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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.16 no.26 Manizales Jan./June 2015

https://doi.org/10.17151/difil.2015.16.26.4 

DOI: 10.17151/difil.2015.16.26.4

La injusticia epistémica y la justicia del testimonio

Epistemic injustice and justice of the testimony

Juan Antonio González de Requena Farré*
Universidad Austral De Chile, Valdivia, Chile, jagref8@gmail.com

* ORCID: http://orcid.org/0000-0002-4296-2211.

Recibido el 15 de enero de 2015, aprobado el 30 de abril de 2015



Resumen

En este artículo se pretende problematizar la noción de injusticia testimonial, mediante una reconstrucción histórico-filosófica de algunos usos contemporáneos del testimonio. La literatura sobre el testimonio en el siglo XX no siempre considera la discusión filosófica acerca del significado epistémico del testimonio, pese a que ambos asuntos podrían articularse mejor si el testimonio se comprende desde sus usos históricos recientes, y si la interpretación de los testimonios históricos se sostiene en una concepción adecuada del dispositivo discursivo de la testificación. Se realizó un análisis filosófico del discurso testimonial y una revisión histórica de sus usos en dos contextos testimoniales: los testimonios del Holocausto y la literatura del testimonio latinoamericana. Como resultado de esta reconstrucción histórico-filosófica sugerimos ampliar la noción de injusticia testimonial para que, además del desconocimiento o rechazo de la palabra ajena, incorpore el enrarecimiento de la testificación que cabe reconocer en cierto paradigma contemporáneo expresivista de la memoria testimonial.

Palabras clave

Injusticia testimonial, literatura testimonial, política de la memoria, testificación del Holocausto, testimonio.

Abstract

In this article we try to problematize the notion of testimonial injustice, through a historical-philosophical reconstruction of some contemporary uses of testimony. The literature on testimony in the twentieth century does not always consider the philosophical discussion of the epistemic meaning of testimony, although both issues could be articulated better if testimony is understood from its recent historical uses, and the interpretation of historic testimony is held on an adequate conception of the discursive device of witnessing. We conducted a philosophical analysis of testimonial discourse and a historical review of its use in two testimonial contexts: Holocaust Testimonies and Latin American literature of testimony. As a result of this historical-philosophical reconstruction, we suggest to expand the notion of testimonial injustice so that, apart from disregard or rejection of the word of others, it incorporates the rarefaction of witnessing, which can be recognized in a certain expressivist contemporary paradigm of testimonial memory.

Key words

Testimonial injustice, testimonial literature, politics of memory, Holocaust witnessing, testimony.


Entre las distintas formas de vulneración que nos permite reconocer nuestro sentido de la injusticia, existe un tipo de agravio que afecta a nuestra muy cotidiana capacidad de compartir información con otros, suministrar conocimiento a los demás o interpretar nuestras experiencias sociales: la injusticia epistémica. Esta vulneración del sujeto de conocimiento que somos se expresa particularmente en la injusticia testimonial, la cual se produce cuando se priva de credibilidad a un testigo –debido al peso de nuestros prejuicios a la hora de evaluar su competencia o sinceridad para llevar a cabo el acto de habla de testimoniar.– Para dar cuenta de los rostros de la injusticia testimonial, nos proponemos explorar los contextos y las condiciones convencionales de realización de un testimonio cotidiano (enunciación de evidencia, confiabilidad del testigo y pertinencia para alguna discusión) y añadiremos una forma de injusticia testimonial que se suma al desconocimiento de la credibilidad del testimonio o a la impugnación del testigo. Se trata de esa injusticia testimonial que se deriva del enrarecimiento del testimonio, al descontextualizarlo de su ámbito de discusión pertinente y privarlo de su relevancia histórica y política.

A partir de los contextos históricos y políticos de los testimonios del Holocausto y la literatura testimonial latinoamericana (ejemplos contemporáneos de la testificación en nuestra particular "era del testimonio"), describimos las transformaciones en los usos del testimonio y caracterizamos el actual paradigma de la memoria, en que el testimonio se ha convertido en una modalidad de autoexpresión afectiva y terapéutica al servicio de la retórica de la victimización y la reconciliación. Semejante enrarecimiento del testimonio (al tratarlo como una instancia abstracta, emocional, meramente subjetiva y terapéutica, independientemente de sus contextos de uso históricos y políticos) introduce un tipo de injusticia testimonial que, con frecuencia, continúa con los medios de la teoría cuando se sobredimensiona el carácter excepcional, irrepresentable e indecible del testimonio, o bien cuando se hace del testimonio una simple consigna esquemática o una técnica de montaje discursivo al servicio de algún libreto ideológico. En fin, si la discusión sobre la justicia no puede dar la espalda al sentido de la injusticia y a las distintas figuras del agravio que este reconoce, entonces nos enfrentamos a la urgente tarea de atender críticamente a las formas de la injusticia testimonial que tan pronto privan al testigo de su voz y crédito epistémico como desvirtuando el testimonio, al descontextualizarlo y mediatizarlo en ámbitos irrelevantes.

