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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.13 no.20 Manizales Jan./June 2012

 

Breves reflexiones sobre el desafío del activista a la política deliberativa: el buen deliberativista no siempre delibera

Brief thoughts on the activist's challenge to deliberative politics: the good deliberativist does not always deliberate

Macarena Marey
Universidad de Buenos Aires - CONICET, Argentina.
macarenamarey@hotmail.com

Recibido el 6 de marzo de 2012 y aprobado el 24 de mayo de 2012



Resumen

En este artículo, se presentan algunas reflexiones acerca de cómo los demócratas deliberativos deberían responder al "desafío del activista".

Palabras clave

Deliberación, desafío del activista, legitimidad, normativa.

Abstract

The aim of this article is to set forth some reflections on how deliberative democrats should respond to the 'activist challenge'.

Key words

Deliberation, activist challenge, legitimacy, normativity.


El "desafío del activista" planteado por Iris Young, condensa una objeción frecuente contra la idea de participación ciudadana de la política deliberativa. Young construye el personaje del ciudadano comprometido con el ideal deliberativo, proponiendo que el puro intercambio racional, ordenado y no coercitivo de argumentos, realizado con el objetivo de generar consenso, sigue siendo la mejor vía de acción para promover la justicia incluso en contextos estructuralmente injustos y excluyentes.

El problema que plantea la crítica de Young a la democracia deliberativa se articula alrededor de dos indicaciones que, de ser correctas, implicarían ciertamente que la insistencia en que la sola deliberación como la mejor vía para la resolución de conflictos y toma de decisión, en cualquier contexto dado, equivale a proponer mecanismos que reproducen un statu quo injusto. Estas dos observaciones críticas consisten en que los procedimientos deliberativos concretos, en contextos injustos, son cerrados y excluyentes, porque el ideal mismo de la deliberación implicaría una idea meramente formal de la inclusión en la participación y necesariamente insensibles al hecho de que las sociedades contemporáneas están atravesadas por desigualdades estructurales injustas.

El núcleo más fuerte de la crítica del desafío de Young consiste, a mi juicio, en que sugiere que la consecuente insensibilidad al contexto de aplicación imputada a los procedimientos reales de deliberación estaría causada por los presupuestos teóricos mismos de la situación deliberativa ideal. Por este motivo, el desafío del activista llama la atención sobre la cuestión de si la distancia entre teoría deliberativa y praxis es un problema conceptual más serio que una mera cuestión técnica. La crítica de Young debe, por tanto, ser tomada en serio por los deliberativistas.

Young define a la democracia deliberativa como una teoría que ofrece una "visión normativa de las bases de la legitimidad democrática" y una "prescripción para cómo los ciudadanos deben involucrarse políticamente" (Young 672). En cuanto a esto último, para Young el deliberativismo consiste en sostener que: "la mejor y más apropiada manera de conducir la acción política, de influir y tomar decisiones públicas es por medio de la deliberación pública".

En este artículo objetaré esta segunda tesis de Young sobre la política deliberativa, a partir, precisamente, de la afirmación de que el deliberativismo es una visión normativa y evaluativa de la democracia, por contraposición a una concepción descriptiva de ella.

El breve análisis que realizo se centra sobre todo, en el carácter normativo de la democracia y la política deliberativa y, además, en la idea de que la deliberación refiere, en tal marco normativo-evaluativo, a un modo determinado de justificación de decisiones políticas y a un conjunto de criterios evaluativos para una crítica sólida a las relaciones de desigualdad en las sociedades políticas concretas, antes que a una mera forma de comunicación que, en virtud de su supuesta capacidad instrumental para conducir a resultados epistémicamente correctos, el bien común o la mejora de los juicios y actitudes de los ciudadanos, es considerada superior a otras formas vistas como ilegitimas por su incapacidad para ello (esto es, antes que a la imagen de la política deliberativa presupuesta por las críticas de Young).

La respuesta básica al desafío del activista que propongo consiste en que el ideal deliberativo del intercambio recíproco de razones no implica analíticamente la creencia de que las virtudes de los procedimientos deliberativos sean tan elevadas que conduzcan a resultados justos (o más justos que el statu quo anterior a la aplicación de un procedimiento deliberativo), en contextos en los que no se verifica algún umbral mínimo de igualdad y justicia social (precondiciones para la legitimidad plena del intercambio de razones).

En otras palabras: en la medida de que el fin que guía su conducta política sea conseguir un escenario de legitimidad deliberativa, el deliberativista no tiene por qué renunciar a la ironía, las manifestaciones y otros medios estratégicos generalmente considerados disruptivos. Esta hipótesis en apariencia trivial (que virtualmente ningún deliberativista negaría) acerca de la democracia deliberativa es lo que el desafío de Young desconoce; por tanto, mostrar cuáles son las razones principales por las cuales la democracia deliberativa sostiene tal hipótesis es una tarea que, si bien humilde, no deja de ser importante para los deliberativistas.

Algunas respuestas al desafío del activista: deliberar no siempre es la respuesta

Una respuesta convincente a la crítica de Young es ofrecida por Fung, quien sostiene que es falso que del ideal demócrata deliberativo se siga necesariamente una ciega exhortación a ponerse a deliberar en cualquier contexto político, tal como postula Young.

