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Revista de Economía Institucional

Print version ISSN 0124-5996

Rev.econ.inst. vol.22 no.42 Bogotá Jan./June 2020

https://doi.org/10.18601/01245996.v22n42.04 

Artículos

Financiarización, distribución y crecimiento*

Financing, distribution and growth

Financiamento, distribuição e crescimento

Luis Lorentea 

a Profesor Emérito de la Facultad de Ciencias Económicas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia,


Resumen

La historia reciente y la evolución institucional de las economías llevan a criticar algunos aspectos de la Teoría Monetaria Moderna sobre el origen del dinero, el papel del déficit público y los impuestos. En este trabajo se propone una definición precisa del proceso de financiarización, basada en los móviles de la dirección empresarial; discute su impacto sobre la distribución del ingreso y sus consecuencias para la innovación y el crecimiento económico, y plantea la necesidad de los impuestos para redistribuir el ingreso. También se propone un concepto de déficit privado basado en la creación de medios de pago por parte del sistema bancario, que lleva a defender políticas de orientación del crédito. Concluye con varias propuestas de política macroeconómica.

JEL: B52, E02, E31, E42, E44, H22, H62, L21, O33, O43

Palabras clave: instituciones, crecimiento, política monetaria, política fiscal, cambio técnico y macroeconomía, Teoría Monetaria Moderna, inflación, hiperinflación

Abstract

Recent history and the institutional evolution of economies leads to criticisms of some aspects of Modern Monetary Theory about the origin of money, as well as the role of the public deficit, and taxes. This paper proposes a precise definition of the financialization process. based on the mobility of business management. It also discusses its impact on income distribution and its consequences for innovation and economic growth, and raises the need for taxes to redistribute income. A concept of private deficit is also proposed based on the creation of means of payment by the banking system, which leads to defend credit orientation policies. It concludes with several macroeconomic policy proposals.

JEL: B52, E02, E31, E42, E44, H22, H62, L21, O33, O43

Keywords: institutions, growth, monetary policy, fiscal policy, technical change and macroeconomics, Modern Monetary Theory, inflation, hyperinflation

Resumo

A história recente e a evolução institucional das economías levam a criticar alguns aspectos da Teoria Monetária Moderna sobre a origem da moeda, o papel do déficit público e dos impostos. Este artigo propõe uma definição precisa do processo de financeirização, com base no móvel da gestão de negócios; Ele discute seu impacto na distribuição de renda e suas conseqüências para a inovação e o crescimento econômico, e levanta a necessidade de impostos para redistribuir a renda. Um conceito de déficit privado também é proposto com base na criação de meios de pagamento pelo sistema bancário, o que leva a defender políticas de orientação ao crédito. Conclui com várias propostas de políticas macroeconômicas.

JEL: B52, E02, E31, E42, E44, H22, H62, L21, O33, O43

Palavras-chave: instituições, crescimento, política monetária, política fiscal, mudança técnica e macroeconomía, Teoria Monetária Moderna, inflação, hiperinflação

Desde hace treinta o cuarenta años, muchas economías presentan una rápida expansión del sector financiero, superior a la del resto del sector servicios, mientras que los sectores agrícola, minero e industrial, aunque han crecido, pierden participación en el producto agregado.

Este desbalance es la señal más evidente de lo que se ha llamado financiarización de las economías modernas, muy clara en países como Estados Unidos o Reino Unido, pero que se ha ido difundiendo a muchos otros, a veces por simple competencia e imitación, y otras veces por la presión de quienes creen estimular el desarrollo exportando esquemas institucionales de los países industrializados.

En efecto, parte del paquete de medidas descritas como Consenso de Washington e impuestas por los condicionamientos de la banca multilateral y el Fondo Monetario Internacional, promueven la formación de mercados de capitales aun en países donde la financiación bancaria operó con éxito por largos años.

Como el mercado de capitales necesita agentes especializados que, a su vez, justifican la creación de nuevos agentes en capas sucesivas de servicios mutuos, este conjunto entrelazado y diverso conforma el moderno sector financiero. Algunas de sus actividades apoyan el crecimiento de toda la economía al facilitar y diversificar las fuentes de financiamiento de la inversión, aunque otras actividades parecen multiplicarse en un proceso autónomo, independiente de si los demás sectores crecen o no.

Los fondos de inversión que van surgiendo a medida que se profundiza el sector financiero no solo añaden estratos sucesivos de intermediación, sino que también van concentrando el control ac-accionario de las empresas de los demás sectores, primero en manos de compañías de seguros, luego en fondos mutuos, en fiducias, en hedge funds y finalmente en fondos de pensiones.

Mientras las acciones de las empresas permanecieron dispersas en manos de miles de accionistas, sus administraciones adoptaron como principal criterio el crecimiento de las operaciones, dirigiendo sus excedentes a la formación de capital fijo, es decir, invirtiendo en proyectos de largo plazo que requerían personal entrenado y aseguraban empleos estables.

La concentración del manejo de las acciones en los nuevos intermediarios cambió el balance del poder en las juntas directivas y los nuevos administradores adoptaron los criterios típicos del sector financiero, otorgando prelación a las ganancias de capital a corto plazo. Estos cambios en criterios y móviles transformaron el panorama industrial y comercial, desatando oleadas de tomas, fusiones y fragmentación de conglomerados y, además, modificaron las condiciones del empleo. El trabajador se convirtió en recurso humano (inestable), tal vez dotado de un capital humano (educado por su cuenta y riesgo), que era preferible contratar de manera transitoria y a través de outsourcing, en vez de mantener costosas nóminas permanentes.

Estos cambios han ocurrido al lado de un movimiento general hacia la privatización de toda clase de servicios que antes proveía el Estado, junto a la estigmatización del déficit público y sucesivas reducciones de los impuestos a las empresas y, en general, al capital. La consecuencia ha sido el desfinanciamiento de los programas de ayuda social y la limitación del Estado del Bienestar en casi todo el mundo.

Con la idea de que el déficit público era la causa de la inflación, se defendió simultáneamente una separación del Tesoro Público y del banco central de cada país, prohibiendo el crédito directo de dichos bancos al Estado y fijándoles metas de control de la inflación que, en la práctica, excluyen su apoyo a las políticas de empleo o de desarrollo con las que antes colaboraban.

Pese a la importancia y el alcance de estos cambios en la participación del producto nacional y en la práctica administrativa, la teoría económica dominante sigue aplicando modelos que carecen de sector financiero y consideran los fenómenos monetarios como un simple velo de lo que sucede en el "sector real": simplemente, las actividades financieras figuran como meras transferencias que redistribuyen la propiedad de los activos financieros entre los distintos agentes, en un juego de suma cero que en nada afecta las decisiones de inversión, producción y empleo de los bienes tangibles ni de los servicios no financieros.

Otras teorías tampoco parecen reconocer la importancia de los cambios institucionales ocurridos en este periodo, ni la mutación que han causado en los móviles y en las conductas de las empresas del sector privado, no solo financieras sino de todos los demás sectores. A veces, los esfuerzos se pierden en estériles discusiones de hermenéutica académica que intentan adaptar conceptos y explicaciones pretéritos a fenómenos muy diferentes de los de antaño.

Tal vez esto se explica por una larga tradición que pretende construir teorías económicas inmanentes, válidas para toda sociedad porque postulan una sicología o una racionalidad supuestamente universales, que cada individuo aplica con independencia de lo que hagan los demás. Para unas, la búsqueda del beneficio personal garantiza un beneficio común para el agregado, al modo de la mano invisible de Adam Smith, mientras que, para otras, esas conductas consolidan propensiones y explican elasticidades supuestamente estables.

Pero la conducta económica es social, no sucede entre agentes independientes sino entre personas sujetas a normas explícitas y tácitas, entrelazadas y condicionadas por la tecnología en uso, sujetas a presiones de terceros, guiadas por ideas y prejuicios comunes, e impulsadas por móviles de imitación y de emulación.

La evolución histórica de los últimos años, que ha cambiado rápidamente tantos aspectos de la estructura institucional y modificado la importancia relativa de los diferentes sectores de la economía, solo se puede estudiar construyendo teorías que reflejen esa dinámica institucional, es decir, partiendo de una sociología de grupos y no de un supuesto sustrato sicológico inmanente y común a toda la humanidad. Periodos similares de efervescencia social, unos de euforia como los años veinte y otros de crisis como los años treinta del siglo pasado, ofrecen ideas y explicaciones útiles para entender lo que hoy sucede, ideas que, en muchas ocasiones, fueron relegadas al olvido por ser incompatibles con las premisas de estabilidad y equilibrio que reaparecieron en los periodos posteriores de prosperidad.

Una de las pocas ideas surgidas con la Gran Depresión, aunque consolidada en los años cuarenta, y que ha renacido hoy con fuerza es la teoría del control propuesta por Abba Lerner y mejor conocida como teoría de las Finanzas Funcionales (Lerner, 1943, 1951). En síntesis, esta teoría defiende una política de pleno empleo usando como instrumento de control el gasto público. Por una parte, señala que la deuda pública interna difiere de la privada en un detalle esencial, y es que el Estado puede emitir los medios de pago necesarios para su atención, así que nunca puede incurrir en insolvencia. Pagar parte de la deuda interna acumulada sería equivalente a un aumento de los impuestos y se necesitaría solo para evitar la inflación cuando la economía bordeara el pleno empleo. Por otra parte, el Estado debería garantizar un empleo a cualquier ciudadano que desee trabajar, aun-que ofreciendo un pago inferior al salario mínimo vigente para que no haya competencia con el empleo privado, pero sí un ingreso que sostenga la economía en su nivel de máxima eficiencia. Esa garantía de empleo, además de proporcionar medios de subsistencia, debería dirigirse a trabajos de beneficio social o interés público.

La propuesta sobrevivió en artículos sucesivos de Hyman Minsky y es un tema central de la Teoría Monetaria Moderna (Wray, 2016). Esta última escuela refuerza la observación de Lerner acerca de la capacidad del Estado para decidir su nivel de gasto, añadiendo una discusión académica sobre la naturaleza del dinero en la que afirma que su origen ha sido siempre la potestad del Estado para fijar im-puestos y exigir su pago en la misma moneda que él emite y respalda con sus leyes y su policía.

Se une así a un grupo de teorías post-keynesianas que critican la doctrina dominante de los fondos prestables, según la cual el crédito y la inversión dependen de la acumulación previa de ahorros, conseguidos evitando consumir una parte del ingreso antes generado. Según esa visión predominante, el Estado solo podría gastar lo que ya hubiera recaudado por impuestos y cualquier déficit fiscal representaría una merma de la capacidad de ahorro del resto de la economía; la deuda pública comprometería ingresos futuros porque se necesitaría aumentar los impuestos para pagarla, o bien obligaría a realizar ahorros fiscales, es decir, a incurrir en superávits futuros para ese mismo fin.

Las críticas de la Teoría Monetaria Moderna a la teoría de los fondos prestables son correctas y la preocupación por el pleno empleo, en lugar de la obstinación con la austeridad y de la insistencia monotemática en las metas de baja inflación, son dos elementos dignos de elogio, pero la discusión debería extenderse a otros puntos más que también juegan un papel central en el funcionamiento de las economías modernas, puntos que sugieren algunas salvedades y que aconsejan otras políticas complementarias.

Pero, para introducirlos, hay que comenzar con dos aparentes digresiones: una sobre la teoría del dinero y otra de carácter histórico, ligadas entre sí por la evolución de la economía de libre empresa durante el último siglo y ambas necesarias para introducir el análisis que sigue a cada una de ellas.

SOBRE EL DINERO Y EL CRÉDITO

El sistema monetario moderno es el resultado de un proceso histórico que fusiona una moneda respaldada por algún Estado con un sistema bancario surgido de las necesidades del comercio.

