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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.8 no.11 Manizales July/Dec. 2007

 

FRANKFURT, HARRY G: SOBRE LA MANIPULACIÓN DE LA VERDAD

ON BULLSHIT: REGARDING THE MANIPULATION OF TRUTH

Por Harry G. Frankfurt Paidós Contextos, Barcelona, 2006, traducción de Miguel Candel (Versión original en inglés: Princeton University Press, 2005).

Pablo Quintanilla*
Pontificia Universidad Católica del Perú

* Profesor de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Sus principales áreas de trabajo son la filosofía del lenguaje, la metafísica y la ética. E-mail: pquinta@pucp.edu.pe


Una característica distintiva de la cultura actual, tanto de masas como académica, es la omnipresencia de la charlatanería. La retórica sensacionalista y carente de ideas nos ha acompañado desde la aparición del lenguaje, pero nunca como hasta ahora –como efecto de la globalización– nos había invadido por todos los frentes, por todos los medios y de todas las formas. El palabreo, entendido como el discurso vistoso pero fofo y sin contenido, nos asalta en la política, el periodismo, la vida cotidiana y, lamentablemente, también en el mundo académico, con argumentos que no se siguen, afirmaciones sin justificación y puro impresionismo verbal.

La ubicuidad y profusión del palabreo hace que uno pierda demasiado tiempo tratando de separar el grano de la paja para descubrir, después de mucho trabajo, que poco de lo que leyó o escuchó realmente valía el esfuerzo. Mucho de lo que se publica no pasará la prueba del tiempo, lo que no sería importante de no ser porque eso tiene como consecuencia que hermosos bosques de todo el mundo se vayan convirtiendo en publicaciones sin valor que no hacen más que ocupar espacio en las bibliotecas. Felizmente, con el tiempo el papel será reemplazado por la información virtual, con lo que el único espacio desperdiciado será el de los discos duros. Sin embargo, aun así, la creciente cantidad de materiales de investigación escasamente rigurosos dificultará cada vez más la tarea de los investigadores, quienes tendrán que abrirse paso a través de esta enorme masa de información banal, para poder acceder a lo que realmente necesitan.

Harry Frankfurt, con justicia afamado profesor de filosofía de la Universidad de Princeton, se propone en su reciente libro On Bullshit plantear las bases para una teoría de la charlatanería, e intenta explicar lo que la caracteriza y distingue, así como sus posibles causas. En este punto, la empresa de Frankfurt no está lejos de los grandes proyectos demarcatorios de la filosofía occidental los esfuerzos por discriminar entre ciencia y no-ciencia, sentido y sinsentido o, simplemente, discurso riguroso y "pura sofistería e ilusión", como llamaba Hume a los libros que según él deberíamos lanzar al fuego. Pero Frankfurt tiene en mente algo más. No quiere sólo sugerir criterios para detectar la paparruchada, sino también desea proponer herramientas para descubrir ese tipo de palabreo pretencioso que se quiere mostrar dotado de profundidad y sutileza, cuando en realidad solo contiene simpleza, oscuridad y confusión.

Según Frankfurt, hablar bullshit no es lo mismo que mentir. El mentiroso cree en la verdad, lo que ocurre es que se esmera en ocultarla. El charlatán, por el contrario, no tiene ningún tipo de consideración ni curiosidad por ella.

    Es imposible mentir si uno no cree conocer la verdad. Producir charlatanería no requiere semejante convicción. Una persona que miente está, por tanto, respondiendo a la verdad y, en ese sentido, es respetuosa con ella.1

Así, y esa es la tesis principal del libro, lo esencial del bullshiter es su total desinterés por la verdad, su "indiferencia ante el modo de ser de las cosas". (Frankfurt: p. 44) Al charlatán no le interesa mentir porque no cree que eso sea posible. Tampoco cree que se pueda decir la verdad; solo utiliza información y argumentos extraídos de diversas fuentes con la finalidad de lograr sus objetivos, los cuales pueden ser divertir, impresionar o apabullar, según la circunstancia y el interlocutor. Por eso el charlatán está más lejos de la verdad que el mentiroso.

