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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.9 no.17 Bogotá July/Dec. 2007

 


PRESENTACIÓN*


PREVIEW



Alfonso López Michelsen

* Presentación al libro Rojos contra azules: el partido liberal en la política colombiana 1863-1899, de Helen Delpar, Bogotá, Procultura, abril de 1994, pp. VII-XXX. Se publica con la autorización del Ministerio de Cultura.



La traducción del libro de la señora Delpar sobre las controversias entre liberales y conservadores en el curso del siglo XIX conserva una actualidad que justifica la decisión de dar a conocer esta obra al público colombiano. El período al cual corresponde este análisis es el comprendido entre la promulgación de la Constitución de Rionegro en 1863 y el final de la Guerra de los Mil Días en 1903, como quien dice, casi medio siglo. Corresponde, además, a uno de los períodos menos investigados de nuestro devenir como nación. Los colombianos tenemos apenas una idea nebulosa de lo que fueron los gobiernos radicales del siglo pasado y cuál fue su impronta sobre nuestra cultura política. La circunstancia de haberse aprobado recientemente una nueva Constitución nos permite investigar con total imparcialidad lo ocurrido entonces. Mientras tuvo vigencia la Constitución de 1886, forzoso fue que se adoptara la de 1886 como punto de referencia para juzgar la de 1863. Convertidas ambas en reliquias, en piezas de museo, ningún prejuicio enturbia nuestra visión en vista de que la Constitución de 1991 conserva rasgos de ambas cartas: la federalización de la de 1863 y el régimen presidencial de la de 1886.

El clima político bajo el cual se expidió la Constitución de Rionegro nada tuvo en común con el que presidió la Asamblea Constituyente de 1991. Esta última no fue el fruto de una victoria militar ni de una imposición sino de un consenso. Con todo, el convencimiento, en uno y otro caso, de que las disposiciones escritas transforman las sociedades y que un país nuevo surgiría de la nueva Constitución distingue a ambos períodos. No sospechaba la señora Delpar al consignar sus observaciones, fruto de un minuciosísimo estudio, que su libro cobraría en el curso de diez años una actualidad que no había conocido en la época en que fue dado a la luz en lengua inglesa.

Una opinión acerca de la Constitución de Rionegro que corrió con fortuna fue la que se atribuyó a Víctor Hugo, de quien se decía que le había manifestado a Don Antonio María Pradilla que era una “Carta Política hecha para ángeles”. No sé que tanto francés hablara el señor Pradilla, si bien es cierto que Víctor Hugo chapuceaba el castellano, que había aprendido de niño durante la invasión napoleónica a España. Sospecho que, si es verdad que la entrevista con Víctor Hugo tuvo ocurrencia, lo que quiso decir el gran poeta francés debió ser que la Carta Política de Colombia parecía hecha por ángeles. No vale la pena debatir la verosimilitud de la leyenda, que parece altamente improbable, puesto que Víctor Hugo en aquellos años vivía en exilio en la diminuta Isla de Guernesey, a pocas millas de la Costa de Inglaterra, un lugar de muy difícil acceso para un turista suramericano.

Sea como fuere, conceptualmente corresponde mejor a esta segunda versión lo que hubiera podido decir Víctor Hugo.

Si bien es cierto que algunos entre los constituyentes de 1863 formularon reparos acerca de instituciones tan utópicas como el período presidencial de dos años, destinado exclusivamente a recortar el período del General Mosquera, que iba a ser el primer presidente, y acerca de las trabas constitucionales que para cualquier enmienda hacían irreformable la Constitución, la mayor parte de los delegatarios consideraban que habían cumplido una tarea histórica. La euforia de que se rodeó la expedición de la nueva Constitución, el sentimiento de que en Colombia se estaban poniendo en práctica los ideales generosos de los revolucionarios europeos del 48, dejan la impresión de que los reformadores se sentían superhombres que le estaban dando una lección al mundo. De ahí que sea de presumir que lo que hubiera dicho Víctor Hugo para halagarlos debió ser que parecía hecha por ángeles.

Cabe aquí recordar que Víctor Hugo, a fuer de extraordinario poeta, posiblemente el más grande entre los franceses, fue durante gran parte de su vida un populista de mayor envergadura que su contemporáneo Carlos Marx. Cuanto hemos visto en el siglo XX como proliferación del marxismo es sólo comparable a la influencia que tuvieron obras como Los miserables, El año terrible o Nuestra Señora de París sobre los calenturientos cerebros latinoamericanos. Sólo ángeles, en consecuencia, podían depararle la fortuna de ver plasmada su generosa ideología democrática en una Constitución.

