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Revista de Economía Institucional
versión impresa ISSN 0124-5996
Rev.econ.inst. vol.16 no.31 Bogotá jul./dic. 2014
DEBATE SOBRE EL CESARISMO DEMOCRÁTICO*
Eduardo Santos
Laureano Vallenilla Lanz
* Fecha de recepción: 2 de octubre de 2014, fecha de aceptación: 29 de octubre de 2014.
Sugerencia de citación: Santos M., E. y Laureano Vallenilla L., "Debate sobre el cesarismo democrático", Revista de Economía Institucional 16, 31, 2014, pp. 313-330.
CESARISMO DEMOCRÁTICO1
Eduardo Santos
Prologada por don Antonio Gómez Restrepo, acaba de llegarnos de Venezuela una obra singular, salida de la pluma, muy inteligente y muy docta, de Laureano Vallenilla Lanz, y cuyo título y pie de imprenta acaso nos relevaran de todo comentario. El libro se llama Cesarismo Democrático, y está impreso en Caracas.
El libro tiene un epígrafe, con el cual su autor quiso escudarse, de antemano, ante los ataques que la tesis por él sustentada deberían necesariamente traerle, no tanto en su propio país como en el exterior: "No hay en el mundo razón ninguna tan poderosa que impida a un hombre de ciencia decir la verdad". El epígrafe es bueno, y la firma que lo autoriza, que es la de Renan, completa el alcance que se le quiso dar.
Porque Renan hizo el férvido elogio del buen tirano. Según él, ninguna forma de gobierno sería superior a la de una democracia gobernada por un solo hombre. Por un hombre bueno y sabio, que sin congresos, sin ministros, sin trabas ningunas se dedicara a hacer la felicidad de su pueblo. Este elogio, es cierto, lo escribió Renan cuando evolucionó hacia el Imperio liberal, y fue el mismo, poco más o menos, que sirvió a Émile Ollivier y a Prévost-Paradol para abandonar a los republicanos y acercarse a las Tullerías. El César democrático de Vallenilla Lanz, es sin duda un remedo del buen tirano de Renan.
Quisiéramos separar la tesis sustentada por Vallenilla Lanz del lugar y la época en que el libro fue escrito, mas esto resulta imposible; aquélla es producto directo del medio y del momento. Tenemos pues que referirnos a ambas cosas.
El señor Vallenilla hace la historia de Venezuela, de sus luchas y de sus hombres, y cada episodio de la vida de aquella República le sirve para comprobar cómo, ayer y hoy y mañana, el "caudillo ha representado una necesidad social". Al iniciarse la guerra de independencia surge Bolívar, único hombre capaz de dominar a los demás caudillos y llevar adelante la lucha; después de la batalla de Carabobo, se impone Páez, único también capaz de contener a las turbulentas hordas de llaneros, y luego, los Monagas, Falcón, Guzmán Blanco, Crespo, cada uno en su hora precisa y con su misión providencial, para culminar -no lo dice el autor pero la deducción se impone- en el César actual que preside desde Maracay los destinos de Venezuela.
La necesidad y la conveniencia del César está demostrada en el libro de Vallenilla Lanz con abundantes y doctas citas: Renan, Spencer, Robert Michels, Bouglé, O'Leary, el historiador Restrepo, todos concurren a ayudar al distinguido historiador venezolano a comprobar su tesis de que en esta América el cesarismo es la única forma posible de gobierno.
No vaya a creerse que lo de democrático, que se añade al cesarismo, consiste en que en esta clase de gobierno se apliquen las fórmulas usuales de la democracia. No: este cesarismo se llama democrático porque cualquier hijo del pueblo, por humilde e ignorante, puede llegar a ser el César; o, mejor, que precisamente las clases más bajas de la sociedad son la madera de los césares. Páez apenas sabía leer cuando triunfó en Carabobo; Crespo nunca supo de "ideologías", que decía Napoleón; el general Gómez no es precisamente un letrado. El César democrático, no es, pues, sino el tirano de origen humilde... Es la selección por lo bajo. Es la selección que produjo al doctor Francia y a Estrada Cabrera.
"El gendarme necesario" se llama el capítulo en que Vallenilla Lanz resume las conclusiones de su obra. Veamos algunas de estas conclusiones:
"Asegurada la independencia, la preservación social no podía encomendarse a las leyes sino a los caudillos prestigiosos". "Pretender sustituir el prestigio personal del caudillo, única institución posible en nuestro pueblo, único resorte poderoso de orden social, con el prestigio impersonal de la ley, de leyes que no correspondían a condiciones de hechos ni a las modalidades propias del ambiente, ni estaban en las costumbres nacionales, fue el colmo de la imprevisión y del empirismo". "El César democrático, como lo observó en Francia un espíritu muy sagaz, Laboulaye, es siempre el representante y el regulador de la soberanía popular. Él es la democracia personificada, la nación hecha hombre". (Laboulaye escribía bajo Napoleón III...).
Con estas citas -y de postulados por el estilo está lleno el libro- basta para dar al lector una idea de las tendencias que guían a su autor.
No sería sin duda hidalgo hacer reflexiones sobre el valor que un libro escrito en estas condiciones pueda tener, ni sobre el alcance que a semejantes teorías, emitidas hoy en Venezuela, se les debe dar. Pero no es posible tampoco dejar que pasen en silencio estas apologías del cesarismo americano, cuando sobre el Continente no queda ya sino un César; derribado como fue Estrada Cabrera, el otro, después de veintidós años de cesarismo democrático.
Vallenilla Lanz justifica la necesidad del cesarismo en Venezuela, precisamente por la altivez e insumisión del pueblo venezolano. "Aquel pueblo -el venezolano-, dice Vallenilla Lanz, no era de ningún modo semejante a las indiadas sumisas de la Nueva Granada, del Ecuador y de Bolivia". Esto quiere decir, hablando en buen romance, que los gobiernos constitucionales no son posibles sino con indiadas sumisas. Los pueblos altivos necesitan tiranos... Paradoja inofensiva y absurda, que sería cruel comentar.