Las operaciones bancarias (registro contable de deudas, descuento de letras, órdenes de pago, préstamos y cartas de crédito) anteceden varios siglos a la moneda acunada, y desaparecen y vuelven a aparecer varias veces durante los últimos 4.000 años, pero las características distintivas del moderno sistema bancario van tomando forma solo a partir del Renacimiento, al tiempo con la introducción de la contabilidad de doble partida.

La moneda acunada por el Estado apareció hace unos 2.700 años en Asia Menor y se difundió luego rápidamente como facilitador del comercio a larga distancia y como medio de pago para los ejércitos que operaban fuera del territorio del respectivo Estado. Es probable que esto último fuese una de las razones para montar un sistema de cobro de impuestos en moneda metálica, preferiblemente acunada por el mismo Estado. El comercio interno utilizaba monedas de escaso valor intrínseco, pero con un valor nominal expresado en fracciones de la moneda metálica acunada en plata o en oro. Este medio circulante no podía usarse fuera de las fronteras, ni era práctico su transporte aun a cortas distancias, por lo que la mayor parte del recaudo de impuestos debía llegar en monedas de oro o plata, o en sus equivalentes en peso, acunado o no.

Las necesidades del comercio a larga distancia y el financiamiento de las guerras, muchas veces con pago a tropas mercenarias, explican la obsesión del periodo mercantilista con la acumulación de metales preciosos y con la prohibición a particulares de exportarlos a otros Estados.

Por la misma época, la banca crece y se ramifica para atender la necesidad de un comercio que, por razones legales o de seguridad, no podía mover metales preciosos, acunados o no, pero sí mercancías que fueron consolidando redes de comercio que dependían del intercambio de cartas de crédito, letras y otros títulos respaldados por una red paralela de corresponsales bancarios.

El registro de deudas en los libros de estos banqueros equivalía a la creación de dinero, sin que fuera necesario el respaldo en moneda o en sus equivalentes metálicos: de ahí que ocurrieran quiebras bancarias de vez en cuando, muchas veces porque el beneficiario del crédito era un Estado que perdía una guerra o que, por cualquier otro motivo, no podía pagar en la fecha convenida.

La banca nunca necesitó recibir depósitos previos para otorgar crédito: desde su nacimiento, la operación de crédito consistió en una doble anotación contable, una en el activo del banco (pagaré, letra, etc.) y otra en su pasivo ("depósito" creado en esa forma, contra el cual podía girar el cliente). De esa forma, aunque el banco necesitaba cierto volumen de medio circulante para atender las eventuales necesidades de efectivo de algún cliente, la inmensa mayoría de sus operaciones consistían en el intercambio de papeles y en el cobro de intereses y comisiones.

La aparente necesidad de recibir depósitos para luego prestarlos es una consecuencia de la contabilidad de doble partida que, en realidad, registra deudas del banco con su cliente y viceversa. Cuando el cliente entrega fondos al banco, no lo hace para su custodia, como sugiere el término "depósito", sino que los entrega para que el banco los administre a su leal saber y entender. El banco conservará en caja parte del dinero recibido para atender solicitudes de efectivo de otros clientes a quienes haya otorgado crédito, seguramente por un monto total muy superior al dinero recibido, así que los "depósitos" registrados en los libros suman tanto los recursos recibidos como los creados mediante préstamos anteriores y posteriores. Todo depende de que la mayor parte de las operaciones se haga a través de órdenes de pago que se cruzan en lugar de intercambiar monedas físicas.

La fusión entre el sistema monetario estatal y el sistema bancario comercial es relativamente reciente. Uno de los primeros ejemplos fue el Banco de Inglaterra, fundado en 1694, y la primera crisis bancaria ocurrió poco después, en 1718, cuando el Estado francés nacionalizó la Banque Genérale de John Law con el nombre de Banque Royal. Tras esta experiencia traumática transcurrió largo tiempo antes de que otros países volvieran a buscar un ordenamiento legal y alguna forma de control sobre la banca comercial, generalmente otorgando a un solo banco el privilegio de emitir billetes convertibles en moneda legal, pero a cambio de la obligación de financiar al Estado que le entregaría títulos de deuda pública por valor nominal equivalente.

Estos bancos nacionales, surgidos más o menos de 1850 en adelante, conservan las funciones de un banco comercial, es decir, son un banco más que atiende a clientes privados, pero con un privilegio exclusivo para emitir billetes de curso legal y sujetos a formas de control del Estado que difieren bastante entre países.

Solo más tarde, a finales del siglo XIX o comienzos del XX, estos bancos con privilegio asumen también otras funciones del sistema moderno: la de caja de compensación para los pagos entre otros bancos y la de prestamista de última instancia. Y más tarde aún aparecen otras funciones que van separando estos bancos centrales del resto de la banca comercial y que suelen coincidir con las primeras restricciones a sus actividades comerciales con el público.

Pero, durante parte del siglo XX y en muchos países, el banco central operó como un banco comercial más para atender programas de crédito, a veces para apoyar necesidades fiscales del Estado, pero usualmente para financiar algún tipo de inversiones del sector privado o algún programa de generación de empleo. Durante este periodo, que en algunos países llega hasta los años setenta, existe un solo tipo de dinero en circulación, en parte creado por los préstamos del banco central y en parte por los de la banca comercial; además, el crédito responde a políticas de desarrollo que privilegian las inversiones en el sector real y limitan drásticamente las operaciones asociadas a la especulación con activos. Las modalidades de intervención cambian mucho de un país a otro y algunos consiguen un rápido desarrollo con esta forma de crédito dirigido, como ocurrió en Japón y otros países del Sudeste de Asia, mientras que en otras regiones se consigue una modernización parcial del sector productivo, pero sin alcanzar un salto al desarrollo, como sucedió en América Latina.

Durante este periodo, los bancos centrales utilizaron las normas de encaje para orientar la asignación de crédito por parte de la banca comercial. En teoría, la combinación de base monetaria (billetes en circulación más reservas creadas por el banco central a nombre de los bancos comerciales) y normas de encaje permitiría regular la cantidad de dinero en circulación, y es el origen del multiplicador bancario que suele hallarse en los textos de introducción a la economía. En la práctica, colocar un límite máximo al volumen de crédito de la banca comercial solo funciona mientras este no llegue al techo porque, una vez lo alcanza, cualquier exceso de préstamo de uno de los bancos genera una fuerte turbulencia en el mercado interbancario y, si no se aumenta la base monetaria, sobreviene una crisis bancaria poco después.

Los encajes sirvieron para dirigir el crédito hacia determinadas actividades o sectores de la producción; por ejemplo, fijando encajes más bajos a los bancos que destinaban una fracción determinada de sus préstamos a las actividades que se quería promover o, también, creando fondos de redescuento en el banco central, donde los bancos que habían realizado determinados tipos de crédito podían recibir recursos equivalentes a bajo costo que podían volver a prestar; en este último caso, el banco central aumentaba el encaje general para compensar el impacto de dichos redescuentos. Por este mismo medio, también era posible fijar plazos más largos y tasas de interés más bajas a los créditos de las líneas especiales, sobre todo en el caso de los que podrían acceder al redescuento que el banco central hacía con tasas aún más bajas, de manera que recomponía o mejoraba la rentabilidad de esta operación para el banco comercial1.

El conjunto de medidas de encajes, colocaciones forzosas en fondos del banco central y regulación de intereses de acuerdo con la actividad financiada fue criticado y denunciado como "represión financiera" y se fue desmontando en los años setenta, en parte por presión de la banca multilateral y en parte como consecuencia de la difusión de las teorías neoclásicas, del monetarismo y de los primeros avances del neoliberalismo.

La política de fomento, como se conoció esta modalidad de sistema bancario, se prestaba también al abuso por parte del Estado, que podía financiar cualquier nivel de gasto a través del crédito y terminaba a veces en una hiperinflación que destruía todo el sistema monetario. El riesgo inflacionario fue una de las razones aducidas para limitar las operaciones del banco central y sus intervenciones directas para direccionar el crédito, hasta que, finalmente, los cambios de legislación limitaron la acción del banco central para que solo atienda al Estado y a otros bancos, con lo cual su dinero se crea y opera por separado del que pueden crear los demás bancos.

Es una organización similar a la adoptada por la Reserva Federal de Estados Unidos desde muchos años atrás: en esta forma, la emisión de los billetes de curso legal sigue siendo privilegio exclusivo del banco central y estos son los únicos activos del emisor que circulan entre el público, mientras que sus operaciones de préstamo solo tienen lugar con los bancos comerciales y con el Tesoro Nacional. Esta clase de dinero recibe el nombre genérico de "reservas".

Los bancos comerciales emiten también medios de pago cada vez que registran un "depósito" a nombre de un cliente que, a cambio, sus-cribe un pagaré. Pero este dinero solo circula como órdenes de pago y transferencia entre cuentas y clientes del sistema de banca comercial, a menos que algún cliente solicite su conversión en billetes del banco central: solo en esta forma coinciden el dinero del banco comercial con el del banco central.

A través del préstamo que genera depósitos, la banca comercial tiene el privilegio de emitir medios de pago de curso legal y forzosa aceptación para cancelar cualquier tipo de deuda, incluyendo los impuestos, ya que el banco central garantiza la convertibilidad de dichos depósitos en billetes de curso legal. Desde luego, el banco comercial debe cumplir ciertas normas y condiciones, pero la mayor parte de sus operaciones tienen lugar entre libros de contabilidad del sistema bancario, con la ayuda del centro de canje y compensación de operaciones interbancarias que maneja el banco central. Los montos que no se alcanzan a compensar mutuamente en el mismo día, se cubren con transferencias entre las cuentas de cada banco en el banco central, es decir, con el movimiento de "reservas" entre los bancos comerciales.

Así, cada banco comercial necesita dinero del banco central, una parte como billetes para atender las necesidades de efectivo de sus clientes, y otra parte como reservas que permanecen en el banco central en cantidad suficiente para atender las transferencias interbancarias. Si en algún momento no cuenta con suficientes reservas para atender estos canjes, deberá pedirlas en préstamo a otros bancos que cuentan con un excedente de reservas (el mercado interbancario funciona con operaciones repo, en general a un día), u obtenerlas del mismo banco central mediante préstamo o venta de títulos que, normalmente, son títulos del Tesoro Nacional.

Pero en ningún caso puede cubrir esa necesidad de reservas con los medios de pago creados por él mismo o por otros bancos comerciales. El banco central, en cambio, puede crear cualquier cantidad de "reservas" de la misma manera que un banco comercial crea medios de pago: con anotaciones en su contabilidad que crean "depósitos en reservas" a cambio de pagarés de los bancos comerciales, o a cambio de títulos admisibles que ellos le vendan.

En cierto modo, es como si funcionaran dos estratos o capas de bancos y dos circuitos independientes con distinta clase de dinero, aunque compartan el mismo nombre formal y la misma unidad de medida.

Lo mismo que sucedía en los inicios de la banca, ningún banco, central ni comercial, necesita captar depósitos para conceder créditos porque la operación de préstamo es una simple anotación contable que registra en activos un pagaré y en pasivos un "depósito" equivalente a nombre del cliente. Desde luego, puede recibir depósitos de recursos originados en otro banco y volverlos a prestar o usarlos para adquirir títulos rentables: el otro banco deberá trasladar a su favor un monto igual de reservas cuando el banco central realice el canje de cheques, así que esta captación se limita a redistribuir entre los diferentes bancos los medios de pagos creados anteriormente por alguno de ellos. Esta es una razón para que los bancos compitan entre sí a fin de captar depósitos, lo mismo que para conseguir cartera (clientes) de otros bancos: quien lo logre, crecerá más que el resto y concentrará una fracción mayor de las reservas que haya creado el banco central.

Pero hay otra razón más para captar depósitos: al mirar el conjunto de los bancos comerciales, vemos que cobran intereses de colocación sobre cada préstamo, siempre más altos que los intereses de captación que pagan a quienes les llevan depósitos, así que, en conjunto, obtienen un diferencial de intereses como beneficio neto, el cual se reparte entre dichos bancos en proporción al monto total de depósitos que cada uno tenga. Dado que los bancos comerciales han creado esos depósitos por simple anotación contable, el origen de ese diferencial es el privilegio legal que tienen para crear los medios de pago o, en otras palabras, un señoraje que perciben a título gratuito.

