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Revista de Economía Institucional

versión impresa ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.16 no.30 Bogotá ene./jun. 2014

 

AQUILEO PARRA

Alberto Lleras Camargo*

*Disertación en Barichara, 2 de mayo de 1976, tomada de Lleras, A. Escritos selectos, Bogotá, Colombia. Colcultura, 1976, pp. 279-291. Sugerencia de citación: Lleras C., A. "Aquileo Parra", Revista de Economía Institucional 16, 30, 2013, pp. 321-330.


La Academia Colombiana de Historia me ha comisionado, honrándome, para estar presente en esta fecha y en este sitio, en los cuales conmemoramos el primer centenario del 1º de abril de 1876,en que tomó posesión de la Presidencia de los Estados Unidos de Colombia, Aquileo Parra. Quien nació en la villa de Barichara el 12 de mayo de 1825, el mismo año, como él lo anota en sus Memorias, en que vinieron al mundo Rafael Núñez, Miguel Samper y Juan de Dios Restrepo. Como el radicalismo, que, por muchos aspectos, tenía un conjunto de virtudes administrativas y políticas (tal vez más que ninguna otra fuerza de la historia política colombiana), se había atrincherado en el poder, con una peligrosa mezcla de clan escocés y jacobinismo intransigente, el señor Núñez, que había llegado a la misma edad presidencial, presentó su candidatura, con las ominosas alianzas que andaba cultivando para su "regeneración fundamental", contra la de Parra, que llegaba también a los cincuenta años, rodeado del respeto general, por su recio carácter, su lealtad y su partidismo sin sombras. El sistema general era caótico, y en cada Estado soberano cualquier divergencia de opinión se convertía, contrariada, en una revuelta. La Guardia Colombiana a veces decidía esos conflictos, contra el querer de la Constitución, que había dejado casi inerme al Gobierno Federal, y tolerado el armamentismo y el alzamiento de los Estados y de los particulares. Para muchos colombianos Núñez era más notable, audaz y brillante, y, desde luego, mejor escritor que el campesino de Barichara, que había dedicado la mayor parte de esa media centuria a trabajar (como se trabajaba entonces), con apenas accidentales participaciones en la política, como Gobernador de su provincia adoptiva, como miembro de la legislatura del inmenso Estado de Santander o como su Presidente, inmediatamente antes de asumir la Presidencia de la Nación. Esa existencia ruda, vigorosa, infatigable, casi se conocía más por su maniática exploración de la selva del Carare, en busca de consolidar la vía que daría salida a la provincia y facilitaría el comercio, que por sus andanzas en la otra selva política, llena de insidias, dificultades y riesgos en que Núñez se deslizaba, con sorprendente suceso, como en su medio natural. La derrota de Núñez, impuesta por el Olimpo con una severidad que no retrocedió ante cosa alguna, fue la herida incurable que lo determinó a buscar su elección por vías hasta entonces vitandas dentro del partido, y, además, abrió al conservatismo una esperanza que parecía bien fundada en el móvil carácter del Regenerador. Pero, de todas maneras, ese 1º de abril en que se coronaba el proceso electoral con la posesión de Parra hace cien años y un mes, partió, al decir de los comentadores, en dos, la historia colombiana. Por lo demás, es lo que siempre dicen los historiadores. Empeñados en hallar símbolos, en detectar momentos, en inmovilizar el gran río de las contradicciones inacabables, ven en esa fecha y en Parra mismo, el tiempo y el hombreen que el gran movimiento liberalizador de Colombia dio su primer traspiés. Era este, sin duda, el anuncio de que la antítesis de la Colonia culminaba victoriosamente para engendrar la síntesis que llevaba el señor Núñez entre su casaca. El autor del Que sais je?, nadando siempre en un piélago de contradicciones ¿no era el más eficaz instrumento para esa evolución que habría de producirse diez años después, por medio del hierro y de la sangre, cuando cayeron los grandes jefes militares del liberalismo en los pantanos de la Humareda, y el señor Núñez, triunfalista, se asomaría al balcón de San Carlos a saludar, con su voz nasal, una manifestación conservadora, con la noticia de que la Constitución de 1863 había dejado de existir?