Intentando encontrar una explicación a la proliferación actual de charlatanería, Frankfurt sugiere dos causas: de un lado,

    [L]a charlatanería es inevitable siempre que las circunstancias exigen de alguien que hable sin saber de qué está hablando. Así pues, la producción de charlatanería recibe un impulso siempre que las obligaciones o las oportunidades que tiene alguien de hablar de cualquier tema exceden su conocimiento de los hechos que son pertinentes para el tema en cuestión.2

De otro lado, la charlatanería también se enraíza en las diversas formas de escepticismo "que niegan que podamos tener acceso a una realidad objetiva" (Frankfurt: 77) lo que socava "los esfuerzos desinteresados por determinar qué es verdad y qué falso e incluso en la inteligibilidad de la noción de indagación objetiva".

El libro de Frankfurt, cuya primera versión comenzó a circular por medio de fotocopias hace más o menos veinte años, se ha convertido en un impredecible bestseller en el rubro de ensayos. Pienso que Frankfurt básicamente acierta en lo que sostiene, aunque me parece que dice algo de más, algo de menos y es un poco impreciso.

Para comenzar, no resulta claro a quiénes se refiere Frankfurt cuando menciona a aquellos escépticos que no tienen interés en la verdad. Uno intuye que alude al pensamiento postmoderno, pero no hay una afirmación explícita. El filósofo británico y profesor de Cambridge Simon Blackburn, en Truth: A guide,3 desea llenar ese vacío, y nos remite a los intelectuales influidos por Nietzsche y el pragmatismo. Es cierto que muchos de esos intelectuales pueden calificar de escépticos y relativistas, sin embargo podría ser que de este modo se esté metiendo en el mismo saco a pensadores que, por tener concepciones más complejas de la verdad que la correspondencia, son considerados de esa manera sin serlo. No todos los que no comparten la concepción de la verdad de Frankfurt y Blackburn carecen de interés por la verdad. Esas acusaciones suenan a fundamentalismo. De hecho, muchos pragmatistas no creen que la verdad dependa de un tipo de correspondencia con un conjunto de hechos prefijados, pero sí creen en la verdad objetiva, como una propiedad que tiene una creencia que es parte de una teoría que ha demostrado ser más explicativa que otras teorías alternativas. Por ejemplo, para los instrumentalistas, si hay criterios que determinan que una teoría es objetivamente la mejor opción explicativa en un momento determinado y ante la evidencia disponible, podremos hablar de verdad objetiva. En el momento en que una nueva teoría reemplace a la anterior, -al demostrar ser más explicativa o al aparecer nueva evidencia-, dejaremos de considerar verdaderas las creencias que la constituían. Pero no deberá pensarse que esto muestra que la verdad cambia; la verdad no cambia, o por lo menos no es necesario suponer que lo hace, lo que cambia es nuestras creencias acerca de lo que es verdadero. En todo caso, para ellos, lo que llamamos "la verdad" no es una lista de creencias que describen la realidad con exactitud, en todo tiempo y espacio, sino simplemente un concepto regulativo acerca de lo que deberíamos creer, dada la evidencia relevante y los mejores criterios de justificación. Probablemente todos tenemos ese concepto como consecuencia de la adaptación de la especie al medio y de nuestra necesidad de creer lo que nos resulta más apropiado para sobrevivir exitosamente.