Quédese para Venezuela -para la Venezuela oficial, no para la gloriosa hermana muerta- este libro, que haría muy poco honor a una democracia efectiva; quédense estos ensayos de cesarismo para otros pueblos, que el nuestro -el más independiente, el más digno de la América- sí ha sabido demostrar cómo no obraron con imprevisión ni con empirismo lo fundadores de nuestra nacionalidad, que se apresuraron a sustituir el prestigio personal del caudillo, con el prestigio impersonal de la ley, a cuyo amparo vamos progresando lentamente, pobres quizá, pero orgullosamente libres, sin trabas que se opongan a todas las actividades del espíritu, sin Césares ni caudillos a quienes ensalzar ni temer, gozando de todas las garantías y de todos los derechos, sin que sobre nuestra cabeza haya otra autoridad que la de la ley, igual para todos.
Afortunadamente el cesarismo de todos los matices, que en el fondo es uno mismo, va siendo ya cosa del pasado. Los pocos casos que, como excepciones, aún subsisten en esta hora de liberación mundial, están destinados a desaparecer rápidamente.
CESARISMO DEMOCRÁTICO Y CESARISMO TEOCRÁTICO2
Laureano Vallenilla Lanz
Muy airado se me viene encima el eminente escritor colombiano, doctor Eduardo Santos, desde las columnas de su periódico El Tiempo, de Bogotá, con motivo de mi libro Cesarismo Democrático.
Francamente que me ha sorprendido el juicio crítico del distinguido publicista, que es más propiamente un ataque personal absolutamente inexplicable y una diatriba muy poco velada contra el actual régimen político de Venezuela.
El señor doctor Santos comenta y critica todo lo que en el libro se refiere a Venezuela, pero no dice una palabra sobre lo referente a Colombia. Para él parece que no ha existido el "Cesarismo Teocrático" implantado por el doctor Núñez, y asienta que su país es el más libre, el más digno, el más republicano de toda la América.
Yo no he escrito ese libro para criticar a Colombia ni a ningún otro pueblo hispanoamericano. Apunto los hechos; a ellos me atengo con un criterio esencialmente positivista, y "si la verdad escandaliza, que se produzca el escándalo, pero que la verdad sea dicha".
Entre mis convicciones de historiador y de sociólogo y mis convicciones políticas, no hay discrepancia de ningún género. Yo soy en el libro el mismo hombre que en la prensa, en la plaza pública y en el Congreso. Sostengo el régimen actual de Venezuela, porque estoy plenamente convencido por los resultados, de que es el único que conviene a nuestra evolución normal; porque es el que, imponiendo y sosteniendo la paz a todo trance, está preparando al país para llenar ampliamente las dos grandes necesidades de todas estas democracias incipientes, con enormes desiertos y con poblaciones escasas y heterogéneas que carecen todavía de hábitos, de ideas y de aptitudes para cumplir los avanzados principios estampados en nuestras constituciones escritas: inmigración europea y norteamericana (gente blanca) y oro, mucho oro para explotar nuestra riqueza y hacer efectiva la unidad nacional por el desarrollo del comercio, de las industrias y de las vías de comunicación. Y esto no se obtiene con tarasconadas ni con prensa libérrima para insultar al gobierno, ni con discursos incendiarios, ni con la absoluta preponderancia de la Iglesia Católica. En España existe todo eso hace muchos años, y -¡todavía! "África comienza en los Pirineos"- y los hombres pensadores de la Madre Patria están clamando por la "europeización". Si Colombia, bajo ese régimen tan semejante al de la Madre Patria y que a ellos se les antoja perfecto, estuviera a la altura de la Argentina o del Uruguay, nos convenceríamos de que ellos están más avanzados que nosotros. Las palabras del Libertador debieran estar grabadas en el cerebro de todos los hombres políticos de Hispanoamérica; el discurso de Angostura debiera ser el credo constitucional de todas estas democracias en agraz.
El doctor Santos no se da cuenta, en medio de su inexplicable exaltación, de que cualesquiera que sean las circunstancias en que se publica mi libro, sus conclusiones cuadran a todos los regímenes que han tenido Venezuela y otros pueblos de América, desde la Independencia hasta hoy, sostenidos por todos los partidos. Si esos son los hechos, ¿por qué ocultarlos para seguir viviendo en la ilusión y en la mentira? "No hay gobierno estable sin pueblo a la espalda, pensando como el gobierno mismo, sintiendo y procediendo como él". D'Auriac acaba de escribir que todo gobierno es tácita o explícitamente representativo. Si en Venezuela existe el caudillo -y existirá hasta que el medio social y económico se modifique-, en Colombia, mientras no suceda lo mismo, preponderará la Iglesia Católica como el más poderoso y eficaz fundamento del orden social; y la prensa, libérrima para insultar al gobierno, no se atreverá jamás a escribir ni un solo suelto de crónica contra el cura más humilde de la más apartada parroquia sin incurrir en la excomunión. ¿Y quién tiene la culpa de eso, allá y aquí? Las cosas son como son y no como los ideólogos quisieran que fuesen. A diferentes medios geográficos, étnicos y económicos corresponden necesariamente diferentes regímenes de gobierno. Lo demás es situarse en los tiempos del abate Mably, "cuando se consideraban las instituciones políticas como moldes de fabricar pueblos". Yo preguntaría al doctor Santos: ¿quién eligió Presidente de la República al doctor Suárez? Su candidatura, a menos que la prensa liberal haya mentido, fue recomendada, o impuesta, no solamente por los Obispos de Colombia, sino por el Nuncio de Su Santidad; y como herejes fueron calificados y tratados los partidarios de Guillermo Valencia. Cosa inaudita para los venezolanos, porque ni a nuestro clero ni mucho menos al representante de la Santa Sede se les ha ocurrido jamás inmiscuirse en nuestros asuntos internos. Y esto no es nuevo. Cuando el Arzobispo de Caracas, Dr. Ramón Ignacio Méndez, se negó a jurar la Constitución de 1830, arrastrando en su rebelión a los obispos de Trícala y Jericó (obispos in partibus, gobernadores de las Diócesis de Mérida y Guayana), el gobierno los extrañó del territorio; y se trataba nada menos que de dos próceres de la Independencia: Méndez y Talavera. El llanero Páez lanzó entonces un concepto, que vale más que toda la Ley de Patronato Eclesiástico:
-"Usted, compadre- le dijo al doctor Méndez-, está en un error, porque usted no ha dejado de ser ciudadano por más que sea Arzobispo".
