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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.5 no.9 Bogotá Dec. 2003

 


KEYNES Y LA TRADICIÓN CLÁSICA


KEYNES AND THE CLASSICAL TRADITION



Paul P. Streeten*

* Profesor emérito de economía, Universidad de Boston, ppstreeten@taconic.net Traducción de Carolina Esguerra y Alberto Supelano. Se publica con la gentil autorización del autor. Fecha de recepción: 10 de diciembre de 2002, fecha de aceptación: 17 de junio de 2003.



Este ensayo busca destacar el valor de las premisas implícitas en el análisis y las recomendaciones de Keynes, y relacionar estas premisas con la gran tradición clásica del pensamiento económico británico.

LA ARMONÍA DE INTERESES

La doctrina de que en la sociedad existe una armonía de intereses fue una de las principales inspiraciones para la formulación de leyes económicas. Como un leitmotiv, atraviesa toda la teoría económica. Sus raíces son tan profundas que algunos de los más feroces críticos de la teoría de la armonía fueron sus víctimas. La terminología cambió y a través del tiempo se introdujeron diversas salvedades y modificaciones. No obstante, el origen común es claramente identificable.

Los economistas heredaron la doctrina de los filósofos del derecho natural. Para Adam Smith, las leyes económicas eran mandatos de un orden natural benevolente y caritativo que transforma los intereses estúpidos y egoístas del hombre en el bien común. Bentham no tuvo la fe de Adam Smith en el orden natural. Para él, los fines que persigue el sistema económico son fines humanos, no de la naturaleza. El mercado es un mecanismo (no un organismo) concebido por el hombre para que sirva a su voluntad1.

A primera vista, parecería que el utilitarismo torna redundante a la doctrina de la armonía. El cálculo de la felicidad debe hacer posible la comparación de placeres y dolores y computarlos en una suma social. Por esto, se pueden formular recomendaciones a pesar del choque de intereses. Esta apariencia parece ser confirmada por el hecho de que Bentham atacó violentamente a la doctrina del derecho natural.

Hace poco, el profesor Viner subrayó que Bentham no fue un teórico tosco de la armonía. Aunque, a pesar de sus protestas, su utilitarismo fue una versión modificada, que se inspiró y se desarrolló a partir de la filosofía del derecho natural. Muchos pasajes muestran que Bentham no creía en la existencia real de una armonía de intereses. Su doctrina de la legislación es un intento de armonizar los intereses divergentes por medio de sanciones. El profesor Viner subraya que Bentham era consciente de la brecha entre intereses privados y públicos, y que creía que ésta sólo se podía cerrar mediante la educación, la legislación y la religión. Bentham “determinó los límites de la intervención del gobierno en los asuntos económicos, pero esos límites no eran [...] muy estrechos, y en todo caso no eran tan estrechos que dieran campo a la doctrina de la armonía natural de los intereses, en el sentido de una armonía predestinada o inherente a la naturaleza del hombre que vive en una sociedad no regulada por el gobierno2.

No obstante, sería erróneo concluir que Bentham advirtió plenamente las implicaciones del conflicto de intereses. Creía en la armonía, aunque en un sentido diferente del que usa el profesor Viner.

Es útil distinguir entre una versión tosca y otras versiones de una doctrina modificada de la armonía. Según la doctrina tosca de la armonía, el libre juego de los intereses propios promueve en forma automática el interés de la sociedad. No se necesita ninguna regulación del gobierno. Al promover su propio interés, cada uno promueve simultáneamente el interés de “todos” (en algún sentido significativo).

Según la doctrina modificada de la armonía, “el interés de la sociedad” o “el interés de todos”, no coincide en forma automática con el interés de cada miembro, aunque promover el interés social vaya en interés de todos, y en alguna medida también en interés de cada uno. La teoría supone diferentes grados o niveles de interés propio, sólo uno de los cuales lleva a la armonía. El obstáculo para la realización de este tipo de interés propio que más se ha discutido es la ignorancia, pero hay otros. Pueden surgir conflictos cuando pensamos que queremos seguir ciertos cursos que realmente no nos son ventajosos.

El rasgo característico de esta doctrina es que la sociedad está sostenida por una especie de cuerpo unificado que tiene un propósito y un interés, los cuales son idénticos a los propósitos e intereses privados luego de que estos últimos se han corregido y se han eliminado las influencias perturbadoras. La versión modificada de la doctrina de la armonía es compatible con fuertes intervenciones autoritarias y aun con el despotismo. Los individuos pueden ser demasiado estúpidos, demasiado perezosos o estar muy engañados, muy atados al hábito o seducidos por la tentación, para perseguir sus verdaderos intereses (y por ende el interés común) y por ello deben ser obligados a perseguirlos.

La versión tosca de la doctrina de la armonía lleva así a una visión liberal, de laissez-faire3, de la política, mientras que la versión modificada puede ofrecer razones para la regulación del gobierno. La armonía debe ser dirigida. Pero de acuerdo con ambas versiones, detrás de las múltiples actividades de individuos y grupos existe –real y potencialmente– una coordinación de actividades hacia este propósito. Ambas implican que hay un sujeto, una voluntad, un plan y una adaptación racional de los medios a un fin social. La sociedad se concibe como un super individuo4 o una familia extendida5 con una meta unificada que es simultáneamente la meta (definida apropiadamente) de cada uno de sus miembros. Por ello, las implicaciones teleológicas de términos tales como “la economía”, “bienestar social”, “organización económica”, “función económica”, “equilibrio”, “máximo bienestar social”, “leyes económicas”, etc.

Muchas versiones del utilitarismo, en su transición de la proposición de que cada individuo busca su propia felicidad al postulado de que debe buscar la felicidad de todos, introducen una doctrina modificada de la armonía. Es claro que es posible una versión autoritaria y antiliberal del utilitarismo, como atestigua la visión de Bentham. Pero ésta aún mantiene el supuesto básico de la armonía de intereses.

