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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.13 no.20 Manizales Jan./June 2012

 

Comprensión y lenguaje*

Understanding and language

Mauricio Vélez Upegui
Universidad Eafit, Colombia. mavelez@eafit.edu.co

* Este artículo es el resultado de la investigación: "Comprensión y lenguaje", adscrita al grupo de investigación "Estudios sobre política y lenguaje" del Departamento de Humanidades, de la Universidad EAFIT, desarrollada entre enero y diciembre de 2010.

Recibido el 28 de marzo de 2012 y aprobado el 18 de mayo de 2012



Resumen

El presente artículo pretende exponer, respecto de las posturas hermenéuticas de Gadamer y Ricoeur, el modo como ambos pensadores parecen responder al problema que interroga por el papel que desempeña el lenguaje en la actividad humana de la comprensión, ya en el ámbito del diálogo, ya en el de la relación que media entre el acto de leer y el acto de escribir.

Palabras clave

Comprensión, diálogo, escritura, modelo de preguntas y respuestas, lectura, lenguaje.

Abstract

This paper intends to show, regarding the hermeneutic views of Gadamer and Ricoeur, the way how both thinkers seem to respond to the problem that inquires for the role that language plays in the human activity of understanding, both in the field of dialogue, and in the relation that mediates between the act of reading and the act of writing.

Key words

Understanding, dialogue, questions and model answers, language, reading, writing.



Comprensión y lenguaje

El propósito del presente artículo es presentar, mediante una exposición condensada , algunos de los resultados de la investigación titulada "Comprensión y lenguaje", cuyo objeto de estudio pretendía comparar y contrastar la hermenéutica fenomenológica de Gadamer y la fenomenología hermenéutica de Ricoeur (Grondin, El legado 114ss).

Entre otros objetivos trazados, la investigación en mención se proponía dar respuesta a una pregunta puntual, a saber: ¿qué papel desempeña el lenguaje en la actividad humana de la comprensión, ya en el ámbito del diálogo, ya en el de la relación que media entre el acto de leer y el de escribir? Fundábamos dicha pregunta en la conjetura de que tanto el pensador alemán como el francés hacían a eco a la idea heideggeriana de que los seres humanos somos en el mundo, estamos en él, vivimos mundanamente, de una manera comprensiva. Y, de partida, lo hacemos, comprendemos, nos disponemos a comprender, no por antojo o capricho, sino porque la comprensión es una posibilidad inherente a la existencia humana misma (Heidegger, Ontología 32ss).

En las líneas que siguen, por tanto, procederemos formalmente de la siguiente manera: en el numeral 1, el diálogo y no la relación lectura-escritura, será el tema de exposición, conforme a un orden que hace aparecer primero a Gadamer y luego a Ricoeur; en el numeral 2, al contrario, la relación lectura-escritura, y no el diálogo, será el asunto de reflexión, según un orden que hace intervenir primero a Ricouer y después a Gadamer. Sirviéndonos de un símil propio del quehacer pictórico, diríamos que hemos articulado el texto como si se tratara de un cuadro regulado por la antisimetría. Por último, en el numeral 3, cerraremos lo dicho, pero no sin aludir a la advocación heideggeriana que nos ha servido de punto de partida.

No sobra acotar que, aparte de los textos básicos de los autores indicados, nos serviremos de diversas fuentes secundarias, las cuales han contribuido con sus voces explicativas, si no a resolver, por lo menos a matizar convenientemente el problema.

I

Tomemos en primer lugar el discurso oral y, sobre todo, la realidad verbal donde éste se materializa, a saber: el diálogo.

Tanto para Gadamer como para Ricoeur, el diálogo constituye la quintaesencia de la comunicación humana. Diálogo, no sólo en el sentido de un encuentro conversacional entre dos individuos que se disponen a "hablar unos con otros" en la esperanza de alcanzar una comprensión común del mundo, sino también en el sentido de un encuentro -a menudo inconsciente- entre nosotros mismos y la tradición de la cual participamos. Si el primero concibe el diálogo como evento esencialmente humano en el que el lenguaje se realiza vivamente (Gadamer, Verdad II 203), el segundo afirma que en él los seres humanos encuentran una condición existencial para intentar "transgredir o superar su soledad fundamental", es decir, aquella soledad derivada de la imposibilidad de transferir directamente lo experimentado a alguien más (Heidegger, Ontología 30).

Siguiendo a Gadamer, anotemos que la lógica que gobierna la experiencia dialógica, no es la lógica "enunciativa" que rige la formalización matemática de la ciencia. En ésta no cuenta más que lo enunciado (el logos apophantikós), cuyo

único sentido es realizar el apophainesthai, la auto-manifestación de lo dicho. Es una proposición teórica en el sentido de que abstrae de todo lo que no se dice expresamente. Sólo aquello que ella misma manifiesta con su enunciación constituye aquí el objeto de análisis y el fundamento de la conclusión lógica. (Gadamer, Verdad II 189)

No obstante, en la vida diaria no tendemos a emitir esta clase de enunciados. Muy al contrario, nuestra forma de hablar, nuestra forma de hacer frente al pasado, tiende a ser esquemática y con frecuencia, plagada de equívocos e imprecisiones que, ¡oh misterio!, no causan, sin embargo, una total incomunicación. Y aún si la causaran, contamos con la posibilidad, tramitada por nuestra conciencia lingüística y más, por nuestra conciencia comunicativa (que incluye la dimensión no verbal, una de las formas de entender la noción de "lingüisticidad"), de apelar al recurso de las preguntas y respuestas. De ahí que para Gadamer sea la "lógica" de las preguntas y respuestas la que domine nuestra inserción en el diálogo que somos o, lo que es igual, nuestra inserción en el mundo.

