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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. v.3 n.5 Bogotá jul./dic. 2001

 


EL CRIMEN Y LA JUSTICIA EN COLOMBIA SEGÚN LA MISIÓN ALESINA


CRIME AND JUSTICE IN COLOMBIA ACCORDING TO ALESINA’S MISSION



Germán Silva García*
Iván Pacheco**

* Abogado de la Universidad Externado de Colombia, doctor en Sociología de la Universidad de Barcelona, profesor de la Universidad Externado de Colombia.
** Abogado de la Universidad Externado de Colombia, máster en Sociología Jurídica del Instituto Internacional de Sociología Jurídica de Oñati. Profesor del Externado de Colombia y del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario.



INTRODUCCIÓN

El presente escrito es una revisión crítica de la versión en inglés de La comprensión del crimen en Colombia y qué se puede hacer al respecto, de Steven Levitt y Mauricio Rubio. La primera sección hace algunas observaciones generales al documento. Las dos secciones siguientes revisan los aspectos metodológicos del estudio y algunos elementos teóricos de la interpretación sobre el crimen y el sistema de justicia penal1 La parte final analiza las recomendaciones. Para circunscribirnos a la tarea que nos fue encomendada, no exponemos nuestros puntos de vista teóricos ni las recomendaciones que juzgamos procedentes, salvo que sea imprescindible para ilustrar críticas específicas. En cambio, puesto que buena parte de las tesis sostenidas en el estudio reiteran planteamientos expuestos por Rubio en sus trabajos de 1999 y 2001, a veces nos remitiremos a uno de esos dos escritos, pues incluyen precisiones o explicaciones de elementos incorporados en el documento que pueden ser útiles para aclarar o complementar sus conceptos y posiciones.

OBSERVACIONES GENERALES

El sistema penal, como todo sistema jurídico, se caracteriza por su ambivalencia: posee medios con capacidad coercitiva, que pueden ser represivos con el fin de mantener el orden social, y dispone de medios que ofrecen un marco de garantías a los ciudadanos; este marco limita los poderes del Estado con el fin de crear las condiciones para ejercer y desarrollar los derechos. La ambivalencia del sistema penal, desde luego en los países democráticos, refleja la doble posibilidad de reprimir y de rodear de garantías a las acciones sociales.

En nuestra opinión, un examen cuidadoso del sistema de control penal debe contemplar siempre ambos aspectos (el represivo y el garantista), puesto que se afectan mutuamente y son de suma importancia política en un proyecto de sociedad democrática. Sin embargo, el documento que comentamos examina la relación entre esos dos componentes en clave punitiva, es decir, contempla la transgresión a la ley penal y la capacidad represiva del sistema, pero omite las características de la justicia penal como instrumento que da garantías a los ciudadanos y hace posible tratar los conflictos sociales por medios equitativos, democráticos y transparentes que contribuyen a consolidar el Estado social de derecho y proteger los derechos fundamentales. El análisis es entonces unilateral, pues sólo examina uno de los dos aspectos que integran el control penal.

La adopción de este enfoque unilateral, que no es nuevo pues corresponde al punto de vista tradicional de la derecha en materia de justicia (siempre preocupada por mantener el orden, por encima de cualquier otra consideración), no sólo implica una elección teórica sino también una elección política acerca de lo que se juzga esencial y prioritario como objeto de estudio y sostén de las recomendaciones de política. Con esta elección, los autores abrazan una postura política e ideológica determinada, que en general coincide con la postura ultraconservadora, manifiesta en la omisión o la negación abierta de las garantías fundamentales y en el interés exclusivo en erigir un orden social basado en la represión. Como veremos, esta postura se refleja en el trabajo que comentamos, en el libro de Rubio (1999, 135 y 137)2 y en su contribución a la compilación de Boaventura de Sousa y Mauricio García (2001, 514 y 520)3.

En cuanto al examen de la criminalidad y de la capacidad de reacción del sistema para mantener el orden y controlar la divergencia de interés penal, objeto de estudio en todo caso válido y necesario, el documento contiene varios defectos: 1. Equívocos teóricos en los supuestos que usa como punto de partida, los cuales distorsionan el análisis. 2. Datos erróneos y fallas en su interpretación. 3. ‘Tortura’ de los datos para hacerlos confesar, confirmar las presunciones y validar la postura ideológica de los interrogadores. 4. Conclusiones que carecen de demostración.

Además, pese al título del informe, que hace referencia a la criminalidad como un todo, casi todas sus consideraciones se refieren al homicidio y en menor medida al secuestro, proceder que sus autores justifican por las dificultades para obtener información (p. 21). Aunque mencionan en forma tangencial otras formas de criminalidad, el documento es en realidad un informe sobre el homicidio y el secuestro. Un estudio integral de la criminalidad consideraría todos sus diferentes tipos, por su impacto cuantitativo o cualitativo sobre la administración de justicia y la sociedad, como los delitos contra el patrimonio o los que afectan intereses colectivos. Empero, debemos admitir que la extensa gama de formas delictivas hacía excesivamente complejo y ambicioso el objeto de estudio, y que podía superar, como así sucedió, a los autores.

En términos generales, las recomendaciones consisten en crear instituciones o entidades que ya existen e implicarían una incoherente duplicación del Estado, al incrementar la nómina de algunas instituciones o hacer inversiones en infraestructura que se pueden calificar de desmedidas e infundadas, recomendaciones que tendrían costos exorbitantes para las finanzas públicas y que sus autores no ponderaron debidamente pese a los ingentes esfuerzos de la Misión Alesina para imaginar soluciones al déficit fiscal.

CRÍTICAS METODOLÓGICAS

Esta sección analiza las fuentes del informe, en particular los datos cuantitativos y algunas de sus interpretaciones; también hace algunas consideraciones sobre el procedimiento general de la investigación. La revisión de las fuentes, la evaluación de la interpretación y la valoración de la información que proveen son de suma importancia, pues constituyen el fundamento del análisis y de las conclusiones a que llegan los autores. Como dijimos en la introducción, el estudio muestra graves fallas en la recopilación y manejo de la información empleada para demostrar sus ‘tesis’. Aquí comentamos esas deficiencias; primero, en cuanto a ciertos enfoques e instrumentos teóricos, y luego, en relación con algunos datos específicos.

La primera deficiencia atañe a una cuestión teórica de fondo: el concepto de ‘criminalidad real’, implícito en la cifra del 38%, que Rubio y Levitt consideran representativa de la tasa de homicidios conocidos por las autoridades, y explícito en la argumentación del trabajo de Rubio (2001, 486)4. Al parecer, esta cifra de criminalidad real fue tomada de la Encuesta Nacional de Hogares (ENH) del DANE, que pregunta a los encuestados cuáles son los delitos penales de que han sido víctimas y cuáles denunciaron o no a las autoridades. Con una tasa de homicidios denunciados (criminalidad aparente) del 38%, base fundamental de sus cálculos posteriores, los autores concluyen que del 100% de atentados contra la vida (criminalidad real), el 62% de los homicidios fue ignorado por las autoridades (criminalidad oculta)5. Estas cifras aparentemente objetivas distorsionan el análisis puesto que los conceptos de criminalidad real, criminalidad aparente y criminalidad oculta encierran un grave error teórico.