La regla de que se debe maximizar la felicidad social requiere: 1) comparaciones entre la felicidad de diferentes personas, y 2) el imperativo de hacer todo lo que incremente la felicidad neta, restando las pérdidas de las ganancias. El imperativo 2) implica que siempre hay una forma racional (que en algunas interpretaciones significa un interés propio frío e ilustrado) de resolver los conflictos. La armonía no es automática, pero se puede alcanzar mediante el cálculo y la manipulación cuidadosos. El “interés de la sociedad” es la máxima felicidad social.

Los escritores más concienzudos que sienten escrúpulos acerca de la manera de justificar la promoción de la mayor felicidad social ante quienes adolecen de ella, suelen reforzar su posición mediante un argumento como el que se emplea en el siguiente pasaje:

Además, cada parte puede reflexionar que, en el largo plazo y para diversos casos, la suma total máxima de la utilidad corresponde a la máxima utilidad individual. No puede esperar que en el largo plazo obtenga la mayor proporción del bienestar social. Pero de todos los principios de distribución que le podrían proporcionar una mayor o una menor proporción de la suma total de la utilidad alcanzable en cada situación, es probable que el principio de que la utilidad colectiva deba ser máxima en cada ocasión sea el que le proporcione individualmente la mayor utilidad en el largo plazo6.

Dos dificultades inherentes a la filosofía utilitarista han reforzado la necesidad de recurrir a una versión más tosca de la doctrina de la armonía con sus implicaciones de política liberal, particularmente en economía. La primera es la imposibilidad de calcular y comparar en la práctica los efectos de una medida particular sobre la felicidad. Parece más simple y seguro confiar en la armonía espontánea del egoísmo que realizar un cálculo imposible. El argumento de no interferencia proveniente de la plena ignorancia de los efectos de la interferencia aún se emplea en las controversias más recientes.

La segunda es la dificultad ya mencionada de deducir el comportamiento actual (determinado hedonísticamente) y moral de motivos todopoderosos de placer y dolor. El peligroso salto lógico de “debemos hacer todo lo que creamos que nos place” a “debemos hacer lo que plazca a otros” se facilita cuando se postula la identidad de intereses. En las discusiones económicas por lo general se desecha el concepto de “simpatía”.

A la luz de la distinción anterior, ¿cuál fue la actitud de Bentham hacia la armonía de intereses? Pese a que rechazó la versión tosca y pese a que admitió la necesidad de la intervención del gobierno para alcanzar la mayor felicidad, Bentham se mantuvo fiel a la tradición de la doctrina de la armonía. Para él, los intereses privados y limitados no son fuerzas esenciales sino el resultado de una percepción y una previsión imperfectas. Afirmó que “el vicio se puede definir como un cálculo erróneo de las oportunidades”. Incluso los filósofos del derecho natural advirtieron los conflictos de intereses que pueden surgir del error y la ignorancia. Aunque Bentham supone la armonía, el “interés público” que el legislador debe promover no se puede determinar ni conseguir objetivamente mediante amenazas y halagos que satisfagan el interés propio. Es imposible afirmar que es deseable que cada uno aspire a “la mayor felicidad” sin suponer la armonía desde un principio7.

La búsqueda de recomendaciones que se basen en la armonía de intereses es tan antigua como el pensamiento económico, y tan anhelada hoy en día como hace 150 años. Su expresión más tosca se encuentra en los fisiócratas, y se ha modificado y cualificado con el paso del tiempo. Sin embargo, los economistas se han esforzado por evitar juicios controversiales y dar consejos “científicos, objetivos e inequívocos”, así como los filósofos del derecho natural recomendaron políticas que se derivaban de “la naturaleza de las cosas”. Cuando la gente era menos escéptica acerca de la objetividad de los valores, los valores y los hechos se equiparaban sin mayor discusión. Después se pensó que se requería una justificación, y se amplió la distancia entre la premisa factual y la conclusión valorativa. Pero con esto sólo aumentó el diámetro de un círculo vicioso. El razonamiento utilitarista que va de lo deseado a lo deseable es un ejemplo de este proceso. Más tarde, con el creciente escepticismo en la capacidad de los hechos para deducir imperativos, se enfatizó el aspecto factual, se suprimió el aspecto valorativo y se comenzó a emitir consejos “científicos” acerca de cómo incrementar el bienestar.

Sin embargo, al menos desde Jevons8, la renuncia a la posibilidad de resolver los conflictos mediante pruebas “objetivas” acompañó a las “recomendaciones” científicas. Jevons, Böhm-Bawerk, Walras, Pareto y Fisher9, entre otros, y más recientemente el profesor Lionel Robbins10, rechazaron en algún pasaje de sus escritos la posibilidad de las comparaciones objetivas interpersonales de la utilidad o sus satisfactores.

Sin embargo, este rechazo no impidió que estos autores continuaran haciendo recomendaciones “sobre asuntos económicos”, aunque es claro que las medidas que recomendaban ocasionaban pérdidas a algunas personas. Se hicieron intentos para suprimir esta contradicción. Por lo general, en la forma de una distinción entre producción (incluido el intercambio) y distribución, y, por tanto, entre “eficiencia” y “justicia social”. Se sostenía que los pronunciamientos sobre la “eficiencia” (la esfera de producción) no eran controversiales (estaban sujetos a la armonía de intereses) mientras que la preocupación por la “justicia” se dejaba a los políticos, moralistas, gobiernos, etc.

Por su parte, los críticos, aun desde Godwin, Thompson y Hodgskin, planteaban, aunque no fueran coherentes, que dicha separación implica un argumento circular, y que la producción no se puede separar conceptualmente de la distribución.

LA DISTRIBUCIÓN DEL INGRESO

La teoría keynesiana fortaleció la tradición utilitarista porque resolvió uno de los grandes dilemas morales de los neoutilitaristas. Desde Bentham se sostenía que una distribución del ingreso más igualitaria incrementaría el bienestar general. Pero se pensaba que la desigualdad era necesaria para garantizar suficientes ahorros. El ahorro es la fuente de la inversión y la inversión es una condición esencial para el progreso económico y la elevación del nivel de vida de todos, incluidos los pobres. La igualdad frustraría su propia finalidad por cuanto reduciría la riqueza, no sólo de los ricos sino también de los pobres.