Pero si alguien ha debido llegar a la Presidencia de los Estados Unidos de Colombia acompañado por todo su partido, al que jamás, ni por ninguna razón, había dado la espalda, y sin una sola sombra siquiera de duda sobre la legitimidad de los métodos para la victoria, ese era Parra. Este campesino de Barichara se había abierto paso, como en su camino del Carare por entre la manigua, por toda la vida pública colombiana, sin una concesión ni una doblez. Ese era el hombre, cuyas barbas fluidas comenzaban a ser de plata y habrían de convertirse, hasta su muerte, en un símbolo del perfecto decoro, de la rectitud, del pacifismo, aun a la orilla, o dentro de los propios campamentos. El partido destrozado en la Humareda lo siguió, sin esperanzas, como debieron seguir a Moisés los israelitas por años enteros, hasta que lo arrojó de la Dirección Liberal el movimiento belicista que encabezaban los jóvenes, como Uribe Uribe y el grupo de El Autonomista, porque no quería comprometerse en la aventura del 99, sin armas, sin recursos, sin preparación, en una guerra civil, la más cruenta, y la mejor de todas nuestras guerras civiles, porque fue la última. Es decir, porque probó sin lugar a alegatos entre pacifistas y "cabezas calientes" de su época, que por esa vía, aun un partido dividido y un gobierno inepto como el conservador de entonces, habría de ganar siempre. En 1900, antes de ver el alba de una paz que habría saludado como perpetua, en la aldea de Pacho, en Cundinamarca, murió el viejo Parra de 75 años, edad que entonces se consideraba como la que solo alcanzaban los más antiguos patriarcas1.

¡Qué país tan pobre, el de hace un siglo, tan insignificante, tan descuidado por la mano torpe de los pocos habitantes, con sus ciudades que eran poco más que aldeas y sus aldeas que eran, sin embargo, el nudo vital más importante, después de las familias campesinas, ¡el único punto de contacto y de comercio con la escasísima civilización!

En el aislamiento esas tribus montañesas, bravías y hospitalarias, fundaban, sin quererlo, villas como esta de Barichara, en los sitios más menos y suaves del paisaje endemoniado. Las haciendas circunstantes se conducían a mano fuerte por los herederos de los soldados españoles que el paso hacia la capital del Reino iba dejando regados, como al capricho. Al principio estas aldeas eran apenas un cruce de caminos, y luego caseríos dispersos que solo los arrieros unían con sus mulas indómitas, en un tejido burdo y sin aparente propósito. La inmensa mayoría de los colombianos descendemos por eso, si de algo, de arrieros, y no solo los antioqueños que tanto se precian de tal abolengo. Los arrieros, si acaso no construyeron estas villas, las hicieron posibles y habitables. El pequeñísimo comercio entre los montañeses y el casi nulo hacia el exterior, iba por estos caminos de arriería, desde los altísimos y helados páramos hasta el gran Río de la Magdalena, y desde allí, hasta la costa, de donde podían traerse al interior pobre, resignado y curioso, artículos que implicaban lujo, como todo lo que no eran en la Nueva Granada, en ese tiempo, cosas de comer, pero de comer frugalmente, raíces y plantas domésticas, buey muy de tarde en tarde, y algún paujil, perdiz o torcaza, o un rarísimo venado o tal vez armadillo. Los labradores, como entonces se llamaban, eran tan toscos como las ropas recias con que cubrían sus desnudeces, y sus casas, cabañas. Nada de valor producían o en cantidades mínimas lo que fuera, y eso era lo que los Parra, Aquileo y sus hermanos, iban transportando por las sierras, los caminos abominables, las selvas sin rutas, hasta llegar a Magangué, que parecía una ciudad de milagro por su riqueza y movimiento, siempre medio inundada, siempre afiebrada por el paludismo, siempre a oscuras desde la oración de la tarde hasta la del alba, pero inmensa a los ojos de los comerciantes en bocadillos veleños. Que tal fue el artículo en que comenzó a edificar su precaria fortuna el futuro Presidente de Colombia.

Si la mercancía era pobre y los provechos mezquinos, los riesgos en cambio resultaban letales. Dos de los Parra murieron en esas aventuras, por entre los ríos salvajes, en guerra siempre abierta con los indios de la selva del Carare, y, desde luego, quemados por las fiebres, acosados por el hambre, por la inclemencia de las lluvias y tormentas, y en la más repugnante convivencia con blasfemos y fétidos bogas de las balsas y bongos en que se transportaban las cajas de veleños, la tagua, la quina, y bolsitas pequeñas de café. Don Aquileo soñaba, empero, con el camino del Carare que sería seguro, por entre la enramada soledad, con pequeños puertos bien atendidos, y el café, al fin, sembrado en toda vertiente, convirtiéndose en un producto importante de exportación. Y así, conversando con los políticos de Vélez, los interesaba en esa vía, que sería su obsesión, hasta la muerte. Y seguía aventurándose en su tráfico insignificante, pero adivinando una prosperidad para su región, su negocio y su patria que los antioqueños, al otro lado del río, comenzaban a realizar, mientras los orientales no hacían sino proyectos de acuerdos, ordenanzas, leyes, intrigas, sin llegar a nada.