El concepto de criminalidad real mezcla y confunde dos ámbitos distintos, el descriptivo y el prescriptivo, pues representa a la vez hechos y juicios de valor sobre esos hechos (Habermas, 1990, 32). Los hechos suceden en la realidad, y se pueden identificar y verificar empíricamente. Las descripciones de los hechos también son de interés para las ciencias sociales que estudian este campo. Pero los juicios de valor son apreciaciones subjetivas que no se pueden verificar empíricamente, sólo se puede estar de acuerdo o no con ellos y discutir su justificación. Los juicios de valor y las prescripciones en este campo incumben al derecho y la filosofía. Y cuando las estadísticas de criminalidad real se usan como expresiones de hechos sucedidos (esfera descriptiva) a los que se califica de criminales, un juicio valorativo (esfera prescriptiva), se mezclan y confunden dos ámbitos diferentes. La calidad de criminal se reputa como resultado de un juicio de valor, una apreciación que prescribe el atributo de criminal y que, por ello, no se puede considerar un hecho social.

Por demás, desde hace tiempo la teoría sociológica ha establecido que la calidad de criminal que se imputa a ciertos comportamientos o sujetos es una etiqueta que surge del proceso político de criminalización (Becker, 1971, 19). En virtud de ese proceso, quienes tienen el poder necesario identifican y definen ciertas conductas o individuos como criminales –con base en criterios éticos, sociales, económicos o culturales– para atribuirles responsabilidad penal. Así mismo, desde hace varias décadas, la criminología ha aceptado que ni en las acciones ni en las personas existe una cualidad ontológica en virtud de la cual sean criminales. Es decir, las conductas y los individuos no poseen ninguna cualidad esencial o trascendental que identifique a algunos como criminales. Si no fuese así, si la criminalidad no fuese el resultado de una definición política sino de un atributo ontológico, un mismo comportamiento sería calificado como delictivo en todo tiempo y lugar, un hecho que en la realidad ha probado ser rotundamente falso6. En consecuencia, la calificación de delictivo o criminal es una valoración o prescripción producto de la definición política que aplican los aparatos de justicia.

El concepto de criminalidad real es entonces un artificio, igual que los de criminalidad aparente y oculta. El hecho social que se puede registrar como tal es la ocurrencia de conflictos sociales (esfera descriptiva), y ésta se puede constatar empíricamente7. Levitt y Rubio no usan la categoría de conflictos sociales sino la de criminalidad real. Y el conflicto es una manifestación de situaciones de divergencia social (Silva, 1999 y 2000), que pueden ser de interés o conocidas en diversos grados por el sistema de control penal8. En cuanto a los conflictos, y no en cuanto a la criminalidad, sí se podría hablar de conflictos sociales registrados por las autoridades, y de conflictos no reportados, lo que no significa que sean criminales. La criminalidad correspondería tan sólo a los comportamientos sancionados mediante una sentencia ejecutoriada, proferida por una autoridad judicial, concepto que es compatible con la noción teórica y con el principio de legalidad aceptado en el derecho9. De modo que es infundado afirmar que la criminalidad oculta es del 67.5% para el total de delitos (Rubio, 2001, 488) o del 62% para los homicidios (p. 24)10. La valoración sería muy distinta si se usara la noción de conflicto social, pues una alta tasa de conflictos no reportados, dependiendo de su naturaleza, puede ser grave. Pero aun si consideramos conflictos a lo que Levitt y Rubio juzgan criminalidad, encontramos numerosas objeciones al uso de las cifras como base para criticar la eficiencia del sistema penal.

La primera se refiere a las limitaciones de la fuente de la información que emplean para derivar sus conclusiones sobre criminalidad oculta (en nuestro comentario seguiremos usando estas categorías, pues son las que emplean los autores). Al parecer, la fuente de las cifras de criminalidad oculta es la ENH, que combinan con las estadísticas de justicia y de la Policía Nacional para calcular la criminalidad aparente (p. 24). Por demás, ésa fue la fuente que se usó con fines idénticos en el trabajo de Rubio (2001, 488). Debemos señalar que estas cifras de ‘criminalidad oculta’, bien sean de homicidios o de delitos en general, apenas indican una tendencia de los conflictos sociales (o de la ‘criminalidad real’ según estos autores), pues existen varios hechos que reducen su valor y que, por ende, afectan la validez del análisis.

En primer lugar, la información que recoge la ENH es subjetiva, se basa en apreciaciones de las personas encuestadas, y lo que éstas perciben como delito no necesariamente es un hecho delictivo; así, el dato no corresponde a un hecho sino a una interpretación11. Pero aunque esta información corresponde a valoraciones subjetivas de los ciudadanos, los autores toman esos datos como hechos objetivos (los hechos criminales), y como vimos, esto confunde las cosas.

En segundo lugar, puesto que las partes de un conflicto pueden intentar utilizar la acción penal para lograr sus intereses o imponer sus valores, y como esta acción puede ser más efectiva que otros mecanismos jurídicos, no es extraño que definan algunos conflictos como criminales, así no lo sean, o que les atribuyan una gravedad mayor a la que les corresponde, y que esto se refleje en sus respuestas. Además, una persona que responde la encuesta sobre posibles delitos de los que ha sido víctima, suele referirse a las infracciones más visibles (hurtos, homicidios) de las que ha sido víctima directa y concreta, pero no a las infracciones contra intereses colectivos o difusos, como los delitos de corrupción o contra el orden económico y social. Por tanto, esas encuestas apenas reflejan una tendencia de cierta clase de conflictos sociales con posible relevancia penal. Además, los datos de la ENH, una encuesta de victimización, tienen un margen de error, pues por motivos psicológicos los encuestados a veces son renuentes a admitir que han sido víctimas de un posible delito en cierta gama de infracciones, como los atentados contra la libertad sexual y aun en eventos que podrían ser calificados de delitos contra el patrimonio económico. Por último, en el caso de posibles delitos de homicidio –cuya víctima directa ha muerto, como debería ser obvio– muchas personas se pueden sentir lesionadas y se consideran víctimas (sus familiares y amigos íntimos), lo que puede llevar a que el mismo homicidio sea reportado varias veces en la ENH.

Las salvedades anteriores impiden utilizar las cifras de la ENH con el propósito de Levitt y Rubio, quienes usan ciegamente su valor absoluto para ‘medir’ la ‘criminalidad oculta’, cuando sólo representan tendencias del conflicto social.

Aún más, la cifra de apenas un 38% de delitos de homicidio registrados que equiparan a la ‘criminalidad aparente’ es aún menos confiable. Esta cifra se ve afectada por los errores cometidos al calcular la cifra de homicidios que permanecen en el ámbito de la criminalidad oculta, pero hay otras razones para su baja confiabilidad. Primera, Levitt y Rubio construyen el dato a partir de estimaciones, pero no revelan el procedimiento de cálculo, lo que resta seriedad al estudio e impide verificar su información12. Segunda, la muerte violenta de una persona es bastante visible y difícil de ocultar, aunque sin duda se presentan algunos casos, pero es muy improbable que éstos constituyan la mayor proporción del total de infracciones contra la vida. Tercera, aunque la población responda que no ha denunciado la infracción a las autoridades, en un homicidio, donde la acción penal procede de oficio (como sucede en la mayoría de los delitos contemplados en la legislación colombiana), lo más probable es que en la mayor parte de los casos se haya iniciado una investigación oficiosa, lo que pone en duda los datos del estudio13. Cuarta, es raro que la pérdida de una persona sea reportada en la ENH como un delito. En Colombia son muchos los casos de ‘desapariciones’ por diversas razones, que no se incluyen en la cifra de homicidios ocultos simplemente porque los encuestados no saben qué pasó con su familiar.

