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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. v.8 n.14 Bogotá jun. 2006

 


EL ECLIPSE DE LA FRATERNIDAD. UNA REVISIÓN REPUBLICANA DE LA TRADICIÓN SOCIALISTA


THE ECLIPSE OF FRATERNITY. A REPUBLICAN REVISION OF THE SOCIALIST TRADITION


de Antoni Domènech, Barcelona, Crítica, 2004, 473 pp.



Alberto Castrillón*

* Profesor de la Universidad Externado de Colombia, jracastrillon@yahoo.com Fecha de recepción: 13 de febrero de 2006, fecha de aceptación: 2 de marzo de 2006.


Catedrático de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona, Antoni Domènech publicó en 1989 De la ética a la política. De la razón erótica a la razón inerte, libro en el que hace una interpretación asaz original de la historia del pensamiento filosófico utilizando la teoría de juegos. En un enorme esfuerzo de hermenéutica el autor recorre la historia de la filosofía desde Platón y Aristóteles, pasa por el medioevo y los clásicos del liberalismo y el socialismo, y llega hasta Nozick, Rawls y Habermas, e incluso hace sugestivas incursiones en el pensamiento oriental, particularmente en el budismo. Con esta clave hermenéutica revela cómo las grandes teorías de la filosofía política son intentos por resolver el dilema del prisionero al que han sido conducidas las sociedades en su devenir histórico.

La tesis substancial afirma que la filosofía moral de la cultura antigua se funda en lo que, siguiendo a Platón, Domènech llama “racionalidad erótica”, esto es, un tipo de racionalidad que se rehúsa a considerar “dados” los deseos y preferencias, se distancia críticamente de ellos, y posibilita que los seres humanos elijan no sólo “el mejor curso de acción, sino también el mejor deseo”. Mientras, la filosofía práctica moderna –“inerte” según Domènech– carece de “energía motivacional propia”, se encuentra empantanada en aporías y dilemas como consecuencia del abandono de la racionalidad clásica, pues se conforma con una concepción plana del “alma humana”, que se refleja en los deseos y preferencias “dados” de la microeconomía convencional.

Para el ethos clásico carece de sentido el tabú acerca de la imposibilidad –o la vaciedad (Friedman)– de las comparaciones interpersonales de utilidad.

Negar que tenga sentido discutir y argumentar a favor y en contra de las preferencias de los individuos implica, por lo pronto, negar que tenga sentido el que los individuos mismos reflexionen pertinente y adecuadamente acerca de sus propias preferencias. Significa negarles filosóficamente a las personas la posibilidad o la oportunidad de que deliberen acerca de si lo que consideran lo “mejor” es realmente lo mejor para ellas […] eso es tanto como negarles la condición misma de persona (pp. 21-22).

Los seres humanos, a diferencia de otros animales, tienen la capacidad de distanciarse, racional y voluntariamente, de sus deseos y preferencias para dar paso, como mínimo, a tener preferencias sobre sus preferencias, es decir, metapreferencias1. La cultura moral exige distanciarse críticamente de los deseos de los individuos a fin de pasarlos por el tamiz de la crítica racional. De manera similar, la revolución científica moderna es producto del rechazo a seguir considerando como dadas, como meros hechos brutos, las creencias de los individuos.

Es paradójico que la sociedad moderna haya sido capaz de desplegar –¡y de qué manera!– las enormes posibilidades del desarrollo científico2 y al mismo tiempo carezca de una cultura moral que le permita tomar distancia de preferencias y deseos que amenazan con socavar sus conquistas en el terreno de la ciencia y la tecnología. “La cultura moderna es prepóstera”, afirma Domènech, al poner “el carro delante de los bueyes”, es decir, “los medios de realización de la felicidad y la libertad por delante de la felicidad y de la libertad” (p. 337).

La cultura moral moderna se consume en la imposibilidad de definir racionalmente en qué consisten los deseos, pues éstos se consideran como dados e inescrutables. No existe una eleuterología del deseo (p. 23). Como no es capaz de definir qué es el bien privado tampoco es capaz de vislumbrar el bien público. Así, para recomponer la unidad clásica existente entre el bien privado y el bien público, la filosofía práctica moderna acude a la metafísica religiosa, ya secularizada, de la mano invisible, cuando no admite el hiato mandevilliano: vicios privados, beneficios públicos. Para la tradición clásica, el aserto de Mandeville de que la maldad es el principio de la sociedad y la base de todos los empleos y oficios es, simplemente, una locura. Problemas de información, motivación y enforcement, propios de “sociedades complejas” según Hayek –consecuencia del mercado, afirma Domènech– inhiben la disposición societaria de los individuos, o la capacidad de la sociedad, para que se puedan hacer cargo de la siguiente pregunta: “¿Es posible que los hombres tomen sus destinos colectivos en las propias manos y abandonen el curso espontáneo de la evolución social que hoy se adivina catastrófica?” (p. 338).

Un concepto atraviesa todo el libro: el republicanismo. Desde el punto de vista republicano es libre quien no depende de otro para vivir. Esta es una idea que recorre, con altibajos, la historia política de Occidente. Domènech pasa revista a la idea del republicanismo, plebeyo o aristocrático, desde Atenas y Roma, hasta autores como Maquiavelo, Hobbes, Locke, Leibniz, Rousseau, Robespierre, Kant, Smith, Jefferson, Schiller, Hegel, Marx, Schopenhauer o Nietzsche. El ideal republicano mediterráneo tuvo su ocaso con la irrupción de la cristiandad medieval y volvió a surgir en la era moderna, en particular con la Revolución Francesa.