Si yo analizo fríamente, científicamente, las bases de nuestra Constitución efectiva, ¿por qué el doctor Santos no hace lo mismo con la de su país? ¿Por qué no me discute y me comprueba que el régimen gubernativo de Colombia no es en su esencia el teocrático, por imposición del medio geográfico, como es individualista el de Venezuela, por la misma razón? ¿Es incierta o aventurada mi afirmación de que el doctor Núñez, ateo, materialista, spenceriano, se alió al Arzobispo Paúl para acabar con la anarquía parroquial y caciquista, legalizada por la Constitución de Rionegro? A eso ha debido reducirse la crítica del doctor Santos y no a lanzar diatribas contra el gobierno de Venezuela y contra mí, tergiversando mis conceptos, lo cual es una falta de lealtad imperdonable en un hombre de su capacidad y de su buen juicio.
No creí yo al doctor Santos tan panglossiano como la gran mayoría de sus colegas: "El pueblo de Colombia es el más ilustrado, el más libre, el más digno de toda la América". Y yo pregunto: ¿Quién es el pueblo de Colombia? ¿Serán las cien familias que desde la Independencia vienen figurando en el Gobierno, constituyendo las dos oligarquías que se han discutido el poder, llamándose liberales y conservadores? Todos los colombianos se envanecen diciendo que sus gobernantes han sido siempre los letrados; y yo pregunto también: sus poetas, sus gramáticos, sus escritores, sus oradores insignes ¿supieron consolidar la unidad nacional? En cien años de Independencia, ¿no han tenido tantas guerras como nosotros? Sus finanzas ¿han estado jamás en mejor situación que las nuestras? Sus vías de comunicación ¿se han multiplicado acaso? Y sobre todo, su pueblo, es decir, la masa, la gran masa, ¿ha sacudido definitivamente la modorra colonial, lanzando sus exponentes a las altas esferas sociales y políticas? Que me señalen siquiera una docena de hombres surgidos de las bajas clases populares que hayan sido en Colombia Presidentes, Ministros, Diplomáticos, etc. Y si los hubiera habido en cien años, no harían sino confirmar la existencia de un régimen oligárquico, aristocrático, hermético, apoyado en el clero o cayendo en la anarquía y en la dictadura, cuando han tratado de destruirlo. ¿Dónde está, entonces, esa democracia selectiva de que tanto se envanecen los colombianos? Hasta hombres eminentes, escritores ilustres que aquí hemos conocido, no han llegado, ni llegarán jamás, a ocupar determinadas posiciones, porque no son de buena familia. Me replicarán con la condición humilde del doctor Suárez, y ¿no se la están enrostrando constantemente, irrespetando a ese venerable anciano, a ese pensador ilustre que tanto honor hace a su patria?
Cosa distinta ha sucedido en Venezuela, donde nadie podrá negar, porque los hechos están a la vista, que al mismo tiempo que exponentes políticos, nuestro pueblo ha lanzado a la superficie social, engrosando las clases dirigentes, elementos intelectuales de primer orden y de ningún modo inferiores a los de cualquier otro pueblo de América. Desde la Independencia hasta hoy han surgido hasta de las más bajas capas populares un gran número de escritores, periodistas, oradores, literatos, poetas, médicos, abogados, ingenieros, sacerdotes eminentes, que han venido de abajo, de muy abajo, dando más lustre a la patria que la mayoría de los señoritos de buena familia, incapaces de cerrar el paso a esos hijos legítimos de nuestra democracia informe y turbulenta, pero vibrante del mismo coraje que realizó las grandes hazañas de la Emancipación hispanoamericana... Fresco, como hecho de ayer, está el retrato trazado por el historiador español Don Mariano Torrente, cuando dijo que Venezuela había producido "los hombres más políticos y osados, los más emprendedores y esforzados, los más viciosos e intrigantes, y los más distinguidos por el precoz desarrollo de sus facultades intelectuales. La viveza de estos naturales compite con su voluptuosidad, el genio con la travesura, el disimulo con la astucia, el vigor de la pluma con la precisión de los conceptos, el estímulo de la gloria con la ambición de mando, y la sagacidad con la malicia". Algunos tonos de sombra un poco fuertes tiene el retrato, pero nadie podrá negarle el parecido.
El doctor Santos no ha leído o no ha querido leer mi libro, desde luego que me atribuye un criterio providencialista del que carezco en absoluto. Si yo fuese colombiano, ya habrían caído sobre mi pobre humanidad, desde hace mucho tiempo, todas las excomuniones posibles.