A esto se añade una grave inconsistencia en el cálculo del 38%. En la tabla 1 del informe, Levitt y Rubio aseveran que las autoridades conocen el 38% de los delitos de homicidio, y de ahí deducen que la probabilidad de ser investigado por homicidio es equivalente. No obstante, el mismo Rubio refuta ese dato, cuando en otro estudio manifiesta que, aun cuando las denuncias por infracciones contra la vida y la integridad personal rondan el 44%, al final, los casos “llegan casi todos, tarde o temprano, a conocimiento de las autoridades” (Rubio, 2001, 490).

Otra fuente esencial del estudio de Levitt y Rubio, usada reiteradamente en el trabajo sobre crímenes sin sumario de Rubio (2001), son las estadísticas de la Policía Nacional sobre delitos denunciados. En el manejo de esos datos incurren en yerros reiterados y caen en varias confusiones. Levitt y Rubio (pp. 4 y 5) y Rubio (2001, 489 y 490) creen erróneamente que las investigaciones penales se suelen iniciar por una denuncia ante la Policía, en menor grado por una denuncia ante otras autoridades y, en pocos casos, por la acción oficiosa de las autoridades del Estado14. No obstante, no son pocos los casos donde la investigación procede y se inicia de oficio. Además, muy a menudo, la población interpone directamente la denuncia ante la Fiscalía General de la Nación u otros cuerpos de seguridad del Estado, como el DAS u otras autoridades15. Es entonces un craso error creer que la cifra de delitos denunciados corresponde primordialmente a los que se reportan a la Policía (pp. 4 y 5)16. El segundo proviene de creer que las estadísticas de criminalidad de la Policía sólo contabilizan las denuncias ciudadanas, cuando en realidad también incorporan los casos donde ha habido un informe policial, que lleva a la intervención judicial. Esas inconsistencias inciden, desde luego, en las especulaciones posteriores que forman parte del análisis.

El documento comete otro error general, el de afirmar que apenas el 2% de los delitos cometidos en Colombia son sancionados por la justicia (Rubio, 2001, 489), que la impunidad llega al 98%17, y que sólo se condena el 7% de los homicidios, de modo que la impunidad llegaría al 93% (p. 24). Este error proviene de la manera de construir los datos, en la que concurren varios supuestos falsos y encadenados, como los de suponer que siempre que se denuncia la comisión de un delito ha habido un delito y que los casos donde se dictan providencias judiciales que terminan el proceso antes de sentencia se deben sumar a la cifra de impunidad. En la realidad, los denunciantes mienten o formulan cargos injustificados con mucha frecuencia; una resolución anticipada del caso, por ejemplo, la preclusión de la investigación fundada en que el hecho investigado no existió, no se puede sumar a la cifra de impunidad. Si los autores conocieran en detalle los intríngulis del sistema de justicia, sería claro que dieron un manejo tortuoso a las cifras para construir un dato que valide su prejuicio frente a la impunidad. Pero el beneficio de la duda que parecen negar a los ciudadanos obra en su favor. Pese a ello, la presunción infundada de que las decisiones judiciales que favorecen al procesado se deben incluir en la cifra de impunidad refleja el sesgo político e ideológico tradicional de ultraderecha que ya mencionamos: no hay inocentes, no hay garantías para los procesados, todos los acusados penalmente son culpables, el orden debe ser asegurado a cualquier precio.

En cuanto a otros datos que emplea el trabajo de Rubio y Levitt, debemos hacer unos breves comentarios.

El documento abunda en comparaciones entre la acción de la justicia penal de los Estados Unidos y la de la justicia colombiana para demostrar que la primera es muy eficiente y que la ineficiencia de la segunda es la principal causa del desbordamiento de la criminalidad en el país. Los dos primeros datos que con ese fin se presentan en la tabla 1, construidos con estimaciones de los autores, indican que el 100% de los homicidios cometidos en los Estados Unidos son investigados por las autoridades, mientras que en Colombia sólo se investiga el 38%; esa comparación los lleva a concluir que entre ambos países hay una enorme disparidad en el nivel de investigación de los homicidios (p. 24). Pero afirmar que en los Estados Unidos se investiga el 100% de los homicidios cometidos ronda la fantasía, pues es humanamente imposible que los agentes policiales y judiciales de cualquier país conozcan la totalidad de homicidios cometidos, no sólo supone que las autoridades tienen niveles de eficacia perfectos, sino que todos los que cometen ese delito son totalmente incompetentes para ocultarlo, y esa increíble perfección es una ficción más apropiada para una estrofa de la canción de Piero sobre ‘los americanos’ que un dato ‘objetivo’ para fundamentar un trabajo académico que pretende ser riguroso. La tasa de homicidios conocidos en los Estados Unidos puede ser mucho e hipotéticamente muchísimo más alta que en Colombia, pero no es en la realidad del 100%.

La construcción de estos datos, supuestamente objetivos, arroja grandes dudas sobre las cifras que presenta el documento para demostrar la perfecta eficiencia de las autoridades estadounidenses en el castigo de los homicidios y la criminalidad. Por ello, juzgamos innecesario revisarlas exhaustivamente para verificar su confiabilidad. Pero para ser escrupulosos, pongamos otro ejemplo. En el renglón sobre la justicia de Estados Unidos de la tabla 1 se llega a la conclusión final de que la expectativa de años de prisión por cometer un asesinato es de 3.8 años (muy por encima de los 0.32 años de castigo en Colombia). Y puesto que la fórmula utilizada en este cálculo supone una probabilidad de investigación del 100% de los homicidios en Estados Unidos, el dato final y los intermedios están viciados.

Las cifras sobre Colombia no escapan a comentarios. Para estimar la cifra de 0.32 años de expectativa de prisión por cometer un homicidio, los autores primero calcularon, para superar la falta de información que encontraron, que los reos por homicidio sólo cumplen un tercio de la pena impuesta, no sin añadir que esa estimación puede ser exagerada. Pero esa cifra es totalmente errónea. Descontando la rebaja por beneficios de trabajo o de estudio, un colombiano condenado por homicidio puede aspirar a reducir la pena en un tercio en caso de homicidio agravado (asesinato), de modo que debe cumplir dos tercios de la pena impuesta (art. 72); en los demás casos de homicidio, la rebaja por esos beneficios llegaría a dos quintos de la sanción, y debe cumplir tres quintos de la pena en privación de libertad (art. 72A). Es evidente que los autores del documento trastocaron el descuento de la pena de que trata el artículo 72 del Código Penal, la rebaja que se puede obtener, y lo imputaron a lo que se debe cumplir, lo que falsea la información18.

Levitt y Rubio sostienen, sin revelar la fuente, que en el 25% de los asesinatos los condenados reciben dos años o menos de prisión (p. 35). En vista del rango de la pena por homicidio en Colombia, esa cifra no es creíble, excepto que hayan mezclado los delitos de homicidio culposo con las formas restantes, lo que sería apenas un error por descuido, pero que falsea los hechos, pues hay una enorme diferencia entre un asesinato y un homicidio culposo.

Para concluir esta sección señalemos que el empleo de datos meramente cuantitativos para explicar la criminalidad y el funcionamiento del sistema penal da lugar a una severa limitación metodológica. Las estadísticas son útiles, pero sin instrumentos cualitativos u observaciones de campo es imposible comprender la delincuencia y el comportamiento de los agentes judiciales.

