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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.12 no.18 Manizales Jan./June 2011

 

La canalización del dolor y el estancamiento del sufrimiento en Schopenhauer y De quincey*

The channeling of pain and the stagnation of suffering in Schopenhauer and de Quincey

Sandra Baquedano Jer
Universidad De Chile, Chile. sandra.baquedano@uchile.cl

* El presente artículo es resultado de los proyectos FONDECYT (Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología) número 11100009 y VID SOC 09/14-2.

Recibido el 12 de noviembre de 2010 y aprobado el 17 de diciembre de 2010



Resumen

En este artículo sondearé, tanto la canalización del dolor como el estancamiento del sufrimiento en los pensamientos de Schopenhauer y De Quincey, respectivamente. En el caso del literato inglés veremos que es opuesto en términos éticos al desenlace vivencial tanto de la conciencia mejor, como la negación de la voluntad de vivir, puesto que, mientras los placeres del opio fluyen tras sueños que se transforman en terribles sufrimientos, el dolor en Schopenhauer es sublimado hasta ser convertido en el de su ética.

Palabras clave

Conciencia mejor, negación de la voluntad de vivir, dolor, opio, , sufrimiento.

Abstract

In this paper, I shall explore the channeling of pain and the blockage of suffering in the thoughts of Schopenhauer and De Quincey respectively. In the case of the English writer, I shall show that his view is opposite in ethical terms to the existential outcome both of the better conscience and of the denial of the will to live, since while the pleasures of the opium flow after dreams that are transformed into terrible sufferings, the pain, in Schopenhauer, is sublimated until it is transformed in the of his ethics.

Key words

Better conscience, denial of the will to live, pain, opium, , suffering.



1. Reflexiones introductorias en torno al dolor y el sufrimiento

En este artículo sondearé tanto la canalización del dolor como el estancamiento del sufrimiento en los pensamientos de Schopenhauer y De Quincey. En el caso del literato inglés veremos que es opuesto en términos éticos al desenlace vivencial tanto de la conciencia mejor como luego de la negación de la voluntad de vivir. Del mismo manantial del dolor dilucidaremos una bifurcación sustancial, puesto que mientras los placeres del opio fluyen tras sueños que se transforman en tortuosos sufrimientos –al terminar los dolores físicos y los más intensos dolores espirituales en un naufragio moral–, el dolor en Schopenhauer, al contrario, es aquello que posibilita en un imaginario el éxtasis celestial de la conciencia mejor y por consiguiente más tarde la vivencia infernal de la voluntad en cuanto cosa en sí.

No obstante, a partir de esta última vivencia analizaré, cómo sublima el dolor hasta convertirlo en el medio para negar precisamente dicha voluntad y tender de este modo hacia el único norte ético que él pregona. De ahí la reflexión final sobre el .

Si bien se trata únicamente de facetas distintas de un mismo proceso, se pueden considerar al menos dos formas de objetivar el dolor: una física y una espiritual. El dolor físico –común al hombre y posiblemente a todas las especies no humanas– es una respuesta defensiva, muchas veces automática e inconciente ante algún daño biológico, la cual ha sido precedida por una pérdida y conmoción1. En el caso del dolor físico se puede distinguir el agudo del crónico.

El primero carecería en el hombre de valor madurativo o de crecimiento espiritual, si al pasar no dejara huellas significativas en la memoria. El segundo reviste sufrimiento, cuando por su intensidad se funde fácilmente con los de orden moral o espiritual. Aquí, entonces ya no cabe hablar de dolor, sino de sufrimiento, en cuanto comprende la totalidad de un estado físico y mental. En el caso del individuo que carece de una "seguridad ontológica primaria" (Laing 35). La intensidad de cualquier dolor sea agudo, crónico, espiritual o moral, debe ser ponderado como sufrimiento al comportar la totalidad indiferenciada entre su particular estado físico y mental.

El dolor espiritual, propio del ser humano –y no demostrable, pero innegable a otras especies no humanas–, se encuentra en relación con contenidos de pensamientos, sueños abstractos o sentimientos asociados comúnmente a la angustia, la tristeza, la desesperación, la nostalgia, la pena, el abandono o la incomprensión. Negarle a los animales un modo de dolor espiritual, es anular la posibilidad que, a ellos les concierna una esfera sentimental o cognitiva distinta a la del hombre. Únicamente el dolor moral, ya sea como compasión, culpa, remordimiento o vergüenza, por nombrar algunos, es asociable a características más humanas. Si bien, son estos dolores los que podrían posibilitar un crecimiento espiritual más elevado, no por el hecho que los animales carezcan de ellos; recalco, en un sentido moralmente humano y, por tanto, no se les pueda adjudicar la capacidad de sentir dolores morales, se debe desprender de ello que carezcan de una dignidad o valores espirituales más elevados.