Dentro del discurrir nacional, la Carta de Rionegro era la conclusión lógica de una tendencia a liberalizar la República. Los partidos políticos, liberalismo y conservatismo, o rojos y azules, como los llama la señora Delpar, habían comenzado a perfilarse desde 1840 cuando fue desapareciendo la denominación entre progresistas y ministeriales. Los primeros se sentían los herederos del General Santander y, los segundos, de Don José Ignacio de Márquez quien había derrotado a Obando en las elecciones de 1837. La diferencia entre unos y otros se había ahondado con la malhadada iniciativa del gobierno de Márquez de reabrir contra Obando la acusación de ser el autor intelectual del asesinato de Sucre en Berruecos. Proscrito en el Perú y en Chile, la aureola del martirio circundaba sus sienes. El prestigio de Obando, mejor dicho, su popularidad, no tuvo par en todo nuestro siglo XIX. Su regreso significó el renacimiento de la corriente democrática santanderista que no tardó en adoptar banderas antirreligiosas, federalistas y populistas, coreadas por las llamadas sociedades democráticas, asociaciones sindicales que frecuentemente recurrían a las vías de hecho. Fue así como, durante la Administración del General José Hilario López, se proclamó el principio de la separación de la Iglesia y el Estado, se inició un proceso de descentralización, aún muy tímido, y se procedió a dar cristiana sepultura a instituciones como la esclavitud y el monopolio de la tierra. En este camino se llegó a tales excesos que el propio partido de gobierno se dividió entre “gólgotas” y “draconianos”, siendo estos últimos los más extremistas en la aplicación de las medidas. La segunda Administración Mosquera de 1863 no hizo sino proseguir en el mismo camino, expropiando los bienes de las comunidades religiosas, poniendo en práctica los principios federales de la Constitución de 1863 y aboliendo los últimos rezagos del colonialismo en materia fiscal. Es sobre este último aspecto en el cual hay que poner mayor énfasis para interpretar a cabalidad cuanto ocurrió posteriormente.

El principal ingreso fiscal del Estado colombiano era el impuesto de aduanas. Gracias a los elevados aranceles con los que se aspiraba a defender la producción nacional, el Estado recaudaba sumas cuantiosas para la época, tanto que representaban casi la totalidad de los ingresos fiscales. Otros impuestos, como el predial, la explotación de las riquezas naturales y la adjudicación de baldíos quedaron en manos de los Estados. De esta suerte, según fueran las importaciones, crecía o se reducía el producido de los aranceles, y los gobiernos podían presentar un balance favorable o deficitario de su gestión. Si se agrega a lo anterior el hecho de que gran parte de los ingresos se traducía en gastos con destinación específica, llegamos a la conclusión de que el margen de maniobra del ejecutivo era muy reducido. El sólo rubro de pagos por concepto de la deuda significaba que el gobierno no podía disponer de más del 50% de la renta de aduanas que se destinaba a hacer abonos y a pagar intereses a los acreedores del Estado.

Fue un milagro que la Constitución de Rionegro conservara su vigencia por tanto tiempo y llegara a ser la más longeva desde la fundación de la República. La crisis fiscal, provocada por la caída de los precios del tabaco y la quina, dio al traste con sus instituciones, pero desde antes, disposiciones como el libre porte de armas y el mal uso de la Guardia Colombiana que le restaba autoridad para imponer el orden, habían minado la estabilidad de la nación. Varios entre los prohombres del radicalismo, y no sólo Núñez, eran conscientes de la necesidad de una reforma que le pusiera los pies sobre la tierra a los pocos colombianos que seguían enamorados de la Carta Política de Rionegro. Pero de hecho era tan irreformable que la única enmienda que prosperó en más de 20 años fue la que propuso que las elecciones en los Estados se verificaran en el mismo día. Se trató de una reforma que se imponía por su propio peso cuando hasta los propios autores de la Carta del 63 cayeron en cuenta de que Colombia no resistía tres, cuatro o cinco elecciones en el mismo año, sin afectar la estabilidad administrativa, económica y social de la nación.

