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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.16 no.30 Bogotá Jan./June 2014

 

CÓMO LLEGÓ KEYNES A ESTADOS UNIDOS

John Kenneth Galbraith*

*Publicado en Economics, peace and laughter, Boston, Houghton Mifflin, 1971. Esta traducción, de Alberto Supelano, se basa en la versión tomada de Andrea D. Williams, The essential Galbraith, de la misma casa editora, y se publica con las autorizaciones correspondientes.

Fecha de recepción: 14 de marzo de 2014, fecha de aceptación: 25 de abril de 2014.


El libro sobre política económica y social más influyente de este siglo, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, de John Maynard Keynes, se publicó en Inglaterra y Estados Unidos en 1936. En Estados Unidos después se publicó una edición de bolsillo; el New York Times descubrió, quizá con vergüenza, que no había reseñado la edición original y me pidió este comentario. Las pocas personas que aprovecharon esta oportunidad sin duda sintieron curiosidad por saber cuál era la razón de la influencia del libro; aunque conscientes de su propia inteligencia, no podían leerlo. Se preguntaron entonces cómo había convencido a tantas otras personas, no todas las cuales eran menos agudas o diligentes.

Creo que estoy escribiendo un libro de teoría económica que revolucionará la manera de pensar los problemas económicos; supongo que no en seguida, sino en el curso de los próximos diez años.
Carta de John M. Keynes a George B. Shaw, 1.o de enero de 1935

Según la opinión común, aunque no universal, la revolución keynesiana fue uno de los grandes logros modernos en diseño social. Puso freno al marxismo en los países avanzados. Llevó a un nivel de desempeño económico que inspiró panegíricos de banalidad sin igual entre los conservadores amargados. Pero los responsables no recibieron honores sino oprobio. Durante mucho tiempo, ser conocido como keynesiano activo despertaba la ira de quienes equiparaban el progreso social con la subversión, y los afectados desarrollaron el hábito de la reticencia. Una consecuencia adicional es que la historia de esta revolución ha sido quizá la historia peor contada de nuestra época.

Es hora de que conozcamos mejor esa parte de nuestra historia y de quienes la hicieron, y este es un breve pasaje de esa historia. Gran parte de ella se refiere a la ilegibilidad, casi única, de La teoría general ya la necesidad de traducir y explicar sus ideas a los funcionarios del gobierno, a los estudiantes y al público en general. Como Mesías, John Maynard Keynes dependió profundamente de sus profetas.

La Teoría general apareció en el sexto año de la Gran Depresión, cuando Keynes tenía cincuenta y tres años. En ese tiempo, Keynes, igual que Churchill, su gran contemporáneo, era considerado demasiado sincero y poco confiable. Los funcionarios públicos no siempre admiran a los hombres que dicen cuál debería ser la política correcta. Lo que necesitan, sobre todo en asuntos exteriores, son hombres que encuentren razones convincentes para una política equivocada. Keynes previó las graves dificultades de las cláusulas de reparaciones del tratado de Versalles, y las expuso en Las consecuencias económicas de la paz, donde quizá exageró sus argumentos y fue injusto con Woodrow Wilson, aunque no obstante presentó la que resultó ser una visión más clara de los desastres económicos de posguerra que la que hubieran querido hombres más sensibles a las razones de Estado.

En otro libro, de finales de los años veinte, mostró igual falta de tacto hacia quienes incitaban a un desempleo masivo en Gran Bretaña para que la libra esterlina volviera a la paridad con el dólar anterior a la guerra, con el patrón oro. El hombre inmediatamente responsable de este esfuerzo, una voz muy ortodoxa en los asuntos económicos de la época, era el entonces Canciller del Tesoro, Winston Churchill, y el libro se tituló Las consecuencias económicas de Mr. Churchill.