Además, no hay diálogo, según Gadamer, que no implique la función del habla. Y es ésta la que lo lleva a definirla "como un hacer patente lo no actual por medio del lenguaje, de modo tal que otros lo puedan ver" (Ibíd. 145) y a postular la idea -que haría parte de una ontología del lenguaje- según la cual

el que habla un idioma que ningún otro comprende, en realidad no habla… En ese sentido el habla no pertenece a la esfera del yo, sino a la esfera del nosotros. (Ibíd. 150)
No cabe duda de que tanto la definición de habla propuesta por Gadamer como su postulado ontológico guardan relación con el carácter existencialmente discursivo de los seres humanos. Si hablar equivale, según lo expuesto antes, a hacer discursos y si el acto de hacer discursos -bajo la determinación de unidades predicativas que se materializan en oraciones o enunciados- tiene por finalidad la comunicación dirigida a otros que coexisten originariamente conmigo en el mundo, entonces no hay habla que no se abra discursivamente al otro para hacer ver, para hacer comprensible, no tanto lo que "causa placer, para buscarlo, y lo que causa dolor o daño, para evitarlo" (debido a que este sería sólo el caso de los animales), sino más bien para hacer ver lo que es útil o beneficioso y lo que es injusto o dañino. Y más todavía, para
pensar lo común, tener conceptos comunes, sobre todo aquellos conceptos que posibilitan la convivencia de los hombres sin asesinatos ni homicidios, en forma de vida social, de una constitución política, de una vida económica articulada en la división del trabajo. (Gadamer, Verdad II 145)

No obstante, por lo que atañe al ser del discurso, ¿acaso al hablar tenemos conciencia del modo -lexical, sintáctico y semántico- como lo hacemos? Cierto que ante determinadas situaciones de producción discursiva en las que el otro coexiste físicamente con nosotros y ante quien decimos algo sobre algo, hacemos consciente el discurso que pronunciamos. De hecho, si bien es cierto que a cualquiera podemos hablarle, es siempre el otro quien motiva el despliegue de nuestra cadena discursiva. Dado que el otro comparece ante nosotros como portando una determinada investidura, un determinado rol social, obramos discursivamente de conformidad con dicha investidura, con dicho rol. Por ello, tomamos todas las precauciones lingüísticas del caso. Decidimos emplear, por ejemplo, en relación con las fórmulas de tratamiento, un pronombre personal en vez de otro, en el entendido de que los pronombres comportan una semántica de la familiaridad o del distanciamiento; si vacilamos, en lo atingente al empleo correcto de un término, preguntamos al otro "¿es adecuada esta palabra?", espoleados por la esperanza de que su autorización nos mueva a continuar hablando, entre otros. Así las cosas, el fantasma del otro regula por lo general nuestros comportamientos lingüísticos.

Pero no es menos cierto, a juicio de Gadamer, que lo propio del lenguaje, lo característico del ser del discurso, es "su auto-olvido esencial" (Gadamer, Verdad II 149). Auto-olvido significa esto: mientras hablamos, como sujetos de discurso, arrastrados por el orden estructural que impone el sistema de la lengua de la cual somos tributarios, reparamos, excepcionalmente, en la manera como articulamos el entramado significativo de nuestro discurso. Dicho con otros términos: mientras ejecutamos la acción verbal de predicación discursiva, no pensamos en si estamos o no repitiendo una palabra que acabamos de pronunciar, o en si el tipo de oración que emitimos es yuxtapuesta o subordinada adverbial de tiempo o en si el tiempo verbal que rige la entrada de una frase condicional, debe ser formulada en modo indicativo o subjuntivo. Y no pensamos en nada de eso, no sólo porque al hablar nos concentramos más en el sobre-qué del discurso que en su configuración formal, sino porque, además, lo más probable es que no sepamos nombrar técnicamente las distintas unidades léxicas, sintácticas o semánticas que sirven de vehículo a nuestra expresión. Una inconsciencia general del lenguaje, entonces, envuelve cada una de nuestras actuaciones verbales.

De querer hacer consciente la naturaleza, estructura y funcionamiento del lenguaje que hablamos, haría falta, puntualiza Gadamer, una enorme labor abstractiva, porque "el lenguaje real y efectivo desaparece detrás de lo que dice en él" (Gadamer, Verdad II 149). Sabemos que hablamos pero, a menudo, no sabemos cómo lo hacemos, ni mucho menos cuáles son las reglas que seguimos al momento de hacerlo. Asimismo, nada garantizaría que de llegar a conocer tales reglas modificaríamos sustancialmente nuestra particular manera de comportarnos discursivamente. De cierta manera, el fenómeno que acabamos de describir explica el carácter mágico del lenguaje.

Si no fuera porque, por alguna razón misteriosa, no llegamos a transgredir completamente el complejo de reglas que subyacen a nuestras realizaciones lingüísticas, diríamos que no habría razón alguna para invocar el "auto-olvido" esencial del lenguaje como argumento a tener en cuenta a la hora de vislumbrar algunas relaciones entre la comprensión y el lenguaje. Pero es justamente porque la desatención en el cómo de la realización lingüística puede afectar seriamente la configuración de sentido del sobre-qué de la misma, por lo que mencionamos dicho aspecto como un elemento que es preciso tener presente a la hora de considerar dicha relación.