Keynes demostró que una distribución más igualitaria eleva el bienestar no sólo mediante el argumento de Bentham de que una libra que se trasfiere de un rico a un pobre reduce la utilidad del primero menos de lo que incrementa la utilidad del segundo. En ciertas condiciones también acelera la inversión y el progreso económico (a cualquier tasa en el corto plazo). Según sus propias palabras, Keynes demolió “una de las principales justificaciones sociales de la gran desigualdad de la riqueza” y con ello, en palabras de Schumpeter, “convirtió en polvo [...] el último pilar del argumento corriente”11.

Este argumento tiene predecesores entre los primeros críticos de la economía liberal utilitarista. William Thompson, cuyos alegatos son típicos de los críticos socialistas anteriores a Marx, dijo que “la producción se incrementaría, y el capital se acumularía con rapidez y en un grado hasta ahora desconocido”12 si los trabajadores recibieran el producto total de su trabajo y si se permitiera el libre cambio. Un sistema en el que los trabajadores reciben menos es restrictivo, genera desempleo y despilfarro, así como todo tipo de vicios. Una mayor igualdad, por su parte, liberaría enormes poderes productivos, así como todo tipo de virtudes.

Estos primeros críticos, igual que Keynes y algunos “liberales socialistas” modernos (como Lerner y Meade) no simpatizaban con la planeación detallada. Creían tan firmemente como los liberales a los que atacaban en las virtudes del mercado libre y del sistema de precios. Lo que diferenciaba a los críticos de los liberales ortodoxos era su convicción de que si se corregían algunos ordenamientos institucionales que causan “perturbaciones artificiales” se podía confiar en el libre cambio para producir un óptimo social13. La diferencia entre los liberales clásicos y sus críticos radica en su concepción del “estado natural” en el que todo funciona para lograr lo mejor. Los socialistas, desde Godwin, Thompson y Hodgsking en adelante, intentaron demostrar que el argumento liberal, según el cual la competencia justifica la distribución actual, es circular; que instituciones legales tales como la propiedad, el cumplimiento de los contratos, la herencia y la distribución resultante de esas instituciones eran históricas, arbitrarias e injustas. Argumentaban que se debía permitir que imperaran las “leyes naturales de la distribución”. Sus políticas buscaban limitar las restricciones y, por tanto, salvaguardar la libertad “real”.

A la exigencia de reformar la propiedad y las leyes sobre la herencia, otros críticos añadieron el monopolio y la concentración del poder económico. Veblen pensaba que si se hacía a un lado a los financistas, se podía confiar en los ingenieros para alcanzar un óptimo social. List, en una tradición algo diferente, creía que una vez se desarrollara la industria manufacturera al amparo de un arancel proteccionista, el libre comercio maximizaría el ingreso. Wicksell y Keynes subrayaron la posibilidad de que la tasa natural de interés diverja de la tasa de mercado y que esta divergencia puede causar problemas. Otros pusieron énfasis en la rigidez de los salarios. El rasgo común de todas estas críticas es que el esquema clásico se recobra tan pronto se suprimen algunas perturbaciones institucionales, que los clásicos supuestamente ignoraron. Se pensaba que el propósito de la política económica era el de eliminar los frenos de la rueda libre del proceso económico, y no el de crear un poder activo.

Así como la ignorancia en el esquema de Bentham, se pensaba que estos obstáculos impedían la consecución de la armonía esencial de intereses. Pero una vez se removían, se podía confiar en la operación elegante y anónima de la libre competencia para maximizar el bienestar común. Por ello, algunos de los críticos más feroces de la doctrina liberal aceptaron tácitamente su credo fundamental.

Las medidas de seguridad social de hoy en día o la planificación económica cuantitativa detallada habrían sido rechazadas por los primeros socialistas ingleses. Por razones similares, Keynes y algunos keynesianos no pusieron mucho interés en las primeras y rechazaron la segunda.

Las medidas keynesianas de regulación de la inversión como medio para alcanzar y mantener el pleno empleo parecen ser una ruptura con la tradición liberal utilitarista por dos razones: primera, parecen violar la tradición liberalporque son interferencias no sólo en la distribución sino también en la esfera de la producción14. Segunda, parecen hacer redundantes a los cánones del utilitarismo, pues promueven los intereses de todos a costa de ninguno.

INTERFERENCIA EN LA ESFERA DE LA PRODUCCIÓN

El dogma absoluto del laissez-faire fue modificado claramente por J. S. Mill en su aplicación a la esfera de la distribución. Adam Smith y Ricardo ya habían establecido una aguda distinción entre producción (incluido el intercambio) y distribución. Su demostración de la doctrina liberal fue más satisfactoria con respecto a la producción que a la distribución. La conocida teoría de la división del trabajo de Adam Smith fue una demostración convincente de que la especialización y el libre cambio reducen los costos e incrementan los beneficios. Pero se llegó a considerar que esta demostración también se aplicaba sin mayor discusión a la esfera del ingreso y de la distribución de la propiedad.

J. S. Mill, quien fue influido por los críticos socialistas, cuestionó el principio del laissez-faire en la esfera de la distribución. Pero pensaba que la producción en su conjunto debía ser independiente15. Con esta salvedad, la doctrina entró en la economía británica del bienestar y aún es ampliamente aceptada.

Teniendo en cuenta estos antecedentes, Keynes aparece como exponente de una tradición diferente. En algunos aspectos sus opiniones se asemejan a las de los críticos americanos y continentales del liberalismo que intentaron demostrar que la producción no debe ser independiente. Para Keynes, la acción del gobierno es necesaria, no sólo ni principalmente para corregir los resultados distributivos indeseados, sino también y sobre todo para mantener la demanda efectiva total y, por tanto, el pleno empleo y la plena producción.

En este aspecto, Keynes tiene más afinidad con los defensores conservadores de las políticas de producción, como Friedrich List, que con los clásicos o socialistas británicos. List y Keynes sostenían que las fuerzas productivas se estancarían a menos que fueran liberadas por la acción estatal. Ambos veían en el Estado no a una agencia cuya actividad está limitada a formas indeseadas de consumo y redistribución sino como un poderoso estímulo para la producción. También pensaban que, una vez se liberaran las fuerzas productivas, el sistema liberal funcionaría bien.