Un visionario, el doctor Murillo Toro, llegó a proponer la implantación del impuesto sobre la propiedad para subvenir a los gastos del Estado, pero todo se quedó en propósitos, que únicamente se protocolizaron en el Estado de Santander del cual fue presidente. El mismo doctor Murillo propuso reducir los intereses de la deuda pública y secundó la idea de construir el ferrocarril del Carare con un gran empréstito, proyectos todos que despertaron la consiguiente oposición de las clases pudientes, que lo tildaron de comunista.

Indudablemente el partido predominante era el liberal, como pudo comprobarse en sucesivas elecciones, antes y después de la expedición del Estatuto de Rionegro. No obstante, para la época de la elección de don Aquileo Parra y en los años siguientes hasta 1884, la intervención del gobierno central para conservarse en el poder fue un hecho incontestable. Solamente en Antioquia, bajo la Administración del General Berrío, los conservadores tuvieron acceso a la dirección de los negocios públicos ya que los resultados electorales fueron respetados por el gobierno del doctor Murillo Toro. Entre tanto, en Panamá, Cundinamarca, Boyacá y Santander, la mano del gobierno se mantuvo muy activa en favor de las candidaturas de Parra y de don Santiago Pérez.

La señora Delpar anota certeramente debilidades inherentes al sistema en materia de administración de justicia. Los constituyentes de Rionegro habían creído poner una pica en Flandes dejando en manos de la ley la elección de jueces, creyendo que con ello le daban mayor independencia al órgano jurisdiccional, pero sucedió lo contrario: la justicia, que siempre había sido débil, quedó bajo la influencia de ciertos abogados que instauraron desde la Asamblea el llamado “sapismo”, por asociación de ideas con el doctor Ramón Gómez, veterano liberal, conocido con el apodo de “el sapo”.

La total pérdida de credibilidad en el poder judicial, determinó, tanto como la crisis económica, el colapso de la Constitución de 1863.

He aquí cómo describe la autora el funcionamiento del poder judicial:

La maquinaria sapista tuvo su origen en 1861, cuando los resultados de las elecciones en un Estado, en momentos en que la revolución liberal seguía avanzando, le dieron a Gómez y a sus seguidores una mayoría en una Asamblea Constituyente que se reunió en 1862. Dicha Constitución disponía que el procurador y los jueces de la Corte fueran del resorte de la legislatura. La Corte, a su turno, nombraba a los jueces del circuito, los notarios y los registradores de documentos públicos; el procurador nombraba a los fiscales; y los jueces del circuito designaban a los magistrados de la Corte. La propia Constitución designaba juntas escrutadoras para vigilar los resultados electorales. Dichas juntas estaban compuestas por los jueces del circuito, los notarios, los registradores y los procuradores distritales. Gracias a este sistema, los mismos que determinaban quiénes eran los miembros de la Asamblea del Estado, eran creación de la misma Asamblea.

Una leyenda propagada por los propios liberales, tiende a hacer de la figura de Núñez el constructor de la República, casi un hado providencial que nos redimió del desenfreno del federalismo y le devolvió el orden a una República anarquizada por instituciones inaplicables en las regiones tropicales. Núñez es el salvador y quienes lo antecedieron aparecen como unos pobres diablos de quienes bien pudiera predicarse el calificativo de “fabricantes de repúblicas aéreas” a que aludía Bolívar en su Carta de Jamaica.

La señora Delpar se aproxima al tema con una objetividad deliciosa. Pinta el escenario en donde se desarrolla el árbol de las libertades rionegreras y va mostrando en sucesivos capítulos las razones de su decadencia. Señala con un criterio muy moderno los rasgos característicos de los grandes protagonistas de la vida pública de la época y agrega un análisis de los entronques familiares y comerciales de los mismos. Analiza los factores económicos que fueron deteriorando la situación y principalmente la caída de los precios de nuestros bienes de exportación, para concluir, contra todas las sabidurías convencionales, que si los liberales fueron malos políticos por la falta de flexibilidad en el gobierno, quienes los sucedieron fueron peores por el rigor dogmático con que aplicaron sus principios a sangre y fuego.

La secesión de Panamá, un episodio que tuvo ocurrencia en los albores del siglo XX, es decir, más allá del contenido cronológico de esta obra, es la más patente demostración de la incompetencia política, administrativa y diplomática de quienes pusieron término a la era radical. Nunca las nuevas generaciones adquirirán conciencia de lo que significó para Colombia moral y materialmente la pérdida de Panamá. Fue un suceso que determinó el enclaustramiento de Colombia casi por medio siglo.

