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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. v.12 n.22 Bogotá ene./jun. 2010

 

CÓMO ME CONVERTÍ EN KEYNESIANO. SEGUNDAS REFLEXIONES EN MEDIO DE UNA CRISIS


HOW I BECAME A KEYNESIAN



Richard Posner*

* Juez de la Corte de Apelaciones de Estados Unidos del Séptimo Circuito y profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago. Este ensayo se p ublicó en The New Republic, 23 de septiembre de 2009, [http://www.tnr.com]. Traducción de Alberto Supelano.


Hasta septiembre pasado, cuando la industria bancaria se derrumbó estrepitosamente y la depresión amenazó por vez primera en lo que llevo de vida, nunca pensé en leer La teoría general del empleo, el interés, y el dinero, a pesar de mi interés en la economía. Sabía que a John Maynard Keynes se lo consideraba el más grande economista del siglo XX y conocía la extraordinaria reputación de su libro. Pero era una obra de macroeconomía: el estudio de fenómenos económicos generales como la inflación, el ciclo económico y el crecimiento económico. El derecho y, por tanto, la economía del derecho –mi campo académico– no solían figurar en la regulación de esos fenómenos. Y había oído que era un libro muy difícil, lo que suponía que significaba que estaba lleno de matemáticas; que Keynes era un liberal a la vieja usanza, que creía que las fluctuaciones económicas se debían controlar con una política fiscal de mano dura (tributación, endeudamiento, gasto); y que el libro había sido refutado por Milton Friedman, aunque admiraba su trabajo anterior sobre el monetarismo. No me había sorprendido ni me había inclinado a desafiar la declaración que Gregory Mankiw, un destacado macroeconomista de Harvard, hizo en 1992: “después de cincuenta años de progreso adicional en la ciencia económica, La teoría general es un libro pasado de moda [...] Estamos en una posición mejor que la de Keynes para descifrar cómo funciona la economía”.

En septiembre nos enteramos de que la actual generación de economistas no ha descifrado cómo funciona la economía. En su gran mayoría estaba enceguecida por la burbuja de la vivienda y la crisis bancaria subsiguiente, había malinterpretado la gravedad del descenso económico resultante, estaba perpleja por la incapacidad de la política monetaria ortodoxa de la Reserva Federal para evitar un descenso pronunciado, y no podía ponerse de acuerdo en lo que debía hacer el gobierno para ponerle freno, si algo podía hacer, y llevar a la economía por el camino de la recuperación. En este momento, la mayoría de los economistas está de acuerdo en general con la estrategia sumamente keynesiana de la administración Obama para sacar la economía de ese profundo vacío. Algunos dicen que el gobierno no está haciendo lo suficiente y que es demasiado amable con los banqueros, y otros dicen que está haciendo demasiado, sin considerar las consecuencias de largo plazo. No hay un consenso profesional sobre los detalles de lo que se debería hacer para frenar el descenso, recuperar la velocidad y evitar (en cuanto sea posible) una recurrencia. Al no creer que podía suceder lo que sucedió, la profesión no pensó cuidadosamente en lo que se debía hacer si sucediese.

Asombrado por la confusión de la profesión, decidí que lo mejor era leer La teoría general. Después de leerla, concluí que a pesar de su antigüedad es la mejor guía que tenemos para la crisis. Y no soy el único que piensa así. Robert Skidelsky, autor de una magnífica biografía de Keynes en tres volúmenes, está próximo a publicar un libro titulado Keynes: e l retorno del maestro, en el que explica en qué difería Keynes de sus predecesores, los “economistas clásicos”, y de sus sucesores, los “nuevos economistas clásicos” y los “nuevos keynesianos”; y donde plantea que los nuevos keynesianos desecharon las partes más importantes de la teoría de Keynes porque no se prestaban a la formalización matemática tan cara a los economistas modernos. Su resumen sobre lo que es característico de la teoría de Keynes es excelente.

