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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.14 no.23 Manizales July/Dec. 2013

 

El papel de la voluntad en la determinación del derecho natural: un estudio a partir de las enseñanzas de Domingo de Soto, Luis de León y Francisco Suárez

The role of the will in the determination of natural law. A study from the teachings of: Domingo de Soto, Luis de León and Francisco Suárez

Sebastián Contreras*
Universidad de los Andes, Chile. sca@miuandes.cl

* El autor del presente artículo agradece el patrocinio de FONDECYT-Chile, proyecto No. 3140035.

Recibido el 25 de agosto de 2013 y aprobado el 27 de septiembre de 2013



Resumen

El presente trabajo es una exposición sobre el papel que toca a la voluntad en la determinación del derecho natural. En mi opinión, el acto de determinación supone, esencialmente, un movimiento del apetito, que, a diferencia de la causalidad natural, no está sometido a la necesidad del mundo físico. Al contrario, y porque el espacio de libertad del gobernante es el máximo, la voluntad puede escoger cualquiera de las alternativas disponibles que permiten resolver un determinado problema de coordinación. Tal ha sido la tesis de Tomás de Aquino y, como se intenta mostrar a continuación, de Domingo de Soto, Luis de León y Francisco Suárez.

Palabras clave

determinación del derecho natural, Domingo de Soto, Francisco Suárez, Luis de León, Tomás de Aquino, voluntad.

Abstract

This paper is an exposition about the role of will in the determination of natural law. In my opinion, the act of determination implies, essentially, a movement of the appetite which, unlike physical causality, is completely free and not necessary. In this sense, and because freedom of authority is total, the will can choose any of the available alternatives that solve a problem of coordination. This is the doctrine of Aquinas, and as I try to show here, is also the thesis of Domingo de Soto, Luis de Leon and Francisco Suárez.

Key words

Determination of natural law, Domingo de Soto, Francisco Suárez, Luis de León, Aquinas, will.



I
El papel de la voluntad en el acto de determinación del derecho: Tomás de Aquino

Parafraseando a Hegel, las leyes humanas, para ser honestas, deben poder resistir el examen de la razón (Vorlesungen 83). Es decir, para que una norma positiva sea verdaderamente legítima, no basta con que manifieste la voluntad del gobernante en orden a regular los problemas de coordinación al interior de la sociedad política. Debe, además, ser concorde con el orden de la justicia natural.

Esto, sin embargo, no resta importancia al papel que toca al apetito en el establecimiento del derecho positivo. Las normas naturales solo establecen un marco normativo general, que no es suficiente para la regulación de las acciones. De esta forma, en el espacio que media entre lo bueno y lo malo simpliciter, es el gobernante, en una puesta en práctica de su discrecionalidad, el que debe decidir qué es lo justo para cada caso. Es aquí donde tiene cabida el acto de la voluntad en el ejercicio de determinación del derecho.

Tomás de Aquino no ignora que la fuerza motriz procede del apetito: el "¡haz esto!", difiere radicalmente de la simple enunciación "hay que hacer esto", porque esa carga de energía no proviene de la inteligencia (Cf. Deman 95). Esto no significa que la razón tenga solamente una función indicativa. La inteligencia y, en particular, la inteligencia práctica, ejerce una función preceptiva. De ahí que escriba Cayetano que "su perfección y verdad consiste en el acto de dirigir y esa dirección es infaliblemente verdadera en materia contingente si es conforme al apetito recto precedente" (In I-II q. 57 a. 5).

La determinación del derecho natural comporta una forma libertad para elegir entre dos o más alternativas en principio legítimas, jurídicamente posibles a la vista de cualquier sujeto razonable. Se trata, como dicen los teóricos de la ciencia jurídica, de una cierta libertad de configuración normativa1. Tal capacidad discrecional depende, esencialmente, de la estructura de las normas que la otorgan, en este caso, de la ley natural, y no de la calidad del órgano o autoridad beneficiarios del mismo (Cf. Fernández 53).

En alguna medida, la determinación es un acto de pure faculté o de mero imperio (Cf. Laferrière 733). Esto se muestra con claridad, creo, en el caso del artículo 103 del Código Civil de España: en el supuesto de separación de los cónyuges, al juez le corresponde determinar,

teniendo en cuenta el interés del familiar más necesitado de protección, cuál de los cónyuges ha de continuar en el uso de la vivienda familiar y asimismo, previo inventario, los bienes y objetos del ajuar que continúan en ésta y los que se ha de llevar el otro cónyuge, así como también las medidas cautelares convenientes para conservar el derecho de cada uno.

Esta disposición muestra el importante papel que toca a la voluntad en materia jurídica. Ahora bien, ese poder discrecional que, en este caso, compete al juez, no equivale a arbitrariedad normativa. El acto de la voluntad depende de un movimiento de la inteligencia. Tomás de Aquino explica este asunto señalando que los actos de la voluntad y de la razón se sobreponen mutuamente, ya que la razón de­li­be­ra sobre el acto de querer y la voluntad quiere deli­be­rar. Por lo mismo, señala:

a veces el ac­to de la razón precede al de la vo­lun­tad y vi­ce­ver­sa. Y como la influencia del pri­mer acto se prolonga en el si­guien­te, con frecuencia ocurre que un acto es de la vo­lun­­tad, pero con­ser­­vando vir­tualmente algo del acto de la razón, como se ha dicho del uso y de la elec­ción. Y, a la inversa, puede ser acto de la razón y per­ma­ne­­cer en él vir­­tualmente el acto previo de la voluntad. (Aquino, Summa I-II q. 17 a. 1)

El acto de determinación, de este modo, es un acto de la voluntad que presupone el movimiento de la razón práctica2. La voluntad es imperativa en un sentido más fuerte que el entendimiento. La causa de esto radica en que, aun cuando la perfección de la razón sea superior a la de la voluntad, es esta "la que tiene imperio sobre todas las fuerzas del alma, porque su objeto es el fin" (Aquino, In Sententiarum II d. 25 q. 1 a. 2). De ahí que sea la facultad motora (Cf. Aquino, De Veritate q. 22 a. 12).

Esto supuesto, es el apetito, y no el entendimiento, el que se encuentra en la cumbre de la libertad, puesto que se llama li­bre a quien es cau­sa de sí mismo (In Sententiarum, II d. 25 q. 1 a. 2). Así, la voluntad con­fie­re a la razón sus propias virtualidades para que esta pueda impe­­rar sobre la acción (Cf. Palacios 182-183). En este sentido, y desde la perspectiva del acto de determinación, no es extraño que Tomás de Aquino atribuya el imperio más a la volun­tad que a la inteligencia: "la ejecución de la po­ten­cia se sigue del imperio de la vo­luntad y del orden de la razón" (Aquino, In Sententiarum III d. 1 q. 2 a. 3). La voluntad es la que mueve a obrar al intelecto (Cf. Aquino, Summa I q. 107 a. 1).

