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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.15 no.24 Manizales Jan./June 2014

 

Entre porosidad y blindaje: el devenir de la identidad*

Between porosity and shielding: the becoming of identity

Alejandra Fierro Valbuena
Universidad de la Sabana, Bogotá, Colombia. alejandra.fierro@unisabana.edu.co

Sergio Roncallo Dow
Universidad de la Sabana, Bogotá, Colombia. sergiord@unisabana.edu.co

* Este artículo fue desarrollado gracias al apoyo del Fondo Patrimonial para la Investigación de la Universidad de La Sabana en el proyecto (Com-53-2011): "Límites de la identidad en la modernidad tardía: re-configuración de los mitos modernos y la vigencia de los meta-discursos".

Recibido el 31 de marzo de 2014 y aprobado el 25 de junio de 2014



Resumen

La definición del concepto de identidad ha sufrido fuertes transformaciones a través de la historia dado el carácter del concepto mismo que depende de quien se define y, por tanto, de las dinámicas culturales en las que se encuentra inmerso. En este marco, se propone una exploración de la variación histórica del concepto. La transformación que sufre una identidad 'porosa' premoderna, con la desvinculación y la subjetivización del yo, resulta en un 'blindaje' que marca las coordenadas de la identidad moderna. Esta identidad, que se configura desde la interioridad y está absuelta del influjo de las fuerzas externas, se erige como mito moderno. Sin embargo, la fragmentación propia de la modernidad tardía, ofrece nuevas porosidades que redefinen la identidad misma. Por ello, se cuestiona el mito moderno del blindaje al considerar nuevas dinámicas culturales, como la reivindicación de las minorías, los mass media o el rock, que ponen en jaque el ideal de la identidad moderna, auténtica y exclusiva.

Palabras clave

Fragmentación cultural, identidad, mitos modernos, modernidad, tardo-modernidad, yo.

Abstract

The definition of identity has undergone major transformations through history given the nature of the concept itself that depends who defined, and therefore, of cultural dynamics in which it is immersed. In this context, an exploration of the historical variation of the concept is proposed. The transformation undergone a 'porous' identity pre-modern, with the untying and subjectification of self, resulting in a 'shielding' that marks the coordinates of the modern identity. This identity, which is configured from the interiority, and this acquitted of the influence of external forces, it stands as a modern myth. However, own fragmentation of late modernity, offers new porosities that redefine the very identity. Therefore, the modern myth of the shielding is questioned when considering new cultural dynamics as the claims of minorities, the media or rock, that challenge the idea of modern, authentic and exclusive identity.

Key words

Cultural fragmentation, identity, modern myths, modern, late-modernity, self.


La complejidad que encierra el esfuerzo por definir el concepto de identidad humana radica en parte en que está, como término, inevitablemente, ligado a la autocomprensión y autodefinición de la que es capaz el ser humano. Este carácter le otorga una variabilidad complejísima, pues cada hombre se define y comprende a sí mismo de modo único e irrepetible. A su vez, la llamada disolución del yo propia de la tardomodernidad exige introducir un nuevo marco de comprensión que incluya una perspectiva otorgada por las dinámicas masivas de información y consumo propias del estilo de vida actual. Sin embargo, la misma necesidad de comprensión y definición convierte a este concepto en uno de los más trabajados desde la filosofía y las ciencias sociales. Tal vez porque se sospecha que encierra claves de comprensión y relación que vinculan lo particular y lo universal, lo individual y lo común.

La identidad pasa de una porosidad propia del mundo premoderno a un blindaje que se deriva de la comprensión de mundo en la modernidad. Sin embargo, bajo el mito del hombre autosuficiente, capaz de dominio de sí mismo y de su entorno, gracias a una suerte de blindaje que le aísla y protege, a la vez, que le ubica en un plano de superioridad con respecto a otros y al mundo, subyace en lo oculto, un yo líquido, que lejos de alcanzar el sueño del control total, se desvanece entre la fragmentación que se deriva del fracasado sueño moderno.

Esta dinámica entre premodernidad, modernidad y posmodernidad (o tardomodernidad) desde la porosidad al blindaje y de allí a la liquidez, es la que se rastreará a continuación. Para ello, es preciso comenzar por establecer de qué modo el concepto de identidad se individualiza y llega a convertirse en una característica definitiva para el ser humano, de la cual depende su desempeño en el mundo. Frente a una concepción premoderna en la cual la identidad estaba más bien definida por las coordenadas sociales, la autodefinición auténtica es una novedad que transforma la estructura social y cultural de occidente (Cf. Trilling).

La identidad blindada como mito moderno, en el cual se apoyó con tanta fuerza la civilización occidental, pone en el centro del progreso humano a la autonomía y el cultivo de la interioridad. Para Taylor ( Cf. A secular 27) el blindaje del yo (buffered self) se instala como característica antropológica central del imaginario moderno, es decir, como la clave de autocomprensión que el hombre tiene sobre sí mismo. La identidad blindada es una nueva manera de configurar la identidad que refleja las transformaciones en la comprensión antropológica y ética propias de los tiempos modernos. Estos cambios quedan patentes en la descripción del nuevo orden moral que tiene lugar en la modernidad y que marca un claro contraste con el orden moral históricamente anterior.