ELEMENTOS TEÓRICOS

La tesis reiterativa de Rubio (1999, 143; 2001, 500 y 511), expuesta en el documento que comentamos (pp. 5, 32 y 34), de que hay una ‘tendencia perversa del sistema de justicia criminal de Colombia’ implica que el sistema se dedica a investigar los casos en que el sindicado ha sido identificado por las víctimas, a expensas de los casos sin resolver, o a fallar los casos fáciles por delitos menores. Esa ‘tesis’ ya fue rebatida en gran parte (Silva, 2000, 191), pero a riesgo de repetir algunos argumentos, caben algunas aclaraciones.

Primero, no se puede comparar la dificultad para investigar los casos con reo identificado con la de los casos en que no se conoce su identidad. Pese a lo que imaginan Rubio y Levitt, puede ser más complicado investigar los casos con sindicado conocido. Sea como sea, éstos no se pueden comparar, pues el objeto de la investigación es distinto. Cuando se desconoce la identidad del autor, la indagación busca identificar un sospechoso, mientras que en los casos con reo conocido, la averiguación cubre un campo mayor y mucho más complejo19. Tampoco es cierto que los delitos menores sean los más fáciles y que los graves (como el homicidio) sean más difíciles. La dificultad no depende del tipo de infracción sino de los rastros del delito y de sus circunstancias específicas, de la posibilidad de probar los hechos y de la acción de los sujetos procesales. Una pesquisa por hurto entre condueños o un delito financiero puede ser mucho más difícil que la de ciertos homicidios.

En cuanto a la supuesta tendencia ‘perversa’ que los autores presumen en razón de que la ley limita la intervención judicial en los casos con reo desconocido, la cuestión, lejos de merecer ese calificativo, es de simple racionalidad. No tiene sentido congestionar los despachos judiciales con casos en los que no es posible identificar al autor. Hace años se desperdiciaban recursos de la administración de justicia para llegar a una condena, en sentencias que decían: “condénase a tantos años de prisión a N.N., alias ‘El escamoso’, individuo de tez trigueña, estatura media, cabello castaño, sin rasgos particulares”. En suma, no es cierto que los casos sin reo conocido no sean objeto de averiguación judicial, es cierto que no tiene existencia formal lo que técnicamente se llama investigación, proceso o sumario, su nombre es indagación preliminar, se adelanta bajo dirección de la Fiscalía, y es con propiedad una pesquisa de la administración de justicia penal. Es cierto que la mayoría de las tareas de averiguación están a cargo de la policía judicial, como es apenas lógico por la naturaleza de los fines20. Como conclusión de este punto, es muy endeble una argumentación que construye una teoría a partir del supuesto de una justicia que obra deliberadamente sin sumarios.

Otra tesis de Levitt y Rubio responsabiliza al sistema de control penal por las tasas de criminalidad que padece el país (p. 31). Uno de sus argumentos, la supuesta magnanimidad del sistema penal colombiano, expuesto de manera pintoresca (Rubio, 1999), fue rebatido extensa y detalladamente (Silva, 2000, 185-193). Las ‘torturas’ a que se sometió la información y los errores en la construcción de los datos usados para demostrar la incompetencia del sistema penal nacional, que ya analizamos y criticamos, desvirtúan en parte el alegato. Además, hay evidencias, cuya omisión no obedece a falta de información, pues son bastante conocidas, de que un incremento de las penas no disminuye la criminalidad. Su planteamiento también olvida a la sociedad, en particular la historia y las condiciones sociales, como elemento detonante de conflictos que pueden llegar a ser criminales. Olvido que da a entender que la relación entre justicia y sociedad sólo operaría en una dirección.

No podemos pasar por alto los dos efectos que el estudio atribuye a la privación de la libertad: el de ‘incapacitación’ y la función intimidatoria de la pena. En virtud del primero, suponen los autores, los reclusos quedan físicamente incapacitados para cometer crímenes. Este supuesto no sólo es ingenuo sino que contradice la evidencia disponible, no sólo para el sistema carcelario colombiano sino para toda América Latina. En las cárceles se planean crímenes que se cometen fuera de ellas. Y aun si se pudiera controlar esta situación, que se juzga anómala, la criminalidad interna es común a todos los centros de reclusión, donde se cometen diversos delitos con bastante frecuencia. En cuanto a la función intimidatoria de la pena, no hay evidencia empírica que confirme este postulado enunciado por Beccaria hace más de tres siglos. Por lo demás, la legitimidad de la intimidación o prevención general de la criminalidad es deleznable, pues supone sancionar con severidad a una persona no por el hecho que cometió, sino para dar ejemplo a otros, lo que es autoritario e injusto.

Ya mencionamos que nuestros autores no dan importancia a la guerrilla en la comisión de homicidios porque su participación porcentual en el total no es elevada. El dato cuantitativo oculta los efectos cualitativos de esos homicidios, que generan inestabilidad social y forman parte de un proyecto político y militar que busca derribar el régimen constitucional (p. 25)21. En cambio, sugieren que la guerrilla sólo tiene alta incidencia en los casos de secuestro, lo que no oculta el error de omitir su papel en el narcotráfico, al que atribuyen una alta comisión de homicidios. Lagunas evidentes del análisis, junto a la omisión de la participación de los paramilitares (a los que llaman autodefensas) en los atentados contra la vida y en otras formas de delincuencia.

Advierten que las acciones del narcotráfico tienen alta correlación con la criminalidad, en especial con los homicidios, pero su perspectiva multifactorial los lleva a concluir que estas acciones junto con la supuesta debilidad del sistema penal son las causas del crimen en Colombia. En otros países, como México, Estados Unidos y Perú, hay un intenso tráfico ilícito de drogas; no obstante, las tasas de homicidio son mucho más bajas que en Colombia. Esto no refuta la influencia del narcotráfico en la criminalidad que se registra en el país, pero arroja dudas sobre el análisis multifactorial (muy utilizado hasta los años 50), mediante el cual se seleccionan y combinan la posibles causas y se pasa por alto la compleja interrelación que guardan en cada uno de los escenarios, y de otros elementos que debe contemplar un esfuerzo comprensivo no causalista de la criminalidad (propio del positivismo criminológico). Las teorías que Rubio y Levitt comentan y critican también desconocen la complejidad de la divergencia social que lleva a la intervención penal, y comparten el viejo causalismo positivista, con el agravante de ser monofactoriales22.

En el informe que comentamos y en Rubio (1999) se afirma que la pobreza es irrelevante en el análisis de la criminalidad. Esta opinión se discutió en Silva (2000, 175-185), donde se critica la relación causal entre la criminalidad y la pobreza, pero se reconoce la importancia relativa de ésta última, pues su influencia no se puede descartar por completo. Remitimos a ese documento que amplía este análisis y las críticas que acabamos de presentar.

LAS RECOMENDACIONES

El informe presenta un gran número de recomendaciones, unas de carácter general y otras específicas, unas que los autores denominan prioridades macro y otras que denominan prioridades micro. Los siguientes comentarios siguen el orden en que fueron formuladas.