También quiere enseñarme el escritor lo que es democracia, cuando yo niego, francamente, que nuestro pueblo sea aún demócrata en la acepción científica del vocablo. Aquí no ha habido hasta hoy, por causas que se hallan analizadas en el libro, sino una selección au rebours y soy el primero que lo ha dicho: "La rebelión que comenzó como un juego de niños, dirigida por las manos finamente enguantadas del Marqués del Toro, viene a terminar sobre una gran charca de sangre y un inmenso montón de ruinas, como un potro cerril bajo la mano áspera y brutal del llanero Páez. Desde entonces la pirámide quedó definitivamente invertida" (p. 298). Entonces, ¿qué pretende enseñarme a mí el doctor Eduardo Santos? La evolución ha sido allá distinta. Es la colonia pura y limpia la que ha evolucionado con una lentitud desesperante, y me atengo al testimonio de los hombres más eminentes de Colombia: al del doctor Carlos Restrepo, por ejemplo, que así acaba de afirmarlo con gran escándalo de los panglossianos.
El doctor Santos, como Max Grillo, me provoca a sostener polémica de insultos; ambos pretenden que yo sienta, como la mayoría de los liberales colombianos, esa fobia que les arrastra constantemente a insultar a Venezuela. ¡No! Yo no siento ni odio ni prevención contra la antigua Nueva Granada. Admiro, por el contrario, a sus grandes hombres, sin distinción de partidos; constantemente estoy leyendo libros y periódicos colombianos; soy quizá, y sin quizá, el venezolano que más ha procurado estudiar su evolución y su historia; y cuento con la amistad de muchos de sus hombres notables, que no pueden verse entre sí. De colombianos he recibido los más entusiastas aplausos por mis modestas labores intelectuales y el doctor es uno de ellos.
La tarea a que quieren conducirme esos señores sería para mí facilísima. Me bastaría copiar, sin más comentarios, todos los insultos que se han prodigado los unos a los otros; los ultrajes sin tasa ni medida que se han lanzado todos los partidos, y desgraciadamente no quedaría en Colombia, desde la Independencia hasta hoy, una sola reputación en pie, un solo gobernante patriota y honrado, ni un solo hombre público que no fuera a lo menos un ladrón, un criminal y un traidor. ¡Ventajas inapreciables de la libertad absoluta de la prensa!
Pero la serenidad de criterio, la ausencia de prejuicios y de pasiones a que he llegado a fuerza de estudio y de observación ("Usted tiene la grandísima ventaja -me decía una vez Pérez Triana en carta que conservo- de ver y juzgar todas las cosas políticas en historien") me alejan de ese ambiente en que toda curiosidad científica desaparece. Yo no concibo al bacteriólogo que odie a unos microbios y sienta amor por otros... Hay que estudiarlos, analizarlos, seguirlos en su evolución, sin otra pasión, sin otro interés que los de extraer de la observación toda la utilidad posible en bien de la humanidad; y es también ésta la misión del historiador y del sociólogo.
Estudiemos nuestras sociedades a la luz de la ciencia y no a la del dogmatismo político. Desgraciadamente la educación católica de los colombianos les impide todavía seguir las huellas de Samper o de Rafael Núñez. Allá el dogmatismo político se confunde con el dogmatismo religioso y ya lo observó ahora poco el eminente periodista inglés Cunninghame Graham en artículo publicado en El Nuevo Tiempo, tomado de The Daily Gleaner, de Kingston: "Para que Colombia se desarrolle y entre de lleno en el camino de la civilización, se hace preciso que los asuntos políticos y religiosos queden completamente separados". Hasta los jacobinos de Rionegro no fueron sino dogmáticos o fanáticos al revés.
El doctor Santos se manifiesta mortificado por tener que juzgar mi libro de acuerdo con el medio y el momento en que ha sido escrito. ¿Y de qué otra manera se puede juzgar a conciencia una obra literaria conforme a los métodos modernos? ¿Se olvidó, acaso, el eminente publicista colombiano de la Introducción a la historia de la literatura inglesa de Taine? ¿Por qué, entonces, esas disculpas que nadie le está pidiendo? Juzgue mi libro aplicando la teoría de herencia, medio y momento y lo hará mucho mejor que indignándose con mis conclusiones, para exhibirse ante sus compatriotas y copartidarios, por necesidad de política doméstica y oportunista, muy explicable, como el más fiel guardador del sacro fuego republicano: algo así como una vestal de levita y sombrero de copa. No se preocupe el doctor Santos. En mi libro encontrará, si lo lee sin prevenciones y sin dogmatismos enciclopedistas, todos los elementos necesarios para hacer un juicio exacto de acuerdo con la teoría tainiana. Y verá, que si en Venezuela, durante todo el periodo de nuestra vida nacional, la herencia, el medio, y el momento han determinado la preponderancia y el reconocimiento del Jefe Único, como la base primordial del orden social y de la fusión de la nacionalidad por la unificación de los elementos dispersos que nos dejó en herencia la colonia y más tarde la guerra de la Independencia, allá, en la antigua Nueva Granada, por las mismas causas de herencia, medio y momento, ha sido el régimen teocrático el único resorte eficaz que mantiene el orden, el apoyo más poderoso con que cuenta el Estado: el único poder unificador. La historia de Colombia comprueba que cuando el radicalismo inconsciente trató de arruinar ese poder conservador, se desató sobre aquella tierra la más espantosa anarquía, el desorden más absoluto, confesado y lamentado por los hombres más eminentes del partido liberal; y sólo pudo volver a su marcha ordenada cuando el doctor Núñez reaccionó en favor de aquel poder representado por el Arzobispo de Bogotá, que constituía entonces, en medio del desastre, la única cabeza visible de la unidad nacional.