Desde la perspectiva hermenéutico-filosófica agenciada por Gadamer, es posible afirmar que comprender es "captar lo que nos tiene prendidos" (Grondin, Introducción 39). Si digo a alguien "comprendo", digo no sólo que "agarro" algo sino, también, cosa menos consciente, que soy agarrado por la cosa. Nadie que afirme que comprende algo y nadie de quien se predique que es una persona entendida en algo, puede alegar que como sujeto permanece separado de su objeto.

Desde esta perspectiva, comprender es un proceso que implica un doble movimiento: comprendo siempre algo y ese algo me prende, me trama, me arropa. Lo curioso es que aunque a menudo decimos que comprendemos, a menudo también somos incapaces de establecer la manera como comprendemos y a veces, aunque parezca paradójico, el contenido mismo de lo comprendido. Razón le asiste a Gadamer cuando asevera que el comprender es un enigma; y más, "un enigma del cual vivimos". Prueba de ello es que nosotros mismos o alguien más podría acosarnos con esta pregunta incómoda: "¿Qué es lo que propiamente se entiende, cuando se entiende?" (Ibíd.).

Ya lo planteaba Bauman: si la comprensión es importante para el ser humano, no es porque ella sea relevante por sí misma, sino porque la incomprensión se manifiesta allí donde quiera que los seres humanos entran en contacto, se trenzan en conversaciones sucesivas o se consagran al arduo oficio de la escritura y la lectura. En efecto, ya en forma de lamento cotidiano -"No te entiendo"-, ya en forma de interpelación interrogativa -"¿Qué me quisiste decir?" (Bauman 122)-, bien en forma de estupefacción coloquial -"No entendí ni jota"-, bien en forma de perentoria admonición -"¡No confunda las cosas! ¡Eso no es lo que dice el texto!"-, la incomprensión, en cualquiera de sus diversas manifestaciones, llámense malentendidos, comprensiones a medias, hermetismos, ausencia de entendimiento, entre otros, constituye un problema esencialmente lingüístico.

Las causas que la producen pueden ser múltiples y obran por igual cuando se trata de intercambios conversacionales o de aproximaciones de lectura a textos escritos. Respecto del primer ámbito, las causas, entre otras, pueden ser las siguientes: la distancia social entre los interlocutores; los juegos verbales en que puede incurrir alguno de los participantes; el uso de una sintaxis irregular por parte de alguno de los ejecutantes; la celeridad con que alguno de los querellantes encadena la lógica de sus enunciados y destila sus juicios; el énfasis puesto -por parte de quien escucha-, no en el enunciado total proferido, sino en unas cuantas palabras que hacen parte del enunciado, entre otros; y, en relación con el segundo, éstas y otras pueden ser las causas: el distanciamiento temporal que media entre el texto leído y la situación contemporánea del lector; la carencia de enciclopedia en el lector; la obstinación por parte del lector en tratar de imponerle al texto, como anticipaciones de sentido, sus propias ocurrencias; la dimensión pluri-significativa del lenguaje, etc.

Éstas y otras causas que dejamos de mencionar, acaso tengan todas algo en común. ¿Qué? Sirviéndonos de una expresión cara a Rafael Echeverría, diríamos que es la inexistencia de un "dominio consensual"1 o la perturbación del "dominio consensual" existente en un momento determinado.

Si comprendemos y somos comprendidos por otros es porque nos movemos mundanamente en un horizonte de comprensión donde operan un sinnúmero de objetos de acuerdo implícitos regulados por una discursividad mundana. Diríase que la comprensión, como manifestación del cómo hermenéutico o existencial, aparece construida sobre la base de lo ya-interpretado que hace posible la realización de ulteriores actos de convivencia humana2. Esa discursividad mundana, compuesta por los discursos que al tiempo que hablan sobre el mundo lo constituyen, es la que los seres humanos "aprenden" al hablar. Si nadie en particular "aprende" a hablar su lengua materna, ya que de hecho lo que ocurre es que la habla, todos aprendemos a usar lo consensual general contenido en la discursividad mundana. ¿Cómo se produce dicho aprendizaje de lo consensual general?

Para responder, Gadamer apela a la imagen aristotélica del ejército en fuga:
¿Cómo llega a detenerse un ejército que está en fuga? ¿Dónde ocurre que empiece a detenerse? Desde luego, no por detenerse el primer soldado, o el segundo, o el tercero. No se puede afirmar que el ejército se haya detenido por haber dejado de huir un determinado número de soldados en fuga. Porque con él no empieza el ejército a detenerse, sino que empezó a hacerlo desde mucho antes. Cómo se inicia el proceso, cómo se propaga, cómo finalmente, en algún momento, el ejército se detiene, es decir: obedece de nuevo a la unidad de mando, todo ello nadie lo dispone a conciencia, nadie lo controla según plan, nadie lo certifica cognoscitivamente. Y, sin embargo, indudablemente ha ocurrido. Algo análogo ocurre con el conocimiento de lo general. (Gadamer, Verdad II 148)

Si es dicha apropiación de lo consensual general la que nos proporciona un horizonte de comprensión, la alteración de lo consensual general o su inexistencia ayudaría a relevar el fenómeno de la incomprensión.

A manera de ilustración, ¿estaríamos dispuestos a admitir que así como nos empeñamos en auto-comprendernos en términos de seres racionales y, por consiguiente, como presuntos soberanos del lenguaje, estamos en mora de comprender que también somos vasallos de él? ¿Por ventura el conocimiento teórico del funcionamiento sistémico del lenguaje, según las conquistas incontestables de la lingüística estructural, nos ponen a salvo de incurrir en malentendidos? Más todavía: ¿será que por más cuidado que ponga el hablante en aquello que habla, y sobre aquello que habla, es capaz de conjurar la experiencia hermenéutica que nos hace saber que es siempre el otro, con su escucha, el que asigna el sentido a lo dicho? (Von Foerster 61).