Rasgos como la inmanencia, la interioridad, la autodefinición, contrastan con lo que podríamos llamar un esquema premoderno en el cual el dentro y el fuera, el sujeto y el objeto, no fungían aún como categorías de comprensión del hombre y el mundo. La identidad blindada surge y se consolida dentro de un marco de acción moral inmanente y las repercusiones que trae consigo quedan evidenciadas en el modo como se estructura la sociedad en la era moderna y, desde luego, en la posmodernidad.

Quien es capaz de blindarse y configura una suerte de marco inmanente moderno, es sin duda alguna, el 'yo' (self). La antigua noción de ser humano, siempre referida a un marco trascendente y en muchos casos religioso, comienza a ser reemplazado en la modernidad por una visión antropocéntrica. En ella, se ha superado el 'misterio del hombre'. La modernidad ha resuelto el enigma al encontrar su clave de comprensión en la naturaleza leída en clave científica. De este modo, el 'yo' aparece como límite inviolable entre el 'mundo de dentro' y el 'mundo de fuera'. Lo que está dentro del yo se intentará comprender ahora exclusivamente dentro de los límites que él mismo se impone. La interioridad que constituye el yo se convierte en un objeto más, susceptible de ser analizado, estudiado y probado. Con la ayuda del andamiaje epistemológico moderno, el yo, que pasa a ser entendido como sinónimo de ser humano, podrá ser por fin clasificado y manipulado para satisfacer los requerimientos del nuevo saber científico y más aún, alcanzar el anhelado autodominio propio de la mayoría de edad.

Husserl en La crisis de las ciencias europeas señala que "el punto de partida previo de todos los enigmas del conocimiento fue el del desarrollo de una filosofía moderna conforme al ideal de ciencia racionalista" (122). El afán por conquistar aquellos campos que antaño estaban fuera del alcance de la racionalidad (a saber, las emociones y todo aquello propio de la subjetividad) impregna el ánimo científico y termina por conquistar el imaginario social de la época. Continúa Husserl afirmando que:

en la construcción de una de estas ciencias, la psicología, se alzaron los enigmas que pusieron en cuestión toda la filosofía. Naturalmente, la psicología de Locke —teniendo ante sí la ciencia natural de Newton— encontró temas peculiarmente interesantes en lo meramente subjetivo de los fenómenos (que estaba relegado desde Galileo), y del mismo modo, en general, en todo aquello que perjudica a la racionalidad desde el lado subjetivo: en la falta de claridad de los fenómenos, en la vaguedad del pensar judicativo, en las facultades del entendimiento y de la razón en todas sus configuraciones. Se trataba, en efecto, de facultades del hombre para realizaciones anímicas, y precisamente aquellas que tendrían que dar lugar a la ciencia auténtica y, en esta medida, a una autentica vida racional práctica. (122)

La pretendida conquista de la interioridad dota al ser humano de una nueva tarea: la de definirse a sí mismo; la de forjar su propia identidad. Desde esta perspectiva se puede afirmar que la modernidad es la época en la cual la identidad es entendida propiamente como un problema que necesita solución. Frente a la premodernidad, en la cual el ser humano se encontraba inmerso en un cosmos ordenado y su papel estaba establecido por el entorno social que ocupaba, la modernidad rompe con el esquema jerárquico y establece un orden moral igualitario, en el cual la posición social, como elemento externo al yo, no tiene una repercusión decisiva sobre la configuración identitaria. Así, el descubrimiento y consolidación de la identidad se convierte ante todo, en una tarea individual que debe ser llevada a cabo de manera racional y responsable. El ¡Sapere aude! de la ilustración kantiana es la más representativa manifestación de este modo de comprender la identidad.

De la porosidad al blindaje

El esquema social y moral propio de la premodernidad ha sido definido en varias ocasiones, por contraste con la modernidad, como un mundo encantado. Weber, al hablar del desencantamiento, resalta el carácter mágico que caracterizó los esquemas morales y sociales de la premodernidad. La porosidad del hombre antiguo y medieval es precisamente la carencia de límite entre lo interior y lo exterior. El núcleo de la acción no reside en la interioridad como tal, sino que está influida, motivada e interconectada con toda la gama de fuerzas activas que hay en el universo. El universo premoderno está constituido por fuerzas cósmicas que no se definen con relación a lo que acontece en la interioridad ni la exterioridad. Se podría decir que dichas fuerzas fluyen entre los dos ámbitos y están cargadas de significados que influyen tanto en cuestiones personales como en el marco social (Cf. Taylor, A secular 27).

El lugar que ocupaba el significado en el imaginario premoderno era radicalmente diferente al que para nosotros tiene hoy. La colocación de la persona con respecto al mundo y la orientación a determinados fines también quedaba transformada por esta porosidad simbólica, pues "en el mundo encantado, las cosas "cargadas" podían imponer significados y acarrear consecuencias físicas proporcionales a sus significados" (Ibíd. 35).