La obra que nos ocupa ahora, El eclipse de la fraternidad es una obra maciza que se sitúa en línea con De la ética a la política, y confirma a Domènech como uno de los filósofos políticos europeos más originales e importantes.

Su tema central es la fraternidad, el valor olvidado, “eclipsado” dice Domènech, de la tradición republicana revolucionaria moderna, y el análisis de las razones del “olvido” del tercer valor de la triada democrática-republicana moderna. Modificando su propósito original, hacer una investigación “propiamente normativa” de la fraternidad, el libro es también una investigación histórica. Al fin y al cabo, “no es posible hacer buena filosofía política normativa desentendiéndose de las tradiciones recibidas” (p. 11). Y aún mejor, se trata de un “libro de combate”, en el que se encuentran utilísimas reflexiones para el trajinar político del presente.

Es interesante notar que en la tradición republicana estadounidense el valor de la fraternidad no tiene la importancia que tiene en el republicanismo europeo o iberoamericano, lo que explica la visión de la fraternidad de John Rawls, “candorosamente psicologizante” (p. 12), como canal de “actitudes mentales y formas de conducta” que ayudan a no perder de vista los valores expresados en los derechos democráticos (Rawls, 1973, 105).

El eclipse de la fraternidad comienza con un capítulo sobre la Revolución fracasada de 1848 y termina con uno sobre la II República española; entre uno y otro, por sus páginas pasan la libertad republicana, la democracia y la propiedad, desde Aristóteles a Jefferson, la Revolución de 1789, la socialdemocracia, la Gran Guerra, el fracaso de la Revolución Bolchevique en Europa, el colapso de la República de Weimar y el fracaso de la República austriaca. Y, con el telón de fondo de la política mediterránea clásica, se destacan las diferencias de las tradiciones políticas de Iberoamérica y Estados Unidos.

QUÉ ES LA FRATERNIDAD

Domènech muestra que el concepto de fraternidad procede del ámbito familiar, pues hunde sus raíces en la familia, célula de la sociedad del Ancien Régime, en la que no sólo la mujer y los hijos estaban sometidos a relaciones patriarcales de dominación y dependencia, sino también la canalla: artesanos pobres, aprendices, jornaleros, obreros asalariados, yunteros, aparceros, oficiales, aprendices, preceptores y otros familiares de los grandes señores, domésticos de todo tipo, criados, lacayos, campesinos sujetos a servidumbre, etc. La fraternidad revolucionaria pretendía igualar en calidad de hermanos y liberar del patriarcalismo a quienes estaban sometidos a servidumbre política, social o material, y conseguir “la plena incorporación a una sociedad civil republicana de libres e iguales de quienes vivían por sus manos, del pueblo llano del viejo régimen europeo” (p. 74).

Se atribuye a La Fayette la distinción entre les honnêtes gens –la gente honrada– y les gens de rien –gente de nada o, mejor, gente sin nada. Pues bien, el 15 de julio de 1789 la “gente honrada” fue muy diligente en recoger los fusiles que quedaron en manos de las “gentes de nada”. Era conveniente evitar sorpresas desagradables. También hizo carrera la distinción entre ciudadanos activos y ciudadanos pasivos, contra la que se levantó vehementemente Robespierre. Y para que la gente de nada no entrara a la Guardia Nacional, La Fayette diseñó un costoso uniforme, que sólo podían pagar las clases propietarias. En célebre discurso ante la Asamblea Nacional el 5 de diciembre de 1790, el diputado Robespierre habló de “libertad, igualdad, fraternidad”, para defender el derecho de todos los ciudadanos a ingresar a la Guardia Nacional.

Para Robespierre y Marat el ideal de la fraternidad suponía el acceso de las clases domésticas, subalternas, a la “mayoría de edad” –de la que hablara Kant– como hermanos ciudadanos de pleno derecho, ideal que cobijaría a todos los hombres emancipados. Este es precisamente el espíritu del conocido Himno a la alegría de Schiller (1786), al que Beethoven puso música: ¡Alle Menschen werden Brüder!, ¡Todos los hombres serán hermanos!

EL AÑO 1848 Y LA LARGA TRADICIÓN REPUBLICANA

En la primavera de 1848 hubo insurrecciones en toda Europa continental. El ideal de la fraternidad guiaba a los revolucionarios. “Todos los monárquicos se convirtieron, por aquel entonces, en republicanos y todos los millonarios de París en obreros”, dirá Marx. En imaginaria abolición de las relaciones de clase, “esta fraternité fue, de hecho, la consigna de la Revolución […] El proletariado de París se dejó llevar con deleite por esta borrachera generosa de fraternidad” (Marx, 1978, 51).

La derrota dejó al desnudo la condición de la intelectualidad francesa: Leconte de Lisle, Flaubert, Sand, Renan, Gautier o Daudet compitieron por subrayar oprobiosamente su desencanto: el pueblo, dirán, está compuesto por gente sucia, repulsiva, estúpida, deformes de alma, piojosos, tristes, retrasados, grasientos, incapaces, etc. Para defender la libertad hay que acabar con las pretensiones de igualdad de la plebe y con el sufragio universal.

