese al fuego, el de los secuestros y las pescas milagrosas, el asalto a las poblaciones son injustificados hasta que no cese la desigualdad. A su vez, gastar menos en fuerzas militares y acueductos hará más por la paz. Existen dos discursos. Uno del grueso de intelectuales que apoya la posición del gobierno y otro de los poderosos y pudientes que financian a los criminales paramilitares y al gobierno, que a su vez recibe ayuda de Estados Unidos para mejorar su capacidad de combate. Esta disociación ideológica del gobierno y los poderosos, estimulada por la investigación de las causas ‘sociales’ de la violencia, es terrible. Produce el mismo pánico que un episodio convulsivo de un esquizofrénico.

En 1995, Armando Montenegro, Malcolm Deas, Carlos Esteban Posada y yo, entre otros, señalamos las dificultades del aparato de justicia colombiana como una de las causas de la violencia. Deas25 comparó los problemas colombianos con los de la justicia italiana. Montenegro y Posada encontraron fuertes relaciones entre la ineficiencia de la justicia y la tasa de violencia, resultado reconfirmado por su último trabajo con Piraquive. En especial, hallaron que un incremento inusitado de criminalidad y violencia sobrepasa la capacidad de respuesta del aparato de justicia y seguridad, y que sólo después de un largo período se puede recuperar la capacidad para enfrentar el delito.

En los estudios iniciales nos centramos -de manera que hoy considero parcialmente equivocada, como veremos más adelante a manera de crítica y autocrítica- en la tasa de impunidad. Después, Mauricio Rubio26 hizo aportes adicionales al examen de la impunidad. El argumento partía de un marco teórico de alguna simplicidad: el delincuente, como todo individuo, calcula los costos y los beneficios de su actividad. Dada su propensión o aversión al riesgo, evalúa los riesgos de ser capturado y condenado y el tiempo de cárcel probable. Cuanto menor sea la tasa de captura y condena, y mejores las condiciones carcelarias, mayor será la propensión a que los individuos se vinculen a la criminalidad y a que un individuo cometa varios crímenes.

El cálculo de la tasa de impunidad fue muy sencillo. Con el porcentaje de delitos denunciados según las encuestas del DANE y el número de delitos registrados por las autoridades, se calculó el número total de delitos cometidos en el país. También se conocía el número de condenas que el sistema judicial profiere cada año. Dividiendo el número de condenas por el número de delitos se encuentra la tasa de castigo y la tasa de impunidad, que para 1994 se encontraba cerca del 97%. Mauricio Rubio y la Cámara de Comercio, en posteriores estimaciones que siguieron los métodos de la Comisión de Racionalización del Gasto Público, encontraron resultados similares.

No hay nada más terrible que un dato adecuado interpretado en forma incorrecta. Buena parte de los estudiosos de la violencia que insistían en su origen multicausal y que habían agregado como ‘causas’ la pobreza, la desigualdad, el desequilibrio regional, la ilegitimidad del estado, el narcotráfico, la debilidad de la sociedad civil, el maltrato intrafamiliar, la violencia en televisión, la intolerancia, la cultura de la violencia, el pasado violento, el narcotráfico, la falta de reforma agraria, la guerrilla, las violaciones de los derechos humanos, el paramilitarismo, el pandillismo juvenil, el consumo de alcohol y drogas y el porte de armas, completaron su teoría de la siguiente manera: a falta de una teoría coherente y agregando todo lo que les venía a la cabeza añadieron ‘la impunidad’.

En el otro lado, estaban los que confundieron - me incluyo parcialmente -la impunidad, el indicador de un problema, con el problema mismo. Es cierto que en Colombia hay un alto nivel de impunidad, medida con el método que expuse. La impunidad se utiliza para medir la ineficiencia del sistema judicial. Otros sistemas usualmente empleados son la duración de los procesos y la acumulación de sumarios en los juzgados. Para influir en el ‘indicador’ -no en el problema- de acumulación de sumarios se tomaron en el pasado varias soluciones que mantuvieron intacta la oferta de justicia. Entre ellas, los varios trasteos de sumarios de los jueces penales a las inspecciones de policía, los cambios en la definición y en el umbral que divide -en especial hurtos y lesiones- los delitos de las contravenciones y, en 1987, la determinación de que sólo se abrirían sumarios por delitos con sindicado conocido, garantizando de manera más que parcial que el sumario sería evacuado y que aumentaría la tasa de condenas con respecto al número de sumarios.