En la fase de desarrollo del sistema bancario que venimos comentando, la mayoría de los países fueron abandonando las exigencias de encajes que antes permitían cierto grado de control cuantitativo sobre el monto total de los medios de pago, aunque nunca un control completo porque, o bien el conjunto de los bancos comerciales mantenía un excedente de encaje al sumar el efectivo en caja y las reservas a su nombre en el banco central, o bien este tenía que escoger entre suministrar las reservas adicionales que fueran necesarias o generar una crisis de liquidez que rápidamente llevaría a una crisis bancaria general.

Por último, en la década de 1990, surgió la doctrina del banco central independiente del Gobierno y dedicado como misión casi exclusiva al control de la inflación. Se prohíbe entonces o, al menos, se dificulta drásticamente la posibilidad de préstamos directos del banco central al Estado, obligando a que el financiamiento del Tesoro se haga mediante el recaudo de impuestos o mediante títulos de deuda que el Tesoro debe colocar entre el público (léase bancos comerciales y algunas entidades financieras), y que el banco central podría comprar luego a los bancos comerciales cuando estos necesiten reservas adicionales para sus operaciones de compensación interbancaria.

El resultado final puede ser igual al del crédito directo, salvo por el pago de comisiones a los bancos comerciales que intermedian este proceso, y por los intereses que el Tesoro debe pagar al sistema financiero y a los pocos particulares que acceden a esta clase de títulos.

En la variante anterior, de préstamo directo, todos los intereses que el Estado reconocía al banco central regresaban al mismo Estado como utilidades distribuidas por dicho banco central, cancelando así un componente sustancial del costo fiscal. Tampoco la deuda pública resultaba, en sí misma, un problema crítico porque el Estado podía mantenerla indefinidamente emitiendo nuevos títulos al vencimiento de los anteriores, así que nunca podría "quebrar". Como veremos, puede haber otras consideraciones que aconsejen limitar la deuda pública, pero la insolvencia nunca habría sido una de ellas.

Con la nueva variante, buena parte de los intereses pagados sobre la deuda quedan en manos del estrato de ingresos más altos, contribuyendo a la concentración del ingreso y de la riqueza. Y si, además, aparece una obsesión por mantener un "presupuesto balanceado", entonces el servicio de la deuda entrará a competir con los demás gastos que el Estado debe atender con el recaudo de impuestos, lo que determina una distribución regresiva de la asignación del gasto. Por último, la independencia del banco central puede conducir al enfrentamiento entre una política fiscal expansiva y una política monetaria restrictiva, con intentos de anulación mutua y un mayor riesgo de recesión.

ACERCA DEL DÉFICIT PÚBLICO

El déficit público ha sido un tema de discordia entre la corriente dominante en economía, de raíces neoclásicas y simpatizante de la teoría de fondos prestables, y la corriente post-keynesiana, que defiende la intervención del Estado para combatir las recesiones, conseguir un crecimiento más rápido y combatir el desempleo.

La discusión de los efectos del déficit suele comenzar con una identidad contable, basada en las Cuentas Nacionales y comúnmente escrita como:

(I-S)+(G-T)+(X-M)=0

donde I=inversión, S=ahorro, G=gasto del gobierno, T=impuestos, X=exportaciones y M=importaciones.

Si suponemos una economía cerrada o en perfecto balance externo, donde (X-M) permanece igual a cero, un déficit significa que (G-T)>0 y tendrá que ser (I-S)<0 para que la suma de los dos términos sea igual a cero y se cumpla la identidad contable.

Una interpretación ortodoxa de esta situación es que existe un nivel dado de ahorro S (que la teoría de fondos prestables atribuye a las preferencias de los hogares), así que el déficit ocasionado por un gasto G superior al recaudo de impuestos T tendrá como consecuencia una reducción en la inversión I, porque el ahorro representa los recursos disponibles para invertir y el gasto público compite con la inversión privada por este recurso escaso, desplazando un volumen de inversión privada igual a dicho déficit. De igual manera, financiar el déficit con nuevos títulos de deuda pública solo sirve para retirar del mercado una parte equivalente del ahorro privado y, además, crea la expectativa de un aumento futuro de los impuestos para atender el pago de la deuda adicional, lo que podría ocasionar una abstención del consumo presente con fines de atesoramiento preventivo que reduciría las ventas y disminuiría aún más la inversión privada. Por último, como la inversión agregada no podría crecer, la presión del gasto público enfrentado a una oferta igual o menor conduciría, necesariamente, a un aumento de la inflación.

En cambio, la visión alternativa señala que el gasto público amplía la demanda agregada y promueve una mayor inversión privada, así que el déficit actúa como un complemento del ahorro privado sin que haya razón alguna para pensar que disminuirá la inversión. En cuanto al posible aumento de la deuda pública, el sector privado puede adquirir los nuevos títulos con un aumento paralelo del crédito bancario, mientras que el Estado puede emitir nuevos títulos para pagar los que vayan venciendo y renovar la deuda indefinidamente, sin necesidad de nuevos impuestos. Finalmente, el crecimiento de la oferta agregada absorbería los medios de pago adicionales debidos al déficit, a menos que ya se hubiera alcanzado el tope de pleno empleo de todos los factores disponibles; en tal caso, el Estado habría alcanzado la meta de su política de intervención y podría reducir el gasto, aumentar los impuestos o pagar una parte de la deuda antigua.

El gobierno es el único agente que tiene cuentas en el banco central y en la banca comercial, lo que le permite servir de puente entre el ámbito de las reservas y el de la banca comercial que crea los demás medios de pago que, para abreviar, denominaremos M1.

En la época en que el banco central seguía operando como otro banco comercial más, el gobierno entregaba un pagaré a dicho banco central que, en lenguaje técnico, se llama título de deuda, y recibía a cambio un depósito que podía gastar sin más requisitos.

Cuando sobreviene la separación entre el nivel de las reservas y el de los medios de pago comunes, M1, el procedimiento cambia un poco. Por ejemplo, el gobierno consigue reservas "vendiendo" un título de deuda al banco central. Después hace un pago con cheque a un tercero (un privado, otra entidad del Estado o un banco comercial) y cuando este consigna el cheque en su cuenta de un banco comercial obtiene un "depósito" en M1. El banco lo envía a canje en el banco central y este transfiere un monto igual de la cuenta de reservas del gobierno a la cuenta de reservas del banco comercial. Pero si, antes de esta operación, ese banco tenía reservas suficientes para respaldar sus canjes, querrá deshacerse de las nuevas reservas sobrantes y la forma más simple y directa consiste en comprar al banco central ese título de deuda recién emitido que ofrece una rentabilidad, a diferencia de las reservas que no pagan intereses. De esta manera, el resultado final en materia de gasto es igual al del sistema anterior, solo que con un intermediario que gana comisiones y recibe unos intereses sobre la deuda pública. En ambos casos, el gobierno consigue financiar su gasto sin necesidad de cobrar impuestos, es decir, con déficit fiscal.

Como explicaremos más adelante, hay razones para evitar que el gasto se financie exclusivamente con déficit o, como se suele decir, con emisión directa. Para que esto no suceda, el gobierno tiene que realizar una operación contraria: cobrar impuestos. La banca comercial se encarga de realizar el recaudo, que consiste en transferir depósitos M1 de las cuentas de los contribuyentes hacia las cuentas que tenga el gobierno en algunos de los bancos comerciales. Después, el gobierno transfiere esos recursos a su cuenta en el banco central y, como se trata de dos clases diferentes de dinero, el banco comercial tiene que cancelar el depósito M1 contra sus propias reservas en el banco central, el cual procede a trasladarlas a la cuenta de reservas del gobierno. Y este último cancela la deuda de impuestos que aparecía en sus cuentas fiscales en contra del contribuyente, y lo hace anulando un monto igual de reservas en su cuenta del banco central.

Como se puede ver, el gobierno podría realizar un gasto a déficit y compensarlo exactamente cobrando impuestos por el mismo monto, con lo cual anularía el déficit inicial.

En la siguiente etapa, cuando el Estado promulga leyes que prohíben al banco emisor hacer un crédito directo al gobierno (salvo casos extremos, como guerras internacionales), los procedimientos antes descritos sufren una ligera modificación que, de nuevo, llevan al mismo resultado final.

Ahora el gobierno necesita vender títulos de deuda (ya nadie los llama pagarés, aunque no son otra cosa) a los bancos comerciales, pero, para complicar las cosas, debe hacerlo a cambio de reservas. En este paso, el gobierno recibe reservas adicionales en su cuenta en el banco central mientras que el banco comercial disminuye su disponibilidad de reservas en la misma cantidad, así que puede tener dificultades para atender sus necesidades de canje interbancario. Para abreviar, podría resolver el problema vendiendo el título de deuda al banco central a cambio de las reservas que necesita, con lo que se llega a la misma situación (el gobierno recibe reservas y el banco central queda con su título de deuda), solo que ahora hubo otro paso adicional y un intermediario financiero que cobra comisiones y que, tal vez, alcanza a recibir algunos intereses.

Sin embargo, el gobierno tan solo ha conseguido aumentar su disponibilidad de reservas y todavía tiene que convertir estos recursos en depósitos denominados en Ml. La forma más sencilla es que el banco comercial reciba esas reservas y abra un depósito en Ml a nombre del gobierno por el mismo monto: parecería que se crea así un excedente de reservas que no necesita ese banco comercial, pero apenas el gobierno gasta contra el depósito recibido, el banco tendrá que mover esas mismas reservas a favor de otros bancos con quienes tiene que hacer canje.

Existen otras complicaciones más, todas surgidas de las diversas leyes y normas que cada país haya diseñado para coartar las facultades de gasto de su gobierno, y que añaden más pasos intermedios para alcanzar un resultado final similar, si no idéntico2.

Hay que advertir que también hay otras operaciones entre Tesorería, banco central y bancos comerciales que son necesarias para suavizar y compensar los picos de gasto o de recaudo que aparecen continuamente, porque las fechas y montos de todas estas operaciones no coinciden con exactitud milimétrica. Por ejemplo, cuando hay diferencias entre la corriente de gastos del gobierno y su corriente de ingresos, aparecen excedentes o faltantes de reservas en los bancos comerciales. El banco central debe intervenir activamente para compensarlas y lo hace en el mercado interbancario, prestando (repos), comprando o vendiendo títulos de deuda que quedaron circulando como residuo de algún gasto público deficitario anterior.

No discutiremos en detalle el tercer paréntesis de la identidad contable, (X-M), que resume los flujos comerciales y de capital con el exterior y sobre el cual también hay dos interpretaciones antagónicas. Basta comentar que las teorías económicas dominantes interpretan que un exceso de exportaciones es perjudicial porque está enviando ahorros a algún país extranjero, y, viceversa, que los ahorradores del resto del mundo están financiando el déficit comercial del país que tiene un exceso de importaciones.

En cambio, la visión heterodoxa reconoce que las exportaciones justifican inversiones y generan empleos e ingresos que se quedan en el país de origen, así que siempre será conveniente tener un (X-M) >0. Por esa misma razón es frecuente que un país exportador otorgue crédito al comprador para facilitar sus ventas, e incluso que ofrezca programas de ayuda con la condición de que buena parte de ella se gaste en productos o servicios del país donante.

El caso opuesto, de un exceso de importaciones, es perfectamente-te admisible para un país si el vendedor acepta en pago su moneda nacional, como es el caso de Estados Unidos cuyo dólar actúa como moneda internacional: lo más que puede ocurrir es que el país vendedor decida usar esos dólares para adquirir títulos del Tesoro de Estados Unidos, o comprar empresas y otras inversiones productivas, o que los use para especular con bienes raíces u otros activos financieros en ese país o en cualquier otro que acepte dólares.