Yo no pretendo dar recetas de política; lo que sí aseguro es que la sociedad tiene, antes que todo, el derecho de vivir; que no vive sino en un ambiente de orden y de regularidad y que todo pueblo genera, de acuerdo con su idiosincrasia, el poder capaz de crear y mantener aquel ambiente. Aquí es la preponderancia de un hombre representativo -el abreviado de Spencer-, llámelo el doctor Santos tirano, déspota, autócrata caudillo, cuestión sólo de nombre; en Colombia es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, unida estrechamente al gobierno, pero más fuerte, más influyente, más identificada con el pueblo que el gobierno mismo, porque los instintos políticos del pueblo colombiano son teocráticos; y yo continuaré afirmándolo mientras el estado social y político de Colombia no varíe, y Su Señoría Ilustrísima el Arzobispo de Bogotá no deje de ser como hasta ahora el gran elector de la República. Comprueben lo contrario; pero, eso sí, despojándose de esa iracundia, de esa procacidad que les es característica, de esa venezolanofobia; mojando la pluma en el tintero y no en el hígado.
El doctor Santos hace muy bien en no pretender "separar mi tesis del lugar y la época en que fue escrita", porque nada lo autoriza a hacer esa separación; y nunca ha estado más en razón que cuando afirma que mi tesis "es producto directo del medio y del momento". Por eso es mi libro, un libro de verdad y de sinceridad. Yo compruebo, con la historia en la mano, que el caudillo ha representado entre nosotros "una necesidad social"; pero procede de mala fe el doctor Santos al atribuirme el concepto de que esa constitución es inmutable. Yo creo firmemente en las leyes de la evolución; creo que las sociedades son organismos en un todo asimilables a los organismos animales y sometidos a leyes análogas; creo que las constituciones no son obras artificiales; creo que ellas se hacen por sí solas, porque no son sino expresiones de un estado social y por consiguiente cambiantes como la sociedad misma.
Yo lo digo claramente en las páginas 256 y 257 de ese libro que el escritor colombiano ha tenido la peregrina ocurrencia de condenar sin haberlo leído:
Por lo demás, es bien sabido que ningún sistema de gobierno, ninguna constitución puede ser permanente e inmutable. Todos son transitorios, cambiantes como la sociedad misma, sometida de igual modo que todo organismo a las leyes de la evolución. Un investigador tan serio y tan justo como Taine, ha demostrado que muchas de las cosas que en el sistema democrático se consideran como ciertas y definitivamente establecidas, no tienen sino el carácter de una experiencia y de un ensayo.
El caudillismo disgregativo y anárquico que surgió en la guerra de la Independencia y que el Libertador dominó y utilizó en favor de la emancipación de Hispanoamérica, estableciendo desde entonces en Venezuela lo que han llamado los sociólogos solidaridad mecánica por el engranaje y subordinación de los pequeños caudillos en torno al caudillo central representante de la unidad nacional, y fundada en el compromiso individual, en la lealtad del hombre al hombre, no se transforma sino muy lentamente en solidaridad orgánica, cuando el desarrollo de todos los factores que constituyen el progreso moderno vaya imponiendo al organismo nacional nuevas condiciones de existencia y por consiguiente nuevas formas de derecho político.
Modificando el medio social por el desarrollo económico, por la multiplicación de las carreteras y de las vías férreas, por el saneamiento, por la inmigración de gente europea, es decir, haciendo lo que se está haciendo en Venezuela desde hace doce años al amparo de un gobierno fuerte, dirigido por un hombre de estado, por un patriota consciente de sus deberes, quien como otros grandes caudillos de América representa la encarnación misma del poder y mantiene la paz, el orden, la regularidad administrativa, el crédito interior y exterior, estamos preparando el país para llegar a la situación en que se hallan hoy otros pueblos de nuestra misma estructura geográfica, los cuales, atravesando las mismas vicisitudes y sometidos también a regímenes absolutamente semejantes a los nuestros, han encontrado al fin el camino que los va conduciendo a la práctica de los principios democráticos escritos en las constituciones desde los primeros días de su vida independiente. Sí, señor. Yo creo, como Renan y como el Libertador, en el "buen tirano"; y lo digo no veladamente ni con eufemismos impropios de mi carácter; y bien convencido estoy, como el gran filósofo francés, de que "Calibán, en el fondo, nos presta mayores servicios que Próspero, apoyado por los jesuitas y por los zuavos pontificios".
SOBRE LAS TEORÍAS DEL SEÑOR VALLENILLA LANZ3
Eduardo Santos
El verdadero objeto del mundo es el desarrollo del espíritu, y la primera condición para el desarrollo del espíritu, es la libertad.
Ernesto Renan
La situación de Venezuela, en donde lo que el señor Vallenilla Lanz llama "el buen tirano'' ha suprimido desde hace muchos años y de modo radical, la expresión de toda opinión adversa al régimen político existente, ha dividido a la intelectualidad venezolana en dos bandos bien caracterizados: unos, que fuera de la patria protestan airados, y hacen de su prosa encendida un instrumento de venganza; y otros que, resignados a no ejercer derecho alguno de crítica, y comprando las garantías necesarias con la sumisión y el elogio, se dedican dentro de su país a cultivar su inteligencia, recorriendo complacidos los campos neutrales del buen estilo, de la erudición literaria o histórica, del pensamiento sutil y refinado, que se nutre en fuentes europeas y cierra los ojos a todas las tristezas y a todas las dolencias actuales para refugiarse en temas que no ofrezcan peligro. De ahí el cultivo de la historia, que cuenta en Venezuela con verdaderos maestros; de ahí ese deseo de vivir en el pasado o en el futuro, para huir del doloroso presente, y si a éste es preciso llegar, escritores de tanto talento y de tan admirable preparación intelectual como el señor Vallenilla Lanz, lo hacen abordándolo por sobre paradojas de sociología violentada; convirtiendo en teoría lo que es un hecho brutal, tejiendo con su prosa erudita una doctrina filosófica que encubra la desnudez del machete, como esa del "Cesarismo Democrático" del señor Vallenilla Lanz, nueva forma del elogio, tentativa interesante para dar pensamiento y razón a la fuerza ciega de los guerreros andinos.