Fung concuerda con Young en que la deliberación no es el procedimiento indicado para alcanzar resultados justos en cualquier contexto concreto dado. Consecuentemente, propone una ética política que sirve como guía para la acción orientada a conseguir escenarios sociales en los cuales el impacto de las desigualdades injustas sobre la deliberación pública se vea neutralizado, o por lo menos disminuido.

La argumentación de Fung comienza por indicar que la democracia deliberativa es "un ideal político revolucionario" en dos sentidos: por un lado, porque

llama a cambios fundamentales en las bases de la toma de decisión política, en el alcance de aquellos incluidos en los procedimientos de decisión, en las instituciones que hospedan esos procedimientos y, por lo tanto, en el carácter mismo de la política. (Fung 397)
Y por el otro, porque requiere
condiciones políticas, sociales y económicas dramáticamente más igualitarias que las que existen en cualquier sociedad contemporánea. (Ibíd. 397-98)
El segundo paso de la respuesta en cuestión consiste en reconocer que el mismo carácter "revolucionario" de la democracia deliberativa no autoriza al demócrata deliberativo a despachar rápidamente el desafío del activista. Fung nota acertadamente que es precisamente el hecho de que los ideales deliberativos tengan esta "naturaleza revolucionaria" lo que los vuelve "incompletos", y esto en un sentido específico:
En particular, ofrecen poca guía en lo que atañe a las responsabilidades de los demócratas deliberativos en las circunstancias decididamente no ideales que caracterizan la política democrática. Además, carecen de una teorización acerca de cómo las instituciones y prácticas existentes pueden volverse más deliberativas. Estas omisiones han llevado a algunos críticos de la democracia deliberativa a malinterpretar las afirmaciones de sus proponentes. (Fung 398)

Sin una ética de la acción política, sostiene Fung finalmente, que proponga medidas no-deliberativas para "mitigar exitosamente los efectos de la desigualdad sobre la deliberación y para moderar la reticencia de las partes poderosas a actuar con reciprocidad deliberativa" (Ibíd. 312), el activista deliberativo, enfrentado con las profundas desigualdades sociales, económicas, culturales, políticas y de capacidades para deliberar, encontrará inútil que la teoría de la democracia deliberativa requiera "mucha más igualdad social de la que realmente existe" (Ibíd. 413).

Consistentemente, Fung propone una serie de principios de acción que, sin contradecir el ideal deliberativo, dan forma a cursos de acción no-deliberativos en la práctica para disminuir el impacto regresivo que la estructura profunda de las desigualdades derrama sobre los procedimientos de decisión política.

Los principios propuestos por Fung son los de fidelidad, caridad, agotamiento de instancias y proporcionalidad, y actúan como guías de la práctica no-deliberativa del activista deliberativo en contextos progresivamente injustos, manteniendo siempre en vista que el fin (normativo) de estas medidas es conseguir que la toma de decisión se realice a partir de procedimientos plenamente deliberativos. Con esto, la práctica política no-deliberativa sigue siempre orientada a conseguir un escenario político deliberativo más justo y no, por ejemplo, al mero triunfo de un interés particular.

En un trabajo reciente, Estlund elabora una crítica a ciertas propuestas demócratas deliberativas que es similar a la crítica de Young.

Estlund apela al "teorema del segundo mejor", desarrollado por Lipsey y Lancaster1, para rechazar la plausibilidad de lo que llama la "doctrina del reflejo" (mirroring doctrine), sin que esto implique un rechazo pleno del ideal deliberativo.

Según Estlund, esta doctrina del reflejo se aplicaría al ámbito de los deberes de civilidad y de la regulación de la comunicación pública en la esfera política informal, y sostendría que la participación ciudadana debe en todo momento regirse por el criterio de asemejarse en todo lo posible a la situación deliberativa modelo, sin consideración de las particularidades del contexto. Tal doctrina sostendría, por ello, una idea de participación similar a la que adopta el personaje del ciudadano deliberativo construido por Young.

El argumento central por el que Estlund rechaza la doctrina del reflejo se basa en la idea de que los deberes de civilidad deben entenderse como deberes de acción colectiva, esto es, como deberes "que se aplican solamente en la medida en que los demás los cumplen en general".

Estlund se pregunta qué sucede "cuando la acción colectiva se quiebra", esto es, cuando "el deber original cae"; "¿qué es lo que surge en su lugar?" (191). Su respuesta consiste en que cuando la cláusula del comportamiento cooperativo de los otros no se verifica, esto no equivale a la entrada en vigencia del principio de "vale todo". Los deberes de civilidad adquirirían, por el contrario, un "nuevo contenido sustituto": "el deber que tenemos cambia, ajustándose a esa circunstancia" (191).