En cambio, cuando el exceso de importaciones ocurre en cualquier país cuya moneda no es codiciada como divisa internacional, este tendrá que incurrir en endeudamiento externo (oficial, o privado, o ambos) para conseguir las divisas necesarias. Aparece entonces un riesgo de no pago de la deuda pública que no existe jamás mientras esta se limite a deudas en moneda nacional. El país puede caer entonces en condicionamientos externos; unos de los prestamistas del mercado de capitales que encarecen los costos de la deuda, y otros del Fondo Monetario o del Banco Mundial que imponen programas de "austeridad" con los que se intenta canalizar más recursos hacia el pago de deuda externa, pero que, como ocurre con cualquier intento de reducir consumos, llevan a una caída en las ventas, un descenso en la inversión y cada vez menor capacidad de pago de esa misma deuda: un problema que persigue a los países deudores desde la época del Tratado de Versalles de 1919 y siempre con las mismas razones equivocadas.

SOBRE EL AHORRO Y LA INVERSIÓN

El énfasis en el déficit fiscal lleva a pensar que todo aumento de los medios de pago depende de la emisión o del crecimiento de la deuda pública, es decir, que solo el Estado crea dinero y que, con sus excesos de gasto, es el único responsable de que haya inflación.

Esto equivale a decir que una economía cerrada y sin sector gobierno no puede aumentar los medios de pago, ni financiar una expansión de su producto, sino solo repetir indefinidamente el mismo circuito de producción en un equilibrio sin ampliación ni cambio técnico alguno.

Es el equilibrio walrasiano de reproducción simple que describe Schumpeter como estado normal de la economía, en el cual permanece a menos que aparezca algún innovador que, financiado con crédito, introduce mejoras y consigue una ganancia extraordinaria, hasta que el cambio tecnológico y sus consecuencias se difunden al resto de la economía, las ganancias desaparecen junto con la necesidad de crédito, y el sistema económico alcanza un nuevo equilibrio de reproducción simple que subsistirá hasta que aparezca el siguiente empresario innovador (Schumpeter, 1934). Y es también la idea del sistema neoclásico en equilibrio dinámico, perturbado por choques exógenos aleatorios y poblado por agentes con expectativas raciona-les, condición que les permite recuperar rápidamente el equilibrio, tal como propuso años más tarde la teoría de los Real Business Cycles. Ninguno de estos equilibrios necesita medios de pago, ni crédito, ni sector financiero porque describen sistemas de trueque directo, sin inventarios ociosos ni desempleo de ningún factor.

La identidad contable de esta economía cerrada y sin gobierno se reduce a un solo paréntesis, (I-S)=0, que expresa simplemente que, en esta economía, el ahorro es siempre igual a la inversión, pero no dice nada acerca de su nivel, ni de las razones que permitirían aumentar o disminuir dicho nivel.

Hay varios argumentos que explican por qué, cuando usamos las definiciones típicas de las Cuentas Nacionales, el ahorro es siempre igual a la inversión y no puede haber ahorros que precedan a la inversión (Godley y Lavoie, 2007; Lindner, 2012). Sin embargo, estas explicaciones aportan más detalle del que es necesario para discutir el problema del crecimiento de un circuito económico.

Usaremos aquí un argumento diferente que permite identificar una de las formas más comunes de financiar aumentos de la inversión y, por ende, del ahorro que se contabiliza simultáneamente. Después discutiremos otro camino distinto que también permite aumentar el producto y podría justificar un aumento en la inversión sucesiva sin recurrir a ningún crédito adicional.

El punto de partida es la simple observación de que, en cada acto de compraventa, el monto que entrega el comprador es igual al monto que recibe el vendedor: no puede existir diferencia alguna en valor ni en tiempo y así lo registrará cualquier sistema de contabilidad que usemos.

La siguiente observación es que llamamos inversión a la adquisición de equipos, instalaciones y demás elementos que figuran en la partida de Formación Bruta de Capital. Dado que el ahorro se define como el monto de recursos que la sociedad dedica a la compra de esos equipos y elementos, lo que se hace es calcular por dos caminos diferentes un mismo conjunto de compraventas: lo llamamos inversión al considerar la compra que hace la empresa y ahorro al medir de dónde salieron los recursos que usó para completar la transacción.

La igualdad no es consecuencia de una convención contable, ni de las múltiples reglas que figuran en el manual de Cuentas Nacionales y que aplicamos a nuestra economía simplificada sin gobierno ni sector externo: el ahorro es igual a la inversión porque son las dos caras de una misma moneda o, como dijo alguna vez Keynes, son iguales porque nacen iguales.

Cuando hablamos de ahorros en el lenguaje común, es usual añadir los activos financieros que manejan las empresas o los hogares, pero esto no hace diferencia alguna en el agregado de la economía porque la creación de cualquier activo implica la creación de un pasivo igual, sea en manos del mismo agente o en manos de otro. La suma de todos estos activos y pasivos será siempre cero o, como se suele decir, la compraventa de activos financieros representa una simple transferencia entre los interesados que no crea ni destruye valores.

Por ejemplo, si una empresa emite y vende un bono, este formará parte de sus pasivos y el monto recibido por su colocación ingresará en sus activos. La situación es algo diferente del lado del comprador de ese bono ya que este adquiere un activo de largo plazo a cambio de efectivo (o un cheque pagadero a la vista, que es equivalente). Pero ese efectivo es otro activo que tenía que estar presente en su contabilidad para que fuera posible hacer la compra. Si no tiene efectivo, podría vender otros activos financieros en Bolsa (es decir, otros bonos, acciones, etc., que ya estaban en su poder) y obtener así los medios de pago necesarios, pero entonces otro agente tendrá que comprar dichos activos financieros a cambio de su dinero, que es igualmente un activo (incluso los billetes de curso legal son activos emitidos por el banco central).

Sucede lo mismo si el comprador es un intermediario financiero que recibe depósitos de terceros y no puede crear medios de pago. Esto es especialmente claro en el caso de corredores de Bolsa, que administran recursos de sus clientes y llevan una contabilidad separada a nombre de cada uno de ellos. En los fondos mutuos y similares, el cliente entrega unos recursos a cambio de participar en el resultado de las operaciones de compra, venta y cambio de activos que la administración del fondo decida, confiando en que ella cuenta con mejor información; la contabilidad del fondo es asimilable a la del agente individual antes comentado, ya que solo refleja la venta de unos activos para adquirir otros de distinto tipo, con acumulación de intereses y de ganancias de capital, pero sin crear medios de pago que no estuvieran antes en circulación.

Recurrir al crédito privado tampoco modifica la situación. Si el comprador del bono ofrece a cambio un pagaré a futuro, en la contabilidad de ese comprador aparecerán un activo (el bono) y un pasivo igual (el pagaré), mientras que en las cuentas de la empresa figurarán un pasivo (el bono) y un activo igual (el pagaré), pero habremos regresado a la situación original porque la empresa no podrá pagar su inversión hasta que haga efectivo dicho pagaré.

Podemos construir otras transferencias en cadena, tan largas como se quiera; ninguna resuelve el problema: si no existen los medios de pago en el activo de algún agente, no es posible gastarlos en la compra de los bienes y servicios de la inversión deseada.

Si tomamos en cuenta una economía en funcionamiento y hacemos un corte en el tiempo, podemos ver que el origen de cualquier activo nuevo está en la corriente de ingresos que recibe su poseedor, aunque estamos ante un circuito que se cierra sobre sí mismo porque esos ingresos solo pueden ser los gastos que, en el mismo periodo, ha realizado otro agente u otra empresa. Por ejemplo, el ingreso que alguien recibe por concepto de utilidades distribuidas e intereses cobrados podrá pagar la compra de activos financieros, pero esto es un simple rodeo donde la corriente de gastos de las empresas financia indirectamente las captaciones que deben hacer para pagar sus inversiones, todo en el mismo periodo, así que regresamos a la observación inicial: en toda transacción, el monto de la compra es idéntico al monto de la venta.

Y APARECE EL DÉFICIT PRIVADO

Una salida a este problema es la creación de nuevos medios de pago, que la Teoría Monetaria Moderna (entre otras muchas escuelas) atribuye exclusivamente al Estado cuando decide gastar con déficit público, pero que también pueden suministrar los bancos a través del préstamo normal y corriente.

El banco comercial es el único tipo de empresa que puede registrar un activo nuevo contra un pasivo nuevo por simple anotación en sus libros de contabilidad: el lector que aún dude de esta facultad, puede consultar el experimento descrito en Werner (2014a y 2014b).

El banco podría comprar directamente el bono de la empresa entregando a cambio un "depósito" contra el cual puede girar dicha empresa. En esta forma, los medios de pago creados por el banco permitirían realizar la inversión y pondrían en marcha una serie de gastos en salarios, insumos, bienes intermedios, utilidades e intereses que se convierten en ingresos para terceros: en otras palabras, el banco habría permitido un aumento en el volumen del circuito económico de ingresos y gastos que, de ahí en adelante, podría continuar indefinidamente. En la práctica, suele aparecer un intermediario, un banco de inversión que adquiere los bonos o las acciones de la empresa y obtiene los fondos necesarios acudiendo al banco comercial, pero este detalle solo alarga la cadena de transferencias que lleva, en última instancia, a la creación de medios de pago por parte de la banca comercial.

Si el origen fuera el déficit público, la cadena se cerraría entre el Estado y el banco comercial que compra el título de deuda, creando así los nuevos medios de pago. No interesa si después interviene el banco central para comprar ese título al banco comercial a cambio de las reservas que este pueda necesitar para cubrir los saldos no compensados en los canjes con otros bancos.

En el caso histórico de un banco central que actúa también como banco comercial, el Estado recibiría un préstamo directo para financiar sus gastos deficitarios que, en ese caso estarían cubiertos con los medios de pago creados por el banco central mismo.

El argumento podría fallar si la empresa financiada con el préstamo decide pagar su deuda y cancelar así el pagaré, porque ese acto destruiría simultáneamente el activo y el pasivo que el banco había creado en su contabilidad y los medios de pago desaparecerían del sistema, compensando todos los movimientos entre activos de los demás agentes involucrados en las cadenas de transacciones que hubiesen sucedido mientras tanto.

Pero el pago que recibe el banco ingresa a caja y representa recursos que puede destinar a otros fines antes de registrar la cancelación del pagaré. Por ejemplo, renovar ese mismo crédito (operación usual cuando se trata de empresas, que necesitan renovar el capital de trabajo que haya sido financiado con crédito de corto plazo), o tramitar un nuevo crédito con otro cliente aprovechando que ya están cumplidas todas las normas y reglas que pudieran limitar la capacidad del banco para hacer nuevos préstamos. De esa manera, lo que finalmente sucede es una sustitución de un pagaré por otro, aunque por el camino hayan ocurrido otras anotaciones contables que se cancelaron mutuamente.

Aún más interesante es el caso del cliente que paga su deuda con un cheque contra otro banco. El banco que recibe el pago sabe que, en la operación de compensación y canje, recibirá cierta cantidad de las reservas que el otro banco ya tenía en el banco central, así que no tendrá dificultad alguna si, en forma inmediata, realiza otro préstamo por un monto equivalente al pago recibido, préstamo sobre el que recibirá intereses o, si lo prefiere, si decide adquirir un activo financiero como inversión voluntaria que también genera intereses. Esta última opción sería la escogida por el banco cuando la economía deja de crecer, la cartera de dudoso recaudo comienza a subir y aparece la desconfianza acerca de la capacidad de sus clientes para atender el servicio de la deuda que suscriben con él: mientras no se llegue a una depresión, el banco preferirá comprar títulos que tienen un rendimiento menor que cualquier crédito, pero que no representan un riesgo de cobro.

Lo sucedido en estos casos es una redistribución de los activos y los pasivos entre los dos bancos comerciales, que el banco perjudicado intentará compensar acelerando su concesión de nuevos préstamos para no perder participación en el negocio bancario y que, si alcanza su objetivo, conducirá a una expansión adicional de los medios de pago.

