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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. v.10 n.18 Bogotá ene./jun. 2008

 


EL ACUERDO PACTADO: ¿DESMONTE O LEGALIZACIÓN DE LA ACUMULACIÓN PARAMILITAR?


REACHED AGREEMENT: DISSOLVE OR LEGALIZE PARAMILITARY ACCUMULATION?


Fin del paramilitarismo. ¿Es posible su desmonte?, Rafael Pardo, Bogotá, Ediciones B Colombia, 2007, 207 pp.



Bernardo Pérez Salazar*

* Magíster en Planificación del Desarrollo Regional, investigador del Instituto Latinoamericano de Altos Estudios – ILAE –, Bogotá, Colombia, [bperezsalazar@yahoo.com]. Fecha de recepción: 1 de abril de 2008, fecha de modificación: 14 de abril de 2008, fecha de aceptación: 30 de abril de 2008.



Si el espíritu empresarial consiste en la búsqueda imaginativa de posición [social] con apenas limitado interés por los medios utilizados para alcanzar ese propósito, entonces podemos esperar que cambios en la estructura de los incentivos modifiquen la naturaleza de las actividades del empresario, en ocasiones en forma drástica. Las reglas del juego pueden entonces ser la influencia decisiva para determinar si la capacidad empresarial se asignará predominantemente a actividades productivas, improductivas e incluso destructivas.
W. J. Baumol (1990)

Como suele suceder con la fabricación de salchichas y otros embutidos, para los escrupulosos es mejor no indagar detalles sobre cómo se elaboran las leyes, decía el príncipe Otto von Bismarck durante la unificación alemana en la segunda mitad del siglo XIX. Por eso es recomendable que el lector del libro más reciente de Rafael Pardo esté advertido de antemano de que allí encontrará una memoria testimonial pormenorizada del trámite tortuoso de una ley muy sensible para los intereses especiales de un grupo de jefes paramilitares comprometidos con diversos proyectos regionales de acumulación de poder político y riqueza por medio de las armas: la Ley 975 de 2005, que “regula lo concerniente a la investigación, procesamiento, sanción y beneficios judiciales de las personas vinculadas a grupos armados organizados al margen de la ley, como autores o partícipes de hechos delictivos cometidos durante y con ocasión de la pertenencia a esos grupos, que hubieren decidido desmovilizarse y contribuir decisivamente a la reconciliación nacional” (República de Colombia, 2005).

Pardo reconoce que fue un proceso que desde el comienzo estuvo plagado de complejidades y dificultades. Pero considera que cuando se inició, en 2003, el país tenía condiciones maduras y propicias para desarrollarlo garantizando verdad, justicia y reparación efectivas para las víctimas de la acción paramilitar. Era el momento en que el Estado se revigorizaba militarmente como resultado del Plan Colombia y del “impuesto de la seguridad democrática”. El incremento de la fuerza pública, con soldados tanto “profesionales” como “campesinos” y nuevos efectivos de policía, hizo posible que el Estado volviera a hacer presencia en 200 municipios que estuvieron desprotegidos muchos años por su ausencia absoluta. El momento coincidió con el establecimiento de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional en casi todo el planeta. A pesar de la salvedad que Colombia incluyó cuando suscribió el Estatuto de Roma en 2002 –que postergó su vigencia en el país hasta 2009–, ya entonces era claro que en el futuro esta jurisdicción internacional podría conocer los casos de jefes paramilitares que hubiesen sido procesados por tribunales que no los sujetasen debidamente a la responsabilidad penal que les corresponde por crímenes de lesa humanidad, o cuyos procesos no hubiesen sido instruidos en forma independiente e imparcial de conformidad con las garantías procesales reconocidas por el derecho internacional.

Además, en 2003 la justicia colombiana ya había formulado acusaciones por delitos de lesa humanidad contra los jefes paramilitares, y la justicia estadounidense había cursado solicitudes de extradición contra ellos por el tráfico internacional de estupefacientes. Entre la dirigencia y la opinión pública predominaba una percepción favorable de legitimidad política y social para la negociación política con los paramilitares.

Pero, a juicio de Pardo, el Gobierno desperdició esa “ventana de oportunidad” en el trámite de la ley que finalmente se sancionó. Los objetivos que orientaron la acción gubernamental durante ese trámite socavaron la correlación política y militar favorable al Estado. Por ello, el proceso con los paramilitares terminó con el desarme y la desmovilización de algunas estructuras armadas y, principalmente, con el regateo de una solución “aceptable” para resolver la situación jurídica de los jefes principales, cuyo propósito central era asegurar que quedaran “blindados” frente a la Corte Penal Internacional. Es decir, el “acuerdo pactado” se redujo a la escenificación de unos rituales de desarme y desmovilización y al establecimiento de un régimen penal especial para su juzgamiento.

