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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.3 no.5 Bogotá Jul./Dec. 2001

 


EL JUICIO POLÍTICO


POLITICAL JUDGMENT



Isaiah Berlin*

* Tomado de Isaiah Berlin, The sense of reality, Farrar, Straus and Giroux, Nueva York, 1996. Traducción de Alberto Supelano.



¿Qué es tener buen juicio en política? ¿Qué es ser prudente o talentoso en política, ser un genio político, o al menos ser políticamente competente, saber cómo lograr que se hagan las cosas? Quizá un modo de encontrar la respuesta sea examinar lo que decimos cuando censuramos o compadecemos a los hombres de estado porque carecen de esas cualidades. A veces lamentamos que estén enceguecidos por el prejuicio o la pasión, pero ¿ante qué están enceguecidos? Decimos que no entienden la época en que viven, que se oponen a algo llamado ‘la lógica de los hechos’, que ‘intentan hacer retroceder el reloj’, que ‘la historia está contra ellos’, que son ignorantes o incapaces de aprender, o que son idealistas, visionarios poco prácticos, utópicos, hipnotizados por el sueño de un pasado fabuloso o de un futuro irrealizable. Todas esas expresiones y metáforas suponen que hay algo que se puede conocer (algo de lo que el crítico tiene alguna noción) y que esas desdichadas personas no han logrado captar por alguna razón, bien sea el movimiento inexorable de un reloj cósmico que ningún hombre puede alterar, bien sea una pauta de los acontecimientos en el tiempo o en el espacio, o en un medio más misterioso –‘el reino del Espíritu’ o ‘la realidad última’– que es necesario entender previamente para evitar la frustración.

Pero, ¿en qué consiste este conocimiento? ¿Es el conocimiento de una ciencia? ¿Existen realmente leyes que descubrir, reglas que aprender? ¿Se puede enseñar a los hombres de estado algo llamado ciencia política –la ciencia de las relaciones de los seres humanos entre sí y con su medio ambiente– integrada, igual que otras ciencias, por sistemas de hipótesis verificadas organizadas en leyes, que permitan, mediante experimentos y observaciones adicionales, descubrir otros hechos y verificar nuevas hipótesis?

Ésta era sin duda la noción –sobreentendida o explícita– de Hobbes y Spinoza, cada cual a su manera, y de sus seguidores; una noción que tomó cada vez más fuerza en los siglos XVIII y XIX, cuando las ciencias naturales adquirieron enorme prestigio y se intentó sostener que todo lo que no se pudiera reducir a una ciencia natural no se podía llamar conocimiento. Los deterministas científicos más ambiciosos y extremistas –Holbach, Helvecio y La Mettrie– solían pensar que, dados un conocimiento suficiente de la naturaleza humana universal y de las leyes del comportamiento social y un conocimiento suficiente de la situación de unos seres humanos dados en un momento dado, se podía calcular científicamente cómo se comportarían en otras circunstancias esos seres humanos o grandes grupos ellos, sociedades o clases enteras. Se argumentaba, lo cual parecía razonable en esa época, que así como el conocimiento de la mecánica era indispensable para los ingenieros, arquitectos o inventores, el conocimiento de la mecánica social era indispensable para todo aquel, los hombres de estado por ejemplo, que quisiera lograr que grandes grupos humanos hicieran esto o aquéllo. Pues sin ese conocimiento, ¿en qué podían confiar, más que en impresiones fortuitas y casi olvidadas, reminiscencias sin verificar, conjeturas, simples reglas empíricas e hipótesis no científicas? Sin duda, hay que servirse de ellas cuando no se dispone de un método científico adecuado, pero se debe entender que no son mejores que las conjeturas no organizadas acerca de la naturaleza de los pueblos primitivos o de los habitantes de Europa durante la Edad Oscura: instrumentos grotescamente inadecuados e inválidos por los primeros adelantos de la ciencia verdadera. Y en nuestra propia época, hay (en las instituciones de enseñanza superior) quienes han pensado y aún siguen pensando de esa manera.