Esta transformación tiene consecuencias cruciales para el moderno concepto de identidad, en el cual se dota de significado el mundo desde dentro. Mientras que para la premodernidad, el cosmos contenía ya todo el marco de referencia de la acción y la comprensión, en la modernidad surge una nueva instancia interior, inédita, que introduce en la identidad, la novedad y la diversidad.

El contraste entre los dos tipos de yo se hace evidente. El moderno, con sus límites, se opone de manera radical al mundo encantado de la premodernidad, en el cual la estructura porosa hace al yo profundamente vulnerable. Cada perspectiva sitúa al yo en condiciones existenciales diferentes. Por ejemplo, el modo como se comprenden los sentimientos y emociones se desplaza del ámbito externo de las fuerzas y los influjos al mundo interior de las reacciones físicas y químicas (Cf. Quevedo 103). La causa de la melancolía, por ejemplo, está situada en lugares radicalmente diferentes para los dos tipos de yo. Veamos:

un moderno se siente deprimido, melancólico. Se le dice: es solo la química de tu cuerpo, tienes hambre, o hay una disfunción hormonal, o lo que sea. Inmediatamente se sentirá liberado. Puede tomar distancia de su sentimiento, que ipso facto se declara como no justificado. Esto realmente no tiene este significado; solo se siente de ese modo como resultado de una acción casual no relacionada con el significado de las cosas. […] Para un premoderno no será de ayuda enterarse de que este estado de ánimo viene de la bilis negra. Porque esto no permite un distanciamiento. La bilis negra es la melancolía. Él únicamente sabe que está en las garras de lo real. (Taylor, A secular 37)

Para el yo blindado, existe la posibilidad de tomar distancia y desvincularse de las cosas que estén fuera de la mente. En la modernidad, frente a las posibles afecciones, existe la posibilidad de formular una propuesta más extrema que surge desde dentro.

La transformación que sufre el yo es que, para él, los significados cruciales de las cosas comenzarán a ser aquellos que se han definido en función de la interioridad. Los propósitos y significados pueden ser vulnerables a todo tipo de manipulación; para el yo blindado es posible además la contra-manipulación, es decir, la opción por evitar cierto tipo de experiencias que traerían consigo sentimientos y emociones de los que no se quiere ser víctima. El yo queda de este modo protegido, asilado, en estricto sentido, blindado. Está en nuestro poder tomar distancia, alejarse, abstenerse de las posibles realidades que impliquen cualquier tipo de manipulación (Cf. Taylor, Sources of 111).

Por el contrario, para el yo poroso no está permitida tal posibilidad. En el mundo encantado el yo —que por esto mismo no es un yo en estricto sentido— está inevitablemente abierto a las fuerzas del cosmos y, por tanto, debe contar con ello para orientar sus acciones; en especial, debe tener en cuenta los límites que esto le impone. Lo que está fuera de la mente es lo que rige las emociones. Es impensable, desde esta perspectiva, la existencia de un ámbito interior desde el cual sea posible tomar distancia y permanecer 'a salvo' de determinadas fuerzas.

El yo moderno se encuentra frente a sí mismo con un amplio espacio interior que deberá ser descubierto, poblado y desarrollado para configurar la identidad del sujeto. Por primera vez, para el hombre, la identidad no depende del entorno y de la posición que ocupe en la sociedad, sino que, dado el marco moral de igualdad, es el mismo individuo quien, a lo largo de su vida, va configurándose desde su interioridad (Cf. Taylor, "Identidad" 12).

En esta tarea, comienza a ser necesaria cierta dosis de desvinculación, pues se cree que en la medida en que el ser toma distancia de las categorías que impone la sociedad, estará en mayor disposición de encontrarse a sí mismo. Esta desvinculación se consolida en el imaginario social gracias a los postulados de los pensadores modernos y tiene como resultado una cosificación del yo que permite su instrumentalización.

La cosificación del yo desvinculado en primera persona del singular es evidente ya en las figuras fundacionales de la tradición epistemológica moderna, por ejemplo, René Descartes y John Locke. (Taylor, "The dialogical" 307)

Semejante desvinculación trae como consecuencia el ya descrito blindaje que separa de modo radical la dimensión interior del resto de realidades. En contraste con la estructura porosa premoderna, mantiene independencia respecto de la realidad circundante.

Frente al miedo y la ansiedad, la alternativa subjetiva se presenta como salvación. Todo ello se encuentra en el interior de la mente y, por tanto, siempre está vigente la posibilidad de manejarlo, de ejercer un control. Este tipo de yo alcanza la sensación de liberación cuando se independiza de las fuerzas externas; consigue así el anhelado autodominio que le ayuda a afirmarse a sí mismo. Como consecuencia, el sentimiento de orgullo propio florece y esto es crucial en la toma de conciencia del valor propio.

