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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.16 no.27 Manizales July/Dec. 2015

https://doi.org/10.17151/difil.2015.16.27.8 

DOI: 10.17151/difil.2015.16.27.8.

El derecho de resistencia en Kant

The right to resistance in Kant

Ramiro Ceballos Melguizo*
Universidad de Pamplona, (NDS) Colombia. ramirocem@yahoo.es

* orcid.org/0000-0001-6895-3113

Recibido el 1 de octubre de 2015 y aprobado el 16 de diciembre de 2015



Resumen

Kant negó de modo bastante claro el derecho del pueblo a resistir a la autoridad legalmente establecida. Sin embargo, esta postura genera dificultades bien serias en su concepción de la política. El presente escrito aborda este asunto, intentando mostrar las tensiones que tal negación origina frente a otras ideas también centrales en su filosofía política y frente a la valoración que el autor atribuye a las revoluciones modernas. Además, analiza críticamente algunas interpretaciones relevantes acerca de estos argumentos y propone una manera de comprender adecuadamente el sentido y el alcance de este polémico punto de vista kantiano.

Palabras clave

Kant, derecho de resistencia, política, Ilustración, revolución, libertad.

Abstract

Kant emphatically denied the people's right to resist legally established authority. Nevertheless, this posture leads to critical difficulties on his conception of politics. This paper encompasses such issue, attempting to show the tensions resulting from such denial, compared to other ideas focused on his political philosophy and to the value he assigns to modern revolutions. Moreover, some relevant interpretations of these discussions are critically analyzed and a way to appropriately understand the sense and scope of Kant's point of view is proposed.

Key words

Kant, right to resistance, politics, Illustration, revolution, freedom.


En todos los escritos donde Kant se pronunció en torno al problema de un presunto derecho de resistencia, mantuvo una postura semejante y por cierto negativa; es decir sostuvo que la idea de un derecho del pueblo a la resistencia y, más aún, a la rebelión, es totalmente inaceptable, constituyendo el peor de los delitos.

Esta negativa parece acercarlo a posiciones realistas y conservadoras. Resultaría más natural pensar que la desobediencia activa, incluyendo el uso de la fuerza como último recurso, fuera considerada como una respuesta apenas obvia ante injusticias atroces por parte de alguien que pertenece claramente a la tradición de los pensadores de la libertad.

Esta postura ha sido fuente de polémicas desde la publicación de los textos que la contienen. El presente escrito se propone, en primer lugar, una descripción de los argumentos de Kant para justificar su negación de todo derecho de resistencia, intentando mostrar las tensiones que ella origina frente a otras ideas también centrales en su filosofía política y frente a la valoración que el autor atribuye a las revoluciones modernas. En segundo término abordaremos algunas interpretaciones relevantes acerca de estos argumentos y propondremos nuestro punto de vista.

Los argumentos

La negativa a admitir un derecho de resistencia ha sido expuesta por Kant en varias de sus obras y desde ángulos diferentes. No se trata del único argumento, relativo a la contradicción implicada, en permitir un derecho que anularía la posibilidad del derecho mismo. Se trata de un conjunto bien definido de fórmulas que soportan una misma actitud de tajante aversión frente a la idea de la sublevación, de palabra o de hecho, contra la autoridad establecida. Sin embargo, vamos a ver cómo estas diferentes argumentaciones revelan una serie de tensiones con respecto a otras ideas políticas centrales en el pensamiento de Kant.

Comenzaremos por el primer opúsculo que contiene una formulación sistemática1 de esta cuestión: En torno al tópico: tal vez eso sea correcto en la teoría, pero no sirve para la práctica, de 1793 –conocido en español como Teoría y práctica–. En el capítulo II, subtitulado "Contra Hobbes", Kant ha expuesto los principios de un Estado civil (Cf. Teoría 25-36). La forma de institución de un Estado se llama contrato originario. Este pacto es una idea de la razón, pero con indudable realidad práctica, pues obliga al legislador a dar leyes como si estas pudieran haber emanado de la voluntad colectiva (Cf. Kant, Teoría 36-7). Dice Kant a continuación que el test de aceptabilidad de una ley por todo el pueblo es la piedra de toque de la legitimidad de toda ley pública. Si la ley es inaceptable por todos no será justa. Pero esta limitación valdría solo para el juicio del legislador, no para el súbdito (Ibíd. 38).