Quedó pendiente el desmonte de los procesos de acumulación económica y de poder político mediante los cuales los jefes paramilitares adquirieron el control, a través de la coacción y la amenaza violenta, de negocios de apuestas, de la administración de contratos públicos a través de entidades territoriales y empresas de salud administradoras de régimen subsidiado de salud (ARS), y de negocios abiertamente ilegales como la comercialización de gasolina de contrabando o hurtada de los poliductos, el control de cultivos ilícitos y la operación de laboratorios de procesamiento de cocaína. Parafraseando a Pardo, el proceso finalmente no sirvió para acabar sino para legalizar el poder acumulado a través de estructuras construidas mediante la violencia.

Pardo y otros congresistas –entre ellos, Gina Parody, Luis Fernando Velasco y Wilson Borja– promovieron durante el segundo semestre de 2004 un proyecto de ley alternativo al que eventualmente fue aprobado y sancionado por el Congreso como Ley 975 de 2005. Una de las diferencias del proyecto alterno era la condición de que los grupos armados ilegales suscribieran un acuerdo de paz con el Gobierno en el cual, además de los compromisos de cese de hostilidades y desmovilización que fueron el fondo de acuerdos como el de Santa Fe de Ralito de julio de 2003, se requería entregar información concreta sobre la organización interna de cada bloque, los bienes de su propiedad, sus actividades delictivas y los medios utilizados para ejecutarlas, al igual que sobre los casos de desplazamiento forzado, desaparición de personas y ubicación de tumbas y fosas comunes en que se hubiera actuado o de que se tuviera conocimiento. Además, imponía a cada bloque desmovilizado la obligación de restituir todos los bienes adquiridos a través de actividades criminales.

Dicho acuerdo estaría animado por el propósito explícito de construir la paz y establecer mecanismos concretos para frenar, suprimir y prevenir la penetración ilegal de las instituciones públicas locales, regionales y nacionales por parte de esos grupos, romper por completo los vínculos entre sus jefes y el Estado, y consolidar la regulación democrática de la gestión pública en las zonas donde estos grupos armados ilegales ejercieron su influencia militar, política y económica. La confesión obligatoria no sólo permitiría desactivar los procesos regionales basados en la acumulación lograda mediante la violencia a través de la extinción del dominio a favor del Estado para reparar y restablecer los derechos de las víctimas. También aportaría elementos para establecer la verdad como punto de partida de un proceso penal que garantizara la justicia y la reparación. Un elemento clave para ello era crear canales de participación directa de las víctimas para que las decisiones sobre el proceso aseguraran la preeminencia del restablecimiento de sus derechos como prioridad de la acción estatal.

La aprobación del proyecto que finalmente se sancionó fue impuesta por la bancada del Gobierno, a pesar de los esfuerzos de la oposición por sacar adelante una ley de consenso. El proceso fue precedido por declaraciones altisonantes de alias ‘Ernesto Báez’, vocero del estado mayor negociador de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), del Alto Comisionado para la Paz, Luis Carlos Restrepo, y del Vicepresidente de la República, Francisco Santos, quienes descalificaron las dos propuestas centrales del proyecto alternativo: la confesión total como requisito para obtener la reducción de penas y la creación de canales de participación de las víctimas en los procesos judiciales.

A través de los medios de comunicación, los jefes paramilitares lanzaron una propuesta de referendo para sacar del Congreso la discusión de la solución jurídica que los blindaría frente a la Corte Penal Internacional, y Báez declaró que la condición de la confesión total contenida en el proyecto alternativo “generaría una masacre interna”. El Alto Comisionado pregonó en los medios de comunicación que los congresistas que impulsaban dicho proyecto eran enemigos de la paz. En un seminario sobre reconciliación en Cali, el Vicepresidente manifestó que para la paz del país se requería un tratamiento benigno con más perdón que justicia y pidió que no hubiera cárcel. Cuando Camilo Ospina, secretario jurídico de la Presidencia designado para concertar un proyecto conjunto, logró una aproximación que llegó a ser acogida por el Ministro de Interior, Sabas Pretelt, el alto comisionado Restrepo anunció en un rueda de prensa convocada con ese fin, que si el Gobierno acogía ese proyecto renunciaría a su cargo pues la iniciativa lo dejaría sin instrumentos para manejar el proceso. El presidente Uribe respaldó a Restrepo.