A su vez, el nivel de impunidad comenzó a constituirse en el indicador que se debía alterar para medir la eficiencia de la justicia y explicar el crecimiento del crimen. No cabe duda de que es un indicador muy útil, pero ése no es el problema. El problema es la ineficiencia del sistema de justicia y seguridad en su totalidad: Contraloría, Procuraduría, Policía, fuerzas militares, inspecciones de policía, autoridades ambientales, Medicina Legal, autoridades urbanísticas, autoridades de tránsito, justicia civil, administrativa, laboral y penal, sistema de notariado y registro, sistema de otorgamiento de licencias y el sistema encargado de controlar el contrabando. Es decir, todo el sistema de justicia. No sólo la pequeña aunque importante porción que significa la justicia penal y su indicador de eficiencia que es la tasa de impunidad.

La ineficiencia del sistema de justicia civil es una de las principales causas de delitos penales y de que las personas decidan hacer justicia por su propia mano. Un ejemplo es el de una persona que vende un automóvil a una compraventa especializada y recibe parte del precio. Supongamos que quien maneja la compraventa -previo cálculo de costos y beneficios- no realiza el pago completo. Para recuperar el pago, el vendedor debe contratar un abogado y adelantarle algún dinero por sus servicios, lo cual significa desde el inicio una pérdida respecto de lo que pensaba recuperar. Supongamos que el vendedor decide embargar la compraventa. En una primera opción es posible que la persona que manejaba la compraventa cambie de residencia y de trabajo y que ninguna autoridad ayude al vendedor a encontrar esta persona. En la segunda opción la persona de la compraventa sigue en la misma residencia. El proceso entra a manos del juez. Como la demanda tenía un vicio de forma, la devuelve a los dos meses. Vuelve y comienza, y cuatro meses después el juez ordena el embargo y comisiona a un inspector de policía. El atareado inspector de policía fija la diligencia para veinte días después a las ocho de la mañana. Como se va a realizar el embargo, el vendedor -demandante- debe hacer un depósito para que el embargo se realice, además debe pagar al secuestre y debe contratar un camión para el trasteo de los objetos de embargo. Ese día, a las ocho de la mañana, no hay nadie en el apartamento. Se le paga al camión y se fija la diligencia para veinte días después a las diez de la mañana.

La historia puede continuar, complicarse de múltiples formas o en algunos casos tener un final feliz. En este caso se trata de un vendedor de buena fe contra un pícaro. Pero la buena fe, ante la ineficiencia de la justicia civil, tiene un límite. Cabe pensar que en algún momento del proceso, el vendedor deseara pegarle o dispararle un tiro al de la compraventa. No son el alcohol, ni la cultura de la violencia, ni la intolerancia, ni el porte de armas, etc., los culpables de la violencia. Es la ineficiencia de la justicia. Tampoco es la ausencia de mecanismos de conciliación, pues no se trata de diferencias conceptuales o de apreciación. La conciliación sólo prolongaría el proceso o lograría que la compraventa lograra una rebaja del precio.

Como ya mencioné, también hay graves dificultades para hacer respetar los derechos de propiedad en las zonas agrícolas de frontera. No se trata de que la colonización produzca violencia, sino de que cuando no está acompañada de un sistema de titulación y de notariado y registro conduce a que la vida y la protección armada sean la única garantía para conservar la propiedad. Las carreteras que se construyan o que se piensan construir para conectar -quien sabe con qué- a los cultivadores de ilícitos con los mercados producirán, en ausencia de títulos y protección de los mismos, un incremento de la violencia como consecuencia del aumento del precio del suelo para actividades no perseguidas o ilícitas en las zonas que se conecten. Este proceso ocurrió con la autopista de la paz, llamada también autopista de la muerte, que conecta a Bogotá con la Costa. Así, aunque se trata en muchos casos de problemas penales, las dificultades no se encuentran sólo en ese campo.