Aparece así el planteamiento del derecho de resistencia. A la pregunta: ¿qué debe hacer el pueblo cuando juzga que se halla bajo una legislación inaceptable, debe acaso resistir? Kant responde tajantemente: "no tiene nada que hacer sino obedecer" (Ibíd. 38). La obediencia incondicional es obligatoria porque no se trata de la felicidad de los súbditos "sino simplemente, y ante todo, del derecho que por ese medio debe ser garantizado a cada uno" (Ibíd. 38). Esta afirmación no es, sin embargo, un argumento contra el derecho de resistencia; se trata, más bien, de un motivo por el cual se genera dicha pretensión. Antes, el autor sí había formulado uno: sostuvo que en una comunidad todos tienen el derecho de coacción jurídica contra los otros, pero con exclusión del jefe y "ello porque no es un miembro de la misma sino su creador o conservador" (Ibíd. 28). Este es un primer argumento, que se va a repetir en otros textos y se había insinuado en el escrito de 1876. Se trata del argumento que vamos a llamar de soberanía.

El legislador dispone entonces del principio del contrato originario como pauta para estimar si una ley concuerda o no con el principio del derecho. Si una ley es conforme al derecho (irreprensible) se une a ella la facultad de coaccionar y la prohibición de oponerse al legislador en forma alguna. Por consiguiente, el poder que en el Estado da efecto a la ley es irresistible; de lo contrario no podría existir comunidad de derecho, pues la autorización a resistir "acontecería conforme a una máxima que, universalizada, destruiría toda constitución civil" (Ibíd. 40). Esta es la segunda fórmula argumental de la negación del derecho de resistencia y apunta a la disolución formal de la Constitución como consecuencia de la admisión de un derecho que sería autodestructivo. Es el más conocido y le llamaremos el argumento trascendental.

La rebelión es, por tanto, "el delito supremo y más punible en una comunidad, porque destruye sus fundamentos" (Ibíd. 40). La prohibición de resistir es incondicionada incluso si se violase el pacto originario, convirtiéndose el gobierno en tiránico. En una Constitución civil ya establecida el pueblo no tiene más el derecho a determinar la forma en que dicha Constitución debe ser gobernada. Si conservara dicho derecho entonces habría un conflicto consistente en saber, en caso de conflicto, quién decide de qué lado está el derecho; ninguna de las dos partes puede hacerlo sin convertirse en juez de su propia causa2.

Cuando el poder vigente se torna tiránico tampoco es lícito invocar el derecho de necesidad, pues idéntica razón podría aducir el jefe de Estado quien podría argumentar la extrema necesidad causada por la rebelión del pueblo. En tal caso se generaría esa controversia en la que se necesitaría un tercer juez. En el derecho de necesidad no se encuentra, pues, ningún criterio para levantar la barrera que limita el poder propio del pueblo (Cf. Kant, Teoría 41)3.

Ahora bien, la excepción del poder soberano pareciera convertir el hecho del mando en derecho de mandar. Sin embargo no puede olvidarse que Kant se expresa sobre el trasfondo de supuestos y juicios explícitos previos relativos a que el poder soberano, en la figura del legislativo, puede deponer a un ejecutivo arbitrario que desconociera la Constitución. El enfrentamiento pueblo-soberano se ha de entender como una situación límite la cual, en la lógica del argumento trascendental, deberá resolverse por la vía de priorizar el gobierno estatuido. El mando del jefe del Estado es inescrutable in extremis, no en principio. Pero esto no significa que una declaración explícita en tal sentido estuviera aquí de más.