Entre 1920 y 1940, Keynes era buscado por los estudiantes e intelectuales en Cambridge y Londres, era bien conocido en los círculos teatrales y artísticos londinenses, dirigió una compañía de seguros, ganó y a veces perdió montones de dinero, y fue un periodista influyente. Pero no era realmente confiable en asuntos públicos. El gran sindicato que identifica la confiabilidad con el conformismo lo mantuvo apartado. Entonces llegó la Depresión. Había mucho desempleo y mucho sufrimiento. Incluso los hombres respetables fueron a la quiebra. Era necesario, aunque desagradable, escuchar a los hombres sinceros que tenían algo que decir sobre la manera de remediarla. Escuchar es el terrible castigo que los dioses reservan a los estadistas de épocas más prósperas.

Un indicio de cuán lejos llegó la revolución keynesiana es que la tesis central de La teoría general hoy suena a lugar común. Hasta que el libro apareció, los economistas de tradición clásica (o no socialista) suponían que la economía, dejada a sí misma, encontraría el equilibrio de pleno empleo. Habría aumentos o reducciones de los salarios y de las tasas de interés cuando fuese necesario para conseguir ese agradable resultado. Si los hombres estaban sin empleo, sus salarios bajarían en relación con los precios. Con salarios más bajos y márgenes más altos, sería rentable emplear a aquellos cuyo trabajo no daba antes un rendimiento adecuado. De eso se deducía que las medidas para mantener salarios artificialmente altos, como resultado de los esfuerzos imprudentes de los sindicatos (según se decía), causarían desempleo. Se juzgaba que esos esfuerzos eran, de hecho, la principal causa del desempleo.

Las variaciones de las tasas de interés jugaban un papel complementario asegurando que finalmente se gastara todo el ingreso. Así, cuando la gente por alguna razón decidiera aumentar sus ahorros, disminuirían las tasas de interés de la ahora abundante oferta de fondos prestables. Esto llevaría, a su vez, a un aumento de la inversión. El gasto adicional en bienes de inversión compensaría la reducción del gasto de los consumidores más frugales. De ese modo se evitaba que las variaciones de los gastos del consumidor o de las decisiones de inversión ocasionaran variaciones del gasto total que llevarían al desempleo.

Keynes argumentó que ni las variaciones de los salarios ni los cambios de la tasa de interés producían necesariamente este efecto beneficioso. Centró su atención en el poder de compra total de la economía; lo que los estudiantes de primer semestre hoy aprenden a llamar demanda agregada. Las reducciones de salarios podían no aumentar el empleo; junto con otros cambios, podían simplemente reducir la demanda agregada. Y sostenía que el interés no era el precio que se paga a la gente por ahorrar sino el precio que obtiene por intercambiar tenencias de dinero en efectivo o su equivalente, su preferencia normal en materia de activos, por formas de inversión menos líquidas. Y que era difícil disminuir el interés más allá de cierto nivel. Por tanto, si la gente buscaba ahorrar más, eso no significaba necesariamente tasas de interés más bajas y una mayor inversión resultante. En cambio, la demanda total de bienes podía disminuir, junto con el empleo y la inversión, hasta que el ahorro volviera a concordar con la inversión por la presión de las dificultades que habían reducido el ahorro en favor del consumo. La economía encontraría su equilibrio, no de pleno empleo sino con una proporción de desempleo no especificada.

De este diagnóstico se derivaba el remedio: restituir la demanda agregada al nivel en que todos los trabajadores dispuestos tuvieran empleo; y esto se podía lograr complementando el gasto privado con gasto público. Esa debería ser la política cuando las intenciones de ahorrar superaran a las intenciones de invertir. Puesto que el gasto público no cumpliría este papel compensador si hubiese impuestos de compensación (que son una forma de ahorro), el gasto público se debía financiar con crédito, incurriendo en un déficit. Esto resume a Keynes, si se pudiese condensar en dos párrafos. La teoría general es más difícil; son casi 400 páginas, algunas de ellas de fascinante oscuridad.

