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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. v.6 n.11 Bogotá dic. 2004

 


CONTENIDO Y ALCANCE DE LA EDUCACIÓN LIBERAL*


CONTENT AND SCOPE OF LIBERAL EDUCATION, FIRST PART



John Stuart Mill

* Conferencia pronunciada en la Universidad de Saint Andrews, Escocia, el 1.o de febrero de 1867. Traducción de Henrique Hoyos Olier, profesor de la Universidad Pedagógica Nacional, y Alberto Supelano.


Acatando la costumbre que prescribe que la persona a la que eligieron como presidente honorario de la universidad debe plasmar en un discurso algunos pensamientos sobre los temas que interesan más de cerca a un centro de educación liberal, permítanme comenzar diciendo que esta usanza me parece muy loable. La educación, en su sentido más amplio, es un tema inagotable. Aunque es difícil que haya otro tema sobre el cual se haya escrito tanto, por muchos de los hombres más sabios, es tan nuevo para quienes llegan a él con la mente abierta, con una mente que no está atiborrada de las conclusiones de otras personas, como lo fue para los primeros que lo exploraron: y no obstante la gran cantidad de cosas excelentes que se han dicho sobre ella, ninguna persona reflexiva deja de encontrar cosas grandes o pequeñas que aún esperan a ser dichas o a ser desarrolladas y llevadas hasta sus últimas consecuencias.

La educación es, además, uno de los temas en que es esencial que sea examinado por diversas mentes y desde diferentes puntos de vista. Porque de todos los temas que tienen muchas facetas, éste es el que tiene mayor número de facetas. No sólo incluye todo lo que hacemos por nosotros mismos, y todo lo que los demás hacen por nosotros, con el propósito expreso de acercarnos algo más a la perfección de nuestra naturaleza, sino aún más: en su acepción más amplia, incluye también los efectos indirectos sobre el carácter y las facultades humanas de cosas cuyos propósitos directos son bastante diferentes: las leyes, las formas de gobierno, las artes industriales, los modos de vida social; y aún más, los hechos físicos que no dependen de la voluntad humana, el clima, el suelo y la localización geográfica. Todo lo que ayude a formar al ser humano, a hacer del individuo lo que es o a impedirle ser lo que no es, es parte de su educación. Y muy a menudo es una mala educación, que exige que la inteligencia y la voluntad cultivadas hagan todo lo que puedan hacer para contrarrestar sus tendencias. Para dar un ejemplo obvio: En algunos lugares, la mezquindad de la naturaleza absorbe todas las energías del ser humano en la mera preservación de la vida; y, en otros, su prodigalidad hace posible una especie de subsistencia bruta, por decirlo con suavidad, casi sin ejercer las facultades humanas; ambas son hostiles al crecimiento y el desarrollo espontáneos de la mente; y entre estos dos extremos de la escala encontramos sociedades humanas en un estado salvaje absoluto.

Debo limitarme, sin embargo, a la educación en el sentido más estricto; la cultura que cada generación transmite deliberadamente a quienes han de ser sus sucesores, con el fin de calificarlos para que al menos conserven y si es posible eleven el nivel que se ha alcanzado. Casi todos los aquí presentes se ocupan diariamente de recibir o de dar este tipo de educación, y la parte que más les interesa en el presente es aquella a la que están dedicados: la etapa educativa que corresponde impartir a una universidad nacional.

La función apropiada de la universidad en la educación nacional es aceptablemente entendida. Al menos hay un relativo acuerdo general sobre lo que no es la universidad. No es un lugar de educación profesional. No se busca que las universidades enseñen el conocimiento requerido para que los estudiantes puedan ganarse el sustento de una manera especial. Su objetivo no es producir abogados, médicos o ingenieros competentes, sino formar seres humanos capaces y cultivados. Es muy conveniente que existan establecimientos públicos para el estudio de las profesiones. Está bien que existan escuelas de derecho y de medicina, y está bien que existan escuelas de ingeniería y de artes industriales. Los países que cuentan con este tipo de instituciones están en mejores condiciones, y se pueden dar argumentos para que estén en las mismas localidades y bajo la misma supervisión general que los que se dedican a la educación propiamente dicha. Pero estas cosas no son parte de lo que cada generación debe a la siguiente, de las que dependen su civilización y su valía. Sólo son necesarias para unos pocos, que tienen intensas motivaciones privadas para conseguirlas por sí mismos; y aun esos pocos sólo las requieren hasta que se ha completado su educación, en el sentido común de la palabra. Cualquiera que sea su especialidad, las aprenderán como una rama de la inteligencia o como un simple oficio, y luego de aprenderlas, les darán un uso sabio y consciente o al contrario, dependiendo menos de la manera como se les enseñó su profesión que del tipo de mentes que contribuyeron a formar, del tipo de inteligencia y de conciencia que el sistema general de educación desarrolló en ellos.

Las personas son personas antes que abogados, médicos, comerciantes o fabricantes; y si se puede hacer de ellas personas capaces y sensatas, serán por sí mismos abogados o médicos capaces y sensatos. Lo que los profesionales deben extraer de la universidad no es el conocimiento profesional, sino el que debe dirigir el uso de ese conocimiento profesional y aportar la luz de la cultura general para iluminar los tecnicismos de una ocupación particular. Se puede ser un abogado competente sin educación general, pero de ella depende formarlos como abogados filosóficos que exijan y sean capaces de entender los principios en vez de atiborrar su memoria con los detalles. Y así sucede con los demás oficios provechosos, incluidos los oficios mecánicos. La educación lleva a que un zapatero sea más inteligente, no porque le enseñe cómo hacer zapatos, sino por el ejercicio mental que le exige y por los hábitos que le imprime.

Éste es, entonces, lo que un matemático llamaría el límite superior de la educación universitaria: su ámbito termina donde la educación deja de ser general y se divide en departamentos adaptados a las metas de vida del individuo. El límite inferior es más difícil de definir. A la universidad no le compete la instrucción elemental: se supone que el estudiante la ha adquirido antes de llegar aquí. Pero, ¿dónde termina la instrucción elemental y dónde comienzan los estudios superiores? Algunos dan un alcance muy amplio a la idea de instrucción elemental. Según ellos, el oficio de la universidad no es impartir instrucción en ramas particulares del conocimiento desde el comienzo. Lo que debe enseñarse al estudiante –piensan ellos– es a organizar su conocimiento, a ver cada parte separada en su relación con las demás partes y con el todo; a unir las visiones parciales que ha obtenido del campo del conocimiento humano en diferentes puntos, en un mapa general de toda la región, por así decirlo; a observar que todo el conocimiento está conectado, que ascendemos a una rama por medio de otra, que la más alta modifica a la más baja, y que la más baja nos ayuda a comprender la más alta; que toda la realidad existente es una mezcla de muchas propiedades, de la que cada ciencia o modo diferente de estudio sólo revela una parte pequeña, pero cuya totalidad debemos incluir para que podamos conocerla como un verdadero hecho de la naturaleza, y no como una mera abstracción.