No obstante, desde un punto diferente, Keynes parece estar más cerca de los liberales que de los antiliberales. Aunque List y otros defensores de la política de producción, por una parte, y Keynes, por la otra, comparten la creencia de que el Estado debe emprender ciertas acciones para crear el ambiente adecuado para que los intereses privados actúen en forma benéfica, existe una importante diferencia. Los proteccionistas defienden la interferencia en ramas particulares de la producción y la regulación de la composición del producto, mientras que Keynes pensaba que “si suponemos dado el volumen de producción, es decir, que está determinado por fuerzas externas al sistema clásico de pensamiento, no se puede hacer ninguna objeción al análisis clásico de la manera como el interés privado determina lo que se produce en particular, en qué proporciones se combinan los factores para producirlo, y cómo se distribuye entre ellos el valor del producto final[...] El sistema existente se ha derrumbado con respecto a la determinación del volumen del empleo real, no con respecto a su dirección”16.

Hubo, por supuesto, muchos Keynes. El Keynes de la Teoría General tenía, a pesar de sus políticas de producción, más fe en el laissez-faire que el Keynes de El fin del laissez-faire. Ya mencionamos que su preocupación por las “perturbaciones artificiales” fue el emblema de aquellos críticos que se mantuvieron arraigados al pensamiento clásico pese a sus críticas a los argumentos clásicos. Asociaron estos males a la mala distribución del ingreso (los liberales socialistas), al monopolio y al mal manejo financiero (liberales radicales, Veblen), etc. El análisis de Keynes, fiel a esta tradición, pone de relieve otro tipo de obstáculo para lo que, de no existir, sería un adecuado funcionamiento del mercado. La rigidez de la tasa de interés (quizá junto a la rigidez de las tasas de salarios) debida a la especulación es otro elemento que causa distorsiones. De acuerdo con el Tratado, la interferencia del Estado es necesaria para establecer la coincidencia entre la tasa del mercado y la tasa natural17 y, de acuerdo con la Teoría General, para establecer la tasa de pleno empleo. Al mismo tiempo, ignoró otra serie de “complicaciones”18.

A pesar de esta concepción no ortodoxa de la política de producción, Keynes, sobre todo al final de su vida, se mantuvo fiel a la tradición liberal utilitaria19. No fue, por supuesto, un utilitarista partidario del laissez-faire. Tampoco lo fueron Bentham, Mill, Sidgwick ni Pigou. Se puede creer en el principio de la mayor felicidad sin creer que la mayor felicidad es el resultado automático de las fuerzas del libre mercado. La acción positiva del gobierno es necesaria para asegurar la mayor felicidad y el bienestar general. El rasgo utilitarista distintivo y la reliquia de la doctrina de la armonía es la creencia, que Keynes compartió con Bentham y Mill, de que el bienestar económico de una nación es algo que el gobierno puede y debe descubrir y alentar20. El rasgo liberal es la convicción de que el fomento del bienestar económico sólo requiere de un pequeño ajuste aquí y allá, y que, para lo demás, el juego automático del interés propio es una mejor fuerza directriz que cualquier otra alternativa práctica.

Ni el componente utilitarista ni el componente liberal de esta convicción son compartidos por algunos miembros de la escuela histórica ni por los marxistas ni por los schumpeterianos, que rechazan la idea de “bienestar común” y que consideran las políticas del gobierno como un resultado de la lucha entre diferentes intereses. La convicción de que el bienestar nacional es análogo al bienestar individual o familiar está tan arraigada en la tradición utilitarista anglosajona que se tiende a pasar por alto su carácter metafísico. Los pensadores antihedonistas han criticado sus fundamentos lógicos, sicológicos y sociológicos21, pero sus raíces aún son fuertes.

ARMONÍA DE INTERESES Y POLÍTICAS CONTRA LA DEPRESIÓN

Si la primera objeción para considerar a Keynes como liberal y utilitarista fue la de que sus recomendaciones violan los cánones liberales, la segunda es que éstas no requieren los cánones utilitaristas. A primera vista puede parecer que toda la disputa sobre la distribución y su relación con el bienestar económico, que está en el centro de las controversias recientes sobre el bienestar económico, es irrelevante para las políticas que interesan a la economía keynesiana.

Los intereses parecen coincidir en algunas esferas y allí, sea como fuere, parece ser posible hacer recomendaciones cuasi objetivas22. La política monetaria se cita a veces como ejemplo. Parece ser seguro afirmar que la prosperidad y la estabilidad son mejores que la depresión y las fluctuaciones, y que las medidas que incrementan y prolongan la prosperidad general sirven al interés general. El profesor Frank H. Knight dijo hace poco: “El ciclo de negocios [...] no es un problema de conflicto de intereses, puesto que casi nadie se beneficia de las depresiones”23. Muchas de las sutilezas de la economía del bienestar sobre la manera de alcanzar la mejor asignación de unos recursos dados ya empleados, aunque no en forma óptima, pueden parecer triviales en comparación con el problema de la manera de incrementar el empleo de los recursos, reducir el desempleo y promover la prosperidad.

Puede parecer que las medidas keynesianas están pensadas para promover los “intereses de todos” en un sentido que hace innecesario comparar y sopesar los intereses, pues nadie sale perjudicado. Por ello, aun quienes creen que todo placer humano es único e inconmensurable pueden aprobar las medidas keynesianas. Es claro que todos prefieren la prosperidad a la depresión y la estabilidad a las fluctuaciones, excepto quizá algunos especuladores. Si esto es cierto, se puede desechar el supuesto utilitarista de la comparabilidad de las utilidades individuales. Las medidas para alcanzar el pleno empleo no presentan ninguno de los difíciles problemas de comparación y ponderación que enfrentarían las políticas “restrictivas”, es decir, las que hacen más eficiente a una economía que ya alcanzó el pleno empleo. En apariencia, podemos agrandar el pastel nacional sin reducir la tajada de ninguno.

Sin embargo, esta apariencia es decepcionante por al menos tres razones. 1. Algunas personas están condenadas a perder en cualquier caso. 2. La armonía no prevalecería aunque nadie tuviera pérdidas pecuniarias. 3. Aunque se evitaran los problemas de distribución en el corto plazo, se pueden tornar prioritarios en cualquier política de largo plazo para mantener el pleno empleo. Además, la aceptación de las políticas keynesianas generaría, de nuevo, problemas de asignación y distribución.