ACERCA DE LA INFORMACIÓN ESTADÍSTICA

La primera recomienda perfeccionar la información estadística referente a las actividades del crimen (p. 35). Ésta fue la principal conclusión del trabajo de Rubio de 1999. En ese mismo año, Jesús A. Bejarano la cuestionó por su debilidad. A nuestro juicio, es una recomendación de carácter secundario, de importancia menor, pues no tiene relación directa con la criminalidad y la justicia penal. Su conexión es indirecta, es un instrumento que los analistas y teóricos requieren para examinar los problemas de la criminalidad y la justicia. Estas estadísticas pueden servir para interpretar esos problemas, pero su solución depende en sentido estricto de las medidas y acciones de política penal. No obstante, compartimos el interés por mejorar los sistemas de información. Y también la preocupación por la posibilidad de que se distorsionen los datos, puesto que, como señalan los autores con razón, existe alto riesgo de alteración de la información emitida por una agencia del Estado, cuando es evaluada por sus propios informes. Pero no compartimos las recomendaciones específicas.

Primero, no es razonable proponer que las estadísticas no sean recopiladas ni publicadas por la Policía, la Fiscalía, los juzgados y las prisiones (p. 35), por varios motivos. Aunque los autores no precisan la propuesta, implicaría crear una entidad independiente –lo que requeriría elevadas erogaciones del presupuesto y podría llevar a una duplicación de funciones– o asignar esa tarea a una entidad existente, lo que de todos modos daría lugar a esa duplicación, pues las instituciones mencionadas no podrían dejar de procesar una información que les es imprescindible para cumplir sus cometidos, y aún menos cuando se las juzga ineficientes. Además, el DANE ya tiene esa atribución, al menos en lo que se refiere a la judicatura. Y existen mecanismos más sencillos y baratos para garantizar la confiabilidad de la información, como la verificación por muestreo de datos.

La recomendación de proteger contra todo deterioro la información estadística referente a homicidios es demasiado vaga (p. 36). No se especifica el problema; además, esa información es hoy una de las más fidedignas.

No tiene sentido la propuesta de extender la cobertura del recaudo de información del Instituto de Medicina Legal (IML) a todos los municipios y separar las tareas estadísticas de la entidad de las investigaciones penales (p. 36). Extender el IML a todos los municipios para aumentar la cobertura de sus estudios empíricos sobre la criminalidad violenta implicaría un crecimiento burocrático con costos muy elevados. La función del IML es la de brindar auxilio técnico pericial en las investigaciones penales, no la de levantar información estadística. En muchos municipios, bien sea por limitaciones presupuestales o porque la tasa de criminalidad no justifica crear una oficina del IML, las tareas periciales son cumplidas por un médico local particular u otro funcionario. Bastaría pedir a esos profesionales que actúan como forenses que envíen la información pertinente a la oficina regional del instituto. Por otra parte, si el IML brinda apoyo técnico a las autoridades judiciales que adelantan las investigaciones penales, separar de ellas la labor estadística, la cual es un subproducto de la labor pericial, implicaría privar al instituto de su función intrínseca para convertirlo en un centro de estadísticas. Tampoco tiene sentido recomendar esa separación, más aún si no se sabe qué se ganaría con ello.

No tenemos objeción a la propuesta de realizar encuestas periódicas de victimización, ampliando los temas de consulta (p. 36), y ya comentamos el valor relativo de esas encuestas.

Es válida la apreciación sobre la necesidad de mayor información acerca de las prisiones (p. 36). Pero éste es un ejemplo en que sería catastrófico trasladar a otra entidad la recopilación y procesamiento de la información, puesto que es indispensable para realizar las actividades diarias de cada centro de reclusión y del sistema penitenciario en general. Por lo demás, parte de la información que reclaman los autores está disponible en el Instituto Penitenciario y Carcelario –INPEC–, por ejemplo, la composición de la población reclusa por tipo de delito. La sugerencia de hacer censos de la población penitenciaria cada tres años es estrambótica, pues se hacen cada mes y, no sobra reiterar, sería desastroso para una eficiente administración de los recursos de alojamiento y de alimentación (entre otros) que sólo cada tres años la administración se enterara del número de presos, de los delitos que cometieron, de la pena que deben cumplir, etc.

ACERCA DE LA CORRUPCIÓN EN LAS ENTIDADES PENALES

El texto del documento apenas alude a la corrupción de las agencias vinculadas al sistema penal, sin presentar ninguna evidencia empírica ni mencionar fuente secundaria alguna. En las conclusiones, se afirma sin ningún fundamento, que esa corrupción es evidente (p. 36). En la sociedad colombiana hay prácticas corruptas, en el ámbito público y en el privado, a las que no deben ser ajenos algunos miembros de las entidades de control penal. Pero en un estudio que pretende ser tomado en serio, no se pueden usar términos tan ligeros y faltos de rigor para dar cuenta rápida de la corrupción. Y hay evidencias contrarias, diversos indicadores, como la imagen de la Corte Suprema de Justicia y de la Fiscalía en algunos sectores de la población (Corporación Excelencia en la Justicia, 2000, 18 y 19), la alta interiorización de valores como la honestidad entre los agentes judiciales (Ministerio de Justicia y del Derecho, 1995, 93), la baja tasa de sanciones disciplinarias a funcionarios judiciales (Clavijo, 1997, 11), y el elevado número de jueces y fiscales amenazados, lesionados o asesinados en Colombia durante los últimos años, hacen pensar que la corrupción está lejos de ser un problema grave en el ámbito penal.

Ese juicio sobre la corrupción parece, entonces, obedecer más a un prejuicio, a una imagen social construida. Y lo que es más, algunos datos que se presentan en el trabajo contradicen la conclusión. Según las tasas de victimización en América Latina y el mundo (p. 11), Colombia muestra niveles de soborno inferiores a Bolivia y Argentina y está por debajo de la media del subcontinente, mientras que el porcentaje de policías comprometidos en sobornos (p. 11) es menor en Colombia que en Bolivia, Argentina, Brasil, América Latina, Asia, Estados Unidos y Canadá, según esos mismos datos. De modo que de acuerdo con la información presentada en el estudio, no existe ninguna razón válida para emitir ese juicio.

Tampoco compartimos las recomendaciones específicas en este campo. La propuesta de una supervisión externa a la Fiscalía (p. 36), derivada de la creencia no justificada en que hay una grave corrupción en esa entidad, ignora que ya existe y está a cargo de instituciones como la Procuraduría General de la Nación. La creación de otra agencia constituiría una duplicación con grandes costos presupuestales. La estructura actual de la Fiscalía, que desaprobamos por otras razones, da lugar a un control jerárquico interno muy intenso, lo que es una razón más para desechar la propuesta.

La referencia a la necesidad de reducir la confrontación entre la Fiscalía y las fuerzas militares (p. 36) no tiene en cuenta las razones que la han motivado y hace responsable a la Fiscalía, lo que contradice la evidencia de las confrontaciones más recientes. De modo que la conclusión subsiguiente, la crucial importancia de fortalecer la legitimidad de la Fiscalía en materia de control a las infracciones contra los derechos humanos, además de ser demasiado general e insustancial, es contradictoria. En particular, cuando las averiguaciones judiciales por infracciones contra los derechos humanos cometidas por agentes de las fuerzas militares, cuyo cumplimiento exitoso debe servir para legitimar a la Fiscalía, ha sido motivo de confrontaciones que, según el documento, se deben reducir.

La sugerencia de adelantar en las fuerzas militares el proceso de depuración que se llevó a cabo en la Policía (p. 36) está fuera de lugar, pues desconoce que ya se está adelantando. Para que los autores hubieran aportado algo nuevo, habrían debido evaluar este proceso y de ser necesario, sugerir correctivos precisos y específicos.