Esta idea da forma, a su vez, a la propuesta de Estlund de una "teoría de la ruptura" (breakdown theory), un "modelo de civilidad en la participación política que da un lugar a la participación brusca, disruptiva, e incluso supresora bajo las circunstancias adecuadas" (Ibíd. 185), que permite a los ciudadanos adoptar cursos de acción que no están contemplados, según Estlund, por el diseño de la situación dialógica modelo. El ideal deliberativo no perdería con ello, sin embargo, su vigencia normativa, debido a que

la situación deliberativa ideal, incluso existiendo solo en el pensamiento, sirve como modelo contra el cual evaluar la realidad con el fin de identificar y tratar las desviaciones. (Estlund 199)
Considero que la propuesta de una teoría de la ruptura, tal como la justifica Estlund, no ofrece buenas razones para ser adoptada por los deliberativistas como una guía de acción o ética política consistente con su objetivo político. El motivo principal de esto consiste en que la justificación normativa que Estlund ofrece para dar forma a la ética política de su teoría de la ruptura apela exclusivamente a sus virtudes epistémicas, esto es, a la eficacia de tal ética política para conducir a resultados correctos:
Presuponiendo con Marcuse y Mill que el valor de la deliberación ordenada consiste en que promueve la verdad, o sabiduría, o calidad de las decisiones sociales resultantes, la civilidad estrecha [i. e., la doctrina del reflejo] ya no promueve la verdad una vez que están ausentes los demás componentes de una deliberación ordenada pero libre y cuando los criterios que permiten desviaciones de la civilidad estrecha pueden servir para remediar la situación epistémica. (Estlund 193)

Estlund sostiene, por ende, que cuando la cláusula del comportamiento cooperativo de los demás no se verifica, la obligación de civilidad que permanece sigue manteniendo la misma fuente de normatividad que daba forma al deber de civilidad original. Esta fuente de normatividad es, para Estlund, el fin epistémico de alcanzar decisiones correctas. Como es sabido, la propuesta demócrata de Estlund, en su conjunto, es epistémica y, por ello, su valoración de la deliberación depende eminente y necesariamente de su capacidad instrumental para producir resultados que muestren una calidad epistémica superior a los resultados alcanzados con otros procedimientos.

Asimismo, este fin justifica normativamente no solo todos los deberes de civilidad (se cumpla o no se cumpla la cláusula del comportamiento cooperativo de los demás), sino que también da forma a una idea de participación determinada: se participa para alcanzar resultados epistémicamente correctos. Es decir: arribar a resultados verdaderos o correctos es el (único) fin que da sentido a la participación política. Con esto, aparece una tensión en la postura de Estlund por la cual se pone en relieve un inconveniente de los modelos exclusivamente epistémicos de justificación de la deliberación, inconveniente que ulteriormente implicará que esta propuesta no sea plenamente compatible con un ideal demócrata deliberativo.

Esta tensión es causada por la coexistencia de una justificación epistémica de la democracia con el énfasis puesto por Estlund en la dependencia del contexto al momento de dar forma a la participación política. El inconveniente consiste en que cuando la dependencia del contexto es tomada como el factor que determina el tipo de participación que resulta adecuada en vistas a la consecución de resultados epistémicamente correctos, una justificación epistémica de la democracia debería dejar indeterminado cuál es el procedimiento de decisión colectiva que resulta superior a otros modelos disponibles.

Si seguimos la argumentación de Estlund y tomamos en serio la idea de que es el contexto concreto el que determina de manera suficiente siempre el tipo de procedimiento de decisión, no tendríamos manera de justificar la preferibilidad de un tipo específico de legitimidad procedimental democrática ex ante la aplicación de procedimientos concretos, en contextos concretos. Podría ocurrir que en un contexto concreto, dado la mera agregación de preferencias individuales, sea epistémicamente superior a la deliberación comunal acerca del bien común. En consecuencia, el esquema de argumentación de Estlund no es suficiente para mostrar por qué deberíamos orientar la praxis política hacia un ideal deliberativo ni por qué deberíamos deliberar políticamente en general en primer lugar, dado que la capacidad instrumental de cualquier procedimiento de decisión colectiva, para producir resultados correctos, es una virtud que, según se infiere del tratamiento de Estlund de la participación ciudadana, se verifica o no dependiendo en todos los casos del contexto en el que se aplica.

Por este motivo, la propuesta de Estlund resulta finalmente inconsistente con un ideal deliberativo, e incluso resulta inconsistente con mantener el ideal deliberativo como un criterio regulativo contra el cual evaluar la realidad política concreta. Consecuentemente, la propuesta epistémica de Estlund no consigue resguardar (a pesar de que se lo propone) la vigencia del estatuto normativo del modelo de legitimidad deliberativa, y este motivo es, en mi opinión, suficiente para considerar que su teoría de la ruptura no es una guía de la participación política plenamente consistente con el deliberativismo.

El carácter normativo de la democracia deliberativa y algunos malentendidos

La propuesta del activista deliberativo de Fung tiene algo en común con la objeción de Young -un punto al que también apela Estlund-. En efecto, ambas se derivan, en última instancia, del hecho de que la democracia deliberativa es un tipo de teoría normativa de la democracia. Por un lado, la objeción del activista se concentra en la incapacidad de las teorías deliberativas para franjear la distancia entre teoría normativa y praxis; por su parte, la respuesta de Fung consiste en proponer que la teoría de la democracia deliberativa no tiene por qué adoptar una idea de la participación política que dificulte innecesaria y ciegamente la concreción del modelo ideal normativo, y que esto se debe a las exigencias normativas que hace la teoría misma.