El libro de Skidelsky se ve afeado por su insistencia en preguntar qué diría Keynes si estuviera vivo (para lo que la única respuesta sensata es que nadie lo sabe), y más grave, por su insistencia en que, “en el fondo”, Keynes “no era economista”, en que “se puso la máscara de economista para ganar autoridad, así como usaba trajes oscuros y sombreros de fieltro para acudir a la City” (la Wall Street de Londres). Keynes fue el economista más grande del siglo XX. Expulsarlo de la profesión es confirmar los peores prejuicios de los economistas de hoy en día aceptando su mutilada concepción del campo de la economía.

La teoría general es una obra difícil, no porque sea matemática. Tiene algunas matemáticas, pero son simples y, excepto la fórmula del “multiplicador” (de la que hablaré más adelante), son accesorias para los argumentos de Keynes. Una obra de prosa elegante, en el libro hay aforismos brillantes (“es mejor que un hombre sea un tirano con su cuenta bancaria que con sus conciudadanos”) y vuelos retóricos (uno bien conocido: “Locos con autoridad, que oyen voces en el aire, extraen sus locuras de algún escritorzuelo académico de años atrás”). Pero también rebosa de términos poco familiares, como “unidad de trabajo” (el empleo de una hora de trabajo ordinario), y de referencias a instituciones económicas poco conocidas, como “fondo de amortización” (un fondo en que se acumula dinero para cancelar una deuda). Y desborda en digresiones, ideas tardías y observaciones fuera de lugar, como: “las dos ocupaciones más encantadoras que están abiertas a quienes no tienen que ganarse la vida [son] la profesión de escritor y la agricultura experimental”. Dos importantes capítulos, que tratan del “ciclo económico” (es decir, de los ascensos y descensos del ciclo de los negocios) y del mercantilismo, la usura y el atesoramiento, se posponen hasta la última parte del libro, titulada equívocamente “Breves consideraciones sugeridas por la Teoría General”.

Su lectura es especialmente difícil para los economistas académicos de hoy en día porque se basa en una concepción de la economía muy alejada de la suya. Esto es lo que hizo que el libro pareciera “pasado de moda” a Mankiw; y lo que lo ha convertido, de hecho, en un clásico que no se lee. (Otro macroeconomista muy distinguido, Robert Lucas, que escribió pocos años después de Mankiw, descartó La teoría general como “un suceso ideológico”.) La concepción dominante, y la que ha guiado mi trabajo académico sobre economía del derecho, es que la economía es el estudio de la elección racional. Supone que los individuos toman decisiones racionales en toda la gama de elección humana, incluidas las transacciones comerciales aunque no limitadas a ellas, utilizando una forma del análisis de costo-beneficio (usualmente truncada e informal). La visión anterior era que la economía es el estudio de la economía, empleando todos los supuestos que parecieran realistas y todos los métodos analíticos que se tuvieran a mano. Keynes quería ser realista con respecto a la toma de decisiones en vez de explorar qué tan lejos podía llegar un economista suponiendo que las personas realmente basan sus decisiones en alguna variedad del análisis costo-beneficio.

La teoría general está llena de interesantes observaciones psicológicas –el término “psicológico” es ubicuo–, como cuando Keynes señala que “Durante un auge, la estimación popular [del riesgo] puede llegar a ser inusitada e imprudentemente baja”, mientras que durante un descenso los “espíritus animales” de los empresarios desfallecen. Él usa esas percepciones sin tratar de encajarlas en un modelo de toma de decisiones racional.

Keynes llegó naturalmente a un enfoque ecléctico del comportamiento económico porque no era un economista académico en el sentido moderno. No se graduó en economía, y escribió extensamente sobre otros campos (como la teoría de la probabilidad, sobre la que escribió un tratado que no menciona a la economía). Combinó la pertenencia a Cambridge con un vasto servicio en el gobierno como asesor y funcionario público de alto nivel, y fue especulador activo, polemista y periodista. Vivió en compañía de escritores y fue un fervoroso amante del ballet.