Pardo describe vívidamente los momentos culminantes de ratificación de lo que sería la Ley 975 de 2005:

La aprobación en la Cámara de Representantes se dio en medio de una zambra durante la cual el alto comisionado de paz, agresivamente, descalificó a la representante Gina Parody, y a renglón seguido varios parlamentarios, entre quienes se destacaba la representante por Sucre, Muriel Benito Rebollo, que a finales de 2006 sería llamada por la Fiscalía para que respondiera por acusaciones de concierto para delinquir en conjunción de paramilitares de Sucre, empezaron a golpear los pupitres y a gritarle a la representante Parody que se fuera […] Parody, que tenía el uso de la palabra, se retiró del recinto de la Cámara, acompañada por las bancadas del Partido Liberal y del Polo Democrático.

En la plenaria del Senado, que tenía para el debate las dos ponencias, la del Gobierno y la alternativa de los congresistas, su presidente no puso a consideración la minoritaria y llevó a votación únicamente la apoyada por el Gobierno. Como ponente, dejé constancia de la ausencia de garantías para la minoría y me retiré también junto con las bancadas del partido Liberal y del Polo Democrático (pp. 100-101).

La descripción de estos pormenores enmarca convenientemente la decisión del autor de retirarse de la coalición uribista para regresar a las toldas del Partido Liberal, en el mes de mayo de 2005, cuando ya entraba en calor la campaña para las elecciones al Congreso y a la Presidencia de 2006. Entre las razones que Pardo cita para justificar esta decisión se destaca su coincidencia con la presión pública que en ese momento ejercía el Partido Liberal sobre el Gobierno para que controlara a los candidatos con presunto apoyo del paramilitarismo. Para hacer frente a la consolidación del poder político sustentado en las armas y en organizaciones criminales, Pardo declaró que asistiría al II Congreso del Partido Liberal en adhesión a la propuesta del ex presidente de César Gaviria de llevar al partido al centro del espectro político para jugar un papel decisivo en la transformación política del país.

No se trata de fortalecer un partido por el hecho de hacerlo. Sólo con un partido fuerte y con un sistema de partidos fuerte, será posible que el país tenga cambios de fondo que transformen la sociedad. La voluntad de un presidente, sin un sistema de partidos que sirva para gobernar o para hacer contrapeso al Gobierno, se vuelve caprichosa y no asegura cambios estables (p. 154).

El texto de Pardo contiene numerosos apartes que ilustran lo que pueden ser huellas de la “voluntad caprichosa” con la que el Gobierno condujo las negociaciones con los paramilitares. Por ejemplo, las reuniones de finales de 2002 “en un exclusivo club, al norte de Bogotá”, en las que según la revista Semana (2002)1 el jefe militar de las autodefensas, Salvatore Mancuso, se reunió con congresistas amigos en busca de apoyo para encontrar una fórmula jurídica de perdón de sus delitos que no exigiera reconocerles un estatus político, y que Pardo interpreta como indicio de que “los temas del perdón judicial y de la no extradición hacían parte de una agenda, secreta y no conocida por el país” (p. 56).

También menciona algunas disposiciones del texto de la Ley 975 que en apariencia son fuertes pero que en el fondo encubren actividades de narcotráfico, como la de que “no podrán acceder a los beneficios de la ley quienes hayan cometido delitos de narcotráfico antes de ingresar al grupo armado” (p. 102). Puesto que el mismo grupo armado que se somete a la ley es el que establece cuándo ingresaron sus miembros al grupo, la disposición se convierte en una fórmula para cubrir con los beneficios de la ley a toda actividad de narcotráfico en que hubieran participado.

Otra disposición que serviría de “lavadero de antecedentes” es la de que la Fiscalía investigue y acuse en sesenta días luego de rendida la versión libre del sometido. Ante el rechazo de la imputación y las escasas evidencias que la Fiscalía podría compilar en tan poco tiempo para acusar ante el Tribunal, los sometidos a la ley serían beneficiados con la preclusión de estos hechos y sus delitos quedarían “lavados” judicialmente.