Resumiendo: en el marco dialógico del que se ocupa Gadamer, siempre contamos con la posibilidad de apelar al primado hermenéutico de la pregunta y la respuesta (Gadamer, Verdad I 87-7) para intentar disolver la opacidad que instala todo fenómeno de incomprensión. Al estar en co-presencia física, los interlocutores tienen a la mano uno de los caracteres del ser del discurso, a saber, su recursividad o, lo que es igual, la posibilidad de servirse del discurso para interrogar el sobre qué del discurso y lo dicho como tal por él.

Y ello por no hablar del hecho de que la misma co-presencia física, aunque no constituye una manifestación discursiva en propiedad, admite ser comprendida e interpretada como si se tratara de una comunicación discursiva. Las miradas, los gestos, los ademanes, el espacio donde se ubican los interlocutores en realidad de verdad no hablan, pero es como si lo hicieran. Y eso que "dicen" de modo no verbal, eso que "expresan" de un modo indirecto, pero igualmente eficaz, puede complementar lo dicho verbalmente y puede ayudar, porqué no, a clarificar el momento de la incomprensión, restituyendo de esa manera el consenso alterado o creándolo en el acto comunicativo.

Algo similar propone Ricoeur. Atrás anotábamos que para éste el carácter dialógico del discurso constituía la base de cualquier investigación existencial, dada la soledad radical del ser humano. ¿Qué entender por ello?

Por soledad no me refiero al hecho de que frecuentemente nos sentimos aislados en una multitud, o al de que vivimos y morimos solos, sino, en un sentido más radical, a que lo experimentado por una persona no puede ser transferido íntegramente a alguien más. Mi experiencia no puede convertirse directamente en tu experiencia. Un acontecimiento perteneciente a un fluir del pensamiento no puede ser transferido como tal a otro fluir del pensamiento. Aun así, no obstante, algo masa de mí hacia ti… Este algo no es la experiencia tal como es experimentada, sino su significado. (Ricoeur, Teoría 30)

Lo comunicado no es la vivencia que da cuenta de la experiencia, sino el sentido mismo de los enunciados que constituyen el diálogo. Sólo que éstos, al acontecer en el tiempo, no escapan a la evidencia de una realidad incontestable: la polisemia originaria del lenguaje.

Según Ricoeur, fuera del uso lingüístico prácticamente no existe expresión que no sea depositaria de múltiples sentidos. El espectro semántico se reduce si y solo sí el término es usado en una situación comunicativa concreta. En esa medida la situación se torna creadora de un contexto comunicativo. Merced a esta creación,

la polisemia exige como contrapartida el papel selectivo de los contextos para poder determinar el valor semántico que toman las palabras en un mensaje determinado (Ricoeur, Del texto 72)

La creación de contextos, en medio de todo evento dialógico, suscita entre los interlocutores una actividad de descodificación (de "desciframiento"), que se basa en un modelo especial: el de las preguntas y respuestas. Y esa actividad es justamente la de la comprensión o, si se quiere, la de la interpretación: "reconocer qué mensaje relativamente unívoco ha construido el hablante sobre la base de un léxico regido constitutivamente por la polisemia" (Ibíd. 73).

En el caso de la polisemia, el qué de lo dicho puede ser interrogado respecto de su querer-decir con el fin de volver unívoco aquello que no lo es; y en el caso de la referencia, el sobre qué de lo dicho puede ser interrogado a partir de su plena significación enunciativa con el objeto de que el acto de "remitir a la realidad equivalga a remitir a esta realidad" (Ibíd. 103). Y aún si la lógica de las preguntas y respuestas se revelara insuficiente para resolver los problemas de comprensión suscitados por la polisemia o la referencia, el lenguaje, al acontecer como discurso, ofrece, al extremo, un último recurso de desciframiento: la dimensión ostensiva o digital. Si los pronombres demostrativos, los adverbios de lugar y las variaciones pronominales constituyen "expresiones esencialmente ocasionales" (Husserl 272ss), es porque en ellos la frontera que delimita el carácter indicativo y expresivo de los signos aparece siempre borrosa, pues al tiempo que señalan, casi como si se trataran de gestos no verbales, ellos indican en cada caso, existencialmente, al sujeto mismo de la enunciación. Razón le asiste a Ricoeur cuando afirma que en el diálogo "el sentido muere en la referencia y la referencia muere en la mostración" (Ricoeur, Del texto 129-30).

En fin, si vivir de un modo hermenéutico consiste en mantenerse bajo el primado de acuerdos tácitos, en restituirlos toda vez que tomamos conciencia de que ya no los tenemos a la mano o en crearlos cuando sea menester hacerlo, conviene anotar que existe una diferencia notable entre la situación comunicativa inherente al diálogo vivo y la que concierne a los textos.

II

En efecto, ¿qué sucede cuando la realización discursiva del lenguaje deja de ser dialógica y se torna escrita? ¿Acaso escribimos como hablamos? Si la escucha es al tiempo condición de posibilidad del discurso y destino comunicativo de éste, ¿la lectura sería condición de posibilidad de la escritura y destino de su coronación interpretativa? Aunque Ricoeur, al tenor de una hermenéutica expandida, parece concebir una noción de texto de una manera bastante amplia (ya que a lo largo de su trayectoria intelectual insistirá en pensar la acción humana en términos de texto, o incluso los acontecimientos históricos como manifestaciones textuales y aún la identidad de la propia vida a semejanza de un texto), queda claro en él que hay primariamente texto cuando y donde el discurso se realiza de modo escrito.