II
Domingo de soto y Luis de León sobre el papel de la voluntad en la determinación del derecho natural

Entre los más eminentes discípulos de Vitoria se encuentra Domingo de Soto3. Tras su ingreso en la orden dominicana, llegó a ser compañero de profesorado de su otrora maestro, después de que en 1532 obtuviera la cátedra de Vísperas, en la universidad salmantina (Cf. Brufau 384).

La importancia de Soto en la historia del pensamiento jurídico queda fuera de toda duda. Su agudeza de mente,

su constante laboriosidad, su entrega apasionada al servicio de la justicia, animado siempre por un sincero y profundo espíritu de fe, hacen que su dilatado magisterio en las aulas salmantinas, su obra escrita y su peso en la gestión de gobierno en la España de su tiempo, fuesen profundos y duraderos. (Brufau 389)

En su tratamiento del papel que compete a la voluntad en la determinación del derecho natural, Soto intenta oponerse a las doctrinas reformistas. Entre los protestantes se venía defendiendo la idea de que tan solo con la Escritura se podía regular la vida política. Tal había sido la enseñanza de Lutero, quien, en un intento por liberar al cristianismo de la juridificación eclesiástica del Medievo (Cf. González Montes 60), llegó a proponer un uso de la ley humana meramente negativo, indicando que toda ley sirve de ocasión para pecar y que solo la gracia salva (Cf. Lutero, In Romanos).

La tesis de Soto es, entonces, la que sigue:

cuando una cosa no sólo no es contraria al derecho natural, sino que además es conveniente según el tiempo y lugar, en este caso la voluntad humana, si es que se halla investida de la pública autoridad, puede hacer que lo que se estableció sea justo. Y, en este caso, como dijo Aristóteles, lo que antes no expresaba nada, desde este momento lo expresa. (de Soto, De Iustitia III 1 2)

De acuerdo con esto, es necesario descender de los principios universales a lo particular, para acomodarlos a las circunstancias de lugar y de tiempo (Ibíd. I q. 5 a 1), aunque no como si la tarea del legislador se llevara a cabo con una absoluta libertad inventiva, sino como si sus disposiciones encontraran un marco de referencia normativo y de legitimidad en la ley natural.

El hecho de que también pueda ser justo lo que se ha determinado por la pura voluntad es muy importante, entre otras razones, porque tiene que ver con su obligatoriedad (Cf. García-Huidobro). Esta no puede fundarse en el único hecho de que está respaldada por la fuerza, porque, como escribe Soto, de la fuerza no puede emanar, por sí sola, obligación alguna (Cf. de Soto, De Iustitia III 1 2). Lo que entrega fuerza obligatoria a las leyes positivas es su grado de conformidad con lo justo natural, que es el criterio de razonabilidad de las decisiones del gobernante.

Esto quiere decir que la autoridad del Estado no posee una libertad entendida como completa indiferencia. Aunque dispone de un importante espacio de discrecionalidad, el derecho natural sigue siendo un límite para sus determinaciones. Esto porque las normas naturales prohíben todas y cada una de las cosas que son nocivas por su naturaleza. Preceptúan, en cambio, lo que es justo per se, no todo ciertamente, sino únicamente lo que es conveniente y necesario para la vida humana (Cf. de Soto, De Justitia, ms. 781 q. 57 a. 2).

Luego, la discrecionalidad del gobernante es máxima, es decir, la autoridad no está obligada a decidir en un sentido determinado, pero eso no significa que su tarea de creación del derecho se pueda ejercitar fuera de los márgenes de lo razonable. Por ende, a pesar de entregarle una preeminencia a la voluntad en lo que respecta a la tarea legislativa, la determinación no equivale a arbitrariedad jurídica. Así lo ha entendido Domingo de Soto, quien sostiene que antes que el arbitrio de la autoridad competente, lo que define a una norma como obligatoria es su racionalidad o su conformidad con el orden de la justicia, en cuanto que únicamente la razón puede captar la naturaleza de las cosas (Cf. de Soto, De Legibus, ms. 782 q. 95 a. 2).

En su explicación de la naturaleza del acto de determinación, indica Soto que el derecho positivo nace a partir de un principio natural y de otra premisa que añade la voluntad humana. Y así no se deduce por vía de ilación, sino por la determinación de un principio general en una ley especial (Cf. de Soto, De Iustitia III 1 3), como en el siguiente caso: es de justicia natural que los hombres confiesen sus pecados. Tal ha sido la voluntad de Cristo y, por tanto, decimos que los sacramentos son de derecho natural. Pese a esto, el momento y el número de confesiones a las que está sometido el pueblo cristiano es algo que debe decidir libremente la autoridad de la Iglesia (Cf. de Soto, In Sententiarum IV 18 1 1).

En consecuencia, la libre voluntad del gobernante ejerce una verdadera función creativa en el ámbito de lo indiferente al derecho natural. Impone razones para actuar que no habían sido dispuestas, ni por las normas naturales, ni por las leyes divinas. En esos casos, no solo determina ciertos planes de acción (cuando, por lo menos, existen dos alternativas disponibles); determina, además, obligaciones en conciencia para los ciudadanos, que no existían antes de su promulgación.

Luis de León, discípulo de Soto en las aulas salmantinas, llega a las mismas conclusiones que su maestro. En este sentido, declara: no hay inconveniente en que ciertas materias empiecen a ser justas por la pura voluntad de los hombres (Cf. de León, De Legibus q. 5 a. 3), en la medida que las leyes positivas regulan los detalles de la acción no cubiertos por el derecho natural (Cf. Kottman 53). Esta idea ha sido patrimonio común de los doctores escolásticos, ya antes de Tomás de Aquino, para quienes,

unas cosas son necesarias por su naturaleza, y esas son las cosas justas naturales, y por ello se prescriben por ley. Otras, en cambio, son necesarias para afianzar la virtud por disposición de la ley, y esas son las cosas justas legales, puesto que, excluida la ley, no serían necesarias, por más que sí útiles y cumplideras. (de León, De Legibus q. 6 a. 2)

Supuesto que la ley humana puede crear contenidos de justicia inexistentes por derecho natural, se sigue que la autoridad del Estado posee un amplio espacio de libertad en sus tareas normativas. Si bien se trata de una potestad limitada, en tanto que la teoría de la determinación no acepta la hipótesis de una indiferencia moral completa, con el hecho de su promulgación una determinada regla de derecho positivo se hace obligatoria. De ahí que León señale que no estamos obligados a hacer todo lo que es concorde con la razón y, sin embargo, estamos obligados a hacerlo cuando lo preceptúa la voluntad del gobernante (Cf. de León, De Legibus q. 6 a. 2).