En contra de la tesis de Burke y sus discípulos, la revolución no era cosa nueva, ni tampoco un ciclópeo esfuerzo por crear todo de nuevo a partir de la destrucción de lo existente. Domènech traza la historia de los movimientos de emancipación desde la Antigüedad clásica. Siguiendo al gran jurista Gierke, afirma que el derecho romano, inspiración del código civil napoleónico, tenía un potencial revolucionario para allanar las barreras estamentales premodernas, y así lo usaron las monarquías absolutistas. Por ejemplo, en el derecho romano, el concepto de persona es absoluto (en cuanto a la voluntad de los individuos libres), indivisible (no puede ser parte o miembro de otra personalidad) e inalienable (imposibilidad de sumisión voluntaria a terceros). Es decir, el concepto de persona es plenamente republicano: es persona quien no necesita de otro para vivir.

En cambio, la traducción napoleónica– o su contraparte anglosajona– refleja una solución de compromiso con las clases propietarias, las que acabaron con Robespierre cuando éste osó poner límites públicos a la propiedad, que en adelante se adjetivará como sagrada. Para la tradición republicana del Mediterráneo antiguo como para los revolucionarios franceses o estadounidenses, la persona jurídicamente libre no estaba desligada de las condiciones materiales necesarias para ejercer la libertad, es decir, de la propiedad. La independencia material es garantía de libertad ciudadana. Jefferson suscribió la formulación de Rousseau de una sociedad ideal como aquella en la que nadie es tan pobre que necesite venderse ni nadie es tan rico que pueda comprar a otro. Para obviar esta dificultad, hubo que inventar la ficción jurídica de que la plebe emancipada también tiene un tipo de propiedad que le permite ejercer una ciudadanía formal: su fuerza de trabajo, la que puede vender como si se tratara de una mercancía o propiedad cualquiera. Así, ricos o pobres, todos disfrutan de algún tipo de propiedad. Para Domènech (2004, 42-43), esto rompe la tradición republicana clásica y moderna:

la locatio conductio operarum, el contrato asalariado de servicios, fue siempre visto por los antiguos como un contrato de esclavitud temporal, indigno de hombres libres […] que violaba el rasgo segundo de la personalidad libre […] que no consiente la sumisión, la subordinación civil voluntaria. Jefferson, Madison, Kant o Robespierre nunca pensaron de otro modo.

REPUBLICANISMO Y DEMOCRACIA

A pesar de la pluralidad de matices y significados del concepto de republicanismo, se acepta que en Aristóteles está el origen de la tradición republicana: “La política de Aristóteles es el texto que formuló con mayor claridad la idea republicana y es el texto que desde Grecia hasta nuestros días ha constituido la referencia y punto de inspiración de todos cuantos republicanos han sido” (Rivero, 1998, 52).

Para Aristóteles el hombre es un animal político cuya realización sólo se consigue en la polis, comunidad de hombres libres en la que se alcanza la virtud y la excelencia, condiciones necesarias para acceder a la ciudadanía. La condición de ciudadano implica la opinión, la libertad, el juicio político, la capacidad de acción en un ámbito que les concierne a todos. De acuerdo con Aristóteles “la política es el resultado de la acción virtuosa en pluralidad y del ejercicio plural de la razón práctica” (Del Águila, 1998, 29).

Aristóteles consideraba que los pobres suelen carecer de virtud y por tanto representan un peligro para la comunidad política, escindida entre propietarios y desposeídos. No era partidario de la democracia ateniense radical. En sentido estricto, democracia significa “gobierno de los pobres”, no gobierno de la mayoría. Aristóteles señaló que aunque no parece conveniente que los pobres libres sean llamados a gobernar, es peligroso excluirlos pues una ciudad en la que hay “muchos sin honores y pobres” está “forzosamente llena de enemigos” (Domènech, 2004, 50). Fue un crítico de la democracia plebeya ateniense, aunque su realismo político le obligó a hacer las concesiones necesarias.

Por esta razón juzgó conveniente un régimen mixto, la politeía, en el que, sin excluir al dêmos, las clases superiores aseguren el mando (p. 51), especie de mezcla entre oligarquía y democracia que elimine los excesos de ambas. En cambio, Pericles, su compañera Aspasia3, Solón, Protágoras y los sofistas en general, estaban convencidos de que el pueblo, el dêmos, era portador de virtud y pericia políticas. El sentido de justicia, “la capacidad para generar excelencia política”, es inherente a la condición humana, sostenía Protágoras (p. 57).

Las formas republicanas de Roma discurren de modo distinto: la dependencia civil de los pobres con respecto de los ricos era lo usual. Después de la revolución plebeya contra los patricios se establecieron relaciones de clientela (p. 58):

La recomposición de la dominación por parte de los ricos y los grandes latifundistas en la República romana aconteció en buena medida por la vía del vaciamiento de las formas populares o plebeyas del gobierno republicano, entre otros expedientes, mediante la institucionalización de las relaciones de patronazo y clientelismo.

EL REPUBLICANISMO EN AMÉRICA

Para Hannah Arendt (1988) una de las principales diferencias entre la Revolución Francesa y la Americana es que en la primera, la “cuestión social”, el “hecho de la pobreza”, define el programa revolucionario y lo conduce al fracaso, mientras que los revolucionarios estadounidenses persiguieron unos ideales de libertad puros, sin trabas sociales. Para Domènech, esta idea no resiste el más ligero análisis: “Si esto fuera verdad, la relación de los founders con el republicanismo clásico sería verdaderamente curiosa, pues jamás la tradición republicana greco-romana se privó de comprender la vida política a partir de su arraigo en las escisiones sociales de la vida civil. Tampoco los founders, claro está” (p. 60). Y subraya: “tanto los conventuales franceses como los founders norteamericanos han entendido el mundo contemporáneo y han comprendido su propia obra revolucionaria como palingénesis de la libertad republicana antigua” (ibíd.).