Texto, especificará Ricoeur categóricamente, "es discurso fijado por la escritura" (Ricoeur, Del texto 128). A ese decir escrito que deviene texto le son correlativas dos características que no atañen al diálogo. Primera: si en el diálogo el discurso está dirigido a otro, que funge de interlocutor presente, y más, de interlocutor presentificado discursivamente por el carácter convencional de los pronombres que regulan la situación, al punto de que es la dinámica de la situación misma la que favorece, no sólo el intercambio de los roles conversacionales, sino la actualización de la lógica de la pregunta y respuesta, en el texto el discurso está dirigido a Otro (así, con mayúscula), que vale, no como interlocutor localizado, presente en situación y pronominalmente presentificado, sino como eventual lector, singular o plural, siempre anónimo y siempre diferido. Mientras que en el diálogo la tríada emisor-mensaje-interlocutor implica la co-presencia física de los agentes comunicativos, así como la materialización oral de los enunciados, en la escritura dicha co-presencia no es completa: quien escribe no tiene delante de sí al lector, ni éste, al leer, tiene delante de sí a aquél. El primero, durante el proceso de escritura, ve cómo su texto se va haciendo poco a poco, aunque sin saber qué clase de lector se ocupará de su labor; el segundo, a poco de empezar la lectura, ve el texto terminado, aunque sin saber todavía cuáles son las articulaciones internas sobre las cuales se asienta ni el sentido que propone el texto elaborado por el "autor".

Segunda: "Cuando el texto toma el lugar del habla, ¿qué pasa con la función referencial del lenguaje?" (Ricoeur, Del texto 129-39). En los textos, a diferencia del diálogo, no hay quien (locutor-"autor") pueda resolver un problema de atribución de referencia. En ellos la referencia no se suprime, pero sí se pone temporalmente entre paréntesis. ¿Por qué? Porque la suspensión temporal de la relación del discurso con el mundo, con la realidad, reclama una articulación previa, necesaria para que pueda emerger su textura, su calidad misma de texto.

En Ricoeur esa articulación previa tiene que ver con la noción de obra. El texto como obra es una noción que entraña tres elementos conexos: lingüístico, estructural e individual. Lingüístico, porque decir texto equivale a decir conjunto de enunciados cuyas relaciones de cohesión sintáctica y coherencia semántica constituyen una unidad superior a la oración. Estructural, porque el texto, al poder entrar en contacto con otros textos, no puede menos de responder a las leyes de un canon discursivo. E individual, porque el texto, al ser el producto de una exteriorización intencional por parte de un sujeto de enunciación, recibe las improntas singulares del individuo que lo agencia. Los tres elementos dan al concepto de composición textual un sentido complejo, no exento de vínculos con el hecho de que toda obra, así considerada, es menos el resultado de un rapto de inspiración creadora que de un solícito esfuerzo intelectual. Porque el texto deviene obra, no resulta inútil establecer tipologías textuales y marcos de comparación estilísticos. El lector, por extensión, queda implicado. Éste, pese a ser anónimo, se convertirá en un destinatario privilegiado para el autor a condición de que realice una tarea hermenéutica. ¿Cuál? Dicho en palabras de Ricoeur (que en esto hace eco a Gadamer), la tarea consistente en establecer la "proposición de mundo" que el texto formula a su manera. El esfuerzo de interpretación del lector debe consagrarse menos al desvelamiento de las intenciones del autor que al desciframiento de la "cosa" textual.

Como toda proposición, la que el texto propone debe contar con un sentido y una referencia. Sólo que la referencia es doblemente problemática. De un lado, porque la situación de escritura se caracteriza por suprimir las condiciones de la mostración ostensiva inmediata; y, de otro, porque la proposición procede, no de evento comunicativo dialógico, sino del texto mismo. Aunque la proposición que el texto crea se afinca en la observación que el autor hace del mundo, la unión entre sentido y referencia resultante no es un mero reflejo del mundo. Efectivamente, el texto, gracias al efecto de estructuración en obra realizada por el autor, ancla su horizonte de referencia en el mundo real, pero no para manifestarlo en lo que es, como si se tratara de un espejo, sino para re-figurarlo, para imaginarlo, para conjeturarlo, en sus eventuales posibilidades de ser3. El referente que el texto nombra y crea se distancia de la inmediatez del referente designado por el lenguaje ordinario y se abre a nuevas posibilidades semánticas y referenciales. Esa proposición de mundo que el texto actualiza puede o no ser declarada explícitamente. Sí lo es, la tarea de comprensión se orienta en una dirección diferente, bien hacia la intelección de la trama narrativa (en el caso de los textos de ficción), bien hacia la aprehensión de los argumentos con base en los cuales el "autor" pretende crear o aumentar las razones que favorecen la adhesión a la proposición planteada (en el caso de los textos no ficticios).

Sin embargo, ¿y qué hacer cuando la proposición no aparece expresada de un modo inmediato? Ricoeur es claro al respecto: al lector no le queda más opción que corresponder con su actividad descifradora a la labor de estructuración textual acometida por el autor. Y dicha actividad de descodificación se resume en dos actos cognitivos: aventurar una conjetura de sentido y, casi al mismo tiempo, pergeñar un conjunto de argumentos aducido a favor de su conjetura.