La teoría de Keynes y su aplicación a nuestras actuales dificultades económicas se pueden entender mejor si se tiene en mente un hecho histórico y tres afirmaciones que hizo en el libro. El hecho histórico es que Inglaterra, entre 1919 y 1939, sufrió un alto desempleo persistente; nunca menor del 10%, y del 15% en 1935, cuando Keynes estaba terminando su libro. La gran tarea que se impuso a sí mismo fue explicar la persistencia del desempleo. A pesar de su célebre declaración: “en el largo plazo, todos estaremos muertos”, intentó resolver un problema que, cuando él escribió, ya había durado un largo plazo.

Las tres afirmaciones son las siguientes: primera, que el consumo es el “único fin y objeto de toda actividad económica”, porque toda actividad productiva está encaminada a satisfacer la demanda de los consumidores bien sea en el presente o en el futuro. Pero el término “consumo” no figura en el título del libro porque la única cosa que le interesaba a Keynes a ese respecto era qué parte del ingreso le destinaban las personas; cuanto más alta mejor, como veremos. La segunda afirmación es la importancia (y el efecto perjudicial) del atesoramiento. Las personas no ahorran tan sólo para poder hacer un gasto futuro específico, también ahorran para protegerse de la incertidumbre. Y la tercera afirmación, relacionada con la segunda, es que la incertidumbre –en el sentido de un riesgo que, a diferencia del riesgo de perder en la ruleta, no se puede calcular– es una característica general del entorno económico, en particular de los proyectos que buscan satisfacer el consumo futuro.

El producto anual de un país, que es también el ingreso nacional, es el valor de mercado de todos los bienes (y servicios, pero para simplificar la discusión los omito aquí) que se producen en un año. Estos bienes son bienes de consumo, como los alimentos que compran las personas, o bienes de inversión, como las máquinas herramientas. Las personas ahorran lo que no gastan en bienes de consumo: el ahorro es igual al ingreso menos el consumo. Puesto que el ingreso menos el consumo es también igual a la inversión, los ahorros deben ser, insiste Keynes, iguales a la inversión. Pero igualar los ahorros a la inversión es confuso. Si usted guarda dinero debajo del colchón, está ahorrando, ¿pero en qué sentido está invirtiendo? Si compra acciones ordinarias, está invirtiendo, pero la contribución de su inversión al capital productivo empleado en la construcción de una fábrica es pequeña.

Como mínimo, deberíamos distinguir entre hacer posibles las inversiones productivas y hacerlas realmente (y Keynes hace implícitamente esa distinción) o, en forma equivalente, entre inversión pasiva e inversión activa. Si usted deposita parte de sus ahorros en un banco, el banco –no usted– decidirá si presta el dinero a un hombre de negocios para invertirlo en su empresa (o a un individuo para invertirlo en la compra de un activo de capital, como una casa). Pero el dinero se invierte. Incluso el dinero que usted guarda debajo del colchón se puede considerar como una forma de inversión, porque con toda probabilidad se gastará eventualmente (aunque tal vez no durante algunas generaciones) y, así, como toda inversión, es una ayuda para el consumo futuro. Pero, como en este ejemplo, la inversión pasiva puede tardar mucho tiempo para estimular la inversión activa.

La tardanza puede retardar el crecimiento económico. El ingreso que se gasta en consumo, a diferencia del ingreso que se ahorra, se convierte en ingreso del vendedor del bien de consumo. Cuando compro una botella de vino, lo que para mí es el costo para el vendedor es el ingreso, y lo que él gaste de ese ingreso será ingreso para alguien más, etcétera. De modo que la inversión activa que produjo el ingreso con el que compré el vino tendrá un efecto de reacción en cadena, al que Keynes llamó “multiplicador”.