A finales del siglo XVIII, pensadores menos ambiciosos, influidos por los fundadores de las ciencias de la vida, concibieron en cambio la ciencia de la sociedad como una especie de anatomía social. Para ser buen médico es necesario, aunque no suficiente, conocer la teoría anatómica. Pues también debe saber cómo aplicarla a casos específicos, a pacientes determinados que padecen formas particulares de una enfermedad particular. Esto no se puede aprender totalmente en los libros ni de los profesores sino que requiere considerable experiencia personal y aptitud natural. No obstante, ni la experiencia ni las dotes naturales pueden sustituir por completo el conocimiento de una ciencia desarrollada como la patología o la anatomía. El mero conocimiento de la teoría no basta para sanar a los enfermos, pero ignorarla es fatal. Por analogía con la medicina, se pensó que defectos tales como el mal juicio político, la falta de realismo, el utopismo, los intentos de detener el progreso, etcétera, provenían de la ignorancia o de la oposición a las leyes del desarrollo social: las leyes de la biología social (que concibe a la sociedad como un organismo y no como un mecanismo) o de la ciencia de la política correspondiente.

Los filósofos con inclinaciones científicas del siglo XVIII creían apasionadamente en dichas leyes; y trataban de explicar totalmente el comportamiento humano en términos de los efectos identificables de la educación, del ambiente natural, y de los resultados calculables del juego de los deseos y las pasiones. Sin embargo, este enfoque explicaba una parte tan pequeña del comportamiento real de los seres humanos en una época en que parecía más necesaria esa explicación - durante y después del terror jacobino– y fracasó tan patentemente en predecir o analizar fenómenos tan importantes como la expansión y la violencia del nacionalismo, la singularidad de las diferentes culturas y los conflictos entre ellas, y los acontecimientos que condujeron a las guerras y las revoluciones, y demostró tan poca comprensión de lo que en forma general se puede llamar vida espiritual o emocional (bien sea de individuos o de pueblos enteros) y de la acción impredecible de los factores irracionales, que fue inevitable que entraran nuevas hipótesis en la disputa, cada una de ellas con la pretensión de derribar a las demás y de ser la última y definitiva palabra sobre el tema.

Los predicadores mesiánicos –profetas– como Saint-Simon, Fourier, Comte; los pensadores dogmáticos, como Hegel, Marx, Spengler; los pensadores teológicos con inclinación histórica, desde Bossuet hasta Toynbee; los divulgadores de Darwin; los adaptadores de ésta o aquella escuela dominante de sociología o psicología, todos ellos han intentado ocupar el vacío ocasionado por el fracaso de los filósofos del siglo XVIII para construir una ciencia adecuada y fructífera de la sociedad. Cada uno de esos nuevos apóstoles del siglo XIX pretendió ser el poseedor exclusivo de la verdad. Todos comparten la creencia en que hay un gran modelo universal y un método único para desentrañarlo, cuyo conocimiento habría evitado muchos errores a los hombres de estado y muchas tragedias espantosas a la humanidad.

No se negaba que hombres de estado como Colbert, Richelieu, Washington, Pitt o Bismarck hubieran tenido buen desempeño sin este conocimiento, así como es obvio que se construyeron puentes antes de descubrir los principios de la mecánica y que algunos individuos que parecían ignorar la anatomía curaron enfermedades. Se admitía que se podía lograr y se había logrado mucho merced a las conjeturas inspiradas de individuos geniales y a sus capacidades instintivas; pero se argumentaba, particularmente a finales del siglo XIX, que no era necesario recurrir a una fuente de claridad tan precaria. A juicio de algunos sociólogos optimistas, los principios con que actuaron esos grandes hombres –quizá sin saberlo– se podían desentrañar y reducir a una ciencia exacta, así como se establecieron los principios de la biología o de la mecánica.

De acuerdo con esa visión, el juicio político no debía seguir siendo una cuestión de instinto y sagacidad, de iluminaciones y destellos de genio súbitos e imposibles de analizar; a partir de entonces se debía fundamentar en un conocimiento irrebatible. Podían diferir las opiniones acerca de si ese nuevo conocimiento era empírico o a priori, acerca de si su autoridad provenía de los métodos de la ciencia natural o de la metafísica; pero, fuera como fuere, constituía lo que Herbert Spencer llamó ciencias de la estática y la dinámica sociales. Quienes lo aplicaban eran ingenieros sociales; el misterioso arte del gobierno había dejado de ser misterioso: se podía enseñar, aprender, aplicar; era una cuestión de competencia y especialización profesionales.