Desde finales de los años cincuenta se inició una verdadera revolución en la interpretación de los “orígenes intelectuales” de la revolución americana. Los autores más conocidos son los miembros de la Escuela de Cambridge: Baylin, Laslett, Dunn, Skinner y Pocock. Este último, con su monumental The Machiavellian Moment (1975)4, ha contribuido a revisar a fondo la interpretación liberal del origen de los Estados Unidos, al destacar la importancia que para la Revolución Americana tuvo la tradición republicana, aún mayor que la de Locke (Rodgers, 1992). Para Bernard Bailyn, esos orígenes se remontan principalmente al pensamiento grecorromano, a la Ilustración, al radicalismo y al puritanismo inglés (Bailyn, 1967).

Jefferson, señalando las diferencias con los federalistas, en consonancia con Aristóteles, sostiene: “nosotros creíamos que el hombre era un animal racional, dotado por la naturaleza con derechos y con un innato sentido de la justicia […] El amor al pueblo fue nuestro principio; el temor y la desconfianza hacia él, el del otro partido” (citado por Domènech 2004, 68). Igual que Aristóteles, Jefferson creía en la primacía de las virtudes cívicas y en la necesidad de un diseño político que mediara entre la democracia plebeya radical de Atenas y el sistema oligárquico de Roma. Para los founders, la vida política se entiende en el marco de las cuestiones sociales. Según Madison, “mirando las cosas tal como son, los propietarios de tierra del país serían los más seguros depositarios de la libertad republicana” (p. 60). Y, como Aristóteles señalaba, los peligros de una mayoría desprovista de tierras o de cualquier otro tipo de propiedad, con lo cual “los derechos de propiedad no estarán seguros en sus manos; o bien, lo que es más probable, se convertirán en instrumentos de la opulencia y la ambición, en cuyo caso ambas partes correrán el mismo peligro” (ibíd.).

Según Domènech, lo que hay que señalar es que la sociedad colonial estadounidense, “mucho más libre de las restricciones de la sociedad civil señorial-patriarcal del viejo régimen europeo, dio a la obra política y al modo de ver las cosas de los revolucionarios norteamericanos un carácter indiscutiblemente distinto del de los revolucionarios franceses o iberoamericanos” (p. 60). De ahí la falta de referencia al ideal de la fraternidad, pues no era necesario elevar a la vida civil a clases subalternas como las que existían en Europa o el resto de América, pues los indígenas y los esclavos no contaban.

SOCIALISMO Y FRATERNIDAD

Marx advirtió que la derrota de la Revolución de 1848 demostró que la abolición de las relaciones de clase que suponía la “borrachera generosa de fraternidad” (Marx, 1978), era una idílica fantasía.

Después de 1848, sólo los anarquistas siguieron hablando de fraternidad, pero en un sentido distinto, sin connotaciones políticas. El socialismo marxista hablaría de fraternidad entre los pueblos, también diferente de la fraternidad republicana. El nacimiento del socialismo coincide con el eclipse de la fraternidad y supuestamente retoma su programa. No habla de fraternidad, porque una sociedad escindida entre propietarios y desposeídos no puede ser sino falazmente fraterna.

A juicio de Domènech, la principal diferencia que media entre el proyecto socialista y el republicano, de Jefferson o Robespierre, es que Marx no considera posible, consolidado el capitalismo industrial, un sistema político republicano, una democracia, de pequeños propietarios libres. Marx afirma, con eco republicano, que el asalariado debe pedir cotidianamente permiso a otro para subsistir. Con todo, el socialismo es el heredero del ideal de una sociedad fraterna.

En el relevo del ideario republicano fraterno por el socialismo se gana y se pierde. Se gana, recordando a Marx, una visión crítica de la falsa e idílica fraternización entre capitalistas y trabajadores. En la sociedad industrial, los millones de obreros no pueden fraternizar con los pocos capitalistas. Roto el idilio, el movimiento obrero buscó la autonomía, la organización y la afirmación. Se pierde, sin embargo, la idea, presente en la Revolución del 48, de que los cambios sociales drásticos no pueden ser emprendidos por la clase obrera en solitario. Por ejemplo, la socialdemocracia sostuvo que, a excepción de la clase obrera, las demás clases son reaccionarias.

Para la primera socialdemocracia, existían un mundo obrero y un mundo burgués totalmente escindidos. La socialdemocracia aisló a los obreros de los campesinos y de las clases medias empobrecidas, dejando un espacio libre para la manipulación de la burguesía industrial y financiera que se formó a finales del siglo XIX, espacio en donde medró el fascismo. De nada valieron las voces de alerta de Engels, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotski y Jaurès, advirtiendo el peligro de una guerra entre los países industriales europeos. Los partidos socialdemócratas, despolitizados y haciendo caso omiso del dogma de los dos mundos, prestaron su colaboración entusiasta a la guerra. Las esperanzas socialdemócratas de que la guerra imperialista se convirtiera en ocasión para el triunfo de la revolución obrera, se hicieron añicos: “la conflagración universal que se inició en el verano de 1914 significó el triunfo del último patriotismo nacionalista sobre las ilusiones de fraternidad y solidaridad proletaria” (Hinestrosa, 1996, 1-2, cursivas mías).

