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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. v.4 n.7 Bogotá jul./dic. 2002

 


DEBATES NACIONALES


NATIONAL DEBATES


De Álvaro Tirado Mejía, editor, Bogotá, Fedesarrollo y Alfaomega, 2002, 195 páginas.



Salomón Kalmanovitz*

* Codirector del Banco de la República, cra. 7 n.o 14-78, piso 6, skalmakr@banrep.gov.co, fecha de recepción: 26 de septiembre de 2002; fecha de aceptación: 1 de octubre de 2002.


La Misión Alesina despertó fuertes reacciones entre los comentaristas colombianos. Desde el enfoque del individualismo metodológico y la elección racional, la Misión sugiere cambios fundamentales en todas las instituciones que rigen la vida del país. Este libro es una colección en la que predominan las críticas de varias universidades colombianas y de algunos consultores que se lanzaron a argumentar en contra de casi todas las recomendaciones de la Misión, defendiendo la Constitución de 1991 tal como está, excepto en lo que tiene que ver con el banco central.

La introducción de Consuelo Corredor presta una de las tónicas de la contienda en el terreno metodológico. Ella dice que la medición es prescindible en el ejercicio de las ciencias sociales y ataca lo que llama el fetichismo de lo medido y lo mensurable. Se justifica entonces afirmar, como ella lo hace, que la violencia en Colombia surge de la desigualdad económica. Se trata de una posición cómoda, que se rehúsa a utilizar una herramienta académica fundamental como es “toda hipótesis se debe verificar empíricamente y escapar las pruebas de falsación”, porque hacerlo puede alterar sus prejuicios.

Las pruebas que aportan los que afirman que la violencia es independiente de la desigualdad económica no son fácilmente falseables. Primero muestran que países con mayor desigualdad que Colombia presentan tasas muy inferiores de criminalidad y ninguna insurgencia. Es claro que si hay una ley de consecuencias que informa que la desigualdad económica genera violencia, debe tener un cumplimiento universal. Segundo, tales autores encuentran una alta correspondencia entre el aumento de la violencia y el incremento del tráfico de drogas –una correlación entre este delito y el disparo de la criminalidad–, y si bien ello no implica necesariamente una relación de causalidad, tampoco se puede aducir que su expansión sea neutra con respecto a la criminalidad. Es conocido que el crimen organizado fomenta el armamento de sus bandas de seguridad y que produce el efecto de “ventana rota”, o sea que debilita la atmósfera de seguridad y la acción de la policía, lo que incentiva el crimen en general. Por ejemplo, los retenes de la guerrilla en las carreteras favorecen la expansión de la piratería terrestre.

Muchos científicos sociales y abogados locales relacionan el crimen con la pobreza y el desempleo, los que pueden ser factores contributivos. Eso no quiere decir que en las sociedades con pleno empleo no exista crimen organizado o que si aumenta el empleo disminuye la criminalidad. Los incentivos son fundamentales para guiar la conducta de todos los individuos y si una actividad se torna rentable, sería ejercida por más agentes. La afirmación “si el crimen paga, éste se incrementa” se puede considerar una ley de las ciencias sociales difícilmente controvertible.

En la violencia política, la relación es aún más fácil de cotejar: zonas sembradas de coca y amapola dan cuenta de la fortaleza de los respectivos frentes de las FARC y de los paramilitares. Existen múltiples evidencias de la exacción de impuestos a los cultivadores y laboratorios, y aun de la venta de pasta de coca y de goma de heroína por los frentes armados. Y es claro que la ventaja comparativa para que Colombia sea un sitio privilegiado para el narcotráfico se basa, según Francisco Thoumi, en un Estado débil, proveedor deficiente de ley y orden. Más lógico aún es que grupos armados al margen de la ley y con control territorial vendan protección al crimen organizado.

Por último, el historiador podría agregar que la violencia de las FARC surgió con la guerra civil de los cincuenta, como un problema de persecución y posterior exclusión política, y no por las causas económicas o sociales con que ellas mismas pretenden justificarse. Que estas sean el origen remoto de su actividad no justifica su lucha armada actual, después de que se han removido muchos instrumentos de la exclusión política y su poderío no depende del apoyo del pueblo sino de sus actividades de crimen organizado, tanto en relación con sus impuestos sobre el comercio de drogas como con el secuestro con fines de extorsión.