De la concepción normal de la justicia, a la injusticia testimonial

Las discusiones contemporáneas sobre la justicia han estado marcadas en gran medida por el intento de ampliar los marcos de una concepción meramente formal, legalista o procedimental de la justicia. Y es que el modelo normal de la justicia se limita a identificar lo justo con el marco normativo que sostiene el orden social, garantiza ciertos derechos personales, regula el reparto de los bienes y posiciones sociales, así como sanciona mecanismos de restitución del ordenamiento vigente y establece procedimientos de construcción y aplicación de las reglas sociales. En ese sentido la concepción normal de la justicia reduce el sentido de lo justo a la legalidad del ordenamiento jurídico e incluso a la coherencia formal del sistema judicial (Cf. Kelsen); o bien traduce el problema de la justicia a la cuestión procedimental de la construcción imparcial de algún esquema independiente y equitativo de cooperación social que genere un consenso razonable entre las diferentes concepciones del bien de los ciudadanos (Cf. Rawls).

Las críticas a la concepción normal de la justicia responden a muy diferentes formas de malestar ante el formalismo, el legalismo y el procedimentalismo. En algunos casos, se objeta que la concepción normal de la justicia no considera suficientemente las asimetrías en las capacidades y oportunidades de las personas para realizar autónomamente sus planes de vida, ya que tan solo se centra en garantizar la distribución de medios de vida equivalentes o en proteger los derechos individuales frente a intromisiones ajenas (Cf. Sen). En otros casos, el malestar con la concepción normal de la justicia se debe a que esta promueve una visión desvinculada y neutralizada de los ordenamientos legales y los derechos personales, así como no atiende a los vínculos comunitarios, los compromisos comunes y a las concepciones compartidas del bien, que precisamente sostienen la identidad de los actores sociales y enmarcan sus preferencias (Cf. Sandel). En ocasiones, se critica la concepción normal de la justicia por centrarse básicamente en la garantía jurídica de derechos personales iguales, en vez de ampliar el foco de la justicia a otras formas de reconocimiento intersubjetivo como las que se asocian a la confianza afectiva, al respeto moral hacia los sujetos autónomos, o a la libre participación en las formas de acción comunicativa compartidas en comunidades concretas (Cf. Honneth). Otras veces se añade la reserva de que la concepción normal de la justicia, básicamente referida a la redistribución igualitaria de bienes sociales primarios, no solo puede omitir otros asuntos centrales de la justicia como el reconocimiento de las diferencias identitarias o la representación y participación políticas en la vida pública; además, deja de lado la crucial problemática de quién decide metapolíticamente los marcos de la justicia y en qué escala se enmarcan las distintas demandas de justicia (Cf. Fraser).

Algunas críticas de la concepción normal de la justicia apuntan mucho más lejos y apelan mesiánicamente a una justicia más allá del derecho y de la juridicidad, más allá de las garantías de igual retribución y del cálculo distributivo; no se trata únicamente de reconocer la importancia de la generosidad y el deber de asistencia hacia las personas dependientes o excluidas sino que se anuncia una justicia sustentada en la relación con el otro singular, en la acogida incondicional de la alteridad del otro y en una hospitalidad y responsabilidad sin medida (Cf. Derrida, Espectros 35-45). En todo caso, nuestra discusión se hace cargo de otro tipo de reserva ante la concepción normal de la justicia, a saber: la sospecha de que la justicia no se agota en la construcción imparcial de un ordenamiento jurídico coherente que permitiera reparar formalmente sus infracciones al identificar a los culpables, sino que radica en el sentido de la injusticia y la denuncia de lo injusto; resulta inseparable de esa atenta preocupación por las percepciones ajenas de humillación, por la identificación con las expresiones del daño inferido a otros y por la escucha de la voz de las víctimas (Cf. Shklar). En suma, el sentido de la injusticia encarna concretamente nuestra concepción de la justicia; así, el sentimiento de injusticia de los despreciados nos permite enriquecer nuestra interpretación de los contextos sociales y de las relaciones interpersonales, de las pretensiones de reconocimiento y de las formas de valoración social, en una sociedad democrática.

Entre las formas de agravio que nuestro sentido de la injusticia nos permite reconocer, se ha insistido con frecuencia en aquellas modalidades de vulneración que afectan a nuestra integridad personal: el daño directo que priva a las personas de su seguridad y confianza; el desprecio de la iniciativa responsable de las personas, que destruye el respeto a su dignidad y mina su autoestima; o la humillación pública y la exclusión social, desde la simple indiferencia, hasta la estigmatización (Cf. Honneth 322). A este repertorio de modalidades de vulneración, podríamos añadir un tipo específico de agravio llamado injusticia epistémica: afecta a algunas prácticas cognoscitivas cotidianas como la entrega verbal de información, el compartir conocimientos con los otros y la interpretación discursiva de nuestras experiencias sociales, y daña capacidades humanas tan valiosas como nuestra condición de sujetos de conocimiento o el ser partícipes de una comprensión socialmente compartida (Cf. Fricker 5-7).