La recomendación de establecer una coordinación entre fiscales y militares no corruptos (p. 36) es simplista e ingenua. Supone que las autoridades de ambos organismos seleccionarían a los miembros intachables y conservarían a los corruptos. Es más razonable aceptar que los mandos superiores de ambos organismos no están dispuestos a tolerar que haya elementos corruptos en sus filas, de modo que no habría fundamento para tal selección. No creemos, finalmente, que sea indispensable que el fiscal general de la nación y el comandante de las Fuerzas Armadas reconozcan que ‘es importante’ elegir elementos no corruptos para que se coordinen entre sí.

LAS MICROPRIORIDADES

Las recomendaciones específicas en el área de microprioridades suscitan varios comentarios.

La propuesta de crear una fuerza separada para combatir el secuestro (p. 37) ignora que ya existe. En el campo policial existen los GAULA, unidades especializadas, formadas por miembros de distintos cuerpos de seguridad del Estado, que actúan en forma coordinada. En el campo judicial, los fiscales y los jueces especializados dedican buena parte de su trabajo a investigar y fallar los casos de secuestro, aunque no de manera exclusiva porque también adelantan las averiguaciones en casos de tráfico de drogas y terrorismo. La puntualización de que esa fuerza debe estar integrada por fiscales efectivos y no corruptos está sujeta a la crítica de la sección anterior.

Para proponer que se restrinja la competencia de un grupo de fiscales a la tarea de investigar los casos de secuestro y trasladar a otros la competencia para investigar los de terrorismo y narcotráfico se tendría que haber demostrado que la investigación de estos últimos reduce la eficiencia del cuerpo fiscal para dilucidar los secuestros, lo que no hace el documento. Hay tres razones para mantener el sistema actual. Primera, los delitos de terrorismo, secuestro y narcotráfico muchas veces se presentan como casos conexos, y se deben investigar en forma simultánea. Segunda, una alta proporción de estos delitos son obra de las mismas organizaciones, lo que hace conveniente concentrar y especializar las investigaciones. Tercera, los funcionarios que los investigan son, por regla general, los más expuestos a la violencia y, por ende, los que requieren mayores medidas de seguridad, y mantener concentrada la competencia facilita su protección.

Además, la estimación de cien fiscales asignados a la investigación de secuestros para reducir drásticamente la incidencia de ese delito (p. 37) parece caprichosa y muy costosa. A manera de hipótesis se podría considerar la alternativa de incrementar el número de fiscales especializados. Pero antes de ese incremento arbitrario es necesario examinar los datos estadísticos sobre cantidad de procesos a cargo de cada funcionario, término promedio de duración de los procesos y otros datos cuantitativos, y hacer una prospección cualitativa de la manera como se instruyen esos procesos, para recoger elementos de juicio suficientes y determinar si es procedente aumentar el número fiscales y en qué proporción. Y aun antes de hacer más nombramientos, se debe pensar en la posibilidad de introducir medidas de gestión administrativa o modificaciones del procedimiento penal que hagan más eficiente la actividad de los fiscales.

El documento admite que la mayor parte de los delitos de secuestro son imputables a la guerrilla. Pero las recomendaciones, que ofrecen como panacea el nombramiento de 100 fiscales antisecuestro, contrarían ese hecho, confunden la naturaleza del problema y reflejan una actitud meramente ‘voluntarista’ en este problema. Veamos por qué. Para combatir a la guerrilla –una fuerza bélica que opera en regiones rurales y es responsable de gran parte de los secuestros– se requieren medios idóneos: militares y no judiciales. Los cien fiscales podrían expedir miles de resoluciones de detención preventiva, miles de resoluciones de acusación y lograr que los jueces dictaran sentencias condenatorias en todos los casos. Pero como debería ser obvio, el conflicto es militar, y esas providencias sólo serían simbólicas. En realidad, muchos casos de secuestro no requieren investigaciones muy sofisticadas. En general, se sabe quién realizó el secuestro y en qué región está el secuestrado, pero el fiscal no puede hacer nada. Tratar de resolver un problema militar con medios judiciales es insensato, el desconocimiento del carácter del conflicto conduce a recomendaciones inútiles para resolverlo.

La creación de una fuerza elite para enfrentar los delitos de homicidio (p. 37) suscita objeciones similares. Las fuerzas de policía ya cuentan con unidades especializadas para combatir estos delitos, también los tiene el Cuerpo Técnico de Policía Judicial. Y hay unidades de la Fiscalía que investigan exclusivamente los delitos contra la vida. Ésta y otras recomendaciones muestran que nuestros autores desconocen la organización y el funcionamiento de los aparatos de control penal en Colombia, así como ignoraron los costos de ponerlas en práctica, por ejemplo, la de designar 1.000 fiscales que atiendan 20 casos anuales de homicidio (p. 37), que no sólo es ligera porque no considera los costos sino porque desdeña el alto número de funcionarios judiciales que existe en Colombia y la posibilidad de lograr mayor eficiencia con medidas baratas de gestión administrativa y reformas procesales.

La propuesta de establecer ‘sentencias obligatorias’, quizá un sistema de penas únicas para combatir la corrupción judicial (p. 37) amerita tres comentarios. Supone la existencia de un alto grado de corrupción judicial y, como ya vimos, no lo demuestran. La posibilidad de imponer penas que oscilan entre un máximo y un mínimo obedece a la complejidad de las circunstancias de cada caso y a la existencia de diversos grados de responsabilidad penal. La sugerencia desconoce esa complejidad y, aun más grave, llevaría a imponer penas que ignoran el grado de responsabilidad en la comisión de la infracción. Pero si los autores piensan en un sistema de sanciones determinadas y fijas, distintas según las circunstancias y el grado de participación y de responsabilidad, el Código Penal se convertiría en un universo casuístico, difícil de manejar e incompleto. Sea cual sea el tipo de propuesta, no es idónea para controlar la corrupción. Pongamos un ejemplo: si la pena por homicidio es de 40 a 60 años, no se soborna al funcionario judicial para que imponga 40 años sino para que absuelva al acusado, de modo que fijar una pena única, 50 años, no evitaría el riesgo que desvela a los autores. Por lo demás, no hay evidencia empírica de que un sistema de penas como el descrito desanime o inhiba la comisión de delitos, en particular de narcotráfico y guerrillas, como creen los autores.

Compartimos la sugerencia de garantizar la vida y la independencia de quienes administran justicia mediante medidas de protección (p. 37), en particular, en el caso de quienes instruyen y juzgan los delitos que involucran al narcotráfico, a la guerrilla y a los paramilitares. No obstante, esta recomendación no se puede desligar de la de nombrar 1.100 fiscales para los casos de secuestro y homicidio, pues su protección requeriría un ejército de guardaespaldas y otros recursos, con elevados costos presupuestales.

También se recomienda aumentar en general el personal de Policía, Fiscalía y jueces para luchar contra los delitos violentos (p. 37). Los comentarios sobre propuestas similares también son válidos en este caso. Pero no sobra insistir en que una escalada burocrática carece de realismo y sería impagable habida cuenta de la situación presupuestal. Muy distinto sería dar prioridad a la atención de los delitos violentos y asignarle los recursos necesarios, algo que se viene haciendo, aunque se pueden hacer mejoras e introducir correctivos.

