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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.6 no.11 Bogotá Dec. 2004

 


CUANDO EL MERCADO Y LA DEMOCRACIA NO VAN DE LA MANO


WHEN MARKET AND DEMOCRACY DON’T GO HAND BY HAND


Entre las reformas y el conflicto. Economía y política en Colombia, José Antonio Ocampo, Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2004, 156 pp.



Bernardo Pérez Salazar*

* Investigador, Universidad Externado de Colombia. Fecha de recepción: 6 de septiembre de 2004, fecha de aceptación: 17 de septiembre de 2004.


José Antonio Ocampo despierta simpatías no sólo entre los economistas sino también entre intelectuales de diversos campos. Su pulcritud en el manejo de las estadísticas, su rigor en el uso recurrente de la historia para interpretar los fenómenos económicos, sociales y políticos del presente, así como una visión amplia y equilibrada, enriquecida con la perspectiva comparada de los procesos de crecimiento y desarrollo económico del resto de América Latina, son atributos que sus simpatizantes comúnmente refieren y admiran.

No obstante, un lector cínico podría estimar que los dos ensayos compilados en este libro son un “refrito” de memorias personales del autor sobre los años noventa, período en el que tuvo un papel protagónico en la política económica colombiana, y que fueron escritos para justificar sus posiciones y su obra de gobierno.

El primero, “Reforma del Estado y desarrollo económico y social en Colombia”, escrito luego de su retiro del gobierno del presidente Gaviria como asesor del Consejo Directivo de Comercio Exterior, argumenta la necesidad de internacionalizar la economía colombiana en forma gradual. La derrota de su posición durante la primera etapa del gobierno lo llevó a renunciar. Luego regresaría al equipo de gobierno como Ministro de Agricultura. Durante el gobierno del presidente Samper, se desempeñó como Director del Departamento Nacional de Planeación y más tarde como Ministro de Hacienda. En el segundo, “Economía, conflicto y gobernabilidad en Colombia”, escrito 10 años después del primero, Ocampo recoge esa experiencia pública y discute los resultados de la “apertura económica”, destaca los traumas económicos y sociales innecesariamente costosos en los que se incurrió, así como la volatilidad macroeconómica y la inestabilidad política que se derivaron del precario consenso en el que se fundó la apertura a comienzos de los noventa.

LA APERTURA EN COLOMBIA SEGÚN OCAMPO

A pesar de lo chocantes que resulten para algunos lectores las ínfulas proféticas que se perciben en ambos ensayos, hay que reconocer que Ocampo es una de las figuras más autorizadas para interpretar lo que sucedió en el país durante esos años, tanto por sus atributos intelectuales como por su trayectoria personal.

Acepta sin tapujos que, en los años noventa, la internacionalización de las economías era una tendencia imperante en el mundo, y que era necesario reorientar las decisiones gubernamentales y las energías empresariales para promover nuevas actividades económicas en el país. No obstante, discrepa del diagnóstico de La revolución pacífica, el Plan de Desarrollo del presidente Gaviria, que advertía una “crisis estructural” de la economía colombiana ocasionada por una política económica excesivamente intervencionista y que habría llevado al país al “enclaustramiento” y a sumergirse en una trampa de “bajo crecimiento”. Para Ocampo, este diagnóstico era “impreciso, para no decir abiertamente incorrecto”, pues desconocía la historia económica y el papel del Estado colombiano en la definición del patrón de desarrollo económico y social del país, así como la evidencia que aportaban los estudios sobre la industrialización colombiana y otros trabajos comparativos internacionales.

Apoyado en esas fuentes, Ocampo señala que desde la década de los sesenta, el modelo de “sustitución de importaciones” fue sustituido por un “modelo mixto” y que, como resultado, a comienzos de los noventa se observaba una tendencia a la expansión de las exportaciones que invalidaba la interpretación de que la economía requería una reestructuración radical para salir de la “trampa de bajo crecimiento”.

Atribuye este pseudo-diagnóstico a una maniobra de la “tecnocracia” encargada de los temas económicos que, aprovechando la coyuntura del debate político sobre la reforma institucional del Estado, encarnado en la Asamblea Constituyente de 1991, se propuso justificar medidas radicales en el frente económico. Considera que el gobierno logró la aprobación legislativa de un paquete de reformas económicas radicales sin la amplia y necesaria discusión política que requería una transformación de tal envergadura, la cual además rompía la tradición colombiana del gradualismo en el manejo económico. Ocampo reconoce que si bien dentro del gobierno hubo importantes debates sobre las reformas luego del nombramiento de Ernesto Samper como Ministro de Desarrollo –que tenía una posición muy diferente acerca de las medidas que se debían tomar en ese momento–, “ello tampoco facilitó un proceso político diferente, porque muchas decisiones fundamentales se tomaron sin consenso al interior del gobierno”.