Otro caso, no relacionado con la efectividad de la justicia penal en sí misma, es el acceso a Medicina Legal. Supongamos que en Bosa, a hora y media del centro de Bogotá, el marido le pega a la mujer. La pobre mujer debe salir a las dos de la mañana, hora de la golpiza, hacia la Estación de Policía, donde le recibirán la denuncia y le dirán que antes de emprender cualquier acción debe ir a Medicina Legal -ubicada en uno de los peores sitios del centro de Bogotá y desde hace poco en otros seis sitios de la ciudad, una solución esperada hace tiempo. No imagino que hará la mujer a las dos de la mañana. Tal vez pase la noche ensangrentada en un rincón de la estación o decida volver a casa donde el marido, borracho, ya estará dormido y asunto concluido, para la justicia. No proseguiré la historia, pero lo más seguro es que ante las dificultades y la ausencia de protección policial en el momento y después, la mujer no obtendrá protección estatal ni el delito será castigado. Si se llenaran todos los requisitos policiales y de Medicina Legal, el fiscal y el juez emprenderían alguna acción punitiva, pero las barreras de entrada al sistema de justicia son tan poderosas que no pasará nada. Me queda un interrogante ¿por qué los recursos gastados en cursos, sensibilizaciones, libros, fastuosas propagandas por televisión para prevenir el maltrato intrafamiliar, no se emplean en asegurar custodia policial y acceso rápido y descentralizado a Medicina Legal y al sistema de sanciones?

Aparte del aparato judicial, otra institución que influye en la impunidad del delito es la Policía. Veamos el caso de carros robados y recuperados por la Policía. El robo de carros tiene una tasa de denuncia casi del 100%, por tanto no hay subregistro. El número de carros robados ha ido en continuo aumento desde 1975 (gráfica 2), acompañando al incremento de la violencia, no por casualidad. Hoy se roban cerca de 25.000 automotores, diez veces más que en 1975, y la Policía recupera cerca de 2.000, el mismo número de 1975. Igual sucede en el caso de los homicidios. Hoy hay cerca de 26.000 homicidios anuales y la policía sólo captura los mismos 5.000 de 197527. Si la Policía y ahora la Fiscalía no capturan delincuentes y los jueces sólo pueden juzgar -no por ley sino de hecho- los delitos correctamente investigados que tienen sindicado conocido por las autoridades policiales, la impunidad debe ser alta. No por culpa del sistema judicial, sino por cuenta de las investigaciones policiales y de la Fiscalía. La inversión en palacios de justicia, aumento de sueldos, sistematización de los juzgados, compra de nuevos archiveros, cambios de los sistemas del código de procedimiento penal, aunque son útiles, no disminuirán radicalmente la impunidad si la Policía y la Fiscalía no cumplen su labor investigativa.

Gráfica 2
Robo y recuperación de autos en Colombia: 1964-1999


Fuente: PONAL, Cálculos propios

Pero la Policía anda en otro mundo. Tomemos el caso de la Policía de Bogotá. El eje de su actividad actual son los Frentes de Seguridad Local,28 que buscan unir a las comunidades barriales, con el apoyo de la Policía, en grupos de acción ciudadana que promueven el conocimiento entre las familias, el intercambio de teléfonos, el conocimiento de los policías del barrio y la instalación de alarmas comunitarias. Así se puede reducir la delincuencia en un barrio particular. Pero como en el corto y en el mediano plazos el número de delincuentes dedicados a la empresa de actividad criminal es fijo, lo único que se producirá es su traslado a otras zonas de la ciudad y a otras actividades criminales, manteniendo en conjunto la misma tasa de actividad criminal.

La mejor manera de combatir la criminalidad es perseguir el crimen organizado con labores de inteligencia. Pero la inversión, el personal y las campañas se dirigen a combatir el crimen callejero, aumentar la capacidad de reacción a las llamadas de auxilio y fortalecer el vínculo con la comunidad. Estas labores se deben realizar, no hay duda. Pero no desarticularán a las organizaciones criminales, culpables de la mayor proporción de delitos. Para decir algo paradójico. Los bogotanos sabemos que el más importante centro de comercialización de partes de carros robados y deshuesados está a la vuelta de la sede de la dirección de la Policía de Bogotá, en la décima con sexta. Sin embargo, allí se planifica cómo combatir el robo de carros en la 150 con 54, cuando el final de la red criminal de ‘robo de carros’ se ve desde la oficina del comandante de la policía metropolitana, el cual, aclaro, es un funcionario público de altas cualidades policiales, que se ha visto influido por las teorías de la cultura de la violencia, el alcohol, el porte de armas, la violencia ‘cotidiana’, la ausencia de Estado, la pobreza y todo ese conjunto de teorías que con una pizca de razón se han convertido en el núcleo de nuestro pensamiento.