El dolor moral puede favorecer el autoconocimiento. Por ejemplo, en la compasión; si entre lo absurdo ante la incomprensión del sufrimiento del otro, el individuo retorna, no por amor a sí mismo, nuevamente a su yo (luego de haberlo abandonado en el encuentro sensible y desinteresado con el otro), sino para preguntarse por el sentido del sufrimiento, en ese momento se puede vivenciar el abandono, en el sentido de padecer la ausencia de cualquier comprensión, que nos proteja del desconcierto existencial de ver sufrir a un semejante sin saber ni llegar a entenderlo nunca.

En esas situaciones se suelen percibir los límites de la capacidad humana, poniéndose finalmente en suspenso toda certeza, fuera de la compasión o del amor puro que sintamos por este ser. Sin embargo, esto nos puede permitir acceder a una comprensión más profunda de la realidad (no de una mera índole intelectual) que de tal vivencia nos libere.

Sin dolor no hay compasión, pero no todos los dolores morales o espirituales llevan necesariamente a la compasión o disuelven el egoísmo. La mayoría de los dolores provienen del egoísmo, ya sean, aquellos que, suelen traducirse en pérdidas materiales, como también aquellos que surgen por un enaltecimiento ilusorio del yo. De este tipo, puede uno figurarse la más diversa gama de dolores: dolor por el daño a la imagen que uno se ha creado; dolor por haber perdido el prestigio; por no poder saciar este u otro capricho, por rencor, por envidia, por orgullo, por celos o por ira. No afirmo que estos dolores se padezcan con mayor o menor intensidad que los otros, solo sostengo que nos aferran la mayor parte de las veces a ficciones que se buscan como medio de alejarnos de este u otro padecimiento determinado, y que, además, se recurre a ellas como medio de olvido, de evasión, de huida del dolor y de todo el efecto que pudo haber ocasionado.

Soy de la convicción que la conciencia holística del padecimiento –soñado por Schopenhauer y De Quincey–, ha hecho a personas capaces de experimentar el dolor con mayor intensidad, pero ellos, los sensibles, pueden ser a la vez capaces de asumir el dolor con mayor fortaleza que los otros.

Cuando los mecanismos defensivos no ayudan a canalizar el dolor y nos vuelven contra este mismo, se padece el atascamiento que yo identifique antes con el término sufrimiento que con el dolor. Spaemann nos ayuda a comprender en este sentido las connotaciones a las cuales me he referido:

El término alemán 'sufrimiento' tiene, de manera análoga a sus términos correspondientes en otras lenguas, un doble sentido. Significa tristeza (infelicidad, desagrado...), y también sencillamente pasividad (en el sentido de passibilitas), o, por decirlo a la moda, frustración (Spaemann 118).

A partir de un cierto grado de intensidad, el dolor como tal pasa a ser sufrimiento. El paso de uno a otro, ocurre cuando se anula por la profundidad del padecimiento todo motivo positivo o negativo del futuro; cuando se pierde la esperanza de alivio real y se estanca con ello la canalización que nos abstrae de su intensidad.

2. Schopenhauer y la conciencia mejor como mecanismo defensivo del dolor

Al hombre, a fin de que alcance un sentimiento elevado y oriente sus pensamientos hacia lo eterno desde la temporalidad (en una palabra, para que nazca dentro del mismo la conciencia mejor), el dolor, el sufrimiento y los fracasos, le son tan imprescindibles como al barco, ese pesado lastre sin el cual no cobra profundidad alguna, convirtiéndose así en un juguete de las olas y del viento, incapaz de fijar su rumbo y que naufraga con suma facilidad (Schopenhauer 1985 87).

En la ausencia del dolor Schopenhauer imagina un barco a la deriva, que por su misma liviandad se convierte en un juguete de las olas y del viento. Esta cita deja de manifiesto que el dolor, el sufrimiento y los fracasos son en su filosofía el pesado lastre que le da profundidad y rumbo a sus pensamientos. El lastre posibilita aquello que Schopenhauer denomina una conciencia metafísica (104).

Si ésta es en verdad una vivencia metafísica está por aclararse. Utilizo siempre la palabra vivencia antes que experiencia, cuando busco enfatizar que los dolores que residen en primer lugar en la imaginación realista, en los sueños sin esperanzas, en las quimeras o en las fantasías –cuyos contenidos no implican necesariamente que sean constatables en el mundo empírico–, su padecimiento suele intensificar aquellos dolores que sí tienen constatación empírica o fáctica; es decir, cuyo contenido se puede constatar tras razones suficientes2.