Es conveniente aumentar la capacidad de reclusión de las prisiones. Ya fue exigida por mandato judicial, aun cuando hay una deficiente ejecución. Pero proponer un aumento de 100.000 cupos (p. 37) es un disparate y, de nuevo, muy ligero. El costo ascendería a varios billones de pesos, y el incremento de capacidad sería de más del 100% de la población reclusa actual, sin presentar proyecciones de la ocupación efectiva de los nuevos cupos. Lo racional y prudente sería elevar la capacidad para resolver, con un margen de reserva, el problema de hacinamiento. Y mejorar el sistema de información para optimizar el nivel de aprovechamiento de los recursos existentes, donde se han detectado graves problemas de ineficiencia (Silva, 1995). También es indispensable reducir el uso innecesario de la detención preventiva e introducir otro tipo de penas para delitos menores. Y después de un estudio serio de la variación de la población penitenciaria y de un seguimiento continuo de las variables que inciden en las tasas de población reclusa, aumentar paulatinamente la capacidad instalada.

La separación de la población reclusa según la gravedad de los delitos y la naturaleza de las organizaciones a las que pertenece (p. 37) se viene haciendo desde hace tiempo, de modo que la propuesta desconoce la legislación pertinente y la realidad de las prisiones.

LAS MACROPRIORIDADES

La recomendación de pagar a la guerrilla con dineros públicos las sumas que perciben por secuestros (p. 37) no es original, y habría sido instructivo que los autores se refirieran al debate que suscitó en su momento. Las objeciones que se formularon no han perdido vigencia. Desde el punto de vista ético, sería cuestionable que el Estado absorbiera esos pagos, y emitiría señales con graves implicaciones para la sociedad. En vista de la poca seriedad que ha mostrado la guerrilla en materia de negociación y de acuerdos, y de su asociación con la delincuencia común para perpetrar secuestros, no habría garantía alguna del cumplimiento de la cláusula que comentamos. Sin un cese total al fuego, el pago del sostenimiento de los guerrilleros (que no equivale a los dineros recaudados por secuestro), sólo serviría para escalar y perpetuar la guerra.

Una de las conclusiones dice que el secuestro no es definido como una prioridad del Plan Colombia (p. 38). Desde luego, esto es secundario, pues se refiere a definiciones formales y, en todo caso, no cabe duda que la lucha contra el secuestro es una prioridad real de las agencias del Estado.

La perspicaz sugerencia de perseguir prioritariamente a los jefes de las bandas de narcotraficantes y de controlar sus fuentes financieras es añeja y se ha venido ejecutando (p. 38). Para que un postulado tan general fuera un aporte se tendría que haber traducido en medidas específicas. Comentario que también es válido acerca de la oposición a la fumigación de los cultivos ilícitos.

La sugerencia de castigar a la población que vive en zonas de violencia y con problemas de pobreza, en las que actúa la guerrilla –negándoles, por ejemplo, recursos estatales de inversión, lo que supuestamente eliminaría los incentivos de la guerrilla para actuar en esas zonas y estimularía a las autoridades locales para que adopten políticas agresivas contra el crimen (p. 38)– es coherente con el tono general del documento y es análoga a la que propuso Rubio en otro texto (Rubio, 1999). Nos cuentan los autores que ese tipo de políticas fue muy efectivo en Inglaterra durante el siglo XIII. No dudamos que así pudo haber sido, en una época en que imperaba el absolutismo y estaba distante la democracia, pero la Edad Media terminó hace varios siglos, y así como las tácticas militares de los cruzados, las prácticas agrícolas o los encantamientos para conjurar enfermedades de esa época hoy son obsoletas e inapropiadas, y pueden despertar sonrisas irónicas o miradas compasivas, las políticas que intentan revivir nuestros autores son caducas e injustas y arbitrarias, y pueden despertar sentimientos y actitudes contraproducentes, además de que agravarían la marginalidad y la exclusión social en el país.

Por otra parte, esta sugerencia responsabiliza a la población civil y a las autoridades locales de la actividad guerrillera, y es muy dudoso que esto sea cierto. E imagina que la comunidad y las autoridades de los pueblos asolados por la guerrilla pueden tomar libremente la decisión de combatirla y cuentan con los medios necesarios, lo que es falso. En cambio, considera legítimo que el Estado pague a la guerrilla sumas equivalentes a las que reciben por secuestros y, al mismo tiempo, exhibiendo una ética por lo menos contradictoria, juzga ilegítimo apoyar a la población pobre del país que vive en zonas de violencia porque la guerrilla se beneficiaría de esos recursos. Es decir, aprueba la financiación de la guerrilla porque ejerce la violencia, pero desaprueba el desarrollo de las zonas donde vive la población pobre porque es víctima de la violencia.

Esta política insensata tiene un corolario lógico. Animaría a la guerrilla para que extendiera las hostilidades a regiones donde la población civil apoya al Estado o a intensificar sus acciones en las zonas urbanas, para impedir que en ciudades enteras o en sus áreas de pobreza se desarrollaran planes de inversión social. Es obvio que así desaparecería la inversión social.


NOTAS AL PIE

1. Usamos el término sistema penal para designar los aparatos, actores, políticas, acciones y medidas que intervienen en el ejercicio del control penal en los ámbitos policial o de seguridad, judicial o de tratamiento de conflictos con la participación de terceros, y penitenciario o de sanciones. No adoptamos un enfoque sistémico.

2. Por ejemplo, la crítica a lo que Rubio llama en este libro la tendencia del sistema penal a concentrarse en indagar las intenciones de los delincuentes es un cuestionamiento del principio de culpabilidad, pilar del derecho penal democrático, cuya supresión impondría un tipo de responsabilidad penal objetiva.

3. Por ejemplo, en esta compilación Rubio cuestiona la justificación o conveniencia de mantener jueces penales, pues el 90% de las resoluciones de acusación que profieren los fiscales terminan en sentencia condenatoria. Pensamos que ese 10% de decisiones que no aceptan los cargos justifica plenamente la existencia de juzgados; y aunque el porcentaje fuera inferior, en un Estado democrático, la facultad de juzgar no se puede concentrar en los acusadores, pues el derecho de defensa y todas las garantías desaparecerían. También afirma que el Estado debe eliminar las conductas punibles que no está en capacidad de sancionar; pero esto llevaría a descriminalizar la mayor parte de los delitos y a una situación de desprotección general de los ciudadanos. En este caso, lo importante es determinar cuáles son las metas de la justicia. Si se cree que debe sancionar todas las conductas potencialmente punibles, el Estado siempre será ineficaz y habrá que abolir la ley penal; pero si se acepta que la administración de justicia no puede sancionar todos los delitos hipotéticos, y que su fines consisten en proteger los intereses ciudadanos, amparar los derechos legítimos, proveer las garantías fundamentales, preservar las condiciones básicas de convivencia, generar una sensación de seguridad aun simbólica e integrar a la sociedad en torno a un proyecto político, la descriminalización puede ser utilizada, si conviene a los fines anteriores. Rubio también cuestiona el sistema colombiano porque se basa en los principios rectores universales del derecho penal: legalidad, debido proceso, defensa, presunción de inocencia; es decir, los pilares legales de toda sociedad democrática. Su propuesta de suprimirlos implica sustituir la democracia por una dictadura totalitaria, una elección que no podemos compartir, ni siquiera con la pretensión de combatir el crimen. Su propuesta de privatizar la justicia (gravando el servicio), para desalentar los litigios, excluiría a los sectores sociales con escaso acceso a la justicia, lo que aumentaría la exclusión social y les negaría el único medio legítimo para reclamar sus derechos ante grupos con mayor poder relativo.