¿Cómo discutir con los intelectuales venezolanos la situación de su patria? Colocados por hechos implacables en los extremos opuestos, un escritor imparcial que quiera conocer la verdad o aprisionar siquiera uno de sus aspectos fugitivos, no hallará en ellos sino la voz trémula del turiferario, de un lado y del otro, el grito ronco del odio, la pasión de la víctima que pide más que justicia, venganza. El señor Vallenilla, refiriéndose a la actual situación de su país, habla, entusiasmado, de su "Gobierno fuerte, presidido por un hombre de Estado, por un patriota consciente de sus deberes"... El señor Bruzual López, desde su destierro de Nueva York, nos envía su airada protesta "contra esa odiosa dictadura de alpargata que hoy soporta la desdichada Venezuela". Y sería en vano buscar entre estos dos opuestos conceptos algún término medio. Quizá el criterio de aproximada verdad lo daría solo el silencio de los escritores que yacen en las oscuras cárceles de Caracas o en el Castillo de San Carlos.
¿Cómo podría un escritor imparcial y sereno discutir con esos intelectuales la situación de su patria, si los unos no pueden verla sino con ojos de sacrificados, desde el destierro, o con el recuerdo del atropello vivo en sus mentes; y los otros con alma de apologistas sistemáticos, que tienen en el ditirambo y el aplauso sus únicas garantías eficaces, y que no desean dejar esos refugios para ir tras de la verdad o el derecho?
Por nuestra parte, nos parecería esa polémica inútil y hasta poco hidalga. Nosotros podríamos, discutiendo con el señor Vallenilla Lanz, analizar sin peligro alguno lo que en nuestro país sucede, reconocer faltas y errores, presentar como descargo la intensa lucha por alcanzar los remedios necesarios. Él no podría hacer otro tanto. A nuestra sinceridad no podría oponer sino el cuidado de la propia seguridad. Por esto no creemos posible polémica alguna, y ya desde la primera vez que contestamos los párrafos que el telégrafo transmitió del larguísimo estudio suyo dirigido "Al Director de El Tiempo de Bogotá", hicimos resaltar lo imposible de un debate entre escritores colocados en tan diversas condiciones. Podríamos sólo dedicarnos a hacer tétricos cuadros de lo que en casa del adversario sucede. Para ello un escritor hábil encontraría colores suficientes en la situación actual de nuestras respectivas nacionalidades, y en la imposibilidad de llegar a un acuerdo -pues aun cuando en nuestra parte reconociéramos la ineficacia de nuestra lenta burocracia, y el atraso de nuestra legislación, no podríamos esperar que el escritor venezolano reconociera también el horror de la tiranía personal- se convertiría el debate en una ruda pugna de acusaciones, que no vale la pena y que sería perjudicial para pueblos que deben buscar todo lo que los unía y tratar de eliminar cuanto los separe.
Pero quizá el artículo citado, al que El Diario Nacional reproduciéndole integro, ha hecho conocer profusamente entre nosotros, dé motivo a unas cuantas consideraciones no escasas de interés. El señor Vallenilla Lanz, escritor de primer orden, espíritu cultivadísimo, sabe presentar sus ideas en forma sugestiva y de rara elegancia: encubre lo que para nosotros son malsanos errores, con el manto de una prosa tan elegante como sabia, y hace en lo que a nosotros se refiere, afirmaciones totalmente reñidas con la realidad, que conviene no dejar pasar sin algún comentario. Lo intentaremos a la ligera, con esta brevedad obligada que impone el diarismo de combate y concretándonos sólo a ese artículo, dejando de lado por hoy el libro del señor Vallenilla que al lado de teorías imposibles de aceptar tiene capítulos admirables por la erudición, el pensamiento y el estilo y que hemos leído con interés y con provecho. Queremos hoy limitarnos a lo que en su artículo de El Nuevo Diario, dice él sobre Colombia.
El señor Vallenilla Lanz, que de manera muy gentil proclama su interés por las cosas colombianas, y confiesa ser el venezolano que más ha procurado estudiar nuestra evolución y nuestra historia... no nos conoce. Habla de que nos ha dominado y domina una casta de aristócratas; de que los hombres de las clases populares rara vez suben aquí a las alturas, no sirviéndole las pocas excepciones de que tiene noticia sino "para confirmar la existencia de un régimen oligárquico, aristocrático, hermético...".
¿En dónde habrá estudiado el señor Vallenilla Lanz nuestra evolución y nuestra historia? Para contestarle, bastaría pasar la vista por el pasado y el presente. En todos los campos se hallarán hombres que han triunfado por su solo esfuerzo, por sus méritos propios, que no son "señoritos de buenas familias", sino hijos de sus obras y de sus merecimientos. No sería delicado citar nombres, que acuden a los labios de todos, pero el hecho evidente es que si existe algún país en donde estén todos los caminos abiertos al mérito y a la capacidad, es Colombia. Los pomposos nombres de viejos linajes suelen ir cayendo en el olvido, y vemos subir a las alturas, a todas las alturas, en la política, en el gobierno, en la sociedad, en las letras y las artes, en las finanzas y la milicia, a hombres que son los primeros de su dinastía, y que casi siempre son los últimos, porque desgraciadamente no son hereditarios ni el talento ni la virtud.
Pero no admitimos en esas alturas al hombre que quiere llegar sólo por el azar de un golpe afortunado. El origen humilde es entre nosotros una fuerza, y lastimosamente nos calumnia el señor Valle-nilla al decir que alguien en Colombia lo enrostra, a quien sobre él ha edificado el edificio sólido de su propio valer; es una fuerza, pero siempre que sirva de fondo a una obra positiva, de noble alcance. No pedimos ejecutorias de nobleza, pero sí méritos auténticos. Un Melo no hubiera prosperado entre nosotros, así fueran sus abuelos de sangre real; un hijo del pueblo puede aspirar a lo más alto, si lo busca por los caminos de la inteligencia, del saber, de la probidad, del carácter.