Esta última etapa de la educación general, destinada a dar al estudiante una visión amplia y conectada de las cosas que ya ha aprendido por separado, incluye un estudio filosófico de los métodos de las ciencias, de las maneras como el intelecto avanza de lo conocido a lo desconocido. Se nos ha de enseñar a generalizar nuestra visión de los recursos que posee la mente humana para explorar la naturaleza; a entender cómo descubrimos los hechos reales del mundo, y mediante qué pruebas podemos juzgar si realmente los hemos descubierto. Y sin duda ésta es la cima y la consumación de la educación liberal: pero antes de que restrinjamos la universidad a este departamento superior de la instrucción –antes de que la limitemos a enseñar, no el conocimiento, sino la filosofía del conocimiento– debemos asegurar que el conocimiento se haya adquirido en otra parte. Quienes adoptan esta visión de la función de la universidad no están equivocados al pensar que las escuelas, a diferencia de las universidades, deben ser adecuadas para enseñar cada rama de la instrucción general que requiere la juventud, hasta donde se la pueda estudiar por separado de las demás. Pero, ¿dónde se puede encontrar este tipo de escuelas? Desde cuando la ciencia asumió su carácter moderno, en ningún lugar; y menos aún en estas islas que en otras partes.

Gracias a sus grandes reformadores religiosos, este antiguo reino tuvo la inapreciable ventaja, negada a sus hermanos del sur, de poseer excelentes escuelas parroquiales que alfabetizaron e instruyeron, en realidad y no en apariencia, a la masa de la población, dos siglos antes que en cualquier otro país. Pero las escuelas de un nivel aún más alto han sido, incluso en Escocia, tan pocas e inadecuadas que las universidades han tenido que cumplir gran parte de las funciones que deberían desempeñar la escuelas: recibir estudiantes muy jóvenes, y encargarse no sólo de la tarea para la que las escuelas los deberían haber preparado, sino de buena parte de la misma preparación. Ninguna universidad escocesa es únicamente una universidad, es también una escuela secundaria para suplir las deficiencias de otras escuelas. Y si las universidades inglesas no hacen lo mismo, no se debe a que no exista la necesidad, sino a que se le desatiende. Los jóvenes llegan ignorantes a las universidades escocesas, y se les enseña. La mayoría de los que llegan a las universidades inglesas llegan aún más ignorantes, y se van ignorantes.

Por consiguiente, el oficio de una universidad escocesa cubre en realidad toda la educación liberal, desde los fundamentos hasta los niveles superiores. Y el programa de las universidades aspira, casi desde el comienzo, a incluir la totalidad, tanto en profundidad como en amplitud. Ustedes no han limitado todo el énfasis de la enseñanza, todos los esfuerzos reales por enseñar –como lo hicieron durante tanto tiempo las universidades inglesas– dentro de los límites de dos materias: las lenguas clásicas y las matemáticas. No esperaron hasta estos últimos años para establecer las carreras de ciencia natural y de ciencia moral. La instrucción en ambos departamentos se organizó hace mucho tiempo: y los profesores de estas materias no han sido profesores nominales, que no imparten clases: algunos de los nombres más conocidos en las ciencias físicas y morales han enseñado en sus universidades, y con su enseñanza han contribuido a formar algunos de los intelectos más distinguidos de los siglos anteriores y del presente.

Comentar la trayectoria de la educación en las universidades escocesas es pasar revista a cada departamento esencial de la cultura general. De modo que el mejor servicio que puedo prestar en esta ocasión es presentar algunos comentarios sobre cada uno de esos departamentos, considerados en su relación con la educación en general; haciendo referencia a la justificación que a cada uno asiste para tener un lugar en la educación liberal; de qué manera particular cada uno conduce al mejoramiento de la mente individual y al provecho de la especie, y en qué forma todos concurren al fin común, al fortalecimiento, la exaltación, la purificación y el embellecimiento de nuestra naturaleza común, y al equipamiento de los seres humanos con los implementos mentales necesarios para la tarea que deben desempeñar durante la vida.

Primero, permítanme decir unas pocas palabras sobre la gran controversia actual acerca de la educación superior, la diferencia que divide más ampliamente a los reformadores y a los conservadores de la educación; la debatida cuestión de las lenguas antiguas y las ciencias y las artes modernas, es decir, si la educación general debe ser clásica –permítanme usar una expresión más amplia, y decir literaria– o científica. Una disputa interminable, y a menudo tan infructuosamente agitada como la vieja controversia a la que se asemeja, que hicieron memorable los nombres de Swift y de Sir William Temple en Inglaterra y de Fontenelle en Francia: el litigio por la superioridad de los antiguos o de los modernos. La cuestión de si debemos enseñar a los clásicos o las ciencias, me parece –lo confieso– muy semejante a una disputa sobre si los pintores deben cultivar el dibujo o el color o, para usar un ejemplo más pedestre, si los sastres deben hacer abrigos o pantalones. Sólo puedo replicar con la pregunta ¿por qué no ambos? ¿Algo puede merecer el nombre de buena educación si no incluye la literatura y también la ciencia? Si no hubiese más que decir que la educación científica nos enseña a pensar y la educación literaria a expresar nuestros pensamientos, ¿no requerimos ambas? Y ¿no es un pobre, mutilado y desproporcionado fragmento de ser humano quien es deficiente en ambas?