Antes de publicar La teoría general, Keynes presentó sus ideas directamente al presidente Roosevelt, sobre todo en una famosa carta al New York Times del 31 de diciembre de 1933: "Hago mucho énfasis en el aumento del poder de compra nacional resultante del gasto del gobierno financiado con préstamos". Y visitó a Roosevelt en el verano de 1934 para exponer su tesis, aunque la sesión no fue un gran éxito; en la reunión cada uno planteó sus dudas sobre el sentido común del otro.

Entre tanto, dos funcionarios clave de Washington, Marriner Eccles, el muy competente banquero de Utah, que llegaría a ser jefe de la Junta de Reserva Federal, y Lauchlin Currie, un reciente profesor de Harvard que era su director adjunto de investigaciones y luego consejero económico de Roosevelt (y, aún más tarde, destacada víctima de la persecución de McCarthy), habían llegado por su cuenta a conclusiones similares a las de Keynes sobre la orientación apropiada de la política fiscal. Cuando La teoría general apareció, ambos la interpretaron como una confirmación de la orientación que habían propuesto. Currie, brillante economista y profesor, era también un calificado e influyente intérprete de las ideas en la comunidad de Washington. No es frecuente que nuevas e importantes ideas sobre la economía entren a un Gobierno por medio de su banco central. Nadie debería inquietarse. No existe el más leve indicio de que alguna vez volverá a suceder1.

Paralelamente a la obra de Keynes de los años treinta y rivalizando en importancia, aunque no en fama, apareció la de Kuznets y un grupo de jóvenes economistas y estadísticos de la Universidad de Pennsylvania, de la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER) y del Departamento de Comercio de Estados Unidos, que desarrollaron desde su comienzo los conceptos hoy familiares de ingreso nacional y producto interno bruto y sus componentes, y calcularon sus valores. Entre esos componentes se incluían el ahorro, la inversión, el ingreso disponible agregado y las demás magnitudes de las que hablaba Keynes. Como resultado, los que traducían las ideas de Keynes en acciones ahora podían saber no solo lo que había que hacer sino también cuánto. Y muchos que nunca habían sido convencidos por las abstracciones keynesianas fueron obligados a creer por las cifras concretas de Kuznets y de sus imaginativos colegas.

Sin embargo, la trompeta que sonaba en Cambridge, Inglaterra –si la metáfora es permisible para este libro particular-, se escuchó más claramente en Cambridge, Massachusetts. Harvard fue la principal vía de entrada de las ideas de Keynes a Estados Unidos. Los conservadores se preocupan porque las universidades son centros de innovaciones inquietantes. Sus temores pueden ser exagerados pero así ocurrió.

A finales de los años treinta, Harvard tenía una gran comunidad de jóvenes economistas, muchos de los cuales se mantenían allí debido a la escasez de empleos que Keynes buscaba remediar. Tenían la confianza, normal a su edad, en su capacidad para rehacer el mundo y, a diferencia de generaciones menos afortunadas, la oportunidad. También tenían indicios ocupacionales de lo que se necesitaba. El desempleo masivo persistía año a año. Era degradante seguir diciendo a los jóvenes que esta no era más que una desviación temporal de la regla del pleno empleo y que lo único que se necesitaba era conseguir las reducciones de salarios necesarias.

Paul Samuel son, que después enseñó economía a toda una generación y que casi desde el comienzo fue reconocido como líder de la joven comunidad keynesiana, comparó el entusiasmo de los jóvenes economistas, cuando apareció el libro de Keynes, con el de Keats cuando leyó por primera vez el Homero de Chapman. Algunos se preguntarán si los economistas son capaces de una emoción tan refinada, pero lo cierto es que el efecto fue grande. Allí estaba el remedio para el desespero que se veía desde los patios de Harvard. No era derrocar el sistema sino salvarlo. Para el que no era revolucionario parecía demasiado bueno para ser verdad. Para el revolucionario ocasional era verdad. La vieja economía se enseñaba en el día, pero en la noche, y casi todas las noches desde 1936 en adelante, casi todos los miembros de la comunidad de Harvard discutían a Keynes.

Esta podría haber seguido siendo una discusión académica. Así como la Biblia y Marx, la oscuridad estimulaba el debate abstracto.