La ley positiva, entonces, incluye también a la voluntad (Cf. de León, In I-II q. 90 a. 1), a pesar de que se trate, formalmente, de un "edicto de la inteligencia práctica, mediante el cual se ordena y determina con poder supremo algo que se debe hacer o evitar" (Ibíd. q. 106 a 1). Como argumento de autoridad, León recurre a la enseñanza de Tomás de Aquino, en donde se afirma que la ley es algo propio del imperio (Cf. Aquino, Quodlibetales IX 5 2) y que, "en el imperio siempre está presente cierto movimiento. Todo movimiento e ímpetu, empero, tiene origen en la voluntad; así pues, la ley incluye en cierto modo el acto de la voluntad" (de León, In I-II q. 90 a. 1).

Consecuencia de lo expuesto es el hecho de que la mayoría de las leyes positivas no pueden derivarse del derecho natural de una manera directa y simple. Cuando la autoridad debe resolver un problema de coordinación, a menudo sucede que existen distintos cursos de acción igualmente razonables. Luego, al decidir X en vez de Y, el gobernante no está sometido a una obligación moral de escoger una alternativa en vez de la otra. Solo debe escoger una opción que excluya otras posibles4.

Un caso de este papel activo de la voluntad puede verse, por ejemplo, a propósito de una crisis económica internacional: en algunas circunstancias, la autoridad podría escoger una política económica intervencionista. Esta podría ser la mejor alternativa para un país en un momento determinado. Pero, a medida que la crisis va pasando, el gobernante estaría en condiciones de elegir diversas políticas de reducción del papel del Estado en ciertos sectores de la economía. Este es solo un ejemplo del papel que tiene la determinación en la regulación de la vida social. Existen ámbitos inmensos de la vida social en los que la autoridad del Estado tendrá un mayor o menor espacio de discrecionalidad en materia normativa. Por ejemplo: entender el principio práctico que identifica la salud como un bien humano básico y la preservación de la salud humana como una meta importante es una operación fácil. Partiendo de esto,

un legislador moderno podrá ver sin dificultad, por ejemplo, la necesidad de idear un sistema de regulación de la circulación de vehículos como forma de proteger la salud y la seguridad de los conductores y los peatones. En este aspecto, el bien común […] claramente exige tal sistema, pero del derecho natural no se podrá deducir directamente un modelo perfecto de regulación del tráfico. El derecho natural no determina el sistema de circulación perfecto y definitivo, ni prefija ningún compromiso prudencial como el único y categóricamente correcto. Por el contrario, habrá varios sistemas diferentes, que acarrearán distintos riesgos, ventajas, costes y beneficios, a menudo inconmensurables, que cabrán dentro de las exigencias del derecho natural. Por tanto, el legislador podrá actuar con un amplio margen de libertad creativa al elegir y hacer obligatorio un sistema en particular entre las distintas opciones razonables. (George 237)

Lo anterior no significa que Soto o León sean relativistas o defensores de una ética de la situación. Los principios naturales, que funcionan como límites infranqueables a la autoridad del Estado, sí obligan a descartar algunas posibilidades, partiendo de la base de que se trata de acciones injustas. A causa de ello, las leyes positivas no pueden ser contrarias a las prescripciones iusnaturales (Cf. de León, De Gratia q. 13 a. 2 fol. 110r), aunque sí pueden resolver libremente un curso de acción X cuando se trata de una materia indiferente (Cf. de León, In I-II q. 98 a. 1).

Tal es la razón por la que Luis de León reprueba las doctrinas de los conciliaristas parisienses, para los cuales no existe autoridad humana alguna, eclesiástica o civil, capaz de dictar leyes nuevas (Cf. Gerson lect. 4 cor. 5). En opinión de estos autores, los legisladores humanos solo pueden "enseñar o esclarecer lo que […] ya antiguamente tenía fijado la ley natural o la ley divina" (de León, De Legibus q. 7 a. 3).

La posición de fray Luis parece estar plenamente justificada por la enseñanza de Tomás de Aquino, según la cual la voluntad tiene un papel activo en la determinación del derecho natural. Por eso, insiste el agustino que el derecho positivo no es una simple transcripción del derecho natural. La autoridad humana puede decretar algo que ni por la ley natural ni por la ley divina fue decretado jamás (de León, De Legibus q. 7 a. 3).

Lo anterior se prueba del siguiente modo: lo justo legal es aquello que antes de la disposición de la autoridad, "esto es, antes de dar la ley, es indiferente, se puede dexar de hazer y azer" (Ibíd. q. 7 a. 3), pero que "una vez establecida la ley, deja de ser indiferente; como cuando se establece que el rescate cueste una mina, o que haya que sacrificar una cabra y no dos ovejas" (Aristóteles 1134b 18-20). Así, observa León que hay muchas cosas que no están mandadas por los principios de la recta razón, pero a las que sí estamos obligados por haber sido dispuestas por las leyes de la república (Cf. de León, De Legibus q. 6 a. 2). Por tanto, y siguiendo a Soto y Tomás de Aquino, también León suscribe la doctrina de que en la ley voluntas et intellectus concurrunt (Ibíd. q. 1 a. 3). Si la inteligencia aporta el conocimiento del bien y de los principios naturales, la voluntad contribuye con su fuerza motora. La razón es simple: es la voluntad la que mueve a las demás potencias hacia sus fines (Cf. de León, In Sententiarum fol. 8r).

El énfasis que pone León en el papel de la voluntad a la hora de determinar los principios iusnaturales no convierte a su planteamiento en una forma de decisionismo5. El acto de imperio, que es un dirigir moviendo, es acto del entendimiento en cuanto a él corresponde dirigir.

Pero es propio de la voluntad todo impulso o movimiento, por el que el ordenar de la ley incluye de alguna manera el acto de la voluntad, sabiendo además que no hay ley si no se manda eficazmente hacer lo ordenado: ese poder eficaz es cosa de la voluntad. (Álvarez 511)

Aun cuando existen diversos pasajes de la obra de Tomás de Aquino en los que se afirma que el imperio es también un acto del apetito, hay quienes defienden que la sola pretensión de conceder a la voluntad un papel protagónico en la formación de la ley humana, parece romper con los sólidos cimientos de la teoría jurídica tomista. Al menos así lo ha entendido una parte de la doctrina. Ferraro, por ejemplo, ha insistido en que la concesión que hace León de un momento intelectivo y uno apetitivo en la formación de la ley, no es otra cosa que una manifestación de la crisis de la interpretación del pensamiento tomista en el siglo XVI (Cf. Ferraro 415).