Esa tesis habría sido más aceptable si las leyes recién descubiertas no hubieran sido, como regla general, viejas perogrulladas –por ejemplo, que después de casi todas las revoluciones hay una reacción (lo que equivale a la tautología de que todos los movimientos llegan a su fin en algún momento y después viene otra cosa, a menudo en dirección contraria) y si dichas leyes no hubieran sido continuamente impugnadas, y violentamente impugnadas, por los acontecimientos, dejando en ruinas a los sistemas teóricos. Quizá nadie hizo tanto por minar la confianza en una ciencia confiable de las relaciones humanas que los grandes tiranos de nuestra época: Lenin, Stalin, Hitler. Si la creencia en las leyes de la historia y del ‘socialismo científico’ sirvió realmente de ayuda a Lenin o a Stalin, no los ayudó tanto como forma de conocimiento sino del mismo modo en que una fe fanática en cualquier dogma puede ser de ayuda a algunos hombres resueltos: justificando actos crueles y eliminando las dudas y los escrúpulos.

Stalin y Hitler prácticamente no dejaron piedra sobre piedra del otrora espléndido edificio de las leyes inexorables de la historia. Hitler, después de todo, casi alcanzó su objetivo declarado de suprimir los resultados de la revolución francesa. La revolución rusa desvió violentamente a toda la sociedad occidental de lo que, hasta ese momento, parecía a casi todos los observadores una marcha totalmente ordenada, y la retorció en un movimiento irregular seguido de un dramático colapso que no presagiaron los marxistas ni otros profetas ‘científicos’. Es muy fácil ordenar el pasado en forma simétrica, y el famoso epigrama cínico de Voltaire de que la historia consiste en hacer triquiñuelas a los muertos no es tan superficial como parece1. No obstante, una ciencia verdadera debe ser capaz no sólo de reordenar el pasado sino de predecir el futuro. Clasificar los hechos, ordenarlos en esquemas claros, no es ciencia.

Cuentan que el gran terremoto que destruyó a Lisboa a mediados del siglo XVIII debilitó la fe de Voltaire en el inevitable progreso humano. Así mismo, los grandes y destructivos cataclismos políticos de nuestra época han infundido dudas terribles acerca de la factibilidad de una ciencia viable del comportamiento humano que guíe a los hombres de acción, bien sean industriales, funcionarios de la beneficencia social u hombres de estado. Era evidente que el tema se debía volver a examinar: el supuesto de que la construcción de una ciencia exacta del comportamiento social sólo era cuestión de tiempo e ingenio no era ya tan evidente. ¿Qué método debía adoptar esa ciencia? Sin duda, no el deductivo, no existían axiomas aceptados a partir de los cuales deducir todo el comportamiento humano por medio de reglas lógicas aceptadas. Ni siquiera el más dogmático de los teólogos pretendería tanto. ¿El inductivo, entonces? ¿Leyes fundadas en el examen de un vasto conjunto de datos empíricos? ¿O métodos hipotético deductivos nada fáciles de aplicar a las complejidades de los asuntos humanos?

En teoría, sin duda, debía ser posible descubrir tales leyes, pero en la práctica parecía menos prometedor. Si soy un estadista que enfrenta una angustiosa elección de posibles cursos de acción en una situación crítica, ¿me es realmente útil –aun si puedo darme el lujo de aguardar tanto tiempo la respuesta– emplear un equipo de especialistas en ciencia política para que me recopilen, a partir de la historia pasada, todos los casos análogos a mi situación, para que yo o ellos podamos luego abstraer lo que tienen en común e inferir de este ejercicio las leyes pertinentes del comportamiento humano? Debido a que la experiencia humana es tan diversa, no abundarían los ejemplos para tal inducción o para construir hipótesis pensadas para sistematizar el conocimiento histórico; además, la supresión de lo que es único en cada uno de estos ejemplos, para mantener tan sólo lo que tienen en común, produciría un residuo generalizado muy endeble y muy poco específico para ser de gran ayuda en un dilema práctico.

Es obvio que lo que importa es entender la situación en su plena singularidad; los individuos, el acontecimiento y los peligros particulares, las esperanzas y temores concretos que intervienen activamente en un lugar determinado y en un momento determinado: en París en 1791, en Petrogrado en 1917, en Budapest en 1956, en Praga en 1968 o en Moscú en 1991. No tenemos por qué prestar atención sistemática a cuanto tengan en común con otros acontecimientos y otras situaciones, que se pueden parecer en algunos aspectos pero que pueden carecer de lo que constituye la auténtica diferencia en un momento particular y en un lugar particular. Si conduzco un automóvil a una velocidad desenfrenada y llego a un puente de aspecto endeble y debo decidir si puede soportar el peso, es indudable que me sería útil algún conocimiento de los principios de la ingeniería. Pero aun así no tendré tiempo para detenerme a inspeccionar y calcular. Para que me sea útil en una crisis, el conocimiento debe haber dado lugar a una capacidad semi-instintiva, como la de leer sin estar consciente al mismo tiempo de las reglas del lenguaje.