“De la fraternidad internacionalista no quedó nada”, concluye Domènech (2004, 227):

Sin apenas excepciones, todos los partidos de la II Internacional ofrecieron a sus gobiernos y a sus patriciados granindustriales y financieros la más amplia colaboración, la suspensión temporal de las hostilidades sociales entre los “dos mundos”, es decir, la capitulación política completa en forma de “paz civil”.

Esta capitulación significó el fin de la socialdemocracia entendida en estricto sentido: “una fortaleza impermeable y hostil a la sociedad civil y al Estado burgueses” (p. 228). Lo que llegó después es conocido: un político como Blair se declara a sí mismo ¡portavoz de la socialdemocracia europea!

EL FASCISMO

Los obreros, terminada la carnicería, “podían tal vez advertir […] que la terrible guerra fue promovida y jaleada por los grandes magnates industriales y financieros de sus respectivos países” (p. 230). Mientras, las burguesías de Estados Unidos, Inglaterra o Francia, “conmovidas en sus cimientos”, pero no “derrumbadas”, buscarían cerrar el paso a cualquier intento de reorganización del movimiento obrero.

Después de la conflagración mundial llegó el fascismo, proyecto criminal que liquidó todo esfuerzo de reconstrucción de la clase obrera, avergonzada de haber sucumbido ante las sirenas de la guerra y de hacer caso omiso de la fraternidad obrera que supuestamente traspasaba fronteras.

El fascismo –italiano, alemán o español– fue una empresa que se empeñó en eliminar cualquier vestigio de solidaridad o fraternidad que pudiera haber quedado después de la Gran Guerra. Siguiendo a Angelo Tasca (1969), Domènech muestra que la Marcha sobre Roma, de las “escuadras y tropas de choque generosamente financiadas por los grandes industriales y los terratenientes” (p. 244) encabezadas por Mussolini, arrasó a su paso toda forma de fraternidad, sindicatos, cooperativas, asociaciones campesinas y de pequeños propietarios, al tiempo que deponía y asesinaba alcaldes socialistas5. Algo similar, pero de manera más expedita, ocurrió en Alemania en el año 1933: confiscación de todas las propiedades de las organizaciones obreras y populares, asesinatos y arrestos de dirigentes y posterior encierro en campos de concentración, etc. (p. 355).

Hace casi cuatro décadas, el ideólogo ultraliberal Jean-Francois Revel (1976, 232) señaló que unos guasones de mala ley, en pleno 68 berlinés, leyeron arengas de Mussolini a un público de enardecidos “revolucionarios”, recibiendo grandes aplausos, dando a entender que existe cierta analogía entre temas contestatarios y temas fascistas de antes de la guerra. Señalemos al respecto que su atlantismo mercenario no le permite advertir que similar ejercicio se puede realizar con sus admirados empresarios campeones de la libertad. Domènech demuestra que los fascismos, alemán, italiano o español eran dictaduras vicarias de sus respectivas burguesías. Como ilustran las declaraciones de Mussolini:

Queremos despojar al Estado de todos sus atributos económicos. Basta de Estado ferroviario, basta de Estado cartero, de Estado asegurador. Basta de Estado trabajando a expensas de todos los contribuyentes y agotando las finanzas de Italia. Le queda la policía, la educación de las nuevas generaciones, el ejército que debe garantizar la inviolabilidad de la patria, y le queda la política exterior […] Uno de los postulados esenciales del fascismo [es]: el restablecimiento de la libertad económica, condición necesaria y suficiente para la vuelta a la normalidad (citado por Domènech, 2004, 262- 263, énfasis del autor).

Hitler “razonaba” de modo similar; la intervención del Estado en la economía es:

un instrumento peligroso, porque toda economía planificada se desliza con demasiada facilidad hacia la burocratización, con la consiguiente asfixia de la eternamente creativa iniciativa privada individual (p. 263).

Y qué decir de este trozo de Mi lucha, referido a empresarios y obreros:

La alta medida de libertad personal de acción que ha de serles conferida hay que explicarla por el hecho de que, de acuerdo con la experiencia, la capacidad de rendimiento del individuo se ve más ampliamente robustecida manteniendo la libertad que con coacciones desde arriba, y es además conveniente evitar cualquier traba al proceso natural de selección que ha de promover a los más capaces, más aptos y más industriosos (p. 262, énfasis del autor).

Suena familiar este lenguaje, ¿verdad? Suena a Davos o al ideólogo de la administración Reagan, Charles Murray, quien escribió en Losing Ground: American Social Policy, 1950-1980 (1984):

Los estímulos visibles que una sociedad puede realistamente ofrecer a un joven pobre con un nivel medio de capacidad y de laboriosidad son sobre todo estímulos de penalización y desaliento: “Si no aprendes, te echamos; Si delinques, te metemos entre rejas; Si no trabajas, te aseguramos que tu existencia va a ser tan penosa, que cualquier trabajo te ve a resultar preferible”. Prometer más, es fraude (citado por Domènech, 2004).

