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Revista de Economía Institucional

 ISSN 0124-5996

     

 

DEJAD HACER*

Manuel Murillo Toro


* Carta publicada en Neo-Granadino, año VI, 246, 15 de abril de 1853, pp. 126-128.


Sr. Dr. Miguel Samper.

Bajo el rubro que encabeza esta carta dirigió usted a este periódico un artículo que apareció en el número 225, en 26 de noviembre último, y en el cual se esfuerza usted en acreditar la doctrina egoísta y funesta preconizada por Juan Bautista Say y toda su escuela, comprendida en la fórmula sencilla de dejad hacer; o lo que es lo mismo: dejad robar, dejad oprimir, dejad a los Lobos devorar a los Corderos. Y antes, el número 212 de este mismo periódico, dio publicidad a un artículo bajo su misma firma titulado Ambalema, en que, haciendo una descripción del movimiento industrial de aquel pueblo, arrojó usted sobre la situación de la clase trabajadora que emplea sus brazos en la producción del tabaco y sobre el estado actual de ese ramo de industria, observaciones de tal naturaleza que merecen llamar seriamente la atención de todos los que se ocupan en el estudio de las varias cuestiones conexionadas con el progreso del país.

Yo que como usted sabe desde algún tiempo atrás, me he acostumbrado a mirar siempre la política por el lado económico; que creo que la idea económica tiene que dominar a la idea política, y que tengo la íntima persuasión de que mientras no se complete la revolución económica iniciada por la ley de descentralización y por el establecimiento del impuesto directo, la República no tiene, en verdad, base alguna para consolidarse y menos para ser prolífica, he meditado sobre sus dos artículos que se contradicen o, por lo menos, sugieren ideas opuestas, y conociendo su gusto por esta clase de estudio y su instrucción en el ramo, quiero entablar con usted una correspondencia que a la larga nos dé algunas conclusiones aceptables. Y muéveme también a escribir sobre esto la especie de condenación que, sin venir a cuento, ha hecho de parte de esta doctrina la alocución del nuevo Presidente, penetrando atrevidamente en el campo de las teorías económico-sociales.

Presenciando el ardor con que se discuten al presente varias cuestiones de reforma política y la esperanza que algunos abrigan de que el sufragio directo y universal, o bien la federación, nos den la solución más feliz y más segura de los embarazos de la situación, no he podido prescindir de un sentimiento de pena viéndolos agitarse y gastar sus fuerzas en la consecución de una cosa que no afecta sino la superficie, que no debe ser sino un símbolo de la idea cardinal cuyo triunfo se descuida y que tal vez ni se desea. Toda reforma política debe tener por objeto una reforma económica; y si antes de querer realizar ésta, planteamos aquélla, corremos el riesgo no sólo de trabajar estérilmente sino de desacreditar a los ojos del pueblo que no discute, el principio que queremos ver en obra. De ahí viene que, de algún tiempo atrás, yo vea con menos interés las reformas políticas y que aún esté tentado a ser indiferente a ellas, si no han de realizarse conjuntamente las reformas económicas que son la parte sustantiva de la tarea democrática. Las formas políticas no valen nada sino han de acompañarse de una reconstitución radical del estado social por medio del impuesto, y de la constitución de la propiedad de los frutos del trabajo.

¿Qué quiere decir el sufragio universal y directo, aunque sea secreto, en una sociedad en que de cada mil individuos votantes 199 no tienen la subsistencia asegurada y dependen por ella de uno solo?

¿Qué quiere decir la federación cuando cada distrito federado ha de depender en sus más premiosas condiciones de existencia, de uno, de dos o de tres individuos, que tienen el monopolio de la industria y por consiguiente del saber? Querrá decir que se han constituido feudos pero no asociaciones libres y fecundas, y que habremos retrocedido a los tiempos de Carlo Magno.

Así, la gran cuestión está en asegurar la pureza del sufragio por la independencia del sufragante; y por eso las cuestiones de bienestar tienen que dominar a las otras. Ni la independencia, ni la educación, podrán obtenerse nunca sino proveyendo a la subsistencia independiente del individuo por la libertad y seguridad del trabajo. En todas partes siempre que se quiera plantear el régimen democrático, es necesario que se comience por asegurar la independencia de posición sin la cual no puede haber independencia de carácter.