A pesar de ello, en ingeniería se pueden formular algunas leyes, aunque no es necesario tenerlas presentes continuamente. En el ámbito de la acción política, las leyes son más remotas y escasas: las habilidades lo son todo. Lo que hace que los gobernantes tengan éxito, igual que los conductores de automóviles, es que no piensan en términos generales, es decir, no se preguntan primero en qué se parece o en qué difiere una situación dada a otras en el largo curso de la historia humana (que es lo que les gusta hacer a los sociólogos históricos o a los teólogos vestidos de historiadores, como Vico o Toynbee). Su mérito es que captan la combinación única de características que constituyen esa situación particular; ésa y no otra. Lo que se dice que pueden hacer es entender el carácter de un movimiento determinado, de un individuo determinado, de un estado único de cosas, de una atmósfera única, de una combinación singular de factores económicos, políticos, personales; y no estamos dispuestos a suponer que esta capacidad puede ser enseñada literalmente.

Hablamos, por decirlo así, de una sensibilidad excepcional a ciertas clases de hechos; recurrimos a metáforas. Hablamos de algunas personas como si tuvieran antenas que les comunican los contornos y las texturas específicas de una situación política o social particular. Hablamos de tener buen ojo, olfato u oído políticos; de un sentido político que el amor, la ambición o el odio hacen entrar en juego; de un sentido que la crisis y el peligro agudizan (o embotan), para el que es esencial la experiencia; de un don particular, quizá no del todo distinto del de los artistas o escritores creativos. No aludimos a nada oculto o metafísico, no aludimos a un ojo mágico que puede penetrar en algo que las mentes ordinarias no pueden captar; nos referimos a algo perfectamente corriente, empírico y casi estético en el modo de funcionar.

El don al que nos referimos implica, sobre todo, capacidad para integrar una enorme amalgama de datos en perpetuo cambio, abigarrados, evanescentes, siempre superpuestos, demasiado profusos, demasiado fugaces, demasiado entremezclados para atraparlos, clavarlos con un alfiler y etiquetarlos como si fueran mariposas. Integrar, en este sentido, es ver los datos (los que se captan mediante el conocimiento científico así como por percepción directa) como elementos de un esquema singular, junto con sus implicaciones, verlos como síntomas de posibilidades pasadas y futuras, verlos pragmáticamente, es decir, en términos de lo que uno o los demás pueden hacer o harán con ellos, y de lo que pueden hacer o harán a otros o a uno mismo. Para captar una situación en ese sentido, es necesario ver, tener una especie de contacto directo, casi sensorial, con los datos pertinentes, y no simplemente reconocer sus características generales, clasificarlos o razonar sobre ellos, o analizarlos, o sacar conclusiones y formular teorías acerca de ellos.

Me parece que lograr hacer esto bien es un don afín al de algunos novelistas, que hace que algunos escritores como Tolstoi o Proust trasmitan una sensación de conocimiento directo de la textura de la vida; no la mera sensación del flujo caótico de la experiencia, sino una distinción muy desarrollada entre lo que importa y lo demás, bien sea desde el punto de vista del escritor o desde el de los personajes que describe. Por encima de todo, es un agudo sentido de qué es compatible con qué, de qué proviene de qué, de qué conduce a qué; de la forma en que las cosas parecen variar para observadores diferentes, del efecto de esa experiencia sobre ellos; del posible resultado en una situación concreta de la interacción entre seres humanos y fuerzas impersonales: geográficas, biológicas, psicológicas o las que sean. Es un sentido de lo cualitativo más que de lo cuantitativo, de lo específico más que de lo general; es una especie de conocimiento directo, distinto de la capacidad para describir, calcular o inferir; es lo que se denomina sabiduría natural, comprensión imaginativa, discernimiento, capacidad de percepción y, más engañosamente, intuición (que sugiere peligrosamente una facultad casi mágica), en oposición a virtudes tan diferentes –por admirables que sean– como las del conocimiento o el saber teórico, la erudición, la capacidad de razonamiento y generalización, el genio intelectual.