Este rasgo de la política deliberativa (i.e., que ella sea una teoría normativa de la democracia) nos permite comenzar a responder las dos objeciones de Young. En lo que sigue, señalaré (con las letras A-D) los pasos de esta respuesta en apariencia trivial al desafío del activista. A partir del análisis de tres problemas que Sanders plantea como objeciones que refutarían el ideal teórico de la democracia deliberativa2, quisiera ejemplificar, así mismo, cómo los desafíos a la noción de participación de la democracia deliberativa pueden ser superados apelando a su carácter normativo.

Young no negaría que A) dado su carácter normativo, la política deliberativa puede ofrecernos criterios evaluativos que nos permiten explicar por qué un contexto político determinado es estructuralmente injusto y excluyente y por qué el hecho de que un contexto tenga tal característica pone en cuestión la justicia y la legitimidad de los procedimientos de razonamiento práctico colectivo (y de sus resultados) aplicados en él. Con esto, el ideal deliberativo se convierte también en una teoría evaluativa de la democracia.

De este modo, prima facie, la idea de la política deliberativa nos facilita principios gracias a los cuales podemos ejercer una crítica sólida y fundamentada contra las mismas estructuras sociales concretas que hacen que la instrumentación apresurada o prematura de esquemas deliberativos en ellas sea contra-producente.

Ahora bien, B) sostener que el ideal deliberativo muestra esta capacidad de crítica es diferente -y esto es lo que la crítica de Young supone que el deliberativista no reconoce- de adscribir a la deliberación una capacidad para solucionar, por sí misma, las desigualdades estructurales perniciosas.

El punto aquí es que la equiparación entre estas dos tesis es lo que da forma a la imagen que Young supone de la democracia deliberativa: lo que el desafío del activista atribuye al deliberativista es, en última instancia, esta equiparación incorrecta. Dado que es evidente que sostener un ideal deliberativo no nos compromete con sostener la tesis pragmática de que deliberar en cualquier contexto práctico concreto sea la mejor vía para promover la justicia social (justicia que es a su vez ciertamente precondición del correcto desenvolvimiento de un foro plenamente deliberativo), C) podemos adherir a la política deliberativa sin tener que negar que la sola deliberación en contextos concretos resulte incapaz de solucionar muchos de los problemas que atraviesan nuestras sociedades impidiendo que se verifiquen ciertas condiciones necesarias para la legitimidad política plenamente deliberativa.

Es, simplemente, este motivo evidente lo que debe estructurar la repuesta deliberativista al desafío de Young; en otros términos, esta es la razón por la cual es sencillamente falso que el ideal deliberativo demande analíticamente ponerse a intercambiar argumentos de manera ordenada en cualquier contexto dado, tal como supone Young.

De este modo, en lo que atañe al rol de las críticas anti-deliberativistas instadas por los estudios acerca de las "patologías deliberativas", estoy de acuerdo con J. Cohen en que estos estudios

deben ser tratados con cierto cuidado. Aquellas patologías pueden aparecer en la decisión grupal conducida sin esfuerzos por evitar los resultados patológicos. Tales estudios pueden ser interpretados en su mayoría como fuentes de notas de precaución y recomendaciones para la mejora de la deliberación antes que como argumentos que socavan su defensa. (Cohen 339)

En su artículo "Against deliberation", Sanders enumera y analiza algunas de estas patologías, con el fin de socavar la defensa no solamente de la aplicación de procedimientos deliberativos en contextos injustos, sino también del ideal teórico mismo de la política deliberativa.

Sin embargo, según lo dicho anteriormente, podemos aceptar que la mera aplicación de mecanismos de intercambios ordenados de argumentos no es suficiente para neutralizar tales patologías, sin tener que rechazar, por ello, el mencionado ideal. Un somero análisis del modo en que Sanders considera que las patologías de la discusión grupal afectan a la deliberación revela que ella se maneja con una imagen de la política deliberativa que tiende, precisamente, a confundir los dos aspectos que he diferenciado, i.e., el estatuto normativo y evaluativo de la democracia deliberativa, por un lado, y su supuesta capacidad instrumental para neutralizar los inconvenientes que distorsionan el correcto desenvolvimiento de los foros públicos políticos concretos, por el otro.

En primer lugar, Sanders nota que

la deliberación requiere no solamente igualdad de recursos y la garantía de igual oportunidad para articular argumentos persuasivos, sino también igualdad de 'autoridad epistemológica', de capacidad para evocar reconocimiento de los argumentos propios. (349)
En segundo lugar,
algunas personas pueden ser ignoradas sin importar cuán buenas sean sus razones, no importa cuán hábilmente las articulen, y cuando esto sucede, la teoría democrática no tiene una respuesta porque no se puede contrarrestar una dinámica de grupo viciada con una buena razón. (Sanders 354)
La consecuencia que de esto extrae Sanders para la teoría de la democracia deliberativa consiste, en que
Incluso si los teóricos democráticos reconocen las inequidades asociadas con clase, raza, género y recomiendan, por ejemplo, igualar el ingreso y la educación para redistribuir los recursos necesarios para la deliberación -incluso si todos pueden deliberar y aprender a dar razones- las ideas de algunas personas pueden seguir contando más que las de las otras. Insidiosos prejuicios pueden inclinar a los ciudadanos a escuchar algunos argumentos y no otros. Importantemente, este prejuicio puede no ser reconocido por aquellos ciudadanos cuyas visiones son ignoradas. (Ibíd. 353)

Estas dos indicaciones, sumadas, implican que aplicar procedimientos deliberativos en contextos viciados en los que no se verifica algún nivel mínimo de igualdad de "autoridad epistemológica" no redunde necesariamente en mecanismos de decisión plenamente inclusivos.

