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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.3 no.5 Bogotá Jul./Dec. 2001

 


COSTOS, BENEFICIOS Y ORDEN CONSTITUCIONAL


COSTS, BENEFITS AND CONSTITUTIONAL ORDER



Mauricio Pérez Salazar*

* Decano y profesor de la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia. El autor agradece los comentarios de Laura Palacio Arciniegas, Alberto Supelano, Homero Cuevas y Germán Silva.



INTRODUCCIÓN

Felicitaciones y agradecimientos a FEDESARROLLO y su director, Juan José Echavarría, por propiciar este conjunto de estudios acerca de la institucionalidad colombiana. En esta época de sequía en materia de financiación de investigaciones, debemos celebrar que FEDESARROLLO haya reunido un equipo internacional de académicos de primera línea para escribir ocho ensayos sobre las instituciones y las políticas públicas colombianas.

También celebro que FEDESARROLLO y los patrocinadores financieros del proyecto hayan reconocido la importancia de los aspectos institucionales para el desarrollo de nuestros países. Hace unos lustros, la respuesta usual a la pregunta de cómo podemos lograr el desarrollo se habría respondido ‘con políticas macroeconómicas o de comercio exterior’. Hoy, incluso las entidades multilaterales aceptan que la estructura institucional es esencial. En la acertada expresión de María Mercedes Cuéllar, “no sólo de la macroeconomía vive el hombre”.

El cambio de paradigma en la disciplina económica se manifiesta en el otorgamiento del premio Nobel a economistas que han aportado formas de análisis poco usuales en la corriente principal: Buchanan, Coase, North y Sen, para citar algunos. No es imposible que alguno de los autores de la Misión Alesina reciba esa distinción. Dada la talla de quienes participaron en este esfuerzo y la pobreza de la discusión pública sobre el mismo, la Revista de Economía Institucional, la Facultad de Economía de la Universidad Externado de Colombia, la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Nacional y FEDESARROLLO convinieron en promover un debate académico sobre los resultados de la Misión Alesina.

Estos resultados están contenidos en ocho artículos, de carácter y calidad heterogénea. Aquí se reseña uno de ellos, el trabajo de Maurice Kugler y Howard Rosenthal, División de poderes: una estimación de la separación institucional de los poderes políticos en Colombia.

EL PROBLEMA DE LA DIVISIÓN DE PODERES

El tema que abordan Kugler y Rosenthal es quizá el más complejo de los que estudió la Misión Alesina: los ‘balances y contrapesos’ (checks and balances) de la Constitución colombiana. Para evaluarlos, adoptan esta premisa:

La prescripción estándar de los economistas es por (sic) un sistema político que haga cumplir el imperio de la ley, mantenga los derechos de propiedad, limite la intervención del gobierno en el funcionamiento del mercado y tenga una formulación de la política económica ‘independiente’ de la influencia política, particularmente con respecto a los bancos centrales (p. 20).

Premisa que no refleja el consenso de los economistas en materia de economía pública1. Desde Adam Smith hasta Joseph Stiglitz se han reconocido tres casos en los que se justifica la intervención del Estado:

- Las decisiones colectivas sobre provisión de bienes públicos, cuyo consumo no es exclusivo ni excluyente y no se limita a la seguridad y la justicia.

- Situaciones donde hay fallas de mercado, generadas por situaciones de estructuras monopólicas o presencia de externalidades, entre otras.

- Quizá el más importante, desde el punto de vista político, es el caso de las inequidades derivadas de la operación del mercado. No se puede olvidar que la distribución del ingreso en Colombia es una de las más desiguales del planeta.

El fomento de la educación es un buen ejemplo de una función del gobierno que no cabe fácilmente en la ‘prescripción estándar’ de Kugler y Rosenthal, y que corresponde a los tres casos mencionados. La educación de la ciudadanía es un bien público; debido a las grandes externalidades positivas de la educación, el mercado por sí solo podría llevar a un equilibrio subóptimo; y en vista de la estrecha relación entre educación y remuneración en el mercado laboral, una de las formas más eficaces de mejorar la distribución del ingreso de las generaciones futuras es ampliar el acceso a la educación.

La existencia misma de un sistema de gobierno democrático se fundamenta en la noción de que las decisiones acerca de qué debe ser y qué debe hacer el Estado provienen de la voluntad popular, y no de la opinión de ‘los’ economistas, y menos aún de algunos pocos. En una sociedad democrática no se puede descalificar a la Constitución porque incluya los fines del proyecto colectivo de sociedad y de Estado. K ugler y Rosenthal se refieren de manera reiterada y con tono despectivo al hecho de que la Constitución de 1991 contemple “un estado de bienestar que emula aquéllos de Canadá y Suecia” (p. 2). Y dudo que el colombiano medio confunda Dinamarca con Cundinamarca. De hecho, los instrumentos distintivos de esos estados de bienestar –la garantía universal de un ingreso mínimo para quienes no tienen otra fuente de sustento (llamado en inglés ‘welfare’) y el seguro de desempleo– ni siquiera se han propuesto como desarrollo de la Constitución de 1991.