En resumen, lo que se consigue con el pago de un préstamo bancario es destruir la deuda, pero es dudoso que haya una disminución simultánea del volumen de medios de pago. Esto solo sucedería durante una crisis financiera o en medio de una depresión, cuando ningún banco se atreve a conceder nuevos préstamos, baja la calificación de los bonos, incluso de las empresas más grandes, y sobreviene una fuerte contracción de todo el sistema económico.

Como se puede apreciar, el aumento neto del crédito que otorga la banca comercial tiene un efecto igual al gasto deficitario del gobierno: por los dos caminos ocurre una creación de nuevos medios de pago que permite financiar inversión adicional y ampliar el producto bruto.

La situación opuesta, de reducción global del crédito bancario, admite una fase de transición mientras que los bancos todavía escogen sustituir pagarés nuevos por compra de títulos que, en general, esta-rían en manos del sector privado: en este caso, los recursos perdidos por la vía del crédito regresarían al circuito por la compra de títulos.

Pero una vez que las restricciones al crédito decididas por la banca comercial superan sus compras de títulos, la destrucción de medios de pago tiene el efecto equivalente a un superávit fiscal que también sustrae medios de pago al circuito.

DIFERENCIAS CON EL DÉFICIT PÚBLICO

El análisis anterior responde de una vez lo que sucede cuando se añade un sector gobierno a la economía que venimos discutiendo: el impacto del déficit fiscal es equivalente al de una expansión del crédito en la banca comercial, mientras que el de un superávit es equivalente al efecto de un drástico racionamiento del crédito (credit crunch) que reduce la disponibilidad de medios de pago.

Por consiguiente, es lícito hablar de un déficit privado que puede tener efectos iguales a los de un déficit fiscal financiado con deuda pública interna, aunque también es preciso reconocer una diferencia importante.

Es frecuente hallar textos y artículos que atribuyen la inflación directamente al monto de déficit público que entra en circulación, así como otros que critican cualquier tamaño de déficit afirmando que es el disparador de una espiral de precios y salarios. Pero no existe un prejuicio semejante en contra de la expansión del crédito bancario que, según hemos visto, tiene un impacto equivalente en la creación de medios de pago.

También es común que haya una seria preocupación por la magnitud de la deuda pública interna, considerada como una amenaza para la estabilidad del país entero, una causa de futuras alzas de impuestos o un abuso en contra de las generaciones venideras que deberán pagarla. Nunca se discute si esa deuda se ha convertido en obras de infraestructura que redundarán en menores costos para el sector privado, o en educación que proveerá trabajadores mejor calificados sin que las empresas deban entrenarlos, o si eliminará causas de enfermedad que acortan el tiempo de trabajo y merman la eficiencia de los empleados: estos y otros ejemplos contribuyen al producto bruto en formas que las Cuentas Nacionales se abstienen de medir, pero el punto clave es que a ninguna teoría económica parece importarle esta deficiencia.

En cambio, la deuda privada puede aumentar rápidamente y todos parecen ver en esto un fenómeno normal y perfectamente sostenible, incluso en periodos donde es evidente que está creciendo una burbuja especulativa con las acciones en la Bolsa o con bienes raíces. Parece existir consenso acerca del acierto de las decisiones privadas, basadas en la búsqueda de un beneficio privado, mientras que se ven con desconfianza las decisiones de cualquier gobierno, tal vez por el temor de que sean consecuencia de politiquerías o incluso de corrupción, así que toda inversión y todo gasto público se condenan sin más análisis.

La idea de que el exceso de gasto público genera inflación se basa en una visión teórica de ofertas que enfrentan demandas en mercados puntuales donde resuelven su conflicto mediante regateos o subastas, imagen que no refleja la realidad de ninguna economía moderna. Tal vez en esa situación, con una demanda constituida por un monto predeterminado de monedas metálicas que se van a trocar por otro monto de mercancías, también predeterminado y fijo, la cantidad de dinero podría definir el nivel general de precios, pero, en la economía moderna, la inmensa mayoría de las disponibilidades monetarias proviene de créditos bancarios que tienen un costo y que nadie pide por el solo placer de pagar intereses. Además, la inmensa mayoría de los precios han sido fijados por las empresas que producen o comercian esos productos o servicios, así que no hay espacio alguno para el regateo. Tampoco las empresas corrigen al alza sus listas de precios apenas perciben que las ventas superan lo esperado, ni existe una organización obrera que esté presionando alzas de salario con huelgas de alcance nacional.

La inflación tiene otra explicación que discutiremos más adelante. Lo que está en juego con el gasto público es el riesgo de que el sector privado pierda su confianza en el sistema monetario, es decir, que comience a sustituir la moneda nacional por alguna moneda extranjera. Una vez que esto sucede, los precios comienzan a subir y el gasto público, que depende en parte del recaudo de impuestos con un fuerte retraso, debe crecer aún más rápido que los precios pues solo así podría atender sus compromisos de corto plazo y, finalmente, incluso los del día a día. El mismo proceso afecta los precios del sector privado y tendremos lo que se llama propiamente una hiperinflación.

En las inflaciones corrientes, los precios aumentan a un ritmo exponencial, mientras que, en las hiperinflaciones, como el nuevo precio debe corregir el impacto del aumento tendencial que ya sucedió, más los aumentos que habrá antes de anunciar el siguiente precio, así sea al día siguiente, la tasa de inflación crece exponencialmente y el crecimiento de los precios alcanza un ritmo doble exponencial, que se aprecia perfectamente en las tasas de cambio contra la moneda externa de referencia (Lorente, 2019a).

La diferencia entre los dos procesos se puede ver fácilmente en un gráfico: en las inflaciones normales, el logaritmo de los precios oscila alrededor de segmentos de líneas rectas, mientras que en las hiperinflaciones hay que tomar el logaritmo del logaritmo para observar un comportamiento similar. En esto nada tiene que ver la expansión de los medios de pago que, en realidad, va a la zaga de los precios, disminuida además porque el empleo y la producción comienzan a caer en términos reales.

OTRA VÍA PARA EL CRECIMIENTO

Hemos visto que el crédito bancario puede proporcionar los recursos iniciales que financian un aumento de la inversión y una expansión del circuito económico, rompiendo así la situación de reproducción simple o de equilibrio walrasiano en que podría caer el sistema sin esa inyección de medios de pago. Una vez se gastan, existen en el circuito gastos e ingresos suficientes para sostener el flujo adicional y, por otra parte, cuando sobreviene el pago de esos créditos, el sistema bancario se encarga de renovar un monto igual de préstamos, o compra activos preexistentes que regresan un monto igual de medios de pago al circuito, así que el acto de pagar un préstamo solo destruye el pagaré y extingue la deuda inicial, pero sin que haya una destrucción automática de los medios de pago que ya estaban circulando.

En esta forma, el déficit privado puede complementar y también sustituir al déficit público como inductor de la inversión y motor del crecimiento, pero esta no es la única vía disponible para financiar inversiones y crecer.

Una característica del desarrollo capitalista, que lo diferencia de manera radical de periodos históricos anteriores y que está presente desde el comienzo mismo de la Revolución Industrial, es la búsqueda sistemática de mejoras y cambios tecnológicos que abaraten los costos unitarios de producción.

Cuando esto se combina con un proceso de difusión de los nuevos productos, que comienza por prototipos de alto costo que solo pueden adquirir los estratos de mayor ingreso, pero cuya venta justifica introducir cambios técnicos que abaratan su producción y permiten un descenso del precio tal que los coloca al alcance del siguiente estrato de ingreso, se pone en marcha lo que se ha llamado una "sociedad de consumo de masas", donde toda la población termina accediendo a más consumos, cada vez de mejor calidad (Matsuyama, 2002).

Este proceso reconoce que las innovaciones que abaratan costos unitarios dependen del tamaño alcanzado por el mercado, como señaló Adam Smith años antes de que comenzara la Revolución Industrial (Smith, 1776). Pasaron cerca de 150 años para que Allyn Young transformara esta observación en una explicación del crecimiento basado en sucesivas innovaciones que amplían el mercado y justifican innovaciones adicionales, en un proceso cumulativo o de retroalimentación positiva (Young, 1928). Y otro medio siglo más para que Lauchlin Currie anadiera tres detalles esenciales: 1) que la mayoría de las innovaciones aprovechan conocimientos que existían de tiempo atrás, pero que solo son rentables gracias a la mayor escala de producción; 2) que la innovación genera rentas para el innovador que la competencia va traspasando al consumidor final a medida que ese líder baja precios para ganar participación en el mercado y los competidores introducen innovaciones similares o mejores para recuperar su participación anterior, proceso que vuelve a expandir el mercado; 3) que la inmensa mayoría de los recursos para inversión provienen de las provisiones para depreciación y las utilidades retenidas por las empresas, y no de los ahorros de los hogares (Currie y Sandilands, 1997).

Condición imprescindible para sostener este proceso de difusión es que el aumento de la productividad reduzca los precios y aumente así la capacidad de compra de la población o, viceversa, que ese aumento de productividad se traduzca en aumentos de salario que permitan absorber la oferta adicional a los precios vigentes. Por una u otra vía, si el salario real y los ingresos de los trabajadores por cuenta propia no crecen a la par con la productividad, el proceso de difusión se interrumpe, el cambio tecnológico tiende a desaparecer y el crecimiento de la producción se estanca.

Se necesita también alguna forma de intermediación para que los excedentes operativos de unas empresas, que aún no deciden invertir, permitan financiar las inversiones de otras empresas que, en ese mismo periodo, necesitan completar sus fondos propios para financiar proyectos inmediatos de inversión. De esa forma podemos hacer compatibles dos observaciones aparentemente paradójicas: una es que la mayoría de las empresas piden crédito para financiar sus proyectos de inversión (Hackethal y Schmidt, 2003) y la otra que, cuando se consolidan todas las empresas en un agregado nacional, o sector empresarial, las fuentes de recursos generados internamente son suficientes para financiar la inversión, de manera que los flujos entre este sector y el de hogares son cercanos a cero en la mayoría de los países estudiados (Corbett y Jenkinson, 1997).

Además, si las transferencias de recursos entre sectores son apenas marginales, no es posible afirmar que la inversión de las empresas dependa del ahorro de los hogares, ni que este pueda limitar aquella. Por el contrario, el consumo debe crecer cuando aumenta la inversión, porque no habría razón para invertir si las ventas no están aumentando, y viceversa. Además, esta observación lógica coincide con la observación empírica de que inversión y consumo crecen simultáneamente durante los auges y bajan también al mismo tiempo en las recesiones (Moulton, 1935a).

Una consecuencia importante de estas consideraciones es que la innovación que genera una renta permite adquirir de inmediato un volumen de productos superior al que venía circulando en el circuito, es decir, determina un crecimiento automático del producto real porque el mismo flujo de ingresos que ya tenía la empresa, y que ya no necesita para su producción, le permite adquirir otros bienes y servicios.

Desde luego, habrá un cambio en los precios relativos, pero el más importante ocurre cuando la empresa decide bajar precios para ganar participación en el mercado: esto desencadena una reacción entre sus competidores que deberán igualar o mejorar la innovación del líder para asegurar su supervivencia a largo plazo.

Y esta clase de competencia, que llamaremos competencia dinámica, es inseparable del proceso de crecimiento por innovaciones sucesivas y suficiente para sostener un crecimiento exponencial (Lorente, 2019a) que no depende de una expansión de los medios de pago, porque el mayor volumen de transacciones tiene lugar a un precio menor y el volumen monetario del circuito puede seguir igual, aunque sí necesitará la intervención de un crédito puente entre el momento de financiar la innovación (gasto concentrado) y la generación de rendimientos que permitan pagarlo (pago distribuido en el tiempo).