Y esta es la parte difícil: el incremento del ingreso ocasionado por una inversión es mayor cuanto mayor es el porcentaje del ingreso que se gasta en vez de ahorrarlo. El gasto aumenta los ingresos de las personas que son receptores finales del gasto. Este efecto derivado o secundario del consumo es mayor cuanto mayor es el porcentaje del ingreso que gasta una persona, y así multiplica el efecto generado por el ingreso de la inversión inicial. Si alguien gasta 90 centavos de un dólar adicional que recibe, un incremento de un dólar en su ingreso genera 9 dólares de consumo adicional ($0,90 + $0,81[0,9 x $0,90] + $0,729[0,9 x $0,81], etc. = $9), y todos ellos constituyen ingreso para los proveedores de bienes de consumo. Si sólo se gastaran 70 centavos de un dólar adicional de ingreso, de modo que el primer receptor del gasto sólo gastara 49 de los 70 centavos que recibió y el segundo 34,4 centavos, etc., el incremento total del consumo como resultado de las olas sucesivas de gasto sería de apenas 1,54 dólares, y así la inversión que puso en marcha el ciclo sería mucho menos productiva. En el primer ejemplo, el multiplicador de la inversión –el efecto de la inversión sobre el ingreso– era igual a 10. En el segundo ejemplo es apenas 2,5. La diferencia se debe a la diferencia de la propensión a consumir el ingreso en vez de ahorrarlo. (Entre paréntesis, hoy nadie piensa que los multiplicadores de la inversión son tan altos.)

En otras palabras, p ara Keynes, es el consumo y no el ahorro el que promueve el crecimiento económico. Y esta es la segunda afirmación clave del aporte de Keynes: que las personas a menudo ahorran sin un propósito particular de gasto futuro, que atesoran. Keynes menciona numerosas razones por las que el ahorro personal puede no promover la inversión activa (también discute las motivaciones análogas de las empresas), al menos en el corto plazo. Los ahorradores pueden querer “legar una fortuna”, “satisfacer la mera tacañería”, “acumular una reserva contra contingencias imprevistas”, “tener un sentido de independencia y de poder para hacer cosas, aunque sin una idea clara o una intención definida de una acción específica” o, implícitamente, obtener la reputación de ser frugales. (Esta última motivación evoca la “ética protestante” sobre la que escribió Max Weber.) Puesto que Keynes estaba interesado principalmente en el desempleo, sospechaba del ahorro porque, como acabamos de ver, cuanto mayor es el porcentaje del ingreso que se consume en vez de ahorrarlo, mayor es la demanda de bienes y, por tanto mayor es el producto y, así, menor es la tasa de desempleo.

Pero es aquí donde la igualdad entre ahorro e inversión se torna particularmente confusa. ¿No es la inversión una cosa buena? Es lo que impulsa el ingreso. Y si la inversión es una cosa buena, ¿no lo es también el ahorro, que es sinónimo de inversión (como dijo Keynes)? Su respuesta, aunque no la enunció tan claramente como uno desearía, es que la inversión incrementa el producto, y por consiguiente el empleo, únicamente cuando financia la creación de capital productivo. Cuando toma la forma de atesoramiento, el vínculo entre el ahorro y la promoción de la actividad económica se rompe o al menos se vuelve hilachas.