Para los fascistas no era mera retórica: Domènech demuestra cómo los campeones de la industria alemana, estadounidense y aun de la francesa financiaron, armaron y suministraron los pertrechos de guerra con los que se instauró el más ignominioso de los regímenes que alguna vez haya existido. También documenta la aquiescencia y complicidad de jerarcas y “prestantes” fieles católicos y luteranos con el régimen nazi. La complicidad de los hombres de negocios con el nazismo es demostrable, a despecho de cierta historia revisionista (Turner, 1985), aun antes de que el partido nazi tuviera ascendencia en la política alemana. La crisis de 1929 sólo aceleró “a un ritmo vertiginoso” (Domènech, 2004, 342) los contactos entre Hitler y los notables de la industria y de la banca. Para diluir cualquier duda de la burguesía, el ala “plebeya” del partido nazi, las SA del capitán Röhm, fueron exterminadas por las SS de Himmler tan pronto como Hitler se hizo al poder. El código del trabajo impuesto por los nazis, que eliminaba cualquier vestigio de fraternidad o solidaridad obreras, hizo el resto. Después de 1933 las inversiones de las empresas extranjeras en Alemania aumentaron rápidamente mientras que disminuyeron en el resto de Europa.

Los campos de concentración, además de ser campos de exterminio, eran sitios de trabajos forzados donde los prisioneros trabajaban para IG Farben, Siemens, Bayer, BMW, Daimler Benz (Mercedes Benz), Volkswagen, Hoechst, Photo AGFA, los grupos Krupp, Thyssen, Flick, Halbach Mannesmann, Allianz, el Dresdner Bank, el Deutsche Bank, etc. Tampoco faltaron a la cita compañías estadounidenses como Union Carbide, General Electric, Westinghouse, Du Pont, Goodrich, Singer, Kodak, ITT, JP Morgan, el National City Bank, el Chase Manhattan Bank –del magnate Rockefeller– e IBM. Empezando con el censo de 1933, ésta hizo posible sistematizar el exterminio judío (Black, 2001). En 1937, Thomas J. Watson, presidente de la IBM, en 1937 fue agasajado por Hermann Goering y condecorado por Hitler con la Cruz al Mérito, la más alta distinción reservada a un extranjero.

Prescott Bush, abuelo del actual presidente de Estados Unidos, fue director del Union Banking Corporation, encargado de las operaciones bancarias de Fritz Thyssen –el banquero de Hitler– en el extranjero. Desde 1933 hasta 1941, Prescott Bush hizo negocios con los nazis mediante empresas mixtas. Con la entrada de Estados Unidos en la guerra, el gobierno de Roosevelt decidió confiscarlas. Para evadir la prohibición de comerciar con el enemigo, Bush creó empresas internacionales, una de las cuales, la Consolidated Silesian Steel Company, radicada en Holanda, poseía una fábrica en Oswiecim-Auschwitz, beneficiaria del trabajo esclavo de los prisioneros del campo de concentración. Fritz Thyssen administró las ganancias de esta empresa hasta su muerte en Argentina, seis años después de terminada la guerra; el dinero regresó a las manos de Prescott Bush a través de la Union Banking Corporation.

La Ford y la General Motors también se beneficiaron del trabajo de los campos de concentración. Se dice que en el despacho de Hitler colgaba un retrato de Ford, a quien –¡en 1938!– condecoró con la Gran Cruz del Águila Alemana (Pauwels, 2002). La Ford se asoció con IG Farben, fabricante del gas Zyklon B utilizado en las cámaras de gas. El New York Times acusó a Ford de haber alentado el putsch de Hitler de 1923 y de financiar el movimiento nazi.

La segunda parte de los juicios de Nuremberg se ocupó de los representantes de la oligarquía financiera, industrial y aristocrática alemana que llevaron el nazismo al poder y lo aprovecharon. El grupo IG Farben (AEG, Bayer, Siemens, etc.), Fried Krupp y el banquero Flick –ningún ejecutivo de la IBM– fueron sentados en el banquillo. Y no pasó nada, o muy poco. Condenados algunos, pronto salieron libres, con sus empresas prácticamente intactas –aún las conservan–, “gracias a la enorme presión de la derecha empresarial y la política norteamericana” (Domènech, 2004, 368) y a la “guerra fría”. Como dijo el senador McCarthy, procesar a los magnates alemanes sería tanto “como procesar a los Ford y a los Rockefeller” (ibíd.). No le faltaba razón, pero a juzgar por lo que se conoce en los archivos, se trataba justamente de “procesar a los Ford y a los Rockefeller”. Sin el comparativo.

¿POR QUÉ ALEMANIA, AUSTRIA Y ESPAÑA?

Sorprende la facilidad con que el fascismo liquidó las socialdemocracias europeas. Para Domènech, el apoliticismo de la socialdemocracia y su falta de realismo –“teoría de los dos mundos”: el de los obreros y el resto de la sociedad, radicalmente escindidos– llevaron a que amplias capas de la población –clases medias en apuros, campesinos, pequeños empresarios y desempleados– quedaran a su suerte, se consideraban elementos “reaccionarios” con los que no se podía contar. Pues bien, el fascismo arraigó y enquistó en estos sectores.