De lo anterior se pueden deducir varias consecuencias más: 1) que si la disponibilidad de recursos propios del conjunto de empresas es proporcional al monto de su producto (garantizado si la mayoría forma precios con un criterio de margen sobre costos), y si emprenden proyectos de innovación cuyo costo sea proporcional a la reducción esperada en costos de operación (es decir, si los escogen para asegurar una rentabilidad comparable con las tasas de interés vigentes más un margen de riesgo), entonces habrá un crecimiento exponencial; 2) que si la deuda global del sector empresas con los bancos es aproximadamente estable como por ciento de su producto anual, entonces cada empresa ha tenido que obtener recursos propios suficientes para pagar su crédito antes del siguiente proyecto de inversión y, si todas cumplen esta restricción presupuestaria en el largo plazo, también se debe cumplir para el conjunto de ellas en cualquier corte de tiempo; 3) que si las inversiones del sector empresas mantienen un nivel similar a los recursos retenidos por ese mismo sector y con mínimas transferencias de o hacia los demás sectores, entonces los ahorros del sector hogares deben conformar un circuito cerrado paralelo que financia sus compras de bienes durables, incluyendo la vivienda; 4) además, si excluimos los créditos que hayan recibido para especulación financiera, también este sector tiene que pagar sus créditos con sus ingresos corrientes y cumple la restricción presupuestaria, individualmente en el largo plazo y en conjunto de manera aproximada en cada corte de tiempo; 5) las restricciones anteriores no excluyen transferencias por compra y venta de activos sin límite de volumen dentro de cada sector, y permiten transferencias entre sectores siempre que sean transitorias (Lorente, 2018, 2019b).

PROTECCIONISMO E INFLACIÓN

La inflación es un proceso de aumento repetido de precios, no necesariamente igual para todos los productos y servicios, pero sí suficiente para generar un aumento global de los costos.

Aunque se suele atribuir a la presión de los salarios, en especial donde existen sindicatos fuertes, no se puede desconocer que cada precio es una decisión unilateral de alguna empresa, que también podría responder a la presión laboral con aumentos en la productividad.

Además, la queja de los asalariados porque han perdido capacidad de compra tiene que coincidir con la observación de las empresas de que están vendiendo menos, ya que la mayor parte de sus ventas van al mercado interno que depende de dicha capacidad de compra; es cierto que podrían subir precios para compensar la caída en ventas, pero esto podría comprimir aún más dichas ventas y no puede ser una estrategia repetible en el largo plazo.

Así, la espiral de precios y salarios describe un proceso factible, que seguramente explica algunas inflaciones en entornos institucionales favorables, pero dudoso como explicación general y única de este fenómeno.

Tampoco es aceptable la versión monetarista de que aumentar la cantidad de dinero en circulación presiona un aumento general de los precios, ya que la respuesta normal de las empresas al crecimiento de las ventas es ampliar su producción.

Hay otra fuente de conflicto entre empresas que puede generar inflación, afectando a un grupo amplio de ellas. Aparece cuando existen normas o políticas que protegen a ciertas empresas de la competencia, de manera que no necesitan innovar para mejorar su productividad.

Cuando el grupo que compite mediante innovaciones pertenece al mismo país que el grupo protegido, es muy probable que trate de ampliar su participación en el mercado con precios más bajos, lo cual genera de inmediato una necesidad adicional de trabajadores, y es también muy probable que esté dispuesto a pagar mejores salarios para atraer a los más calificados que, en muchos casos, ya tienen trabajo en el otro grupo de empresas.

Pero la movilidad de los trabajadores tiende a igualar las remuneraciones en todas las empresas, así que el grupo de las protegidas tiene que subir los salarios para retener empleados o para conseguir otros nuevos que, además, representan un sobrecosto de entrenamiento. Entonces ve caer sus utilidades y, para reconstruirlas, procede a subir los precios, pero su nuevo margen sobre costos tiene que compensar el alza de salarios dos veces: una vez para cubrir el sobrecosto laboral y otra para reconstruir su margen de ganancia anterior (Lorente, 2019b).

Mientras las protecciones subsistan, el grupo protegido escogerá subir precios en vez de innovar porque cada cambio de tecnología implica descartar equipos e instalaciones obsoletos para remplazarlos con otros nuevos y aceptar unas pérdidas inmediatas. A largo plazo, sería más conveniente perder el capital fijo instalado y buscar la financiación necesaria para adquirir e instalar el nuevo, pero mientras haya protecciones, preferirá mantener la tecnología en uso.

Las consecuencias de este conflicto entre empresas son: 1) una presión sostenida sobre los precios de los productos protegidos, mientras que las actividades innovadoras se limitan a mantenerlos estables en vez de bajarlos; 2) un aumento lento de los salarios nominales, que reconstruye su capacidad de compra; 3) un traslado parcial del aumento de la productividad al salario real que, por ser apenas parcial, frena las ventas y el crecimiento, y 4) una inflación persistente.

Existen muchas formas de proteger empresas y aislarlas de la competencia dinámica: la más conocida es la protección arancelaria que, a veces, llega a la prohibición absoluta de ciertas importaciones, pero se puede conseguir también mediante subsidios (que las empresas justifican como protección del empleo), exenciones de impuestos (que supuestamente promueven la inversión), o mediante leyes y normas que privilegian a un determinado sector productivo.

Tal vez el mayor riesgo esté hoy en la legislación de patentes y, en general, de propiedad intelectual. Promovida como una necesidad para que las empresas hagan investigación y desarrollen innovaciones, su abuso puede llevar a la congelación de tecnologías; unas veces porque impide la difusión del conocimiento o de las innovaciones, y otras veces porque las empresas grandes compran patentes para eliminar la competencia de las pequeñas, pero no las ponen en uso para evitar los costos de remplazo de equipos e instalaciones.

La única forma de evitar estos inconvenientes sería la financiación por parte del Estado de la investigación en todos sus niveles, incluso llegando al nivel de prototipos. Así ocurrió por largo tiempo, especialmente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los institutos oficiales desarrollaron la mayor parte de las medicinas de mayor impacto, como los antibióticos; un gran número de materiales nuevos; los semiconductores y los circuitos integrados; el Internet; el GPS, y tantas otras innovaciones que, luego, las empresas convirtieron en productos comercializables.

La iniciativa privada suele descartar la investigación básica y, aun en la que se dirige a resolver problemas específicos, descarta también la que no tiene un mercado inmediato o una perspectiva de ventas continuas. La industria farmacéutica es un ejemplo perfecto de estas deficiencias, con su gran interés por hallar medicinas para enfermedades crónicas y de uso masivo, pero casi ninguno por hallar antibióticos, vacunas y otros medicamentos que se aplican una vez, u ocasionalmente, o para pocas personas.

Tampoco hay que olvidar que las empresas excluyen sistemáticamente cualquier investigación que pueda perjudicar sus intereses, como sucedió con el tabaco, el asbesto, el plomo, diversos químicos y tantos otros productos perjudiciales, que terminaron prohibidos gracias al esfuerzo de institutos oficiales o de laboratorios universitarios financiados con recursos públicos.

Y UNA TERCERA FORMA DE CRECER

Sería posible mantener un crecimiento exponencial con aumentos de productividad, pero sin bajar precios: para conseguirlo habría que inyectar medios de pago adicionales en algunos segmentos de alto ingreso, por ejemplo, mediante un aumento de las utilidades y de los rendimientos financieros.

Sin embargo, esta forma de crecimiento por concentración del ingreso necesitaría menos inversión que la dirigida a un consumo masivo, así que generaría menos empleo y canalizaría casi todo el crecimiento hacia una sub-economía de enclave, que irradia poco o ningún progreso al resto. Y con menos inversión en formación de capital fijo, una proporción creciente del ingreso de los propietarios de capital se destinaria a la especulación en el mercado financiero.

Esta es la explicación que dio Harold Moulton al fenómeno de la Gran Depresión: un largo periodo previo de aumentos de productividad sin que hubiera un aumento correlativo del ingreso de los trabajadores incrementó las ganancias de las empresas, que las distribuyeron a sus accionistas concentrando así el ingreso y promoviendo una burbuja financiera, parte en la Bolsa de Valores y parte en la especulación con bienes raíces, acompañada de un crecimiento excesivo del crédito hipotecario: este proceso gestó una fragilidad cada vez mayor del sector financiero hasta que bastó algún accidente, tal vez insignificante en otras circunstancias, para desencadenar la crisis y posterior depresión (Moulton, 1935a).

Esta clase de crecimiento sugiere una diferenciación de productos semejante a la clasificación entre necesarios y suntuarios que hacían los economistas clásicos y, hasta cierto punto, semejante a la división entre bienes básicos y no básicos propuesta por Sraffa (1960).

En un extremo tendríamos los bienes y servicios de consumo masivo, cuyo crecimiento es fácilmente predecible y cuyo volumen justifica buscar innovaciones de proceso y realizar grandes inversiones que generan abundante empleo adicional.

En el otro extremo estarían los productos de lujo que, por definición, deben ser de uso exclusivo para los grupos de más alto ingreso, lo que favorece un tipo de producción artesanal. También aquí hay empleo, pero limitado por la estrechez del mercado que no puede crecer sin perder la característica de "exclusividad y distinción". Incluso es posible que su producción se limite deliberadamente y que en muchos casos solo se emprenda bajo pedido.

Entre esos dos extremos hay una gama de productos y servicios que es más difícil clasificar. Además, de vez en cuando, algunos productos de lujo pueden iniciar un proceso de difusión hasta convertirse en productos de consumo masivo pero, salvo estos casos, los productos de lujo no son necesarios para producir los demás porque no entran en la canasta de consumo de los trabajadores.

Si consideramos los ingresos de carácter periódico y permanente, como los salarios, los dividendos y los intereses, es muy probable que sostengan muchos consumos de tipo masivo y pocos de lujo. En cambio, los ingresos por ganancias de capital, que son contingentes y volátiles, están asociados preferentemente con los productos de lujo, así que la producción de estos será también contingente y volátil, con escasas inversiones de gran tamaño y pocas innovaciones que busquen bajar costos (Lorente, 2019b).

Como veremos a continuación, la concentración del ingreso favorece la especulación en todas sus formas, pero la desviación de recursos hacia el sector financiero no anula la inversión en el "sector real": solamente es inferior a la que habría con un ingreso mejor distribuido y, además, menos robusta, porque con el aumento de la especulación también aumenta el riesgo de una crisis financiera que luego se extiende al sector real.

LA FINANCIARIZACIÓN DEL SISTEMA ECONÓMICO

Hemos visto cómo las innovaciones institucionales han modificado la realidad del dinero y las formas de hacer política fiscal y monetaria.

Para entender la economía moderna, hay que comenzar por reconocer que la estructura de producción y las relaciones de poder que rigen la actividad privada han cambiado sustancialmente durante el siglo pasado y continúan cambiando hoy.

Las teorías económicas tienen que incorporar estos cambios y evolucionar junto con la sociedad que pretenden explicar: de otra manera, se convierten en simples ideologías que sugieren soluciones caducas y con frecuencia contraproducentes.

Hoy más que nunca se necesita recurrir a la historia y a la sociología para comprender cómo ha evolucionado la economía: solo desde una visión realista de sus móviles y formas de operar podremos diseñar políticas que alivien los problemas del presente.

La primera novedad que comentaremos, porque dejó una marca indeleble en las instituciones modernas, es el florecimiento de la sociedad anónima en Estados Unidos a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Fue un periodo de concentración de la industria y el transporte en manos de los "capitanes de industria", con la ayuda de otros aportantes de capital y, sobre todo, con el crédito de los grandes bancos, liderados por los que Veblen llamó "capitanes de finanzas" (Veblen, 1904), aunque otros autores unifican ambos grupos como los robber barons. El proceso fue consolidando monopolios, muchas veces mediante técnicas de competencia desleal que despertaron la oposición política, y hacia 1910 las leyes anti-monopolio llevaron a fraccionar varios de ellos, tanto industriales como financieros.