Pero en 1938, los instintos prácticos que a veces los economistas logran reprimir fueron catalizados por la llegada de Alvin H. Hansen a Cambridge, desde Minnesota. Entonces tenía unos cincuenta años, era un buen profesor y un colega popular. Pero, sobre todo, era un hombre para el que las ideas económicas no se podían separar del uso.

La mayoría de los economistas de reputación bien establecida rechazaban a Keynes. Ante la opción de cambiar de manera de pensar o demostrar que no hay necesidad de cambiar, casi todos optan por la segunda opción. Así sucedió entonces. Hansen tenía buena reputación y optó por cambiar su manera de pensar. Aunque había criticado severamente algunas proposiciones centrales del Tratado del dinero, una obra inmediatamente anterior, y al comienzo mostró poco entusiasmo por La teoría general, muy pronto quedó convencido de la importancia de Keynes.

Empezó a exponer las ideas en libros, artículos y conferencias, y a aplicarlas en el contexto estadounidense. Persuadió a sus estudiantes y a sus colegas más jóvenes de que no solo debían entender esas ideas, sino lograr que otros las entendieran y después pasar a la acción. Sin buscarlo o ser muy consciente del hecho, se convirtió en líder de una cruzada. A finales de los años treinta, el seminario de Hansen en la nueva Escuela Superior de Administración Pública de Harvard era visitado regularmente por autoridades de política de Washington. A menudo los estudiantes llenaban los pasillos. Se sentía que era lo más importante que estaba ocurriendo en el país, y quizás así haya sido.

De regreso, los funcionarios llevaban a Washington las ideas de Hansen y, quizá aún más, su sentido de convicción. Con el tiempo, hubo también una fuerte migración de sus estudiantes y jóvenes colegas a la capital. Entre muchos otros, Richard Gilbert, después principal arquitecto del desarrollo económico del Pakistán, y que era confidente de Harry Hopkins; Richard Musgrave, después en Princeton y otras universidades, que volvió a Harvard y aplicó las ideas de Keynes y Hansen al sistema fiscal; Alan Sweezy, del Instituto de Tecnología de California, que fue a la Reserva Federal y a la WPA (Works Progress Administration); George Jaszi, que fue al Departamento de Comercio; G. Griffith Johnson, que se desempeñó en la Tesorería, la Junta de Seguridad Nacional y la Casa Blanca; y Walter Salant, después en la Brookings Institution, quien tuvo cargos influyentes en varias agencias federales. Keynes escribió con admiración sobre este grupo de jóvenes discípulos de Washington.

Las discusiones, que empezaron en Cambridge, durante los años de guerra continuaron en Washington, donde entonces se desempeñaban muchos de los primeros participantes. Uno de los más destacados, amigo íntimo de Hansen pero sin otra relación con el grupo de Harvard, era Gerhard Colm, de la Oficina del Presupuesto. Colm, refugiado alemán, hizo la transición de un cargo influyente en Alemania a uno de gran responsabilidad en el gobierno de Estados Unidos en un lapso de cinco años. Tuvo un importante papel en la traducción de las proposiciones keynesianas a cálculos viables de costos y cantidades. La política keynesiana llegó a ser esencial en lo que se llamó planificación de posguerra y en los planes para evitar la reaparición del desempleo masivo.

Mientras tanto, otros se dirigían a una audiencia más amplia. Seymour Harris, otro colega de Hansen y uno de los primeros conversos, se convirtió en el exponente más prolífico de las ideas de Keynes antes de llegar a ser uno de los académicos más prolíficos de los tiempos modernos. Publicó media docena de libros sobre Keynes y sintetizó sus ideas en centenares de cartas, discursos, memorandos, declaraciones en el Congreso y artículos. El profesor Samuelson, ya mencionado, plasmó las ideas keynesianas en el que llegó a ser el texto de economía más influyente después de la última gran exposición del sistema clásico, de Alfred Marshall. Lloyd Metzler, de la Universidad de Chicago, aplicó el sistema keynesiano al comercio internacional. Lloyd G. Reynolds reunió un talentoso grupo de jóvenes economistas en Yale e hizo de esta universidad un importante centro de discusión de las nuevas ideas.