Será importante, sin embargo, preguntarnos qué condujo al supuesto abandono de la verdad y, por tanto, qué generó la charlatanería. Probablemente lo hizo el descrédito de la concepción fundamentalista de la verdad, es decir, la idea de que hay una representación correcta y definitiva de la manera como son las cosas, de suerte que es posible estar totalmente acertado o plenamente errado respecto de la realidad. El fundamentalista suele creer que acierta (sería imposible que alguien creyera que sus propias creencias son falsas) con lo que asume que quien no cree lo que él cree está irremediablemente equivocado. De esta manera, si uno piensa que hay una descripción última y correcta de la realidad y que por suerte uno está más cerca de ella que los otros, uno cree encontrarse en el derecho e incluso en el deber de desvelar la verdad a los demás, incluso (o especialmente) si ellos se resisten a verla. Históricamente eso ha conducido a toda suerte de guerras, imposiciones, colonizaciones y sometimientos de aquellos que no tienen la suerte de conocer la verdad que el colonizador ha descubierto. La historia latinoamericana ilustra ese fenómeno desde el siglo XVI y, en materia de imposición por la fuerza de ideas supuestamente verdaderas, occidente se gana la mayor parte de los laureles. Pienso que nuestra obligación, epistémica y moral, no es revelar la verdad a los demás, sino poner sobre la mesa los instrumentos que creemos son los más apropiados para encontrarla, así como las creencias que nos parecen mejor justificadas y que, por tanto, consideramos son las mejores candidatas a ser tenidas por verdaderas. Los demás decidirán por su cuenta lo que quieran creer acerca de ellas.

Pero el caso del fundamentalista muestra que el discurso charlatán no es solamente el de quien no cree en la verdad, sino también el de quien cree en ella pero cree también que nadie sino él la conoce. Si el charlatán, en su desinterés por la verdad, manipula las situaciones para obtener sus fines, el fundamentalista también se comporta de esa manera, pues, estando convencido de la verdad de sus creencias, ya no le interesa revisarlas ni justificarlas ante los demás sino manipularlos para que las compartan. El libro de Frankfurt no incluye estas consideraciones, lo que es ciertamente una limitación.

Por eso a la charlatanería de los relativistas que no creen en la verdad hay que añadir la de los fundamentalistas que sí creen en ella, que además creen poseerla y que, finalmente, consideran su obligación imponerla. La carencia principal del libro de Frankfurt, es no reparar en esa otra fuente de manipulación. Así, habría que modificar su tesis, porque si él dice que el charlatán no cree en la verdad y que es más enemigo de ella que el mentiroso, entonces por definición el fundamentalista que cree poseer la verdad no es charlatán, lo que prueba que la definición de Frankfurt es demasiado limitada. El charlatán puede o no creer en la verdad. Es más, normalmente sí cree en ella aunque no sea consciente de las paradojas que eso produce, porque si alguien sostiene con convicción que la verdad no existe es obvio que hay un sentido en que considera que sus creencias son preferibles a las de los que no creen en ello, y eso es una manera de creer en la verdad.

Frente a esta objeción Frankfurt retrucaría que su tesis no es que el charlatán afirme que la verdad no existe, sino que simplemente no le interesa para nada la verdad, que no es lo mismo. En efecto, no lo es. Creo, sin embargo, que es imposible que a alguien no le interese la verdad o que viva como si no le importara, porque eso implicaría no tener creencias de ningún tipo, dado que cuando tenemos una creencia inevitablemente asumimos que es verdadera. Consciente o inconscientemente siempre creemos lo que a nuestros ojos está mejor justificado. Lo que puede ocurrir con muchos de los que Frankfurt llama escépticos de la verdad, es que ellos no creen en la concepción de la verdad de Frankfurt, lo que no implica que no crean en la verdad, por lo menos no en todos los casos. Además, uno podría asegurar que cree que la verdad no existe, pero sería imposible que realmente lo crea o que se comporte de esa manera. ¿Cómo podría conducirse quien no tiene creencias que asume son preferibles a otras? Es imposible no interesarse por la verdad, porque eso significaría que nos resulta indiferente creer una cosa u otra. Podría sernos indiferente tener creencias respecto de algunos temas que pensamos que no son relevantes, que son confusos o sobre los que no vale la pena tener creencias, pero todos consideramos necesario (ya sea si somos plenamente conscientes de ello o no) tener creencias verdaderas acerca de los temas que consideramos importantes.

Así, quizá una mejor definición es esta: el charlatán es aquel que, crea o no en una verdad objetiva, expresa convicciones débilmente justificadas o discurre floridamente acerca de nada. Su discurso es vacuo y enturbia, de manera pretenciosa y con aire de profundidad y sutileza, un estado de la cuestión sobre el que puede o no haber acuerdo, pero que ciertamente era más claro antes de la llegada del charlatán, es decir, un estado de la cuestión sobre el que había acuerdo acerca de nuestros desacuerdos.