La cualidad que intento describir es esa comprensión especial de la vida pública (o, a este respecto, de la privada) que tienen los hombres de Estado exitosos, bien sean perversos o virtuosos, la que tenían en común Bismarck (destacado ejemplo, en el último siglo, de un político dotado de un notable juicio político) o Talleyrand o Franklin Roosevelt u otros hombres como Cavour o Disraeli, Gladstone o Atatürk con los grandes novelistas psicológicos; algo de lo que ostensiblemente carecen hombres de genio más teórico, como Newton o Einstein o Russell y aun Freud. Lenin también carecía de ella, a pesar del pesado fardo de teoría que cargó sobre sus hombros.

¿Cómo podemos llamar a esta clase de capacidad? Sabiduría práctica, razón práctica, tal vez sentido de lo que ‘funciona’ y de lo que no funciona. Es, en primer lugar, una capacidad de síntesis antes que de análisis; de conocimiento, en el sentido en que los domadores conocen a sus animales, los padres a sus hijos o los directores a sus orquestas, diferente de la de los químicos que conocen las sustancias de sus tubos de ensayo o los matemáticos las reglas que obedecen sus símbolos. A quienes carecen de ella, sean cuales sean las demás cualidades que posean, sin importar cuán inteligentes, ilustrados, imaginativos, bondadosos, nobles, atractivos, dotados de la forma que sea, los consideramos, correctamente, políticamente ineptos, en el sentido en que José II de Austria era inepto (aunque fue un hombre moralmente mejor que sus contemporáneos Federico el Grande y Catalina II de Rusia, que tuvieron mucho más éxito para alcanzar sus fines, y con una disposición más benévola hacia la humanidad) o en el que los puritanos o Jacobo II o Robespierre (y, por qué no, Hitler o aun Lenin al final) demostraron ser ineptos para alcanzar al menos sus fines positivos.

¿Qué es lo que sabían el emperador Augusto o Bismarck, y no sabían el emperador Claudio o José II? Es muy probable que el emperador José fuera más sobresaliente en lo intelectual y mucho más culto que Bismarck, y Claudio seguramente conoció más hechos que Augusto. Pero Bismarck (o Augusto) podía integrar o sintetizar los jirones y fragmentos fugaces, separados, infinitamente diversos, que constituyen la vida en todo nivel, así como todo ser humano debe integrarlos (si quiere sobrevivir), en alguna medida, sin detenerse a analizar cómo hace lo que hace y si existe una justificación teórica para su actividad. Todo mundo debe hacerlo, pero Bismarck lo hacía en un campo mucho más vasto, ante un horizonte más amplio de cursos de acción posibles, con mayor poder; en un grado que se califica correctamente de genial. Además, los trozos y piezas que se han de integrar –es decir, ver que se ajustan a otros trozos y piezas, y que no son compatibles con algunos otros, tal como encajan y no encajan en la realidad–, esos ingredientes básicos de la vida son en cierto sentido demasiado familiares, nos relacionamos demasiado con ellos, estamos demasiado cerca de ellos, forman la textura de los niveles semiconsciente e inconsciente de nuestra vida, y por esa razón tienden a resistirse a una clasificación ordenada.

Cuanto pueda ser aislado, observado, inspeccionado, debe serlo, por supuesto. No debemos ser oscurantistas. No quiero decir ni insinuar, como han hecho algunos pensadores románticos, que algo se pierde en el acto mismo de investigar, analizar y sacar a luz, que hay una virtud en la oscuridad como tal. Que las cosas más importantes son demasiado profundas para expresarlas con palabras y que se deben dejar intactas, que hay algo de blasfemia en enunciarlas2. Creo que esta doctrina es falsa y en conjunto perjudicial. Cuanto pueda ser aclarado, articulado, incorporado a una ciencia adecuada, debe serlo, por supuesto. ‘Asesinamos para diseccionar’, escribió Wordsworth3. A veces; otras veces la disección revela verdades. Hay vastas regiones de la realidad que sólo los métodos científicos, las hipótesis, las verdades establecidas pueden revelar, dar razón de ellas, explicar y, desde luego, controlar. Se debe acoger lo que la ciencia puede lograr. En los estudios históricos, en la erudición clásica, en arqueología, lingüística, demografía, en el estudio del comportamiento colectivo, en muchos otros campos de la vida y los esfuerzos humanos, los métodos científicos pueden proporcionar información indispensable.