Este tipo de injusticia tiene un carácter distintivamente epistémico, ya que concierne a nuestras capacidades como sujetos de conocimiento o de comprensión, y no se deja reducir a cuestiones de justicia distributiva relativas a la asignación de recursos epistémicos como la información o la educación (Ibíd. 1). En ese sentido, la injusticia epistémica cubre aquellas formas de vulneración que se deben a la pérdida de credibilidad de la palabra de un sujeto debido al influjo de los prejuicios identitarios en la evaluación de su competencia o su sinceridad (esto es, la injusticia testimonial). Pero también incluye el tipo de agravio resultante de una carencia de recursos interpretativos para hacer inteligible algún tipo de experiencia social (o sea, la injusticia hermenéutica). Como contrapartida, las formas de injusticia epistémica permiten reconocer algunas virtudes epistémicas: la virtud testimonial de quien revisa y corrige la influencia que los prejuicios identitarios podrían tener en sus atribuciones de credibilidad; o la virtud hermenéutica, es decir el cultivo de la sensibilidad reflexiva y la atención crítica ante la falta de inteligibilidad de la experiencia social por la carencia de recursos interpretativos (Cf. Fricker).

Por nuestra parte nos vamos a concentrar en la injusticia testimonial que no solo consiste en un déficit de credibilidad bajo la influencia sistemática del prejuicio y acarrea un desconocimiento de la condición de una persona como sujeto que pueda aportar conocimiento a su audiencia o como testigo posible en nuestros marcos institucionales; también puede introducir un tipo de vulneración en que alguien impugna, rechaza o violenta mucho más directamente la condición de testigo de la persona que se dirige a nosotros en un intercambio comunicativo cara a cara. En fin, la injusticia testimonial puede darse tanto al ignorar institucionalmente la credibilidad de un testigo sobre quien existe algún prejuicio social (de clase, raza, género, ideología, religión, entre otros), como al descalificar interpersonalmente al testigo (Cf. Wanderer).

Contextos del testimonio y vulneración testimonial

La existencia de diferentes modalidades de injusticia testimonial se debe, en gran medida, a la diversidad de formas y contextos en que se puede dar testimonio. Genéricamente el testimonio puede concebirse como un tipo de acto de habla en que un hablante, provisto de cierta autoridad o competencia para hablar de algo (por haberlo vivido o presenciado personalmente o por ser un experto en el tema), informa a la audiencia sobre ese asunto, del que se requiere evidencia en la comunicación interpersonal o en el discurso público (Cf. Coady). En ese sentido el testimonio cumple una función epistémica muy importante en la adquisición y distribución social del conocimiento, aunque resulte discutible si acaso la credibilidad del testimonio pueda reducirse a algún tipo de inferencia a partir de la evidencia perceptible y haya de justificarse argumentativamente a partir de otras premisas factuales (entre ellas, los antecedentes empíricos relativos a la fiabilidad de quien habla). O, por el contrario, pueda defenderse que la creencia en el testimonio de otras personas no se infiere de otras creencias ni se basa en inferencias argumentativas, ya que el testimonio constituiría una fuente directa, básica y autónoma de conocimiento (como la propia, percepción o la argumentación), que no requiere de otra justificación adicional que cierto derecho general a creer lo que se nos dice, o la aceptabilidad presuntiva de la palabra ajena (Cf. Audi 150-167).

En cualquier caso el acto de habla de dar testimonio tiene lugar en contextos tan diversos como un tribunal, una confesión íntima o una conversación personal, una entrevista pública, un documental, o algún texto escrito, ya se trate de cartas y diarios, documentos históricos o incluso obras literarias. Inclusive en las formas literarias del testimonio, este involucra cierta puesta en escena o la representación performativa de alguna información a través de estrategias dramáticas de actuación y narración que remarcan la construcción dialógica y polifónica de la testificación (Cf. Brooks). De ese modo, pueden desplegarse diferentes formas de injusticia testimonial, de acuerdo a los distintos escenarios dialógicos y marcos convencionales que regulan la realización afortunada del acto de habla consistente en testificar.

En el caso de un testimonio formal en contextos legales o institucionales el testigo aporta evidencia ante un tribunal o una corte, ya sea para persuadir a la corte de que ocurrió lo que un tercero afirma, o solo para informar de lo que alguien dijo, o para persuadir al tribunal de su versión de los hechos que están en discusión (independientemente de lo que diga un tercero), o incluso para dar una versión de lo ocurrido (Cf. Coady 38-42). En este tipo de testificación formal, se requieren ciertas condiciones convencionales: el testimonio constituye una forma de evidencia; es algo que se nos invita a aceptar porque alguien lo dice; quien habla tiene autoridad, competencia o credenciales relevantes para testificar; el testigo obtiene cierto estatus al aportar evidencia en un marco institucional; el testimonio es de primera mano, y la testificación es relevante para resolver algún asunto en discusión sobre el cual se necesita evidencia (Cf. Coady 45-6).