En este caso el barco recibe la firmeza necesaria para poder sondear más tarde el dolor. Reflexionando sobre éste, Schopenhauer atisba en la claridad del horizonte a la conciencia mejor, estabilidad que le procurará al barco, el sosiego de un norte sereno y de un mar calmo. La experiencia de la realidad o el dolor que provoca todo lo real, es aquello que le permite fijar rumbo hacia ese norte metafísico y ético. Sin embargo, el peso del lastre no es ilimitado: ¿qué sucede cuando éste supera en enorme medida la capacidad de soporte del barco? Schopenhauer no habla en esta ocasión de ello, pero veremos que lo presupone.

Mucho se ha escrito y especulado sobre el dolor, sin embargo, no todos aquellos que realmente lo han padecido han vuelto a la superficie de las palabras donde yacen las reflexiones, ni han conseguido, por consiguiente, fijar a través de ellas, el rumbo de tal padecer. La locura es el ejemplo de la sobrecarga más extrema, dolor que lleva al barco a un hundimiento vertical, por decirlo así, se va en picada. No se espera el regreso a la superficie porque simplemente ya ni ésta, ni en el fondo existen. Solo se padece el golpe violento de haber chocado con un fondo que su oscuridad vuelve irreconocible.

Ahora bien, cuando el barco es sobrecargado por el lastre con un dolor que solo contempla y asimila la desolación del espectáculo universal o el sufrimiento pasivo de la compasión (lo cual nada tiene de esperanzador), entonces solo queda albergar el inefable silencio de los fondos abisales. Nos encontramos, en este caso, ante un naufragio lento. En términos éticos, De Quincey, es el más fiel testimonio de este tipo de naufragio moral y filosófico.

Que el dolor espiritual inefable hunda al ser humano en una vivencia metafísica más abajo de los límites del lenguaje, es un hecho que no debe ser entendido en un sentido metafórico, si se asocia con ello una pomposidad lingüística, puesto que en este caso, debe ser entendido como un recurso filosófico y no estilístico, como una literalidad, que a través de su anverso (la metáfora) busca ser realzada y dimensionada de un modo esencial. Para ello, comenzaré aclarando que en el sistema maduro de Schopenhauer, tanto el dolor físico como el espiritual –que se padece en la representación– provienen de una voluntad metafísica, cuya manifestación más próxima es el cuerpo. En éste se manifiestan las afecciones inmediatas de la voluntad.

Así el dolor físico está ya condicionado por los nervios y su conexión con el cerebro; y de ahí que no se deje sentir la lesión de un miembro si han seccionado los nervios que lo conectan con el cerebro o cuando la potencia de éste es anulada por la acción del cloroformo. Por idéntica razón opinamos que una vez extinguida la conciencia del agonizante, es indolora toda convulsión posterior. Que el dolor espiritual está condicionado por el conocimiento es de suyo evidente; y que crece con el grado del mismo es fácil de inferir (Schopenhauer 1986a 351).
De esta afirmación es posible inferir que, en los grados de objetivación más altos de la voluntad, el dolor no puede ser sentido como tal si no existe una conciencia que lo perciba. Cuando esto sucede, el dolor moral adquiere una jerarquía más alta en la escala de sufrimiento.
La causa de nuestro dolor, al igual que la de nuestra alegría, no suele tener su sede en el presente real, sino simplemente en pensamientos abstractos: estos son los que con frecuencia nos causan insoportables tormentos, frente a los cuales queda empequeñecido cualquier sufrimiento de la animalidad, dado que con los mismos a menudo dejamos de sentir nuestro propio dolor físico e incluso ante un intenso sufrimiento espiritual nos provocamos un sufrimiento físico, simplemente para desviar la atención de aquel a éste: por eso en medio de los mayores dolores espirituales uno se mesa los cabellos, se golpea el pecho, se araña la cara o se arrastra por el suelo; todo lo cual solo es propiamente un medio violento para sustraernos de un pensamiento insoportable (411).

