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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.15 no.28 Bogotá Jan./June 2013

 

SOBRE LOS CONSULTORES ACADÉMICOS*

John Ralston Saul*

*Tomado de The doubter's companion. A dictionary of aggressive commons sense, New York, The Free Press, 1994. Traducción de Alberto Supelano.


Lonsultores En un intento de desacreditar a Sócrates, el sofista Antifonte lo atacó de este modo:

Sócrates, no creo que seas sabio pues no pides dinero por tu compañía, apesar de que si creyeras que tu manto, tu casa o alguno de tus bienes valendinero, no los darías gratuitamente [...] Es evidente que si creyeras que tu compañía vale algo, pedirías por ella el dinero que vale [...] No puedes ser sabio, pues tu conocimiento nada vale.

Sócrates respondió:

Antifonte, entre nosotros se considera que la belleza y la sabiduría se pueden conceder de un modo honorable y de un modo vil. Si la belleza se concede a cambio de dinero, eso se llama prostitución [...] Con la sabiduría ocurrelo mismo. Los que la venden por dinero se conocen como sofistas, como se llama a quienes prostituyen su sabiduría.

Consultores académicos La universidad es el único lugar organizado específicamente para buscar la verdad y entender qué es la enseñanza. A finales del siglo XX algunos profesores reinterpretaron la antigua premisa de que la verdad es un valor supremo y, por tanto, no tiene precio. Si es tan supremo, debe tener un valor de mercado.

Los académicos son los principales custodios de la memoria de la civilización occidental y, como tales, de su marco ético. La lucha por la independencia académica duró unos mil años, y la difusión gradual de la titularidad en el último siglo y medio fue el paso final en la protección de la libertad intelectual.

¿Qué significa, entonces, que una buena parte de los académicos actuales -en particular los científicos sociales- vendan su conocimiento a empresas y gobiernos? Lo que tienen para vender, después de todo -su aura de expertos independientes- tiene un uso real y por tanto un valor cuantificable.

Cuando los abogados y cabilderos emprenden este tipo de actividad pública, el gobierno la autoriza y la supervisa. A veces se la llama tráfico de influencias y a veces cabildeo. Los científicos sociales escapan a estos controles precisamente porque se piensa que las universidades son independientes. La pregunta que suscita su actividad comercial es si un profesor tiene el derecho moral a sacar provecho de la independencia de la academia y del valor que la sociedad atribuye a la libertad de investigación.

Desde que surgieron las universidades europeas, a comienzos del segundo milenio, ha cambiado en forma gradual la estatura de los profesores. Al principio eran sacerdotes u hombres que trabajaban por cuenta propia cuyo ingreso provenía directamente de los estudiantes. Los profesores que no enseñaban lo que los estudiantes esperaban aprender eran despedidos o perseguidos por las calles. Esto tenía sus desventajas pero los mantenía alerta. Algunos, como el filósofo Giambattista Vico en Nápoles, sufrieron a pesar de su brillantez. Vico era un mal profesor, pero él y sus ideas sobrevivieron.

Cuando el poder del conocimiento aumentó, las universidades se convirtieron en lugares que los poderosos intentaban controlar. Las iglesias asumieron inicialmente esta tarea, y uno de los objetivos centrales de la Ilustración fue librar a las universidades del dominio religioso. Las nuevas élites democráticas del siglo XIX declararon que las universidades eran los custodios de la libertad intelectual. En realidad, este nuevo orden político financiaba las instituciones, así como el viejo orden, y procuraba imponer sus "normas".

A pesar del toque de hipocresía, la idea de la independencia académica fue un importante pilar del nuevo Estado-nación democrático. La educación superior gradualmente llegó a ofrecer la formación básica necesaria para cualquiera que aspiraba a ocupar una posición de poder. En suma, el título universitario se convirtió en una prueba de que se pertenencia a la élite dirigente.