Pardo también refiere como indicio del escaso compromiso del Gobierno con el restablecimiento de los derechos de las víctimas la forma en que permitió la desmovilización de los jefes paramilitares, en bloques distintos a aquellos en los que operaron y desde los cuales ordenaron delitos de lesa humanidad. Entre los efectos de este proceder, señala la dificultad que ello conlleva para que las víctimas ubiquen a los responsables de delitos de lesa humanidad. Así, las víctimas de las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), por ejemplo, ahora enfrentan la carga de rastrear a los comandantes de esta unidad –muchos de ellos con “motes de guerra” cambiados– que se subsumió en las Autodefensas Unidas de Colombia y desapareció antes de las desmovilizaciones.

Por último, señala que en agosto de 2006 el Gobierno entregó a la Fiscalía una lista de 2.695 desmovilizados que se someterían a la Ley de Justicia y Paz por ser responsables de delitos no indultables. Pardo relata que unos meses después, en diciembre de ese año, el coordinador de la Unidad de Justicia y Paz de la Fiscalía, Luis González, precisó a través de los medios de comunicación que “‘en este momento hay 270 (paramilitares) en la cárcel y no 2.695’, como aseguró Luis Carlos Restrepo, y de estos, ‘sólo 79 tienen cargos’, y ‘de los 79 miembros de las autodefensas presos actualmente, sólo dieciséis han rendido versión libre y han reiterado su voluntad de sometimiento’” (p. 161).

Algunas de las fallas de la Ley de Justicia y Paz señaladas en el libro fueron rectificadas por la Corte Constitucional en la sentencia C-370 de 2006, de la cual Pardo presenta una síntesis trascribiendo un artículo publicado en Semana por Juanita León. El relato continúa con un recuento de acontecimientos posteriores, entre ellos la crisis que culminó con el encarcelamiento de los jefes paramilitares desmovilizados en la prisión de alta seguridad de Itag ü í. La memoria testimonial llega hasta el destape de la “parapolítica”, es decir, la consolidación de la hegemonía electoral de políticos aliados con jefes paramilitares en ciertas zonas del país, mediante un proceso que se iniciaba con masacres y asesinatos selectivos y terminaba con la penetración política y económica de jurisdicciones locales y regionales bajo su control.

Las últimas páginas del libro se dedican a presentar ocho propuestas para poner fin al paramilitarismo y “enderezar el árbol” de la democracia colombiana. Entre ellas, un programa de Estado para la reparación a las víctimas, una “ley de verdad” o, alternativamente, una comisión extrajudicial para esclarecer la verdad histórica, la reducción de los grupos remanentes o renacientes de paramilitares, la consolidación de la seguridad rural mediante la creación de una guardia nacional rural, el establecimiento de una circunscripción electoral de paz para quienes hayan cumplido las condiciones judiciales y de desmonte de los grupos armados, el condicionamiento de la decisión del Gobierno de no recurrir a la extradición al cumplimiento estricto de los requisitos judiciales y la confesión plena de delitos cometidos por sus responsables, un programa nacional de reintegración a la vida civil para ex combatientes de la fuerza pública y de los grupos ilegales, el desmonte del clientelismo y la política individual mediante la eliminación del “voto preferente” durante dos períodos electorales, y la adición a la Ley de Justicia y Paz de disposiciones para fortalecer la capacidad investigativa de la Fiscalía y garantizar la independencia de las instancias a cargo de juzgar y sentenciar a los jefes paramilitares.

A decir verdad, el autor queda en deuda con los lectores en el desarrollo de sus propuestas para acabar con el paramilitarismo. Es cierto que muchas de ellas coinciden con las que están contenidas en el documento que compila las conclusiones generales de las audiencias públicas sobre el fenómeno paramilitar que Pardo presidió a principios de 2004 como senador, y el libro trae trascripciones extensas extraídas de dicho documento las cuales, además, se pueden consultar en el sitio web del autor2.

Sin embargo, la forma en que quedaron plasmadas estas propuestas en el capítulo de las conclusiones es apresurada. La relativa al programa de Estado para la reparación de las víctimas sirve para ilustrarlo. Las ocho páginas que ocupa el aparte correspondiente están dedicadas a verificar que la definición técnica de “víctima” contenida en la Resolución 4034 de 1985 de la Asamblea General de las Naciones Unidas corresponde efectivamente con la que incluye la Ley de Justicia y Paz, y a trascribir lo concerniente en esa ley sobre la reparación, la identificación de las víctimas y la responsabilidad de la reparación. No es claro de qué manera tales formulismos jurídicos permiten avanzar más allá de la Ley 975 en el propósito de poner fin al paramilitarismo.