Lo que ha sucedido en Inglaterra y recientemente en Francia, no deja duda alguna sobre este punto, y quiero que sobre lo primero usted me permita citarle la opinión, no de algunos socialistas, sino la de un historiador, y la de dos eminentes estadistas, uno de ellos ministro de la corona.

Hablando de los efectos del bill de reforma que desde 1832 extendió el derecho de sufragio en Inglaterra, decía el primero, Mr. Macaulay:

    El bill de reforma ha destruido o reducido, por lo menos, a estrechos límites la antigua práctica del nombramiento directo; pero en cambio ha abierto un campo más vasto al sistema de la intimidación. Si yo creo en el clamor que se levanta, no del seno de un partido solamente o de algún rincón del reino, sino del seno de los tories como del de los whigs, y del de los whigs como del de los Radicales, en Inglaterra, en Escocia, en Irlanda, muchos Diputados de los que se sientan en la Cámara deben su nombramiento a votos arrancados por el temor. Toda tiranía es detestable pero la peor es aquélla que se cubre con el ropaje de la libertad. Un gran número de seres humanos vienen a ser puras máquinas por medio de las cuales los propietarios expresan su voluntad.

Lord John Russell hacía sobre el acto de reforma el siguiente comentario:

    El acto de reforma ha extendido los derechos políticos a millares de hombres que no gozaban de ellos; al mismo tiempo las luces que se han esparcido, y un sentimiento más fuerte de independencia se ha apoderado de los ánimos y se toma más interés en los negocios públicos; pero por otra parte está la influencia de la propiedad, influencia ejercida algunas veces con equidad, con mezcla de bien y de mal otras, y en muchas con tiranía.

Un miembro eminente de los comunes, Mr. Grote, expresaba con más precisión el peligro del sufragio en Inglaterra diciendo:

    Si hemos de tener un gobierno representativo en Inglaterra tendremos forzosamente multitud de electores colocados en una situación dependiente: la distribución de la propiedad en Inglaterra prohíbe cualquier otra suposición. Esperar de estos hombres que la legislatura ha dejado sin defensa contra la seducción1, el sacrificio constante de sus intereses materiales a los consejos de su conciencia política, esperar que se encuentre en el seno de cada uno esta fuerte divinidad del alma que se sobrepone a la casualidad y al destino, no es ni más ni menos que un sueño.

Lo que ha sucedido en Francia desde 1848 hasta la abdicación de la soberanía, hasta el suicidio del mismo sufragio, por el voto en favor del imperio, no necesita comentario alguno; y prueba hasta la evidencia que nada puede conducir más directa y seguramente al absolutismo, que el sufragio universal cuando él se acuerda aisladamente sin las consiguientes reformas económicas.

He aquí por qué es en estos momentos que yo quiero discutir las cuestiones que usted ha iniciado en los dos artículos de que dejo hecha mención, y justificar el proyecto sobre enajenación de tierras baldías que, habiendo obtenido la aprobación de las dos Cámaras objetó el Presidente, General López, y que para mí constituía un eslabón indispensable en el plan económico iniciado por la ley de descentralización. No es simplemente por pasar el tiempo en elucubraciones científicas, sino porque juzgo que al reformarse la Constitución deben dictarse las providencias conducentes a la germinación y fructificación de la República, que escribo la presente carta. En ella voy a poner el dedo sobre úlceras muy delicadas, voy, tal vez, a inquietar intereses de mucha monta; voy a echar sobre mí las maldiciones de toda esa clase de egoístas que porque parece que no tienen la conciencia de la legitimidad de sus goces, viven temblando y ven por todas partes espectros. Voy a tratar de la propiedad en los momentos en que se trata de fijar la fisonomía política de nuestra sociedad, porque "es la constitución de la propiedad la que determina el carácter político de la nación. En donde la propiedad territorial se encuentra dividida y poseída por el mayor número, la democracia es posible; pero al contrario: donde el suelo se encuentra ocupado por un pequeño número la aristocracia ha de prevalecer"2.