El delito es causado por el crimen organizado en su mayor parte. Los delincuentes que actúan individualmente no existen o están en la cárcel por tontos. A su vez, la violencia es un subproducto del delito, en su mayor parte. En el estudio realizado por Edgar Trujillo y Martha Badel29 se encontró que el 38% de los asesinados tenían antecedentes penales y cerca del 30% nunca habían sacado identificación, es decir, se presume que de tiempo atrás habían optado por la acción delincuencial o habían pagado por salir del archivo de la Registraduría. Es decir, el grueso de los homicidios es producto de la competencia por el mercado de delincuentes profesionales.

La otra fuente de violencia son los atracos. El estudio de Gloría Inés Suárez encontró que el 48% de los asesinatos, según Medicina Legal, habían ocurrido en desarrollo de un atraco30, y que la otra mitad se debían al sicariato, una forma de venta de servicios de muerte del narcotráfico, los paramilitares y la guerrilla. La inmensa mayoría de la violencia en Colombia -descontando los homicidios culposos por accidentes de tránsito, muy relacionados con el alcohol- son una consecuencia de las actividades criminales de delincuentes organizados. Al contrario de lo que se repite sin sentido ni asidero, no nos está matando una violencia ‘difusa’ ni la ‘violencia cotidiana’ ni la violencia de riñas esporádicas o crímenes pasionales. En Colombia se ha aclimatado todo tipo de delincuencia organizada y ésta ha producido un incremento de la violencia.

También cabe preguntar por qué se ha aclimatado el crimen organizado en Colombia. La respuesta inicial es la presencia del narcotráfico a partir de la década del setenta. El narcotráfico corrompió al sistema de justicia y seguridad, obligó a destinar una parte significativa de los recursos policiales a su combate disminuyendo el control de otros delitos, estimuló el sicariato, creó un gusto por el dinero fácil, estimuló el uso de armas y propició la violencia por el control de los mercados. No hay que ser muy perspicaz para saber que lo que distingue a Colombia de otros países no es el consumo de alcohol, por ejemplo, sino la presencia del narcotráfico y sus efectos. Este sencillo razonamiento poco se aplica.

Ahora bien, ¿por qué hay narcotráfico en Colombia? La respuesta es que la quiebra del sistema de justicia y seguridad de la época de la ‘Violencia’ a partir de 1948 nunca fue superada. La Policía conservatizada por Mariano Ospina Pérez fue, en el período de la ‘Violencia’, un grupo de delincuentes dedicado a asesinar liberales y comunistas, la policía chulavita. Pese a la nacionalización de la Policía en 1954 por Rojas Pinilla, la efectividad policial se perdió y ya se presentaban síntomas de congestión en los despachos judiciales31. En un ambiente de baja efectividad policial y judicial, las actividades criminales como el contrabando, el atraco, la violencia, la guerrilla y la falsificación de licores pudieron florecer. El narcotráfico encontró en Colombia un campo propicio y su presencia llevó al quiebre definitivo del sistema de justicia y seguridad.

La guerrilla, cuyos antecedentes históricos se remontan a la ‘Violencia’, encontró, a pesar de que las razones de su aparición hubieran sido en gran parte eliminadas, un estímulo financiero en el control y el cobro de impuestos en las zonas de cultivos de coca y amapola, brindando en compensación una protección de los derechos de propiedad, una reducción de los costos de transacción -disminuyendo el riesgo- y brindando justicia barata y oportuna para los conflictos civiles y penales de su zona de influencia.

Pero la guerrilla actual tiene otra causalidad adicional. Empresarios y terratenientes, unidos al narcotráfico y a la indiferencia total y a veces al apoyo de las fuerzas militares y de policía, dedicaron el período 1986-1994 a eliminar con sevicia a los miembros del Partido Comunista y de la Unión Patriótica, esta última surgida de los acuerdos de Belisario con la guerrilla. La absoluta indiferencia del Estado ante ese genocidio produjo una tremenda desconfianza en las garantías que el Estado puede ofrecer. No se le puede pedir a los guerrilleros que firmen acuerdos de paz y salgan a las calles si la experiencia previa y actual es el asesinato impune.