También se ha propuesto que fray Luis, con su interpretación de la función apetitiva en la determinación del derecho natural, se acerca a las versiones voluntaristas del imperium (Cf. Castillo 98). Este aserto me parece inadmisible. En distintos lugares insiste el agustino en que la voluntad sigue al juicio de la razón (Cf. de León, De Libero fol. 519r). La función que León le atribuye al apetito en el establecimiento de la ley es la que normalmente le corresponde según la estructura de los actos humanos6. Luego, no postula una preeminencia absoluta de la voluntad por sobre el entendimiento. El apetito es una potencia ciega. No puede operar sin el dictamen previo de la recta ratio (Cf. de León, De Legibus q. 1 a. 4).

III
Francisco Suárez y el papel de la voluntad en la determinación del derecho natural

La posición de Suárez puede ser considerada como un intento de balance entre las tendencias intelectualistas y voluntaristas dominantes en la Escolástica del siglo XVI, y que busca hacer justicia al carácter esencialmente complementario de las funciones que cumplen la razón y el apetito en el proceso de determinación del derecho natural.

Esta tesis, que puede ser denominada como del primado representacional del intelecto (Cf. Vigo, Intelecto), postula que lo propio del apetito, en todas sus formas, reside en el hecho de que su objeto es siempre intencionado bajo la especie de bien. Ahora, en esta doctrina, para que la voluntad pueda operar, siempre es necesaria la mediación del intelecto, en tal forma que el acto de la razón se convierte en condición de posibilidad del acto de querer (Cf. Suárez, De Anima X 3 11).

En conformidad con la tradición heredada de los escolásticos que lo precedieron, en particular, de Domingo de Soto y Luis de León, afirma el Eximio que la voluntad no es capaz de obrar si no es movida y determinada efectivamente por el intelecto (Cf. Suárez, De Voluntario I 1 10). No existe elección más que cuando la voluntad es dirigida por el entendimiento (Cf. Vigo, Suárez y).

El proceso de determinación tiene su origen próximo en un asentimiento libre de la voluntad (Cf. Suárez, De Bonitate I 2 19). A diferencia de lo que sucede en el mundo de la naturaleza, donde, por ejemplo, es manifiesto que el sol ilumina necesariamente y que el fuego quema (Cf. Suárez, Disputationes XIX 1 1), en el ejercicio de construcción del derecho positivo siempre hay contingencia, es decir, siempre es posible que la autoridad tome una decisión en vez de otra. En este sentido, escribe Suárez, la indiferencia en la acción, esto es, su indeterminación o ausencia de sumisión a la necesidad natural, tiene como origen intrínseco y adecuado la extensión de la facultad racional (Ibíd. XIX 1 13). Por ende, el acto de determinación es expresión del poder de autonomía de la razón o manifestación de un poder que escapa a la causalidad natural. Dicho acto de discrecionalidad deriva de la inteligencia (Cf. Suárez, De Anima X 3 11). Implica una decisión con conocimiento de causa, lo que equivale a señalar que ser libre es hacerse responsable por las propias elecciones (Cf. Coujou, Droit).

Como resultado de este acto de determinación surgen las llamadas normas de derecho positivo. El derecho positivo y el derecho natural no son dos sistemas normativos independientes, sino que en su conjunto forman un único ordenamiento de justicia. Así, según enseña Suárez, existe un doble justo:

uno natural, que es lo recto según la razón natural, el cual nunca falla si la razón no yerra; otro legal, es decir, determinado por la ley humana, el cual –aunque en general sea justo– suele fallar en casos particulares. (De Legibus I 2 9)

El derecho natural, considerado en sí mismo, no prescribe una acción, sino en cuanto que supone que esta es buena, ni la prohíbe, sino en cuanto que supone que es intrínsecamente mala (Ibíd. II 16 6). Esto no sucede en las reglas de justicia derivadas de la determinación: las leyes positivas o escritas son creadoras de nuevos derechos (Ibíd. II 16 5). Por este motivo, la materia de las elecciones autoritativas del legislador es el conjunto de aquellas acciones que, prescindiendo de ese acto de determinación, no serían obligatorias, pero que por él se hacen necesarias (Ibíd. I 3 9). De ahí que se llame positiva

aquella ley que no ha nacido en el hombre juntamente con la naturaleza o con la gracia, sino que, por encima de ellas, ha sido impuesta por algún principio externo que tuviese facultad para imponerla; de ahí que se la haya llamado positiva, como quien dice añadida a la ley natural y no como nacida de ella necesariamente. (Suárez, De Legibus I 3 9)

A pesar de su margen de libertad, el gobernante no podrá escoger un curso de acción contrario al derecho por naturaleza. Luego, en contra de aquellos que presentan a Suárez como un autor voluntarista, es preciso indicar que para el salmantino la discrecionalidad humana tiene como límite una dimensión innata de honradez o de maldad en lo que es mandado o prohibido (Ibíd. II 6 11).

Si se piensa en un ejemplo específico, como el odio a Dios, se verá que este constituye la prueba de la existencia de una "malicia intrínseca anterior a la prohibición" (Ibíd. II 6 11). En este caso, el mal preexiste siempre al acto de la voluntad. Lo anterior se debe a que el derecho natural revela un conjunto de reglas ordenadas por Dios sobre la base de verdades inmutables, cuyo fin es el logro del desarrollo integral de la persona. De esta forma, está en la esencia de la ley natural prohibir lo que es expresión de un mal preexistente y ordenar todo lo que en sí es justo y bueno.

La libertad del gobernante es de tal envergadura que puede establecer "muchas cosas que no están determinadas ni pudieron ser deter­mi­na­das de una manera conveniente por los derechos natural y divino" (Ibíd. II 13 1). Eso sí, "no puede derogar el derecho natural porque destruiría su base y por consiguiente a sí mismo" (Ibíd. II 14 8)7: la oposición a la recta razón hace que un acto sea convierta en pecado o en falta, al menos filosóficamente (Ibíd. II 6 5). Esta libertad de la voluntad, que entrega al legislador la capacidad para decidir X en vez Y, sin que exista una razón moral previa que lo obligue en un determinado sentido, puede explicarse también, enseña Suárez, "diciendo que es una voluntad de señalar tal acción como necesaria para observar la equidad o justo medio en una determinada materia de virtud" (De Legibus I 5 9).