Sin embargo, podríamos responder a Sanders que los procedimientos reales de intercambio de razones no serán, en tales contextos, fieles a las exigencias normativas que hace la teoría de la política deliberativa; es decir que no podrán ser llamados plenamente deliberativos precisamente porque en el contexto de aplicación no se verifica la precondición necesaria de igualdad en la capacidad para evocar "autoridad epistemológica".

Ahora bien, si el ideal deliberativo puede dar cuenta de ese modo de la ilegitimidad de tales procedimientos, se puede sostener que esto se debe a que su noción de inclusión en la participación real no es meramente formal, como supone la crítica de Young. Ningún deliberativista negaría que, en palabras de Sunstein,

el valor de la deliberación, como fenómeno social, depende en gran medida del contexto social -de la naturaleza del proceso y de la naturaleza de los participantes. (124)

Todo procedimiento concreto de decisión colectiva depende de estos factores y la política deliberativa no pretende ser insensible a ellos, al modo en que son insensibles a ellos la "doctrina del reflejo" criticada por Estlund y el personaje deliberativo de Young. Si tenemos en cuenta que la justicia de todo procedimiento de decisión colectiva depende también del contexto concreto de aplicación, podemos reconocer que proponer procedimientos deliberativos cuando no se verifique algún umbral mínimo de condiciones para ello, implicaría que consideramos que la política deliberativa no es un modelo regulativo y evaluativo, sino algo diferente, a saber: la mejor estrategia para neutralizar los efectos negativos del hecho de que las precondiciones para la deliberación no estén satisfechas por debajo de algún determinado umbral mínimo (lo cual sería poner el carro delante del caballo).

Pero dado que podemos rechazar esta última tesis acerca de la capacidad instrumental de la deliberación (tesis que el desafío del activista y Sanders atribuyen ciertamente al deliberativismo y que virtualmente ningún deliberativista defendería), sin rechazar el ideal deliberativo tout court, D), podemos acordar con Fung y siguiendo los mismos criterios normativos del ideal deliberativo, propondríamos cursos alternativos a la deliberación (entendida aquí como mera forma de comunicación), para mitigar el impacto pernicioso de la desigualdad respecto de, in casu, quiénes son escuchados.

En tercer lugar, encontramos un problema relacionado con el requisito deliberativo de respeto o reconocimiento mutuo. Sanders indica que la mayoría de las veces tal reconocimiento puede verse impedido por el hecho de que

lo que es reconocido por el que escucha es solamente lo que él puede incorporar, lo que es identificablemente similar. Mientras que lo diferente, distintivo, único o poco común puede ser articulado, […] no recibe atención o no es reconocido. La atención preferente a lo que es común aumenta los riesgos de rechazo pleno de las perspectivas de las minorías. (361)

La pertinencia de la objeción de la "atención preferente a lo que es común" consiste en que el intercambio público de razones no redunda inmediata e inexorablemente en una mejora de la capacidad de los ciudadanos deliberantes para atender sinceramente las razones que, si bien correctamente articuladas en el foro público, son sostenidas desde posiciones sociales y culturales con frecuencia profundamente diferentes de las visiones mayoritarias y socialmente marginalizadas por estas últimas.

Claramente, esta objeción acerca de la desatención de las voces de las minorías no afecta exclusiva, ni eminentemente, a la democracia deliberativa, sino que afecta a todas las concepciones de la democracia, porque es suscitada por el reconocimiento de un hecho social virtualmente ubicuo. Es decir: todas las teorías de la decisión colectiva que postulen como ideal alguna noción de igualdad y autonomía para los participantes de la toma de decisión tienen que ofrecer alguna clase de respuesta a la indicación de que la igualdad y libertad meramente formales no son sensibles al hecho de que la decisión colectiva puede vulnerar no solamente los derechos y los intereses, sino también las voces de las minorías. La diferencia, por caso, entre la democracia agregativa y la deliberativa, respecto de este punto, consiste en que mientras que la primera oculta el hecho de que las minorías no son escuchadas detrás de la idea de que los ciudadanos actúan políticamente siguiendo solamente intereses particulares irreconciliables por definición, la política deliberativa hace foco sobre la necesidad de la inclusión de sus voces.

A su vez, la inclusión plena de las voces de las minorías no queda justificada instrumentalmente, por ejemplo, por referencia a la búsqueda (epistémica) de qué es el bien común, sino que esta inclusión es, desde la perspectiva de la reciprocidad deliberativa demandada por un principio normativo: la política deliberativa se fundamenta también en la idea de que la democracia implica la participación efectiva de todos los afectados por las normas en su creación.