Si desaparece la vulnerabilidad, desaparece también la actitud temerosa frente a lo que antes no era posible manejar ni evitar. El objeto del temor se desplaza de fuera hacia dentro y, como parte del repertorio de imágenes mentales, se encuentra dentro del área de dominio. Por tanto, la posibilidad de lidiar con el motivo del miedo está, una vez más, bajo la potestad del propio yo. Este desplazamiento explica la gradual subjetivización y psicologización de la experiencia que tiene lugar en la modernidad (Cf. Bauman 22). El objetivo central será desvincular aquello que antes se asumía como consecuencia ineludible.

En este punto es importante resaltar la diada privado/público, como aliada inevitable de este nuevo yo. El ámbito privado poco a poco será conquistado por la interioridad. Es decir, el desarrollo de la libertad individual y con ella, el descubrimiento y propuesta de la propia identidad, tendrá lugar en la esfera privada. La vida pública supone una puesta en escena de algo que ha sido cultivado gracias a la exploración de la interioridad. El expresivismo romántico refleja esta tendencia, por ejemplo, a través de la exaltación de la imaginación y el sentimiento (Cf. Rosen and Zerner).

Las trasformaciones del concepto de identidad, están estrechamente relacionadas con la consolidación de la vida privada. En la medida en que se delimita más estrictamente lo privado de lo público en la modernidad, más se complejiza lo que significa la identidad para los seres humanos. Ariès, en La historia de la vida privada desarrolla de modo extenso estas transformaciones y afirma que en tiempos modernos surge la identidad como acertijo (Cf. Ariès and Duby 173-183).

La herencia que lega esta idea a la contemporaneidad es la consideración de que el bien se alcanza por vía del autoconocimiento y por la autodefinición que cada uno pueda hacer de sí mismo. La transformación del lenguaje y la desvinculación del ámbito moral y legal, son ejemplos del papel de la interioridad en la definición de la identidad. La pretensión de autoconocimiento se convierte en una aventura que se emprende desde dentro en la cual la autenticidad y la autonomía son las coordenadas de navegación. Todo confluye en la narrativa de la propia vida (Cf. Ricoeur 138-172). Pero este camino no está exento de peligros. Lo que ocurre dentro del blindaje pronto saldrá transformado en una identidad líquida.

Lo que tiene lugar en el mundo interior, en ese espacio privado que conquista el individuo, comienza a ser entendido, a su vez, como secreto. La conciencia de que los pensamientos, las ideas y los sentimientos están 'dentro' de cada uno, se amplía en la modernidad, hasta el punto de inaugurar lo que Freud define como el inconsciente.

El inconsciente está dentro, y pensamos como algo interior, las profundidades de lo no dicho, de lo innombrable, de los poderosos sentimiento, afinidades y miedos que se disputan el control de nuestras vidas. Somos criaturas con profundidades interiores parcialmente inexploradas y oscuras. (Taylor, Sources of 111)

A través del lenguaje se puede percibir la transformación experimentada por la referencia al ser humano. Así, palabras como 'inconsciente', 'egocéntrico' y 'auténtico' se instalan en el imaginario social con la premisa de que están referidas al interior de la persona. Uno de los rasgos que evidencia tal transformación, es el uso de la expresión 'yo' como sustituto de 'alma'. Este giro refleja un cambio en la comprensión de lo que consideramos esencial (Cf. Taylor, Sources of 118-120).

El mito moderno de la identidad promete un yo nuclear, atomizado, en el cual no hay posibilidad de penetración; un yo puntual en el que reside un centro de autenticidad del que brotan todas las características que lo definen. Las fuentes de la interioridad son las que ofrecen, en sentido pleno, la posibilidad de acción. Son fuentes morales que orientan los propios actos desde dentro y que únicamente se comprenden en relación al yo del que provienen. Es natural que de esta imagen se derive una sensación de seguridad y una promesa de bienestar por vía del desarrollo libre de ese ámbito interior.

La auto-interpretación, la autenticidad y el autoconocimiento son señal del proceso de asimilación que la sociedad ha hecho de la estructura blindada del yo moderno. Prácticas como la psicología, la medicina, el derecho y la economía, por no hablar de las artes, se han configurado sobre esta base, la de un yo que es dueño y señor de sí mismo. Sin embargo, este anhelo moderno de autocontrol se desvanece cuando en aquel espacio blindado y protegido surgen monstruos y fantasmas que provienen del oscuro abismo de la interioridad1. Las múltiples rupturas que se han derivado de la consideración del hombre en estos términos, llevarán eventualmente a una crisis del yo que exigirá a la cultura misma a replantear la autocomprensión humana y sacar al yo del enclaustramiento en el que ha quedado confinado.

La disolución del blindaje: nuevas porosidades

Si algo caracteriza a la tardomodernidad es la percepción de que el ser humano ha quedado enclaustrado en sí mismo y sin defensa frente a la invasión que infinidad de fantasmas han hecho de su interioridad conquistada. La ficción de haber conquistado la independencia y la autenticidad queda desenmascarada frente a la vulnerabilidad que enfrenta en esta nueva etapa de la historia. La supuesta identidad que garantiza un grado de desvinculación y autodominio, en teoría suficientes para garantizar su libre desarrollo, se resquebraja frente a los fenómenos sociales que constantemente violan el ámbito sagrado de la interioridad privada.