Que los dolores espirituales sean considerados por Schopenhauer más grandes e intensos en la escala de sufrimiento, se debe a que, cuando el individuo es capaz de abandonarse a sí mismo en el padecimiento del dolor ajeno para ver más allá de los fenómenos individuales que distancian al "yo" del "tú", traspasa el Velo de Maya y capta el dolor común que subyace bajo cada ser. La compasión proviene del hecho de ver que nuestro verdadero yo no existe solo en nuestro individuo, sino, en lo resultante de todos los demás. Lo cual se debe a que el conocimiento mejor supone haberse liberado del principium individuationis, lo que implica que, todo dolor, ya sea el propio como el del más ajeno, haya sido padecido de igual modo. Solo la compasión puede vencer al egoísmo. Aunque el que ha solido ser egoísta muy probablemente lo seguirá siendo hasta que muera, ya que, ningún conocimiento que persiga tras razones suficientes podrá hacer que sobre su carácter influyan motivos diferentes de aquellos para los que tenga una receptividad o tendencia predominante. Esto lo piensa explícitamente Schopenhauer a lo largo de su obra, a pesar que no establezca sistemáticamente una distinción clara entre dolor y sufrimiento. Únicamente contempla a ambos para diferenciar la esfera física de la espiritual.

En lo que se refiere a la conciencia mejor, Schopenhauer la concibe como un estado de superación interior que ofrece un fugaz consuelo metafísico, el cual no es posible obtenerlo en la conciencia empírica, en cuanto ésta se halla inmersa en el engaño y en la falsedad de la vida (110).

Específicamente el sentimiento de dolor es conditio sine qua non de la compasión, la cual es considerada por Schopenhauer como el único móvil moral. La reacción ante este dolor se manifiesta en un comienzo mediante una negación anónima de la voluntad de vivir mediante la conciencia mejor, cuya prolongación y ahondamiento será denominada más tarde lisa y llanamente: el camino de la negación de la voluntad de vivir. Esto significa que, tácitamente la conciencia mejor presupone la negación de la voluntad de vivir sin que él haya aún encontrado ni utilizado el término.

3. De Quincey y el sufrimiento moral de un opiómano

Testimonios milenarios corroboran que nunca ha existido una droga tan popular desde la antigüedad, tan influyente en los círculos filosóficos e intelectuales y tan asociada al dolor como el opio. De Quincey enfatiza que el opio es –entre todos los agentes conocidos– el más poderoso y el de mayor alcance en su dominio sobre el dolor (2001 226). Por esta razón, cuando lo descubre no duda en presentarlo a través de su terminología griega.

Ésta era la panacea, , para todos los males humanos; éste era el secreto de la felicidad, del que los filósofos habían discutido durante tantos siglos, por fin descubierto (143).

Para De Quincey los dolores morales son superiores a los físicos. El espectáculo del dolor universal –del cual el opiómano es actor y testigo– es compasión porque es el dolor de los otros el que confiesa padecer. No es el dolor personal el que sueña trascendiendo el principium individuationis3. Vale aquí señalar que, la compasión en la que está inmerso De Quincey, no resulta ser un móvil moral, sino la vivencia pasiva –desde un punto de vista moral– del dolor ajeno, pero padecido éste en toda su grandeza.

Razón por la cual el dolor no vuelve a la superficie para alcanzar el rumbo de un norte metafísico y ético, puesto que la compasión que padece (soñando) es la sola asimilación de un espectáculo desolador, del cual sin embargo, no se puede sustraer ni contener. Estamos en presencia no solo de un hombre que sufre, sino, de un naufragio –en términos éticos– tanto morales como filosóficos.

El comedor de opio, ironiza de vez en cuando llamando filósofo trascendental al hombre que no puede abandonar la estructura racional del opiómano (235).

Es importante destacar, la tremenda admiración que sintió De Quincey, tanto por la persona como por la filosofía de Kant (De Quincey 1994). Si bien, los textos ya aludidos de De Quincey, se aproximan a la obra de Kant desde una perspectiva literaria y ensayística, no impide esto último que los elementos contenidos en la filosofía de Kant –en especial la distinción entre fenómeno y noumeno–, se presten para explicar ad hoc las vivencias de De Quincey con opio. De aquí, a mí juicio, la admiración del literato inglés por el filósofo de Königsberg. El en sí metafísico schopenhaueriano vendría a ser en el padecer de De Quincey, los ensueños con opio, es decir, aquella verdad, aquel dolor, aquel querer, aquella ansiedad cósmica de oscura determinación que urde trampas y pone al hombre constantemente en peligros sin que pueda preverlos ni reconocerlos. Esto último porque el entendimiento es para él limitado y falaz. El hecho que sea limitado le impide avizorar las verdades y los peligros que se revelan en el mundo de los sueños desde donde se siente sobrepasado por las formas trascendentales de la razón4.