Ahora entra en escena la tercera afirmación fundamental en la teoría de Keynes: que el ambiente de los negocios está marcado por la incertidumbre, entendida como un riesgo que no se puede calcular. Los ahorradores no deciden qué uso darán los empresarios a sus ahorros; los empresarios los usan con la esperanza de obtener beneficios. Pero cuando un proyecto de inversión tarda años en terminarse antes de empezar a producir beneficios, sus perspectivas de éxito se verán ensombrecidas por todo tipo de contingencias imprevisibles, bien sea que se relacionen con costos, preferencias de los consumidores, acciones de los competidores, política del gobierno o con las condiciones económicas en general. Skidelsky lo plantea bien en su nuevo libro: “Una economía capitalista no administrada es intrínsecamente inestable. Ni las expectativas de beneficios ni la tasa de interés están sólidamente ancladas en las fuerzas subyacentes de la productividad y la economía. Son inducidas por expectativas inciertas y fluctuantes acerca del futuro”. Únicamente lo que Keynes llamó “espíritus animales”, o el “afán de acción”, persuadirá a los hombres de negocios a embarcarse en ese mar de incertidumbre. “Si la naturaleza humana no sintiera ninguna tentación de aprovechar una oportunidad, ninguna satisfacción (beneficios aparte) al construir una fábrica, un ferrocarril, una mina o una granja, no podría haber mucha inversión meramente como resultado de fríos cálculos”.

Pero por muy animoso que pueda ser un hombre de negocios, la incertidumbre del ambiente de negocios a menudo lo hará reacio a invertir. Su renuencia será mayor si los ahorradores son remisos a separarse de su dinero por su propia incertidumbre acerca de las tasas de interés futuras, de los riesgos de incumplimiento y de posibles emergencias que requieran efectivo para pagar deudas o cubrir gastos inesperados. Cuanto mayor es la propensión a atesorar mayor es la tasa de interés que el hombre de negocios tiene que pagar por el capital que requiere para la inversión. Y puesto que el gasto en intereses es mayor cuando el préstamo es elevado, una alta tasa de interés tiene un efecto especialmente desalentador sobre los proyectos que, encaminados a satisfacer las necesidades de consumo más allá del futuro inmediato, tardan mucho tiempo en terminarse.

Los “fondos de amortización” que mencioné ilustran el atesoramiento institucional: acumulan dinero para cancelar una deuda en el futuro en vez de gastarlo, y el hecho de que no esté disponible para invertir lleva a un aumento de las tasas de interés. Las altas tasas de interés desalientan la inversión activa mientras que hacen atractiva la inversión pasiva, y así golpean doblemente al consumo. Es cierto que las altas tasas de interés desalientan el atesoramiento de dinero en efectivo aumentando el costo de oportunidad, pero también alientan formas de inversión pasiva, como la compra de bonos del gobierno, que sólo tienen un efecto remoto para incentivar la inversión activa.

El análisis de Keynes ofrece una explicación –aunque los economistas debaten si es la correcta– del alto desempleo persistente en Inglaterra durante el período de entreguerras o, más precisamente, del componente que representaba el desempleo involuntario, la situación de los trabajadores desempleados que habrían preferido trabajar con un salario inferior a la tasa vigente que acudir al subsidio de desempleo. Se puede pensar que los salarios caigan hasta un nivel en el que todos los que quieran empleo consigan alguno. Pero Keynes señaló que los trabajadores representan una alta proporción del total de consumidores y que una caída del nivel de salarios reduce los ingresos y, en consecuencia, el consumo y la inversión, a menos que los precios caigan proporcionalmente. Probablemente disminuirían en alguna medida, porque los costos laborales serían menores.

Pero una caída general del nivel de precios –deflación– pone en peligro la estabilidad económica, y los recortes de los salarios de los trabajadores para abrir espacio a los desempleados son sin duda una fórmula segura para el antagonismo industrial.

Y los trabajadores no son fungibles. Una fábrica que utiliza 100 trabajadores muy calificados puede tener un costo de producción promedio más bajo que una que emplea 120 trabajadores menos calificados con un salario menor. Sólo si la demanda de bienes es alta el mercado puede tener espacio para una firma que, debido a que emplea esos trabajadores menos calificados, tiene costos de producción más altos que la firma existente.