Era Panamá la perla de la Corona, el más preciado de los dones que nos había deparado la Providencia. Ser los dueños de la llave por donde se podía abrir el tránsito entre el Atlántico y el Pacífico nos brindaba una posición de privilegio entre las naciones latinoamericanas. Las miradas de las grandes potencias convergían hacia el altiplano cundinamarqués en donde un gobierno y un congreso deliberaban acerca de quién debía ser el afortunado concesionario al que se encomendara la apertura del Canal. En el orden material, una de las más grandes fuentes de ingresos fiscales provenía de la explotación del Ferrocarril de Panamá, a raíz de los descubrimientos de los depósitos de oro en la California norteamericana. De un país “echao pa’lante”, pasamos a ser una nación timorata y huidiza cuyo único norte en materias internacionales era no apartarse jamás ni en público ni en privado de las directrices del Departamento de Estado de Washington. ¿Será demasiado osado pensar que tamaño insuceso jamás hubiera ocurrido bajo el régimen federal? Por años de años bajo el predominio radical la cuestión canalera se debatió a todos los niveles y, a pesar de episodios tan macondianos como la ejecución de Prestan y de Cocobolo, jamás se comprometió nuestra soberanía.

Fue la segregación del Istmo el factor que contribuyó en mayor grado a relegar a Colombia al rango de una potencia de tercer orden en el concierto latinoamericano. Mosquera había apoyado a Juárez contra los invasores de México, el Congreso de los Estados Unidos de Colombia no había vacilado en tomar partido en la guerra del Paraguay contra la Triple Alianza, y, prolongando en el tiempo una tradición bolivariana, les habíamos brindado toda nuestra solidaridad a los países amenazados por una reconquista española. Con todo, jamás tuvimos que pagar ningún precio en mutilaciones territoriales por causa de nuestro protagonismo.

La leyenda según la cual durante la vigencia de la Constitución del 63 Colombia vivió en permanente estado de guerra civil es una verdad a medias. Hubo una guerra civil en 1875 y una gran cantidad de escaramuzas de un Estado en territorio del otro, pero si se compara con los estados de excepción que han imperado en Colombia en los últimos 50 años, mal puede decirse que la Constitución de 1886 garantizó la paz mientras que la de 1863 propició la guerra.

Como no hay nada nuevo bajo el sol, también durante la vigencia de la Carta de Rionegro los poderes del presidente en materia de orden público fueron motivo de permanente controversia entre las facciones en que se encontraba dividido el liberalismo.

A partir de la guerra de 1875, se hizo patente la necesidad de fortalecer el ejecutivo federal y, en efecto, tras sonados debates de los cuales da cuenta el estudio que comentamos, algo se avanzó en este camino. No solamente el texto constitucional era muy débil porque sólo le asignaba un papel de espectador al gobierno, empleando el término “velar por el orden público”, sino que la propia Guardia Colombiana estaba integrada por unidades notoriamente insuficientes para preservar el orden en el vasto territorio de la república.

El caso de Panamá es altamente ilustrativo acerca del papel de la Guardia Nacional en aquellos años. Se debatía ardorosamente acerca de si convenía integrarla con elementos humanos del norte del país o si se justificaba someter a los riesgos de las enfer­medades tropicales a indígenas y mestizos del altiplano cundiboyacense. En el fondo se trataba de una cuestión política bastante peculiar. El voto del Estado de Panamá era solidario con el del resto de los Estados costeños y al mismo tiempo era el escenario predilecto para dar golpes de cuartel y deponer a los presidentes del bando contrario, aprovechando la enorme distancia de la capital. En alguna forma han debido pesar estos antecedentes sobre la inestabilidad institucional de Panamá desde su independencia. No en vano durante el siglo XIX los propios gobernantes colombianos fomentaron el desalojo de presidentes del Estado Soberano de Panamá elegidos legítimamente.