Lo que sí quiere el colombiano medio, y lo que refleja la evolución de la política del gasto público durante la última década, es más salud y más educación2. Aquí no cabe la comparación con Canadá o Suecia, sino con Costa Rica, Cuba o China, cuyo ingreso per cápita es similar o inferior al colombiano. Sin importar la corriente de pensamiento económico que se siga, la acumulación de capital humano (el objeto de las políticas públicas en educación y salud) es reconocida como condición necesaria para el crecimiento y el desarrollo.

¿Cuál es la utilidad de las técnicas analíticas de la economía en el debate acerca de qué debe ser y hacer el Estado? En dos cuestiones, el cuándo y el cómo del cambio institucional y de las políticas públicas. Es nuestro deber recordar las restricciones presupuestales, que imponen un progreso sostenible más gradual del que sería deseable. De igual manera, la economía política sirve para indicar los arreglos institucionales que pueden ser más o menos propicios para lograr las metas colectivas. Ése fue el loable propósito que se fijaron Kugler y Rosenthal.

Pero la lectura de su artículo desde una perspectiva económica deja una inquietud, el aparente desconocimiento del más famoso enunciado de la disciplina: “No hay almuerzo gratis”, en las palabras de Milton Friedman. En otros términos, todo beneficio tiene un costo, y el problema económico de las políticas públicas es el análisis de la transacción, o ‘trade-off’, entre los costos y beneficios de soluciones alternativas.

El punto de Friedman es crucial para comprender la división de poderes: los balances y contrapesos. El poder no se divide ni se crean balances y contrapesos para hacer más eficiente la toma de decisiones públicas. Por el contrario, se busca dificultar el proceso y aumentar su costo de transacción. Si se tratara tan sólo de eficiencia, la forma ideal de gobierno sería una dictadura apoyada en una burocracia eficaz, sin división de poderes. Como el Estado chileno en la época de Pinochet.

En El Federalista, tratado fundamental de la teoría constitucional de los Estados Unidos, hallamos una justificación sucinta pero elocuente de la división de poderes: “la ambición debe contrarrestar la ambición”3. Como Lord Acton dijo con crudeza: “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Ambos se inscriben en la tradición del pensamiento político republicano, cuya visión de la naturaleza humana es pesimista y se acerca bastante a la del individualismo metodológico4: además de ambiciosos, los hombres y las mujeres son oportunistas, egoístas y poco solidarios. En consecuencia, es necesario desarrollar estructuras institucionales complejas que entraben el uso del poder público y frenen la tendencia a desviarlo hacia fines particulares o a usarlo en detrimento de las libertades ciudadanas. La división de poderes no es un bien en sí; es un costo que se paga para evitar la tiranía.

La tradición republicana y su prescripción de la división de poderes no son nuevas. Sus ideas se repiten una y otra vez en las obras de Aristóteles, Maquiavelo, Locke y Montesquieu, para citar apenas algunos predecesores de los autores de ElFederalista.

Se podría aducir que estos textos no son obra de economistas, y que su conocimiento no es una responsabilidad intelectual de quienes hacen parte de la profesión. Pero, y de nuevo cito apenas dos ejemplos, Adam Smith, en La riqueza de las nacionesy las Conferencias sobre jurisprudencia, y John Stuart Mill, en Sobre el gobierno representativo, se inscriben claramente en la tradición republicana5.

Parece que para Kugler y Rosenthal este debate no existió: sus referencias bibliográficas no se remontan más allá de 1987. Por ello creen que:

Una de las principales contribuciones de la economía política moderna ha sido la introducción del comportamiento estratégico de los políticos. Aquí nosotros exploramos también las consecuencias del comportamiento estratégico de magistrados, quienes pueden estar política y económicamente motivados (p. 6).

Este hallazgo sorprendente es un avance con respecto a la forma usual en que cierta literatura económica modela la toma de decisiones públicas, con base en la figura de un agente representativo omnisciente y benévolo, una suerte de filósofo-rey platónico. Modelos institucionales más complejos aportan realismo y precisión.

Desde la perspectiva más amplia de las ciencias sociales, cabe preguntar si esa ‘contribución’ tiene algún viso de originalidad. Leyendo a Kugler y Rosenthal vienen a la mente las palabras de José Arcadio Buendía, cuando vio por primera vez el hielo: “Éste es el gran invento de nuestro tiempo”.

COSTOS Y BENEFICIOS EN EL DISEÑO INSTITUCIONAL

Para volver al punto central, en el diseño institucional es inevitable la transacción o el ‘trade-off’. Y esto implica reconocer que las instituciones existentes no son fruto del azar ni de la ignorancia de los textos que citan Kugler y Rosenthal, sino de un proceso histórico. Es posible entender parte de ese proceso a partir del concepto de ‘path-dependency’ de Douglass North, en cuya causalidad entran las particularidades culturales, históricas y las reglas informales de cada sociedad. También se debe recordar que las instituciones existentes obedecen a decisiones racionales, adoptadas en el pasado, acerca de los costos y beneficios de cada alternativa6.