Ahora bien, que la ley humana consta de un acto de la voluntad lo prueba Suárez de la siguiente manera: la ley requiere dos elementos, moción y dirección, bondad y verdad, es decir, juicio recto acerca de lo que se debe hacer y voluntad eficaz de mover a esa conducta (Ibíd. I 5 20). Pese a esto, aunque el nombre de ley abarque ambos movimientos, "sin embargo, desde otro punto de vista, se puede decir que la ley consiste tanto en el acto de la voluntad como en el del entendimiento bajo diversos aspectos" (Ibíd. I 5 21).

Si en la ley se atiende a su virtud para mover a la acción, "y se llama ley a eso que se da en el príncipe que mueve y obliga a obrar, la ley es un acto de la voluntad" (Ibíd. I 5 21). No obstante, si en la ley se considera su poder para dirigir hacia lo que es bueno y honesto, es evidente que consiste en un movimiento de la razón, particularmente, en un juicio práctico de la inteligencia (Ibíd. I 5 21). Lo anterior no obsta a que Suárez haya defendido que el momento volitivo de la ley es el que la constituye formaliter. En efecto, señala: se entiende mejor y se defiende con mayor facilidad que la ley es un acto de la voluntad, por el cual el superior quiere obligar al inferior a hacer esto o lo otro (Ibíd. 1 5 24)8.

IV
Las leyes positivas como obras de la voluntad

El imperio, dice Aquino, no es otra cosa que el cumplimiento de lo establecido por la voluntad del superior (Aquino, De Articulis a. 13)9. Imperar significa, de esta manera, dirigir a otros a la acción, motivo suficiente para sostener que la ley es, también, un signo de la voluntad, ya que "el poder de mover que tiene la razón lo recibe de la voluntad" (Aquino, Summa I-II q. 90 a. 1).

Si bien 'por naturaleza' hay acciones cuya moralidad ha quedado determinada ex ante, como robar o matar inocentes, que siempre son hechos injustos (Cf. Aquino, In Psalmos 18 n. 5), lo cierto es que las conductas definidas como buenas o malas, por lo justo natural son las menos. Por esta razón, el enjuiciamiento de las acciones llamadas 'indiferentes', que son aquellas que se extienden entre lo bueno y lo malo moral per se, ha quedado entregada a la decisión del legislador (Cf. Aquino, In Ethicorum V lect. 17 n. 782), el que libremente podrá disponer su justicia o injusticia.

Esto significa que todo lo que está indeterminado por naturaleza se convierte en objeto de la voluntad del gobernante. La causa de esto radica en el hecho de que, a diferencia de lo que sucede con la naturaleza, el apetito no se halla determinado hacia una sola cosa (Cf. Aquino, Summa I q. 41 a. 2). La forma por la que actúa la voluntad no es solo una, "sino que hay varias, según el número de razones inteligibles" (Ibíd. I q. 41 a. 2). De manera que, cuando el legislador establece una cierta razón para la acción, no se encuentra compelido a tomar una decisión en un sentido determinado, sino solo a tomar una decisión que excluya otras alternativas razonables.

Lo anterior no contradice el hecho de que la naturaleza preceda a la voluntad (Cf. Aquino, De Potentia q. 2 a. 3), porque los preceptos naturales son el esqueleto del razonamiento legal. El gobernante es libre en su tarea de determinación de los principios morales, pero solo una vez que ha dado protección a los llamados bienes humanos básicos.

Una vez que se han resguardado los principios naturales, las leyes humanas representan, ante todo, un signo de la voluntad del gobernante, que induce al bien y retrae del mal por medio de preceptos y prohibiciones, de premios y castigos (Cf. Aquino, Summa I q. 103 a. 5). La norma jurídica no es un consejo, sino una regla de justicia que obliga a su cumplimiento, "o querida como tal por el órgano de poder, o querida y aceptada con ese carácter por lo que pactan" (Hervada, Temas 139).

Por esta causa, el acto que origina las normas del derecho humano contiene, inequívocamente, un momento volitivo; lo cual es específicamente necesario en las normas constitutivas, pues la creación, "modificación y extinción de las relaciones jurídicas, otorgar titularidades, dar funciones, crear órganos, etc., todo ello supone un acto de dominio, que es necesariamente un acto de voluntad" (Hervada, Temas 139). En todo caso, si bien el papel de la voluntad se torna esencial en la creación de las leyes humanas, nunca se puede llegar al extremo de que den exactamente lo mismo las decisiones que adopte el gobernante (Errázuriz 125).

Aun cuando el aspecto volitivo de la determinación del derecho natural suceda a la aprehensión intelectual de los principios morales, no es cierto que la actividad legislativa se reduzca, únicamente, a una inventio de la razón. El propio Aquino ha destacado que las determinaciones proceden ex industria humana, como una muestra del poder creativo que ejerce la voluntad del gobernante en materia de justicia. Se explica, de esta manera, por qué la justicia de las leyes humanas depende del hecho de ser 'puestas' por el gobernante, en un procedimiento normativo que se origina, no en la naturaleza, inmediatamente, sino en la voluntad (Cf. Hervada, Temas 139). Ahora bien, claro está que la voluntad humana que origina un derecho positivo no es cualquier voluntad. Se trata de un acto constituyente y, por lo mismo, de "un acto que depende de un sujeto dotado de potencia constitutiva de derecho" (Hervada, Introducción 107).

De lo anterior se desprende el siguiente corolario: porque su causa instituyente es la voluntad de los hombres, por esa misma causa este derecho puede dejar de existir y variar en su medida y conformación (Ibíd. 107). Esto no significa, sin embargo, que legislar equivalga a 'disponer con arbitrariedad'. La elección u opción legislativa no supone el ejercicio de una libertad ilimitada, "porque si bien caben elecciones arbitrarias, la elección como tal es un acto racional. La elección —u opción— de la que hablamos como generadora de la medida de lo justo positivo es un acto que proviene de un poder, esto es, un acto dotado de racionalidad" (Ibíd. 109).