Sin embargo, durante esta fase de desarrollo capitalista hubo un rápido aumento de la productividad y un descenso general de precios, lo que redundó en crecimiento del salario real.

Hay que anotar la influencia de los bancos en las grandes empresas que financiaban, ejercida a través de las juntas directivas, desde donde podían vigilar los planes de producción y de inversión para garantizar que las empresas pudieran pagar sus créditos. Pero también aparece un cambio en los móviles de estas sociedades industriales: por un lado, la multiplicación de accionistas va restando poder a los "capitanes de industria", que crearon las empresas con criterios de integración vertical y metas de crecimiento, y deben ceder el paso a un nuevo grupo de administradores profesionales; por otro lado, algunas de estas administraciones comienzan a buscar las ganancias en la manipulación del mercado y de los precios. Sin embargo, es también el periodo en que aparece la visión de Ford, quien combina un mejor pago a sus trabajadores con la búsqueda de mejoras tecnológicas que permitan vender los autos a esos mismos trabajadores.

Esta visión progresista no se difunde a todas las empresas de la época, pero capta una condición esencial para el crecimiento del sistema de libre empresa y traza una estrategia que caracterizará el crecimiento de Estados Unidos años más tarde.

En los años veinte crece la productividad de las grandes empresas, pero las maniobras de sus administraciones para manipular el mercado dirigen una parte sustancial de las ganancias al pago de dividendos, en detrimento de las estrategias de expansión a ultranza que distinguieron a los primeros "capitanes de industria". Sigue habiendo inversiones y crecimiento del producto y del empleo, pero con un sesgo en favor de las utilidades que contribuye a concentrar el ingreso y un relativo estancamiento de los salarios que frena las ventas, así que la formación bruta de capital crece por debajo de su potencial y, en cambio, aparecen la especulación con acciones y bienes raíces y la multiplicación de los negocios en el sector financiero.

El auge de la Bolsa modifica también la relación de poder en las juntas directivas de las grandes empresas, que ahora pueden financiarse emitiendo acciones y colocando bonos. Los nuevos propietarios y financiadores del mercado de capitales van sustituyendo la necesidad de crédito bancario y merman la influencia de los bancos en las juntas directivas, de manera que las administraciones comienzan a prestar más atención al pago de dividendos que a la inversión de largo plazo en equipos e instalaciones, lo que vuelve a redundar en un crecimiento lento del empleo y a salarios que crecen menos que la productividad.

Con el auge de la actividad especulativa aumenta la fragilidad del sector financiero hasta que, finalmente, aparece una crisis de Bolsa y comienza la Gran Depresión. Aunque se han propuesto diferentes causas inmediatas de esa crisis, es claro que un entorno cada vez más frágil puede fallar por motivos que, en situaciones normales, habrían podido pasar casi desapercibidos, así que la explicación que parece más acertada es la de Moulton: un auge de utilidades que aumenta la concentración del ingreso desvía parte de las inversiones hacia actividades que no tienen un mercado de consumo masivo y desemboca en un auge especulativo, hasta que algún hecho accidental dispara la crisis (Moulton, 1935b).

Los años treinta traen una serie de innovaciones en teorías y en políticas para afrontar la depresión, y comienza una intervención masiva del Estado para generar empleo y crear infraestructura pública que, de paso, mejora las condiciones de producción del sector privado. La crisis había eliminado muchas fuentes de ganancias de capital y reducido así la concentración del ingreso, pero las nuevas medidas de impuestos progresivos profundizaron el proceso de nivelación, gestando el germen de un mercado de consumo masivo, aunque este solo aparece después de la Segunda Guerra Mundíal.

Desde 1945 hasta mediados de los años noventa surge una verdadera sociedad de consumo de masas en Estados Unidos, con rápido crecimiento del producto, aumento de la clase media y notable movilidad social. Es también el periodo del managerial capitalism, donde los administradores de las grandes sociedades anónimas adoptan estrategias de expansión que favorecen las inversiones de largo plazo y el aumento de la productividad, no solo por las innovaciones técnicas, sino por una integración vertical que elimina ineficiencias en suministros y en distribución.

La causa oculta es que las empresas consiguen buena parte de su financiación en el mercado de capitales, combinando acciones y bonos, con lo cual aumenta el número de accionistas y se diluye la propiedad entre ellos, hasta que la administración queda en libertad de escoger a los miembros de su propia junta directiva. Este grupo de administradores profesionales mantiene las metas de expansión a largo plazo y recibe una remuneración fija que depende del tamaño alcanzado por las empresas; la estrategia de crecimiento necesita un número creciente de personal entrenado al que atraen y mantienen con buenos salarios y beneficios complementarios, a manera de mini-estados del bienestar. Por otra parte, la expansión del consumo depende de abaratar los productos que van apareciendo como prototipos de alto costo hasta hacerlos accesibles a las clases medías y luego a todos los hogares, de manera que las empresas promueven una rápida innovación tecnológica que, de todas formas, se apoya en las grandes inversiones en tecnología que el Estado viene haciendo en medio de la Guerra Fría.

El panorama institucional cambia nuevamente en los años ochenta, cuando se agudiza el viraje de la política fiscal hacia el neoliberalismo, no porque disminuya la participación del Estado en el producto que, a pesar de las reducciones de impuestos, se mantiene con aumentos del déficit fiscal, sino por la disminución de los programas de intervención que apoyaban a la producción y al empleo, por un menor gasto en investigación y por un desmonte de subsidios en programas sociales.

Pero el mayor impacto se debe a una gradual liberación financiera que comenzó tímidamente en los setenta, se aceleró en los ochenta y culminará en 1999. La estructura bancaria, que distinguía nítidamente entre bancos comerciales con capacidad de crear medios de pago, y bancos de inversión y demás intermediarios que no la tenían, comienza a unificarse hasta llegar a los conglomerados financieros y la reaparición de la banca múltiple. Esto último es un rasgo típico de la banca en otros muchos países, pero en el entorno de innovaciones financieras propio de la época, llevó en Estados Unidos a lo que se conoce como financiarización de la economía.

Aunque algunos autores se refieren con este nombre al simple crecimiento del sector financiero y al aumento de su participación en el producto bruto, hay otro cambio paralelo mucho más importante porque afecta a la casi totalidad de la empresa privada de Estados Unidos y que se viene difundiendo lentamente hacia otros países.

El punto clave es que se multiplican y crecen los fondos de inversión de diverso tipo, hasta culminar en los fondos privados de pensiones, y estas entidades concentran nuevamente la propiedad accionaria, antes dispersa en multitud de individuos. La gran empresa, que pasó por una fase de influencia bancaria, perfectamente compatible con sus inversiones de largo plazo, a otra fase aún más sesgada en favor del crecimiento en activos productivos con la formación de la managerial class, cayó en la formación de conglomerados cada vez más diversos y menos rentables. La concentración de las acciones en manos de empresas con mentalidad financiera, que buscan las ganancias de capital de corto plazo, dio comienzo a un remplazo de administradores y de juntas directivas, prefiriendo a quienes compartían las mismas metas cortoplacistas.

Aparecen casi al mismo tiempo la doctrina del "valor para el accionista" y la fragmentación de los grandes conglomerados, que al principio mejora la productividad de las nuevas unidades independientes, pero muy pronto vienen las fusiones y las tomas de empresas que elevan el precio en Bolsa de las acciones, aunque suelen dejar empresas debilitadas por el excesivo endeudamiento. Después aparece la recompra de acciones que concentra la propiedad y eleva el precio de las acciones restantes, pero que desvía recursos internos del ámbito de la inversión real hacia este negocio financiero. Por último, las empresas, que aún siguen creciendo en términos reales, dedican una fracción cada vez mayor de sus recursos propios (provisiones para depreciación y utilidades retenidas) a los negocios con activos financieros.

Por la misma época comienza un gradual estancamiento de los salarios y un cambio drástico en las políticas de empleo: de la Gerencia de Personal dedicada a capturar y mantener empleados con buena remuneración y beneficios adicionales, se pasa a la Gerencia de Recursos Humanos, que despersonaliza al empleado, suprime sus beneficios para reducir el gasto en nóminas, y organiza su remplazo con personal de menor costo, a veces ocasional y otras veces subcontratado con proveedores externos: la nueva mentalidad de la administración no está interesada en inversiones de largo plazo, que puede remplazar con compras en otros países donde el trabajo es más barato, y valora el volumen de ventas por encima de la calidad del producto vendido.

El crecimiento continúa, pero el atribuible a las innovaciones es más lento porque muchas de ellas se trasladan junto con las fábricas a otros países, como India o China, donde las empresas encuentran trabajadores calificados de menor costo. En Estados Unidos aparece entonces una combinación de los dos tipos de crecimiento menos favorables: el inducido por la concentración del ingreso y el impulsado por el crédito, en especial del hipotecario que, en parte, se desvió para financiar un aumento del consumo de bienes importados.

Como consecuencia del auge del mercado de capitales y del florecimiento de los fondos de inversión, los bancos ya no son necesarios para completar la financiación de proyectos de largo plazo, y han perdido la influencia sobre las empresas que antes les permitía asegurar el pago de sus préstamos: se convierten ahora en fábricas de crédito para el sector financiero. La liberación financiera suprimió las antiguas restricciones al crédito y las sustituyó por las reglas de Basilea, que permiten a los bancos prestar un múltiplo de su capital y provisiones, pero ese múltiplo combina activos ponderados por riesgo. Comienza un periodo del llamado "arbitraje de capital" que incluye la conversión de la cartera de créditos en títulos que venden a otros bancos y fondos de inversión, creando para ello fundaciones y firmas intermedíarias (special purpose vehicles, SPV) en paraísos fiscales a los que otorgan "garantías de liquidez", supuestamente de muy bajo riesgo, con lo cual liberan gran parte del cupo de crédito original para volver a prestar, una y otra vez. La titularización aparenta trasladar el riesgo de cartera del banco a los compradores de estos bonos, pero las garantías de liquidez equivalen a una garantía total en una actividad que se funda en repos de muy corto plazo entre los SPV y los demás intermediarios que siguen en cadena hasta llegar a los bancos europeos. Además, el paso por estos últimos, en especial los ingleses, permite usar los mismos títulos en varios repos simultáneos, práctica de alto riesgo prohibida en Estados Unidos.

La búsqueda de nuevos clientes conduce a los excesos del crédito subprime, que pone en marcha una burbuja especulativa en vivienda y consigue multiplicar los títulos respaldados por garantía hipotecaria, aunque a costa de degradar la calidad de los prestatarios porque el mercado especulativo valoriza las garantías y proporciona la ilusión de solidez. Aparecen luego los derivados, construidos preferentemente sobre los títulos de cartera hipotecaria mediante una fragmentación del substrato que parece disminuir el riesgo y crear valor adicional, y que, finalmente, se protege con opciones (credit swap options) que suministran los mismos bancos y algunas empresas de seguros sin ningún control externo.

Toda esta creación de estratos sucesivos de bancos e inversionistas financieros, operando cada uno sobre el producto creado por su antecesor, no crea valor adicional porque cada uno construye sus activos con los activos del anterior, de manera que desaparecerían en una consolidación del sector, pero si acumula capas sucesivas de comisiones e intereses que contribuyen al crecimiento del sector financiero y de su participación en el producto nacional. Y lo que es más grave, las opciones que supuestamente eliminan el riesgo de inversión porque lo distribuyen hacia otros actores del mercado, no pueden reducir ese riesgo en el agregado y, además, contribuyen a aumentarlo cuando varios agentes suscriben opciones sobre un mismo riesgo, lo que multiplicaría la pérdida agregada en caso de crisis, como en efecto sucedió.