Con todo, la crítica más fuerte que está por detrás de la indicación de la atención preferente a lo que es común consiste en que es un tipo de distorsión de la comunicación que hace que la idea del "poder del mejor argumento" se convierta en un hierro de madera:

Si la dominación en las discusiones entre grupos no es atribuible a habilidades superiores en cuanto al razonamiento, argumentación o deliberación por parte del grupo dominante, entonces no es probable que distribuir las habilidades para la deliberación de manera más amplia vaya a solucionar los problemas de participación o influencia desiguales. En vez de esto, mejorar la discusión democrática parece requerir intervenciones en la estructura de las deliberaciones grupales3. (Sanders 366)

Sin embargo, esto último es, de hecho, una de las medidas que propone Fung, para quien es permisible para el demócrata deliberativo diseñar mecanismos de intervención, como por ejemplo, designar reguladores para el desarrollo de las discusiones con la intención de impedir que un individuo o grupo de individuos monopolice la dinámica del diálogo. Siguiendo a Fung -y esto es el sentido del último paso D) de la primera parte de la respuesta al desafío del activista-, podemos decir que no hay nada en el ideal de la política deliberativa que nos prohíba tomar medidas no-deliberativas para conseguir que los procedimientos concretos (en contextos injustos y excluyentes) se estructuren y desarrollen de manera tal que los "problemas de dominación y jerarquía" que obstaculizan el fin de conseguir escenarios plenamente deliberativos se vean neutralizados.

La razón de esto es (nuevamente) que suscribir al ideal de la política deliberativa no implica necesariamente creer que la deliberación goza de una capacidad instrumental superior a otros modos de actuar políticamente para neutralizar el efecto de tales problemas en la toma de decisión y para resolverlos por sí misma. Esta relación no es necesaria, a su vez, porque la justificación normativa de la política deliberativa no se desarrolla en los términos de esta hipótesis pragmática, sino en los términos de la exigencia de reciprocidad en la justificación pública de las razones para votar o actuar políticamente.

Por este motivo, el deliberativista puede responder a Sanders que la existencia de los tres problemas de la desigualdad de autoridad epistemológica, las dinámicas de grupo viciadas y la atención preferente a lo que es común significan, en realidad, que no están dadas las condiciones de reciprocidad necesarias para que las deliberaciones grupales sean estructuralmente justas. Si aplicamos, por ende, los criterios del ideal normativo deliberativo para evaluar el contexto en el que aparecen estos problemas, diremos que las discusiones grupales a las que refiere Sanders no serían, en rigor, deliberativas en primer lugar. En consecuencia, podemos decir que el ideal deliberativo ya implica conceptualmente una intervención en las discusiones grupales: si podemos hablar de un procedimiento real plenamente deliberativo, es porque la influencia de estos problemas en él han sido neutralizadas.

Así mismo, podemos volver a señalar que estos problemas afectan a toda concepción de la democracia. Si queremos evaluar el potencial de la política deliberativa para operar cambios sociales, lo que debemos hacer es comparar de qué modo las diferentes concepciones de la democracia responden a los inconvenientes que plantea la incidencia de las distorsiones causadas por las desigualdades estructurales injustas sobre los juicios de los votantes. Frente a ellos, una propuesta conocida ha sido la respuesta conservadora de la línea schumpeteriana de dejar la política en manos de una elite de expertos. A diferencia de esta reacción, la democracia deliberativa apunta en la dirección contraria: para ella, la política debe permanecer en manos de los ciudadanos, esto es, de los afectados por las normas jurídicas y las decisiones políticas en general y las soluciones a los inconvenientes planteados por los críticos no pueden proponerse a costa de esta convicción.

Podemos además notar que la propuesta de disrupción del activista de Young y la estrategia política del testimonio hecha por Sanders pueden ser igualmente asumidas por grupos cuyos idearios son directamente contrarios a los principios normativos de la democracia. Por tanto, podemos plantear la objeción de insensibilidad a la incidencia de las distorsiones causadas por las desigualdades injustas también a las propuestas anti-deliberativas de Young y Sanders.

En su crítica al desafío del activista, Talisse nota acertadamente que,
aunque las discusiones de Young asocian al activista siempre con causas políticamente progresivas […] no todos los activistas son progresistas en este sentido. Los activistas de extrema derecha racista también afirman estar peleando por la justicia, la equidad y la liberación. Sostienen que los procesos e instituciones existentes son ideológicamente hegemónicos y distorsivos. Consistentemente, rechazan cualquier ideal deliberativo por las mismas razones que el activista de Young.
[…] Lo que es más importante, consideran al vocabulario de 'inclusión', 'desigualdad estructural', 'poder institucionalizado' del activista de Young como completamente en línea con lo que ellos afirman que es una ideología hegemónica que actualmente domina y distorsiona sistemáticamente nuestros discursos políticos. (Talisse 436-7)

Por su parte, Sanders propone al testimonio como el modo de comunicación más eficaz para conseguir que las minorías hagan escuchar sus voces. Sin afirmar que el discurso testimonial deba ser excluido de los foros públicos, considero que con su propuesta aparece, en todo caso, la cuestión de cómo hemos de evaluar el contenido de un testimonio. También los ciudadanos que adhieren a ideologías anti-igualitarias son capaces de articular testimonios con la intención de generar empatía para sus posturas antidemocráticas. Asimismo, la narración testimonial estará, muy probablemente, sujeta a factores externos distorsivos, como por ejemplo su inevitable publicación en medios de comunicación masiva que cuentan con sus propias agendas y que estarán influidos por la injerencia de las desigualdades estructurales injustas.