Para responder la pregunta que encabeza la sección, Domènech sostiene una tesis convincente. Distingue entre regímenes parlamentarios y regímenes meramente constitucionales, no parlamentarios. En los primeros –Francia e Inglaterra– la burguesía liberal tuvo que disputar los votos de las clases populares con otros partidos; en los segundos –Italia, Alemania, Austria o España– la burguesía, por su falta de experiencia en la lucha política y por el temor a la reorganización del movimiento obrero, optó por el fascismo. En los regímenes parlamentarios se construyó una serie de instituciones que garantizaron el respeto de las libertades, de las que carecían los regímenes constitucionales no parlamentarios. En los cuatro países “prevalecieron monarquías constitucionales, o semiautocráticas o caciquilmente corrompidas. El voto popular, mediado por la representación parlamentaria, no tuvo en esos países posibilidad alguna, no ya de influir en la formación de los gobiernos de esos países, pero ni tan siquiera de incidir en el control parlamentario de las actuaciones de los distintos ministerios” (p. 235).

Aunque en España había diversos partidos de raigambre republicana, su industrialización era precaria en comparación con Alemania y Austria, amén de un régimen de “indefensión de los mercados nacionales” (p. 402). Y poseía una estructura latifundista de propiedad agraria, sustento de un corrupto sistema caciquil de compraventa de votos. Sin la reforma radical de la sociedad y de la estructura de la propiedad del campo, era insuficiente la llegada de la República, algo de lo que pocos eran conscientes, además de Manuel Azaña. En unas palabras vale la pena pensar como referente para la política colombiana, Azaña sostenía que el caciquismo no era producto de la “industria electorera” –ahora decimos empresas electorales– sino “supervivencia de un régimen primitivo y de horda”. Los caciques existirían aunque no hubiera elecciones: “la razón es que a los pies del cacique hay siempre un grupo de hombres sin libertad” (p. 421). La reforma agraria y la reforma del ejército eran pasos importantes en esa dirección. Una y otra fueron insuficientes. Además, con las dificultades económicas en que nació la República, no fue posible consolidar una amplia clase popular que la respaldara sin reservas.

En las elecciones del 16 de febrero de 1936, el Frente Popular, formado por fuerzas de la izquierda, ganó las elecciones6. El 18 de julio, cinco meses después “lo que no tenía que ser sino un bien urdido golpe de Estado de los militares, se convirtió en una larga guerra civil que se prolongó durante 986 días” (p. 448).

El propósito del franquismo, como el de otros fascismos, era liquidar al movimiento obrero y a todas las organizaciones populares y democráticas. Domènech cita a Gonzalo de Aguilera, militar de origen aristocrático y encargado de las relaciones con la prensa extranjera, en una entrevista que concedió a un corresponsal de prensa norteamericano:

Tenemos que matar, matar y matar, ¿sabe usted? [...] Nuestro programa consiste […] en exterminar un tercio de la población masculina de España. Con eso se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado (p. 450) (cursivas mías).

Sólo falta añadir el concurso de los fascismos italiano y alemán al trágico final de la República española, que sucumbió ante el empuje de quienes ya habían destruido la República de Weimar y la de Viena. Esto pesó tanto como la indiferencia de Gran Bretaña y Francia o la traición de Stalin.

TRADICIÓN REPUBLICANA Y CAPITALISMO

Terminada la lectura de El elipse de la fraternidad cabe preguntar cuál es la relevancia actual del republicanismo. Hay opiniones para todos los gustos. Hay quienes juzgan vano el esfuerzo de repensar el republicanismo, pues la tradición republicana y la liberal clásica han sido superadas por la enorme complejidad que caracteriza las sociedades actuales, con procesos globales en los ámbitos financiero, productivo, tecnológico y de las relaciones internacionales. Les maravilla que esas formas políticas, pensadas para otras épocas y mucho más simples que las actuales, nos hayan acompañado hasta hoy. Opinan que son formas definitivamente periclitadas, y que la tarea es construir organizaciones e instituciones capaces de gestionar la complejidad de la sociedad actual.

Otros sostienen que el republicanismo fue sustituido por la democracia liberal, en tanto que pertenece a una época en la que no existía la sociedad de masas. Así opina Rivero (1998, 54-55), para quien el republicanismo apenas tiene valor como una “posición de crítica moral a los excesos oligárquicos de la democracia contemporánea”. Esto es cierto sólo parcialmente, porque la tradición republicana no se agota en la crítica de la riqueza. O mejor, esta crítica sólo es importante en la medida en que la riqueza de unos pocos se traduce fácilmente en la falta de libertad de otros muchos. Charles Lindblom (1977) argumenta que las grandes empresas representan un peligro para la democracia. No es que tengan dificultad para adaptarse a la política democrática, es que no se adaptan en absoluto. El mercado es una “prisión para la política”.

Con el colapso del socialismo, el republicanismo es una alternativa frente “a los excesos oligárquicos de la democracia contemporánea”, que anulan de facto las libertades, y frente a cierto comunitarismo negador del conflicto social, carente de universalidad y anquilosado en la preservación fundamentalista del pasado. El desarrollo tecnológico, la irrupción de la sociedad de masas, la crisis de representación y la globalización neoliberal plantean retos enormes a la democracia liberal y parecen desbordarla por todas partes. Norberto Bobbio (1990) habla de las “promesas incumplidas de la democracia”: falta de pluralismo, imposibilidad de la participación política de los individuos, persistencia de las oligarquías y subordinación del interés general al de individuos o grupos dominantes. Los vacíos que señala Bobbio se asemejan a los reclamos que hace la tradición republicana respecto de la vida política.