Muchas de las instituciones colombianas que critican con dureza Kugler y Rosenthal tienen como antecedente este tipo de juicio deliberativo. Por ejemplo, la Constitución especifica en detalle el trámite de las leyes, lo que con frecuencia lleva a que se las declare inexequibles por vicios de procedimiento (p. 3, 4). Sin embargo, esta institución no obedece a una exagerada inclinación reglamentaria del constituyente. Obedece al interés de evitar que las normas sean aprobadas sin la debida deliberación y de dar a las minorías parlamentarias la oportunidad de ejercer la oposición. En pocas palabras, busca limitar las posibilidades de ‘micos’7 y pupitrazos para dar más transparencia al proceso legislativo.

Se asumieron costos de transacción, expresados en un procedimiento complejo, con el ánimo de obtener un mejor escrutinio de los proyectos de ley por el Congreso. ¿Es ésa una solución eficiente? ¿Hay otras mejores? Es de lamentar que en éste y otros casos, Kugler y Rosenthal carecieran de elementos de juicio suficientes para dar el debate necesario.

Su diagnóstico acerca de las instituciones políticas colombianas recurre a los elementos usuales de la literatura académica y periodística: falta de transparencia y corrupción, predominio del clientelismo, excesivo activismo judicial que se traduce en inestabilidad normativa, violencia e impunidad.

Y el escenario que da marco a su diagnóstico y a sus énfasis no es muy realista. Como señaló Augusto Hernández, su interpretación de la realidad política colombiana es una versión plana de la historia en la que los esfuerzos de un ejecutivo tímidamente reformista por mejorar la estructura institucional son frustrados por un Congreso cuya agenda no refleja el interés general y una Corte Constitucional bien intencionada pero desorientada8.

No se puede negar que este diagnóstico contenga muchas verdades ni que la Constitución de 1991, por su excesivo detalle y falta de coherencia, no siempre sea el mejor marco para asegurar la gobernabilidad del país.

Pero Kugler y Rosenthal no parecen percibir el principio de economía política que rige las relaciones entre Presidente y Congreso. Siguiendo de nuevo a Augusto Hernández, se debe subrayar que el ejecutivo no es tanto víctima del sistema sino su autor y promotor. Desde hace años, el Gobierno Nacional siempre ha tenido la capacidad para lograr que el legislativo apruebe sus proyectos prioritarios. La situación no cambió con el fin del Frente Nacional ni con la aprobación de la Constitución en 1991, y tampoco cuando el Presidente es de filiación distinta a la mayoría del Congreso.

Esta característica de la política colombiana deriva del nefasto sistema de cuotas burocráticas, que curiosamente es el gran ausente en la discusión de la corrupción, el clientelismo y la calidad de las instituciones. Pastrana y sus antecesores se han pronunciado con frecuencia y vehemencia contra la corrupción y el clientelismo, pero sigue encendido el computador de Palacio, que guarda los registros de los cargos de la rama ejecutiva que ‘pertenecen’ a tal o cual jefe político. Y es posible que el funcionario que escribe los discursos moralistas sea el mismo que maneja el computador.

Mientras sea un hecho privadamente admitido, aunque poco reconocido en público, que tal entidad pública es cuota del doctor Fulano, seguiremos viviendo en el peor de los mundos posibles que presenta el modelo del principal-agente: una administración pública fragmentada en la que los directivos del ejecutivo no reciben instrucciones del Presidente sino de un principal oculto, cuyos intereses se cifran en cargos y contratos para sus amigos antes que en servicios para la ciudadanía.

Así no puede haber rendición de cuentas ni eficiencia institucional. Es un monumental acto de hipocresía colectiva discutir hasta el cansancio los detalles de reformas políticas que en teoría van a moralizar al país mientras se calla la existencia de cuotas burocráticas.

En otros términos, enfrentamos el problema señalado por Douglass North cuando afirmó que es más fácil cambiar las reglas e instituciones formales que las reglas informales y las costumbres políticas que determinan realmente el comportamiento de políticos, funcionarios y jueces. Hace una década se buscó sin éxito reformar las costumbres políticas, con la expedición de la Constitución de 1991. No debemos olvidar ese fracaso. Como dijo un senador en el último debate de la fallida reforma política de la administración Pastrana: “si somos corruptos sin la reforma, también lo seremos con ella”.

COSTOS Y BENEFICIOS DE LA PROPUESTA DE REFORMA INSTITUCIONAL

Como se infiere de las secciones anteriores, la aproximación teórica y la interpretación de los hechos del presente ensayo difiere de la de Kugler y Rosenthal. Este hecho, y la existencia de algunos errores factuales en su artículo (ver anexo), llevan a la siguiente apreciación crítica de sus recomendaciones. En algunos casos, la crítica se fundamenta en la inconsistencia interna de su argumentación.