En relación con este asunto, ignora la dificultad que representa la circunstancia de que el aparato estatal en ámbitos rurales remotos del país es altamente vulnerable a ser capturado por élites integradas a los proyectos regionales de acumulación de poder económico y político que controlan los ex jefes paramilitares hoy desmovilizados. Este no es un fenómeno exclusivamente limitado al caso colombiano, y se refiere en la literatura internacional como el modelo de “Estado mafioso” (Baumol, 1990; Fiorentini y Pelztman, 1995; Collier, 1999, y Grossman, 2000), término que el mismo Pardo ha utilizado en otros escritos en relación con el asunto.

Es extraño por lo tanto que esta discusión esté ausente en las conclusiones. Sin una recomposición de las estructuras de poder local en ámbitos rurales, ¿cuál es la posibilidad real de garantizar la no repetición a las víctimas que son vecinas de este tipo de contextos y, más aún, de garantizar su derecho a una reparación digna? ¿Cómo hacerlo sin previamente transformar la situación en aquellos lugares donde el Estado no actúa como delegado de los ciudadanos, sino de una élite local? ¿Será acaso posible que una transformación así ocurra de manera espontánea, sin necesidad de una reforma político-institucional que remedie las distorsiones ocasionadas por el fenómeno paramilitar sobre el funcionamiento de la institucionalidad pública local en los territorios donde continúan desarrollando los antiguos jefes de estos grupos armados ilegales proyectos regionales?

Otro ejemplo que deja sinsabor es la propuesta de desmontar el clientelismo y la política individual eliminando el “voto preferente” durante dos períodos electorales. ¿Es el clientelismo exclusivamente el resultado de un régimen electoral determinado? Pardo en persona fue víctima de la falta de garantías para ejercer la oposición política en el trámite legislativo de la Ley de Justicia y Paz. ¿Será suficiente una reforma electoral para garantizar el ejercicio cabal de la oposición en Colombia? La parroquialización del poder, la dependencia fiscal de las provincias con respecto al centro que permite a las élites locales ejercer el poder de manera autoritaria sin rendir cuentas a su electorado local, y la hegemonía local de un partido son condiciones propicias para la operación de los “enclaves autoritarios provinciales” (Gibson, 2006). ¿Será posible el desmonte del clientelismo con un mero “acuerdo electoral”, o habrá que pensar en un reforma sistémica, que abarque temas como la estructura latifundista de la propiedad de la tierra, la concentración del control de los medios masivos de comunicación y la injerencia directa de los intereses de los grandes grupos económicos en los procesos de legislación sobre temas económicos y criminales? (Guarín, 2007)

El libro de Pardo es un documento testimonial importante sobre un proceso legislativo clave para entender los desarrollos políticos de los próximos lustros. Sin embargo, la estatura intelectual y trayectoria como estadista de su autor –al igual que el título de su libro– prometen un contenido mucho más propositivo del que al final resulta. Quizás el compromiso intelectual con el “fin del paramilitarismo” quedó relegado en esta oportunidad a los compromisos editoriales comerciales. O, quizá por razones de estrategia, el futuro candidato presidencial haya optado por reservarse sus propuestas sobre este tema para animar la próxima campaña electoral. Ojalá la explicación del defecto esté más cercana a lo segundo. El día de la quema se verá el humo, y lo sabremos.


NOTAS AL PIE

1. Semana, “Negociación secreta”, 23 de noviembre de 2002.

2. [www.rafaelpardo.com\comunicados\4502134.doc].


REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Baumol, W. “Entrepreneurship: Productive, Unproductive and Destructive”, Journal of Political Economy 76, 2, 1990, pp. 169-217.

2. Collier, P. “On Economic Consequences of Civil War”, Oxford Economic Papers 51, 1999, pp. 168-183.

3. Fiorentini, G. y S. Pelztman. The Economics of Organized Crime, Cambridge, Cambridge University Press, 1995.

4. Gibson, E. “Autoritarismo subnacional: estrategias territoriales de control en regímenes democráticos”, Desafíos 14, 2006, pp. 204-237.

5. Grossman, H. “The State: Agent or Proprietor”, Economics of Governance 1, 1, 2000, pp. 3-11.

6. Guarín, R. “Oposición, competencia electoral y reformas de paz en Colombia”, Desafíos 14, 2006, pp. 69-14.

7. República de Colombia. “Ley 975 de 2005 por la cual se dictan disposiciones para la reincorporación de miembros de grupos armados organizados al margen de la ley, que contribuyan de manera efectiva a la consecución de la paz nacional y se dictan otras disposiciones para acuerdos humanitarios”, Diario Oficial 45.980, 25 de julio, 2005.

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