No estamos obligados a preguntarnos si es más importante saber lenguas o ciencias. Aunque por sí la vida sea breve, y la acortemos aún más cuando malgastamos el tiempo en cosas que no son interesantes, ni inducen a la meditación ni son placenteras, no estamos tan mal como para que nuestros eruditos deban ignorar las leyes y las propiedades del mundo en que viven, o que nuestros científicos estén desprovistos de sentimiento poético y cultivo artístico. Me asombra la limitada concepción de muchos reformadores de la educación acerca del poder de aprendizaje del ser humano. El estudio de la ciencia, afirman ellos, es indispensable; nuestra educación actual la descuida: hay algo de verdad en esto, aunque no toda la verdad. Piensan que es imposible encontrar lugar para los estudios que desean promover, a menos que se excluyan de la educación general a los que hoy ocupan un lugar principal en ella. Cuán absurdo, dicen ellos, que toda la juventud deba dedicarse a adquirir un conocimiento imperfecto de dos lenguas muertas. Absurdo, sin duda, pero, ¿la capacidad de la mente humana para aprender se mide por la de enseñar las instituciones como Eton o Westminster? Preferiría que estos reformadores dirigieran sus ataques contra la vergonzosa ineficiencia de las escuelas, públicas y privadas, que pretenden enseñar estas dos lenguas, y no lo hacen. Me gustaría que denunciaran los viles métodos de enseñanza, y la holgazanería y la negligencia criminales que malgastan la juventud de los alumnos, sin darles más que brochazos, si acaso eso, de la única clase de conocimiento que se pretende cultivar. Dejemos que se pruebe lo que puede lograr una enseñanza concienzuda e inteligente, antes de decidir lo que no puede hacer.

En este aspecto, Escocia ha sido mucho más afortunada que Inglaterra. Los jóvenes escoceses nunca han salido de la escuela o de la universidad sin haber aprendido algunas otras cosas además del griego y el latín. Y ¿por qué? Porque estas lenguas se han enseñado mejor. Los inicios de la instrucción clásica se imparten en las escuelas comunes, y las de Escocia, al igual que sus universidades, nunca han sido los simulacros que fueron las universidades inglesas durante el último siglo, y que siguen siendo gran parte de las escuelas clásicas inglesas. Las únicas gramáticas latinas aceptables para propósitos escolares que conozco, que fueron publicadas en estas islas hasta hace muy poco, fueron escritas por escoceses. La razón está empezando a abrirse paso mediante la infiltración gradual incluso en las escuelas inglesas, y a librar la batalla, aunque aún muy desigual, contra la rutina.

Algunos reformadores prácticos de la enseñanza escolar, de los cuales Arnold fue el más eminente1, empezaron a mejorar muchas cosas. Pero las reformas dignas de ese nombre son siempre lentas, y aun las reformas de los gobiernos o las iglesias no son tan lentas como las de las escuelas, pues allí existe la gran dificultad previa de formar los instrumentos: de educar a los educadores. Si nuestras escuelas clásicas adoptaran todas las mejoras en la manera de enseñar lenguas que han sido ratificadas por la experiencia, pronto dejaríamos de oír hablar del latín y del griego como estudios que acaparan los años de colegio, y hacen imposible cualquier otro tipo de conocimiento. Si un muchacho aprendiera griego o latín de la misma manera que un niño aprende con facilidad y rapidez cualquier lengua moderna, a saber, adquiriendo alguna familiaridad con el vocabulario mediante la práctica y la repetición, antes de preocuparse por las reglas gramaticales, esas reglas se adquirirían diez veces más fácilmente cuando los casos a los que se aplican ya son familiares a la mente. Mucho antes de terminar la edad escolar, un estudiante promedio podría leer con fluidez e inteligente interés a cualquier autor latino o griego, en prosa o en verso; tendría un conocimiento competente de la estructura gramatical de ambas lenguas y, además, tiempo para adquirir una amplia instrucción científica.

Podría extenderme en detalles, pero estoy tan renuente a exponer todo lo que creo factible en esta materia, como lo fue George Stephenson acerca de los ferrocarriles2, cuando calculó la velocidad promedio de un tren en diez millas por hora, porque si su estimación hubiese sido mayor, los hombres prácticos le habrían prestado oídos sordos, como a un personaje poco digno de estima, a un entusiasta y un visionario. En ese caso, los resultados mostraron quién era el verdadero hombre práctico. No intento anticipar qué mostrarían los resultados en el otro caso. Pero puedo decir con seguridad que si las dos lenguas clásicas se enseñaran como es debido, no habría ninguna necesidad de sacarlas del programa escolar para abrir suficiente espacio para cualquier otra cosa que sea necesario incluir en él.

Permítanme decir unas cuantas palabras más sobre esta opinión extrañamente limitada acerca de lo que pueden aprender los seres humanos, que se basa en el supuesto tácito de que ya son tan bien enseñados como pueden serlo. Esta concepción tan estrecha no sólo vicia nuestra idea de educación, sino que si la acogemos oscurece nuestras previsiones sobre el progreso futuro de la humanidad. Puesto que si las condiciones inexorables de la vida humana hacen inútil que una persona intente saber más de una cosa, ¿qué será del intelecto humano a medida que se acumulen conocimientos? En toda generación, y hoy más rápidamente que nunca, las cosas que una persona necesita saber se multiplican cada vez más. Cada departamento del conocimiento se recarga de detalles, que quien se empeñe en conocerlo con minuciosa precisión, debe limitarse a una parte cada vez más pequeña de su extensión total: toda ciencia y todo arte se deben cortar en subdivisiones, hasta que la porción de cada persona, la región que conoce cabalmente, llega a tener la misma relación con la totalidad del conocimiento útil que el arte de poner las cabezas de los alfileres con respecto al campo de la industria humana.

Ahora bien, si para conocer a cabalidad esa insignificancia es necesario mantenerse totalmente ignorante del resto, ¿cuál será la valía de una persona, para cualquier propósito humano excepto su propia fracción infinitesimal de deseos y necesidades humanas? Su situación será aun peor que la de la simple ignorancia. La experiencia demuestra que no hay ningún estudio u ocupación que, si se ejerce con exclusión de los demás, no estreche o pervierta la mente, alimentando toda clase de prejuicios particulares a esa ocupación, además de un prejuicio general –común a todas las especialidades estrechas– contra las visiones amplias, derivado de la incapacidad para entender y valorar sus razones. Deberíamos esperar que la naturaleza humana fuera cada vez más diminuta e incapaz de grandes cosas, en la medida en que se desarrolla su pericia para las cosas pequeñas. Pero no estamos tan mal: no hay razones para una previsión tan melancólica. El límite superior del conocimiento humano no es saber solamente una cosa, consiste en combinar el conocimiento detallado de una o unas cuantas cosas con el conocimiento general de muchas cosas. Por conocimiento general no entiendo unas cuantas impresiones vagas.