Esto es una prueba de que la infradeterminación que caracteriza a la voluntad en el ámbito ontológico10 también existe en materia legislativa, de modo tal que las decisiones normativas de la autoridad deben ajustarse al orden de la razón. Tales determinaciones representan formas de ordinatio 'queridas' por el gobernante, en la medida que un mandato determinado es habitualmente una elección entre distintas posibilidades, igualmente, razonables y en las que la decisión final corresponde al apetito (Cf. Hervada, Lecciones 336). Entonces, como sea que mover hacia el fin pertenece a la voluntad y la ley es un acto de imperio de la razón, "este acto de razón presupone el acto de voluntad que quiere el fin, en este caso el bien común de la sociedad" (Ibíd. 339) y el aspecto de ese bien al que tiende la ley humana. Esta sujeción de la voluntad al orden de la razón en materia legislativa ha sido explicada por algunos teóricos de la ciencia del derecho en los siguientes términos:

¿la voluntad del legislador tiene algún principio superior a que debe someterse en la determinación de la norma de lo justo, o es, por el contrario, ella la fuente suprema del derecho? Frente al legalismo o pragmatismo hay que reconocer la existencia de un principio fundamental, llamado así porque de él han de derivarse, como de su fuente natural, todas las leyes, aunque para la formación de éstas sea preciso el concurso inmediato de la voluntad del legislador. (Burón García 5ss)
De la misma manera:
hay principios de justicia superiores a la contingencia y variabilidad de los hechos, hay normas superiores que sirven de fundamento al derecho positivo, sea cualquiera el desenvolvimiento y desarrollo que éste tenga, hay reglas aceptadas por los jurisconsultos, que constituyen verdaderos axiomas para todo aquél que interviene más o menos en la vida jurídica, y que forman sin duda un derecho superior a lo legislado. (Valverde 76ss)

Ahora bien, en cuanto a la tarea precisa de la voluntad en la determinación del derecho natural, esta puede verse en el establecimiento de la velocidad máxima o en el señalamiento de la edad en que se adquiere la capacidad de contraer obligaciones. En el primer caso, el gobernante podrá disponer el límite máximo de velocidad que estime pertinente. Podrá trazar dicho límite en los 120 km/h, como ocurre en España y Portugal o en los 130 km/h, como sucede en Italia y en Francia. En todo caso, cualquiera sea el límite trazado, su establecimiento dependerá de un acto de la voluntad, porque, en principio, no hay razones para inclinarse por A (120 km/h) en vez de B (130 km/h).

Alguien podría sostener, sin embargo, que el establecimiento de A (120 km/h) en vez de B (130 km/h) no es un asunto de elección, sino un problema de prudencia y, por lo mismo, de la mayor o menor razonabilidad del acto de determinación. En principio, esta objeción es correcta. Pero, y como ya he intentado enfatizar, el momento volitivo de la creación del derecho se explica, únicamente, dentro los límites de lo razonable para el derecho natural. La indeterminación de la naturaleza no es completa. Por esto hablamos, más bien, de una infradeterminación de los principios naturales.

Por esta razón, y teniendo presente que una reducción de la velocidad máxima de 10 km/h, disminuiría, a su vez, el número de accidentes en un 20%, el número de heridos en un 30% y el número de muertes en un 40%11, el legislador tendría buenas razones para decidirse por A en vez de B. Pero esto sigue siendo un asunto de discrecionalidad. En España, por ejemplo, luego de establecer una disminución transitoria de la velocidad máxima a 110 km/h (BOE, Real Decreto 303), se decidió volver al límite de 120 km/h, entre otras razones, por el altísimo costo económico de la medida: 250.000 euros solo en el cambio de señalización. Además, la decisión no tuvo "que ver con la seguridad vial propiamente dicha, sino con el consumo y el ahorro energético"12, sobre todo teniendo en cuenta la difícil situación económica que, por estos años, vive la Eurozona. Por consiguiente, una vez que el propósito de ahorro se ha cumplido, "la medida no tiene sentido"13.

Como puede verse, la determinación opera, en la práctica, como un mecanismo de resolución de conflictos sociales. Ahí donde se genera un problema de coordinación, por ejemplo, el legislador tiene la obligación de determinar la solución que estime pertinente. Pese a esto, como se ha dicho, no está obligado a decidir en un sentido determinado, sino solo a tomar una decisión que excluya otras alternativas posibles: disminución perpetua de la velocidad máxima en 10 km/h; disminución de la velocidad solo en autopistas; disminución de la velocidad en algunos sectores; disminución de la velocidad solamente en casos de problemas financieros; entre otros.

Si el papel de la voluntad en materia de límites de velocidad no ha quedado claro, todavía puede proponerse el siguiente caso: si se está discutiendo la pertinencia del límite de velocidad de 119 o 120 km/h. La diferencia, en este caso, es marginal. Es más, posiblemente, esa variación no tenga ninguna incidencia en el número de accidentes. Luego, cualquiera sea la velocidad establecida por el gobernante, esa será la alternativa legítima y obligatoria para todos.

Sin embargo, como el legislador no tiene obligación de decidir en un sentido determinado, si escoge como límite los 119 km/h, podría querer reducir el riesgo de accidentes en autopistas y carreteras concesionadas. Esta sería una buena razón para inclinarse por esa alternativa. No obstante, podría ocurrir que, puesto que no todos los tacómetros tienen un sistema digital que permita saber, con certeza, la velocidad a la que se está conduciendo (o un sistema de velocidad crucero programable), lo razonable sería trazar el límite de velocidad en los 120 km/h: el conductor sabría, exactamente, donde se halla la aguja del velocímetro. Así se evitarían las infracciones (involuntarias, quizá) que, producto de los problemas descritos, se aumentarían al decidirse por los 119 en vez de los 120 km/h. Pero, insisto, la decisión final es un asunto de discrecionalidad, sobre todo cuando el gobernante debe ponderar la 'mínima' (o 'marginal') reducción de accidentes con el 'posible' (o 'eventual') aumento de las infracciones a las reglas del tránsito.

En el mismo sentido, también el establecimiento de la edad en que se adquiere la capacidad jurídica es un problema de determinación o de voluntad en materia normativa. La naturaleza enseña que no basta la condición de persona, esto es, de individuo de la especie humana, para que alguien pueda actuar jurídicamente ejerciendo derechos y contrayendo obligaciones. Tal persona accede a ese estado,

después de un período de maduración que no es breve; este se inicia cuando se entra a la existencia y no termina, de hecho, sino con la muerte. Pero dentro de él hay un momento, que no es el mismo para todos, a partir del cual razonablemente cada uno está en condiciones de tomar su vida en sus manos y de conducirla de manera independiente. (Ibáñez 191)

Este es el problema de la capacidad de ejercicio, es decir, de la aptitud legal de una persona para ejercer por sí misma los derechos que le competen "y sin el ministerio o autorización de otra" (Código Civil de Chile a. 1445). Los teóricos del derecho no han establecido un tiempo preciso en que las personas alcanzan el debido uso de razón y la madurez necesaria para contraer obligaciones jurídicas. Solo han desarrollado algunos principios generales sobre la capacidad, como que se presume de derecho que un impúber carece del juicio suficiente para conducirse jurídicamente o que, los actos celebrados por impúberes son nulos de nulidad absoluta (Cf. León 238), o que la capacidad es la regla (Cf. Alessandri, Vodanovic y Somarriva 250) (en el sentido de que son incapaces, solamente, los que la ley señale como tales). Sin embargo, el orden social requiere que exista una cierta uniformidad al respecto, de manera que, tanto el individuo como sus padres o tutores, "sepan a qué atenerse" (Ibañez 192). Por esto la ley determina una edad común para producir el efecto de la emancipación, entregando al individuo la capacidad completa para contraer obligaciones y para conducirse, como dispone la legislación española, en todos los actos de la vida civil (Código Civil de España a. 322).