Achenwall, citado por Kant, es portavoz del punto de vista opuesto: admite que el pueblo puede infringir el contrato y destronar al tirano. Kant le objetará el hecho de que todo levantamiento es una injusticia en grado superlativo porque, aunque no se cometa gran injusticia contra el tirano (si el levantamiento es incruento), dicho modo de proceder "vuelve insegura toda constitución e introduce el Estado en una completa ausencia de ley (status naturalis) en el que todo derecho cesa por lo menos de tener efecto" (Ibíd. 43). En esta respuesta hallamos un argumento nuevo, que se centra en las consecuencias generadas por la irrupción de la violencia allí donde no hay autoridad. Es el argumento que podemos llamar de seguridad.

Meditando a continuación sobre lo que inclina a ciertos autores a admitir el derecho de resistencia, Kant afirma:
antes de existir la voluntad general, el pueblo no posee ningún derecho de coacción contra quien le manda, […] pero si existe esa voluntad general, tampoco puede ejercer coacción alguna contra él, pues en ese caso el pueblo mismo sería la autoridad suprema; en consecuencia, nunca corresponde al pueblo un derecho de coacción. (Teoría 44)

Esta es una nueva explicitación del argumento de la contradicción formal. El pueblo no tiene derecho de coacción porque solo la ley le confiere tal derecho y de no existir la ley dicho derecho no tendría fundamento alguno. Esto vale si entendemos la coacción legal como la única legítima. Pero el problema no sería tanto que la resistencia contradiga el hecho de que el pueblo no pueda desobedecerse a sí mismo sino que el soberano, el pueblo, se contradiría al gobernarse contra su propio interés4.

Con relación al argumento formal, este se expone a la objeción que se presenta como un dilema: una controversia que puede resolverse si se suspende su estructura dilemática mediante un sistema de contrapesos al poder. Solo que Kant es muy claro en negar esta opción, como se verá luego. Y no porque sea absurda, según sus palabras, sino porque prevalece la premisa de una concesión previa de absolutidad en el mando para aquel que detente el poder.

En el capítulo tercero, tras exponer el proyecto de una comunidad internacional, pasa a decir que se trata de un plan hipotético el cual no está del todo en nuestro poder alcanzarlo y remarca nuevamente que las transformaciones políticas en pro de este ideal no le competen al pueblo5.

En el texto Hacia la paz perpetua, de 1795, Kant (1998) aborda de nuevo el tema del derecho de resistencia. En el primer apéndice, continúa y profundiza la argumentación abordada respecto a la no escisión entre la Teoría y la práctica en asuntos políticos. A continuación aparece el tema polémico que acá nos ocupa: el de la revolución. Romper los lazos políticos que unen un Estado, sin antes tener preparada una mejor Constitución, es contrario a la verdadera prudencia; es decir, a aquella que se justifica moralmente y no la que sirve de argucia o justificación especiosa del político centrado en su solo interés particular. Pero el gobierno no puede obviar la máxima que recomienda dicha sustitución, ya que tal acercamiento al Estado de derecho es el deber que se le exige a la política (Cf. Kant, Paz 238). Nótese que, esta vez, la prohibición de faltar a la obediencia no es del todo incondicional; solo si no se tiene una alternativa mejor que la que se impugna.

Un Estado, continúa diciendo, puede comenzar a regirse por principios republicanos, aunque su Constitución sea despótica, hasta que el pueblo haya sido preparado para darse sus propias leyes. Por su parte, allí donde se haya instaurado una constitución por revolución, no es legítimo intentar retrotraer al pueblo a la legislación anterior. Sin embargo no se trata de dejar una abertura, aunque mínima, a la posibilidad de legitimar explícitamente las revoluciones, pues dice seguidamente: "sin embargo, mientras la primera (constitución) estaba vigente, era legítimo aplicar a los que, por violencia o por astucia, perturbaban el orden las penas impuestas a los rebeldes" (Kant, Paz 238).