En el bellísimo libro del poeta Carl Sandburg sobre Lincolnd escribe al gigantesco labrador del Medio Oeste salvaje, en circunstancias muy similares, cuando iba aprendiendo en el menguado tiempo que le dejaba su trabajo de mercero, en plena pradera, los rudimentos del lenguaje y las primeras reglas de la legislación, para convertirse, como se podía entonces, en abogado y litigante. Como Lincoln, Parra debió aprender los principios de la navegación en los grandes ríos, el sentido de las corrientes, los sitios para vadearlos, la pericia del remero de oficio. Y toda la infinita ciencia de adivinar los pensamientos de ese pueblo silencioso de campesinos letárgicos y desconfiados, que no dejaban asomar al rostro, ni menos llegar a la lengua, la complejidad de sus pensamientos cautelosos. Buena escuela fue para Lincoln ese trabajo, en contacto inmediato con la naturaleza y con los más bravíos ejemplares de la especie humana. A Parra debió, también, educarlo. Sobre todo porque muy pronto este ciudadano pacífico y pacifista, que creía que la paz era la única posibilidad de alcanzar la civilización, se vio ante la primera grande amenaza para el liberalismo, apenas a pocos años de haber triunfado con López, y cuando para muchos de sus copartidarios la gloria llegaba, tardía pero merecida, sobre la cabeza del justo, el perseguido Obando. Después del golpe militar del 17 de abril de 1854 las gentes, y los liberales en primer término, se arremolinaron en la plaza de Vélez a deliberar y a prepararse para defender el orden constitucional que se escapaba de las manos inertes del viejo Presidente. Muy aprisa se dieron cuenta de que todo dependía de la energía y rapidez del liberalismo para reaccionar contra el atropello y someter las milicias de Melo, el caudillo militar chaparruno, empresa que no parecía imposible, ni aun contra ese veterano de Junín. Los conservadores, desde luego, veían en todos los pueblos claramente que esta era su oportunidad y por eso el constitucionalismo creció en ambos partidos como la espuma. La experiencia de Parra en malos caminos y en trajines de arriería lo señala para ayudar a las tropas colecticias que ya se estaban organizando, y con ellas emprende la marcha hacia el norte. Así, al fin, un día se encuentra con las de Mosquera. Y conoce al caudillo. Está en vísperas del encuentro de Petaquero. El antiguo Presidente de Colombia, el aristócrata de Popayán, el compañero y secretario del Libertador, está allí, aterido bajo la lluvia, apenas cubierto con un paraguas cómico, sentado sobre un baúl, esperando el momento de actuar. En frente de él hay unas tropas de Melo, comandadas por el Sargento Mayor José de Jesús Gutiérrez. El viejo carraquea de frío, empapado, sobre subaúl, donde seguramente están los planes estratégicos de la campaña. Y de repente le dice a Parra:

"-Si mañana derrotamos a José de Jesús Gutiérrez, venceremos a un Sargento Mayor. ¡Si él llega a derrotarnos, triunfará sobre tres generales de la Independencia!".

Eran Mosquera, Tomás Herrera, el vencido de Zipaquirá, y Vicente González. Pero no ocurre así. Y a los pocos días, cuando Mosquera sigue adelante, hacia la capital de Colombia, a encontrarse con los expresidentes López y Pedro Alcántara Herrán en la Plaza de Bolívar, encarga a Parra de la Gobernación de Vélez. Y desde entonces, unas veces cediendo al deber, otras a la amistad, la vida política saltuaria de Parra sigue su curso, casi manso, entre el gran torbellino de la época. Ahora está pensando en explotar caucho en las montañas de Muzo.