Un hombre eminente, uno de cuyos escritos forma parte del curso de esta universidad, el arzobispo Whately3, hace una justa distinción entre conocimiento general y conocimiento superficial. Tener un conocimiento general de un tema es conocer solamente sus verdades más importantes, pero no en forma superficial sino a cabalidad, de modo que se tenga una concepción precisa de los principales aspectos del tema, dejando los detalles menores a quienes los requieran debido a los propósitos de su ocupación particular. No hay ninguna incompatibilidad entre conocer una amplia gama de temas hasta este punto, y algún otro tema con la integridad que requieren quienes hacen de él su principal ocupación. Esta combinación es la que forma un público ilustrado: un cuerpo de intelectos cultivados, cada uno de los cuales ha aprendido qué es el conocimiento real mediante los logros en su propio campo, y que sabe lo suficiente de otros temas para ser capaz de discernir quiénes son los que mejor los conocen. No se puede estimar a la ligera la cantidad de conocimiento que nos califica para decidir a quiénes podemos recurrir para obtener más conocimientos. Los elementos de los estudios más importantes se han difundido ampliamente, y los que han alcanzado las cimas más altas encuentran un público capaz de apreciar su superioridad y preparado para seguir su ejemplo.

Así también se forman las mentes capaces de guiar y de mejorar la opinión pública acerca de los grandes asuntos de la vida práctica. El gobierno y la sociedad civil son los temas más complicados de todos los asequibles a la mente humana: y quien quiera tratarlos de manera competente, como pensador y no como seguidor ciego de un partido, no sólo requiere un conocimiento general de los hechos más destacados de la vida, tanto moral como material, sino una comprensión ejercitada y disciplinada en los principios y las reglas del pensamiento recto, hasta un punto que no proporcionan la experiencia de la vida ni ninguna ciencia o rama del conocimiento. Entendamos, entonces, que en el aprendizaje nuestro objetivo no debe ser meramente conocer la cosa que será nuestra principal ocupación, tan bien como sea posible conocerla, sino hacer esto y, además, saber algo de los grandes temas de interés humano, teniendo cuidado de saber ese algo con exactitud; marcando bien la línea divisoria entre lo que sabemos con exactitud y lo que no sabemos, y recordando que nuestro objetivo debe ser obtener una visión fiel de la naturaleza y de la vida en su contorno general, y que es inútil malgastar el tiempo en los detalles de las cosas que no forman parte de la ocupación a la que dedicamos nuestras energías prácticas.

Sin embargo, esto no significa de ningún modo que toda rama útil del conocimiento general, por oposición al profesional, se deba incluir en el currículo de estudios de la escuela o de la universidad. Hay cosas que se aprenden mejor fuera de la escuela, o cuando se han terminado los años escolares e incluso los que se han pasado en una universidad escocesa. No estoy de acuerdo con los reformadores que otorgarían un lugar regular y destacado a los cursos de lenguas modernas en la escuela o en la universidad. No porque atribuya poca importancia a su conocimiento. En nuestra época, no se puede considerar bien instruida a una persona que no sepa al menos la lengua francesa, de modo que lea libros franceses con facilidad; y se saca gran provecho en cultivar la familiaridad con el alemán. Pero las lenguas vivas se adquieren con mayor facilidad mediante el trato con quienes las usan en su vida cotidiana; si se emplean apropiadamente, unos cuantos meses en el país llevan mucho más lejos que muchos años de lecciones escolares; es una verdadera pérdida de tiempo, para quienes tienen a su disposición esa manera de adquirir las lenguas, perfeccionarlas sin más ayuda que la de los libros y los maestros: y con el tiempo estarán al alcance de muchos más, en escuelas y colegios internacionales. Las universidades hacen lo suficiente para facilitar el estudio de las lenguas modernas, si dan un dominio de la lengua antigua que es el fundamento de muchas otras, y cuya posesión hace mucho más fácil el aprendizaje de cuatro o cinco lenguas continentales que aprender una de ellas sin saber la lengua antigua.

De nuevo, siempre me ha parecido absurdo que la historia y la geografía se tengan que enseñar en las escuelas; excepto en las escuelas elementales para los hijos de las clases trabajadoras, cuyo acceso posterior a los libros es limitado. ¿Quién aprendió historia y geografía sin recurrir a la lectura privada? Y, ¿qué absoluto fracaso debe ser un sistema de educación que no haya despertado en el alumno suficiente gusto por la lectura para que busque por sí mismo los conocimientos más atractivos y comprensibles? Además, la historia y la geografía que se pueden enseñar en las escuelas no ejercitan ninguna facultad de la inteligencia aparte de la memoria. La universidad es el lugar donde se debe interesar al estudiante en la filosofía de la historia; donde profesores que no sólo conocen los hechos sino que han ejercitado su mente en ellos deben iniciarlo en las causas y las explicaciones, en la medida de nuestro alcance, de las principales características de la vida pasada de la humanidad. La crítica histórica –las pruebas de la verdad histórica– es también un tema hacia el que se puede dirigir la atención del alumno en esta etapa de su educación. Pero, de los meros hechos de la historia, tal como son aceptados, ¿qué joven educado en cualquier actividad mental no aprende cuanto le es necesario recorriendo libremente una biblioteca de historia? Lo que se necesita en esta materia, y en muchas otras de información común, no es que se le enseñe en la adolescencia, sino que tenga acceso a la abundancia de libros.

Por ello, las únicas lenguas y la única literatura a las que concedería lugar en el currículo ordinario serían la de los griegos y la de los romanos, y les preservaría la posición que ocupan en la actualidad. Esta posición se justifica por el gran valor que tiene en la educación el buen conocimiento de otra lengua y otra literatura culta diferente de la propia, y por el valor peculiar de esas lenguas y literaturas particulares.

El conocimiento de las lenguas tiene un beneficio puramente intelectual sobre el que deseo extenderme. Quienes han reflexionado seriamente sobre las causas del error humano se han sentido profundamente impresionados por la tendencia de la humanidad a confundir las palabras con las cosas. Sin entrar en la metafísica del tema, sabemos cuán común es el uso descuidado y en apariencia apropiado de las palabras, que se aceptan con confianza cuando otros las utilizan, sin jamás tener una idea clara de lo que denotan. Para citar de nuevo al arzobispo Whately, la especie humana tiene el hábito de confundir la familiaridad con el conocimiento exacto. Como rara vez se nos ocurre preguntar el significado de lo que vemos todos los días, una vez nuestros oídos se acostumbran al sonido de una palabra o de una frase, no sospechamos que no transmita una idea clara a nuestra mente, y que podemos tener grandes dificultades para definirla, o expresar en otras palabras lo que por ella creemos entender mediante esa frase. Hoy es obvio que este mal hábito tiende a corregirse mediante la práctica de la traducción cuidadosa de una lengua a otra, y mediante la búsqueda de los significados que se expresan en un vocabulario con el que no nos hemos familiarizado por un uso anterior y constante.