Sin embargo, en los testimonios naturales que se suministran en circunstancias cotidianas de comunicación intersubjetiva las convenciones reguladoras del acto de habla son más laxas: las afirmaciones del testigo sobre un hecho son evidencia de lo que ocurrió y se entregan como evidencia del hecho; el hablante tiene competencia, autoridad o credenciales relevantes para afirmar confiablemente lo que ocurrió, y la versión de los hechos del testigo resulta pertinente para dirimir alguna discusión sobre la que se necesita evidencia (Ibíd. 57). En sentido extenso, el testimonio se aplica, incluso, a actos tan diversos como los siguientes: la testificación de oídas, como parte de una cadena de testigos o portavoz de lo que alguien testificó; los testimonios documentales con que los historiadores tratan (registros oficiales, diarios privados, reportes periodísticos, entre otros) y cuyas fuentes no sabían que estaban testificando; los testimonios indirectamente recibidos sobre los acontecimientos de la vida propia (nuestro nacimiento) o sobre figuras y acontecimientos históricos; incluso, en cierto modo, el testimonio en sentido religioso, en que alguien atestigua su creencia en cierto ideal o realidad trascendente (Ibíd. 63-70).

En la discusión contemporánea sobre el testimonio se ha destacado cierto contexto de la testificación, que se asocia a la creciente importancia de los medios de comunicación masiva; no en vano las nuevas tecnologías de telecomunicación multiplican las instancias de representación de los eventos vivenciados, así como posibilitan la comparecencia del discurso ajeno y la expresión de la voz de otros, ante públicos cada vez más amplios, dispersos y distantes (Cf. Frosh and Pinchevski). Estas nuevas tecnologías de la comunicación posibilitan un modo de testificación que no requiere de la asistencia presencial a los eventos, ni se reduce a la memoria histórica cristalizada en memoriales o museos; se trata de maneras de ser testigo vinculadas a la transmisión en vivo o a la grabación y reproducción mediáticas, sin que se precise copresencia espacial o simultaneidad temporal (Cf. Peters).

Estamos ante un tipo de testimonio que se realiza en los medios (cada vez que alguien testifica mediáticamente), por los medios (en la medida en que se multiplica la producción de testimonios mediante dispositivos de telecomunicación y se conforman múltiples audiencias que son testigos de lo que pasa) o a través de los medios (puesto que se torna cotidiana la asistencia a la actualidad y la testificación compartida de los eventos en curso) (Cf. Frosh and Pinchevski). Surge, así, una clase de testimonio mediático que hereda algunas de las características del testimonio legal o religioso tal como ocurre en el registro periodístico de distintas versiones de la actualidad contingentes, parciales y sujetas a confrontación, o como pasa en la exposición de la intimidad (y la mediatización de las formas testimoniales de autoexpresión, autotematización y autentificación) en los nuevos géneros confesionales de la televisión de entretenimiento (Cf. Thomas).

En fin, dada esta diversidad de marcos convencionales de realización del testimonio, podría concluirse que hay injusticia testimonial, cuando se da cierto tipo de infortunio en el acto de habla de testificar y se quebrantan las convenciones que regulan el cumplimiento pleno del testimonio en sus diferentes contextos. Se trata de un infortunio que no es accidental, sino que resulta eventualmente imputable, ya que se provoca intencionalmente o es estructuralmente inducido por las asimetrías sociales y las relaciones de poder y vulnera la condición del sujeto que testifica. Por ejemplo: en el caso del testimonio natural habría injusticia epistémica hacia el testigo, ya sea al desconocer la posible veracidad de su versión de los hechos y la evidencia que proporciona su testimonio, o al impugnar su competencia y sinceridad para testificar, o bien al cuestionar la relevancia de lo que se testifica para el asunto en discusión o al descontextualizar el testimonio en un marco no pertinente.

El hecho de que la subjetividad del testigo resulte vulnerada en la injusticia testimonial guarda relación con cierto estrato fenomenológico del testimonio que cabe reconocer no solo en el caso límite del testimonio religioso, sino también en las formas cotidianas de la testificación. Y es que el testimonio no es solamente un relato de acontecimientos que pone en palabras lo percibido y obtiene la confianza de quien escucha. El testimonio no solo sostiene nuestros juicios y estimaciones, sobre todo en contexto de procesos –jurídicos o simplemente comunicativos y argumentativos– en que está en juego decidir la justicia de alguna pretensión, o aporta elementos probatorios que permiten persuadir a cierta audiencia. El testimonio constituye, además, un compromiso del testigo con la causa que defiende y una acción que atestigua la convicción del testigo; es tanto automanifestación absoluta de lo atestiguado como sentido testimonialmente entregado que apela a la interpretación; involucra tanto la narración que relata los hechos como la confesión que atestigua interiormente (Cf. Ricoeur). Por otra parte, en el testimonio está en juego un compromiso con los otros a quienes se atestigua, e implica asumir una responsabilidad ante la verdad de lo acaecido, algo que va más allá de lo personal (Cf. Felman, "In an Era"). De ahí que la impugnación del relato testimonial sea también un desconocimiento de nuestra responsabilidad comprometida con otros, así como una vulneración de la convicción interna de quien atestigua y lleva a cabo cierta atestación de sí.