1. Establecer una jerarquía clara en la toma de decisiones entre los tres sistemas de cortes (la Corte Constitucional, la Corte Suprema y el Consejo de Estado). Los sistemas constitucionales basados en la división de poderes suelen ser vulnerables a problemas como los que señalan Kugler y Rosenthal, como ilustra la colisión de competencias entre las Cortes Supremas de los Estados Unidos y del Estado de la Florida con ocasión de la elección presidencial de 2000. Pero el caso colombiano es más complejo de lo que plantean. En la década del noventa coincidieron varios procesos de ajuste que felizmente se han ido resolviendo. La creación de la Corte Constitucional hizo necesario redefinir las esferas de competencia de la Corte Suprema y del Consejo de Estado. La Constitución de 1991 dio lugar a muchos casos de inconstitucionalidad en razón de normas que la Corte Suprema declaró exequibles durante la vigencia de la Carta Política de 1886. Y el gobierno Gaviria promovió en forma activa la elevación de la jurisprudencia constitucional a la categoría de fuente del derecho (antes era apenas fuente auxiliar)9. La acción de tutela, cuyo objeto es precisamente “hacer valer los derechos humanos y los derechos de propiedad” (Kugler y Rosenthal, 2000, 7)10, tuvo un efecto no esperado: generó un inmenso volumen de providencias de la Corte Constitucional, cerca de diez mil en diez años. No es sorprendente que este período fuera de inestabilidad normativa. No se debe olvidar que en 1983 Manuel Gaona reseñó las mismas críticas a la Corte Suprema de Justicia en el cumplimiento de su función de guardián de la integridad constitucional11. Cuán poco han cambiado las cosas.

2. Para que la Corte Constitucional pueda hechar abajo (sic) una ley aprobada con el acuerdo del Presidente y el Congreso deberá requerirse del voto de una supermayoría de siete de los nueve miembros. Es evidente la motivación de Kugler y Rosenthal: al exigir una mayoría calificada para declarar la inexequibilidad, se busca una mayor estabilidad normativa. Sin embargo, cabe una precisión histórica: en la Corte, cuyo período terminó en el año 2000, los fallos más controvertidos en materia económica fueron aprobados por una mayoría de siete magistrados con el salvamento de voto de los magistrados Naranjo y Cifuentes. Por cierto, en esos salvamentos se expresaron en términos muy duros acerca de sus colegas.

3. Modificar el artículo 253 de la Constitución para hacer nombramientos de pro (sic) vida a (sic) los miembros de la Corte Constitucional, la Suprema Corte(sic) y el Consejo de Estado. Esta recomendación implicaría adoptar la práctica de los Estados Unidos, y merece un comentario más amplio. La magistratura vitalicia, en la tradición anglosajona, obedece al hecho de que la función judicial era inicialmente una de atribución del ejecutivo. Era normal que el rey y sus ministros presionaran a los jueces para parcializar sus fallos. La insistencia en el carácter vitalicio del nombramiento de los jueces es producto de una lucha por asegurar la independencia de las decisiones judiciales. En los Estados Unidos, un juez federal no puede ser removido de su cargo por inepto; tiene que haber cometido un delito, cuyo juicio (‘impeachment’) está a cargo del Senado, con un procedimiento igual al del Presidente de la Unión. La Constitución de los Estados Unidos, que Kugler y Rosenthal muestran como ejemplo de sencillez, y como el extremo opuesto de la tendencia a la excesiva reglamentación de nuestra Carta Política, tiene una disposición curiosa: no se pueden desmejorar las condiciones laborales de los jueces una vez nombrados. La razón de esta disposición es también histórica: prohíbe otra de las formas de presión que el rey y sus ministros ejercían sobre los jueces. En Colombia, el poder judicial es autónomo desde la Independencia: ¿Es la solución anglosajona la más apropiada? Otro problema, más de fondo, es la manera de entender el comportamiento estratégico de los jueces. La nueva economía política usualmente lo modela con base en la pregunta: ¿Cómo uso mi cargo actual para conseguir uno mejor después? Pero el comportamiento estratégico es igualmente posible cuando el cargo es vitalicio. El magistrado puede estar motivado por la vanidad, el gusto por el poder o el interés en promover un programa ideológico. Lo que Homero Cuevas llama la corrupción heroica. Un fanático bien intencionado puede ser más peligroso para las libertades públicas que un corrupto maximizador de intereses propios. Para pasar a un plano más pedestre (y a sabiendas de que quizá sea difícil de percibir desde Londres o Princeton), ¿cómo se evaluaría, en términos de concentración de poder, la iniciativa d e dar carácter vitalicio a quienes integraron la pasada Corte? Sospecho que, en Colombia, una respuesta frecuente sería: la dictadura de los jueces.

4. Modificar los artículos 231 y 239 para tener jueces en las altas cortes nominados por el ejecutivo y confirmados por el Senado(sic). De nuevo, proponen transplantar el sistema norteamericano a nuestro medio12. Sin prejuzgar sus bondades intrínsecas, basta referirme a la inquietud de Kugler y Rosenthal acerca de la politización de la justicia, y a la necesidad de q ue ésta opere como árbitro imparcial que haga respetar l as reglas del juego aplicables a los demás jugadores del proceso político. Así no haya soluciones perfectas, llama la atención que el nombramiento y confirmación de jueces federales en los Estados Unidos sea un proceso explícitamente político y altamente politizado. Incluso, en las campañas electorales el tema se toca de manera descarnada: ‘Si soy electo, nombraré jueces de tal o cual orientación ideológica’. ¿Es eso conveniente para la Colombia de hoy?

5. Dentro de la jerarquía de la corte(sic) crear cortes especializadas en asuntos económicos, como el tributario y las quiebras. La recomendación es perfectamente válida, pero igual que el hielo la adoptamos hace décadas (ver anexo).