La cuestión normativa, por ende, resurge: ¿por qué y cuándo el contenido de un testimonio determinado debería ser atendido como generador de una demanda social por parte de un colectivo minoritario injustamente excluido, y por qué y cuándo otro testimonio determinado constituye en realidad una traducción de motivos anti-democráticos al estilo narrativo o emotivo?

A mi juicio, el problema de la crítica y de la propuesta de Sanders es que su concepción de la participación política se agota en la participación misma. En efecto, Sanders desconecta la participación de su orientación inevitable hacia la toma de decisión política:

lo que es fundamental de dar testimonio es contar la historia propia, no buscar el diálogo comunal. […] No hay una presuposición en el testimonio acerca de buscar un fin común, no hay una expectativa de discusión orientada a la resolución de un problema comunitario. (372)

Sanders sugiere con esto que la exclusión es un problema privado que no afectaría a la comunidad en su totalidad. Desde una perspectiva democrática, la discriminación es, por el contrario, un problema que afecta no solamente al discriminado; una sociedad excluyente es una sociedad injusta en conjunto.

Por tanto, si el testimonio no se orienta a resolver un problema público y político ("comunitario"), entonces no se entiende en qué consiste su aporte social progresivo ni cómo queda justificado por referencia a un fin externo a sí mismo -con la excepción, claramente, del valioso efecto terapéutico del testimonio para la persona que lo narra. Si no se orienta a un fin colectivo externo, entonces "contar la propia historia" no tiene ningún efecto en la toma de decisión política. Así, la participación propuesta por el testimonio de Sanders termina o bien retirándose al ámbito privado (despolitizándose), o bien deslizándose hacia la inversión de los medios estratégicos por los fines o principios normativos de la democracia.

El objetivo político-democrático del testimonio no debería agotarse en contar la propia historia, sino que debería orientarse a cambiar el estado de opresión que sufre quien ofrece el testimonio. El valor público del testimonio radica en que, por medio de él, pueda introducirse su contenido (aquello sobre lo que él versa) en la agenda de la "discusión orientada a la resolución de un problema comunitario".

La postura del activista entraña estos dos riesgos diferentes: la posibilidad de despolitizar la participación y la de convertirla en un fin en sí mismo desconectado de criterios normativos democráticos. Las breves reflexiones presentadas aquí sugieren que la participación política deliberativa puede ser eficaz para conseguir mayor equidad social en contextos injustos, sin por ello recaer en los inconvenientes de una concepción meramente descriptiva (no normativa, ni evaluativa), de la acción política.

Consideraciones finales

A partir de lo anteriormente visto, podemos decir que las críticas a la democracia deliberativa de la línea de Young no deben perder de vista -para no perder su eficacia- que la participación política es un medio orientado a un fin político democrático, no un fin en sí mismo incapaz de ser evaluado y criticado a partir de criterios externos de legitimidad y justicia.

Tales criterios de legitimidad no significan, sin embargo, que debamos actuar como si la utopía ya se hubiese realizado; pero tampoco la vigencia de su validez normativa y evaluativa en la práctica política de nuestras sociedades imperfectamente democráticas depende del éxito fáctico de un modo de proceder que es adecuado solamente en una situación ideal que -por definición- no se verifica en ninguna práctica concreta. Coincido con el análisis de Elster del tópico de la participación y de su relación con los fines políticos e ideales normativos. Criticando las dos posturas extremas (la actitud de actuar políticamente como si ya nos encontráramos en la situación ideal, por un lado, y la conversión de la participación política en un fin en sí mismo), por el otro.

hay una fuerte tensión entre dos modos de concebir la relación entre fines y medios políticos. Por un lado, los medios deberían provenir de la naturaleza de los fines, dado que de otro modo el uso de medios no adecuados podría tender a corromper el fin. Por el otro lado, existen peligros en elegir medios inmediatamente derivados del fin a ser realizado, dado que en una situación no ideal estos pueden apartarnos del fin antes que acercarnos a él. (18-9)
En los escenarios no ideales de la política concreta, el ideal deliberativo mantiene su validez normativa sin que ello implique que debamos ponernos a dialogar ordenadamente en cualquier situación dada. En términos de Estlund, diríamos que el deber de intentar conseguir un escenario deliberativo inclusivo y equitativo no se quiebra, sino que lo que cambia es el curso de acción estratégicamente adecuado y moralmente necesario para conducir a tal fin. Este fin político hace que en ciertas circunstancias no recurrir a conductas propiamente deliberativas (propias de la situación dialógica ideal) sea también un deber de civilidad. De modo que podemos coincidir nuevamente con Elster en que el teorema del segundo mejor se aplica también a la ética política, y que en este terreno no implica "la idea familiar de que algunas obligaciones morales pueden ser suspendidas cuando otras personas actúan no-moralmente", sino que
cuando los otros actúan no-moralmente, puede existir una obligación de desviarse no solo de lo que ellos hacen, sino también del comportamiento que habría sido óptimo si hubiera sido adoptado por todos.
[…] Cosas tales como la ironía, la elocuencia o la propaganda pueden ser necesarias, implicando menos respeto por el interlocutor que lo que prevalecería en la situación discursiva ideal. (Elster 18)