El comedor de opio confiesa, por ejemplo, que tras su uso prolongado, el opio vuelve el tiempo elástico, es decir, se extiende hasta límites tan inconmensurables y evanescentes que al despertar le parecía absurdo dar cuenta de ello, con expresiones a la medida de la existencia humana. En los tormentos del opio, intenta expresar como el aumento de las dimensiones temporales y espaciales, multiplicaban e intensificaban, brutalmente sus dolores morales. Así nos confiesa en este sueño:

Las aguas cambiaron ahora de carácter: de lagos traslúcidos, brillantes como espejos, pasaron a convertirse en mares y océanos... Hasta aquel momento, los rostros humanos se habían mezclado a menudo con mis sueños, mas no de una manera despótica, ni con potestad especial alguna para atormentarme. Pero ahora, lo que he dado en llamar la tiranía del rostro humano comenzó a manifestarse. Entonces fue cuando sobre las aguas agitadas del océano comenzaron a aparecer rostros humanos: el mar parecía pavimentado de innumerables rostros, alzados hacia los cielos. Rostros que imploraban, llenos de ira, desesperados, que surgían a millares, por miríadas, por generaciones, por siglos: mi agitación era infinita, mi mente se venía abajo, y se alzaba de nuevo con el océano (De Quincey 2001 195).

Dicha conciencia del dolor que, experimenta soñando y que irónicamente, es asociada, como la propia de un filósofo trascendental, induce a mí parecer, a un doble silencio. El primero es causado por el contraste que se da entre el horrendo espectáculo del dolor y la condición humana, que minimiza cualquier dolor personal, hasta transformar éstos en ínfimas nimiedades personales. Cuando se sensibiliza al dolor del resto, cuando no se puede salir de la compasión, el contraste que se provoca entre la conciencia de la humanidad sufriente revivida intensamente en casos concretos y mezclándose estos casos entre siglos de generaciones sufrientes, entonces la temporalidad ínfima, en la cual se padecen los problemas personales, hacen que cualquier lamento propio termine provocando cierta sensación de egoísmo y vergüenza. Bastaría contemplar realmente la desolación y el dolor humano, para rehuir las quejas y lamentos personales. La compasión no es para De Quincey, un móvil moral sino la asimilación de un espectáculo desolador (50).

El dolor moral que padece De Quincey soñando, ya no es comparable ni en padecimiento ni en importancia, ni en medida alguna con los dolores que puede dar cuenta estando despierto. Sus vigilias sin opio, vendrían a ser aquí, como la conciencia empírica schopenhaueriana o su análogo tardío, el mundo como representación. Los placeres del opio equivaldrían a la conciencia mejor, sus tormentos se asemejarían de un modo sustancial a la vivencia metafísica del noumeno volente. En este sentido el lenguaje tendería lamentablemente a la invalidez del pensamiento –propio de los hombres que nunca han soñado– y a la hostilidad de las explicaciones que se dan en el plano de la razón suficiente. Hostilidad que la padece como tal frente al discurso absolutista del saber científico.

Valga señalar que se puede conocer de un modo cabal el mecanismo del dolor, desde el más leve hasta el más severo, se puede describir en detalle los procesos químicos y biológicos que ocurren y así, por ejemplo, representarnos el daño de estructuras proteicas con esquemas circulares sobre la liberación de Bradicininas y Prostagandinas. Podemos seguir describiendo y esquematizando de un modo exacto el modo como llega la información al cerebro, podemos conocer el mecanismo de los receptores, la función que cumple GABA y Dopamina en sinapsis inhibitorias del dolor, podemos además, hacer un estudio específico sobre el modo como el compuesto activo del opio puede reemplazar a ambos neurotransmisores en sinapsis inhibitoria del dolor tanto a nivel físico como psicológico, y no solo eso, sino que también podríamos emprender de un modo activo el viaje inter-sináptico que realiza un neurotransmisor –que probablemente oscile entre unos 50 y 90 nanómetros–, para desde tal experiencia, internarnos en un estudio bioquímico y, así, llegar a saber todo, todo lo que pueda saberse desde una perspectiva científica sobre los mecanismos del dolor, y sin embargo, con todo ello, no entender en absoluto el dolor que padece un opiómano, quedando sumidos en la mas Indocta Ignorantia frente al simple me duele de un opiómano5 (Cocteau 2002). El lenguaje además tiende a la frialdad de la gramática, propia de cualquier explicación que no intente acceder a la experiencia y a la verdad del opiómano inmersa en una estructura racional, en la cual se sufre, pero se sufre soñando. El dolor es la manifestación directa del contenido de los sueños. A estos últimos debemos sus confesiones (227).