6. Modificar los artículos 154 y 163 para dar al presidente poderes de ‘vía rápida’ para someter al Congreso proposiciones inmodificables sobre asuntos urgentes de política económica. De nuevo, es comprensible la preocupación de Kugler y Rosenthal: cómo reducir el ‘peaje’, o costos de transacción, que debe pagar el ejecutivo a los congresistas cada vez que lleva un proyecto de ley económico al Congreso. Esta propuesta también requiere contextualización. Por una parte, el ejecutivo tiene el monopolio de la iniciativa legislativa en una amplia gama de temas de política económica: el plan de desarrollo, la estructura de la administración pública, la tributación, el crédito público, el banco central, el régimen de comercio exterior y la remuneración de los servidores públicos. Por otra parte, pese a que no se mencione de manera expresa en la Constitución de 1991, se mantiene la figura de la ley marco, adaptada del derecho francés, por la cual el Congreso fija de manera amplia las pautas generales mediante las cuales el ejecutivo puede intervenir o regular una actividad determinada. Por último, en el caso del presupuesto y del plan nacional de desarrollo (que incluye el programa de inversiones plurianual de cada administración), el Presidente tiene la atribución para expedir un decreto con fuerza de ley que apruebe el proyecto presentado por el gobierno, si el Congreso no llegare a sancionar la ley aprobatoria en un plazo determinado. Toda modificación al proyecto de presupuesto en el trámite legislativo requiere el aval del gobierno. En suma, el Presidente de Colombia tiene facultad para orientar, definir y aun decretar de manera autónoma la legislación sobre política económica, muy superior, por ejemplo, a la del Presidente de los Estados Unidos. ¿Por qué, sin embargo, se negocian cuotas burocráticas a cambio de la aprobación de proyectos económicos? En el caso de legislación impositiva, la respuesta es clara. Sin el aval del legislativo no es posible imponer nuevos tributos. En otros tipos de legislación económica, el asunto es más problemático. Hubo incluso un caso en el que la administración Pastrana obtuvo (y pagó con cuotas burocráticas) facultades del Congreso para reducir el tamaño de la administración central y optó por no utilizarlas. Una hipótesis posible, no explorada por Kugler y Rosenthal, es que el comportamiento estratégico del ejecutivo busque fines tales como crear o pagar obligaciones de gratitud electoral (Usted me ayudó en la pasada campaña o apoyará al sucesor que designe en la próxima) u objetivos no económicos (¿me ayuda a elegir un fiscal amigo, para evitar investigaciones incómodas cuando me retire?). Si esa hipótesis fuera cierta, su propuesta podría tener resultados contraproducentes. Ahorrar al ejecutivo el costo de negociar votos con los congresistas para proyectos económicos urgentes simplemente libera recursos para propósitos menos encomiables13.

7. Eliminar el voto secreto en el Congreso y en las tres altas cortes excepto para asuntos relacionados con el crimen organizado. En cuanto al Congreso, esta recomendación se funda en una mala información. Igual que en lo referente a las altas cortes (ver anexo). Es irónico que en el cuerpo del documento Kugler y Rosenthal afirmen: “Como las acciones de magistrados individuales son de dominio público, los incentivos están claramente sesgados hacia decisiones populistas” (p. 17). Otro caso de ‘trade-off’: ¿queremos rendición de cuentas (responsabilidad pública por decisiones judiciales) o queremos aislar a los jueces de los costos y beneficios del proceso político? Bien decía Friedman que no hay almuerzo gratis.

8. Reducir el tamaño del Senado y frenar el crecimiento de la Cámara. Los beneficios por ahorro fiscal de esta propuesta son claros. Kugler y Rosenthal apoyan su propuesta argumentando que, “Legislativos grandes han sido vistos simplemente como una fuente de empleo para el aparato del partido” (p. 16) y que el legislativo colombiano es más numeroso, proporcionalmente, que otros del hemisferio occidental. La precisión geográfica no es del todo inocente. En la Cámara de los Comunes del Reino Unido, la ‘madre de los parlamentos’, hay un representante por cada 88.100 habitantes (sin contar la Cámara de los Lores). En el Senado y la Cámara de Representantes de Colombia, en conjunto, hay un parlamentario por cada 136.340 ciudadanos. ¿Pero no tendrá costos la propuesta? Una reflexión práctica: un bogotano de estrato alto (como los coautores colombianos de la Misión Alesina) tiene fácil acceso a las instancias de decisión de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. Un chocoano de estrato bajo quizá no tenga ningún acceso, y la única, lejana, posibilidad de que dispone es su congresista. ¿Es sano cortársela, desde una perspectiva de gobernabilidad? ¿Cómo cuantificar los costos de hacerlo?

9. Que los ciudadanos privados recolectando firmas del 5% del electorado (sic) puedan iniciar un referéndum nacional sobre cambios legislativos y constitucionales. Sería conveniente precisar esta propuesta por cuanto el artículo 170 de la Constitución abre en parte esta compuerta para derogar leyes. Sin embargo, en cuanto a los cambios constitucionales, cabe una pregunta, a la luz de la manifiesta desaprobación de Kugler y Rosenthal del populismo en todas sus manifestaciones. ¿Es sano permitir reformas constitucionales por iniciativa popular y por voto directo sin ningún otro filtro institucional? ¿Podemos hacer caso omiso del problema de la madurez política del electorado? Una consulta hipotética quizás aclare la inquietud. Cuál sería la reacción electoral y cuáles las consecuencias macroeconómicas, si la siguiente proposición de reforma constitucional se sometiera a referendo:

En adelante, la edad de jubilación para todos los colombianos será de 50 años, independientemente de las semanas cotizadas al sistema de seguridad social. El Estado atenderá el costo de las pensiones que no pueda cubrirse con los recursos del sistema de seguridad social.