Se puede apreciar entonces la diferencia entre hipótesis fundadas en la intuición, en el prejuicio y en el voluntarismo ideológico, y las que proporcionan pruebas lógicas y estadísticas un tanto más apropiadas, aunque ninguna esté desprovista de sesgo ideológico.

En este sentido ideológico, la demanda de ley y orden que plantean Steven Levitt y Mauricio Rubio en su trabajo para la Misión Alesina no es sólo una posición de derecha, como lo fundamentan con horror Germán Silva e Iván Pacheco, sino también una necesidad histórica para salvaguardar la sociedad colombiana de su descomposición. Es notorio el desgreño del sistema de justicia y el alto grado de impunidad en el país, pero esto no parece convencer a los progresistas de que simplemente en el país existe muy escasa ley y poco orden. Intentar hacer la justicia más expedita no necesariamente va en desmedro del garantismo de que hace gala la Constitución, en tanto no favorezca a la insurgencia, los paramilitares y el crimen organizado.

Otro trabajo de la colección que me parece débilmente fundamentado es el de Homero Cuevas “La autonomía extrema del banco central en Colombia”. Su autor incumple uno de los requisitos básicos de todo trabajo académico serio, el de conocer la literatura existente sobre el tema, la nacional y en especial la internacional1. Al ignorarlas, la independencia del Banco de la República le parece excesiva con relación a su propio y arbitrario rasero. Basado en el desconocimiento de estándares objetivos, afirma que “constituye ya un caso extremo al haber elevado a la categoría de normas constitucionales la autonomía del BCC y la preservación del valor de la moneda como objetivo especial de la política monetaria” (p. 189). He argumentado antes que la presencia del Ministro de Hacienda como presidente de la junta del banco central es una rémora de una tradición excesivamente centralista y autoritaria que la Constitución de 1991 comenzó a revertir. La autonomía actual del banco central puede ser entonces excesiva frente a la Junta Monetaria, que generó inflaciones del 25% anual durante 20 años y que estaba constituida exclusivamente por el gobierno y sus ministerios del gasto.

Pero si Cuevas añora el pasado autoritario del país, hay que preguntarse ahora qué tan extrema es la independencia del banco colombiano frente a la de los bancos de otros países. Si uno compara grados de autonomía entre el Banco Central Europeo, la Reserva Federal de los Estados Unidos, el Banco Central de Chile, el de Brasil, el de Perú y el banco colombiano, se encontraría con que todos excluyen al gobierno de sus juntas directivas; sus directores son nombrados por largos períodos, a veces en forma escalonada; el gobierno nombra al gerente, que deber ser ratificado por el senado y responder políticamente frente a su comisión de economía, pero no puede destituirlo. Frente a estos criterios, el banco central colombiano acusa todas las lagunas demostradas por la Misión Alesina frente a los patrones internacionales: fuerte interferencia del ministro de Hacienda, que preside su junta directiva; confusión de las responsabilidades fiscales y monetarias; directores con períodos muy cortos; capacidad del ejecutivo para sacar a dos miembros de la junta cada cuatro años, lo que abre la posibilidad de homogenizarla ideológicamente a su favor; la puerta giratoria entre el gobierno y el banco central, y la franca intervención de la Corte Constitucional, que recortó tan efectivamente su autonomía.

No es justa tampoco la crítica de Mauricio Pérez a la Misión, en el sentido de que no implica a la Junta con incentivos de beneficio personal como sí lo hace frente a los políticos, pues por algo sugieren períodos más largos para los directores y una cuarentena a los miembros provenientes del propio gobierno. Contrasta la posición de Cuevas y la de Pérez con la de Antonio Hernández, que hace una crítica más ponderada del alcance de las propuestas en materia de tamaño de la Junta, calidad y riqueza de sus discusiones y representación dentro de ella.