De ese modo, entre 1990 y 1991 se desmantelaron las restricciones cuantitativas a las importaciones, se redujo la dispersión en los niveles de protección, se eliminaron los subsidios a las exportaciones, se bajó el arancel promedio de un 44% a finales de 1989 al 12% a finales de 1991, y se liberó parcialmente el régimen cambiario.

LOS COSTOS DE LA “REESTRUCTURACIÓN RADICAL” Y LA POLÍTICA SOCIAL “ACTIVA

Ocampo enumera y analiza en detalle los costos inmediatos de esta abrupta “internacionalización de la economía”: 1) el efecto recesivo sobre la economía; 2) la reevaluación, producto de la agresiva política cambiaria que adoptó el país hasta 1990; 3) los efectos tributarios adversos, consecuencia de la desgravación arancelaria en una economía con alta dependencia fiscal de los ingresos aduaneros, conjugada con un mercado nacional de capitales con deficiencias estructurales, que impedía usar en gran escala el financiamiento interno del sector público para hacer frente a los desequilibrios fiscales sin recurrir al crédito externo; 4) una mayor inestabilidad macroeconómica unida a la pérdida de los grados de libertad de las autoridades económicas para el manejo de corto plazo, debido al menor control de la oferta monetaria y la mayor dependencia de las políticas cambiaria y fiscal; y 5) una volatilidad antes desconocida en la economía colombiana, causada por las agudas fluctuaciones del tipo de cambio real y la demanda agregada interna.

No desconoce los esfuerzos que realizaron los gobiernos durante la década de los noventa para atenuar el efecto negativo de estos costos sobre la equidad. Cita cifras del Departamento Nacional de Planeación, que indican que el gasto público social pasó del 8,2% del PIB en 1990 al 14,4% en 1998. Señala que gracias a ese incremento de más de seis puntos, a la adopción del principio de focalización del gasto social en los sectores de menores ingresos, a la preferencia por los subsidios a la demanda de servicios frente a los subsidios a la oferta, y a la delegación de la prestación de servicios en el sector privado y en entidades regionales y locales, se logró aumentar la cobertura de la educación secundaria –que pasó del 47,8% en 1993 al 62,6% en 1997–, y la de atención en salud, que ascendió del 23,9% al 57,1%. Destaca también que en ese mismo período aumentó la cobertura de los servicios públicos domiciliarios y se logró reducir la población con necesidades básicas insatisfechas: del 37,2% al 25,9%.

EL BALANCE FINAL PARA LOS MÁS POBRES

Pero esos esfuerzos no lograron proteger a los quintiles más pobres de la población de los costos de la apertura. Ocampo recuerda que en economías con acentuada desigualdad distributiva, como la colombiana, el mercado induce al sector privado a prestar servicios de calidad a los sectores de mayores ingresos. Esto genera segregación social y deja la atención de los sectores de menores ingresos a cargo del sector público. En su opinión, así se desincentivó el funcionamiento de sistemas basados en principios de solidaridad, y la financiación de los programas para la protección de la población más pobre y más expuesta a riesgos empezó a depender cada vez más del aumento de las cotizaciones a la seguridad social y de los precios de los servicios públicos. Se agravan entonces los problemas originados en procesos de selección adversa, y se profundizan y se tornan permanentes las desigualdades sociales y los problemas fiscales.

Ocampo se lamenta porque los sectores más pobres fueron los que recibieron directamente los impactos sociales adversos de la transformación, particularmente a través del mercado de trabajo. La participación del empleo en los sectores agrícola e industrial se redujo del 43,0% al 36,8% entre 1991 y 1997, debido a la combinación del abandono de las barreras de protección y los precios bajos.

En la interpretación de Ocampo, los bajos precios internacionales de las exportaciones colombianas y el rápido crecimiento de las importaciones condujeron a un deterioro de la cuenta corriente de la balanza de pagos y a la desaceleración de la demanda agregada interna. El excesivo endeudamiento interno y externo del sector privado –que entre 1991 y 1997 aumentó en un 24,7% del PIB– dejó a la economía colombiana expuesta a una sensibilidad extrema a los aumentos de las tasas de interés y a la devaluación de la tasa de cambio. Eventualmente se produjeron ambos fenómenos, lo que ocasionó un serio deterioro patrimonial del sector privado, con una pérdida equivalente al 5%-6% del PIB.