El lamentarse y las lágrimas, se refiere a los motivos, las razones suficientes, las circunstancias personales, pero no ponen en tela de juicio todo aquello que los produce, lo cual para De Quincey es lisa y llanamente dolor, pero en este caso dolor moral soñado. De Quincey, no soñó con la voluntad en cuanto cosa en sí, confiesa bastarle el dolor de la infancia para refutar las verdades de los filósofos y rechazar sus sistemas (33). El dolor que padece De Quincey está inmerso en este silencio cuando confiesa:

Que este, y todos los otros cambios que experimentaron mis sueños, vinieron acompañados de tan profunda ansiedad y lóbrega melancolía que son imposibles de comunicar con palabras. Me parecía cada noche descender, no en el sentido metafórico, sino literalmente descender, por simas y abismos desolados, hasta el fondo de los fondos, del que ya no esperaba volver a salir. Tampoco, ya despierto, sentía que hubiera regresado. No quiero detenerme en esto; el estado de pesadumbre que rodeaba estos magníficos espectáculos, comparable cuanto menos con la más negra oscuridad, tal si fuera una desesperación suicida, no puede alcanzarse con palabras (188-189).

Nos encontramos frente a un literato que, no solo abandona pasivamente la realidad, sino también, a él mismo en este acto. La evidente destrucción y disolución de los tormentos del opio no es causada por el dolor externo que de afuera provoca la realidad, sino por la devastación que los mismos sueños internos, que se han vuelto autónomos, han provocado. Este sufrimiento lleva a De Quincey a un padecer silente, un dolor –parafraseando a Wordsworth–: Too deep for tears.

El sentimiento que acompaña a la súbita revelación de que todo está perdido crece silenciosamente en el corazón, es demasiado hondo para expresarse en palabras o gestos y ninguna parte de él se trasluce al exterior. Si la ruina fuese condicional o subsistiese una duda lo natural sería prorrumpir en exclamaciones e implorar compasión. En cambio cuando se sabe que la ruina es absoluta, cuando la compasión no puede ser un consuelo y no es posible abrigar la menor esperanza, todo es distinto. Se extingue la voz, se hielan los gestos y el espíritu humano vuela de regreso a su propio centro. Al menos yo, al advertir que las terribles puertas se habían cerrado y que de ellas colgaban crespones negros, como por una muerte ya acaecida, no hablé, no me quejé, no hice un gesto. Un suspiro profundo escapó de mi pecho y me estuve en silencio varios días (12).

"No hablé, no me quejé, no hice un gesto". Suspiria de Profundis, es el suspiro que se escapa de este silencio. "Es demasiado hondo para expresarse en palabras o gestos". Pese a que esto ya es más que un suspiro, puesto que él con palabras lo expresa, son sin embargo, precisamente estas palabras aquellas que realizan una especial forma de silencio. La diferenciación establecida entre dos formas de silencio alude en el caso de De Quincey, a un silencio nacido de un dolor inefable, el cual lo conduce en sus sueños a la más profunda pero pasiva compasión, sin que ésta encuentre salida ni efectos virtuosos en el plano ético.

Él solo padece, pero padece soñando. El sentimiento albergado en la certeza de saber que todo está perdido, le impide a De Quincey implorar compasión, porque lo cierto es que ya está inmerso en ella, razón por la cual implorarla sería un contrasentido. Por la misma razón, no la condena como Nietzsche, ni la fomenta como lo hace Schopenhauer, puesto que el dolor moral y la soledad universal son producto de su compasión. Los tormentos del opio condenan a De Quincey al sentimiento de la más profunda compasión.

Sin duda, De Quincey, habría implorado compasión si el dolor y la ruina de la que fue objeto y testigo hubiese sido parcial, pero cuando no hay esperanza: "la voz muere" y "nuestro espíritu retorna a su propio centro". La compasión es la esencia de este silencio. De Quincey reitera enfáticamente que se trata de una experiencia inefable y a raíz de eso es que queremos reconocer ahí la realización de éste. A tal inefabilidad pertenece el mundo soñado del opiómano. "Tampoco, ya despierto, sentía que hubiera regresado"(188). Es la experiencia de un naufragio moral, un hundimiento total en la contemplación y en el sufrimiento pasivo de la compasión sin alcanzar la superficie de un plano ético. Estamos –al contrario de lo canalizado por Schopenhauer– ante un naufragio moral, un completo engolfamiento en la contemplación y en el sufrimiento pasivo de la compasión sin alcanzar la superficie de un plano ético.