En primer lugar, algunas personas están condenadas a perder aun con políticas antirrecesivas. Quienes reciben ingresos fijos estarán peor. Por supuesto, es verdad que pueden ser compensados o, al menos, que sus pérdidas sean menores que las ganancias (lo que es un juicio de valor e implica comparaciones interpersonales). Aquí hay un mayor grado de armonía que en las políticas diseñadas para restaurar el libre comercio o la competencia. No obstante, es difícil la armonía completa24.

Segundo, y quizá más importante, la experiencia y la controversia poskeynesiana indican que no hay consenso general sobre el análisis keynesiano ni armonía general entre los intereses afectados por las medidas keynesianas, además de la desarmonía proveniente de la reducción de ingresos de quienes reciben un ingreso fijo.

Puede surgir oposición a causa de mal entendidos. Esto es posible aun en el sistema de Bentham. En principio, se puede compensar y establecer la armonía. Pero puede surgir oposición a pesar o debido a la plena comprensión de las implicaciones de las medidas keynesianas. Algunas personas se oponen a ellas porque no desean el pleno empleo, porque creen que afectan la disciplina de los trabajadores o porque temen que si los sindicatos se fortalecen debido al pleno empleo la participación en los beneficios disminuirá; o incluso si no esperan que disminuya, los empresarios pueden temer que su poder y su estatus en la sociedad se reduzcan25.

Keynes creía más en la armonía de intereses, en este sentido, que en la experiencia posterior de las condiciones que garantizarían el pleno empleo. Atribuyó la oposición a las políticas antirrecesivas a la estupidez de los banqueros y creyó que la supresión de los riesgos y el aumento de las ganancias harían atractivas estas políticas para los empresarios. De hecho, su oposición es perfectamente racional, en el terreno económico y en el político. Estas políticas socavan su poder de negociación. Las decisiones que en condiciones de depresión estarían a su favor, se convierten en asuntos de política pública en condiciones de pleno empleo, como la redistribución, la tasa de inversión y el progreso26.

Este problema se ha examinado sucintamente en una serie de artículos de The Economist27. Allí se argumenta que los objetivos del a) pleno empleo, b) un nivel estable de precios y c) la libre negociación colectiva son incompatibles. El pleno empleo y la estabilidad de precios sólo se pueden lograr con una pérdida de libertad. Los precios estables y la libre negociación implican desempleo, y la libre negociación junto con el pleno empleo generan inflación. Además, si se sacrificara uno de estos tres objetivos a los otros dos, al final no se alcanzaría ninguno.

El argumento se puede extender de la libre negociación a la libertad de controles estatales. Muchos consideran que el pleno empleo es un objetivo que exige un sacrificio, un “precio”, oportunidades perdidas28. Algunos de estos costos no se pueden expresar en términos de dinero (por ejemplo, la pérdida prevista de libertad) y quizá no sean estrictamente económicos. Pero el punto crucial es que no hay armonía de intereses. La situación se complica por la necesidad de comparar no sólo los gustos de diferentes individuos, reflejados en las elecciones de mercado, sino sus sistemas de valores. Aun en el corto plazo puede surgir el dilema entre control y desempleo, si se excluye la inflación.

Quizá se logre un grado de acuerdo estableciendo una distinción entre políticas antirrecesivas y políticas de pleno empleo. Quienes rechazan estas últimas pueden aceptar las primeras, aunque sería difícil llegar a un acuerdo acerca de dónde trazar la línea entre ambas. Pero hay un mayor acuerdo sobre la deseabilidad de evitar tasas de desempleo muy altas y un desempleo prolongado que sobre la deseabilidad de mantener el pleno empleo.

Aunque hubiese completa armonía nacional en torno de las políticas antirrecesivas, surgiría un conflicto de intereses con otras naciones y, por tanto, con el sistema de valores de quienes desean de corazón el bienestar internacional. Los cambios de la balanza de pagos y la variación de los términos de intercambio ocasionados por las políticas antirrecesivas tienen repercusiones internacionales. Los extranjeros darán la bienvenida a algunos de estos cambios, pero otros requerirán ajustes a lo que quizá no estén dispuestos. La doctrina de la armonía es aun menos plausible si intentamos aplicarla a la economía mundial. Una nación tiene un gobierno que, en ciertas ocasiones, puede actuar como si fuera verdad la ficción de un cuerpo unificado de intereses. No hay una institución internacional similar. En ausencia de compensación internacional de las pérdidas, el conflicto de intereses se agudiza y se reduce la posibilidad de llegar a un acuerdo.

La tercera razón para que las políticas keynesianas no eviten el conflicto de intereses es que el análisis de Keynes se aplica al corto plazo. Es más fácil estimular la inversión para alcanzar el pleno empleo que sostener este nivel de inversión y, por tanto, el pleno empleo, durante un período prolongado. En el corto plazo, la inversión genera ingresos pero no consumo. Pero en el largo plazo la inversión también induce aumentos del consumo. Si la inversión requerida para generar un ingresode pleno empleo es igual a la requerida para generar el producto que se demanda durante un pleno empleo prolongado, éste último se mantendrá. Pero esto sería una extraña coincidencia. Es posible que la inversión requerida para generar el ingreso de pleno empleo sea mayor que: a) la inversión requerida para satisfacer la demanda efectiva, o b) la inversión que puede ser rentable con una población dada (o una tasa dada de crecimiento de la población). En otras palabras, la inversión de pleno empleo puede descender bien sea: a) porque hay una insuficiente demanda de consumo de los bienes que ayuda a producir indirectamente, o b) porque la fuerza de trabajo requerida para operar en conjunto con el capital fijo es muy pequeña. En cualquier caso habrá exceso de capacidad y la inversión se reducirá. Será imposible mantener el pleno empleo. Para evitar a) tendrá que aumentar el consumo, y para evitar a) y b) habrá que ejecutar políticas diseñadas para transferir trabajo de las industrias de bienes de inversión a las de bienes de consumo. En dicha situación puede cumplir un papel esencial la redistribución del ingreso de los ricos hacia los pobres. Dicha redistribución reduciría la inversión requerida para generar el ingreso y ayudaría a evitar los excesos de capacidad en relación con la demanda o la fuerza de trabajo disponible29. Parece entonces que la distribución del ingreso puede cumplir un papel importante en la conservación del pleno empleo durante cierto tiempo.