Esta propuesta es absurda desde todo punto de vista. Por muy irresponsable que sea el Congreso de Colombia, jamás la aprobaría. Pero presentada de manera directa al electorado, quién sabe que pasaría. De nuevo, no se pueden desestimar los beneficios que se desprenden de un sistema de ‘checks and balances’, que no necesariamente es compatible con la democracia directa.

CONCLUSIONES

El documento de Kugler y Rosenthal tiene 27 referencias bibliográficas. Sólo una es de un autor colombiano, Salomón Kalmanovitz, muy respetado por sus compatriotas pero cuyos puntos de vista no son representativos de los demás académicos del país. El hecho de que hayan prescindido de fuentes colombianas, y descartado incluso abundantes y excelentes trabajos de investigadores de FEDESARROLLO, se presta a dos interpretaciones14. Primera, el conocimiento de las condiciones locales es irrelevante, o al menos marginal, para elaborar recomendaciones de reforma institucional. Segunda, el trabajo académico de los colombianos es tan deficiente que no merece ser tenido en cuenta. Ambas son preocupantes.

La hipótesis central de Kugler y Rosenthal es que “Colombia está gobernada de manera que no hay división de poderes” (p. 2). Sin embargo, su línea general de argumentación y la naturaleza de sus recomendaciones llevarían a una conclusión opuesta, que coincide con la mayoría de los análisis de los efectos de la Constitución de 1991. Quizás se pecó por exceso en el debilitamiento del ejecutivo. De hecho, sus recomendaciones buscan, al menos en el corto plazo, recuperar para el ejecutivo la concentración de poder que tuvo luego de la reforma constitucional de 1968.

Es innegable que la Constitución de 1991 debilitó dos núcleos tradicionales de poder del Estado colombiano, el legislativo y el ejecutivo. Para contrarrestar lo que se percibía como una excesiva concentración de poder creó, entre otros, dos nuevos núcleos independientes y autónomos de poder: la Corte Constitucional y la Junta Directiva del Banco de la República. La Misión Alesina es muy crítica de la Corte y la tilda de populista. Pero en este documento, y en otro más específico (Alesina, Carrasquilla y Steiner, 2000) se propone una autonomía aún mayor para la autoridad monetaria.

Cabe aquí una inquietud. Se aceptan las premisas del individualismo metodológico para juzgar el comportamiento de los magistrados de las altas cortes. Se acepta también que éste puede resultar en decisiones donde el fallo esté influido por consideraciones de popularidad, prestigio e incluso ambición personal.

Pero, ¿en la institución melliza, la Junta Directiva del Banco de la República, no podría ocurrir lo mismo? ¿No es razonable pensar que sus integrantes también pueden caer en la tentación de incurrir en comportamientos estratégicos?

Hagamos un ejercicio de abstracción retrospectiva. ¿Quién hubiera pensado, hace diez años, que la introducción de una autoridad monetaria autónoma llevaría a un período de inestabilidad macroeconómica sin precedentes en el siglo XX? ¿Quién hubiera aceptado una reducción de una tasa anual del crecimiento del PIB de 4.0 % (el promedio entre 1975 y 1990) a un 2.8% (el promedio entre 1991 y 2000) a cambio de bajar la inflación? Ciertos economistas quizás habrían estado de acuerdo (en especial, empleados y consultores del Banco de la República y de entidades multilaterales). Pero, ¿el resto de los colombianos?

Pongámoslo de otra manera. La Junta Directiva del Banco de la República, en uso de su autonomía, elimina las barreras al ingreso de capitales a principios de la década del noventa, admite y celebra un crecimiento acelerado de la cartera bancaria, que genera una burbuja especulativa en el mercado de activos y un aumento de los niveles de consumo privado y público mucho mayor que el crecimiento del PIB. Los colombianos felices por un tiempo: su patrimonio (la vivienda familiar, inversión apalancada con crédito) se dispara; cuesta menos ir de vacaciones a Miami que a Cartagena; y como el precio real de los carros cae, se puede triplicar el parque automotor. ¿Era sostenible un proceso de aumento del consumo basado en el endeudamiento externo, una prosperidad al debe? No se requiere estudiar mucha economía para saber la respuesta.

La siguiente pregunta parte de entender el populismo como una manera de hacer políticas con beneficios a corto plazo pero con costos diferidos y, en lo posible, invisibles. De aprovechar, en forma consciente o inconsciente, la miopía temporal del votante mediano. ¿Fue populista la política de una autoridad monetaria que permitió a muchos colombianos endeudarse para tener carro, celular y casa valorizada? Era apenas natural que cuando estalló la burbuja esos mismos colombianos se sintieran estafados y acudieran a otra institución para que los salvara: la Corte Constitucional.