El modo en que es factible mantener estos medios en el cauce de la legitimidad deliberativa democrática es asegurándonos que sea la vigencia normativa del ideal deliberativo lo que dé forma a nuestros deberes de civilidad en la participación política y no, por ejemplo, el mero interés de imponer nuestra visión de la cosa pública o nuestros intereses particulares egoístas. Finalmente, incluso al conceder que no todas las objeciones a las teorías deliberativas son falsas y carentes de pertinencia descubrimos que puede quedar un potencial crítico en la idea de la política deliberativa que no se ve realmente neutralizado por el hecho de que las sociedades se vean atravesadas estructuralmente por los problemas que instan esas objeciones. Tal potencial crítico reside en el estatuto normativo y evaluativo de la democracia deliberativa.

Resulta llamativo, por tal motivo, que Young proponga que la política deliberativa deba comenzar a responder al desafío del activista reconociendo que

la teoría democrática, incluida la teoría de la democracia deliberativa, debería entenderse a sí misma primariamente como una teoría crítica que expone las exclusiones y límites de los procedimientos concretos de decisión supuestamente justos que hacen que la legitimidad de sus resultados sea sospechosa. (Young 688)

Esta propuesta de Young llama la atención porque es, prima facie, contradictoria con la propia objeción que ella estaría destinada a superar, y es contradictoria porque plantea la necesidad de mantener el estatuto evaluativo (por tanto, también el normativo) de una teoría, a la vez que el mismo desafío del activista es un tipo de objeción que se ubica, precisamente, en el ámbito de la cuestión (central de la filosofía política) de cuál es el modo en que un modelo político normativo puede dar cuenta de la relación entre teoría y praxis. Frente a las dos imputaciones de Young y frente a lo que corre por detrás de ellas (que la teoría deliberativa de la democracia es incapaz de guiar la praxis en nuestras sociedades no-ideales), el desafío se relaciona directa y fundamentalmente con el modo en que se conciba la participación política ciudadana, pero también con cuál pensemos que es la tarea de la política en general. Las consideraciones básicas expuestas aquí forman parte de la razón por la cual considero que el ideal de la política deliberativa exige una idea de participación y un concepto de capacidad de actuar políticamente que son mucho más amplios que los presupuestos por la imagen que la crítica de Young mantiene de la política deliberativa. Aunque este sería tema para un trabajo ulterior, pienso que esa concepción amplia y activista de la capacidad de actuar políticamente debería ubicarse en un momento teórico anterior a la reflexión sobre los cursos de acción política más adecuados en los contextos concretos; esto es: una idea amplia de participación y de acción política debería formar parte del ideal deliberativo en primer lugar, y no entrar en consideración una vez que se está frente a los contextos concretos, que son no-ideales por definición.



Notas al Pie

1 La falacia de la idea de que un contexto que satisface más condiciones óptimas (o más condiciones de una situación ideal), sin satisfacer todas esas condiciones, es mejor que otro contexto en el que se satisfacen menos de estas condiciones, fue criticada por Lipsey y Lancaster con el "teorema del segundo mejor". La teoría general del segundo mejor indica que la no satisfacción de una condición óptima o ideal modifica la deseabilidad de las demás condiciones óptimas o ideales en ese contexto específico (por tanto, modifica la deseabilidad de la situación Pareto-óptima original): "el teorema general [del segundo mejor] afirma que si en un sistema general de equilibrio se introduce una constricción que impide la obtención de una de las condiciones óptimas, las otras condiciones óptimas dejan de ser deseables, aunque sean todavía alcanzables". Una de las consecuencias prácticas de esto es que "dado que una de las condiciones Pareto-óptimas no puede ser satisfecha, entonces se puede alcanzar una situación óptima solamente apartándose de todas las demás condiciones Pareto-óptimas. La situación óptima finalmente alcanzada puede ser llamada un 'óptimo segundo-mejor' porque es alcanzada bajo una constricción que, por definición, impide que se alcance un Pareto-óptimo" (Lipsey & Lancaster 11).
2 Me concentraré en tres de los problemas que señala Sanders. Podemos llamarlos: "desigualdad de autoridad epistémica", "dinámica de grupo viciada" y "atención preferente a lo común".
3 Cursivas resaltadas por el autor.



Referencias bibliográficas

Cohen, Joshua. "Reflections on deliberative democracy". Philosophy, Politics and Democracy. Selected Essays. Cambridge and London: Harvard University Press, 2009. Print.         [ Links ]         [ Links ]

Estlund, David. "The real speech situation". Democratic authority. A philosophical framework. Princeton and Oxford: Princeton University Press, 2008. Print.         [ Links ]         [ Links ]

Lipsey, R. G. and Kelvin Lancaster. "The general theory of the second best". The Review of Economic Studies. 1956-7: 11-32. Print.         [ Links ]         [ Links ]

Sunstein, Cass. "On a danger of deliberative democracy". Daedalus. 2002: 120-4. Print.         [ Links ]         [ Links ]

Young, Iris Marion. "Activist challenges to deliberative democracy". Political Theory. 2001: 670-90. Print.         [ Links ]