A diferencia de lo acaecido en crisis anteriores, donde las quiebras ocurrían en bancos y afectaban directamente a los hogares, la crisis de 2008 detonó en el mercado de repos que sostenía gran parte de la actividad entre los intermediarios financieros, destruyendo la red de activos concatenados y anulando el valor atribuido a muchos de estos derivados, pero casi sin tocar al público salvo por las restricciones al nuevo crédito que empezaron de inmediato. La destrucción de valores precipitó dos medidas de urgencia: suspender la obligación de contabilizar los títulos a su valor en Bolsa del mismo día, reconocimiento que habría activado un monto astronómico de opciones, y la compra masiva por su valor nominal de títulos "tóxicos" que comenzó la Reserva Federal y que duplicó y triplicó la base monetaria en corto tiempo.

HACIA UNA NUEVA POLÍTICA ECONÓMICA

La financiarización consiste en el cambio de móviles que llevan a remplazar la inversión de largo plazo por la búsqueda de ganancias de capital inmediatas, con las consecuencias ya comentadas.

La crisis de 2008 no sirvió para depurar al sector financiero, sino que el salvamento de entidades bancarias y afines tan solo consolidó las actividades en menos grupos, conservando además la costumbre de escoger a los Secretarios del Tesoro y otros cargos clave del gobierno entre los antiguos administradores de esos mismos grupos de Wall Street. Además, se desperdició la oportunidad para establecer controles y regulaciones que pudieran evitar la repetición de los errores y abusos que trajo la liberación financiera (algunas medidas que tenían este propósito, aunque insuficientes, fueron desmontadas pocos años después).

Tampoco se detuvo la concentración del ingreso, que más adelante se reforzaría con nuevas reducciones de impuestos, ni cambió la mentalidad de las empresas que privilegia las ganancias de capital, que sustituye la innovación por la adquisición de otras empresas, y que sacrifica salarios y empleo. La burbuja especulativa en bienes raíces terminó, pero el rápido salvamento del sector financiero dejó casi intacta la red de administradores y juntas directivas que llevaron a ese desastre, con sus remuneraciones estrafalarias que solo se entienden como resultado de la cooptación entre ellos mismos.

Las políticas de emergencia mostraron claramente que la inflación nada tiene que ver con la expansión monetaria porque las reservas del banco central no circulan entre el público, ni su abundancia determina que los bancos comerciales presten sin medida alguna. En realidad, los bancos pueden filtrar con bastante acierto las solicitudes que reciben si se ven obligados a mantener esa cartera en sus balances, al menos mientras no surja un auge especulativo que valorice los activos recibidos en garantía.

La crisis de 2008 puso en evidencia que el sector financiero puede crear activos y multiplicarlos sin guardar proporción alguna con lo que sucede en la economía real: el crédito bancario puede crecer y generar medios de pago que solo sirven para alimentar la especulación, es decir, para valorizar los activos financieros preexistentes, para crear otros nuevos en cadena, y para separar el precio de las acciones en Bolsa del valor efectivo de las empresas que ellas representan.

La actividad bancaria, el mercado de capitales y una parte de los intermediarios financieros pueden apoyar el crecimiento de los demás sectores y contribuir al bienestar de la población, pero también es posible diversificar la intermediación de maneras que perjudican al resto de la economía, añadiendo estrato sobre estrato de entidades financieras que multiplican las comisiones y que, claro está, crean gastos y empleos suficientes para cerrar el circuito de ingresos y gastos al tiempo que aumentan su participación en el producto nacional.

En general, la concentración de la propiedad accionaria en manos de los fondos de inversión, que está en la raíz de la financiarización, plantea un peligro para el funcionamiento de las economías que solo podría afrontarse con una regulación estricta sobre la composición y las inhabilidades de las juntas directivas, y sobre la selección y remuneración de la alta gerencia, tanto de los fondos como de las demás empresas.

Los fondos de pensiones son un caso que merece atención especial: durante la fase inicial de acumulación de recursos, que dura algunas decenas de años, contribuyen a la valorización de las acciones y pueden llegar a convertirse en propietarios mayoritarios de muchas empresas, con el riesgo de financiarizar sus administraciones, pero después, cuando la transición demográfica determine que haya más pensionados que nuevos aportantes, la liquidación de activos para atender a sus pensionados tendrá un efecto contrario, de desvalorización de acciones, reduciendo rápidamente los saldos a favor de cada cliente y el monto de sus pensiones, a menos que haya un subsidio masivo del Estado. En este caso, a las regulaciones generales de los fondos habría que añadir una estricta limitación a la inversión de recursos en el mercado accionario y, de todas formas, prever la masa creciente de subsidios que deberá transferirles el Tesoro público para mantener un nivel mínimo en los pagos pensionales futuros. Es probable que un cálculo cuidadoso muestre la ventaja del sistema tradicional de pensiones a cargo del Estado, basado en contribuciones e impuestos mejor distribuidos en el tiempo.

La concentración del ingreso juega un papel central para que aparezca y se consolide el proceso de financiarización, sustituyendo la fase anterior de sociedad de consumo de masas. Es muy difícil, si no imposible, que regrese la época de prosperidad general mientras subsistan la concentración del ingreso, las circunstancias que condujeron a la financiarización y la mentalidad de ganancias de corto plazo que le es consustancial. En particular, no se pueden esperar decisiones que miren el largo plazo mientras se remunera a los administradores con acciones y opciones que premian los resultados inmediatos, sin que importe lo que pueda suceder con la empresa más adelante.

Se necesita una decisión política que solo puede surgir de un respaldo popular a las medidas requeridas; hace falta un New Deal que genere empleo y redistribuya la riqueza y el ingreso como ocurrió en los años treinta, solo que ahora será más difícil porque las intervenciones que evitaron una nueva depresión en 2008 dejaron en pie una estructura de intereses creados que intentará impedir cualquier cambio efectivo.

Se ha hablado mucho de mejorar las condiciones del empleo a través de la educación de los jóvenes y el reentrenamiento de los mayores, pero estas soluciones tienen poco que ofrecer a corto plazo.

La Teoría Monetaria Moderna ha revivido la propuesta de un cambio drástico en la política fiscal, regresando a la idea de Finanzas Funciónales y diseñando programas que permitan ofrecer un empleo a cualquiera que busque trabajo, con salarios inferiores al mínimo del empleo normal para que no haya competencia entre estos programas y el sector productivo privado. Es una estrategia interesante, fácilmente aplicable en un país como Estados Unidos, cuya moneda es aceptada internacionalmente, pero más difícil de llevar a la práctica en países en desarrollo, donde ocasionará un aumento inmediato en la demanda de importaciones. Habría que encontrar actividades que se puedan financiar con deuda pública interna y que faciliten el crecimiento de las exportaciones, lo que es difícil pero no imposible (el turismo, los servicios médicos y odontológicos para extranjeros, y otros servicios basados en las tecnologías de comunicación y en el Internet podrían avanzar mucho en este camino).

La automatización en la manufactura y en buen número de servicios plantea un desafío a las políticas económicas tradicionales. Evitar las innovaciones tecnológicas es la peor política posible, porque estas seguirán su marcha en otros países y pronto sería imposible exportar hacia ellos bienes con alto valor agregado, sino solamente materias primas. Tampoco conviene limitar el cambio técnico porque las protecciones estimulan la inflación y retrasan el crecimiento.

Por el contrario, la estrategia que mejor resultado ha dado en el pasado consiste en promover la investigación y el desarrollo de nuevas ideas, con programas financiados por el Estado para evitar la miopía de las decisiones de empresa, que excluirían la investigación básica y evitarían explorar áreas que no garanticen un rendimiento inmediato. La mejor política de propiedad intelectual consiste en el libre intercambio del conocimiento, sin patentar lo que haya creado o descubierto cualquier proyecto financiado por el Estado, o, si no hay más remedio, patentándolo a favor del Estado para permitir después su aplicación universal libre de trabas y de costos.

El empleo en la industria seguirá el camino que marcó el empleo agrícola, con un descenso rápido del número de trabajadores y un aumento progresivo en los requisitos de calificación técnica. En cambio, seguirán creciendo los sectores de servicios, al mismo tiempo que tiene lugar un envejecimiento de la población que, a su vez, abre una serie de oportunidades para nuevos servicios.

Es evidente que las soluciones tradicionales de "mano invisible" no están funcionando, así que van a ser necesarios los programas de empleo con apoyo estatal que sugiere la Teoría Monetaria Moderna, e incluso ir más allá y pensar en un ingreso personal mínimo garantizado.

Esa misma teoría empequeñece el papel de los impuestos, insistiendo en que solo son necesarios para obligar al público a usar la moneda de curso legal que el mismo Estado pone en circulación a través de sus déficits. Pero hemos visto que también existe un déficit privado debido a la facultad de los bancos comerciales de crear medios de pago en operaciones que luego tendrá que apoyar el banco central para evitar una crisis financiera. Y puede suceder que los dos tipos de déficit aparezcan en forma simultánea, y también es posible que uno opere en contravía del otro, como podría ocurrir si la autoridad monetaria decidiera oponerse a la política fiscal, aun a riesgo de provocar ella misma una crisis bancaria.

Los impuestos son necesarios para conseguir la redistribución del ingreso y de la riqueza. No se trata de buscar una nivelación, sino de alcanzar distribuciones semejantes a las que consiguieron por esta vía la mayoría de los países desarrollados hacia mediados del siglo pasado, con Gini cercanos a 0,35, de manera que pueda funcionar el mecanismo de difusión de innovaciones atrás descrito y los nuevos productos y servicios lleguen finalmente al alcance de todos.

Combatir la concentración también hace necesario que el recaudo de impuestos se acerque al nivel de gastos del respectivo gobierno, porque el déficit no debe crecer más rápido que la capacidad de res-puesta de la economía, que necesita invertir esa inyección de recursos en crecimiento del sector real: si se sobrepasa ampliamente dicha capacidad, es posible que aparezcan brotes especulativos o, aún peor, que se engendre una hiperinflación.

Pero la mayor dificultad está en calcular cuánto necesitan crecer los medios de pago para sostener un crecimiento permanente de la economía.

El fracaso de las teorías cuantitativas del dinero -tanto de las que postulan una velocidad de circulación estable como de las que plantean funciones de demanda de dinero- muestra que no existe una respuesta segura porque el funcionamiento del sistema y las innovaciones financieras modifican estos parámetros o funciones de manera difícilmente previsible.

La solución podría estar en depender menos del déficit público y más del privado. La estructura actual de un banco central que maneja la tasa de interés y deja que el sistema bancario responda a las demandas de crédito de los particulares permite adaptar el volumen de medios de pago a las necesidades de la economía. Sin embargo, el riesgo, tantas veces demostrado, de que el crédito se desvíe hacia actividades especulativas debería ser controlado en su origen mismo, es decir, mediante regulaciones estrictas que dirijan la mayor parte del crédito hacia actividades de producción de bienes y servicios, privilegiando las inversiones de largo plazo y vedando las actividades especulativas. En particular, habría que prohibir la titularización y cualquier otra novedad financiera que pretenda trasladar a un tercero los riesgos de cartera, obligando así a que permanezcan directamente en cabeza del banco que los generó.

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1Colombia tuvo una rica experiencia en banca de fomento y orientación del crédito, que termina definitivamente con la modernización del Banco de la República en la Constitución Política de 1991. Se puede ver un recuento histórico en Alviar (1972) y una ampliación que incluye bastantes detalles del periodo de la Junta Monetaria en Fernández (1994). El último gran esfuerzo por dirigir el crédito a través del redescuento en un fondo administrado por el banco central fue el Fondo Financiero Agropecuario creado por la Ley 5 de 1973, en cuyo diseño y reglamentación de líneas de crédito participó el autor.

2El caso de Estados Unidos ha sido estudiado por diversos autores de la Teoría Monetaria Moderna: Bell (1998), Fullwiler (2011), Wray (2015).

Sugerencia de citación: Lorente, L. (2020). Financiarización, distribución y crecimiento. Revista de Economía Institucional, 22(42), 65-107.

Recibido: 01 de Octubre de 2019; Revisado: 04 de Octubre de 2019; Aprobado: 11 de Octubre de 2019

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