Un alto nivel de desempleo involuntario puede ser entonces, como mostró Keynes, un equilibrio y no un resultado temporal del ciclo económico. Su análisis arroja una luz muy clara sobre las fases de contracción que llamamos recesiones o, en casos extremos, depresiones. Porque cuando la demanda de bienes y servicios cae, como en la actual recesión, el entorno económico se torna inestable y en el futuro cercano incluso imprevisible. Esto desalienta los espíritus animales de los hombres de negocios y lleva a que los consumidores atesoren, y también a los hombres de negocios. Porque cuando el afán de acción los abandona, aumentan sus saldos de efectivo, en vez de emprender inversiones activas, para protegerse de la incertidumbre. A causa de la incertidumbre, los hombres de negocios aun en las mejores épocas carecen de “convicciones sólidamente arraigadas” en sus estimaciones de lo que deparará el futuro, y por ello un cambio súbito de las condiciones económicas los puede paralizar. De ser así, se generará una espiral descendente, pues el descenso de la demanda y el descenso de la inversión se refuerzan mutuamente, ocasionando despidos que reducen los ingresos y, por tanto, el consumo y la producción, y con ello inducen más despidos.

Pero el gobierno puede ser capaz de detener el descenso; otra de las ideas centrales de Keynes, y a la que se opusieron fuertemente los economistas conservadores de su tiempo, igual que hoy. Puede reducir las tasas de interés (comprando en efectivo bonos del gobierno u otras deudas, lo que aumenta la cantidad de dinero que los bancos están autorizados para prestar) en un esfuerzo para reducir los costos de la inversión activa y así estimular el empleo. Keynes defendió este enfoque, pero también señaló que era posible que no funcionara bien, como hemos visto en la recesión actual. Los bancos pueden carecer de confianza en “quienes les solicitan préstamos”, de modo que “mientras que el debilitamiento del crédito es suficiente para llevar a un colapso, su fortalecimiento es una condición necesaria de la recuperación pero no es una condición suficiente”. En efecto, los bancos estadounidenses hoy atesoran, en vez de prestar, la mayor parte del dinero en efectivo que recibieron en las operaciones de salvamento del gobierno. El atesoramiento puede hacer que los bancos se sientan un poco más libres para prestar, pero el efecto sobre la actividad económica, al menos en el corto plazo, puede ser muy tenue.

Por fortuna, el gobierno puede hacer otras cosas para detener una espiral económica descendente además de reducir las tasas de interés. En una recesión o en una depresión puede compensar la caída de la inversión y del consumo privado aumentando la inversión pública. Cuando decimos que el gobierno construye autopistas, queremos decir que las compra a contratistas privados. Y cuantas más compra, mayor es la inversión, y debido al efecto multiplicador, más estimula el ingreso, el producto y el empleo. Y debido a que la confianza o la falta de confianza en el futuro influyen en las decisiones privadas de invertir y consumir, el gobierno debe hacer todo lo que pueda para convencer a los hombres de negocios y a los consumidores de que está decidido y es competente para actuar en pro de la recuperación económica. Un programa de obras públicas ambicioso puede generar confianza. Muestra que gobierno significa (a ayudar a los) negocios. “El retorno de la confianza”, explica Keynes, “es el aspecto de la depresión que los banqueros y los hombres de negocios han tenido razón en destacar, y el que han subestimado los economistas que ponen su fe en un remedio ‘puramente monetario’”. En una posible alusión al discurso de posesión de Roosevelt (“nada tenemos que temer excepto al temor en sí mismo”), Keynes hace referencia a “la psicología incontrolable y desobediente del mundo de los negocios”.

Pero para que un programa de obras públicas que fomente la confianza sea eficaz para detener un colapso económico, el gobierno debe poder financiar su aumento del gasto con medios que no reduzcan proporcionalmente el gasto privado. Si financia el programa con impuestos, drenará efectivo de la economía al mismo tiempo que le inyecta efectivo. Pero si se endeuda para financiar el programa (gasto deficitario) o lo financia con dinero nuevo creado por la Reserva Federal, los costos se pueden diferir hasta que la economía esté bien asentada en el camino de la recuperación y pueda pagarlos sin poner en peligro la estabilidad económica. Cuando los inversionistas ahorran pasivamente en vez de invertir activamente, el gobierno puede tomar en préstamo sus ahorros (vendiéndoles bonos del gobierno) y utilizar el dinero en inversión activa. Esa es la prescripción keynesiana esencial para combatir las depresiones.