El blindaje moderno ha desaparecido, víctima de su esfuerzo de autosuficiencia. El mismo concepto de identidad se disuelve entre la multiplicidad de lecturas que las dinámicas sociales le exigen considerar. El reconocimiento de las diferencias, las minorías, los cuestionamientos cada vez más fuertes al concepto de naturaleza humana, transforman la comprensión de lo que significa dar respuesta a la pregunta ¿quién soy yo?, antes tan autoreferida e interiorizada.

Precisamente, este puede ser uno de los problemas más fuertes a los que se enfrenta hoy la teoría social: la fragilidad de lo identitario. Aunque se trata de un debate que no es del todo nuevo, las posibilidades de lo identitario parecen ser hoy —en tiempos de supuesta incertidumbre— amplias y fluidas. Este es un discurso ya encallado en una buena parte del pensamiento tardomoderno que ha hecho carrera en las ciencias humanas, al menos, desde la década de los años 70. En efecto, el problema de la identidad ha sido pensado usualmente en términos esencialistas, esto es, en una continua oscilación entre una identidad que se supone trascendente y que estaría anclada a una suerte de principios revestidos de una cierta inmovilidad o que, por otro lado, parecería ser una idea profundamente dispersa y fragmentada, anclada los modos de vida "a la carta" (Cf. Lipovetsky) que plantea una existencia engranada en la realidad de lo mediático y lo efímero que se construye en esa ecología de los medios de comunicación. En ambos casos se trata de una postura esencialista que oscila entre lo monolítico y lo fragmentado pero que se construye en torno a un posible meta-discurso.

Los estudios culturales, Hall en particular, han identificado una cierta tendencia a abordar el debate sobre identidad desde esa oposición directa entre los enfoques esencialistas y los llamados anti-esencialistas. El giro que implicaría una supuesta novedad y que se atribuye a Hall, tiene que ver con una tercera posibilidad, es decir, una crítica de la interpretación de la idea identidad como una posición fija y naturalizada sin asumir que la identidad es extremadamente relativa y volátil subsumida a la voluntad del individuo: "Así, no existe una fija identidad, pero tampoco la identidad es un abierto horizonte del cual simplemente se escoge" (Hall 207). Este camino tercero que sugiere Hall no es, por supuesto, abarcante y lo suficientemente rendidor como para dar por terminado el debate acerca de la identidad. No se trata de buscar una solución que, en tanto tercera, nos aleje del esencialismo per sé; el punto que se abre con la idea de Hall es, precisamente, al que apunta esta propuesta de investigación y que tiene que ver con la reconfiguración de los meta-discursos en la modernidad tardía y el modo en el que la ecología de los medios permite dar cuenta de un nuevo modo de anclaje de tales meta-discursos. Tal punto tiene que ver con lo siguiente.

La muerte de los meta-discursos va más allá de la discusión académica que abre el debate entre modernos y postmodernos o tardomodernos —preferimos esta última expresión—; lo que se verifica en nuestro panorama contemporáneo tiene que ver, más bien, con una especie de disyunción entre lo que nos atrevemos a llamar el 'pragmatismo juvenil' y la 'madurez teórica'. Aquí se abre una discusión sobre los principios e ideales con que trabajan hoy por hoy los jóvenes tardomodernos y que, por supuesto, está permeada por la pregunta, más amplia y de fondo, a propósito de la identidad.

Los diversos grupos que se dan en la actualidad están mediados por discursos fundacionales que les son propios (barras bravas, movimientos gay, movimientos ecologistas, y demás). Cada discurso parece ser el discurso por excelencia y se justifica a sí mismo, en parte, negando todo aquello que le es ajeno, negando lo otro desde los propios fundamentos. Aquí, sin embargo, se abre un nuevo punto muy particular dentro de los modos de socialización de la modernidad tardía: a partir de la fragmentación en facciones o grupos se crean nuevos lazos de unión y pertenencia entre los diversos — disgregados. Se evidencia aquí una crisis de la universalidad y de los valores absolutos que habrían caracterizado otros tiempos y se abre un repertorio de valores que plantearía la posibilidad de pensar en una re-configuración de ciertos universales que se presentan, ahora, como fragmentados. Hoy por hoy, por ejemplo, los diferentes discursos éticos e ideológicos parecen ser válidos sin la necesidad aparente de un referente universal. El imperativo categórico kantiano entra en crisis a la luz de la modernidad tardía: la posibilidad de pensar en una norma cuya forma sea la universalidad se vuelve una idea anacrónica. Empero, el anacronismo se traduce en un cierto propender hacia un punto límite de lo decible y lo efectuable —como diría Rancière—, en el que se da una especie de inversión de lo categórico en un sentido que es, igualmente, normativo y prescriptivo.