No vamos a seguir esa vida paso a paso, porque vosotros, historiadores, y vosotros, coterráneos de Barichara, la conocéis minuciosamente. Limitémonos a observar aquí algunas peculiaridades de la política de la época que el propio Parra pone de presente, explícita o tácitamente. Ante todo, el valor que tiene la provincia colombiana de hace un siglo. Lo ha tenido desde la Colonia, en el Virreinato, que es apenas un inmenso tejido de pequeñas provincias, apretadas y conscientes de su personalidad, la única cosa que no es totalmente del dominio del rey ultramarino, ni de los reinosos de Santafé. Se forma la provincia alrededor de un centro semiurbano, como lo fue Socorro, y allí el funcionarismo no puede menos de venir desde el centro, pero aun así vigoriza a la provincia. Allí están los escasísimos focos de cultura -apenas escuelas de primeras letras-, allí se van formando los jefecillos que acontecimientos como la revuelta comunera o la Independencia pondrán súbitamente de relieve.

En este último cuarto del siglo XIX, cuando va a asumir la Presidencia Parra -quien se ha ido identificando más con Vélez que con su propia tierra nativa-, las provincias han tenido reconocimiento formal, desde 1853, pero comienzan otra vez a naufragar bajo el nuevo centralismo: el de los flamantes y fachendosos estados soberanos de la República. Pero hay una sociedad importante, culta y amable en todas las pequeñas ciudades y villas provincianas. Es cierto que estas gentes comienzan a emigrar a Bogotá, hartas de la pobreza general, de la falta de esperanzas para los hidalgos de escasas tierras y muchos hijos, de la importancia industrial, de la mezquindad del comercio que hizo partir a los Parra hacia otras plazas menos duras y peladas. También las alarma un poco la rudeza de las costumbres. Parra cuenta cómo oyó de labios de su madre que uno de sus ancestros, don Ignacio Rueda, realista irreductible, tuvo rivalidades con don Gonzalo Carrizosa y lanzó sobre Barichara a sus arrendatarios. Carrizosa no tuvo más remedio que emigrar a Santa Fe, donde habría de fincar su apellido entre los más ilustres de la ciudad. ¿Era este Rueda el mismo que también cuenta Parra que casó con la hija de un cacique de Guane, por donde entró a su casta una gota de sangre nativa, ciertamente invisible en su estampa castellana?

Pero esa vertiente constante hacia el centro desde todas estas tierras, supertrabajadas por siglos, ha ido dejando los pueblos a la orilla de los caminos, medio vacíos y cada vez más pobres, y se va secando el ubérrimo semillero de políticos, de héroes, de capitanes de la guerra y la paz, que fueron los amos verdaderos de la Nueva Granada desde la salida de los españoles y de los venezolanos. Las emigraciones van detrás de los famosos y humildes productos de exportación, tan fungibles en la historia económica de la Nación. Los Parra salieron de Barichara a cultivar añil en una finca a orillas del Suárez. Y Parra irá a buscar la tagua, la quina, el algodón y el café. Son esas especies una manera de entretener la imaginación, como el petróleo de nuestros días. Pero de repente se extingue su comercio, y la región vuelve a su tremenda, desolada, frustrada pobreza. Y no recibe ningún estímulo del presupuesto nacional, porque todo se queda en otra parte: entre el pesado funcionarismo, que crece como la mala hierba, y las divisiones políticas mayores de Estados o Departamentos, que no dejan filtrar hacia la sedienta provincia cosa alguna. ¿Qué mucho que ella se niegue, al fin, a producir hombres, grandes hombres para la Nación, para el Continente, para todas las empresas humanas, y también de tiempo en tiempo, para las divinas?

Esos hombres, que no volaban sobre el territorio de su villa, hacia la capital y al capitolio únicamente, sino que conocían hasta los últimos pliegues de la geografía, los malos caminos, las infames posadas, los cuentos de los viajantes de altura, habían tenido tiempo de leer en sus horas tediosas de la calma provinciana más de un clásico, cuando menos su Plutarco, o sus tratados de legislación, o sus códigos, esos hombres, digo, eran bien diferentes de los profesionales de la política contemporánea, que van atropelladamente de elección en elección, rodeados de todo el ruido, y, a veces, del boato de una civilización detestable, voraz y vana.