Habrá que reconocer a muchos de los filósofos autodenominados postmodernos, aunque no a todos, el mérito de ser quienes más han desarrollado la actividad de la charlatanería. En efecto, ellos suelen creer que, dado que a su juicio no se pueden resolver los problemas filosóficos, es mejor no seguir intentando hacerlo, con lo cual optan por dedicarse a una confusa mezcla entre filosofía y literatura. En esto los postmodernos son positivistas sin saberlo porque asumen, bajo el modelo cientificista, que el objetivo de la filosofía es resolver problemas y, al creer que eso no puede hacerse, abandonan la tarea. Pero si uno no piensa que el objetivo de la filosofía sea resolver problemas sino aclararlos, entonces creerá también que nuestra responsabilidad es producir argumentos cada vez más finos y sólidos. Del mismo modo, uno tenderá a abandonar los conceptos de verdad, fundamento, justificación, razón, etc., solo si los entiende de una manera cartesiana, racionalista e ilustrada. Pero si los reformulamos de un modo austero y minimalista, entonces no hay razón para dejarlos de lado. Es curioso, además, cómo bajo la imagen de apertura y tolerancia, la filosofía postmoderna es, en muchos casos, intransigente y recalcitrante. Paradójicamente, hay en ella la pretensión de expresar una sabiduría oculta que no cualquiera podría comprender, pero que de alguna misteriosa manera está más allá de la verdad y la falsedad.

La postmodernidad es modernidad junior. Esto se muestra en la manera como se entienden algunos conceptos epistemológicos clave. La postmodernidad pretende alejarse de ellos, pero sólo porque todavía los entiende a la manera moderna. En vez de resignificarlos y formularlos de una manera diferente, se los echa por la borda. Estos filósofos son, pues, como el adolescente que tira un portazo a la cara de los padres para encerrarse en su habitación, la cual está, naturalmente, dentro de la casa paterna. Pero al ser un hijo parricida de la modernidad, el postmoderno está condenado a repetir al padre. Ese es, probablemente, el problema principal de la postmodernidad, es demasiado moderna. Se pretende distanciar de la modernidad como los adolescentes que, a fuerza de no querer parecerse a sus padres, terminan siendo idénticos a ellos. La misma elección de la palabra "postmodernidad" es desafortunada, porque sugiere inmediatamente un cordón umbilical aún no roto.

Es verdad que el postmodernismo puede conducir a formas de relativismo indeseables, pero el relativismo es un concepto resbaladizo, porque hay temas en los que todos somos inofensivamente relativistas. Somos relativistas, por ejemplo, en materia gastronómica o en lo concerniente a nuestras preferencias aromáticas. Así, nadie creería que hay criterios sólidos para determinar qué perfume es objetivamente mejor que los demás, aunque ciertamente todos estaríamos de acuerdo en que hay aromas que son objetivamente más agradables al ser humano que otros. Sin embargo, hay terrenos en que el relativismo se torna más sospechoso, como el epistemológico o el moral. Pero presumo que en ese ámbito el relativista es un fundamentalista encubierto, porque sigue entendiendo esos conceptos a la manera tradicional, y precisamente por eso afirma que no hay criterios objetivos para determinar la verdad de nuestras creencias o el carácter moral de nuestras acciones.

Sin embargo, para ser justos, la charlatanería no está únicamente en la filosofía postmoderna sino en todos los géneros académicos. Está en los que no creen en la verdad y en los que creen en ella. Está en los que, después de un largo y complicado discurso, no han dicho absolutamente nada. Está en los que usan toda suerte de expresiones técnicas y aparentemente complejas colmados de citas eruditas y referencias cruzadas para ocultar la falta de creatividad y el hecho de que simplemente repiten, de manera más simple pero oscura, el pensamiento de algún intelectual clásico. Está en aquellos que, como decía agudamente Nietzsche, enturbian el agua para que parezca más profunda.


NOTAS AL PIE

1. P. 68

2. P. 76

3. Oxford University Press, 2005

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