No conozco una prueba más admirable del genio extraordinario de los griegos que la de haber sido capaces de alcanzar logros tan brillantes en el pensamiento abstracto sin conocer ninguna lengua distinta de la suya, como sucedía en general. Pero los griegos no escaparon a los efectos de esta deficiencia. Sus más grandes intelectos, Platón y Aristóteles –que sentaron los fundamentos de la filosofía y de toda nuestra cultura intelectual– se dejaron llevar continuamente por las palabras; confundieron los accidentes de la lengua con las relaciones de la naturaleza, y supusieron que las cosas que llevan el mismo nombre en lengua griega deben tener la misma esencia. Hay un adagio muy conocido de Hobbes, cuyo significado tiene un alcance que apreciarán más a medida que ustedes desarrollan su propio intelecto: “Las palabras son las fichas de los sabios y el dinero de los necios”4. Para el sabio, la palabra simboliza el hecho que representa, para el necio es el hecho en sí mismo.

Para continuar con la metáfora de Hobbes, es mucho más probable que quienes tienen el hábito de usar muchas fichas de clases diferentes tomen la ficha únicamente por lo que es. Pero además de la ventaja de poseer otra lengua cultivada, hay otra consideración de igual importancia. Si no conocemos la lengua de un pueblo nunca conoceremos realmente su pensamientos, sus sentimientos y su carácter; y excepto que poseamos este conocimiento de otros pueblos diferentes a nosotros, hasta la hora de nuestra muerte sólo habremos desarrollado a medias nuestro intelecto. Observen a un joven que nunca ha salido de su círculo familiar: nunca sueña con otras opiniones o maneras de pensar distintas de aquellas en las que se crió; y si las ha escuchado, las atribuye a un defecto moral o a la inferioridad de la naturaleza o de la educación. Si su familia es conservadora, no puede concebir la posibilidad de ser liberal; y si es liberal, de ser conservador. Para un joven que no ha tenido un trato más amplio que el de su familia, las nociones y hábitos familiares son las nociones y hábitos de su país, pues desconoce las de los demás. Esas nociones y hábitos son para él la naturaleza humana en sí misma; lo que se aparte de ellas es una aberración inexplicable que no puede entender mentalmente: le es inconcebible la idea de que otras costumbres puedan ser correctas, o tan cercanas a la verdad como las suyas. Esto no sólo le cierra los ojos a las muchas cosas que cada país aún tiene que aprender de los demás; impide que un país logre el perfeccionamiento que, de no ser así, podría conseguir por sí mismo.

No es fácil corregir nuestras opiniones o reformar nuestras costumbres, a menos que empecemos por pensar que es posible enmendarlas: pero el solo hecho de saber que los extranjeros piensan de modo diferente a nosotros, sin entender por qué lo hacen, o que piensan realmente, no hace más que confirmar nuestra arrogancia y enlazar nuestra vanidad nacional a la preservación de nuestras propias peculiaridades. El perfeccionamiento consiste en procurar que nuestras opiniones guarden la mayor concordancia con los hechos; y no es probable que lo logremos mientras observemos los hechos únicamente a través de lentes teñidos por esas mismas opiniones. Pero puesto que no podemos despojarnos de las nociones preconcebidas, no hay medios conocidos para eliminar su influencia, excepto el uso frecuente de cristales diferentes coloreados por otras personas, y los de otras naciones, cuanto más diferentes, son los mejores.

Pero si, por esta razón, es tan útil conocer la lengua y la literatura de otros pueblos cultivados y civilizados, para nosotros lo más valioso a este respecto son las lenguas y la literatura de los antiguos. Ninguna de las naciones de la Europa moderna y civilizada es tan diferente de la otra como los griegos y los romanos difieren de todos nosotros; sin ser, no obstante, como algunos orientales remotos, tan disímiles que se requiera la labor de una vida para poder entenderlos. Si este fuese el único beneficio que se obtuviera del conocimiento de los antiguos, bastaría para que su estudio tuviera una alta posición entre las ocupaciones ilustradas y liberadoras. No tiene sentido decir que podemos conocerlos a través de los escritos modernos. Podemos saber algo de ellos de esta manera, lo que es mejor que no saber nada. Pero los libros modernos no nos enseñan el pensamiento antiguo; nos enseñan la noción de algún escritor moderno sobre el pensamiento antiguo. Los libros modernos no nos revelan a los griegos y a los romanos, nos muestran las opiniones de algún escritor moderno sobre los griegos y los romanos. Las traducciones escasamente son mejores. Cuando queremos realmente saber qué piensa o dice una persona, buscamos saberlo a través suyo. No confiamos en la impresión de otra persona acerca de su significado, expresado con las palabras de otra persona; nos remitimos a las suyas propias. Esto es mucho más necesario cuando sus palabras están en una lengua y las del relator en otra. El lenguaje moderno nunca expresa el significado exacto de un escritor griego; no puede hacerlo, excepto mediante un difuso circunloquio explicativo que ningún traductor se atreve a usar. En cierto grado, debemos ser capaces de pensar en griego, si queremos representarnos cómo pensaba un griego: y esto no solamente en el dominio abstruso de la metafísica, sino también en los asuntos políticos, religiosos e incluso domésticos de la vida.

Mencionaré un aspecto adicional de esta cuestión, que, aunque no tenga el mérito de plantearlo por primera vez, no recuerdo haber observado en ningún libro. No existe ninguna parte de nuestro conocimiento que sea más útil obtener de primera mano –ir a la fuente original– que nuestro conocimiento de la historia. Pese a ello, en la mayoría de los casos casi nunca lo hacemos. No extraemos nuestra concepción del pasado de sus propios registros, sino de libros que se han escrito sobre ellos, que no contienen los hechos, sino la visión que de ellos se ha formado en la mente de alguien de nuestra propia época o de una época reciente. Esos libros son muy instructivos y valiosos; nos ayudan a entender e interpretar la historia, a sacar conclusiones de ella; en el peor de los casos, nos disponen a tratar de hacer todo esto, pero no son la historia. El conocimiento que nos dan se basa en la confianza, e incluso cuando hacen el mejor esfuerzo, no sólo es incompleto sino parcial, puesto que se limitan a lo que algunos escritores modernos han visto en los materiales, y han juzgado valioso escarbando entre ellos.