Y es la propiedad territorial la causa permanente e incontrastable de esta desigualdad social, o sea, de esta explotación sistemática del más grande número en favor del más pequeño, contra cuyos efectos egoístas inútilmente se opondrán todas las formas políticas imaginables.

Esto supuesto, entremos, querido amigo, con decisión en el estudio de la materia, no como socialistas si esto lo alarma, sino simplemente como eclécticos.

Usted en su artículo Ambalema, que reproduzco en parte al pie de esta carta, ha expuesto que los proletarios que se encuentran en el circuito que comprende los mejores terrenos de Ambalema para la producción del tabaco, están adheridos a aquella tierra de manera que no pueden cambiar sin graves inconvenientes; que la tierra pertenece a un estrecho círculo de individuos que tienden a apoderarse de los terrenos adyacentes para formar grandes propiedades, o, como usted dice, para acrecentar los feudos que hoy componen el distrito de las siembras; que los propietarios, conociendo perfectamente sus intereses, han logrado organizar los negocios de una manera que altera las leyes naturales que rigen la distribución de la riqueza; que luego, ese reducido círculo de propietarios celebra contratos con las dos o tres casas que han logrado monopolizar la compra del tabaco; que los mismos dichos propietarios, para cumplir esos contratos, obligan a los cosecheros de sus tierras a vender a ellos exclusivamente el tabaco producido, no al precio que la libre oferta fijaría, sino a uno bastante bajo que convenga al propietario; y que, para hacer esto efectivo, algunos de esos propietarios recurren a medidas opresivas como las visitas domiciliarias y la de reconocerse ladrón al cosechero a quien se pruebe que ha vendido el fruto de su trabajo a otro que no sea el dueño de la tierra; y concluye diciendo:

    Examinando este estado de cosas a la luz de la razón y de la conveniencia general es fácil deducir que la distribución de la riqueza sigue antes que las leyes económicas las decisiones del León de la fábula; y que el comercio del tabaco, el porvenir de esta industria, están seriamente comprometidos si una concurrencia de productores y de compradores no establece los negocios sobre sus bases naturales, que no son otras que la equidad y la justicia.

Pero desgraciadamente después de hacer una exposición tan fiel de ese estado de cosas, que revela un gran vicio en la organización social; después de haber levantado la venda que cubría esa úlcera, se intimidó usted y antes que le gritaran: "Usted es socialista, puesto que denuncia las miserias del estado social actual", dejó caer de nuevo esa venda y dijo con Juan Bautista Say: ¡callémonos, dejemos hacer, dejemos oprimir, dejemos al León devorar al cordero; dejemos comprometida la más valiosa industria del país, dejemos crecer y robustecer la más odiosa de las tiranías, la del comunismo de unos pocos sobre la gran mayoría que vive del trabajo asiduo sobre la tierra!

No, querido amigo: esa úlcera que usted ha denunciado, que ahora apenas se divisa, como tantas otras que empiezan a entorpecer el desarrollo del cuerpo social, es preciso que fije nuestra atención antes de que ya no tenga remedio. Sería un crimen cerciorarse con estúpida indolencia de que la sociedad puede ser engullida por la fuerza absorbente de esas bombas aspirantes, sin hacer un esfuerzo para detenerlas. Esa fórmula egoísta que en Europa está a punto de causar un cataclismo, que tal vez va a hacer retrogradar la civilización, ese dejar hacer, comienza a hacer sentir entre nosotros su fatal influencia y, si en tiempo, ahora que tratamos de reconstituirnos, no la combatimos con energía y decisión, va a anular todos los esfuerzos que se hagan en política para abrir una nueva era a la República.

Bien puede ser que este esfuerzo nos valga el apodo de socialistas, mas fortifquémonos con la idea de que trabajamos por la solución de un problema de la mayor importancia para el porvenir de nuestro país y con que a ese apodo de socialista le va pasando su tiempo, entre otras razones porque nadie puede fijarle su verdadera significación.