4. Existen tres conceptos relacionados: criminalidad real, criminalidad aparente y criminalidad oculta. La real corresponde al total de delitos cometidos en un tiempo y espacio determinados; la aparente, a la cifra de delitos conocidos por las autoridades penales; la oculta, al número de delitos cometidos no conocidos por las autoridades. La criminalidad real es la suma de la criminalidad aparente y la oculta. Estos conceptos son muy populares entre algunos criminólogos.

5. En verdad, los autores no explican con claridad las cifras que utilizan, es probable que el dato del 38% haya significado la exclusión de los homicidios no conocidos por las autoridades y, también, de aquellos en los que no había sindicado conocido. En todo caso, el último agregado no altera las apreciaciones y críticas que se formularán en seguida.

6. El consumo de drogas debería ser delito en Colombia y en Estados Unidos; en Colombia, el adulterio debería ser delito en el siglo XIX y en el siglo XXI; pero eso no ha sucedido en ninguno de los dos casos, porque ninguna de esas acciones posee una cualidad ontológica que las haga lícitas o criminales. Los cambios en la atribución de criminalidad obedecen a las transformaciones de la política penal.

7. Se puede registrar como hecho la interpretación de las personas acerca de la connotación prescriptiva que adjudican a los conflictos sociales, es decir, su definición como delitos penales, ilícitos civiles o cualquier otro significado que les adjudiquen; pero lo que se registra en ese caso, aun estadísticamente, no son hechos (descripciones) sino juicios de valor (prescripciones).

8. Divergencia y conflicto son categorías con mayor capacidad descriptiva. Imaginemos un combate con la guerrilla donde mueren 40 insurgentes y salen heridos 5 soldados. Hipotéticamente, sólo se cometen delitos de lesiones personales, y si se usan tan sólo categorías jurídicas para describir la situación se ofrece una imagen falsa, pues en apariencia no reviste mayor gravedad. Levitt y Rubio consideran que los homicidios debidos al conflicto armado no muestran cifras preocupantes. Pero, aparte de la importancia cualitativa de esas muertes, pues resultan de un conflicto en el que se pretende derribar al Estado, el uso de la categoría jurídica omite las muertes de los guerrilleros, que no serían homicidios, lo que desde luego subestima el impacto cuantitativo del conflicto y distorsiona el análisis.

9. A este concepto de criminalidad no habría que agregarle el calificativo de real. Es de sobra conocido que en los procesos judiciales a veces se condena a personas que no han sido responsables de ejecutar un hecho.

10. No obstante, puede existir una elevada correlación entre conflictos sociales donde ha ocurrido una muerte violenta y tasa de homicidios. Pero ésta no hace aceptable la estimación de un 38% de homicidios denunciados y de un 62% de homicidios ignorados por las autoridades, por razones que veremos más adelante. En cambio, esa correlación será mucho menor con otras infracciones.

11. En los conflictos sociales, en cambio, la apreciación subjetiva no desdice de su existencia, pues siempre manifiesta que hay un conflicto.

12. Ni siquiera indican el año correspondiente a sus estimaciones; en la bibliografía del informe no precisan la referencia de la fuente que mencionan DANE-Estadísticas Judiciales y Consejo Superior de la Judicatura, lo que hace imposible toda verificación. Quizá correspondan al período 94-95, pues ése es el período que se indica en Rubio (2001, 488), en el que la tasa de delitos no denunciados es del 67.5%. Sea como sea, ese dato está desactualizado, pues están disponibles las cifras de la ENH de 1997, cuya tasa de delitos no denunciados es mucho más baja: 41.9% (Consejo Superior de la Judicatura, 1998, 102).

13. En casos de homicidio, a diferencia de otras infracciones, hay muchos mecanismos que dificultan el ocultamiento del delito; los médicos y empleados de funerarias deben reportar las muertes violentas o contar con certificados y permisos para cumplir sus tareas, etcétera.

14. Rubio (2001, 490) piensa que la intervención de oficio, una ‘categoría residual’, corresponde a delitos ‘básicamente’ contra el Estado y contra la familia (inasistencia alimentaria ante todo). No advierte que la intervención oficiosa es obligatoria en la mayoría de los delitos, aun sin denuncia, y que en muchos casos concurren ambas opciones. Por otra parte, su yerro es mayúsculo al creer que la inasistencia alimentaria es una infracción que se investiga a consecuencia de la acción oficiosa de las autoridades, pues en realidad es un delito sujeto a querella de parte, es decir, que se prohíbe investigar de oficio.

15. En el período 1990-1991, el 42% de los casos fue denunciado a la Policía y al F2, y el resto, a otras autoridades (DANE y Ministerio de Justicia, 1996, 103); todo ello antes de la creación de la Fiscalía General de la Nación.

16. Rubio es aquí contradictorio y confuso, pues en otra parte afirma que todos los procesos se inician por denuncia (Rubio, 2001, 488), lo que rebate la proporción residual de acciones oficiosas (Rubio, 2001, 490); también afirma que sólo el 14.9% de los casos son denunciados a la Policía, frente a unas denuncias totales del 31.5%, lo que implica que otras autoridades recibirían el 16.6% restante.

17. Según Rubio, la cifra más conservadora de impunidad, delitos denunciados que no se condenan, sería del 95%. Aunque usa la palabra conservadora como sinónimo de prudente, lo es ideológica y políticamente, pues supone que toda persona denunciada es culpable.

18. Las normas citadas sólo pueden variar por beneficios derivados de confesión, delación o solicitud de sentencia anticipada, que por ser de ocurrencia excepcional no alteran sensiblemente las penas impuestas por las normas generales o, por lo menos, no hasta tal punto que la pena efectiva de todos los condenados por homicidio sea en promedio un tercio.

19. Por supuesto, la fantasía nos puede llevar a imaginar un caso en que nadie vio los hechos, su autor no dejó rastro, la víctima no sabe en qué momento ni en qué día ocurrieron los hechos, ni en qué lugar. Investigar y resolver este acertijo no sólo sería difícil sino tal vez sería imposible, aun para Conan Doyle o Simenon. Lo imposible no se puede comparar con lo fácil o lo difícil. Se sabe, en cambio, que la policía o algunos fiscales muchas veces ignoran en forma deliberada la identificación del autor de un delito para adelantar la investigación con más facilidad (desde el punto de vista de las metas incriminatorias que persiguen), pues pueden preparar la evidencia sin ninguna oposición.

20. Se pueden fortalecer la capacidad y los medios técnicos de la policía judicial, y en esto se ha avanzado paulatinamente. Y para no desperdiciar recursos por duplicaciones innecesarias, convendría unificar parte de los cuerpos que cumplen funciones de policía judicial. Nada de esto se incluye en las recomendaciones.

21. Desde comienzos de la segunda guerra mundial se sabe que el aspecto crucial de un conflicto bélico no es el número de bajas del enemigo, sino el cumplimiento de los objetivos estratégicos, en contra de la doctrina militar que imperaba en la primera guerra mundial, doctrina que, tal vez sin saberlo, siguen los autores.

22. Las mejores expresiones del positivismo estudian los fenómenos sociales analizando en forma simultánea un amplio conjunto de variables, algo que no hacen Levitt y Rubio ni las teorías que seleccionaron para criticar.


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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