En el caso de Schopenhauer el resultado resulta ser otro, puesto que este silencio, nacido del dolor inefable, conduce al filósofo a un segundo silencio, que será la base de su ética, puesto que si bien, el dolor inefable, la compasión vivenciada en toda su grandeza, no encuentra medios satisfactorios para expresar su pesar y su verdad, encuentra, sin embargo, en esta filosofía una conexión con la ética, manifestándose en una forma de ser que se eleva por sobre el lenguaje.

El genio, la moralidad inmediata, el virtuoso, el santo, el místico y el asceta, hacen de este silencio, de esta vivencia metafísica, la base de la moralidad en la filosofía schopenhaueriana (Schopenhauer 1986a 503).

4. La negación de la voluntad de vivir y el dolor como

El , o la segunda mejor manera de viajar, es una expresión utilizada en la navegación cuando se ha de remar por no haber viento propicio; el modismo es utilizado comúnmente por Platón (2000 99d), y se aplica a la búsqueda de la verdad. Literalmente significa: segunda singladura. Se ha convertido en proverbial para indicar un camino más duro y difícil, como en este caso es la navegación, que en ausencia de condiciones favorables se realiza con remos frente a la que sin adversidades se realizaría de manera fácil y serena a vela.

Si ahora vemos practicar el ascetismo por parte de quien ha conseguido la negación de la voluntad, para persistir en dicha negación, también el sufrimiento en general, tal como es impuesto por el destino, es un segundo camino para conseguir esa negación: sí, podemos admitir que la mayoría solo llegan a ella por este camino, que es el sufrimiento sentido por uno mismo, no el meramente conocido, lo que conduce con la mayor intensidad hacia la plena resignación, a menudo solo en las cercanías de la muerte (Schopenhauer 1986a 533).

Cuando abordamos el dolor y su relación con la conciencia mejor, nos representamos aquel barco que por su liviandad era incapaz de fijar el rumbo, convirtiéndose en un juguete de las olas y del viento. El lastre ilustraba el dolor padecido que provenía de un conocimiento intuitivo. Su vivencia manifestaba uno de los modos que adquiere la conciencia en un sujeto que sufre y que luego en el plano ético no se expresa a través de conceptos abstractos, sino en la praxis, en la conducta general del hombre, en sus acciones, es decir, en su forma de ser (249).

La negación de la voluntad evidencia un cambio que permite diferenciar el nivel vivencial del ontológico. Esto porque el dolor que antes constituía el camino a la salvación, que se traducía en la creencia de alcanzar de facto la conciencia mejor, lo sigue siendo, pero ahora como un segundo camino, como una segunda forma de viajar.

En el caso del , presupone esta segunda forma de viajar una primera, la cual proviene del sufrimiento de toda vida meramente reconocido, que se siente y se hace suyo únicamente mediante el conocimiento. Sin embargo, ocurre que en muy pocos casos se da la circunstancia que solo el conocimiento puro, sin el dolor padecido, logre traspasar el principium individuationis para terminar finalmente reconociendo y asimilando cualquier sufrimiento del mundo como el propio.

Tal conocimiento nos lleva generalmente a un als ob de la negación, mediante el arte, por ejemplo, antes de conducirnos propiamente a la negación de la voluntad. Schopenhauer no niega la existencia de casos en los cuales el mero conocimiento logre traspasar el principium individuationis y emanciparse del principio de razón subordinado a la voluntad hasta finalmente terminar negándola, solo sostiene que pese a que sea ésta la mejor forma de renunciar a la voluntad, no es sin embargo, por ello, la más usual, puesto que la mayoría se encaminan en la renuncia a través de esta "segunda mejor manera de viajar", que es la segunda mejor vía, no en relación a la primera, sino mejor en relación a cualquier vía de afirmación de la voluntad de vivir.

Por tanto, el calificativo alude al destino antes que el medio, una meta que termina anulándose a sí misma al consumarse en la nada. Ambos modos de viajar son posibles únicamente mediante el dolor, pero en el caso del , no del dolor ni del sufrimiento conocido, sino vivenciado:

... , a saber, el procurar la negación de la voluntad mediante un sufrimiento propio gravemente sentido, o sea, no simplemente por la apropiación del sufrimiento ajeno y el conocimiento, gestionado por esa apropiación, de la futilidad y el desconsuelo de nuestra existencia (808).

Razón por la cual, la segunda forma no es la más óptima como modo de negar la voluntad. No obstante, igualmente es considerado un medio que conduce a la salvación. Esto se debe a los modos de lejanía que se adquieren por la abstracción del dolor y cuya dimensión no tiene que ver con un olvido del dolor sino ante todo con la canalización del mismo.