Depongamos el miedo a los apodos y sarcasmos, y entremos en el campo de la ciencia.

Usted sabe que, no es de ahora, sino desde un poco antes de la revolución francesa de 89, es que se agita la cuestión de hallar el modo de distribuir los productos creados en razón del esfuerzo hecho por cada uno. La escuela de Smith, de que ha sido sucesor Say, había hecho inmensos progresos, y la economía política parecía haber llegado a resolver del modo más acertado los problemas consiguientes a la creación de las riquezas: las bases fundamentales de la ciencia estaban echadas, pero faltaba resolver lo relativo al segundo punto de la ciencia económica, que tal vez es el más sustancial. La industria hacía inmensos progresos pero los productos se acumulaban en pocas manos y la gran masa de la sociedad empeoraba su situación, y este hecho llamó fuertemente la atención de Sismondi que lanzó un grito de alarma, cuyo eco aún resuena en el mundo. Desgraciadamente le sucedió como a usted: no se atrevió a indicar el remedio:

    Lo declaro, decía, después de haber indicado dónde está a mis ojos el principio, la justicia, no me siento con la fuerza bastante para trazar los medios de ejecución: la distribución de los productos del trabajo entre los que concurren a él es viciosa (usted habría dicho: sigue antes que las leyes económicas las decisiones del León de la fábula), pero me parece superior a las fuerzas humanas reformarla.

Diferentes escritores han aparecido después ofreciendo soluciones a este terrible problema, pero faltos de poder, y combatidos por los gobiernos y por los monopolistas, apenas han sido conocidos en el mundo como utopistas, como hombres peligrosos a quienes no se debía ni oír. Entre tanto, el mal se ha ido agravando a tal punto que ya hasta los más genuinos representantes de la clase privilegiada, no han podido menos de reconocer el hecho y la inminencia del peligro. El fuerte de esta clase privilegiada, está en Inglaterra, donde el abuso del principio de propiedad y las doctrinas de la escuela industrial, han dado más abundantes frutos, y véase lo que han dicho a su turno los dos jefes de los dos grandes partidos de aquel país, ambos a su vez ministros de la corona.

Lord John Russell, jefe de los whigs, en la Cámara de los Comunes:

    Considerando atentamente esta cuestión no puede menos de reconocerse que, sea por falta de las leyes o a pesar de ellas, las clases laboriosas no han hecho en este país, los mismos progresos en abundancia y bienestar que las otras clases de la nación. Cuando se compara la Inglaterra de hoy con la de 1740, es imposible no reconocer que las clases superiores han ganado mucho en lujo y en elegancia y que los recursos de que la clase media dispone para los goces de la vida se han acrecentado mucho. Mas, considerando la condición de las clases laboriosas y comparando la cantidad de cosas necesarias a la vida que su salario podía procurarles en el último siglo, con las que pueda procurarle hoy, y si descendemos a todos los detalles que ofrecen sobre esta materia las relaciones de los comisarios, nos convenceremos inmediatamente de que el pueblo no ha participado en el mismo grado que las otras clases de la sociedad, de los progresos de la civilización y de los conocimientos humanos.

Lord Derby, jefe de los tories, en la Cámara de los Lores:

    El peligro para una gran nación, como ésta, en los tiempos que atravesamos, está en la acumulación de la propiedad, añadida a la extrema desigualdad con la que se distribuyen sus productos.

Así, usted ve que en Europa, como comienza a suceder aquí, el fruto de la escuela económica que tiene por fórmula el dejar hacer, dejar apropiar indefinidamente, ha sido el de aumentar inmensamente la riqueza de los que eran ricos y empobrecer aún más a los pobres. Y esta extrema desigualdad de la riqueza, o mejor dicho, esta falta de reglas acertadas para verificar una equitativa repartición del valor de los productos creados entre todos los que han concurrido a su producción, que no permite que todos los individuos participen de los progresos de la civilización, que ha aumentado la desigualdad de las posiciones y engendrado la miseria abajo, y la inquietud arriba, es un hecho importantísimo que conviene estudiar para remediar, en vez de volverle la espalda diciéndole: Podéis seguir.