Apuntalada en una suerte de intuición adivinatoria, la conjetura debe estar limitada, no por un juego de asociaciones libre, sino por la lógica del mismo texto. En esa medida, conjeturar es todo menos decir aquello que no ha sido sometido al tribunal de la razón textual. Y esta razón no es un agregado de pensamiento que se le impone al texto desde fuera, sino, antes bien, el producto de una morosa permanencia en el interior de su entramado compositivo. A la conjetura se llega luego de que el lector, sirviéndose de las herramientas que, por ejemplo, provee el análisis estructural, está en capacidad de explicar el modo cómo el texto se articula internamente en sus distintos niveles de composición y en las diversas relaciones que dichos niveles sostienen entre sí. Sentido, en este contexto, significa, justamente, establecimiento de las relaciones que los elementos constituyentes del texto establecen unos con otros y que el texto establece con textos que pertenecen a un corpus textual similar. Conforme a este primer acto cognitivo, se trata de leer sin pensar que el texto es tributario de un mundo y de un autor (Ricoeur, Del texto 135).

El segundo acto, de orden trascendente (en el sentido de abandonar la inmanencia textual), implica, de una parte, tomar nota de la significación que mejor compete a la referencia liberada por el propio texto, y, de otra, inscribir dicha significación en un orden de discurso inédito que tiene por destino la comunicación a alguien más. A resultas de lo primero, el lector se apercibe de nuevas cualidades de la realidad como las desplegadas por el texto y las sopesa en términos de otras posibilidades de ser que sólo admiten ser plasmadas de modo discursivo. Como consecuencia del segundo aspecto, el lector explica aquello que ha sido comprendido (el sentido y la referencia constitutiva de la proposición textual) y argumenta por extenso a su favor, en la esperanza de recibir cierta clase de validación por parte de un auditorio general o universal.

La complementariedad de estos dos actos cognitivos desemboca en la noción de apropiación, dado que para Ricoeur no hay comprensión que no sea ella misma una aplicación de lo comprendido a una situación presente. De ahí que forme parte del destino de un verdadero texto

el poder descontextualizarse [de su propia situación, lo cual incluye dejar de lado las preocupaciones por la significación de las intenciones del autor] para que se lo pueda recontextualizar en una nueva situación: cabalmente lo que hace el acto de leer. (Ricoeur, Del texto 104)
Leer es, por tanto, dejar valer el texto en su distanciamiento originario. Sólo de esa manera se le puede comprender en lo que detenta de obra estructurada y organizada. Lo que sigue después de ello, a juicio de Ricoeur, es un
movimiento de apropiación o aplicación del texto a la situación presente del lector… La apropiación es todo lo contrario de la contemporaneidad y de la congenialidad [como lo pretendía la hermenéutica romántica y la hermenéutica diltheyana]; es comprensión por la distancia, a la distancia. (Ibíd. 109)

Sólo si el lector lleva a cabo el proceso de apropiación puede vencer el distanciamiento originario del texto. Volver cercano lo que yacía distanciado, tornar, si no propio, familiar lo que se erguía desconocido, en últimas, "efectuar la referencia", es la tarea última de un acto de interpretación textual que se apunta en la comprensión. Y esa efectuación no es otra cosa que la puesta en práctica del fin último de la lectura, a saber, "actualizar las potencialidades semánticas de la obra textual" (Ibíd. 141-42), es decir, poder hablar el discurso escrito conforme, no sólo a lo que significan las oraciones que lo constituyen, sino también conforme a la referencia designada por él, así ésta entre en choque con la que es habitual en el lenguaje ordinario. Y quien puede hacerlo no es otro que el lector, que, al hacerlo, puede a su vez comprenderse a sí mismo.

Esta noción de apropiación guarda relación con el concepto de traducción gadameriana.

Comprender un texto o un enunciado textual es, conforme a la interpretación que hace Grondin de Gadamer, "traducir un sentido o ser capaz de traducirlo" (¿Qué es? 86).

La definición citada nos reenvía entonces al comienzo de este texto, en el que Gadamer señala la indisociable relación entre la comprensión y el lenguaje. Sólo que ahora se incorpora una idea nueva: la comprensión como traducción. Diríase que comprender, en tanto acto similar al de la traducción, equivale a volver a decir lo dicho en "un lenguaje que siempre es necesariamente el nuestro" (Ibíd.), o, si se quiere, equivale a decir a otro (o a sí mismo), con palabras "propias", el sentido aprehendido, el sentido que es producto del discernimiento, pero, eso sí, cuidándose, precaviéndose en lo posible, señala Gadamer, de no confundir las ocurrencias propias, los prejuicios propios, con lo que el enunciado proferido o el texto leído (la "cosa misma") efectivamente dice (Gadamer, Verdad I 333). Se comprende para expresar lo comprendido. En esa medida, la expresión de lo comprendido representa una forma de "actualización del lenguaje como discurso", según el predicamento de Ricoeur arriba mencionado.

Sea cual fuere el caso en que la comprensión acontezca, por tanto, para Gadamer la comprensión es del orden del acontecimiento, es decir, de aquello que irrumpe de un momento a otro sin previo aviso y nos envuelve en un halo de exaltación cognoscitiva ("Lo tengo" o "Comprendo", decimos sin poder explicar muy bien lo que ha pasado en nuestro cerebro), ella supone verter en expresiones, en enunciados, no la referencia (que siempre es un más allá sígnico), sino el sentido. El sentido comprendido, aquello que nos prende y en lo cual permanecemos temporal o definitivamente, es lo que comunicamos a otros, en la esperanza de restituir acuerdos perturbados o de crearlos cuando no existen.