En nota al pie Kant nos ofrece otro detalle de su argumento de la seguridad. Se trata de un criterio basado en la jerarquización entre dos extremos clásicos de indeseabilidad política: la injusticia y la anarquía: "una constitución legal, si bien no sea conforme a la justicia, vale más que ninguna constitución; la anarquía es el peligro a que se exponen las reformas precipitadas" (Ibíd. 238). Está claro que la anarquía no es opción en ningún caso de injusticia, aunque tal injusticia se exprese en su forma más extrema: la tiranía.

Sin embargo, como una muestra de hasta qué punto Kant sabe que su posición es también moralmente contraintuitiva, agrega a continuación en la misma nota lo que podría leerse como la más clara atenuación de dicha negativa; aunque no la única. Dice:

las revoluciones, dondequiera que la naturaleza las provoque no deberán usarse como un pretexto para hacer más dura la opresión; considérelas el gobernante como un grito de la naturaleza y obedézcalo. (Kant, Paz 238, énfasis por parte del autor)

Esta declaración arroja luz también sobre esa paradoja de un Kant jacobino y, sin embargo, conservador rigorista. Como en otros lugares aquí se deja ver que prevalece el espíritu libertario de un Kant que amonesta a los gobernantes para que escuchen esos "gritos de la naturaleza", con lo cual se manifiesta que al lado del temor a la anarquía se encuentra la exigencia de la libertad y cuando la libertad solo puede ser traída a hombros de la revuelta no puede sino ser admitida, aun al precio del egoísmo del político (Ibíd. 237).

En el segundo apéndice retoma el argumento de ilegalidad de la rebelión, esta vez porque cree poder dirimir toda disputa al respecto mediante lo que denomina "principio trascendental de la publicidad", que reza: "las acciones referentes al derecho de otros hombres son injustas, si su máxima no admite reconocimiento general" (Ibíd. 243).

El problema se plantea como pregunta por la legitimidad que tiene un pueblo para librarse por medio de la revolución de la opresión de un tirano. Mediante la deducción dogmática de los fundamentos del derecho la discusión es difícil de zanjar; pero mediante el principio de publicidad del derecho público es sencillo resolverla. Conforme con este principio debe el pueblo preguntarse, antes de cerrar el contrato social, si se atreve a manifestar públicamente la máxima por la cual se reserva el derecho de sublevarse. Si al fundar un Estado se concede al pueblo que puede usar la fuerza contra el soberano, entonces este no sería tal; y si se pone por condición la doble soberanía entonces se hace imposible el pacto (Ibíd. 244).

La ilegitimidad de la sublevación se hace patente porque la máxima en que se funda no puede hacerse pública sin destruir el propósito del Estado; sería preciso entonces ocultarla. El soberano, en cambio, no necesita ocultar nada. Él puede hacer pública la amenaza de castigo para quien se subleve, pues si el soberano es consciente de que posee el poder supremo irresistible no ha de preocuparse de que la publicación de su máxima destruya sus propósitos.

Este argumento causa estupor en razón de que el soberano no necesitaría temer exponer su amenaza de castigo, no porque sea el brazo de la ley sino porque se sabe dueño del poder supremo irresistible6. Aquí se expresa vívidamente la ambigüedad del contractualismo kantiano. No obstante, en el texto que abordaremos a continuación, dirá justo lo opuesto con respecto a dicha posibilidad de la máxima del soberano y el péndulo oscilará de nuevo en el sentido opuesto al de esta prelación por el orden dado.

En la segunda parte de El conflicto de las facultades, de 1797, Kant (2003) hace el célebre elogio a la Revolución francesa; afirmando que tal suceso encuentra una simpatía en los espectadores que raya en el entusiasmo y cuya exteriorización no puede tener otra causa que una disposición moral del género humano. En esta causa moral confluyen estas dos cosas: el derecho a que un pueblo no se vea obstaculizado en su propósito de darse una Constitución civil según su voluntad y la meta de este propósito, a saber, que tal Constitución sea jurídica y moralmente buena, es decir, republicana (Cf. Kant, El conflicto 160).