El modo de conocimiento que concierne a la formulación de la autoconciencia es fruto de ello. Recordemos que el filósofo afirma que, aquel que niega la voluntad de vivir, se coloca deliberadamente en la situación de sufrir, para persistir en dicha negación. Como todo sufrimiento humano supone una mortificación de la voluntad y, por ende, una tendencia a la resignación, a la renuncia, el dolor posibilita en la metafísica de la voluntad schopenhaueriana, ponernos en el camino de la salvación.

La evolución de la conciencia mejor, a la negación de vivir, más que una evolución teórica, se nos muestra como el distanciamiento de un padecer vivencial, cuya lejanía llevó al filósofo a abstraerse de la vivencia de su dolor originario. En el caso propio de Schopenhauer, el modo de canalizarlo en vista de evitar el estancamiento no se refiere ante todo a su vivencia sino más bien al concepto abstracto que de ella nació.

El no deja de ser una vía legítima, tampoco deja de ser auténtica y original en su forma, puesto que implica el dolor que la persona misma ha canalizado a través de su vivencia, siendo este dolor el que conduce frecuentemente a la resignación más radical. Por antonomasia, ejemplo de ello es la compasión, la cual se traduce en un profundo dolor o sufrimiento moral.

He sondeado así dos casos sublimes y emblemáticos en los cuales la mirada ha pasado de lo particular a lo general y, ha enfocado el dolor propio como un mero ejemplo o manifestación del sufrimiento universal. Con resultados opuestos en términos éticos, en uno ha significado constituirse en el modus operandi del único móvil moral mientras que, en el otro, la compasión se plasmó en un estancamiento pasivo de la contemplación en el sentido de no tener un retorno activo en las acciones prácticas.



Notas al Pie

1 No solo la pérdida de la integridad física implica la ausencia de algo que se deja fuertemente sentir.
2 Para distinguir el uso adecuado de vivencia y experiencia véase mi último artículo publicado en esta revista "Los éxtasis metafísicos en los pensamientos de Schopenhauer y de Quincey" Discusiones Filosóficas, jul-dic (2009): 97-111. Impreso.
3 En los Suspiria de Profundis, De Quincey, relata a través de una mirada retrospectiva, los eslabones que van encadenando su experiencia infantil con los ensueños confesados. Cfr. De Quincey, T. Suspiria de Profundis. Trad. Luis Loaysa. Madrid: Alianza Editorial, 1985 p. 72. Impreso. Esto induce a rescatar a lo largo de la obra y sobre todo en el capítulo concerniente a "La aflicción de la infancia", el esfuerzo del literato por reconocer la afinidad que todos los hombres sienten por el niño que se fue. Recuerdo, que a través de los ensueños lo lleva a reflexionar sobre la infancia en general, enfatizando ante todo el modo como resulta ser padecido en ella el dolor y la soledad.
4 Similares vivencias se encuentran descritas en el libro Fumadores de Opio de Jules Boissière. A través del inmensurable devenir de los siglos y perdidos en recónditos parajes de la selva de Indochina, el opiómano sueña tener encuentros con diversos ancestros demasiados vivos en sus recuerdos como para creer simplemente que el contenido y la forma de dichos sueños se trata de una mera ilusión.
5 Si bien su diario de vida clínico no está a la altura de los sueños que confiesa y reflexiona De Quincey, es rescatable, sin embargo, el intento de Cocteau precisamente por superar el silencio del dolor inefable. De este hecho fueron testigos sus propios médicos, quienes estaban acostumbrados a oír de los otros pacientes, un simple pero veraz "me duele". Segura estoy que los avances de un siglo de ciencia, poco ha ayudado a la medicina a comprender este simple, pero paradójicamente profundo "me duele", y que por lo mismo benefician tanto los testimonios que dejó De Quincey al confesar por todos aquellos, y esto no en sentido metafórico sino literal puesto que las Confesiones que él hace, las recoge de vivencias cuyos contenidos trascienden el principium individuationis, que se han sumido sin volver en una experiencia tan dolorosa y ensombrecedora tan sublime e inefable, como resulta ser el mundo soñado del opiómano.



Referencias

Baquedano, Sandra. "Los éxtasis metafísicos en los pensamientos de Schopenhauer y de Quincey". Discusiones Filosóficas, Jul-Dic (2009): 97-111. Impreso.         [ Links ]
Boissière, J. Fumadores de opio. Trad. Antonio Rodríguez. Valencia: Editorial Pre-textos, 2005. Impreso.         [ Links ]
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De Quincey, T. Suspiria de profundis. Trad. Luis Loaysa. Madrid: Alianza Editorial, 1985. Impreso.         [ Links ]
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