La obra de la señora Delpar descorre un velo sobre esta etapa de nuestra vida como nación. Más de una vez me he preguntado por qué razón reviste tan poco interés el estudio del período comprendido entre 1863 y 1885. ¿Será acaso por la brevedad de los períodos presidenciales de dos años que no permitían la continuidad de ningún proyecto de envergadura? ¿O será porque los escritores de la Regeneración, principalmente quienes se ocuparon de los textos de enseñanza de la historia, omitieron deliberadamente la investigación de las ejecutorias de los gobernantes radicales? También pudo ser por la transformación económica que sufrió el país al verse sustituidos sus rubros de exportación, como la quina, el tabaco y el añil, por el café, que se consolidó por más de un siglo como la espina dorsal de nuestra economía. Tan hondas fueron las repercusiones de este fenómeno que el cultivo del café acabó propiciando el desplazamiento del centro de gravedad del país del oriente del Río Magdalena hacia el occidente.

Si bien es cierto que el Estado de Antioquia pesaba en forma decisiva sobre la vida nacional en lo político, por cuanto que era el santuario del partido conservador, su significación económica era nula en comparación con lo que vino a ser bajo el régimen centralista de 1886.

Ya otros investigadores norteamericanos han descrito prolijamente la migración antioqueña en el o ccidente colombiano, que corresponde en nuestros días a la zona cafetera, y no faltaron quienes estudiaran las razones de la decadencia de Santander, principalmente de El Socorro, como centro de gravedad política y económica durante la vigencia del Estatuto de 1863. La señora Delpar es maestra en analizar el tema. De su estudio se desprende que los presidentes y los ministros de la época radical eran casi todos oriundos de Cundinamarca, Boyacá y Santander, en proporción de tres por uno. El Estado de Santander producía quina y tabaco, sombreros de jipi japa y bocadillos veleños en cantidades apreciables para la modestísima economía de la época. Inclusive, el café comenzó a desarrollarse en el norte del Estado, cuando sembrarlo era la penitencia que le imponía el padre Romero a sus feligreses. No sólo se distinguía el Estado, aliado de Antioquia, entre los que constituían los Estados Unidos de Colombia, por la laboriosidad y disciplina de sus habitantes sino que la presidencia del Estado era una especie de posgrado en administración pública y antesala para la presidencia de la República.

No se equivoca la autora en la importancia que le atribuye a la figura de Núñez en el campo político. No ya en razón de sus indiscutibles dotes de estadista refinadas por su permanencia en el exterior sino por representar a la Costa, incluyendo a Panamá, en la feria de las candidaturas presidenciales.

En razón de sus atributos como hombres de Estado lo acompañaron por mucho tiempo los mejores cerebros del liberalismo: un Salvador Camacho, un Miguel Samper, un José María Samper, un Felipe Angulo, un Eliseo Payán, un Ramón Santo Domingo Vila, un José María Campos Serrano, muchos de los cuales lo abandonaron posteriormente, sino que por una inocultable solidaridad regional siempre contó con la simpatía de Estados como Magdalena, Bolívar y Panamá en donde sus eventuales contendores sólo alcanzaban cifras ridículas del sufragio popular.

Al analizar la composición de la clase dirigente liberal, la autora recurre a una investigación peculiar acerca de la extracción social de los dirigentes liberales, sus entronques familiares y sus fuentes de ingresos, para llegar a la conclusión de que, por lo general, se trataba de gente de origen humilde en oposición a la dirigencia conservadora cuyos pergaminos remontaban a la época colonial. Estaban emparentados unos con otros en forma tan estrecha que sólo se explica por lo reducido de la población de la república en la segunda mitad del siglo XIX. Familias como los Lleras, los Pérez, los Calderón, los Camacho no sólo estaban vinculadas por la sangre sino por alianzas matrimoniales. Dos ejemplos, conocidos de los entendidos, abonan este aserto. En la batalla de La Humareda murieron tres generales de la familia Lleras y un directorio liberal de fines del siglo, integrado por cinco miembros, contaba con cuatro de ellos emparentados con don Felipe Pérez.

El llamado partido nacional, liderado por Núñez y Caro con el propósito de corregir los vicios del Olimpo Radical, entre los cuales se destacaba su carácter de círculo cerrado, casi familiar, que era la cúpula del partido, lejos de romper con esta tradición la consolidaron en forma escandalosa.

Caro era cuñado de don Carlos Holguín. Uno y otro desempeñaron la presidencia a nombre del nacionalismo. Años más tarde, don Jorge Holguín, hermano de don Carlos, ejerció la presidencia por dos veces en calidad de Designado. Una, a raíz de la caída del General Reyes, y, otra, para suplir la vacante ocasionada por la renuncia de don Marco Fidel Suárez. Los Holguín eran nietos del Presidente Mallarino y don Jorge emparentó, por alianza, con la familia Arboleda. Como si fuera poco, Reyes y Holguín eran consuegros, en razón del matrimonio de don Daniel Holguín con doña Amalia Reyes. Un hijo de don Carlos, don Hernando Holguín y Caro, posiblemente hubiera sido presidente en los años veinte, si no hubiera muerto atropellado por una bicicleta en las calles de Bogotá.