Para mí el mal viene del modo como está constituida la propiedad territorial; ése es el hecho generador que con la doctrina del dejar hacer, está agravando esta deformidad social, haciendo estériles los progresos de la industria y de la civilización. Es, pues, preciso afrontar la cuestión: no hay que tener miedo, y ahora que se trata de reformas es preciso acometerlas todas, porque en esta materia como en la de libertad hay solidaridad, y cuando se emprende una es necesario que le sigan las otras so pena de hacer infructuosa aquélla. Eso de ir paulatinamente en materia de reformas radicales, aunque es un aforismo muy en boga, no es sino el consejo del miedo, o el fruto de la debilidad de las convicciones.

No perdamos de vista que la segunda misión de la economía política, la que trata de la manera como se distribuyen las riquezas, es un ramo de la ciencia que no ha avanzado gran cosa y que si no avanza es porque ha faltado resolución para tratar las cuestiones que encierra. Así como en el mundo moral el progreso de la razón debe producir el efecto de disminuir las acciones nocivas y la severidad de las penas, así en el mundo físico o industrial el progreso debe producir el resultado de abaratar la vida, aumentando los goces y disminuyendo la porción de esfuerzos que cada uno debe hacer para la producción común; y en efecto, cada conquista hecha sobre la naturaleza, disminuyendo el trabajo del hombre y utilizando las fuerzas de los agentes naturales como del vapor, de la electricidad, etc. debe aparejar para la generalidad una mejora consiguiente en sus condiciones de existencia: de tal suerte que si los descubrimientos siguen en la proporción de los últimos años, dentro de poco todas las clases de la sociedad tendrían que esforzarse poquísimo, casi nada, para proporcionarse todas las cosas necesarias a la vida. Pues bien: todo esto no podrá lograrse sino interviniendo en las decisiones del León. Es necesario cuidar de que los nuevos descubrimientos, las conquistas que se hagan en el campo de la industria, sean beneficio para todos y no para unos pocos. Y concretando esa doctrina a nuestro país, ¿no cree usted que es indispensable impedir que la industria del tabaco no venga a ser el negocio de uno o de unos pocos, en cuyas manos se acumularán, es verdad, inmensas riquezas mientras que los demás que también han contribuido a la creación de ese producto apenas podrán alimentarse para no morir y poder seguir trabajando como las bestias de carga? ¿No piensa usted que el gran paso de sustituir para la navegación del Magdalena el vapor a las fuerzas del hombre, sería bien poca cosa si de él no han de aprovecharse todos obteniendo una baja considerable en el pasaje y los fletes, para abrir mercado a nuestros frutos y obtener los del extranjero a buen precio? Pues bien, es necesario ponerse a la obra procurando resolver la cuestión no brutalmente, como los salvajes que cortan el árbol privándose de los frutos posteriores, sino buscando en la ciencia una guía segura para proceder.

Para mí, el remedio para los males que usted ha expuesto, para los riesgos que usted prevé para la industria del tabaco, estaría en prohibir las grandes acumulaciones de tierra: ese es el único remedio y no hay que asustarse. Tal fue mi propósito cuando sometí a las Cámaras el proyecto de ley sobre tierras baldías que obtuvo en su favor la aprobación de ambas Cámaras votando por él, entre otros, los señores Raimundo Santamaría, M. Abello, Vicente Lombana, J. J. Gori, V. Mestre y otros respetables ciudadanos que no recuerdo ahora, y ese proyecto consagraba en su artículo 4.° este principio: "Ninguno podrá hacerse en adelante dueño de una extensión de tierra de la perteneciente al Estado, mayor de mil fanegadas". O, lo que es lo mismo: "el cultivo debe ser la única base de la propiedad de la tierra, y nadie debe poseer una extensión mayor de aquélla que, cultivada, pueda proveer cómodamente a su subsistencia".

También se disponía que cuando se abandonase el cultivo de una porción de tierra ella volviese al dominio común.

De esta manera se echaban aquí las bases de un sistema sobre el uso de la tierra que habría tenido inmensas consecuencias: se salvaba el porvenir.