No coincido con quienes sostienen que la ciencia natural, y la tecnología basada en ella, distorsiona de algún modo nuestra visión y nos impide un contacto directo con la realidad –el ‘ser’– que los griegos presocráticos o los europeos medievales miraban cara a cara. Eso me parece una absurda ilusión nostálgica. Sólo argumento que en la práctica no todo puede ser captado por las ciencias; y de hecho, es mucho lo que no pueden captar. Pues, como Tolstoi nos enseñó hace mucho tiempo, las partículas son demasiado diminutas, demasiado heterogéneas, se suceden con demasiada rapidez, existen en combinaciones demasiado complejas, demasiado uña y carne de lo que somos y de lo que hacemos, para que podamos someterlas al grado de abstracción requerido, ese mínimo de generalización y formalización –idealización– que toda ciencia debe exigir. Después de todo, Federico de Prusia y Catalina la Grande fundaron academias científicas (que aun son famosas e importantes) con ayuda de científicos franceses y suizos, pero no buscaron aprender de ellos cómo gobernar. Y aunque el padre de la sociología, el eminente Auguste Comte, conocía muchos más hechos y leyes que cualquier político, sus teorías hoy no son más que un triste, inmenso y extraño fósil en la corriente del conocimiento, una especie de curiosidad de museo, mientras que las dotes políticas de Bismarck –si se me permite volver a este hombre nada admirable, porque quizá sea el hombre de Estado más eficaz de todo el siglo XIX– aún son, por desgracia, demasiado familiares entre nosotros. No hay ninguna ciencia natural de la política, como tampoco una ciencia natural de la ética. La ciencia natural no puede responder todas las preguntas.

Lo único que me interesa negar, o cuando menos poner en duda, es la verdad del aforismo de Freud: que si bien la ciencia no puede explicar todo, ninguna otra cosa puede hacerlo. Bismarck entendía algo que Darwin o James Clerk Maxwell no necesitaban entender, algo acerca del ambiente público en el que actuó, y lo entendía como los escultores entienden la piedra o la arcilla; entendió, en este caso particular, las reacciones posibles de los grupos pertinentes de alemanes o franceses, italianos o rusos, y las entendió, hasta donde sabemos, sin ninguna inferencia consciente o consideración cuidadosa de las leyes de la historia ni de ninguna otra clase, y sin recurrir a ninguna otra clave o panacea particular; ni a las que recomendaron de Maistre o Hegel o Nietzsche o Bergson o algunos de sus sucesores irracionalistas, ni a las de sus enemigos, los amigos de la ciencia. Tuvo éxito porque tenía el don particular de usar su experiencia y la observación para adivinar con fortuna cómo resultarían las cosas.

Los científicos, al menos en cuanto científicos, no necesitan ese talento. En realidad, su formación los suele volver particularmente ineptos a este respecto. Quienes fueron educados científicamente suelen mantener visiones políticas utópicas debido justamente a que creen que los métodos o modelos que funcionan bien en sus ámbitos particulares son aplicables a todas las esferas de la acción humana; y si no este método o este modelo particular, otro método o modelo de índole más o menos similar. Si los científicos naturales son a veces ingenuos en política, eso puede obedecer a la influencia de una identificación sobreentendida, aunque errónea, entre lo que funciona en las disciplinas formales y deductivas, o en los laboratorios, y lo que funciona en la organización de la vida humana.

Repito: negar que los laboratorios o los modelos científicos ofrecen algo –a veces mucho– de valor para la organización social o la acción política es puro oscurantismo, pero afirmar que tienen más que enseñarnos que cualquier otro tipo de experiencia es una forma igualmente ciega de fanatismo doctrinario que a veces ha llevado a la tortura de inocentes por monomaníacos seudocientíficos en busca del milenio. Cuando decimos que los hombres de 1789 en Francia o de 1917 en Rusia eran demasiado doctrinarios, que confiaban demasiado en teorías –bien fuera en teorías del siglo XVIII, como las de Rousseau, o en teorías del siglo XIX, como las del Marx– no queremos decir que aunque dichas teorías eran defectuosas, sería posible en principio descubrir otras mejores, y que esas mejores teorías lograrían al fin que los hombres fueran felices, libres y sabios, de suerte que ya no necesitarían depender tan desesperadamente de las improvisaciones de dirigentes dotados, dirigentes que son tan escasos y alejados en el tiempo, y tan propensos a la megalomanía y a cometer errores terribles.