Cuando la disputa entre el radicalismo y el independentismo se agrió en el seno del partido liberal, tras la elección de don Aquileo Parra, surgieron epítetos despectivos destinados a descalificar a los radicales de cepa. Se les endilgó el calificativo de “Olimpo Radical” a sus integrantes y de “oligarca” a cada uno de ellos. La idea errónea, muy de recibo entre periodistas contemporáneos, según la cual fue Jorge Eliécer Gaitán quien acuñó la palabra oligarca para descalificar a sus contrarios, no puede ser más equivocada. Tiene una larga tradición en el léxico de las rivalidades liberales.

Interesante, por lo demás, es el seguimiento que en esta obra se le hace a la que pudiéramos calificar de doctrina liberal colombiana. La leyenda que le atribuye al General Santander el carácter de precursor del partido liberal colombiano obedece a su apego por la filosofía de Bentham y Destutt de Tracy, formas del positivismo conocidas en aquellas edades como utilitarismo. Por años la controversia política entre lo que serían los liberales y los conservadores se redujo a sostener o a criticar rabiosamente el utilitarismo de Bentham y Destutt de Tracy, que los católicos consideraban como doctrinas impías. Con el transcurso del tiempo perdieron vigencia estos dos filósofos que se vieron sustituidos por Spencer y Stuart Mill, que el propio Núñez contribuyó a divulgar.

El conservatismo, con contadas excepciones, se constituyó desde entonces en paladín de la Iglesia Católica, a lo cual contribuyó en gran manera el sec tarismo de ciertos liberales que hacían profesión de ateísmo. El liberalismo, en cambio, se limitaba a profesar los principios de la revolución francesa y de la Constitución de Filadelfia en materia de libertades públicas. El desorden institucional resultante de la excesiva permisividad de la Constitución de 1863 fue derivando poco a poco hacia una ansia de autoridad y de disciplina que acabó propiciando la llamada Regeneración enfrentada a la catástrofe, que era el otro cuerno del dilema: “Regeneración total o catástrofe”, de Núñez.

En cuanto a lo que hoy concebiríamos como la intervención del Estado en la economía puede decirse que no había diferencia entre los partidos. En contra de la opinión de mi admirado amigo Indalecio Liévano Aguirre, quien le atribuye a Núñez las ideas de nuestro tiempo en materias económicas, quién más, quién menos, nadie pasaba por alto la incapacidad económica del Estado colombiano para dejar en manos de los particulares empresas tan esenciales como dotar a la nación de una infraestructura vial y portuaria. Ningún colombiano, así en el campo económico fuera partidario del Estado gendarme, llegada la hora de gobernar renunciaba a intervenir en la economía, dejando exclusiva­mente en manos del mercado el compromiso del desarrollo económico. Los acontecimientos los desbordaban, como ocurrió con Núñez y su dogma de los $12.000.000 de medio circulante o con Murillo Toro y su propósito de fortalecer el fisco nacional. Tal vez durante la Regeneración algunos comerciantes liberales se molestaron por las piruetas que se hacían en procura de recursos adicionales para el presupuesto de la nación, pero, como doctrina, el liberalismo jamás renunció a su papel de nivelador de las desigualdades entre las clases pudientes y los más desheredados.

De 1850 en adelante modernizar el Estado y la sociedad fue una obsesión universal. Los descubrimientos científicos estaban abriendo una nueva era de desarrollo en Europa. Lo mismo en Inglaterra, bajo la Reina Victoria, que en Francia, bajo Napoleón III, y, más tarde, en Alemania bajo la égida de Prusia, el tema era la modernización. Nuestros gobernantes no escaparon a tales directrices. Podía decirse con razón que el estribillo era modernizar, lógico desarrollo de los preceptos de la Constitución recién expedida. Había que sepultar los rezagos de la época colonial española internacionalizándonos con una apertura hacia el mundo exterior, obsesión que se caracterizaba por el afán de comunicar la capital con los dos océanos. Surgió así la idea de construir un ferrocarril que por los Estados del oriente colombiano llegara hasta el mar. Algo como el actual Ferrocarril del Atlántico, pero que entonces se conoció como el Ferrocarril del Norte o Ferrocarril del Carare. Se discutieron diversos trazados y algo se avanzó en la contratación del magno proyecto que no sólo beneficiaría a Santander, como decían los opositores, sino a toda la república. El advenimiento de la Regeneración y más concretamente del independentismo, que fuera pilar del partido nacional, le puso término a estos planes.