¡Cuán poco hemos aprendido de nuestros antepasados desde Hume, Hallam o Macaulay5, comparado con lo que sabemos si a lo que ellos nos dicen añadimos una breve lectura de autores y documentos contemporáneos! Los historiadores más recientes son tan conscientes de esto, que llenan sus páginas con extractos de los originales, pensando que esos fragmentos son la historia real y que sus comentarios y el hilo de la narración son únicamente ayudas para entenderlos. Parte del gran valor que para nosotros tienen los estudios del griego y del latín es que en ellos estudiamos historia en sus fuentes originales. Estamos en contacto real con mentes contemporáneas, no dependemos de rumores, tenemos algo con lo que podemos evaluar y revisar las representaciones y teorías de los historiadores modernos.

Se puede preguntar: ¿por qué entonces no estudiar los materiales originales de la historia moderna? Respondo que es altamente deseable hacerlo de ese modo; y permítanme observar de pasada que aun esto requiere una lengua muerta; casi todos los documentos previos a la Reforma y muchos otros posteriores se escribieron en latín. Pero la exploración de esos documentos, aunque es una ocupación provechosa, no puede ser una rama de la educación. Para no hablar de su vasta extensión y de la naturaleza fragmentaria de cada uno, la principal razón más fuerte es que, en el conocimiento del espíritu de las épocas anteriores hasta un período relativamente reciente difícilmente aprendemos algo más de los escritores contemporáneos. Con pocas excepciones, la lectura de esos autores por sí mismos es de poco valor. Mientras que con el estudio de los grandes escritores de la antigüedad, no sólo aprendemos a entender la mente antigua, sino que acopiamos una provisión de pensamientos sabios y de observaciones que aún nos son valiosos; y al mismo tiempo nos familiarizamos con algunas de las composiciones literarias más perfectas y acabadas que la mente humana haya producido –composiciones cuya excelencia, a causa de la alteración de las condiciones de la vida humana, quizá no llegue a tener parangón en los tiempos venideros.

Aun como meras lenguas, ninguna lengua europea moderna es una disciplina tan valiosa para el intelecto como las de Grecia y Roma, debido a su estructura regular y complicada. Consideren por un momento qué es la gramática. Es la parte más elemental de la lógica. Es el comienzo del análisis del proceso de pensamiento. Los principios y las reglas de la gramática son los medios que se emplean para que las formas del lenguaje correspondan a las formas universales del pensamiento. Las distinciones entre las diversas partes de la oración, entre los casos de los sustantivos, los modos y tiempos de los verbos, y las funciones de las partículas son distinciones del pensamiento, no simplemente de las palabras. Los sustantivos y los verbos simples expresan objetos y sucesos, muchos de los cuales se pueden conocer mediante los sentidos: pero los modos de unir los sustantivos y los verbos expresan las relaciones entre los objetos y los sucesos, que sólo se pueden conocer mediante el intelecto, y cada modo corresponde a una relación diferente. La estructura de cada oración es una lección de lógica. Las diversas reglas de la sintaxis nos obligan a distinguir entre el sujeto y el predicado de una preposición, entre el agente, la acción y la cosa sobre la que se actúa; a indicar cuándo se desea modificar o cualificar una idea o, simplemente, unirla con otra idea; a saber qué aseveraciones son categóricas y cuáles sólo son condicionales; y si la intención es expresar similitud o contraste, a hacer una pluralidad de afirmaciones conjuntiva o disyuntivamente; o qué partes de una oración, así sean gramaticalmente completas, son simples miembros o partes subordinadas de la aseveración que se hace con la oración completa. Estas cosas constituyen el tema de la gramática universal; y las lenguas que mejor las enseñan son aquellas que tienen las reglas más definidas y ofrecen formas distintas para el mayor número de distinciones del pensamiento, de modo que si no cumplimos precisa y exactamente alguna de ellas, no podremos evitar los solecismos. Con respecto a estas cualidades, las lenguas clásicas son incomparablemente superiores a las lenguas modernas, y a todas las lenguas, muertas o vivas, que poseen una literatura que valga la pena estudiar.

Pero la superioridad de la literatura en sí misma para propósitos educativos es aún más notoria y decisiva. Aun en el valor substancial de la materia de la que es vehículo está muy lejos de haber sido superada. Hemos superado ampliamente los descubrimientos de los antiguos en materia de ciencias, y aunque muchos de ellos todavía son valiosos no se pierde nada cuando los incorporamos en los tratados modernos. Pero lo que no admite ser transferido físicamente, y que hemos hecho de manera imperfecta e incluso fragmentaria, es el tesoro que acumularon acerca de lo que podríamos llamar la sabiduría de la vida. El abundante acopio de experiencias de la naturaleza y del comportamiento humanos, que las mentes agudas y observadoras de esas épocas –cuyas observaciones fueron apoyadas por la sencillez de las costumbres y de la vida– consignaron en sus escritos, y que en su mayoría mantienen todo su valor.

Los discursos de Tucídides, la Retórica, la Ética y la Política de Aristóteles; los Diálogos de Platón; los Discursos de Demóstenes; las Sátiras y en especial las Epístolas de Horacio; todos los escritos de Tácito; la gran obra de Quintiliano, un repertorio de los mejores pensamientos del mundo antiguo sobre todos los temas relacionados con la educación; y, de manera menos formal, todo lo que nos legaron los historiadores, oradores, filósofos e incluso los dramaturgos de la antigüedad está lleno de comentarios y de máximas de singular buen sentido y penetración, aplicables a la vida política y privada; y las verdades que encontramos en ellos son sobrepasadas en valor por el aliento y la ayuda que nos dan en la búsqueda de la verdad. La invención humana nunca ha producido algo tan valioso, para estímulo y disciplina del intelecto inquisitivo, como la dialéctica de los antiguos, de la cual varias obras de Aristóteles ilustran la teoría y las de Platón exhiben la práctica. Ningún escrito moderno se acerca a aquellos, en la enseñanza, tanto en el precepto como en el ejemplo, en la manera de investigar la verdad en aquellas materias, de tan suma importancia para nosotros, que siguen siendo tema de controversia, debido a la dificultad o imposibilidad de someterlos a una prueba experimental directa.