A su vez, el paramilitarismo, apoyado por empresarios y terratenientes, con la indiferencia de las Fuerzas Militares, realiza continuas masacres inmisericordes de ‘simpatizantes’ pequeños o grandes de la guerrilla. No habrá acuerdo de paz y cese de la violencia guerrillera mientras esta situación continúe.

En medio del combate, todos se vuelven malos y los orígenes de la confrontación se pierden. Pero se puede reconstruir el origen de nuestra violencia actual. Como resultado de la violencia de los cincuenta, las instituciones policiales y judiciales fueron gravemente debilitadas; en ese ambiente comenzó a prosperar todo tipo de delincuencia y la persecución a la izquierda y sobre todo a los grupos comunistas organizados en forma de autodefensas armadas -los liberales y conservadores también permanecieron armados pero no se los persiguió- lo que obligó a las autodefensas a convertirse en una guerrilla móvil, incipiente y de escasa ofensiva. Sobre la base de un estado de amplia deficiencia del sistema de justicia y seguridad y en general de escasa atención pronta y eficaz a las necesidades de los pobladores -por ejemplo, pagar una pensión o entregar un pase de conducción- por parte del Estado, se propició una quiebra adicional de los cauces normales de acceso a los derechos, se incrementó la delincuencia y, por tanto, al contrario de otros países con cultura, idioma y religión muy similares y una mejor o comparable posición geográfica respecto a la demanda, se instauró el narcotráfico. Éste produjo una quiebra adicional y dramática de la eficiencia policial, militar y de justicia y, a través del financiamiento de cultivos de coca y amapola, generó recursos de fácil consecución para la guerrilla que pudo así aumentar su tamaño y su capacidad de fuego.

En medio de esa quiebra institucional, todo es posible: secuestro, contrabando, robo de gasolina, tráfico de órganos, narcotráfico, desapariciones, torturas, masacres, riñas violentas, asesinato de policías, guerrillas, lavado de activos, falsificación de marcas y patentes, reproducción ilegal de videos, asaltos bancarios, corrupción, piratería terrestre, atracos, golpizas a las mujeres, incumplimiento de los contratos civiles y laborales. Es decir, el ambiente institucional facilita todo tipo de actividades ilegales.

No se trata tan sólo de la impunidad de los delitos penales, que los investigadores han añadido fácilmente a su lista de causas, o definido como causa principal algunos otros. Ni se trata tan sólo de aumentar el castigo. Skinner, padre del conductismo, a quien se atribuye la teoría de que el castigo inhibe los comportamientos equivocados, mostró que el castigo tiene efectos sólo mientras está presente y que refuerza comportamientos de odio a la sociedad y de enclaustramiento con otros delincuentes. Para modificar las circunstancias que produjeron el comportamiento equivocado, en nuestro caso pueden ser útiles los castigos justos, la protección a los derechos de propiedad, el justo acceso a los subsidios estatales, el adecuado funcionamiento de la justicia civil, la baja corrupción, el respeto a los derechos humanos, la eliminación de privilegios injustos y la disminución de la impunidad de los delitos penales.

Recalco que no se trata sólo de la impunidad de los homicidios. Es imposible robar una Luv en Bogotá sin un sistema de falsificación de papeles avalado por personas no violentas de la oficina de tránsito del Meta, suponiendo que se lleva allá. Ni el lavado de activos ni la impunidad penal son posibles sin funcionarios que lo permitan. Las dificultades de un simple embargo o del resarcimiento de daños porque los vecinos apedrearon la casa llevan a más de un conflicto. Si nos damos cuenta, buena parte de la popularidad de la guerrilla en sus zonas de influencia proviene de que hace cumplir las normas de contratación, de propiedad de la tierra y de todo tipo de relaciones civiles. En el pasado, en ausencia de paramilitares y ofensiva del ejército, eso le creó un gran apoyo popular. Digamos que la guerra actual se basa en quién puede asegurar el control efectivo de las regiones e imponer la justicia civil y penal.

Un estado previo de ineficiencia institucional del sistema de justicia y policía permitió el surgimiento del narcotráfico. El narcotráfico dio un impulso adicional a la quiebra de la justicia y al crimen organizado. Y como ríos que se juntan, otras causas no tan disímiles -que incluyen la inoperancia de la justicia- produjeron la guerrilla que se unió al narcotráfico y amplió su actividad.