Sólo que, en Gadamer, la comprensión, como posibilidad o actualización enunciativa de un sentido comprendido, es un proceso dinámico, nunca estático, que exige tener en cuenta dos comportamientos hermenéuticos.

El primero, derivado de retórica antigua, prescribe entender el todo desde la parte y, una vez ejecutado esto, volver al todo para revisar lo comprendido. Dicha regla se conoce con el nombre de círculo hermenéutico o "círculo de la comprensión". Ante ejecuciones de habla o de escritura, la tarea hermenéutica de la comprensión debe ser siempre la misma: no asumir los enunciados como entidades discursivas cerradas sobre sí mismas, sino como entidades que hacen parte de una cadena enunciativa cuyo sentido, al tiempo que arrastra los contenidos significativos emitidos o escritos antes, espera su confirmación en la realización de los enunciados ulteriores.

Se trata de ampliar en círculos concéntricos la unidad de sentido comprendido. La confluencia de todos los detalles en el todo es el criterio para la rectitud de la comprensión. La falta de tal confluencia significa el fracaso de la comprensión. (Gadamer, Verdad II 63)

Tal vez por esto, la metáfora es infeliz, pues suscita la idea de que la comprensión se abre y se cierra en un punto determinado. Al cerrarse el círculo la comprensión se completaría. Pero Gadamer es insistente en señalar que el proceso no ocurre de ese modo. La comprensión nunca se completa del todo, debido a que los textos no agotan completamente su potencia de sentido y al hecho adicional de que el intérprete nunca se baña dos veces en las aguas del mismo texto.

Descrita en estos términos, la comprensión demanda paciencia, técnica, rigor y probidad. Paciencia para permanecer "en la cosa misma", llámese conversación o texto, sin ceder a la tentación de dejarse ganar por los prejuicios; técnica para ejecutar con maestría unos procedimientos de escucha y lectura aptos para dejarse hablar por el otro o para dejarse interpelar por el texto leído; rigor para "aventurar hipótesis que habrá de contrastar con las cosas" (Ibíd. 65); y probidad para aceptar que el otro o el texto mismo, en lo que dicen, pueden deslastrar el aferramiento a las propias opiniones y de ese modo multiplicar la apertura de los horizontes de comprensión.

Por lo demás, la comprensión, así sea universal, no se realiza en todos los casos del mismo modo. En primer lugar, en ella hay algo de lo imponderable, de lo irreductible a reglas, que tiene que ver menos con disposiciones subjetivas intencionales que con determinaciones varias ligadas a la lengua que se habla, la comunidad a la que se pertenece, la tradición de la cual se forma parte o a la formación (Bildung) que se ha ganado a lo largo de la existencia. Y en segundo lugar, comprendemos de conformidad con el modo como hablamos y escribimos (modos ambos que guardan a su vez estrecha relación con el modo como leemos).

La segunda conducta, que en verdad no es tanto una regla cuanto un complemento hermenéutico, es llamada por Gadamer "anticipo de la compleción o anticipo de perfección" (entendida ésta como la calidad o condición de completo o perfecto). Este elemento consta de dos partes: por un lado, suponemos que al hablar o escribir, el hablante o escritor expresa sus enunciados plenamente, no esquemáticamente, y, por otro, suponemos que lo que expresa es verdad (Gadamer, Verdad II 67). La expresión plena de enunciados verdaderos por parte de un hablante o de un escritor garantiza la posibilidad de la atribución de autoridad en el seno de un grupo social determinado. Autoridad, no como expresión de poder, sino como manifestación de buen juicio.

III

Concluyendo, cuesta trabajo concebir un ser humano cuya existencia vuelva la espalda a la comprensión. Gracias a los trabajos iniciales de Heidegger hemos tomado conciencia de que nuestras vidas están signadas originariamente por un comprender primario en virtud del cual habitamos el mundo de un modo circunspectivamente comprensivo. Nada en esta fase sugiere que el ser humano empieza a vivir su vida fáctica analizando el mundo en el cual se desenvuelve, a semejanza de un observador tocado por preocupaciones conceptuales, por no decir vitales, que da por sentado que la vida, encerrada dentro de sus propios límites y con unos atributos especiales, existe más allá de sí en un presunto "afuera" soberano que pudiera convertirse en objeto de investigación.

¿Qué ocurre cuando los objetos a la mano se nos resisten, cuando la familiaridad que esperamos encontrar en el mundo en el cual somos arrojados interrumpe su comparecencia habitual y produce un alto en nuestra comprensión circunspectiva de ese mismo mundo, o cuando, en una palabra, notamos que las cosas no son como debieran ser?

Contamos con dos alternativas: primera, tendemos a restituir el equilibrio que las cosas a la mano han alterado, reemplazando en el caso de los objetos, uno por otro, y propiciando de ese modo la continuación de nuestro comportamiento habitual, pues en últimas lo que pretendemos es que las cosas vuelvan a tener sentido para nosotros (en el entendido no articulado lingüísticamente de que "sentido es aquello [el horizonte] en lo que se mueve la comprensibilidad de algo") (Heidegger, Ser y Tiempo 175); segunda: ponemos en marcha, como proceso derivado del comprender originario, del "cómo hermenéutico", si no el conocimiento teórico, la articulación enunciativa de aquello que causa la incomprensión. En esta medida, "comienzo, nos dice de nuevo Bauman,

a plantear las preguntas cuando las cosas cesan de formar parte del mundo vital al cual estoy familiarizado y, por ende, se presentan ante mí como una cosa-en-sí-misma, un objeto extraño que debe ser considerado a través del análisis teórico (154).