Pero, ¿cuál es esa edad? La naturaleza solo nos señala un rango al interior del cual la inmensa mayoría de los jóvenes accede a esa madurez. "De lo que se trata, entonces, es que la edad que se fije para estos efectos tenga en cuenta la realidad promedio de los jóvenes, alejándose de los extremos" (Ibáñez 192). Y, por ejemplo, en el derecho romano esa edad era de veinticinco años (Cf. Martí 164), disposición que fue recogida por el texto original del Código Civil chileno (Cf. Figueroa 191).

Tal no fue el caso del Código Civil napoleónico, que redujo la mayoría de edad a los veintiún años (Cf. Medina 68), ni del proyecto de Código Civil español de 1851, que establecía que la mayoría de edad se alcanzaba, en el caso de los hombres a los veinte años y en el caso de las mujeres a los veinticinco años (Cf. García 15).

En el caso de Chile, el texto actualizado del Código Civil ha definido la emancipación a los 18 años (Código Civil de España a. 270), pudiendo escoger, ciertamente, cualquiera otra posibilidad. Esto nos muestra que, para el Estado chileno, lo razonable ha sido establecer la mayoría de edad a los 18 años, aún cuando alguien podría afirmar que esa edad es, todavía, demasiado baja (Cf. Ibáñez 192)14.

Es importante advertir que en su actividad normativa el gobernante no dispone de un poder legislativo ilimitado. Y no puede serlo, porque es un hecho de experiencia que la razón no juzga como indiferentes todos los actos que el hombre puede físicamente realizar, sino que, con independencia de las leyes positivas, reconoce una serie de proposiciones deónticas a las que se encuentra sujeto por el mero estar constituido en un animal de razón (Cf. Herveda, Introducción 140-41)15. Por ende, no es, absolutamente, indiferente que se instituya esta o aquella regla positiva con respecto a una materia dada. No es este el caso de la determinación, pues, si lo fuera, no podría haber injusticia intrínseca en algunas reglas positivas, sino solo injusticia con respecto al fin promovido por su institución (Cf. Adler 308).

Según esto, la ley positiva podrá, por ejemplo, establecer,

indiferentemente que los plazos de la apelación expiren con el décimo o el duodécimo día; pero si no quiere abandonarse a la irrazonabilidad, debe dejarse guiar por la consideración de que es necesario que cada ciudadano honesto encuentre abierta la vía a la justicia, e igualmente es necesario que los pleitos tengan un término y que no duren indefinidamente abriendo de par en par las puertas a la manía forense. (Graneris 75)
Pese a lo anterior, es cierto que,
los famosos plazos podrán oscilar algo, pero no podrán ser reducidos a diez minutos ni deberán extenderse a cincuenta años. Y e sto es un margen determinado por la naturaleza misma, a la cual se atiene todo legislador razonable, aun sin advertirlo. (Ibíd. 75)

Sucede, entonces, que el momento volitivo del acto de determinación aparece como subordinado al momento racional, porque la voluntad supone para su acto el acto del entendimiento. Así, "no pueden ser estos actos igualmente perfectos, ni igualmente a la par conseguir el último fin, sino uno antes que el otro, y uno más perfecto que el otro" (de Santo Tomás, Cursus Theologicus q. 5 d. 2 a. 3). Ahora bien, que el momento volitivo de la determinación se subordina al racional, queda demostrado por el hecho de que es el entendimiento el que ordena la operación del resto de las facultades (Cf. Aquino, In Sententiarum IV d. 33 q. 3 a. 1) incluso del apetito, puesto que es la inteligencia la que conoce el bien y la que muestra a la voluntad el orden necesario para alcanzarlo.

Por tanto, para que la voluntad tenga carácter de ley precisa ser regulada por la razón. Es entonces cuando puede decirse con verdad que la voluntad del gobernante tiene vigor de ley. Sin esa regulación, "semejante voluntad no sería ley sino más bien iniquidad" (Aquino, Summa I-II q. 90 a. 1). De este modo, en la tesis de los cuatro autores que he desarrollado en este trabajo, la voluntad no puede autodeterminarse en la identificación de lo bueno o de lo malo moral. Necesita estar guiada por el entendimiento. Es más, una voluntad que no siga la dirección de la razón es la causa directa del pecado, piensa el aquinate (Ibíd. I-II q. 75 a. 1).

Consideraciones finales

Finalizando este artículo sobre el papel de la voluntad en la determinación del derecho natural, me ha parecido adecuado presentar las siguientes conclusiones:

(i). Las enseñanzas de Soto, León y Suárez sobre estas materias son completamente concordes con las doctrinas de Tomás de Aquino y la Escolástica tradicional. Afirmar que estos autores se apartan de la tradición clásica por enfatizar en el papel que compete a la voluntad en la determinación del derecho, es no comprender la naturaleza misma del acto de determinación, así como pasar por alto los muchos pasajes en que el aquinate le entrega el imperium al apetito.

(ii). La voluntad debe intervenir en el acto de determinación porque el derecho natural no regula cada uno de los aspectos de la vida social. Las normas naturales son solo una parte (y muy menor) de la moralidad. Todo lo que no ha sido prescrito por la ley natural queda entregado al poder discrecional de la autoridad del Estado.

(iii). Tal es el papel que corresponde a la voluntad en la determinación del derecho natural, que el gobernante puede no solo completar los requerimientos indeterminados del derecho por naturaleza, sino, sobre todo, mandar o prohibir una conducta que no haya sido mandada o prohibida por el derecho natural bajo ningún respecto. (iv). Puesto que el derecho natural no especifica cuál es la solución más adecuada para cada uno de los problemas sociales, el legislador no está obligado a tomar una decisión en un sentido determinado al momento de dar vida a las normas del derecho positivo. Solo debe tomar una decisión que excluya otros posibles cursos de acción.