¿Por dónde empezar? Lo que se está haciendo está bien, incluido el mejoramiento del sistema judicial. Pero no hay una política para que, a través de la investigación altamente tecnificada de la Policía y la Fiscalía, se persiga al crimen organizado, incluido el tráfico de armas y de precursores químicos. En este período de nuestra historia –recalco– necesitamos menos campañas educativas, menos políticas de convivencia, menos consejos, menos gasto en frentes de seguridad locales, menos fortalecimientos de la participación comunitaria. Necesitamos aquí y ahora, mejorar el sistema de investigación policial y el respeto a los derechos de propiedad y a los contratos. Esas acciones ayudarán a descongestionar el sistema de justicia penal, que más allá de las discusiones sobre si el sistema debe ser acusatorio o inquisitivo requiere con urgencia mejoras drásticas y permanentes.


NOTAS AL PIE

1. Ver Hartlyn (1993), Henderson (1985), Oquist (1978) y Guzmán et. al. (1988).

2. Ver Comisión de Estudios sobre la Violencia (1988).

3. Camacho y Guzmán (1986, 1990) y Camacho (1992).

4. Para ser registrados, los homicidios no requieren denuncia.

5. Sánchez (1985, 1991a, 1991b) y Sánchez y Meeter (1983).

6. La baja intensidad de las guerras civiles se puede apreciar en Russel (1999) y Deas y Gaitán (1995).

7. Para los resultados positivos de la Guerra de Secesión, ver Mackal (1983). Sin embargo, al final de la guerra civil en Estados Unidos la población quedó armada y con la inclinación a resolver los problemas por la vía de las armas. Este fenómeno no es extraño, el Salvador, después de la guerra civil, enfrenta graves problemas de violencia, lo mismo sucede en los Balcanes. Al parecer, las guerras generan una actitud sicológica que hace que los traumas no se superen con la mera firma de los tratados de paz. Finalmente, y para reforzar el argumento, la violencia en Colombia no llegó a su fin a comienzos del Frente Nacional, la influencia de los bandoleros -antiguos guerrilleros liberales- sólo terminó cinco años después.

8. Ver Beltrán, Fernández y Gaitán (2000).

9. Para hacer honor a la verdad, en el debate sobre la prohibición de la chicha también hubo consideraciones de salud pública. En particular, se argumentó que el proceso de fermentación de la chicha también producía metanol.

10. Ver Trujillo y Badel (1998).

11. Ya existe una medición en el trabajo de Cuéllar (1999).

12. Cuéllar (1999) encuentra que nuestra sociedad civil no es especialmente débil a nivel internacional ni en las zonas de violencia.

13. Hoy existe una amplía bibliografía que desvirtúa la relación entre violencia y pobreza, ver Montenegro y Posada (1994), Gaitán y Deas (1995), Sarmiento y Becerra (1997), Echeverry y Partow (1999), Rubio (1999), Montenegro, Posada y Piraquive (2000) y Gaviria (2000).

14. Además de los argumentos presentados, Becker (1968) presenta una visión del crimen como empresa.

15. Una demostración de que la mayor parte del crimen es organizado se encuentra en Fiorentini y Peltzaman (1995).

16. Para una discusión sobre las posibilidades de cultivos exóticos, ver Jaramillo (1995).

17. Ministerio de Justicia (1993).

18. Ver PNUFID (1992).

19. Se habla sin sentido de exportar frutas exóticas. Los optimistas olvidan que las frutas son exóticas mientras su oferta es escasa. Una vez se amplía la oferta, dejan de ser exóticas y no encuentran demanda.

20. Guzmán et al. (1988).

21. Echandía (1992).

22. Aquí vale la pena señalar que la presencia guerrillera obedece a una planificada estrategia bélica, no a las características sociales, económicas o culturales de los sitios elegidos para ampliar la guerra.

23. Sarmiento y Becerra (1997).

24. Montenegro, Posada y Piraquive (2000).

25. Deas y Gaitán (1995).

26. Rubio (1999).

27. Policía Nacional (1958 – 1999).

28. Ver los documentos sobre la política de criminalidad de la Subsecretaría de Gobierno para la Seguridad y la Convivencia del Distrito Capital.

29. Trujillo y Badel (1998).

30. Suárez (1997).

31. Guzmán et.al. (1988).


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