Permítasenos pensar en la ligazón que puede haber entre la idea de la identidad y la idea del bien: la cercanía y la lejanía son aquellas que alimentan hoy los compromisos éticos. Con situaciones lejanas hay un nivel bajo de compromisos, en el mejor de los casos se muestra solidaridad (con el hambre en el África, la causa de los Kurdos, entre otras). Ante este tipo de hechos se procede por medio de esas declaraciones indoloras sobre las que se fundamenta la ética de un Lipovetsky. A medida que el hecho toca al propio sujeto, a medida que éste se encuentra más cercano al foco del acontecimiento, el compromiso ético crece.

La crisis del meta-discurso a la que nos enfrentaríamos trae consigo referencias a cierto tipo de tendencias historicistas de fines de siglo XX. Entre ellas la del norteamericano Francis Fukuyama quien en 1989 habló del 'fin de la historia'. Desde luego, se trataba de una afirmación problemática cuya incorporación dentro del discurso de las ciencias humanas estuvo marcada por la polisemia. En aras de la claridad, dejemos que sea el propio Fukuyama quien explique los alcances de una afirmación que tan difusa ha resultado:

mi observación, hecha en 1989, en la víspera de la caída del comunismo, era que este proceso de evolución parecía estar llevando a zonas cada vez más amplias de la Tierra hacia la modernidad. Y que si mirábamos más allá de la democracia y los mercados liberales, no había nada hacia lo que podíamos aspirar a avanzar; de ahí el final de la historia. Aunque había zonas retrógradas que se resistían a este proceso, era difícil encontrar un tipo de civilización alternativa que fuera viable en la que la gente quisiera de verdad vivir, tras haber quedado desacreditados el socialismo, la monarquía, el fascismo y otros tipos autoritarios de gobierno. [...] Seguimos estando en el fin de la historia porque sólo hay un sistema de Estado que continuará dominando la política mundial, el del Occidente liberal y democrático. Esto no supone un mundo libre de conflictos, ni la desaparición de la cultura como rasgo distintivo de las sociedades. (En mi artículo original señalé que el mundo posthistórico seguiría presenciando actos terroristas y guerras de liberación nacional). (Fukuyama)

La idea misma del 'fin de la historia' generó una cierta comodidad dentro de la teoría social en la medida en que se presentaba como la respuesta por excelencia para comprender y asimilar el triunfo del modelo neoliberal que, en aquel 1989, se extendía a esos lugares a los que no había tenido acceso durante la compleja experiencia de la posguerra y la ulterior Guerra Fría. Este triunfo del modelo económico de corte capitalista sugirió, inmediatamente, la idea de un reordenamiento mundial que, pensado en clave del consumo mundializado, permitiría la consolidación de un discurso de la libertad atado a los modos de vida múltiples que el capitalismo sugería.

Resulta interesante pensar en los modos en los que la teoría social fue capaz de reacomodarse a la comodidad del discurso castrador que parecía erigirse con la modernidad tardía. La crisis del meta-discurso fue clave en el momento de pensar los procesos de subjetivación propios de las últimas décadas: reflexiones que oscilan entre Jameson, Giddens y Lipovetsky, pero también Baudrillard, Virilio y la misma sociología de la distinción preconizada por Bourdieu arguyeron formas desancladas de pensar el presente, lejanas —tal vez ajenas— de los presupuestos de lo moderno y de toda configuración de eso moderno que, consecuentemente, pretendía ser dejada en el pasado.

Quizá uno de los puntos más atrayentes de esta problemática a propósito de la modernidad y la modernidad tardía tenga que ver con el movimiento paradójico que entraña. En efecto, las pretensiones que se ocultan bajo las muertes de la modernidad resultan más modernas que aquello que pretenden asesinar: la reconfiguración del mito, esto nos lo ha enseñado suficientemente (Cf. Blumenberg) no implica la muerte del motivo original del mito sino, más bien, un cierto modo de reacomodarse y reordenarse de acuerdo al momento en el que es recibido. Veamos esto.

Blumenberg ha mostrado cómo la mitificación no implica solo una labor de onomástica, compresión y de posterior legibilidad del mundo. El mito tiene, ya siempre, una función terapéutica y supone, desde su función ritual, un trabajo de limpieza del mundo de todo aquello que es aterrador y que admite inseguridad. Basta pensar aquí —siguiendo algunos de los ejemplos que da el alemán— cómo gran parte de los trabajos que Heracles realiza para el rey Euristeo constituye una operación de limpieza y de puesta en común de un mundo más seguro; cuando el ewo teme al baobab y acude al sacerdote se muestra la capacidad organizadora del mito que, de entrada, regularía lo inexplicable a través de la delegación de ciertos roles y competencias a instancias bien determinadas a las que es lícito recurrir: el poder del sacerdote radica en que posee un saber "cuya solidez estriba en que no admite que se le haga ninguna crítica" (Blumenberg 75). El mito gira, entonces, en torno a una doble función de traducción y de limpieza del mundo que asegura una distancia respecto del absolutismo de la realidad. Con todo, como lo ha ya trazado Blumenberg, no se trata de asemejar el mito a un proto-logos e intentar buscar en él un nivel primario de explicación del mundo — previo e inferior jerárquicamente a la conceptualización científica. El trabajo consiste, más bien, en comprender,

[…] en qué cosa estriba la disposición a elaborar formas de representación míticas y cuál es la causa de que ellas no sólo puedan competir con formas de representación de índole teórica dogmática y mística, sino que, justamente, ven incrementado su poder de atracción con el despertar de necesidades por parte de estas últimas. (Blumenberg 77)

Si se comprende la mitificación desde esta perspectiva podría entreverse de un modo más claro el problema de lo identitario hoy. Si en algún momento partíamos de un momento de blindaje fuerte, hoy pareceríamos haber caído en una aparente deriva identitaria. Por ejemplo, ¿qué significa hoy 'consolidar' un yo?