Queremos decir lo contrario: que las teorías, en este sentido, no son como tales apropiadas en dichas situaciones. Sería como si buscáramos una ciencia de la degustación del té o una ciencia de la arquitectura. Los factores que se deben evaluar son en estos casos demasiados, y todo depende de la habilidad para integrarlos, en el sentido que he descrito, cualquiera que sea nuestro credo o nuestra finalidad, seamos utilitaristas o liberales, comunistas o teócratas místicos, o individuos extraviados en un oscuro bosque heideggeriano. Las ciencias, las teorías, son sin duda a veces útiles, pero no pueden ni siquiera sustituir en parte el don de la percepción, la capacidad para captar la configuración total de una situación humana, la interdependencia de las cosas; talento al que, cuanto más sutil e increíblemente agudo es, parece ajeno el poder de abstracción y análisis, si no abiertamente hostil.

Un observador educado científicamente siempre puede, por supuesto, analizar un abuso social determinado o sugerir un remedio específico, pero poco puede hacer, en cuanto científico, para predecir los efectos generales de la aplicación de un remedio determinado o de la eliminación de una fuente dada de miseria o injusticia sobre otras partes –en especial sobre las más alejadas– de nuestro sistema social. Empezamos tratando de modificar lo que podemos ver, pero las vibraciones que desencadena nuestra acción a veces llegan hasta lo más profundo de nuestra sociedad, perturban estratos a los que no prestamos ninguna atención consciente y sobreviene toda clase de resultados indeseados. El ingrediente indispensable del buen juicio político es el conocimiento semiinstintivo de esas profundidades, el conocimiento de las intrincadas conexiones entre la capa superficial y los estratos más profundos de la vida social e individual (en las cuales Burke fue quizá el primero en insistir, así fuese para sus propios fines tradicionalistas).

Nos atemorizan con razón esos reformadores temerarios demasiado obsesionados con su visión para prestar atención al medio en el que actúan, y que ignoran los imponderables: Juan de Leiden, los puritanos, Robespierre, Lenin, Hitler, Stalin. Pues en sentido literal no saben lo que hacen (y tampoco les importa). Y estamos dispuestos con razón a confiar más en los empiristas igualmente audaces, Enrique IV de Francia, Pedro el Grande, Federico de Prusia, Napoleón, Cavour, Lincoln, Lloyd George, Masaryk, Fanklin Roosevelt (así no estemos de su lado), porque vemos que entienden su materia. ¿No es esto lo que se llama genio político? ¿O genio en otros campos de la actividad humana? Éste no es un contraste entre conservatismo y radicalismo, entre precaución y audacia, sino entre dos tipos de dones. Así como hay diferencias de talentos, también hay diferentes clases de locura. Dos de ellas están en contradicción directa y de manera curiosa y paradójica.

La paradoja es ésta: en el dominio que presiden las ciencias naturales, se reconoce que ciertas leyes y principios han sido establecidos por métodos adecuados, es decir, por métodos que los especialistas científicos consideran dignos de confianza. A quienes niegan o se oponen a esas leyes o métodos –como las personas que creen que la tierra es plana o que no creen en la gravitación– se los considera con razón chiflados o lunáticos. Pero en la vida ordinaria, y quizás en algunas de las humanidades –como la historia, la filosofía o el derecho (que difieren de las ciencias así sea tan sólo porque no establecen, ni quieren establecer, generalizaciones cada vez más amplias acerca del mundo)– los utopistas son aquellos que tienen una fe excesiva en las leyes y métodos provenientes de campos ajenos, sobre todo de las ciencias naturales, y los aplican con gran confianza y en forma un tanto mecánica. Las artes de la vida –no menos que las de la política– así como algunos estudios humanos, tienen sus propios métodos y sus técnicas especiales, sus propios criterios de fracaso y de éxito. Aquí, el utopismo, la falta de realismo, el mal juicio, no consisten en fracasar en la aplicación de los métodos de la ciencia natural sino, por el contrario, en aplicarlos con desmesura. Aquí, el fracaso proviene de rechazar lo que funciona mejor en cada campo, de ignorarlo u oponérsele bien sea en favor de un método o principio sistemático que pretende tener validez universal –por ejemplo, los métodos de la ciencia natural (como hizo Comte) o de la teología histórica o del desarrollo social (como hizo Marx)– o por el deseo de desafiar todos los principios, todos los métodos en cuanto tales, y de confiar simplemente en la buena estrella o en la inspiración personal: es decir, pura irracionalidad.