Tomo distancia de mi propia situación y considero el objeto, al que ya no veo como ser-a-la-mano solamente, sino también como pudiendo no estar allí o como pudiendo ser de un modo diferente. Si la primera alternativa es ante-predicativa, lo que no significa a-lingüística, la segunda es enunciativa o si se prefiere, discursiva, ya que ahora se trata de tematizar, de exponer expresivamente, aquello que se resiste a la comprensión.

Gadamer y Ricoeur, al meditar hermenéuticamente sobre la actividad de la comprensión, coinciden en afirmar que el lenguaje se actualiza discursivamente en el diálogo, y que en éste todo fenómeno de incomprensión, comprensión a medias o malentendido, como consecuencia de la inexistencia o alteración de los acuerdos sociales o de la polisemia constitutiva del mismo lenguaje, encuentra en el modelo de las preguntas y respuestas un espacio vivo para procurar restablecer o instaurar unos mínimos racionales de conversación o unos mínimos de univocidad, necesarios (aunque no suficientes) para superar la parálisis del acto comunicativo o la ambigüedad de lo dicho.

Y si Ricoeur, en lo que atañe a los textos, es explícito en aseverar que la tarea del lector consiste en moverse, conforme a un amplio "arco hermenéutico", de la explicación a la comprensión y de ésta aquélla, con el propósito de coronar interpretativamente un discurso fijado por escrito, Gadamer propone operar no sólo con los principios de anticipación de compleción y de circulo de comprensión, sino también con una conciencia dramática del lenguaje que no silencia las determinaciones de los prejuicios con base en los cuales encaramos las producciones del espíritu que hacen parte de la historia de la humanidad.

En suma, tal vez más temprano o más tarde, todo depende de las figuraciones de nuestras conciencias, comprendamos que la comunicación, cuando se asienta en los dominios operativos del habla y la escucha, o de la lectura y la escritura, antes que una labor mecánica de transmisión de información (regulada por secuencias fijas de instrucciones programadas con antelación por alguien distinto de nosotros mismos), es un amplio campo de acciones verbales recursivas en el que buscamos llegar a acuerdos mínimos con nosotros mismos y con los otros, a través de tanteos, balbuceos o bregas permanentes, sobre aquellos asuntos de nuestras vidas públicas, privadas, imaginarias o referidas que más nos afectan y que más afectan a los demás.



Notas al Pie

1 "Es en la interacción entre diferentes seres humanos particulares -antes incluso de que podamos hablar de un proceso de individualización en el que nos constituimos como personas- donde aparece una precondición fundamental del lenguaje: la constitución de un dominio consensual. Hablamos de consensualidad dondequiera que los participantes de una interacción social comparten el mismo sistema de signos (gestos, sonidos, etc.) para designar objetos, acciones o acontecimientos en orden a coordinar sus acciones comunes. Sin un dominio consensual no hay lenguaje… El dominio consensual se constituye en la interacción con otros en un espacio social" (Echeverría 50).
2 El comprender que signa nuestra existencia no es un comprender vacío de interpretación, sino un comprender que arrastra consigo el carácter de ya-interpretado. Mal haría el hombre en acoger la creencia de que al ser arrojado al mundo, al encontrarse situado en él, el mundo brota y se manifiesta en una especie de esplendor virginal, ajeno a cualquier forma de captación preliminar. Para Heidegger, al revés, es inherente al ser de la facticidad el contar con interpretaciones precedentes o históricamente anteriores que forman parte de la vida misma. A resultas de este ya-interpretado, pre-interpretado o comprender anticipado, las cosas del mundo y los otros, aunque se nos resistan en la mostración de su ser más esencial, no se nos revelan fenomenológicamente, sin embargo, como completamente extrañas. Dado que al ser arrojados quedamos situados en el mundo, con otros y entre otros, con otras cosas y en medio de las cosas, comprendemos, sin necesidad de explicaciones teóricas o epistemológicas ulteriores, si no la razón de ser de los otros y las cosas, el para qué están ahí, bien como útiles que "están a la mano" para ser usados por nosotros en nuestro cotidiano vivir, bien sea como entes intra-mundanos a disposición para el trabajo de la ciencia o la técnica (Heidegger, Ser y Tiempo 94).
3 "Mediante la ficción, mediante la poesía, se abren en la realidad cotidiana nuevas posibilidades de ser-en-el-mundo-. Ficción y poesía se dirigen al ser, no bajo la modalidad del ser-dado, sino bajo la modalidad del poder-ser" (Ricoeur, Del texto 107-08).



Referencias bibliográficas

Bauman, Zygmunt. La hermenéutica y las ciencias sociales. Buenos Aires: Nueva Visión, 2007. Impreso.         [ Links ]         [ Links ]

Gadamer, Hans-Georg. Verdad y Método II. Salamanca: Sígueme, 1994. Impreso.         [ Links ]         [ Links ]

Grondin, Jean. Introducción a Gadamer. España: Herder, 2003. Impreso.         [ Links ]         [ Links ]

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---. Ontología: hermenéutica de la facticidad. Madrid: Alianza Editorial, 2007. Impreso.         [ Links ]         [ Links ]

Ricoeur, Paul. Teoría de la interpretación. Discurso y excedente de sentido. México: Siglo XXI, 2003. Impreso.         [ Links ]         [ Links ]