Pero Parra "no se siente inclinado a la carrera pública" aunque está dispuesto a prestar sus servicios cuando puedan ser útiles y oportunos, y se retrae, desde el principio. Tiene una curiosa teoría: "El político, dice, debe serlo de profesión, como lo fue, entre otros de nuestros compatriotas, el doctor Manuel Murillo, quien vivió para la política y de la política. El buen éxito, aun para las naturalezas mejor dotadas, ha dicho un pensador contemporáneo -agrega Parra-, solo es posible circunscribiéndose a una especialidad". Esto lo decía Parra en sus Memorias, iniciadas más o menos el año de 1893, cuando la mayor parte de su vida pública ya había transcurrido, había sido Presidente de Colombia, muchas veces senador plenipotenciario, como se calificaban en el régimen federal, y jefe de su partido. Pero la verdad es que no era un profesional de la política. En estos años, rehecha a pulso su fortuna, había comprado una finca en tierras de la Sabana de Bogotá, en una colina que baja del camino a Tunja hacia el río, en jurisdicción de Sesquilé y Suesca, y allí veía pastar sus ganados, vigilaba las innumerables tareas campesinas, sembraba cereales. Y explotaba las minas de carbón de San Vicente. Y, por lo demás, seguía, ilustrándose, como lo hizo siempre, con humildad, desde que salió del Colegio de San Gil, que se cerró por la guerra de los Supremos, sin que hubiera podido avanzar en sus estudios. Sus Memorias las entregó a alguien para que las corrigiera, porque temía por su gramática. Con ella, sin embargo, se habían escrito buenas proclamas e informes en tiempos difíciles y había servido para hacer modificaciones a los proyectos de la Constitución de Rionegro.

Pues bien: Parra no fue un profesional de la política, para su bien, y no para su mal, como él lo pensaba. Tomar la política como una profesión de nuestro tiempo, exclusiva, cerrada, con objetivos cada vez más reducidos, para que se logren cada vez más fácilmente –como un subgrupo o familia de las relaciones públicas-, no es cosa buena, con perdón de don Aquileo. A donde ha llegado este profesionalismo a su perfección es en los Estados Unidos. Ahora, cuando las gentes vuelven a mirar a sus próceres de la Independencia, que vivieron hace doscientos y más años, se recuerda que todos ellos eran hombres de carne y hueso, con negocios, trabajos heterogéneos, intereses e inclinaciones de las cuales la política era apenas una rama accidental, que se tomaba como un servicio de emergencia, obligatorio, duro y fugaz. Eran, es cierto, la clase rica de las Colonias, los plantadores, los dueños de esclavos, como los griegos de la democracia de Pericles, y el ágora era apenas una de sus facetas, la menos productiva y la más exigente, y como decía nuestro jefe, el viejo López, la más hermosa y viril de las ocupaciones humanas. Hoy se disputan allí la presidencia que ocuparon Washington y Jefferson, los nuevos especialistas, con dedicación exclusiva a la política desde hace veinte o treinta años, de elección en elección, cada dos, cada cuatro años, y entre ellos y los grandes problemas de la nación está un bosque, que no los deja ver cosa alguna, el bosque tumultuoso de los electores insaciables, de las inmensas clientelas que no les perdonan una sola palabra que no satisfaga sus innumerables intereses. Por eso andan, ansiosos, espiando los ojos de esas muchedumbres, no menos ansiosas que ellos, adivinando sus deseos, diciéndoles todo lo que creen que las seduce y acomodándose a su voluble voluntad. En cambio Jefferson, según nos lo recuerda un columnista recientemente, dedicaba sus tardes de Monticello a tocar el violín, a mirar las estrellas, a leer los filósofos, siempre tratando de indagar las grandes razones que mueven a los gobernantes o debieran moverlos para acertar en sus designios, más allá de lo pasajero y cambiante. Qué es mejor, se preguntan ahora sus descendientes, a conciencia de que ese profesionalismo está llenando la copa de la democracia con jugos amargos. Esta de hoy es una clase urbana, que no ha visto ni quiere ver el campo, ni ha conversado con un labriego, ni le interesa porque sabe que cada día hay menos campesinos, y que en los barrios, en los suburbios de las grandes ciudades, en los tugurios de la inmigración, hay más votos, y eso es lo que cuenta. Don Aquileo creía que Murillo Toro era mejor por ser un profesional, pero tal vez no es cierto ello. Murillo era mejor, porque era suave, dúctil, inteligentísimo, manso con las gentes y duro, como una roca, con los principios. Pero don Aquileo, visto a través de los años, con las manos en alto, entre los apasionados combatientes, del siglo XIX, gritando: paz, paz, paz, no es menos grande ni menos importante. Era duro, también, inflexible, tenaz en todo lo que fuera el honor, o la virtud civil, o la libertad ajena y la propia. No cedió ante nadie cuando creía estar en lo cierto. Pero pasada la guerra, que dirigió bajo sus órdenes la pléyade de generales del radicalismo, Santos Acosta, Trujillo, Camargo, no hizo sino curar heridas y echar bálsamo a las de los suyos y de sus enemigos, estas últimas apenas cubiertas por los "detentes" de la guerra religiosa2. Y después, cuántos años de peregrinar por el desierto, mientras veía al nuñismo victorioso, coronada la defección de todo lo que creían los radicales, sin que desmayara su alma de bronce. Nadie pudo jamás difamarlo o herirlo, con razón o sin ella, y la Nación se acostumbró a ver esa estampa de profeta judío -recia y suave- como una esperanza de mejores días, aun en los más horrendos. Era, como se llamó entonces, un carácter. Y entre la casta profesional de nuestro tiempo no hay muchos. Como no abundan en todas esas profesiones de dar gusto a los demás, de exhibirse, de decir cosas amables y falsas, de vivir mendigando prestigio y renombre, como sustituto de la gloria que no llega sino al final de una vida cuajada de sacrificios, merecimientos y entregas sin remuneración alguna. Pero tal vez esta civilización de nuestros días es así, sin remedio, y don Aquileo Parra en la sociedad de consumo hubiera sido un pobre y desatentado mercachifle viajero, y sus guerras, sus luchas, sus prisiones, sus grillos, su pobreza, su entereza y su honradez no le hubieran destacado jamás para los cargos que se conquistan en nuestro tiempo con la regularidad de ascensos en el escalafón castrense o en la lista civil, más o menos aprisa, pero implacablemente. Le faltaba, por fortuna para su fama, profesionalismo. Le faltaba "oficio", dedicación exclusiva, ferocidad fría con los amigos y los adversarios, y estar a toda hora en pantalla. Dios tuvo piedad de él al cerrar sus ojos penetrantes de labriego apenas se abría este siglo en donde se han realizado, ciertamente, muchas de sus ilusiones, pero que le habría producido pavor, frustración y, también, asco.