Pero este pronóstico es especulativo y poco fiable. Las políticas de redistribución modifican inevitablemente no sólo los ingresos relativos sino también los hábitos de consumo y ahorro. Es imposible prever los factores sicológicos y sociológicos que influyen en la cantidad y la dirección del gasto en una sociedad cuya estructura social es diferente de la que existe.

Por último, aunque se pudiese alcanzar el pleno empleo con políticas antirrecesivas, el conocimiento general del análisiskeynesiano, y la adopción de remedios keynesianos llevarían el problema del conflicto de intereses a primer plano, aun si se supusiese que éste yace latente en un mundo con un desempleo no diagnosticado y sin cura.

En condiciones de desempleo a gran escala, las ganancias de un grupo no compensan necesariamente las pérdidas de otros. Pero con la adopción de políticas antirrecesivas y, a fortiori, políticas de pleno empleo, los conflictos se tornarán más agudos. Las medidas que antes no tenían costos sociales, o cuyo costo social era negativo, ahora ocasionan grandes sacrificios. La pregunta es cómo sopesar las ganancias y las pérdidas de la adopción de políticas que deben contar con una aprobación unánime.

Pero ésta no es la única causa de agudización de los conflictos a lo que puede dar lugar una sociedad más consciente de su funcionamiento y más resuelta a decidir su destino económico. Las condiciones que más se acercaron al buen funcionamiento de la armonía de egoísmos fueron las de la alta y media sociedad victoriana. En aquel entonces había cuasi armonía porque, en sus actividades económicas así como en otras esferas de la vida, los victorianos aceptaban sin mayor cuestionamiento ciertos tabúes y reglas antiguas. El convencionalismo y el tradicionalismo característicos del apogeo de la sociedad victoriana contribuyeron a la formación de un consenso tácito de opinión que ayudó al buen funcionamiento del sistema económico. La mitología que dio origen a la idea de que éste era el comportamiento “racional” y “económico” por excelencia sólo muestra cuán arraigada e inconsciente era la aceptación de los tabúes. El patrón oro, un mercado monetario libre, presupuestos balanceados, la búsqueda de la libre competencia, la aceptación del desempleo y la creencia en el trabajo duro y el ahorro testifican este sometimiento a reglas y convenciones externas e incuestionables.

La cuasi armonía se rompió, no porque la gente perdiera su cabeza y diera rienda suelta al irracionalismo sino porque se tornó más racional, más consciente del funcionamiento del sistema económico. Menos preparada para aceptar las creencias antiguas, despojó a la estructura de las relaciones económicas de las supersticiones en las que se cimentaba. Con el conocimiento llegó el deseo de la manipulación consciente. Con la ruptura de los consensos tácitos basados en la convención y la superstición, el conflicto de intereses se reveló con más claridad.

La asimilación de la concepción de Keynes formó parte de este despertar. Ayudó a destruir las barreras que impedían la búsqueda de la manipulación egoísta de la sociedad y, por ello, produjo antagonismos e hizo inevitable la acción del gobierno.

SÍNTESIS

Identificamos tres componentes de la tradición clásica: el liberalismo, el utilitarismo y la doctrina de la armonía.

1) Los liberales defienden una interferencia mínima del gobierno, particularmente en la producción, tanto en el agregado como en ramas particulares; y también, en mayor o menor medida, en la distribución. Los críticos sostienen que la distinción entre producción y distribución no es lógicamente válida. En el curso del tiempo, los liberales han aceptado una creciente interferencia en la distribución, sobre todo desde J. S. Mill, aunque insisten en que con ella la “producción” no se perjudicaría. En cierto sentido, aun los primeros liberales defendieron alguna acción del gobierno en el campo de la producción (en cosas que de otra forma no se harían, por ejemplo, la educación, los faros, etc.).

2) Los utilitaristas creen que la felicidad social (o, más en general, el bienestar) se debe maximizar. Pueden ser liberales, es decir, sostener que la maximización se puede lograr con una mínima interferencia del gobierno; o pueden ser autoritarios, es decir, creer que se necesitan regulaciones de diversa índole.

3) Quienes se adhieren a la doctrina de la armonía sostienen que el interés social o público se puede determinar objetivamente mediante un examen cuidadoso de los intereses privados. Pueden creer que la armonía se establece automáticamente o que se debe construir.

Toda la discusión anterior se puede resumir en lo siguiente: si tuviésemos que elaborar una agenda y una no-agenda para la acción del gobierno, las diferentes personas, por variadas razones, pondrían rubros diferentes en una y en otra, y habría muchas etapas intermedias entre no poner nada o ponerlo todo en la agenda. Toda recomendación se puede contrastar de acuerdo con las opiniones de uno u otro lado, y se puede ver a una luz diferente, si la contrastamos con el laissez-faire extremo o con la planeación extrema.

Aunque esto sea cierto, los supuestos filosóficos en que se apoyan dichos programas no se corresponden con igual continuidad y presentan criterios de distinción más convenientes que las conclusiones de política que se derivan de ellos. Estos supuestos deberían ser el tema de discusión cuando surjan desacuerdos.

¿Cuál es, entonces, el lugar de Keynes en la tradición clásica?

1) El pensamiento de Keynes pertenece inequívocamente a la tradición liberal utilitarista clásica. Se lo puede considerar como un teórico de la armonía en el sentido de que concibió las actividades económicas de la nación como si fuesen las de un individuo o una familia, es decir, como si tuviesen un propósito común que, entendido adecuadamente, es también el propósito de cada individuo. El bien común, el bienestar público, la producción máxima, etc., eran para él conceptos significativos y objetivos deseables.

2) Puede parecer que las recomendaciones de Keynes constituyen una ruptura con la tradición clásica por razones paradójicas: a) porque implican interferencias en la producción y no sólo en la distribución; y b) porque en apariencia, la promoción de los intereses de todos y de cada uno torna superfluo el cálculo utilitarista. Pero a) no constituye una ruptura con la tradición de la armonía y la aparición de b) es decepcionante, puesto que siempre habrá pérdidas de alguna clase.