La testificación del Holocausto, la literatura testimonial y el paradigma de la memoria

Las experiencias históricas extremas de nuestra historia contemporánea, como los genocidios planificados y el terrorismo de Estado, no solo han multiplicado las instancias de testificación hasta tal punto que se ha llegado a hablar de una "era del testimonio", en la cual el recuerdo del Holocausto cumple una función paradigmática (Cf. Wieviorka). Además, han surgido nuevos contextos testimoniales que no se reducen a la testificación judicial sino que comprenden otras modalidades como los testimonios entregados a comisiones de investigación histórica, los testimonios recabados en entrevistas de historia oral y en documentales, o las formas de escritura autobiográfica (Cf. Jelin 85).

En el caso de los modos de testificación relacionados con el Holocausto, se pueden reconocer ciertas transformaciones en la función del testimonio. Los primeros testimonios se dieron en el contexto de los guetos judíos y de su eliminación; estos obedecían al propósito de que personas que no iban a sobrevivir dejaran una huella y participasen del recuerdo colectivo con sus diarios, crónicas y manuscritos. Sin embargo, en el contexto del juicio a Eichmann en Israel el testimonio adquirió una relevancia pública que trascendía el significado personal, ya que aportaba una lección de memoria histórica, en la que el testigo –como superviviente– se convertía en encarnación de la memoria y portador de la historia. En ese sentido, con el nuevo protagonismo público de las voces de los supervivientes se dio cierta democratización de los actores históricos en la que los excluidos y las víctimas recuperaban su capacidad de testificar. De ese modo se pasó del testimonio espontáneo al testimonio solicitado por la justicia y, finalmente, a un testimonio que responde al imperativo social de mantenimiento de la memoria. Desde los años setenta ciertas condiciones históricas han contribuido a consagrar al individuo como protagonista y encarnación de la historia: el triunfo de la ideología de los derechos humanos; los nuevos medios electrónicos; la psicologización de la cultura; o la creciente exposición pública de la experiencia cotidiana y de los testimonios personales. En ese contexto se han popularizado los recuentos emotivos del Holocausto en exposiciones, documentales y películas, que dulcifican el trasfondo de la barbarie, al concentrarse en la capacidad de redención asociada a la ejemplaridad personal (Cf. Wieviorka). Finalmente, desde los años noventa, se ha producido cierto desgaste semántico de los conceptos de superviviente y víctima –como consecuencia de su extrapolación a toda forma de vulneración.– Se extiende así toda una cultura de la victimización y se consagra el carácter reparador –o curativo– del relato autoexpresivo de las víctimas, con la consecuencia indeseada de naturalizar toda una retórica de la victimización (Cf. van Alphen).

Como contrapartida de esta profusión testimonial, en la teoría contemporánea se han explorado las paradojas de la testificación después del Holocausto. De ese modo se enfrentan las reservas negacionistas del Holocausto, derivadas del siguiente dilema paradójico: si los supervivientes hablan, el exterminio no tuvo lugar, ni podría denunciarse la sinrazón (como daño irrepresentable y que no puede ser probado); y, si no hay testigos y la sinrazón del Holocausto no se puede enunciar, entonces nos engañaríamos al denunciarla y no habría víctimas del Holocausto. Ante semejante paradoja negacionista, se ha planteado que existen situaciones de discurso en las cuales no se puede querellar con pruebas y argumentos compartidos (como ocurre en un litigio), pues las partes no comparten un lenguaje para argumentar el daño y surge así la víctima, o sea el afectado por una vulneración irrepresentable (Cf. Lyotard). Ese tipo de situación de discurso, el diferendo (en que no cabe litigio entre partes querellantes recíproca y simétricamente situadas), pondría de manifiesto tanto la dispersión de los registros y juegos de lenguaje como la urgencia de generar idiomas para testimoniar esas diferencias aún no expresadas. En fin, contra la negación revisionista de que existan pruebas del Holocausto que el testigo pueda enunciar, los silencios de la víctima se podrían articular como cuestionamientos de la autoridad de quien juzga, como una deposición de la propia subjetividad del testigo o como la impugnación de la capacidad del lenguaje para comunicar la sinrazón (Ibíd. 27).

En otras perspectivas teóricas, también se ha remarcado la imposibilidad de relatar que atraviesa y fragmenta los testimonios del Holocausto debido a las propias fracturas de la memoria en sus antiguas víctimas. En ese sentido, resultarían sospechosos los intentos de inscribir la palabra del testimonio en alguna narrativa heroica relativa a la capacidad de resistencia moral del espíritu humano. Y es que las voces del testimonio aparecerían truncadas a través de los estratos de una memoria fragmentada: una memoria tan profunda cuan sepultada, carente de continuidad con la experiencia anterior y posterior a los campos; una memoria angustiada por su propia imposibilidad y por el infructuoso diálogo interno entre el testigo y la víctima; una memoria contaminada al revivir y reencarnar el mero afán de sobrevivir; o una memoria no heroica que desnuda a un yo disminuido, incapaz de armonizar los conflictos del pasado, despojada de horizontes de sentido y perspectivas de futuro (Cf. Langer).