Respecto de los terrenos apropiados actualmente no se ve por qué no pudiera decirse que no podrían venderse a los que ya tuvieran una porción excedente de cierta medida sin que por eso se expropiase a nadie, como sucedió respecto a mayorazgos cuando se dispuso que todos los herederos entrarían en participación.

Nosotros que tenemos que ser, por la configuración del territorio que habitamos, un pueblo agricultor y nada más; nosotros que aspiramos a vivir bajo la ley de la democracia, no podemos desentendernos de reconstituir la propiedad territorial sobre bases distintas: tenemos que restringir las adquisiciones como hemos prohibido que se compren los votos para las elecciones, sin olvidar que el voto está en relación directa con la tierra; y que éste es el primer paso forzoso para dar a las transacciones por base permanente la equidad. Si, como usted dice en su artículo citado, es necesario que la concurrencia de productores y compradores dé a los negocios sus bases naturales, esto no puede lograrse sino poniendo coto al ensanche que se va dando a las haciendas, pues, si eso se consiente, de día en día el monopolio será más efectivo y entonces dará la ley a los productores inmediatos, a los cosecheros y a los consumidores. Como la tierra no puede aumentarse ni dársele la propiedad de producir en cualquier zona los artículos que se quieran, el que llega a apoderarse de toda la que es propia para cierto cultivo, ese le da la ley al mundo entero, como se la da el Perú con el guano desde que se le ha reconocido por muerte de Mr. Webster dueño absoluto de las islas de Lobos. Pero el derecho de propiedad no puede constituir nunca el derecho de imponer a sus hermanos los sufrimientos del hambre.

Y el sistema que yo propongo es el único que consulta las demostraciones que ha hecho Bastiat en su capítulo sobre la propiedad territorial de las Armonías económicas, autor que usted me recomienda y del cual he sacado las conclusiones que dejo apuntadas; así como habrá notado usted que, en el curso de esta carta, no he aducido en favor de mis principios sino autoridades intachables para los discípulos de Say. Bastiat sienta como un principio inconcluso que nadie tiene derecho de apropiarse los servicios gratuitos de la tierra en su calidad de laboratorio donde se preparan todas las materias que sirven a las necesidades del hombre; que estos servicios como los del aire, la luz, el calor del sol y demás agentes naturales de la producción, no pueden constituir una riqueza apropiable a determinadas personas, y todo su esfuerzo lo dirige a aprobar que, bajo el sistema de apropiación, al fin viene a lograrse que lo que en cada producto pertenece a la acción natural de la tierra no valga nada y se ponga gratuitamente a disposición de los consumidores. Y así sucederá, en efecto, siempre que la apropiación esté limitada, porque entonces no hay monopolio en la producción, hay concurrencia de vendedores; mas, tal gratuidad será un sueño cuando por virtud de la libertad ilimitada de adquirir, alguno se haga dueño de todo el terreno propio para el cultivo inmediato a los consumidores. Por eso es que yo no ataco la apropiación de las tierras, sino que, antes la considero útil y necesaria, siempre que esa apropiación tenga límites que no puedan traspasarse, y de cuyo respeto se encargue la sociedad.

Advierta usted que la tierra no es producto creado por el trabajo del hombre, sino creado por la Providencia y en cierto límite; de manera que todos los esfuerzos humanos no lograrían aumentar un ápice de tierra; y además: que ésta es absolutamente indispensable para la conservación de la especie; y se convencerá que con lo que con justicia se diga sobre la propiedad ilimitada que debe tenerse sobre lo que sea fruto del trabajo, no es aplicable a la propiedad sobre la tierra.

Los hombres pueden acumular indefinidamente valores que sean el fruto del trabajo; pero no deben poderse apropiar lo que la naturaleza cedió gratuitamente a la especie para su sostenimiento y conservación. Los hombres pueden hacer muchas casas, muchos buques y agrandar su dominio sobre esas cosas de un modo indefinido, pues que los otros hombres pueden hacer lo mismo y a cada uno debe estarle asegurado el fruto del trabajo; pero si la décima parte de la población se adueña de la tierra, las nueve décimas que no puedan producir tierra, quedarían expuestas a perecer o en absoluta dependencia de aquéllas; y por el mismo hecho no habría igualdad política sino que de hecho quedaría erigida la dominación aristocrática.