Cuando la influencia de la religión se redujo a un área cada vez más estrecha -a menudo limitada púnicamente a los sitios de culto- el dominio de la formación pública en ética y moralidad quedó vacante. Parte de esa función se confirió gradualmente a las universidades, donde fue asumida por pensadores y profesores independientes. La educación universitaria se transformó en la escuela superior del ciudadano responsable en una democracia.

La mayoría de los filósofos de los siglos XVII y XVIII ganaban poco, esperaban poco respeto público, estaban continuamente al margen de la ley y rara vez tenían un empleo regular. Habrían considerado la invención del profesor titular del siglo XX como una de las grandes victorias de la Ilustración. Y se habrían sorprendido al saber que un número creciente de profesores actuaba como si la libertad de pensamiento, combinada con un empleo seguro y el respeto público, no fuera suficiente. Que lo que realmente querían los profesores modernos era más dinero. Y que estaban dispuestos a sacrificar lo demás para obtenerlo.

Para ser justos, la iniciativa fue de los corruptores y no de los que corrompieron. Empezó en serio después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los políticos se dedicaron a buscar consultores académicos. No se les pagaba mucho y ejercían su derecho a tener opiniones políticas. Pero cuando aumentó la planeación social y económica, con su tendencia intrínseca a reducir el poder ilimitado de las grandes corporaciones, estas empezaron a organizar el contraataque.

Su respuesta a los argumentos prácticos y éticos en favor de una sociedad estable y justa consistió en desarrollar verdades absolutas acerca del mercado. Desde el comienzo identificaron la necesidad de cultivar sus propios expertos, capaces de transmitir la verdad. Empezaron a financiar fundaciones "independientes" dedicadas al conocimiento. Aquí independencia y conocimiento significaban desarrollar ideas que reforzaran la posición de las corporaciones. A la cabeza de este movimiento estaban los grupos de expertos que pasaron a producir en enormes cantidades de estudios acreditados e informes anuales destinados a legitimar mayores precios del petróleo, menores impuestos, la desregulación, la crisis de la deuda o lo que estuviese en la agenda del sector privado que los financiaba.

La etapa final comenzó en los años setenta, cuando los científicos sociales empezaron a observar una industria floreciente y bien paga conocida como consultoría gerencial. Esos académicos empezaron a verse a sí mismos como consultores. Y eso no se limitó a los economistas y profesores de administración de empresas.

Las corporaciones y sus fundaciones eran demasiado sofisticadas para concentrarse en ese enfoque tan estrecho y directo. Su mandato era redefinir medio milenio de evolución occidental, reexaminar cómo se ven los ciudadanos a sí mismos y a su sociedad. Para que el revisionismo económico tuviera sentido, tenía que haber una nueva visión de la filosofía, la historia, la sociología y la cultura.

Durante algunos años los gobiernos reformistas compitieron con las corporaciones en la carrera por comprar el aura de libertad académica. Pero, a comienzos de los ochenta, la mayoría de los gobiernos reformistas había desaparecido y la propagación de la crisis económica limitó la inversión que se podían hacer con el presupuesto público. Para entonces, las universidades, la prensa e incluso el público parecían haber aceptado sin protestar el nuevo rol de los profesores.

El ideal de libertad académica e independencia ha sufrido un grave daño. Abolir el sistema corrupto actual puede ser tan complejo como la lucha de los siglos XVIII y XIX para separar la Iglesia y la educación. Hay algunos problemas relativamente simples. ¿La administración de empresas debe ser parte de la educación universitaria? ¿Un profesor debe tener derecho al sello ético de aprobación de una universidad si vende esa aura a otra empresa?

Las universidades hoy están desesperadas por obtener dinero y ansiosas de prostituirse. Los presidentes y sus juntas acusan a los departamentos que no aportan su cuota de evadir la realidad. ¿Pero tienen derecho a destruir una creación esencial de la civilización moderna? Los rectores pueden alegar que las arcas públicas los matan de hambre. Pero el peor de todos los enfoques posibles sería seguir fingiendo que los consultores académicos son los descendientes de Abelardo, en la Sorbona del siglo XII, o de Giambattista Vico, en la Nápoles del siglo XVIII.