Cuestionar todas las cosas; nunca rehuir las dificultades; no aceptar ninguna doctrina, nuestra o de otros pueblos, sin un riguroso escrutinio mediante la crítica negativa, sin dejar que pase desapercibida ninguna falacia, incoherencia o confusión del pensamiento; por encima de todo, insistir en haber entendido claramente el significado de una palabra antes de usarla y el significado de una proposición antes de aceptarla; éstas son las lecciones que aprendemos de los dialécticos antiguos. Con todo este vigoroso manejo del elemento negativo, no inspiran escepticismo acerca de la realidad de la verdad ni indiferencia en su búsqueda. El entusiasmo más noble, tanto en la búsqueda de la verdad como en su aplicación a los usos más elevados, empapa a estos escritores, a Aristóteles no menos que a Platón, aunque Platón tiene un poder incomparablemente mayor para transmitir a otros esos sentimientos. Por consiguiente, con el cultivo de las lenguas antiguas como nuestra mejor educación literaria, establecemos un fundamento admirable para la cultura ética y filosófica.

En la excelencia puramente literaria –en la perfección de la forma– es indiscutible la preeminencia de los antiguos. En cada rama que exploraron, y las exploraron casi todas, su composición, igual que su escultura, son un ejemplo para los grandes artistas modernos, que se aprecia con admiración desesperanzada, pero de inapreciable valor como una luz en las alturas que guía sus propios esfuerzos. En la prosa y en la poesía, en la épica, la lírica o la dramática, así como en las artes histórica, filosófica y oratoria, el pináculo en que se sitúan es igualmente eminente. Hablo de la forma, de la perfección artística del tratamiento, pues en cuanto a la sustancia considero que la poesía moderna es superior a la antigua, de la misma manera, aunque en menor grado, que la ciencia moderna: penetra más profundamente en la naturaleza.

Los sentimientos de la mente moderna son más variados, complejos y diversos de lo que jamás fueron los de los antiguos. La mente moderna es melancólica y consciente de sí misma, lo que no era la mente antigua; y su autoconciencia meditativa ha descubierto profundidades del alma humana que no soñaron los griegos ni los romanos, y que no habrían entendido. Pero lo que tenían que expresar, lo expresaron de tal manera que incluso pocos de los más modernos más admirables han intentado rivalizar. Debemos recordar que ellos tenían más tiempo y que escribieron principalmente para una clase selecta, que gozaba del ocio. Para nosotros, que escribimos de prisa para un pueblo que lee de prisa, sería una pérdida de tiempo intentar dar un grado de acabado semejante. Pero la familiaridad con los modelos perfectos no es para nosotros menos importante porque el elemento con que trabajamos impida el esfuerzo de igualarlos. Al menos nos muestran qué es la excelencia, y nos llevan a desearla y a esforzarnos por acercarnos a ella tanto como esté a nuestro alcance. Y este es el valor que para nosotros tienen los escritores antiguos, de modo aún más enfático, porque su excelencia no admite copia o imitación directa. La excelencia no consiste en un artificio que podamos aprender, sino en la adaptación perfecta de los medios a los fines.

El secreto del estilo de los grandes autores griegos y romanos consiste en la perfección del buen sentido. En primer lugar nunca usan una palabra carente de significado, o una palabra que nada añade al significado. Ellos siempre tenían un significado, sabían lo que querían decir, y su propósito era decirlo con el mayor grado de exactitud e integridad, y transmitirlo con la mayor claridad y vivacidad posibles. Nunca entró en sus pensamientos concebir una obra hermosa en sí misma, desligada de lo que tenían que expresar; su belleza debía estar supeditada a la más perfecta expresión del sentido. La curiosa felicitas que los críticos atribuyen en grado sumo a Horacio, expresa el modelo al que todos apuntaban. La definición de Swift describe su estilo en forma exacta: “Las palabras correctas en los lugares correctos”.

Consideremos un discurso de Demóstenes; nada en él atrae la atención hacia el estilo. Sólo después de un examen cuidadoso percibimos que cada palabra es lo que debería ser y está donde debería estar, para llevar al oyente suave e imperceptiblemente al estado mental que el orador desea suscitar. La perfección de la obra sólo es visible en la ausencia total de defectos o faltas y de todo lo que estorbe el flujo del pensamiento y del sentimiento, de todo lo que distraiga a la mente, así sea por un momento, del propósito principal. Pero, desde luego (como justamente se ha dicho), el objetivo de Demóstenes no era lograr que los atenienses exclamaran “¡Qué magnífico orador!”, sino que dijeran: “¡Marchemos contra Filipo!”

Fue únicamente durante la decadencia de la literatura antigua cuando se comenzó a cultivar el ornamento por sí mismo. En la época de madurez, no se empleaba ni el más sencillo de los epítetos porque fuera hermoso en sí mismo; ni siquiera con un propósito descriptivo, pues los epítetos puramente descriptivos fueron una de las corrupciones del estilo abundantes en Lucano, por ejemplo: la palabra no tenía allí ningún oficio a menos que resaltara una característica deseada y ayudara a poner el objeto a la luz que el propósito de la composición requería. Satisfechas estas condiciones, la belleza intrínseca de los medios que se empleaban era una fuente de efectos adicionales, que aprovechaban cuando lo querían, como el ritmo y la melodía de la versificación. Pero estos grandes escritores sabían que el ornamento por el ornamento, el ornamento que atrae la atención hacia sí mismo y brilla por su propia belleza, sólo lo hace alejando la mente del objeto principal, y así no sólo interfiere con el propósito superior del discurso humano –que debe, y en general profesa, tener algún asunto que comunicar, aparte de la mera excitación del momento– sino que también arruina la perfección de la composición como obra de arte, y rompe la unidad del efecto.

Ésta es, entonces, la primera gran lección de composición que hemos de aprender de los autores clásicos. La segunda es no ser prolijo. En sólo un párrafo, Tucídides puede dar una representación tan clara y vívida de una batalla que una vez el lector la ha fijado en la mente, difícilmente puede olvidarla. Quizá el fragmento narrativo más potente y conmovedor de toda la literatura histórica sea el relato de la catástrofe siciliana en su libro séptimo, ¡y cuán pocas páginas ocupa! Los antiguos eran concisos debido al extremo cuidado que dedicaban a la composición; casi todos los modernos son prolijos, debido a que no se toman tantas molestias. Los grandes de la antigüedad podían expresar su pensamiento en pocas palabras u oraciones, con tanta perfección que no necesitaban añadir una más. Los modernos, que no pueden expresarlo clara y llanamente, dan rodeos una y otra vez, amontonan una frase tras otra, cada una de las cuales añade una pequeña explicación, con la esperanza de que si una sola no expresa el sentido completo, el conjunto dé una noción suficiente de ese sentido.