El derecho, pues, de propiedad sobre la tierra debe reducirse a los términos indispensables para asegurar el cultivo, y en esa cuestión tiene que quedar resuelta la de la libertad general del empleo de las facultades del hombre y la de la equitativa remuneración del contingente puesto en la obra de la producción.

CONCLUYO

Profundizando las cuestiones políticas se halla que ellas no pueden ser satisfactoriamente resueltas, sin penetrar en la constitución social y conmover todas sus partes: que la libertad industrial, es decir, el ejercicio completo del derecho de consagrar uno sus facultades al ramo de industria que más le acomode, derecho que no puede ejercerse sino acabando con todo monopolio, ya sea del Estado o de los particulares, lo que envuelve necesariamente la infinita división de la tierra que es el primer elemento del trabajo, es una condición indispensable para el progreso y para hallar la solución del problema de la equitativa distribución de los frutos del trabajo en razón del esfuerzo hecho; que, de la misma manera, que prohibimos comprar el sufragio y prescribimos que las herencias se dividan en porciones iguales entre los herederos que se imponen, y prohibimos las vinculaciones, podemos limitar el derecho de adquirir tierra más allá de cierto límite, atendiendo no sólo a asegurar la subsistencia de las grandes masas sino a la conservación de la libertad política, porque es evidente que cada porción de tierra representa una porción equivalente de soberanía.

Que es necesario que se comprenda bien que la propiedad absoluta no puede tenerse sino sobre las cosas que son el resultado del trabajo del hombre, pero que ella no puede acordarse en la misma extensión, respecto de aquellas cosas que han sido dadas a la especie gratuitamente por la naturaleza, constituyendo su goce una condición indispensable para la existencia; que el sistema de dejar hacer es la negación del principio de la asociación y de la fraternidad, especialmente si él se aplica respetando todas las usurpaciones anteriores; es decir, las ventajas obtenidas bajo una organización social de privilegio, pues que el punto de partida envuelve ya una extrema desigualdad; que los hombres se han reunido en sociedad no como pudieran reunirse los Lobos y los Corderos, sino con la mira de protegerse recíprocamente; y que con tal objeto es necesario cuidar de mantener la exacta y equitativa relación de las libertades e intereses permanentes de los asociados, lo que no puede consultarse con el sistema de dejar hacer que implica, el dejar robar y dejar oprimir y va hasta la consagración de la esclavitud, o de la explotación del hombre por el hombre.

Y finalmente: que si bien estas cuestiones inquietan muchos intereses y arrojan alguna consternación en cierta clase de la sociedad, no por eso deben abandonarse indolentemente, porque si todavía el mal no es bastante sensible porque el país apenas comienza a desenvolver su fisonomía industrial, y la clase de los propietarios territoriales aún no ha extendido su influencia, ni acaso apercibídose de su poder; sin embargo, es ahora que pueden acometerse sin mayores inconvenientes esas reformas sin las cuales las políticas quedarán frustradas en sus efectos.

Perdón, amigo mío, por la extensión de esta carta. Aguardo su contestación y me preparo a modificar mis opiniones en vista de sus raciocinios, pues yo no adopto opinión alguna como definitiva, en vista de los progresos de la ciencia, sino que antes bien estoy siempre dispuesto a rectificar las que tengo. Sobre cuanto hay busco la discusión, y así notará usted que mi periódico está siempre a disposición de mis amigos aun para combatir aquellas opiniones por las que parece que muestro más entusiasmo. Con tal de que no se descienda a los insultos abro ancho campo a la discusión, porque habría mala fe en querer poner al alcance de los lectores las razones de un lado únicamente: eso sería desconfiar de la exactitud de los juicios mismos que se emitían.

Su amigo de corazón,

M. Murillo


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1Efectos del dejar hacer.
2Leon Faucher.

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