3) Los defensores de las políticas de producción suelen aceptar la validez y deseabilidad de la maximización del bienestar común, en particular a la luz de la consideración 2b. Keynes, en particular, sólo defendió la regulación de los agregados. Se mantuvo en la tradición liberal en el sentido de que las interferencias que defendió buscaban eliminar frenos particulares a la libre búsqueda del bien común.

4) Por variadas razones, las medidas keynesianas no cuentan con el aplauso de todos y cada uno. a) Algunos están condenados a perder en cualquier caso. b) Las consideraciones no materiales pueden generar oposición aun cuando no haya pérdidas estrictamente económicas. c) El mantenimiento del pleno empleo en el largo plazo puede requerir la redistribución.

5) En un país o en un mundo empeñado en el pleno empleo no sólo surgirán los problemas clásicos de los conflictos de intereses sino también nuevos problemas de distribución del poder económico y de su manipulación consciente.


NOTAS AL PIE

1. Se podrían citar muchos pasajes de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, que muestran que este contraste entre su creencia en una armonía natural y la concepción de una armonía imaginaria de Bentham es falsa. Adam Smith aceptó claramente la necesidad de la legislación y no fue ingenuamente optimista acerca del poder de los intereses propios desenfrenados. Pero, considerando los escritos de Smith en su conjunto, y en particular sus reflexiones más generales, la diferencia de énfasis es notable. La solidez de sus creencias se ilustra en la siguiente cita de Marshall: “Esta doctrina (de Adam Smith) de la organización natural contiene más verdades de suma importancia para la humanidad que cualquier otra parecida que evada la comprensión de aquellos que discuten los graves problemas sociales sin un estudio adecuado; y tiene una fascinación peculiar para las mentes cuidadosas y reflexivas” (Principles, p. 246).

2. Viner, J. 1949. “Bentham and J. S. Mill”, American Economic Review, March, p. 368. El Profesor L. Robbins también ha subrayado que los economistas clásicos no creían en la armonía en el sentido de los fisiócratas. The Theory of Economic Policy in English Classical Political Economy, 1952.

3. Pero la visión liberal, de laissez-faire, también se puede justificar por razones de ausenciade armonía. La desconfianza hacia las políticas y los políticos, derivada de la convicción de que los seres humanos son egoístas y corruptibles, es quizá un fundamento más sólido para el liberalismo que los meros argumentos económicos. El mundo del laissez-faire, para parafrasear a F. H. Bradley, es el mejor de todos los mundos posibles, y en ese mundo todo es necesariamente nocivo.

4. La doctrina de la armonía social tiene su equivalente en la esfera personal. La visión liberal del ser humano individual a menudo es ciega a las tensiones y conflictos que dan origen a la moralidad y da excesivo énfasis al orden y la consistencia. Esta falta de imaginación característica de las formas más racionales del liberalismo fue analizada por Lionel Trilling, The Liberal Imagination. Lo que Noel Annan dice de los moralistas también es válido para los economistas: “el humanista siempre se asombra de que los seres humanos vayan por el camino correcto –son siempre más curiosos y diversos de lo que ha previsto, y su sorpresa mantiene la docilidad de su imaginación–. El moralista que no es humanista siempre se sorprende en forma errónea; encuentra que sus categorías morales son demasiado estrechas para contener la diversidad de experiencias, se atemoriza con lo que encuentra” (Leslie Stephen, p. 239).

5. Es obvio que existen conflictos dentro de la familia, y aun dentro del individuo. Por ello, algunas de las críticas son también válidas para toda concepción que vea a estas últimas como sistemas unificados. Pero la diferencia es que las acciones individuales y las de la familia a menudo persiguen un propósito, no así las del “mercado”. La analogía sólo se mantiene para las monarquías absolutas, donde la voluntad del soberano se identifica con la voluntad del Estado. Por otra parte, es también obvio que puede haber armonía de intereses en algunos respectos y áreas más amplias, por ejemplo, la vecindad, la clase, la nación y quizás aun el mundo. La objeción a la doctrina de la armonía no es que esta no pueda existir, sino que se excluye el análisis social de los intereses de grupo y los conflictos de intereses mediante un supuesto que encierra un círculo vicioso.

6. Edgeworth, F. Y. Papers Relating to Political Economy, vol. II, pp. 102-103.

7. Ésta debería ser la interpretación si las opiniones de Bentham fueran coherentes. También se podría discutir que no son coherentes. Argumentó: 1) que la maximización de la felicidad individual ocasiona conflictos, y 2) que para cada uno es deseable maximizar la suma social de felicidad y, en particular, que en ello consiste la tarea de los legisladores. Marx dio coherencia al benthamismo cuando rechazó su doctrina de la armonía: los legisladores, igual que los hombres de negocios, dirigen sus asuntos (el Estado, las firmas) en su propio interés.

8. “El lector encontrará, de nuevo, que nunca existe, en ningún caso individual, un intento de comparar la cantidad de sentimiento de una mente con la de otra. No veo ningún medio para realizar tal comparación [...] Toda mente es inescrutable para cualquier otra, y no parece posible ningún común denominador del sentimiento [...] Las motivaciones de la mente de A pueden dar lugar a fenómenos que se pueden representar por motivaciones en la mente de B; pero entre A y B existe un abismo. De aquí que la ponderación de las motivaciones siempre debe estar confinada a la intimidad del individuo”. Jevons, S. 1817. Theory of Political Economy, 4. a ed., 1924, p. 14.

9. Fisher consideró que las comparaciones entre los placeres de diferentes individuos eran asuntos “misteriosos” que “no nos incumben”. Mathematical Investigations in the Theory of Value and Prices, 1892, pp. 99, 87. “La duda filosófica es correcta y adecuada pero los problemas de la vida no dan espera”. Economic Essay in Honour of John Bates Clark, p. 180.