Rudiger Dornbush, profesor del MIT recientemente fallecido, dijo del banco colombiano: “Banco central cuya junta directiva es presidida por el ministro de Hacienda no es un banco independiente”, lo que sí es insólito y extremo frente al patrón internacional de bancos centrales que en todos los países desarrollados y en los que han alcanzado un desarrollo intermedio son mucho más independientes que el colombiano. Cabe recordar que todos estos países han encontrado altos niveles de empleo, sobre la premisa de no corromper sus monedas o sea con bancos centrales independientes de un poder ejecutivo que tiene el incentivo para financiarse con un recurso aparentemente gratuito. Para Pérez, si el electorado rehúsa pagar impuestos y prefiere la inflación, el sistema político debe otorgársela, aunque los que pagan el impuesto inflacionario no voten. Seguramente piensa que si la mayoría vota por aplastar a la minoría, no deben existir cortapisas constitucionales para que lo haga. Y si a Cuevas le parece extrema la división de poderes que es una regla de las democracias, entre otras razones para que el soberano no abuse ni de la justicia ni de la moneda, hay que preguntar qué clase de régimen político recomienda.

El libro contiene muchos puntos de vista rigurosos, como los de Rodrigo Uprimny, Pablo Molina, Eduardo Lora y Alfredo Sarmiento. El primero ataca las propuestas de reforma política de la Misión, pero hace un balance, adecuado a mi manera de ver, entre aportes, errores y desvíos ideológicos. No estoy seguro de si la nueva Constitución fue aprobada suponiendo que los contribuyentes estaban dispuestos a pagar por unos derechos económicos costosos. De hecho, el gasto público ha aumentado más de 10 puntos del PIB desde 1991 y los tributos han aumentado sólo 5 puntos, lo que ha llevado a la insolvencia del gobierno y puede llevar a la inviabilidad del Estado. Es evidente que las transferencias territoriales fueron concebidas como piñatas y no como intercambios que implicaban los máximos esfuerzos tributarios locales. La separación entre tributación y gasto, producida por las transferencias, ha endurecido a los contribuyentes, que se rehúsan a financiar los desgreños y la corrupción de muchas administraciones locales; por ejemplo, a los diputados de departamentos pobres que perciben 8 millones mensuales de pesos. Me parece interesante la propuesta de Uprimny de un gobierno parlamentario, algo de lo cual se asoma en las propuestas de elección local de alcaldes y gobernadores con listas de concejales y gobernadores, que contribuiría al mejor gobierno del país si se ensayara también en los niveles nacionales.

La inclinación predominante en los trabajos que comento es sin embargo nacionalista y populista. Se insinúa por ejemplo que el país debería incumplir su deuda externa –opción más fácil y oportunista que la de hacer un ajuste fiscal–, o que las pensiones sean generosas manteniendo una mezquina base de financiamiento, sin importar que agranden el hueco fiscal. Molina muestra que la deuda territorial no es tan grande como la que supone la Misión y que es costoso el aprendizaje del manejo de la democracia en un país que pasó por 105 años de infantilismo local. Un breve comentario de Eduardo Lora sobre la propuesta de descentralización de la Misión Alesina es una crítica basada en el amplio conocimiento de causa y pone de presente la ausencia de propuestas tributarias con relación a los poderes locales, que acercarían el contribuyente al político, aumentarían la eficiencia, reducirían la corrupción y legitimarían los impuestos gastados en las necesidades más apremiantes de cada localidad, cuya mejor expresión es la administración de Bogotá. Esta ausencia refleja la creencia de la Misión Alesina en un estado muy, pero muy pequeño.


NOTAS AL PIE

1. Ver, mínimamente, Cukierman, “La economía de la banca central”, y los otros artículos incluidos en Aguirre, Junguito y Millar (1997); Piga (2000); Sánchez (1994); Kalmanovitz (2001) y Clavijo (2001).


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Aguirre, Ernesto; Junguito, Roberto; Miller, Geoffrey. La banca central en América Latina, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1997.

2. Clavijo, Sergio. “Banca Central y coordinación macroeconómica: El caso de Colombia”, Revista del Banco de la República 879, enero, 2001.

3. Kalmanovitz, Salomón. “El Banco de la República como institución independiente”, Revista del Banco de la República 889, noviembre, 2001.

4. Piga, Gustavo. “Dependent and Accountable: Evidence from the Modern Theory of Central Banking”, Journal of Economic Surveys 14, 5, 2000.

5. Sánchez, Fabio. Ensayos de historia monetaria y bancaria de Colombia, Bogotá, Tercer Mundo Editores, 1994.

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