Ricardo Becerra, colombiano ilustre que vivió largos años en Venezuela, y que dejó en nuestra patria vasto renombre, como orador elocuentísimo y como literato y pensador de singular valía, en uno de sus últimos escritos, fechado en Puerto España en mayo de 1901, decía sobre esto frases definitivas, por el vigor y la exactitud, que mejor que otra alguna condensan nuestro pensamiento. Léalas el señor Vallenilla y aprenderá a conocernos:
No, nuestros partidos políticos incipientes, ineducados, si se quiere, y demasiado propensos a la cólera, no son de ordinario y deliberadamente bandos de atridas que se entretienen en oprimirse el uno al otro mientras cobran fuerzas para volver a devorarse.
Nosotros no hemos conocido tiranías como la de un doctor Francia, de un Rosas, de un Melgarejo y de un Barrios ni despotismos continuados como el de Guzmán Blanco. Cipriano Castro sería planta que no arraigaría ni por un momento en nuestro suelo. Compartimos con Chile el honor y la cordura de haber sacado nuestros gobernantes de las clases sociales educadas. No nos hemos dado jamás a un guapo vulgar. Todos nuestros Presidentes han pasado por la escuela y por la universidad, todos, sin excepción de uno solo. Nuestro bastón presidencial no anda en las maletas de los soldados de fortuna. Es así como nos hemos dado el lujo, y lo sostendremos, de sentar bajo el solio presidencial a estadistas de la talla de un Santander, a legistas y jurisconsultos eminentes como Márquez y Zaldúa, a ilustraciones militares y civiles como Herrán, a patriotas tan ardientes y tan puros como López, a Ospina, tipo del sentido legal intenso y firme, que compartía las tareas de la presidencia con las de la enseñanza universitaria, a Mallarino, una de las glorias de nuestra tribuna, a reformadores y caudillos de causa como Mosquera y Núñez, a políticos y jefes de partido de tanta autoridad y peso como Murillo y Hol-guín, a guerreros ciudadanos, provistos además de títulos académicos como Gutiérrez y Trujillo, a Santiago Pérez, institutor, poeta y periodista de gran fuerza, a Salgar cuya genial caballerosidad fue su mejor musa política, a Parra administrador integérrimo, a escritores moralistas y literatos de reputación continental como Caro y Marroquín, a Sanclemente, modelo de probidad y abogado de antigua reputación. El mismo Obando fue elevado al solio por el prestigio trágico, que tanto lo asemejara a un Edipo.
Nuestras principales condiciones etnográficas, así como la de nuestra estructura física interior, nos preservan igualmente de caer bajo el yugo de una opresión organizada o a los pies de un caudillo voluntarioso. De los cinco millones de almas que pueblan nuestro territorio, cuatro por lo menos pertenecen a la raza que siempre fue dueña de sí misma, los hombres que descubrieron, conquistaron y colonizaron la tierra hoy colombiana fueron los más de ellos hombres civiles antes que de espada, licenciados, literatos escribanos cuando menos, y algunos de las clases más altas de la metrópoli. El jefe de la Conquista, Gonzalo Jiménez de Quesada, fue hombre capaz de escribir como César las hazañas que él y sus tenientes ejecutaron como soldados. Venero de Leiva, el primer Presidente del Nuevo Reino, fue en su tiempo un gran administrador. Está en nuestra índole, como lo advirtió Ancízar, preguntar por la razón de las cosas y no tragar entero ni aun en materia de fe. Nuestra obediencia es reflexiva, condición que si nos expone a la anarquía nos preserva de la servidumbre.
Nuestro bastón presidencial no anda en las maletas de los soldados de fortuna... He ahí la síntesis de nuestra idiosincrasia, genuinamente democrática. Ese viejo residuo feudal que daba los pueblos y los reinos a quienes los dominaran con su lanza o los sometieran con la espada, no subsiste entre nosotros. Si subsistiera, no podría decirse, como ya lo dijo el señor Suárez, que nuestra tierra es estéril para el despotismo. Aquí "los señoritos de buena familia" no cierran el paso a los "hijos legítimos de nuestra democracia", como lo cree el señor Vallenilla Lanz; al contrario, en la carrera hacia el porvenir, son esos señoritos los que suelen quedar retrasados y vencidos, pero ellos, y los colombianos todos, sin excepción, sí sabrían cerrar el paso al soldado que locamente quisiera poner su sable sobre las libertades públicas y los derechos ciudadanos.
¿Pero el sistema mismo? El señor Vallenilla Lanz, en frases inteligentes y aceradas, nos echa en cara nuestro atraso, nuestras deficiencias, nuestras faltas, y a todo ello opone el Cesarismo democrático de sus ventajas; sostiene que es ese régimen el único que conviene a la evolución nacional de su patria, el único que, imponiendo la paz, prepara al país para llenar su misión, para atraer la inmigración de oro y de sangre europea, para desarrollar el comercio y las industrias
¿Es verdaderamente un tirano lo que estos países necesitan para prepararse a ocupar su puesto entre los grandes pueblos civilizados?
Un examen imparcial de lo que somos y de lo que necesitamos probaría lo contrario. Estos pueblos de la América Latina, amenazados por la expansión de fuerzas colosales, no necesitan sólo de oro, de inmigración, de comercio y agricultura, de caminos y de fábricas. Pueden conseguir todo eso por los caminos libres de la legalidad y es dudoso que el tirano se lo conceda en condiciones tolerantes, pero aun en el caso de que esa política materialista, impuesta por la mano de un dictador implacable, diera amplio desarrollo a las riquezas naturales del país, dejaría a sus hijos inermes ante peligros mucho peores que el de la miseria; no robustecería su espíritu, ni les formaría un alma colectiva; no vigorizaría ciertos factores morales indispensables para que un pueblo sea independiente y libre. Todo lo contrario; la opresión y el silencio, interrumpido sólo por las voces aduladoras de los favoritos, deprimen el alma popular hasta convertirla en presa fácil, apagan toda luz de ideal, crean una atmósfera de servilismo y de cobardía moral dentro de la cual no podrá crecer nada sano, ni nada grande. "El hombre necesita para vivir de cierta cantidad de decoro, como de cierta cantidad de aire", decía en una de sus frases lapidarias José Martí.