Puede parecer que el énfasis de Keynes en el consumo como impulsor de la inversión activa y, por tanto, del crecimiento económico da a su teoría un tono hedonista. Era ciertamente hostil a la frugalidad, otro nombre del atesoramiento. Hemos visto los efectos perjudiciales de la frugalidad en la actual recesión, en la cual la gente rica que se abstiene de comprar bienes de lujo en nombre de la frugalidad ha reducido el empleo en el sector del comercio al por menor, profundizando así la recesión. Éste es un ejemplo de la “paradoja de la frugalidad”. “La prodigalidad es un vicio perjudicial para el hombre, pero no para el comercio”, según las palabras de Nicholas Barbon, economista del siglo XVII, al que cita Keynes. (La paradoja completa de la frugalidad es que si los ingresos disminuyen demasiado porque las personas están ahorrando en vez de consumir, los ahorros realmente se reducen.)

Keynes elogia a Franklin D. Roosevelt por haber destruido los inventarios agrícolas durante la Gran Depresión, porque la venta de los inventarios existentes no estimula la inversión activa sino que es en realidad una forma de desinversión. Incluso comenta con simpatía, aunque al final la rechaza, la curiosa propuesta del “dinero sellado”, la cual exigía que los individuos hicieran sellar periódicamente su dinero en una oficina del gobierno para que siguiera siendo de curso legal, debido a que la molestia de tener que hacer sellar el dinero tendría el efecto de un impuesto al atesoramiento.

Todo esto puede parecer una incitación al libertinaje, congruente con la vida privada más bien bohemia de Keynes como socio fundador de los Apóstoles de Cambridge y del Grupo de Bloomsbury. Pero en su teoría nada limita el consumo a la compra de bienes privados frívolos ni, por cierto, a bienes privados de algún tipo. Di el ejemplo de una autopista pública, otros son la compra de equipo militar para la defensa nacional y el subsidio público de la educación y el arte. Y aunque argumentó célebre o notoriamente sobre el valor de proyectos improductivos –o que así nos lo parecerían– como la construcción de las pirámides egipcias, debido a que proporcionaban empleo, que aumentaba el consumo (los trabajadores, así fueran esclavos, debían alimentarse, vestirse y tener alojamiento), él prefería que los gobiernos emprendieran proyectos productivos.

Además, previendo correctamente el rápido crecimiento del nivel de vida, Keynes predijo que en un siglo las necesidades materiales de las personas estarían saciadas y que el consumo per cápita dejaría entonces de aumentar. Las personas trabajarían menos, debido a que su necesidad de ingresos y, más importante, a que su deseo de ingresos, sería menor. Entonces, el reto de la sociedad sería administrar un ocio voluntario sin precedentes. Éste fue un tema popular en los años treinta –recordemos El nuevo mundo feliz de Huxley– pero subestimaba la capacidad de las empresas para crear nuevas necesidades, y nuevos bienes y servicios para satisfacerlas.