Inmediatamente, en nota aclaratoria, afirma que un pueblo con una Constitución monárquica no puede pretender saber por sí mismo cómo cambiarla ni abrigar siquiera el deseo de hacerlo. Y ello por razones que, hoy llamaríamos geopolíticas, pueden considerarse como una razón adicional de conveniencia política para no suscribir una recomendación en favor de la revolución.

Pero en la nota aclaratoria siguiente afirma de manera contundente que el entusiasmo por mantener el derecho del género humano es irrefrenable (a este le pertenecen las armas de Vulcano). Y manifiesta también, a modo de pregunta retórica, que ningún soberano se atreve a proclamar con franqueza que no reconoce ningún derecho al pueblo; siendo así que toda pretensión de derecho contra ese gobierno, al entrañar de suyo el concepto de una resistencia legítima, es absurdo y punible (Ibíd. 162).

La razón para que tal declaración no se produzca es que la misma provocaría una sublevación, pues, a pesar de que no tuvieran reparos en lo relativo a su bienestar,
a los seres dotados con libertad no les basta el goce de las comodidades […] sino que les importa el principio según el cual se procuran ellos mismos tal goce. Por lo tanto […] el derecho de los hombres, […] ha de preceder necesariamente a toda consideración sobre el bienestar, siendo tal derecho algo sagrado […] y que ningún gobierno, por muy benefactor que sea, le resulta lícito violar. (Cf. Kant, El conflicto 162, énfasis por parte del autor)

Hasta aquí es fácil colegir una atenuación muy considerable de la negativa del derecho de rebelión, pues Kant cambia por completo el sentido de su referencia al soberano por lo que respecta al secreto posible de su máxima para prohibir públicamente la resistencia del pueblo. En este caso la negación de la cláusula viola el principio trascendental de la publicidad antes que manifestar la discrecionalidad absoluta de quien gobierna, lo cual sí es el caso en su referencia al mismo asunto en Hacia la paz perpetua.

Adicionalmente, la subordinación absoluta al poder gobernante que se estableció en Teoría y práctica no vale aquí de mucho cuando se pasa a la consideración de unas condiciones en las que es el principio del propio derecho el que se niega. No hay que ser ningún lince para ver que Kant no concedería semejante cláusula de subordinación absoluta al gobierno que viole este principio sagrado del derecho. No obstante, en la misma nota que venimos citando, aduce que el mencionado sagrado derecho es tan solo una idea cuya realización queda condicionada por la moralidad de los medios; algo que al pueblo no le cabe transgredir jamás y menos mediante la revolución, que siempre será injusta.

Kant se encuentra aquí ante una situación de tensión inocultable: no puede el pueblo reclamar su derecho de autolegislar; pero tampoco puede ningún poder establecido violarlo, en su condición de idea reguladora a la que los pueblos se orientan según una teleología propia que trasciende la voluntad individual. Ambas prohibiciones son taxativas, de modo que es posible pensar que en casos como estos el "grito de la naturaleza" decide la confrontación. La revolución puede seguir siendo jurídicamente inviable, pero no en otro posible sentido, el cual, sin duda, es aquí un sentido moral. Y en efecto, dice Kant a continuación que,

aquello que la razón nos presenta como algo puro, pero al mismo tiempo, […] como algo que el alma humana reconoce como deber y concierne al género humano en su totalidad, suscitando su feliz desenlace y el intento de conseguirlo una simpatía tan universal como desinteresada, ha de tener un fundamento moral. (Kant, El conflicto 163)

En la nota aclaratoria del parágrafo 9 se reitera la misma idea de improcedencia de la revolución, al advertir que es temerario y punible proponérsela al pueblo para incitarlo a cambiar la Constitución vigente. El ideal del Estado de derecho no solo es imaginable sino que proponerse su logro es un deber, pero "no de los ciudadanos, sino del jefe del Estado" (Ibíd. 169). Es decir, lo que es punible en la revolución son los medios inmorales; sus ideales, en cambio, son moralmente justificables. Pero a la hora de decidir sobre el valor en general de la revolución lo que prevalece en las declaraciones de Kant es el peso del deber político, aunque en el marco de las relaciones conceptuales en que acontecen tales juicios es el peso del valor moral el que prima7.