El punto final es de coherencia lógica. Las recomendaciones y críticas, muchas de ellas válidas, de Kugler y Rosenthal a la operación del legislativo, ejecutivo y judicial colombianos son igualmente válidas para su autoridad monetaria. No se puede decir, sin incurrir en graves inconsistencias metodológicas, que la forma de análisis útil para entender las negociaciones del poder en el Congreso sea irrelevante para analizar las decisiones de la Junta Directiva del Emisor.

Pero la orientación general de las recomendaciones de Kugler y Rosenthal no es del todo coherente con las de Alesina, Carrasquilla y Steiner acerca del banco central. La visión de éstos últimos es nítida: más autonomía, menos intervención externa, sólo juzgue los resultados. Las propuestas de la Misión Alesina desestiman la posibilidad de comportamientos estratégicos de los miembros de la Junta (¿será que mi posición en tal reunión afecta las posibilidades de conseguir el puesto en el BID, o el proyecto de consultoría para mi mujer?), pues parten de una premisa a priori: son tan íntegros como inteligentes. Pero aun de ser cierta la hipótesis de la Misión Alesina, sigue vigente la inquietud acerca de la corrupción heroica en el sentido de Cuevas. ¿Qué pasa si los miembros de la Junta, con toda honestidad, difieren totalmente del resto de la sociedad en cuanto a la valoración de los costos y beneficios de reducir la inflación? ¿Es válido que acepten sacrificios extremos (cuyos costos paga el resto de la sociedad) para asegurar la estabilidad de precios?

Un comentario de un abogado amigo lo resume todo. En Colombia hay dos instituciones que no se equivocan jamás: la Corte Constitucional y la Junta Directiva del Banco de la República. No se sabe cuál ha hecho más daño al país.

ANEXO

Algunos errores factuales de Kugler y Rosenthal

1. El movimiento político formado por el M-19 luego de su desmovilización se llamó Alianza Democrática M-19 y no Alianza Popular (p. 4).

2. La obligación de la Junta Directiva del Banco de la República de establecer metas para la inflación no es de origen constitucional sino legal. De hecho, la ley fue mucho más allá de lo previsto por la Constitución, y dispuso que la meta de cada año debería ser inferior a la del año precedente. Este ejemplo de micromanejo rígido (compartido en su momento por la propia Junta Directiva del Banco) fue declarado inexequible por la Corte Constitucional (p. 4).

3. El Congreso no ha adoptado el voto secreto salvo para casos muy especiales (artículo 131 de la Ley 5 de 1992), como puede atestiguar cualquier televidente de la Señal Colombia. En realidad, el procedimiento parlamentario colombiano es muy parecido al de los Estados Unidos: cualquier congresista puede solicitar votación nominal (p. 10).

4. El Presidente sí puede objetar proyectos de ley por razones de inconveniencia. Cuando ello ocurre, el Congreso puede convertir el proyecto objetado en ley con el voto afirmativo de la mayoría absoluta de cada cámara. Desde que entró en vigencia la Constitución de 1991, el Presidente ha objetado numerosos proyectos, pero el Congreso sólo ha usado su facultad de rechazar la objeción por inconveniencia en una oportunidad (pp. 11 y 14).

5. Colombia no tuvo ‘una dictadura militar en 1958’. La secuencia de los hechos fue la siguiente: Rojas Pinilla fue dictador militar desde 1953, cuando derrocó a la dictadura civil de Laureano Gómez, hasta 1957. En ese año, salió del poder y fue reemplazado por una junta militar que entregó el poder a un presidente elegido popularmente, Alberto Lleras, en 1958 (p. 12).

6. Cuando ocurrió el escándalo de la mesa directiva de la Cámara de Representantes, su presidente, Armando Pomarico, era líder de la coalición parlamentaria que apoyaba al gobierno, la Gran Alianza para el Cambio. La oposición liberal pidió la renuncia de los tres integrantes de la mesa directiva de la Cámara, solicitud que fue acatada por el segundo vicepresidente (liberal de oposición) y que fue anterior al pronunciamiento del Presidente Pastrana. El hecho de que el presidente de la Cámara sólo renunciara después de que se lo pidió su jefe político, el Presidente de la República, dice mucho acerca de cómo opera en la práctica la división de poderes en Colombia (p. 16).

7. La quiebra de sociedades no existe en la ley colombiana. La figura equivalente, el concordato, está sometida a la jurisdicción de la Superintendencia de Sociedades, que hace parte de la rama ejecutiva (p. 19).

8. Existe una corte tributaria especializada, la Sección Cuarta del Consejo de Estado. La han integrado economistas notables, como Enrique Low Murtra (p. 24).

9. La votación, e incluso la autoría de las ponencias, en todos los tribunales colegiados colombianos, siempre es pública (p. 24).


NOTAS AL PIE

1. La prescripción de Kugler y Rosenthal es similar a la del politólogo norteamericano Robert Nozick (1988), denominada ‘Estado supermínimo’ Pero el punto es otro: Kugler y Rosenthal presentan como consenso disciplinario de la economía lo que en realidad es una posición ideológica, por cierto algo extrema.