Ese fue un simple error, la rara creencia de Keynes en la posibilidad de un auge perpetuo. Él pronunció sabias palabras sobre la necesidad de elevar las tasas de interés para pinchar una burbuja de precios de los activos antes de que se inflara demasiado, a las que Alan Greenspan y Ben Bernanke podrían haber prestado atención a comienzos de esta década con muchos beneficios. Unas páginas antes recalcó: “¡el remedio del auge no es una tasa de interés más alta sino una tasa de interés más baja!, porque ésta puede hacer que perdure el auge”. (¡Eso pudo haber sido lo que pensó Greenspan!) Estas afirmaciones se pueden reconciliar observando que mientras haya desempleo involuntario unas tasas de interés bajas, que estimulan la inversión activa y por ende la producción sin elevar los costos laborales, no deberían producir inflación. Pero como vimos hace poco en Estados Unidos, en los años 2000, aunque los costos laborales sean constantes, las tasas de interés bajas pueden producir una inflación de precios de los activos (las burbujas de la vivienda y del crédito) que puede precipitar un colapso económico. Al comienzo de su carrera, Keynes escribió proféticamente sobre los potenciales efectos desastrosos de la inflación. En La teoría general casi no menciona la inflación, pero dice lo que muchos de sus sucesores olvidaron: que cuando ya no hay desempleo involuntario en la economía, los esfuerzos adicionales para estimular la demanda simplemente causan inflación.

La reflexión sobre el auge perpetuo ilustra la inclinación izquierdista utópica de La teoría general. Esto fue lo que convirtió a Keynes en una bête noire de los conservadores y lo que encanta a Skidelsky, que dedica los últimos capítulos de su libro a celebrar a Keynes como un filósofo “ecologista” de los límites del crecimiento, de “la buena vida” vivida simplemente e incluso del fin de economía. Recordemos su errónea predicción de que dentro de un siglo las necesidades materiales de la gente estarían saciadas. Cuando eso ocurriera, la demanda de capital (para financiar el consumo) se desplomaría y los rentistas (las gentes que viven del ingreso de inversiones pasivas, como las acciones o los bonos, y por eso son atesoradoras) se extinguirían; una perspectiva que deleitaba a Keynes, quien previó “la eutanasia de los rentistas”, aunque afortunadamente no en sentido literal. Él cuestionó el libre comercio –el grial de los economistas convencionales– señalando que un país cuya población tuviera una baja propensión a consumir podía estimular la inversión depreciando su moneda para hacer atractivas sus exportaciones, porque animaría a sus industrias a invertir en la producción de bienes de consumo para el extranjero y, con ello, a emplear más trabajadores. El país acumularía divisas que podría invertir en el extranjero; la política que China ha seguido últimamente, con muy buenos resultados. Incluso tuvo palabras amables para las leyes sobre la usura y argumentó que habían reducido las tasas de interés y con ello desalentado el atesoramiento. Defendió un alto impuesto de sucesiones, razonando que elevaría el consumo reduciendo la acumulación para entregar herencias. (¡El argumento económico estándar contra el impuesto de sucesión es idéntico: alienta el consumo “derrochador”!)

Aunque en La teoría general hay otras herejías, junto a acertijos, oscuridades, cabos sueltos, confusiones, errores, exageraciones y abundantes anacronismos, no menoscaban la relevancia del libro para nuestros problemas actuales. Los economistas pueden haber olvidado La teoría general y haber seguido adelante, pero la economía no la ha superado, y el modo informal de argumentación del que es ejemplo puede iluminar rincones y grietas que están cerradas para las matemáticas. La obra maestra de Keynes es muchas cosas, pero no es “pasada de moda”. Así que dejaré que un Gregory Mankiw contrito, que en noviembre de 2008 envió una carta a The New York Times en medio de una economía que colapsaba, tenga la última palabra:

Si se tuviera que recurrir a un solo economista para entender los problemas que está enfrentando la economía, no hay duda de que ese economista sería John Maynard Keynes. Aunque Keynes murió hace más de medio siglo, su diagnóstico de las recesiones y de las depresiones sigue siendo el fundamento de la macroeconomía moderna. Su profunda comprensión va muy lejos en la explicación de los retos que hoy enfrentamos [...] Keynes escribió: “los hombres prácticos, que se creen exentos de cualquier influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista difunto”. En 2008, ningún economista difunto es más notable que Keynes.

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