Asimismo, se ha insistido en que la peculiaridad del testimonio del Holocausto consiste en que introduce una crisis histórica de la testificación: se trata de un acontecimiento tan inconcebible, traumático y desmesurado que suprime la posibilidad de compartir recuerdos o percepciones contrastables, por lo que parece carecer de testigos y no admitir prueba alguna, a pesar de la abrumadora evidencia (Cf. Felman "In an Era"). Como si la situación límite del campo de concentración y del exterminio planificado señalara un límite insalvable para la capacidad de narrar, y constituyera un acontecimiento tan irrepresentable, que no permite testificar otra cosa que la repetición del trauma y la ausencia del lenguaje adecuado o de un marco interpretativo.

Otras veces, se ha llamado la atención sobre cierta aporía del testimonio: sería un tipo de enunciación en que se entrelazan simultáneamente la posibilidad de hablar por quienes no pueden hacerlo y la impotencia de decir por parte de quien sobrevivió a la experiencia traumática del Holocausto. Pero, además, el testimonio expondría la intimidad indivisible de la subjetivación en la atestación y la de-subjetivación del testigo –como si su única autoridad radicara en sustraerse a cualquier tipo de registro en los enunciados factuales de los archivos, al hablar de lo que no se puede decir y, así, realizar el tener lugar de la palabra como un acontecimiento de subjetivación íntegra (Cf. Agamben)1.

Por lo que respecta a las modalidades de testimonio que atestiguaron las formas de violencia política y el terrorismo de Estado en Latinoamérica, tienen la particularidad de haberse concretado en un abundante corpus de literatura testimonial y no solo en los registros judiciales, en los informes oficiales o en los archivos de organizaciones vinculadas a la defensa de los derechos humanos. En efecto, existe todo un género de literatura del testimonio, que, a su vez, ha generado una intensa reflexión crítica sobre las formas, e incluso los métodos, de trabajo de la escritura testimonial en el ámbito de los estudios culturales y la crítica literaria. Sin embargo, a pesar de esta relativa autoconciencia literaria y académica del género del testimonio, los usos y funciones de la literatura testimonial latinoamericana han ido modificándose con los cambios en los escenarios políticos como consecuencia de los procesos de transición democrática y de reconciliación. Al fin y al cabo, la escritura del testimonio aparece siempre vinculada a un entramado de discursos y representaciones y a un determinado modo de utilización, de manera que su significado resulta inseparable de los diferentes contextos en que opera (Cf. Peris Blanes).

El caso chileno resulta paradigmático. Tras el golpe militar, la escritura testimonial de exiliados y supervivientes realizaba un tipo de testificación que era un combate por visibilizar la brutalidad del régimen militar y por denunciar la situación negada por los militares (la violencia política de las detenciones arbitrarias, las torturas, las desapariciones y ejecuciones). Pero, en las décadas siguientes, el testimonio pasó a operar como una poética de la memoria en que estaba en juego la autoexpresión afectiva de las víctimas al servicio de una reconciliación nacional donde brillan por su ausencia los responsables políticos o la contextualización histórica de la violencia. En este desplazamiento de la función de la testificación, jugó un papel crucial el formato de testimonio recabado en los años ochenta por Amnistía Internacional o por la Vicaría de la Solidaridad. Se centraba básicamente en el sufrimiento de las víctimas y certificaba los abusos a los derechos humanos en Chile; de ese modo, se eludían las sospechas de la dictadura ante una posible politización del asunto, aunque al precio de no decir nada sobre las formas de violencia socioeconómica a la que servían las torturas y desapariciones. En el curso de la transición y en el Chile postdictatorial, terminó consagrándose esta nueva poética de la memoria y todo un paradigma expresivo, psicológico y terapéutico del testimonio, que privilegia la representación abstracta, intemporal y emocional de las experiencias de violencia sufridas subjetivamente por las víctimas como seres humanos, sin entrar a interpretar histórica o políticamente el trasfondo del régimen represivo (Cf. Peris Blanes).

A partir del contexto de la literatura testimonial latinoamericana tanto la teoría crítica como los estudios culturales han formulado cierto modelo del discurso testimonial que vincula la testificación a una forma de lucha política de los vencidos, avasallados y excluidos; se trataría de una manera de desmontar la historia hegemónica para hacer posible la escucha de la voz de otros y la construcción discursiva de una praxis solidaria y liberadora. En ocasiones, se insiste en el compromiso subjetivo y en el carácter político de la enunciación testimonial: consistiría en un ejercicio de concienciación ideológica que se hace cargo de la verdad histórica a la vez que posibilita la irrupción de otra historia, la versión de los vencidos y la voz de aquellos que no han sido escuchados (Cf. Jara). De ese modo, el testimonio no solo tendría un valor de verdad en su referencia a ciertos hechos sociohistóricos preexistentes – presupondría un compromiso intencional del testigo que atesta por la verdad de lo narrado y se posiciona políticamente. Además, al testimonio se le atribuye una marcada intertextualidad que incorpora otras versiones e interpretaciones de lo acaecido, y se apuesta por privilegiar su función documental, antes que la pretensión estética y la manipulación de formas literarias (Cf. Prada).