El entramado social es tan intrincado que intentar una visión clara y abarcante es, poco menos, que una utopía. En efecto, en él cobran vida toda una serie de niveles y subniveles que se encuentran y se yuxtaponen dando origen a las más variadas prácticas culturales. Del mismo modo, afincar una definición de cultura es problemático. La polisemia del término da lugar a continuos equívocos y a ambigüedades de tipo lingüístico. Es evidente que, a diferencia de ciertas palabras como 'mesa' o 'silla', 'cultura' es uno de esos términos sobre los cuales no todos están de acuerdo.

Como prueba de esta polisemia, y para iniciar este recorrido, recurriremos a una tesis de Raymond Williams según la cual el concepto de cultura es bífido. De un lado, se comprende como "una forma de vida; los significados comunes; y (por el otro) para designar las artes y el saber: los procesos especiales de descubrimiento y esfuerzo creador" (Stevenson 33). Particularmente, interesante resulta la primera de estas concepciones de la cultura: como un modus vivendi. Es manifiesto que si hay un distintivo en la humanidad es, precisamente, la multiculturalidad, esto es, la multiplicidad de formas de vida y de construcciones de lo propio y de lo común.

Una particular forma de vida, una manifestación cultural, es, por ejemplo, el rock; sin duda, uno de los fenómenos estética y socialmente más interesantes de todos los tiempos y uno de los lugares clave para pensar la reificación de la identidad en la contemporaneidad.

Desde los años sesenta, el rock se convirtió en el himno de las masas y se desarrolló no solo como género musical, sino como portavoz de una cultura del cambio, creciente y cada vez menos ignorada. Las multitudinarias manifestaciones que a través del rock se llevaron a cabo, como Woodstock, en 1969, son un testimonio innegable de la fuerza que tiene este género musical, que hacia finales de los sesenta ya se había convertido en todo un movimiento estético y cultural, acompañado de muchas otras manifestaciones artísticas como la pintura y la poesía. Desde esta perspectiva, el rock se desarrolló a lo largo de las tres décadas siguientes y se subdividió en innumerables corrientes que van desde el Metal hasta el Grunge de los años noventa.

Cada una de estas manifestaciones del rock encierra, dentro de sí, elementos propios, únicos y particulares que, por medio de una apreciación cuidadosa y guiada pueden ser develados y pueden llegar a poner de manifiesto fenómenos sociales y culturales que pasan inadvertidos en la apreciación diaria que se tiene de ellos. Se trata de formas de expresión y de socialización que se presentan como el mostrarse de toda una serie de subjetividades que surgen a lo largo y ancho del andamiaje social.

Estas subjetividades determinan, como es claro, formas de comportamiento y de mostrar(se); la música da nuevos sentidos a la realidad y reelabora las identidades, es algo que se lleva dentro y que, quiérase o no, cambia la forma de ser y de interactuar con el entorno. Es mucho más que sonido: la música es visceral; es una forma de vida, en especial, para los jóvenes quienes la hacen su vida.

Una de las dimensiones de análisis fundamental para comprender los procesos culturales de la juventud consiste en acercarse al conocimiento de las prácticas sociales vinculadas con el consumo musical. Desde mi perspectiva, no hay, sin duda, gusto alguno, exceptuando quizá los alimenticios, que esté más profundamente implantado en el cuerpo que el musical. Y si de algo se apropian, en primer lugar, los jóvenes es de su propio cuerpo, de ahí mi interés por explorar la compleja realidad inherente a los procesos de producción y apropiación musical (Cf. Bourdieu).

En la música, como en otros bienes culturales en los que predomina el valor simbólico, sobre el valor de uso o de cambio, las formas de distinción social y cultural pasan irremediablemente por la forma y el tipo de consumo, pero a su vez puede ser también escenario de comunicación e integración social (Cf. García Canclini). La música se constituye así en un complejo entramado de sentidos; opera en las prácticas culturales de los jóvenes como elemento socializador y, al mismo tiempo, como diferenciador de estatus o de papel (Cf. De Garay).

A modo de conclusión

Este es solo un ejemplo que nos permite pensar en la configuración de la identidad desde la idea de un meta-discurso que se reconfigura bajo la forma de diversos mitos que, en su forma de acontecimiento, devienen fundacionales y erosionan un blindaje que mantenía al sujeto bajo un nuevo encantamiento: el del supuesto control de su interioridad. Esta identidad, más líquida, por seguir la figura sugerida por Bauman, exige continuar la tarea ya emprendida por las ciencias sociales y la filosofía de repensar la identidad, lo que se entiende por esta, pero sobre todo, lo que se espera de ella.