10. Robbins, L. Essay on the Nature and Significance of Economic Science.

11. Keynes, J. M., General Theory, p. 373; Schumpeter, Joseph A., The New Economics, Seymour S. Harris, editor, p. 99.

12. Thompson, William. 1822. An Inquiry into de Principles of the Distribution of Wealth Most Conductive to Human Happiness, William Pare, editor, 1850, p. 175.

13. Los autores más cautelosos suelen plantear una serie de condiciones que se deberían cumplir antes de afirmar que la competencia maximiza la producción.

14. General Theory, p. 351.

15. “Las leyes y condiciones de la producción de riqueza comparten el carácter de las verdades físicas. No hay nada opcional ni arbitrario en ellas. Todo lo que el hombre produce, se debe producir de la manera y en las condiciones impuestas por la constitución de las cosas externas, y mediante las propiedades inherentes a su propia estructura corporal y mental […] No sucede así con la distribución de la riqueza. Esta es exclusivamente un asunto de las instituciones humanas. Una vez las cosas están ahí, la humanidad, individual o colectivamente, puede hacer con ellas lo que quiera [...] La distribución de la riqueza, por tanto, depende de las leyes y las costumbres de la sociedad. Las reglas que la determinan son las opiniones y sentimientos de la parte dirigente de la comunidad que las produce, y son muy diferentes en diferentes épocas y países; y pueden ser aún más diferentes si la humanidad así lo elige”. Principles of Political Economy, 1848, Ashly, editor, 1920, II, I, 1. La adhesión a la teoría del valor trabajo facilitó, por supuesto, la fe en esta distinción. El cálculo en unidades de trabajo hace posible dar significado al “producto físico” y evita el problema crucial de los números índices.

16. General Theory, pp. 178-179.

17. “Natural” hace eco al vocabulario de los filósofos del derecho natural del siglo XVIII. Igualmente, los primeros socialistas creyeron que la corrección de la mala distribución de la riqueza reestablecería el estado “natural”.

18. Nunca discutió “las complicaciones que surgen: 1) cuando las unidades de producción eficientes son ampliamente relativas a las unidades de consumo, 2) cuando los costos extras o los costos conjuntos están presentes, 3) cuando las economías internas tienden a la agregación de la producción, 4) cuando el tiempo requerido para el ajuste es largo, 5) cuando la ignorancia prevalece sobre el conocimiento, y 6) cuando los monopolios y sus combinaciones interfieren con la igualdad del regateo”. El fin del laissez-faire, 1926, p. 33. “...no veo razón para suponer que el sistema existente en realidad no emplea los factores de producción que están en uso”. Teoría General, p. 379.

19. “Por esto estoy de acuerdo con Gesell que el resultado de llenar los vacíos de la teoría clásica no es acabar con el ‘sistema manchesteriano’, sino indicar la naturaleza del contexto que requiere el libre juego de las fuerzas económicas, si ha de potenciarse la producción”. Teoría General, p. 379. Sobre el tratado de Bretton Woods y el préstamo Anglo-Americano afirmó: “aquí hay un intento de usar lo que hemos aprendido de la experiencia moderna y el análisis moderno, no para derrotar, sino para implementar la sabiduría de Adam Smith”. Economic Journal, 1946, p. 186.

20. En el sentido filosófico estricto, Keynes no fue un utilitarista, pero sí lo fue en un sentido más amplio. Ciertamente no se le puede culpar por tratar de derivar proposiciones éticas de las proposiciones descriptivas. La perspectiva filosófica de Keynes estuvo bastante influenciada por las lecciones de G. E. Moore sobre la falacia naturalista. Ver “My Early Beliefs”, Two Memoirs. “Yo no la culpo (a la tradición benthamiana) de ser el gusano que ha carcomido el interior de la civilización moderna y la responsable de su decadencia moral presente”. Además “...somos los primeros de nuestra generación, quizás sólo entre nuestra generación, en escapar a la tradición benthamiana”, op. cit., p. 96. El profesor Smithies considera a Keynes como “un descendiente lineal del utilitarismo inglés” porque “considera que la buena teoría es la base para los programas de acción”. Smithies, Arthur. 1951. “Schumpeter and Keynes, Review of Economics and Statistics, mayo, p. 164. En este sentido muchos son, por supuesto, utilitaristas. El profesor Smithies cita la visión de Schumpeter de que Mill “debió entristecerse por la falta de creencia en los fundamentales del utilitarismo, pero seguramente encontró consuelo en la fuerte evidencia de la firme adherencia a su espíritu y a algunas de sus consecuencias más prácticas. El radicalismo filosófico no ha muerto todavía –se ha expandido entre nosotros así como sus esperanzas generosas de la humanidad y su tajante rechazo a ver la vida sólo como un intermedio irritante y sin sentido entre las eternidades de la muerte”, Schumpeter, Joseph S. 1933. Economic Journal, p. 657.

21. Ver Gunnar Myrdal, The Political Element in the Development of Economic Thought.

22. Exigen aplicar el juicio de valor de que se debe hacer lo que favorece el interés de cada uno sin perjudicar a nadie.

23. Knight, Frank H. 1950. “Economic and Social Policy in Democratic Society”, Journal of Political Economy, diciembre, p. 520.

24. Scitovsky, T. 1951. “The State of Welfare Economics”, American Economic Review, June.

25. Ver Alexander, Sidney. “Opposition to Deficit Spending”, Essays in Honour of Alvin Hansen.

26. Balogh, T. Dollar Crisis, pp. 78-80, 105-6.

27. “The Uneasy Triangle”, The Economist, August 9, 16 y 23, 1952.

28. Ver, por ejemplo, Viner, J. 1950. “Full Employment at Whatever Cost”, Quarterly Journal of Economics, August.

29. En contra de esto se puede argumentar que la transferencia de recursos de la inversión hacia el consumo se podría realizar sin medidas drásticas de redistribución. Alternativamente, se puede argumentar que una buena inversión no se traduce en demanda de consumo y este tipo de inversión siempre se podrá expandir. En cualquier caso, una buena inversión que ahorre trabajo reducirá el peligro del exceso de capacidad. La inversión en vivienda siempre se podrá aumentar y reducirá el peligro de la demanda deficiente. La tasa de crecimiento del producto también se podrá reducir por el disfrute de mayor ocio.

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