Otras veces, se insiste en el carácter lógicamente indecidible del género discursivo del testimonio: este es y no es literatura; es expresión de la cultura subalterna y no lo es; incorpora tanto el efecto oral de la voz del subalterno como la escritura del intelectual orgánico o del letrado solidario; es narrativa y a la vez documental; asimila aspectos de la ficción y de las ciencias humanas, de la autobiografía y la antropología o la historia; suscribe cierto humanismo ético, pero también constituye un ejercicio de concienciación ideológica, políticamente comprometido, que desborda la perspectiva particular del sujeto, al ejercer una función ejemplarizante y de denuncia en la esfera pública (Cf. Beverley, Cf. Achúgar). Sin embargo, a pesar del estatuto indeciso de la literatura testimonial latinoamericana, el empleo estratégico del testimonio, al servicio de la representación ideológica, implicó la codificación de un cierto libreto de convenciones de género y técnicas de escritura que terminaron enmarcando instrumentalmente los usos del testimonio: el empleo de fuentes directas; la incorporación de las voces populares; la inmediatez de las experiencias informadas; el uso de otros materiales documentales para producir un efecto de realidad; o el montaje estético de calidad (Cf. Randall).

La injusticia testimonial por enrarecimiento de la testificación

Ante esta diversidad de contextos de irrupción e inscripción del testimonio, y dada la variedad de las interpretaciones que intentan dar cuenta de la eficacia convencional y los usos del discurso testimonial, cabe pensar que las formas de la injusticia testimonial no quedan cubiertas únicamente como casos de la ignorancia o del rechazo de la credibilidad de quien testifica. Si una de las condiciones del testimonio consiste en que la versión testificada resulte pertinente para dirimir alguna discusión sobre la que se necesita evidencia pública, entonces puede inferirse que existe un tipo de injusticia testimonial basada en el enrarecimiento del testimonio: se daría injusticia testimonial cuando se descontextualiza el testimonio en un marco no pertinente, de manera que se cuestiona la relevancia de lo testificado para el asunto en discusión.

Como hemos apreciado en distintos contextos testimoniales, la proliferación del testimonio en la cultura contemporánea responde a cierta política y poética de la memoria, en la cual se privilegia la autoexpresión afectiva y terapéutica del recuerdo, con fines de mantenimiento de la memoria, realización del duelo y conciliación colectiva. Pero, de ese modo, se corre el riesgo de un enrarecer el testimonio, privándolo de su pertinencia y relevancia para intervenir en la discusión política e histórica sobre las responsabilidades en el exterminio totalitario, el terrorismo de Estado o la violencia política y económica. Este enrarecimiento del testimonio, su tratamiento abstracto como expresión del sufrimiento humano genérico, o la modulación emocional del discurso testimonial como mero ejercicio de exploración afectiva de la memoria subjetiva, tiene como reverso la neutralización de los marcos políticos y los trasfondos históricos de los que da cuenta el testigo (Cf. Peris Blanes).

En ese sentido, aunque el testimonio pueda cumplir la función crucial de dar cuenta de las experiencias límites y devolver a la víctima traumatizada su capacidad de actuar públicamente, resulta preciso ir más allá de cierta melancolía testimonial y de la repetición compulsiva del trauma; se requiere de una genuina elaboración de los problemas y hay que dar el paso a modalidades más estratégicas y críticas de la práctica política, de manera que se logren reconocer las condiciones de la injusticia ejercida sobre las víctimas y así se legitimen propuestas de acción (Cf. LaCapra 25-6). Por otra parte, la forma de injusticia testimonial asociada al enrarecimiento del testimonio al servicio de usos expresivos y terapéuticos, genera el riesgo de que la sobreexposición del testimonio consagre una mediatización de la experiencia íntima y una banalización y espectacularización del horror (Cf. Jelin 97).

No obstante, se ha argumentado que la testificación en juicios históricos por vulneraciones extremas y crímenes contra la humanidad tiene como función privilegiada la reescenificación del trauma colectivo y la encarnación del daño singular, en una voz que no es ni la de la ley ni solo la de la narración; de ese modo, el testimonio traumático remarcaría la tensión entre el discurso legal y la palabra narrativa –al poner de manifiesto los silencios jurídicos e interrupciones de la puesta en escena de la ley–, así como enfatizaría la apertura de sentido de la palabra literaria, que nunca da lugar al cierre del caso (Cf. Felman, The Juridical). Frente a esta invocación de la palabra testimonial como lugar de encuentro de la ley y el arte, conviene recordar que –aunque la palabra literaria y la justicia poética puedan enriquecer nuestras capacidades para reconocer la vulneración e identificarnos imaginativamente con el daño ajeno– la testificación pública sobre responsabilidades histórico-políticas no puede solapar irreflexiva y despreocupadamente las funciones de argumento jurídico y autoexpresión estética. Al fin y al cabo, la estetización del testimonio (su conversión en autoexpresión dramática, reelaboración imaginativa o escenificación espectacular) pone en cuestión las garantías procedimentales, las estrategias argumentativas y los medios probatorios pertinentes del discurso en contextos jurídicos o de litigio político.