En La metafísica de las costumbres Kant (1994) aborda de nuevo los asuntos políticos, estableciendo las relaciones entre derecho y política desde la perspectiva de que atender a la teoría en la práctica política no es otra cosa que someter las máximas de las acciones en este campo al criterio universal de derecho cuya prosecución consiste en el establecimiento de un Estado civil.

El parágrafo 49 de la doctrina del derecho establece que la función del gobernante es ejecutar las leyes, no promulgarlas, así como también que la función del soberano no puede ser la de gobernar (Cf. Kant, La metafísica 147). El gobernante está sometido a la ley y por lo tanto, a otro, al soberano. Este, por su parte, puede quitar el poder al gobernante, deponerlo o reformar su administración, pero no castigarlo (Ibíd. 148). Es esta una consecuencia del argumento de la soberanía que se traduce en la inmunidad del jefe del Estado ante el posible castigo si es depuesto, pero también frente a la coacción producto de una posible rebelión.

La observación general a este parágrafo 49 consta de 5 subdivisiones, la primera de las cuales se ocupa en detalle del asunto de la resistencia y la rebelión. Bajo la idea de inescrutabilidad del origen del poder supremo se entiende que este origen no es susceptible de ser sutilizado activamente por el súbdito (Cf. Kant, La metafísica 149). La justificación que ofrece aquí Kant es la siguiente: puesto que para el pueblo poder juzgar legalmente sobre el poder supremo del Estado tiene que ser considerado ya como unido por una voluntad universalmente legisladora, no puede ni debe juzgar sino como quiera el jefe del Estado (Ibíd. 149). Se esperaría que se dijera que el pueblo no puede juzgar sino como quiera el soberano, pero no el jefe del Estado, pues con respecto a él no rige la contradicción que se genera con respecto a quien encarna de verdad el derecho, a saber, el poder soberano que, como se dijo antes, es quien crea las leyes8.

A continuación Kant concede que existe el derecho del súbdito a quejarse ante las injusticias, pero no a oponer resistencia (Ibíd. 150). Por otro lado, la posibilidad de que un poder en el Estado pueda resistir al jefe supremo es contradictoria también. Pues quien debiera restringirle tendría más poder o al menos el mismo que el jefe supremo, convirtiéndose entonces en jefe (Ibíd. 151). Significa entonces que los diputados no pueden convertirse en un poder restrictivo, ya que el pueblo solo tiene el poder legislativo, y una organización de derecho interno así constituida (la llamada Constitución estatal moderada) es un absurdo (Ibíd. 151).

No hay, concluye, resistencia legítima del pueblo contra la suprema autoridad del Estado. Solo la sumisión a su voluntad posibilita un Estado jurídico. Tampoco hay ningún derecho de sedición ni rebelión y menos el derecho de atentar contra la persona que detenta el poder con el pretexto de que abusa de este (Ibíd. 151-2). Se reitera seguidamente el argumento trascendental, enfatizando la contradicción en la que incurriría quien admitiese el derecho de rebelión. El colofón de toda esta sección pareciera ser que todo cambio en la constitución debe hacerse a través de reformas, no de revoluciones (Ibíd. 154). Pero Kant agrega esta interesante observación: si una revolución se produce solo puede afectar al poder ejecutivo, no al legislativo. Y cuando tal revolución haya triunfado el pueblo debe obedecer al nuevo orden, no importa la injusticia del comienzo, y el monarca destronado no puede ser demandado por su actuación anterior. Sobre el texto explícito que condena la rebelión se hace sentir muy claramente la idea de que lo que posee un carácter invulnerable es la ley, no el soberano como figura que encarna esta ley, y en este caso la ambigüedad con la que Kant viene usando el concepto de poder soberano apoya la idea de que el gobernante por sí mismo no es indestronable. Una extensa nota aclaratoria de esta sección se ocupa de lo que sucede con el ajusticiamiento del monarca destronado en un acto revolucionario tal como sucedió en los casos de Carlos I y Luis XVI. Kant manifiesta su horror no tanto por los asesinatos mismos sino por lo que moralmente implica el ajusticiamiento formal en el que se producen: "la total inversión de los principios de esa relación entre el soberano y el pueblo (éste que tiene que agradecer su existencia sólo a la legislación del primero, se convierte en soberano de aquel)" (Kant, La metafísica 154, énfasis por parte del autor).