A este respecto me temo que estamos empeorando en vez de mejorar, por falta de tiempo y de paciencia, y por la necesidad de dirigir casi todos nuestros escritos a un público ocupado e imperfectamente preparado. Debido a las exigencias de la vida moderna –el trabajo que debemos hacer y la mole con la que debemos trabajar son tan vastos–, quienes tienen algo particular que decir, quienes tienen un mensaje que entregar –como dice la frase– no pueden dedicar su tiempo a la producción de obras maestras. Pero lo harían peor de lo que lo hacen si nunca hubieran existido obras maestras o si nunca las hubiesen conocido. La familiaridad temprana con lo perfecto hace que nuestra producción más imperfecta sea menos mala de lo que sería sin ella. El hecho de tener un elevado modelo de excelencia a menudo marca toda la diferencia entre un trabajo bueno y uno mediocre.

Por todas estas razones, considero importante mantener estas dos lenguas y literaturas en el lugar que ocupan, como parte de la educación liberal, es decir, de la educación de todos aquellos que no están obligados por las circunstancias a suspender sus estudios escolares a muy temprana edad. Pero las mismas razones que justifican el lugar de los estudios clásicos en la educación liberal muestran también sus justas limitaciones. Se deben llevar tan lejos como sea suficiente para que el estudiante, en sus años posteriores, pueda leer con facilidad las grandes obras de la literatura antigua. Quienes disponen de tiempo libre e inclinación para dedicarse a la erudición, a la historia antigua o a la filología general requieren, por supuesto, mucho más, pero no hay lugar para más en la educación general.

La laboriosa ociosidad en que se malgasta el período escolar en las escuelas clásicas inglesas merece la más severa reprensión. ¿Con qué propósito se deben despilfarrar irreparablemente los años más preciosos de la infancia en aprender a escribir malos versos en latín o griego? No veo que esto sea lo mejor aun para aquellos que terminan escribiendo buenos versos. A menudo me siento tentado a preguntar a los que han sido favorecidos por la naturaleza y la fortuna si ya se ha hecho todo el trabajo serio e importante del mundo, para que puedan dedicar su tiempo y su energía a estas trivialidades difíciles6. No soy insensible a la utilidad de componer en una lengua, como medio para aprenderla correctamente. No conozco otro medio tan eficaz. Pero, ¿no bastaría componer en prosa? ¿Cuál es la necesidad de hacer composiciones originales?, si se puede llamar original a lo que escolares infortunados, sin pensamientos que expresar, machacan compulsivamente de memoria, adquiriendo el hábito pernicioso de ensartar frases prestadas una tras otra –un hábito cuya corrección debería considerar un profesor uno de sus principales deberes–. El ejercicio de composición más conveniente y a la vez el más valioso para los requerimientos de quienes aprenden es el de volver a traducir pasajes traducidos de un buen autor: y a esto se puede añadir la práctica ocasional de hablar en latín, lo que aun existe en muchos centros educativos del continente europeo.

Habría algo que decir acerca del tiempo que se gasta en la producción de versos si esta práctica fuese necesaria para disfrutar la poesía antigua; aunque mejor sería perder ese disfrute que comprarlo a un precio tan extravagante. Pero las bellezas de un gran poeta serían más pobres de lo que son si sólo nos impresionaran por el conocimiento de los tecnicismos de su arte. El poeta necesitó esos tecnicismos, a nosotros no nos son necesarios. Son esenciales para criticar un poema, pero no para disfrutarlo. Todo lo que se requiere es suficiente familiaridad con el lenguaje, para que su significado nos llegue sin ningún esfuerzo, y revestido con las asociaciones que el poeta tuvo en cuenta para producir su efecto. Quien tenga esta familiaridad, y un oído adiestrado, podrá deleitarse con la música de Virgilio y de Horacio, así como con la de Gray, Burns o Shelley7, aunque no conozca las reglas métricas de un verso sáfico o de un verso alcaico. No digo que no debamos enseñar estas reglas, pero crearía un curso especial para enseñarlas, y los ejercicios apropiados serían una parte opcional y no obligatoria de la enseñanza escolar.

Podría decirse mucho más acerca de la instrucción clásica y del cultivo literario en general, como parte de la educación liberal. Pero es hora de hablar de los usos de la instrucción científica o, más bien, de su indispensable necesidad, porque es aconsejada por toda consideración que abogue por un elevado nivel de educación intelectual.


NOTAS AL PIE

1. Thomas Arnold (1795-1842), educador y reformador de la enseñanza inglesa. Director de Rugby, la famosa escuela secundaria de Inglaterra. Arnold añadió matemáticas, lenguas vivas e historia moderna al programa clásico de Rugby, reformas que después fueron adoptadas por otras instituciones de la isla. Dio énfasis a la formación del carácter a partir de un código de conducta basado en la ética cristiana y subrayó el papel de los alumnos mayores en el gobierno estudiantil (N. del T.).

2. George Stephenson (1781-1848), inventor inglés. Padre de la locomotora que dio vida al ferrocarril (N. del T.).

3. Richard Whately (1787-1863), arzobispo de Dublín. Profesor de economía política y autor de dos tratados, uno de lógica y otro sobre retórica, de amplio uso en la Inglaterra del siglo XIX (N. del T.).

4. Thomas Hobbes, Leviatán, capítulo IV, “Del lenguaje”. Mill parafrasea a Hobbes; la cita, en versión de Carlos Mellizo, dice: “Pues las palabras son las monedas que los hombres sabios manejan en sus cálculos; pero son monedas de insensatos, si todo el valor que se les da viene de la autoridad de un Aristóteles, un Cicerón, un Tomás, o de cualquier otro maestro que no sea más que un hombre” (N. del T.).

5. Historiadores ingleses. Además de sus conocidos trabajos filosóficos, David Hume (1711-1776) escribió una Historia de la Gran Bretaña. Henry Hallam (1777-1859) fue autor de un Bosquejo de Europa durante la Edad Media y de una aclamada Historia constitucional de Inglaterra. Thomas B. Macaulay (1800-1859) escribió numerosos ensayos históricos –uno de ellos dedicado a Hallam– y una brillante Historia de Inglaterra en cinco volúmenes (N. del T.).

6. En la versión original: nugæ difficiles.

7. Poetas románticos ingleses del siglo XVIII y de los primeros años del siglo XIX. Thomas Gray (1716-1771), Robert Burns (1759-1796) y Percy B. Shelley (1792-1822).

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