Pero la influencia de Harvard no se limitó a Estados Unidos. Casi al mismo tiempo del arribo de La teoría general a Cambridge, Massachusetts, llegó también un joven graduado canadiense llamado Robert Bryce. Recién llegado de Cambridge, Inglaterra, donde asistió al seminario de Keynes, tenía licencia especial para explicar lo que Keynes quería decir en sus pasajes más oscuros. Con otros graduados canadienses, Bryce fue Ottawa, donde ocupó una serie de cargos importantes hasta llegar a viceministro de Finanzas. Canadá fue quizá el primer país que se comprometió inequívocamente con una política económica keynesiana.

Con ayuda de los académicos keynesianos, algunos hombres de negocios llegaron a interesarse. Dos industriales de Nueva Inglaterra, Henry S. Dennison, de la Dennison Manufacturing Company de Framingham, Massachusetts, y Ralph Flanders, de la Jones and Lamson Machine Company de Springfield, Vermont (más tarde senador de Estados Unidos por Vermont), contrataron miembros del grupo de Harvard para que les expusieran sus ideas. Antes de la guerra, las habían respaldado en un libro, al que también contribuyeron Lincoln Filene, de Boston, y Morris E. Leeds, de Filadelfia, titulado Hacia el pleno empleo, apenas más legible pero menos leído que Keynes2. En los últimos años de la guerra, el Comité de Desarrollo Económico (CED), dirigido en estos asuntos por Franders y Beardsley Ruml, y de nuevo con la ayuda de los académicos keynesianos, empezó a evangelizar a la comunidad de los negocios.

En Washington, durante la guerra, la Asociación de Planeación Nacional (NPA) fue un centro de discusión académica de las ideas keynesianas. Al final de la guerra, Hans Christian Sonne, un banquero imaginativo y liberal de Nueva York, empezó a apoyar a la NPA y a las ideas keynesianas. Junto al CDE, donde Sonne también tenía influencia, la NPA se convirtió en un importante instrumento para explicar la política al público en general. (En el otoño de 1949, en un ejercicio que combinó la imaginación con una rara diplomacia, Sonne reunió a una docena de economistas de diferentes tendencias en Princeton, y los persuadió para que firmaran una aprobación específica de políticas fiscales keynesianas. El acuerdo luego fue reportado al Congreso, en sesiones que tuvieron mucha publicidad, por Arthur Smithies, de Harvard, y Simeon Leland, de Northwestern University.

En 1946, diez años después de la publicación de La teoría general, la Ley de Empleo de ese año le dio al sistema keynesiano un apoyo matizado pero explícito. Reconocía que, como había propugnaba Keynes, el paro y el desempleo y la producción insuficientes respondían ante una política positiva. No decía mucho sobre las medidas específicas pero afirmaba claramente la responsabilidad del gobierno federal para actuar de algún modo. El Consejo de Asesores Económicos se convirtió, a su vez, en una plataforma para exponer el punto de vista keynesiano sobre la economía y pronto lo puso en práctica. Leon Keyserling, miembro fundador y después su presidente, fue un defensor infatigable de esas ideas. Y en una etapa muy temprana entendió la importancia de ampliarlas para que no solo abarcaran la prevención de la depresión sino también el mantenimiento de una tasa adecuada de expansión económica. Así, la revolución se extendió en solo una década.

Quienes abrigan pensamientos de conspiraciones y complots clandestinos se entristecerán al saber que fue una revolución sin organización. Todos los que participaron tenían un profundo sentimiento de responsabilidad personal por las ideas; había una variada pero profunda urgencia de persuadir. En Washington se tenía la fuerte impresión de que los cargos económicos clave debían ser ocupados por personas que entendieran el sistema keynesiano y que estuvieran dispuestas a trabajar para establecerlo. En la Casa Blanca, Currie dirigía una oficina informal de reparto de tareas a este respecto. Pero nadie respondió jamás a planes, órdenes, instrucciones o a una fuerza distinta de las propias convicciones. Esta fue quizá la característica más interesante de la revolución keynesiana.