2. Ver Ocampo (2001) para un análisis de las consecuencias económicas de la Constitución de 1991 en este punto.

3. Ver The Federalist 51. Esta obra fue de autoría colectiva y no se sabe a ciencia cierta si el autor del texto citado fue Alexander Hamilton o James Madison. Hamilton, Madison y Jay (1788, 163).

4. Para una discusión más amplia de la tradición republicana, ver Pocock (1975).

5. Como señaló George Stigler: “El autor de La riqueza de las naciones, gran lector y viajero y excelente observador, no necesitaba que le dijeran que el interés propio también hace parte de la vida política” (1975, 238).

6. Este debate tampoco es novedoso. Ante las pretensiones de Bentham y James Mill a principios del siglo XIX de haber ‘descubierto’ las instituciones políticas óptimas para todo tiempo y lugar, el historiador liberal Macaulay contestó: “la única forma posible de deducir la naturaleza humana de los principios de la naturaleza humana es ésta. Debemos establecer cuáles son, en esa forma particular de gobierno, los motivos que llevan a los gobernantes a adoptar medidas malas y cuáles los que los impulsan a adoptar medidas buenas” (1829, 398, énfasis añadido). La racionalidad de decisiones colectivas pasadas en materia de diseño institucional normalmente está ampliamente documentada en, v.g., las actas de la Asamblea Constituyente y del Congreso.

7. En el lenguaje político colombiano, se denominan ‘micos’ a los artículos que se incluyen en proyectos de ley sin que la mayoría de los congresistas sean conscientes de ellos; con frecuencia, los ’micos" no tienen relación con el tema central de la iniciativa legislativa.

8. Intervención en la primera sesión del debate, Bogotá, 15 de mayo de 2001.

9. Para una discusión más amplia, ver López (2000).

10. Los autores critican al sistema judicial colombiano sin tener en cuenta esta nueva institución.

11. Ver Gaona (1983). Ante las inquietudes de Kugler y Rosenthal sobre la ‘accountability’ de los magistrados de las altas cortes, cabe recordar que Gaona pagó con su vida su posición vertical frente a los asuntos que conoció como magistrado. Enrique Low Murtra también fue asesinado por sus posiciones desinteresadas y valerosas como alto funcionario del Estado y profesor universitario.

12. Un antecedente histórico, no mencionado por Kugler y Rosenthal, ayuda a entender la complejidad del problema: a lo largo de la historia, en Colombia se han probado todas las formas concebibles de seleccionar magistrados para las altas cortes, incluida la fórmula que proponen.

13. Un hecho que apoya esta hipótesis es que no sólo los políticos reciben cuotas electorales; desde el gobierno de Gaviria, la figura se extendió a los grupos económicos. Por ejemplo, un hijo de Carlos Ardila Lulle fue designado embajador de Pastrana en España. Su retiro del cargo, según los medios de comunicación, obedeció a que un canal de televisión de propiedad del grupo Ardila Lulle transmitió un programa de opinión acerca del cual el gobierno tenía reservas. No sobra recordar que ese grupo hizo grandes contribuciones económicas a la campaña de Pastrana.

14. Un solo ejemplo de la literatura reciente sobre la economía política de las instituciones colombianas que no fue considerada por Kugler y Rosenthal: el libro Hacia el rediseño del Estado, (Gandour y Mejía, 1999), que incluye entre otras una contribución de Alberto Alesina.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Alesina, Alberto; Carrasquilla, Alberto y Steiner, Roberto. The Central Bank in Colombia, Bogotá, Documentos de Trabajo, FEDESARROLLO, 2000.

2. Gandour, Miguel y Mejía, Luis Bernardo, compiladores. Hacia el rediseño del Estado: análisis institucional, reformas y resultados económicos, Bogotá, TERCER MUNDO EDITORES–DNP, 1999.

3. Gaona Cruz, Manuel. “El control de constitucionalidad de los actos jurídicos en Colombia ante el derecho comparado: análisis teórico”, 1983, Control y reforma de la Constitución en Colombia, Bogotá, Ministerio de Justicia, Superintendencia de Notariado y Registro, 1988.

4. Hamilton, Alexander; Madison, James y Jay, John. “The Federalist”, 1788, Great Books of the Western World, Chicago, Encyclopaedia Britannica, tomo 43, 1952.

5. Kugler, Maurice y Rosenthal, Howard. División de poderes: una estimación de la separación institucional de los poderes políticos en Colombia, Bogotá, Documentos de Trabajo, FEDESARROLLO, 2000.

6. López Medina, Diego Eduardo. El derecho de los jueces, Bogotá, UNIANDES, Legis, 2000.

7. Macaulay, T. B. “Mill on Government”, 1829, Williams, Geraint L., editor, John Stuart Mill on Politics and Society, Glasgow, Fontana Press, 1985.

8. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, México, Fondo de Cultura Económica, 1988.

9. Ocampo, José Antonio. Un futuro económico para Colombia, Bogotá, Alfaomega–Cambio, 2001.

10. Pocock, J. G. A. The Machiavellan Moment: Florentine Political Thought and the Atlantic Political Tradition, Princeton, Princeton University Press, 1975.

11. Stigler, George J. “Smith’s Travels on the Ship of State”, Skinner, Andrew y Wilson, Thomas, editores, Essays on Adam Smith, Oxford, Clarendon Press, 1975.

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