(v). Si bien Soto, León y Suárez han insistido en que el gobernante no puede prescribir en contra del orden de la justicia, porque la racionalidad de una norma es la fuente de su obligatoriedad, lo cierto es que, en el amplio campo de las cosas indiferentes, y siempre que se resguarden los principios del derecho natural, la última palabra en materia normativa la tiene la voluntad. Lo anterior no significa convertir la doctrina de Aquino y sus comentaristas escolásticos en una forma de voluntarismo jurídico. Solamente supone el reconocimiento de que, en una gran medida, las leyes positivas son obras de la voluntad, al menos de una voluntad 'razonada' o 'determinada' por la inteligencia.

(vi). En la determinación del derecho natural, el papel de la discrecionalidad es máximo. Si bien este concepto ha sido utilizado por la tradición analítica en un contexto diferente, no parece existir ningún inconveniente para admitir el empleo de este término, siempre que ello no se identifique con decisión arbitraria (Cf. Etcheverry 191). En consecuencia, el legislador goza de un margen de autonomía para disponer de la regla jurídica más adecuada para el bien de su comunidad. Pero las elecciones que resuelva como 'las debidas' para su comunidad deben apoyarse en razones que justifiquen su decisión.

(vii). Por último, y a mi juicio, Soto, León y Suárez han comprendido cabalmente el papel que toca a la voluntad en la determinación del derecho. En el ámbito de cosas indiferentes, esto es, de aquellas materias que no están definidas como buenas o malas por la ley natural, puede la voluntad del gobernante, por ejemplo, convertir en lícito lo que sin la intervención de la autoridad política no estaría, sino en contra de la recta razón. En efecto, como escribe el Eximio, "consta por la práctica que las leyes humanas mandan muchas cosas que antes no eran necesarias" (Suárez, De Legibus III 13 13). Y esto por una simple razón: solo la voluntad puede establecer el juicio de conveniencia o inconveniencia frente a lo indeterminado por el derecho natural, puesto que, a diferencia de la causalidad física, el apetito "puede encaminar su esfuerzo hacia la dirección que más se le antoje, incluso hacia las direcciones más opuestas" (López 93).



Notas al Pie

1 Suele hablarse, a este respecto, de una Gestaltungsfreiheit (Cf. Fernández 25).
2 Esto se debe a que la decisión del gobernante entraña dos cosas fundamentales: una ordenación o dirección y un impulso. Lo primero, corresponde al entendimiento, y lo segundo, a la voluntad. En otras palabras: si bien todo acto de determinación supone un movimiento previo de voluntad, la ley misma es esencialmente un acto de la razón, por cuanto ordena hacia un fin y ordenar hacia el fin es propio de la razón (Cf. González 49).
3 En la afirmación de que Soto habría sido discípulo de Vitoria sigo a Báñez, Quietif y a Medina. Esto habría ocurrido durante su estancia en París, hacia los años 1516-1520.
4 Si bien el legislador podría haber establecido otros mandatos que también estarían acordes con el derecho natural; no obstante, el carácter directriz de la ley "se deriva no sólo del hecho de haber sido creada por una fuente reconocida del derecho (legislación, jurisprudencia, costumbre, etc.), sino también de su relación racional con algún principio o precepto moral" (Finnis 267).
5 Entre los autores que presentan a León como decisionista destaca Alain Guy.
6 A este respecto, es preciso señalar que, en el obrar humano, cada potencia aporta lo suyo propio: la razón el orden y la voluntad el impulso; y este precede siempre al mandato o precepto intelectual. No cabe hablar de imperio o precepto sin voluntad antecedente, porque, como dice Aquino, "nada cae bajo el precepto […] a no ser según que esté en la voluntad", voluntad que representa un querer del fin, pues no se manda nada ordenando respecto del fin, a no ser que preexista la voluntad del fin. (Cf. In Sententiarum III d. 36 q. 1 a. 6). En el mismo sentido. (Cf. STh I q. 23 a. 4).
7 De este modo, todos aquellos actos cuyos objetos repugnan la razonabilidad serán malos independientemente de la existencia o no de la voluntad imperativa de Dios o de un superior (Cf. Suárez, Tractatus III disp. 7).
8 Del hecho de que la ley es un principio de la acción que tiene fuerza para obligar, concluye Suárez que aquélla se encuentra propiamente en la voluntad, no en la razón. Esto se debe a que el intelecto lo único que puede es mostrar la necesidad que hay en el objeto y si no la hay, el entendimiento no puede dársela. En cambio, la voluntad produce una necesidad que no había en el objeto: "así, por ejemplo, en materia de justicia, hace que la cosa valga tanto o cuanto, y, en materia de otras virtudes, que en este caso particular sea obligatorio hacer una cosa que en otras circunstancias de suyo no lo sería" (Suárez, De Legibus I 5 15). Suárez esboza otra razón en prueba de sus argumentos: "dar la ley es un acto de jurisdicción y de poder superior […] por lo que es como el ejercicio de un derecho de propiedad; ahora bien, todo ejercicio es un acto de la voluntad, pero sobre todo el ejercicio del derecho de propiedad, que es libre". (Ibíd. I 5 15).
9 Sobre el papel de la voluntad en la teoría jurídica de Tomás de Aquino Cf. Milazzo.
10 Esto quiere decir que la voluntad es una potencia no absolutamente indeterminada. Por el contrario, se halla indefectiblemente orientada al llamado bien en general. Tal es la caracterización que la filosofía clásica hace de la voluntas ut natura, entendida como la determinación de la voluntad humana al bien.
11 Esta información ha sido tomada del Körkortsboken. El libro del permiso de conducir, de la Federación Nacional de Escuelas de Choferes de Suecia, 1990.
12 Para las declaraciones completas de Alfredo Pérez Rubalcaba, Primer Vicepresidente del gobierno. Véase: http://www.lasemana.es.
13 La cita es parte de las declaraciones de Pérez Rubalcaba. Tales declaraciones han sido reproducidas por el portal español esmini.es. Véase: http://www.esmini.es/foro/forum.php.
14 No obstante, corresponde señalar que no todos los actos requieren, para ser considerados como actos de una persona capaz, de la misma edad que se ha fijado para la mayoría de edad. En materia penal, por ejemplo, una persona no necesita ni siquiera llegar a los dieciocho años para advertir que el asesinato o el robo son actos repudiables desde la perspectiva de la justicia y que merecen el debido castigo que señale la autoridad. Sobre este asunto (Cf. Ibáñez 191ss).
15 Tales proposiciones, sostiene el autor, se le aparecen al hombre como una ley de su conducta, como una norma objetiva y vinculante, independiente de las elecciones, preferencias e intereses del sujeto.



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