Sin embargo, siempre se sospechó que había algo más. Y había algunos esfuerzos de contrarrevolución. Nadie podía decir que prefería el desempleo masivo y no a Keynes. E incluso hombres de talante conservador optaban por esa política cuando entendían de qué se trataba; algunos solo pedían que se le cambiara de nombre. El Comité de Desarrollo Económico, aleccionado en semántica por Ruml, nunca defendió los déficits. Hablaba más bien de un presupuesto que solo se equilibraría en condiciones de alto empleo. Quienes objetaban a Keynes también se veían invariablemente en desventaja porque no habían leído (y no podían leer) el libro. Era como acusar de pornografía al Kama Sutra original, sin saber sánscrito. Pero cuando se trata de oponerse al cambio social, hay hombres capaces de superar cualquier desventaja.

Como correspondía, el principal objeto de atención era Harvard y no Washington. En los años cincuenta, un grupo de egresados maduros creó una organización llamada Veritas Foundation y financió un libro titulado Keynes en Harvard, que descubrió que "Harvard era la plataforma de lanzamiento del cohete keynesiano en Estados Unidos". Pero después invalidó esta plausible proposición identificando el keynesianismo con el socialismo, el socialismo fabiano, el marxismo, el comunismo, el fascismo e incluso con el incesto literario, término que daba a entender que un keynesiano siempre reseñaba las obras de otro keynesiano3. Como tantos otros en situaciones similares, los autores sacrificaron sus posibilidades de credibilidad escribiendo no para el público sino para quienes pagaban la factura. La universidad se mantuvo imperturbable y el público tristemente indiferente. El libro siguió circulando durante largo tiempo entre las franjas más reflexivas de la conservadora John Birch Society.

Un asunto menos trivial fue el de un grupo de egresados más influyente que presionó para que se investigara al Departamento de Economía, usando como instrumento al Comité de Inspección que revisa anualmente la labor del Departamento en nombre de las Juntas de Gobierno. La revolución keynesiana pertenece a nuestra historia; por ello, merece esta investigación.

Esa investigación fue dirigida por Clarence Randall, en ese entonces ligado indebidamente a la dirección de la Island Steel Company, con el apoyo de Sinclair Weeks, importante fabricante de cremalleras, ex senador y tetrarca del ala derecha del Partido Republicano en Massachusetts. Naturalmente, el Comité descubrió que Keynes ejercía, de hecho, una influencia nociva en la mentalidad económica de Harvard, y que el Departamento de Economía se inclinaba a su favor. Como siempre, los investigadores, con una o dos posibles excepciones, tenían la desventaja de no haber leído el libro y, por tanto, no sabían qué atacaban. El Departamento, incluidos los miembros más escépticos del análisis de Keynes -ninguno lo aceptaba del todo, y algunos no mucho-, rechazaron por unanimidad las conclusiones del Comité. Así lo hizo el presidente, James Bryant Conant, en uno de sus últimos actos oficiales antes de ocupar el cargo de Alto Comisionado en Alemania en 1953. Como consecuencia de esta controversia hubo mucha inquina entre el Departamento y sus críticos.

En los años siguientes hubo más discusiones sobre el papel de Keynes en Harvard y otros asuntos relacionados. Pero se hicieron cada vez más amables, porque los investigadores originales se vieron atrapados por uno de esos fascinantes y paradójicos cambios de que está repleta la historia de la revolución keynesiana (y quizá de todas las demás). Poco después de que el Comité llegara a su inquietante conclusión, llegó al poder la Administración Eisenhower.