Ser racional en cualquier esfera, mostrar buen juicio en ella, es aplicar aquellos métodos que han probado funcionar mejor en ella. Lo que es racional en un científico suele ser, por tanto, utópico en un historiador o en un político (es decir, que fracasa sistemáticamente para obtener el resultado deseado) y viceversa. Esta perogrullada pragmática tiene consecuencias que no todo el mundo está dispuesto a aceptar. ¿Los hombres de Estado deben ser científicos? ¿Los científicos deben ocupar cargos de autoridad, como querían Platón, Saint-Simon o H. G. Wells? Así mismo podríamos preguntar, ¿los jardineros, los cocineros deben ser científicos? La botánica ayuda a los jardineros, las leyes de la dietética pueden ayudar a los cocineros, pero la excesiva dependencia de estas ciencias los llevaría a la perdición, y a sus clientes. La excelencia de los cocineros y de los jardineros aún depende hoy ante todo de su talento artístico e, igual que la de los políticos, de su capacidad para improvisar. La mayor parte del recelo hacia los intelectuales en la política proviene de la creencia, no del todo falsa, de que a causa del deseo de ver la vida en forma simple y simétrica, depositan demasiada fe en los resultados benéficos de aplicar directamente a la vida conclusiones extraídas mediante operaciones de alguna esfera teórica. Y el corolario de esta confianza excesiva en la teoría, corolario por desgracia muchas veces corroborado por la experiencia, es que si los hechos –es decir, el comportamiento de los seres humanos vivos– son recalcitrantes a ese experimento, el experimentador se irrita e intenta cambiar los hechos para que se ajusten a la teoría, lo que en la práctica equivale a una vivisección de las sociedades para que se conviertan en aquello que la teoría declaró se deberían convertir como resultado del experimento. La teoría se ‘salva’, desde luego, pero con un costo demasiado alto en sufrimiento humano inútil; y puesto que en primer término se la aplicó, en apariencia al menos, para salvar a los hombres de las penurias que causarían, según se afirma, métodos más azarosos, el resultado es contraproducente. Mientras no haya a la vista una ciencia de la política, los intentos de sustituir el juicio individual por una ciencia espuria no sólo llevan al fracaso y a veces a grandes desastres sino que también desacreditan a las ciencias reales y minan la fe en la razón humana.

La defensa apasionada de ideales inalcanzables puede, aun si es utópica, derribar las barreras de la tradición ciega y transformar los valores de los seres humanos, pero la defensa de medios seudocientíficos o de otros medios falsamente validados –métodos como los que divulgan los folletines metafísicos y otras clases de propaganda espuria– sólo puede causar daño. Circula la anécdota, ignoro cuán verdadera, de que un día se le preguntó al Primer Ministro Lord Salisbury cuál fue el principio que lo decidió a entrar en la guerra, él contestó que cuando debía decidir si llevaba o no paraguas, miraba al cielo. Quizá esta respuesta sea exagerada. Si existiera una ciencia confiable del pronóstico del tiempo político, este proceder sería condenado, sin duda, por ser demasiado subjetivo. Pero, por las razones que he intentado exponer, esa ciencia, así no sea imposible en principio, está aún demasiado lejana. Y actuar como si ya existiera o estuviera a la vuelta de la esquina es un impedimento espantoso e injustificado para todos los movimientos políticos, sean cuales sean sus principios y sean cuales sean sus propósitos –desde el más reaccionario hasta el más violentamente revolucionario– y lleva a sufrimientos evitables.

Exigir o predicar precisión mecánica, así sea en principio, en un terreno donde es imposible, es ser ciego y extraviar a los demás. Siempre existe, además, la parte que desempeña la pura suerte, la cual –cosa bastante misteriosa– parece favorecer con más frecuencia a los hombres de buen juicio que a los demás. Quizá también valga la pena reflexionar acerca de esto.


NOTAS AL PIE

1. “El historiador es un charlatán que hace triquiñuelas a los muertos” (“Un historien est un babillard qui fait des tracasseries aux morts”), The Complete Works of Voltaire, vol. 82, University of Toronto Press, 1968, 452.

2. Con este espíritu escribió Keats: “¿No escapa todo encanto/al simple roce de la fría filosofía?.../La filosofía recorta al ángel sus alas, /conquista todo misterio con normas y líneas...” Lamia, 1820, parte 2, línea 229.

3. The Tables Turned, 1798.

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