El ajuste del gasto privado consiguiente llevó al desplome de la demanda agregada interna. La crisis aumentó el desempleo en 1,4 millones de personas y la informalidad explotó nuevamente, revirtiendo los logros de una década. Los sectores más afectados fueron el rural, donde la pobreza –medida por el ingreso– aumentó a causa del descenso de los precios de los alimentos, y los sectores urbanos menos calificados que engrosaron la población urbana que vive por debajo de la línea de pobreza, eliminando así en los dos años finales de la década lo que se había ganado en los seis años anteriores a 1996.

CONSECUENCIAS PARA LA GOBERNABILIDAD

El libro no hace referencia a la posibilidad de haber evitado el balance social final si se hubiese adoptado el “gradualismo” que Ocampo defendió con respecto a la internacionalización de la economía.

Su reflexión es más profunda, en el marco del consenso político materializado en la Constitución de 1991 que comprometió al Estado en la búsqueda de caminos para hacer compatible la modernización económica con la equidad social y la democracia. Rechaza abiertamente la actitud con la que el “pensamiento tecnocrático” gavirista despreció los mecanismos democráticos de control político de las decisiones que llevaron a la “reestructuración radical” de la economía colombiana. En sus palabras:

Existe, por así decirlo, una tendencia oligárquica intrínseca –entendida en el sentido platónico del término: como un sistema en el cual gobiernan los sabios– que comparten todas las escuelas de pensamiento económico, ya que para ellas no es la voluntad general, expresada a través del sistema político, sino el conocimiento de un grupo elitista (la tecnocracia) el que debe guiar las decisiones del Estado. Más aún, en su concepción, el conocimiento es la única guía correcta para identificar los verdaderos intereses de la sociedad […] En estas concepciones lo único que buscan los gremios o sindicatos es capturar rentas a costa de la comunidad, y, por lo tanto, la tecnocracia, como defensora de los verdaderos intereses de esta última, debe rechazar categóricamente sus presiones (pp. 72-76).

Tal como sucedieron los hechos, las reformas que limitaron la intervención del Estado en favor de los mecanismos de mercado –con las que supuestamente mejoraría la situación económica de los trabajadores no calificados, tradicionalmente relegados al ámbito de la informalidad y marginados del proceso político– no sólo desmejoraron su situación y empobrecieron a la población rural, sino que también socavaron la cohesión social y la confianza en el sistema político como mecanismo eficaz de articulación social.

Aunque no lo expresa así, el mensaje central de Ocampo es que tal como tramitaron la “reestructuración radical” de la economía a principios de los noventa, las autoridades económicas le “hicieron conejo” al consenso político reflejado en la Constitución de 1991. Ésta, a través de figuras como el mayor control del estado de excepción por la Corte Constitucional; los derechos a la tutela y al amparo, para hacer respetar los derechos fundamentales, y el fortalecimiento del sistema judicial, para iniciar y culminar procesos contra la corrupción política, y otras más, pretendió establecer un sólido equilibrio de poderes que garantizara que las decisiones públicas contribuyeran a fortalecer la confianza en las instituciones democráticas.

Al comentar la evolución de los indicadores de gobernabilidad del Banco Mundial entre 1997-1998 y 2000 -2001, Ocampo señala que el único indicador que tuvo mejoría fue el del control de la corrupción. En cambio, hubo un fuerte deterioro de aquellos indicadores relacionados con el control y la rendición de cuentas de los agentes políticos, la inestabilidad política y la violencia, la eficacia del gobierno, la calidad del marco regulador y el imperio de la ley. En su opinión, este comportamiento se debe en parte a la pérdida de control del orden público, a raíz del fallido proceso de paz del presidente Pastrana con la FARC-EP, y en parte al descontento con los resultados de las reformas económicas que intentaron corregir las fallas de la democracia por medio del mercado.

Ocampo considera que el daño a la confianza ciudadana en las instituciones que causó esta actitud “oligárquica” de las autoridades económicas refuerza lo que llama una “tradición colombiana de fragmentación del poder”, entendida como el rechazo persistente de los colombianos a cualquier tipo de hegemonía central o poder nacional fuerte. Esta situación trae a la memoria ciertos pasajes del siglo XVI: los hechos descritos por Rodríguez Freile, autor de El Carnero, donde vecinos que pleiteaban a raíz del corrimiento abusivo de linderos, se rehusaban a reconocer la autoridad de cualquier instancia de gobierno que no fuera el mismo Rey; y los episodios del inicio de nuestra vida republicana como la “Patria Boba”, cuando “centralistas” y “federalistas” se engarzaron en luchas internas que facilitaron la “pacificación” impuesta por el español Pablo Morillo.