Con el andar de los tiempos, estos países han vuelto a tener como el mayor de sus problemas el mismo que tenían ante sí hace un siglo los libertadores: conservar su independencia ante el extranjero. La amenazaban entonces los tercios de una España quebrantada y vencida, y hoy los millones de poderes formidables cuya magnitud espanta. Contra ellos el arma suprema es el espíritu nacional, despierto, vigilante, enhiesto. ¿Y cómo tenerlo, si bajo "el buen tirano" la libertad no existe, y es prohibido hablar y escribir, y está todo a la merced de quienes tienen la fuerza? ¿Cómo sentir por la patria esa adhesión razonada, serena e inquebrantable que nos lleva a sacrificamos por verla libre y fuerte, si en ella todo pende de una voluntad despótica, si los más sagrados derechos, el de expresar libremente cuanto se piensa y tener en la ley una garantía indestructible contra el capricho ajeno, no son sino vanas palabras, que nadie osa invocar?
La paz es el bien supremo, pero siempre que ella exista como en Colombia, por consentimiento unánime de todos los ciudadanos cuerdos, y sobre una base de libertad y de derecho. La paz de las bayonetas, de las cárceles, de los destierros, esa paz precaria que está expuesta a desaparecer a la menor debilidad de la ruda mano que la impone, ni es fecunda, ni es honorable.
Por las declaraciones que hicimos acerca de la situación actual de nuestra patria en relación con los tiranos, nos trata de panglossianos el señor Vallenilla. Mucho yerra él si nos cree afiliados a la turba de los satisfechos, a nosotros, que creemos que la civilización es obra de los descontentos y de los inconformes. Tenazmente hemos clamado contra los males que nos roen, contra todas las deficiencias de nuestros Gobiernos y los errores y faltas de gobernantes y partidos, pero sí sostenemos que para levantar la torre apenas iniciada de nuestra cultura y de nuestra fuerza nacional, contamos con las bases esenciales, con los cimientos duraderos: libertades y garantías, organización civil exenta de caudillaje, fe en los principios republicanos, democracia auténtica, patria abierta a todos, paz fundada en el consentimiento de los pueblos. Sobre nuestra América se han cerrado como una maldición los tiranuelos tropicales, que nos desacreditan y humillan, y si de mucho carecemos y mucho que luchamos por alcanzar nos falta, los colombianos podemos al menos afirmar con orgullo que no oscurece nuestro cielo la sombra de esas dictaduras y que está aquí abierto y libre el campo para cuantos luchen por el progreso y la justicia.
En pesada responsabilidad incurren los pensadores y escritores que, como el señor Vallenilla Lanz, ponen su influencia y su talento al servicio de estos despotismos, que acaban en el pueblo con la idea de la ciudadanía y el derecho. Terrible falta cometen cuando con el pretexto de una aparente prosperidad material, que se conseguiría más pronto y más tempranamente por otros caminos, quieran dar carta de naturaleza al caudillaje y hacer necesidad del medio y consecuencia de las circunstancias, lo que no es sino un mal, nacidos al amparo de la falta de valor civil, deformación lamentable del nativo, cáncer que es preciso curar con heroica persistencia. El caudillo suele tener varoniles cualidades, coraje indomable y valiente audacia que lo llevan de un golpe a la cumbre; él llega allí por el impulso de su arremetida, pero son los turiferarios que le rodean, los retóricos que cantan sus hechos y los literatos que convierten en teoría filosófica su fortuna, los que dan a la dictadura su carácter de exclusivismo y de violencia. Esos hombres de pensamiento podrían orientar el Gobierno de sus caudillos hacia fórmulas republicanas de generosa amplitud, pero prefieren envolver al Jefe en las nubes de un incienso perturbador y son por eso más responsables que nadie de la existencia de un régimen en el cual están aún por descubrir los derechos del hombre y del ciudadano que hace ciento treinta años difundiera entre nosotros don Antonio Nariño.
Pone el señor Vallenilla Lanz sus teorías cesaristas al amparo del dulce y hondo filósofo de Treguier, que no vaciló en romper con todo un pasado y con un medio casi omnipotente por ser fiel a su pensamiento libre; cuya vida toda fue una lucha contra las mordazas espirituales y que por aversión a la soberanía del pueblo turbulento y simplista soñó en "el buen tirano", el sabio lleno de experiencia y de amor, experto en el manejo de las ideas y de las almas, altruista y magnánimo, que trabajara por el bien de los suyos desde lejana torre, con melancólica bondad y discreto escepticismo, valiéndose de la ciencia y de su propia sabiduría, como Próspero en la celda por Ariel visitada... ¡Cómo sonreiría Ernesto Renan si hoy se le dijera que un periodista caraqueño veía encarnado a ese ideal tirano en la figura vigorosa y dura del General Juan Vicente Gómez!
La parte más jugosa e interesante para nosotros del artículo del señor Vallenilla Lanz es la destinada a sostener que en Colombia "el régimen gubernativo es esencialmente teocrático por imposición del medio geográfico", causa que, según él, explica el régimen cesarista de Venezuela; pero ya este artículo toma proporciones desmedidas. Otro día nos ocuparemos de tan sugestiva afirmación.
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1Publicado en El Tiempo, Bogotá, 9 de julio de 1920.
2Publicado en El Nuevo Diario, Caracas, 4 de noviembre de 1920.
3Publicado en El Tiempo, Bogotá, 28 de diciembre de 1920.