Pero un siglo después de que lo coronó el Olimpo radical, a nombre del pueblo, con la Presidencia de los Estados Unidos de Colombia, los liberales de hoy, y los de siempre, y no solo ellos, sino los conservadores y en general, los demócratas, tributan su admiración, con salvedades o sin ellas, a la gran figura patriarcal que recorrió la Nación buscando fortuna, pero, sobre todo, en la guerra y en la paz, un destino mejor para la República y un propósito nacional para las empresas colectivas de sus compatriotas.

El viejo de la barba florida fue, sin embargo, hombre práctico. Perseguía sus ilusiones con la tenacidad del cazador, como le ocurrió con su camino del Carare en donde detrás de sus pisadas crecía otra vez la selva impenetrable. Fue la antítesis de Núñez, pero había sin duda más poesía, más lírica en esta alma robusta y cándida que en la prosaica versificación del escéptico y calculador cartagenero. Para mi gusto, yo prefiero las gentes a lo Parra y no a lo Núñez, aunque me abstenga de comparar sus dimensiones humanas. He aquí un varón recto que estuvo con sus gentes, con su partido, con sus ideas desde que abrió los ojos a la política hasta que los cerró, con dolor, después de infinitos padecimientos, por su causa. Los colombianos han vivido absortos ante la malicia picaresca del que tenía una explicación para todo, y buscaba su ruta clara, entre las tinieblas. Yo me inclino, a título personal, ante la figura colombianísima, que nació en Barichara cuando el tormentoso siglo XIX tenía un cuarto de recorrido y murió en la Ferrería de Pacho al iniciarse la vigésima centuria. Pero, claro, es una cuestión de gustos, de sentimientos, de afectos, que se atan más por las condiciones del carácter de los hombres que por su inteligencia. Que la Providencia nos vuelva a dar algunos hombres como Aquileo Parra, y tal vez que nos preserve de los caminos tortuosos de otras regeneraciones. Esos serían mis más íntimos votos para el porvenir de Colombia.


Pie de página

1Véase el libro de Rodríguez Piñeres, sobre las luchas de Parra contra los belicistas, encabezados por Uribe Uribe, titulado Diez años de política liberal.
2Sobre la guerra del 76 y su carácter religioso, vale la pena leer a Tomás Carrasquilla, en Luterito, y los trabajos del Padre Casafús contra la demagogia cristera (Obras completas de Tomás Carrasquilla).