En ese sentido, resultan razonables y valientes las críticas de Arendt (1999) a los intentos de instrumentalización política y mediatización de la puesta en escena de los tribunales que han dirimido las responsabilidades del Holocausto; así como resulta prudente su reserva ante la comparecencia de testimonios irrelevantes, descontextualizados o meramente ambientales (esto es, descriptivos del cuadro del exterminio judío, pero no pertinentes para establecer la culpabilidad del acusado), en un juicio histórico como el de Eichmann en Israel que convocó a cierto número de testigos notorios propensos a la elaboración poética o propagandística de su testificación.

Ahora bien, la injusticia epistémica provocada mediante el enrarecimiento del testimonio no se lleva a cabo únicamente mediante una descontextualización de su trasfondo histórico y político de pertinencia, desenfocando su relevancia para la discusión pública sobre las responsabilidades políticas e históricas, o por medio de una focalización desmedida en el aspecto más íntimo y públicamente irrelevante del testimonio. La injusticia testimonial continúa por otros medios, los medios de la teoría, cuando las interpretaciones teóricas del discurso testimonial lo privan de su capacidad de enunciación referencial y veredicción, o bien borran su textura polifónica y neutralizan la diversidad de voces singulares que lo conforman.

Encontramos ese tipo de injusticia testimonial en aquellas perspectivas teóricas que remarcan el carácter irrepresentable e indecible del testimonio o que enfatizan la imposibilidad y aporía de la testificación; de tal modo que el discurso testimonial sería incapaz de proporcionar versiones contrastables o producir un efecto de verdad, por lo que resultaría absolutamente inverificable. Pero también hallamos vestigios de injusticia testimonial por enrarecimiento en aquellas estrategias literarias o teóricas que codifican el testimonio como una simple representación y escenificación de cierto libreto ideológico dogmático y sectariamente autoreforzante o como una triunfal expresión espontánea de la conciencia de los sectores populares y excluidos, al mismo tiempo que idealizan abstracta y melodramáticamente la ejemplaridad moral del heroico testigo militante. Y es que, de ese modo, se empobrece la voz singular del testigo como una consigna esquemática, abstracta y manida, que ha perdido toda textura expresiva, toda flexibilidad alusiva y toda fluidez estilística (Cf. Dorfman 189-197). En suma, la injusticia testimonial también se reproduce cuando el testimonio resulta enrarecido y descontextualizado como una enunciación excepcional. De ello damos testimonio.



Notas al Pie

1 Al reflexionar sobre el registro del archivo, es decir, sobre la iteración escritural y la compulsión de repetición que caracterizan al trabajo de la memoria, Derrida (Cf. Mal de archivo) ha señalado la importancia del soporte de la inscripción y de los modos de re-presentación que se asocian a las distintas prótesis tele-tecnológicas de la memoria (y del olvido). En ese sentido, cabe pensar que también hay que tomarse en serio el problema de las formas de inscripción del testimonio. Tomando como ejemplo la testificación del Holocausto, el testimonio filmado para escenificar la inmediatez balbuceante del trauma (ese tipo de testificación que privilegiaron Lanzmann y Felman) no opera del mismo modo que el testimonio literariamente elaborado que (precisamente por su inscripción iterable y su diferimiento entre la recordación, la escritura y la lectura) produce efectos múltiples de sentido. A veces el testimonio literario remite a la imposibilidad de acallar el inagotable rumor de la lengua y constituye su continuación por otros medios (Cf. Antelme), otras veces el testimonio literario testifica la imposibilidad de decir y la necesidad de hablar por quienes no pueden (Cf. Levi); pero también puede hacerse del testimonio literario un registro de las perversiones de la lengua que permiten encubrir el horror bajo el velo eufemístico de una cháchara cotidiana (Cf. Klemperer). Estos testimonios literarios tampoco inscriben el mismo efecto testimonial que las testificaciones ante los jueces de los procesos por el Holocausto, como el juicio de Eichmann, que Arendt analizó como corresponsal. En fin, algunas reflexiones sobre el testimonio parecen borrar su propio corpus textual y, con ello, desconocen el carácter suplementario y la puesta en escena específica de la enunciación testimonial, de manera que incurren en una mistificación del enunciado testimonial como palabra excepcional y acontecimiento singular.



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Como citar:
González de Requena, J.A. "La injusticia epistémica y la justicia del testimonio". Discusiones Filosóficas. Ene.-Jun. 2015: 49-67. DOI: 10.17151/difil.2015.16.26.4.

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