Para Ocampo, una expresión de la preferencia revelada de los colombianos por un poder fragmentado es el régimen radical de descentralización de las rentas públicas, que sería equivalente al de países latinoamericanos de sólida tradición federal, como Argentina y Brasil, y más acentuada que el de otros países federales como México y Venezuela. En su opinión, la tendencia colombiana a oponerse a un control central fuerte en cualquier contexto se manifiesta en la proliferación de conflictos violentos en los ámbitos locales. Lo que a su vez da lugar a múltiples focos de desorden, que por ser locales no afectan directamente las estructuras de poder “formales” del orden nacional.

Esta sugestiva hipótesis se plantea en los párrafos que preceden inmediatamente a la conclusión final y deja en la mente del lector la sensación de que el autor termina precipitadamente su libro sin explorar las implicaciones de esta idiosincrasia política de los colombianos:

Esta interpretación indica que toda solución a la crisis actual del país pasa por la profundización de la democracia, que permita ampliar espacios de participación a los múltiples actores locales. La diversidad es, hoy como ayer, la expresión de las profundas fuerzas democráticas que caracterizan al país. Pero la ampliación de los canales democráticos tiene que estar asociada al desarrollo de mecanismos efectivos de gobernabilidad, cuyos elementos mínimos son la generación de acuerdos, el respeto a la diferencia, una justicia eficaz contra la intolerancia y el monopolio legítimo de la fuerza (pp. 142-143).

Se trata de una recomendación lineal –aconseja persistir en la fórmula “más de lo mismo”– que parece ignorar la complejidad de la problemática que describió anteriormente. Quizás este par de ensayos habría merecido algo más que esta recomendación final de corte “tecnocrático”. Un conjunto de interrogantes abiertos que contribuyeran a encauzar la discusión y la investigación acerca de la gobernabilidad local en Colombia quizás hubiera sido más apropiado.

Personalmente, las reflexiones contenidas en estos textos de Ocampo me suscitan algunos interrogantes. En un escenario como el colombiano, tan plagado por conflictos violentos locales y con una idiosincrasia política tan propensa a “hacerles conejo” a las instituciones políticas formales, ¿qué significa “profundizar la democracia”? ¿Más descentralización política y administrativa? ¿O reconocer que con la globalización han llegado a la escena local nuevos actores y agentes de intereses –algunos de ellos relacionados con organizaciones criminales transnacionales– para quienes los regimenes electorales locales descentralizados representan una oportunidad para manipular la débil institucionalidad de los gobiernos locales? ¿No es este el tipo de escenarios más favorable para “gobernar” sobre la base de alianzas con empresarios de la violencia locales –como lo serían los paramilitares, de acuerdo con algunas interpretaciones–, y la corrupción de autoridades políticas y de policía? La posición electoral y administrativamente incontestable de estas alianzas en contextos locales, fácilmente puede conducir a que la gobernabilidad local en muchas partes del país se someta al ejercicio del poder discrecional en manos de este tipo de alianzas. De ser así, para evitar que prospere una situación de estas características, ¿no sería necesario pensar que la “profundización de la democracia” pasará en Colombia por una concentración eficaz y legítima del poder en cabeza del Estado nacional?

El otro interrogante al que incitan los textos de Ocampo tiene que ver con la manera como se deberían articular los sistemas de valoración del “éxito” de la gestión pública, con mecanismos institucionales que transfieran de modo directo y proporcional los costos políticos asociados con las decisiones públicas a los responsables de las mismas. El período interpretado por Ocampo ilustra bien el modo convencional de valorar el “éxito” de las reformas económicas asociadas al “ajuste estructural” de las economías nacionales. Estas reformas se han juzgado en términos de la continuidad en la implantación de las medidas de la reforma –con lo cual, lo que se valora es el grado en que las decisiones se llevaron a cabo y no los resultados de las medidas tomadas–, o en términos de mediciones del “grado de liberalización y estabilización” de las economías luego de la implantación de las reformas. Sin embargo, estos parámetros de evaluación convenientemente eximen en la práctica a las autoridades que diseñaron y aplicaron estas reformas de la responsabilidad de sus consecuencias perturbadoras sobre la confianza de la ciudadanía en las instituciones políticas del país. ¿Cómo podría institucionalizarse un mecanismo de control y rendición de cuentas para las autoridades públicas por la contribución de su gestión al fortalecimiento o debilitamiento de la confianza ciudadana en las prácticas y los escenarios políticos democráticos?

Es probable que el lector cínico –al cual aludimos al inicio de esta reseña– que se haya dejado seducir a leer el libro comentado, sienta justificado su cinismo cuando termine su lectura. Pero lo que no podrá remediar su cinismo será la inquietud que dejarán en su mente las preguntas latentes que allí subyacen, cuya respuesta los colombianos no podemos seguir aplazando por otra veintena de generaciones.

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