Con el nombre de la crisis liberal la señora Delpar se ocupa de la agudización de los conflictos a que me vengo refiriendo entre partidarios de la can­didatura de Núñez y sostenedores de la de don Aquileo Parra en la que resultó victorioso este último con un discutible apoyo del gobierno. Las relaciones entre independientes y radicales se fueron deteriorando de día en día, pese a que frente al levantamiento de los conservadores a la que puso término la batalla de Garrapata, los independientes fueron solidarios con el gobierno de Parra. La suerte estaba echada. El avance del independentismo culminó con la elección para presidente de elementos como Trujillo, Zaldúa y Otálora, que sirvieron de puente para la reelección de Núñez en el 84. Fue entonces cuando Núñez reafirmó su condición de militante en el partido liberal y de simpatizante de nuevos términos de relación con la Iglesia Católica al deslizar el giro ambiguo de “no soy decididamente anticatólico”. Era una novedad en labios del antiguo Ministro de Mosquera, copartícipe en las leyes de desamortización de los bienes de manos muertas.

El resto de la historia es bien conocido. Los recelos radicales que en vano Núñez trató de disipar no hicieron sino agravar las tensiones entre el gobierno del Regenerador y sus correligionarios de la víspera. La autora describe con gran acopio de datos y una incontestable imparcialidad la manera como por sus pasos contados los radicales escogieron la vía de las armas para tratar de reconquistar el poder que se les iba de las manos. Así murió, a raíz de la victoria de La Humareda, la Constitución de 1863 cuya partida de defunción formalizó Núñez desde un balcón del Palacio de San Carlos.

El tránsito del liberalismo a la oposición ante las nuevas circunstancias, hasta renovar el intento militar en la Guerra de los Mil Días, es una historia ya muy conocida, pero que la señora Delpar reitera para darle un toque final a su libro Rojos contra azules, que no vacilamos en recomendar a los lectores colombianos y extranjeros que aspiren a desentrañar los orígenes del espíritu de transacción y de compromiso que caracteriza nuestra vida pública en el siglo XX. La autora lo define muy bien cuando dice:

Hacia el final del siglo XIX los dirigentes políticos de los partidos consiguieron forjar un sistema tenue pero viable de contactos que cobijó no sólo a los jefes de los partidos a todo lo largo y ancho del país sino que penetró hasta los más bajos estratos de la población. Estas vinculaciones, que se duplicaron entre los conservadores, fueron lo suficientemente fuertes para capacitar a los dos partidos en su propósito de mantener el control de un electorado ya más amplio en el siglo XX. Reafirmaron de este modo con éxito su carácter de vehículos a través de los cuales las demandas del electorado podían ser satisfechas.

Cabe observar, al analizar el anterior concepto de la autora, de qué manera una estudiante del sur de los Estados Unidos consiguió penetrar en la idiosincrasia colombiana. Ningún rasgo de nuestra vida política nos caracteriza tanto como la búsqueda de la transacción, del justo medio, del llamado consenso entre las fuerzas encontradas. El partido republicano, el Frente Nacional, los intentos de suprapartidismo forman parte de la herencia que la señora Delpar advierte en el párrafo citado.

El gran legado del radicalismo fue su afán por la educación. Ningún otro gobierno había puesto tanto énfasis en la formación cultural de los colombianos como el que es materia de este estudio.

Grandes zancadas jalonan esta etapa de nuestra historia. Basta señalar la importancia de la Universidad Nacional bajo la inspiración de don Salvador Camacho Roldán y de don Manuel Ancízar, la Comisión Corográfica, la fundación de la Academia Nacional de Medicina y Ciencias Naturales. El afán por la enseñanza no había conocido un ímpetu semejante desde la época colonial, cuando Moreno y Escandón dejó un sello que, aún en nuestro tiempo, es punto de referencia en el campo de la pedagogía.

Santafé de Bogotá, D. C.
Febrero de 1994

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