Empero, el problema que se puede vislumbrar aquí entraña un nuevo movimiento paradójico. Si bien la teoría social de los estudios culturales e incluso la filosofía han visto en estas formas de reificación de la identidad una suerte de plexo apto para pensar en una eclosión de las formas-otras identitarias, también es cierto que los discursos fragmentarios están asidos al Gran Otro (Cf. Zizek) de nuestro tiempo: el capitalismo global. Nuestro régimen de circulación de los signos privilegia al sujeto funcional, aquel que es capaz de llevar una cierta forma de vida que le permita convertirse en un engranaje apto para el correcto fluir de la máquina total. Es decir, la idea de De Garay sobre el rock, que funciona como un ejemplo, podría interpretarse de dos maneras:

(i) por un lado, permite pensar el rock como un dispositivo liberador, como un modo de des-sujeción de esa máquina total. Los jóvenes se liberarían de los espacios, tiempos y roles preseleccionados por una suerte de régimen policivo (Cf. Rancière) a través de una cierta práctica cultural que abriría el camino a pensar, por ejemplo, en formas más políticas de eso que Rancière llama la partición de lo sensible. La eclosión identitaria permitiría un modo político de articulación social a través de la fragmentación de las subjetividades que se distanciarían de los esquemas hegemónicos.
A una trama de ocupaciones, visibilidades y discursos preconstituidos y legitimados, propios del escenario consensual, se opone un nuevo tipo de praxis que supone un replanteamiento en la repartición de lo sensible a partir del disenso. A esta actividad, que es la que podría entenderse propiamente como política, va estrechamente ligada la idea —rancieriana— de la parte de los que no tienen parte. (Roncallo 110)
(ii) De otro lado, se abriría el espacio para pensar en las posibilidades de la dominación que se presentaría bajo la forma ineludible del deseo. El éxito de ese Gran Otro es, como lo ha mostrado suficientemente Zizek, la posibilidad de producir una suerte de semiosis de identificación con la totalidad a través de la apariencia significante de la fragmentación. La adhesión a una u otra forma eclosionada ?blindada? de las formas de la identidad, se traduciría en la mayor o menor funcionalidad en términos de los modos de circulación del capital. La producción deseante, propia de lo tardomoderno, tomaría la forma de un meta-relato que encontraría su relevancia ritual, precisamente, al no presentarse como tal. De este modo, esos escenarios de lo político adquirirían nuevos visos que nos alejarían de esas particiones-otras de lo sensible y reconducirían la reflexión por el camino, quizás menos seductor, de la economía de mercado y de formas de la identidad que, aparentemente blindadas, adquirirían los visos de una ontología siempre porosa. Tal porosidad es la que puede avistarse cuando vemos el modo en el que, en efecto, ese Gran Otro meta-discursivo permea las formas identitarias permitiendo sí la heterogénesis, pero solo desde los modos mismos de lo funcional dentro del régimen de circulación de signos. Cuando, por ejemplo, Zack de la Rocha y Rage Against The Machine gritaban sus consignas contra 'la máquina' el movimiento que se arquitectaba era, precisamente, el opuesto; era la puesta en marcha de un engranaje funcional en el que reaparecía esa porosidad identitaria que desafía la idea de un blindaje reflexivo y evidencia la presencia de un marco interpretativo más global: ese Gran Otro, el capitalismo. He aquí la paradoja: lo político, aún en los términos de un Rancière, permanece, siempre, en medio de las porosidades de un modo particular del engranaje identitario. El blindaje tardomoderno se caracterizaría, entonces, por su porosidad.

La aproximación a las ideas modernas que fundan un concepto de identidad, otorgan claves de comprensión de las dinámicas culturales que, cada vez con más fuerza, dotan de sentido y significado las vidas contemporáneas. La ruptura del blindaje moderno, deja ver la fragilidad de los supuestos antropológicos y éticos que revestían la identidad. La fragmentación del panorama contemporáneo y la diversidad de opciones que encuentra el sujeto para (auto) interpretarse, son el nuevo marco desde donde las identidades o lo identitario, se proyectan con novedad. La novedad que nos otorga el deseo.



Notas al Pie

1 Las enfermedades mentales como la depresión, la esquizofrenia, la bipolaridad, entre una larga lista, son una clara evidencia de las sorpresas que se pueden encontrar en el ámbito interior, en apariencia tan seguro. El auge de la psicología y la psiquiatría como ciencias que prometen retomar el control del inconsciente, son reflejo de la sorpresiva emboscada que, desde dentro, ha recibido el hombre moderno.



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Como citar:
Fierro, Alejandra y Sergio Roncallo. "Entre porosidad y blindaje: el devenir de la identidad". Discusiones Filosóficas. Ene.-jun. 2014: 201-219.