“La primera obligación del Estado es impedir que determinados individuos sean súbditos de otros individuos”, afirma Philip Petit7, el autor republicano de moda. Si el contenido de la acción estatal es esta agenda republicana, es mucho lo que se puede hacer para elevar en condiciones de igualdad a capas cada vez más amplias de excluidos, así sea para evitar que la polis esté “forzosamente llena de enemigos”.

Además, aunque desde el siglo XIX la tradición republicana parece haber cedido protagonismo al liberalismo, la verdad es que sigue siendo un rescoldo que puede reavivar y refundar la política, ahora que ésta no parece gozar de mucho favor. Es menester reconocer que mientras “algunos temas importantes del republicanismo clásico perdieron su carácter central o fueron lisa y llanamente suprimidos, otros conservaron su vitalidad” (Dahl, 1993, 36).

Por ejemplo, comentando la teoría del Public Choice, Homero Cuevas (1998, 123) se pregunta por qué, si la venta de servicios de un individuo a una empresa no se suele juzgar como un acto inmoral, debe aplicarse un rasero distinto a la compra de votos por parte de un político, sobre todo ahora que se habla de teorías económicas de la democracia y de empresas electorales. Más de un autor neoliberal se sentiría a gusto con la argumentación de que un arreglo contractual de compra y venta de votos entre personas adultas, sin coacción de por medio, es legítimo y el Estado no tendría por qué prohibirlo. John Stuart Mill respondería que votar no es un derecho sino una obligación, y no puede ser objeto de compraventa; Georg Jellinek diría que el derecho al voto es parte de los derechos públicos subjetivos, que no son venales porque son inseparables de la condición del sujeto. John Rawls, respondería que la compraventa de votos socava la estructura básica de la sociedad e impide la existencia de una sociedad bien ordenada.

En estas tres respuestas resuena la tradición republicana: está prohibida la compraventa de votos porque el alma, la inspiración, del derecho público sigue siendo republicana. La compraventa de votos vicia la democracia, la deja sin contenido, pues vulnera la autonomía de los ciudadanos más pobres al dejarlos a merced de los ricos. Así sucede en nuestro país, donde las prácticas ilegales de compraventa de votos son usuales en regiones, pueblos o barrios de gamonalismo o clientelismo caracterizados. Para recordar de nuevo a ese gran republicano que fue Manuel Azaña, la compraventa de votos sucede porque “a los pies del cacique hay siempre un grupo de hombres sin libertad”. Y no son libres, con libertad positiva, porque carecen de las condiciones materiales para ser libres.

En suma, el último obstáculo que hoy se erige entre los poderosos y los pobres para completar el objetivo de mercantilizar la política y demás esferas de la vida social, es la tradición republicana. Quizá el republicanismo sea el último reducto de la civilización antes de que la sociedad sucumba –como dijera Marx– a la venalidad universal. Y así fuera sólo eso, sería suficiente. La búsqueda de libertad, igualdad y fraternidad responde a los anhelos e intuiciones morales más profundos de ese animal racional político que dijera Aristóteles. Los trabajos de Sen, Rawls, Dworkin, Habermas, Pettit, Van Parijs, Domènech, Raventós, Ovejero, Puyol, Valcárcel, entre otros, son intentos sistemáticos por asegurar tanto la libertad como la igualdad, condiciones esenciales de una sociedad fraterna.

Algunos de los autores que proponen una renta básica para los ciudadanos –es decir una renta asignada por el Estado suficiente para atender las necesidades básicas, sin importar la condición social de quien la recibe– se inspiran en el republicanismo. La renta básica incrementa la autonomía y la libertad de los individuos, y les da capacidad para sobrellevar dignamente su existencia. Muchos economistas no tienen dudas acerca de la factibilidad económica de una propuesta así (Raventós, 1999).

Es perentorio que la profesión se ocupe de estos temas, anclada como están hace más de un siglo en la idea de que existe un trade-off entre igualdad y eficiencia, y que la primera acabaría con la segunda. En realidad sucede lo contrario: la desigualdad hace de la libertad de los pobres y, apurando un poco, también de la de los ricos, una mera entelequia. La fraternidad republicana es el anhelo de los “muchos sin honores y pobres”, los lisiados, los ninguneados de esta sociedad de la exclusión y la desigualdad.


NOTAS AL PIE

1. Para una interesante aplicación del tema a la problemática de la violencia, la ilegalidad y la corrupción en Colombia, ver González (2000).

2. “¿Cuál de los siglos pasados pudo sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del trabajo social?”, se preguntan Marx y Engels en El manifiesto del partido comunista.

3. Según Domènech (2003), Aspasia utilizó por primera vez la metáfora de la fraternidad en el sentido de vindicar a todos los ciudadanos –en tanto que “hermanos nacidos de una sola madre”– de los ataques ideológicos oligárquicos a los que era sometida la democracia plebeya.

4. Para la traducción española, ver Pocock (2002).

5. Sobrecoge el parecido de la descripción que hace Tasca con lo que está sucediendo en amplias regiones de Colombia.

6. La II República fue proclamada el 14 de abril de 1931. En la Constitución del 9 de diciembre se define al país como una “República de trabajadores de toda clase”. El 9 de octubre de 1933 fueron disueltas las Cortes y las nuevas elecciones dieron el triunfo a la derecha. Disueltas las Cortes en enero de 1936, se realizaron las elecciones el 16 de febrero.

7. Entrevista concedida a J. M. Martí Font, El País, Madrid, 25 de julio de 2004.


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