Mr. Randall se convirtió entonces en asistente y asesor de la Presidencia. Mr. Weeks fue nombrado secretario de Comercio, y casi inmediatamente se ocupó del despido del jefe de la Oficina de Normas por la cuestión de la eficacia de las sales de Glauber como aditivo de las baterías. Habiendo arriesgado su prestigio en la lucha contra los científicos e ingenieros de la nación por la cuestión de si una batería podía mejorar añadiéndole un laxante (como dijo Bernard DeVoto), no se podía esperar que Mr. Weeks mantuviera abierto otro frente contra los economistas de Harvard. Pero lo que era aún peor, él y Mr. Randall estaban asumiendo una fuerte carga contingente por las políticas de la Administración Eisenhower. Y estas, tan pronto se desarrollaron, tenían un tono keynesiano casi tan fuerte como el del Departamento de Harvard.

El primer presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Eisenhower fue Arthur F. Burns, de la Universidad de Columbia y del NBER (y después consejero y presidente de la Junta de la Reserva Federal bajo Richard Nixon). Mr. Burns tenía credenciales como crítico de Keynes. Hombre respetable y algo anticuado, Burns redactó la introducción al informe anual del NBER de 1946,titulada "La investigación económica y el pensamiento keynesiano de nuestro tiempo", donde hizo su propia interpretación crítica del equilibrio con desempleo keynesiano y concluyó, quizá con acritud, que "los impresionantes planes de acción del gobierno basados en la teoría del equilibrio de Keynes se deben ver con escepticismo". Alvin Hansen replicó enérgicamente.

Pero aunque Burns consideraba a Keynes con escepticismo, veía con antipatía las recesiones (incluidas aquellas de las que se le podía considerar responsable). En su informe de 1955, como presidente del Consejo de Asesores Económicos, dijo: "Las políticas presupuestales pueden contribuir al objetivo de máxima producción asignando prudentemente los recursos, primero, entre usos privados y públicos; y segundo, entre diversos programas del gobierno" (las cursivas son mías). Si Keynes hubiese leído cuidadosamente estas palabras -acción del gobierno para decidir entre gastos privado y público- habría aplaudido fuertemente. Y, de hecho, un vocero de la Asociación Nacional de Fabricantes dijo al Comité Económico Conjunto que apuntaban "directamente a la economía planificada y, en últimas, a la economía socializada".

Después de la salida de Burns, la Administración Eisenhower incurrió en un déficit de 9,4 mil millones de dólares en las cuentas del ingreso nacional durante la recesión de 1958. Fue, de lejos, el mayor déficit en que había incurrido un gobierno estadounidense en tiempos de paz; superó el gasto total en tiempos de paz de la Administración Roosevelt en cualquier año hasta 1940. Ninguna administración había dado jamás a la economía una dosis tan masiva de medicina keynesiana. Con una administración republicana, dirigida por personas como Mr. Randall y Mr. Weeks que adoptaban tales medidas, los académicos keynesianos de Harvard y de otras partes dejaron de ser vulnerables. Y Keynes dejó de ser un tema de conversación diplomática con esos críticos.

Los presidentes Kennedy y Johnson siguieron lo que hoy es una política común y corriente. Aconsejados por Walter Heller, un notable y hábil intérprete de las ideas de Keynes, añadieron el nuevo mecanismo de la reducción deliberada de impuestos para sostener la demanda agregada. Y abandonaron, por fin, el lenguaje ambiguo mediante el cual algunos defensores de las políticas keynesianas combinaban la defensa de medidas para promover el pleno empleo y el desarrollo económico con promesas de un presupuesto prontamente equilibrado. "Hemos reconocido que es contraproducente el esfuerzo por equilibrar con demasiada prontitud nuestro presupuesto en una economía que opera muy por debajo de su potencial", dijo el presidente Johnson en su informe de 1965.


Pie de página

1Currie no fue promovido en Harvard debido en parte a que sus ideas, que anticiparon brillantemente a las de Keynes, se consideraron deficientemente académicas hasta que Keynes las hizo respetables. La economía es muy complicada.
2Yo redacté el borrador.
3Los autores también decían, alentadoramente: "se está preparando a Galbraith como príncipe heredero del keynesismo (sic)".