Es destacable en esta argumentación cómo se equipara de nuevo al jefe de Estado con el soberano en la figura del monarca, contraviniendo el precepto de la separación que Kant ha admitido entre estas dos personas; cuya no coincidencia en una misma función constituye una premisa insoslayable de la autonomía del Estado. Pero también se muestra una vez más esa premisa del pensamiento político de Kant que hace descansar el origen de la sociedad en un acto de fuerza unificadora inicial que se ha de hacer valer, con sus malas consecuencias, por sobre el peligro de la anarquía y que ha expresado en varios lugares en los que se postula que el señor que funda el Estado se alza con el derecho a no ser coaccionado y que el hombre es animal que lo necesita9.

En el parágrafo 5 puntualiza varias cosas relevantes para el problema aquí tratado. La primera es su posición frente al gobierno autocrático. Sostiene que como forma simple de administración es más conveniente, aunque con respecto al derecho no lo es en absoluto. Afirma que la simplificación autocrática es racional de cara al mecanismo de la unificación del pueblo por leyes coactivas, mas esto no genera ciudadanos (Cf. Kant, La metafísica 176), es decir, hombres libres. Y esta postura contrasta vivamente con la insistencia, en sentido contrario, de que esta obediencia debería ser inderogable bajo cualquier punto de vista. Además sostiene que la esperanza que abriga el pueblo de que la monarquía sea la mejor Constitución, si el monarca es bueno, es una tautología que señala que la mejor Constitución es la mejor. Con ello Kant se permite ironizar sobre este asunto, que contrasta con la crítica hecha en Hacia la paz perpetua, de aquel supuesto con el cual el político moralista respalda su actitud cínica en el ejercicio del poder. De modo que no deberíamos entender esta ironía como equivalente a que ninguna buena voluntad del gobernante es suficiente garantía del derecho, sino mejor como una acentuación del principio de la soberanía del pueblo como motor del progreso político.

En el parágrafo 52 vuelve a abordar el problema del derecho a la resistencia. Comienza haciendo una distinción entre las formas del Estado que representan tan solo la letra de la Constitución y el espíritu implicado en el contrato originario que exige adecuar estas formas a la idea de una república pura. Estas formas empíricas de Estado únicamente servirían para conseguir la sumisión del pueblo en tanto que la república se basa en el principio de la libertad. Concluye diciendo que mientras aquellas formas según la letra tengan que ser representadas por personas investidas de poder supremo tan solo puede admitirse un derecho interno provisional y no "un estado de la sociedad civil absolutamente jurídico" (Kant, La metafísica 179)10. Pero al final remarca la inviabilidad racional del cambio revolucionario repitiendo un argumento de inseguridad que, a la luz de lo dicho previamente, convence poco: "en el ínterin se produciría un momento de destrucción de todo Estado jurídico" (Ibíd. 196).

Interpretación(es)

Por lo anteriormente expuesto, es claro que la oposición kantiana al derecho de resistencia se articula en el sistema como un módulo argumentativo en el que aparecen incluso argumentos empíricos y de conveniencia o prudenciales. Ahora bien, esta posición coexiste de modo nada apacible en el contexto de sus ideas políticas y morales. Hemos visto por eso las diversas tensiones y oscilaciones del sentido de los argumentos; mismas que nos permiten proponer una hipótesis interpretativa que, sin ser novedosa, difiere de muchas opciones alternativas en las que es observable el afán por mitigar o negar lo que alguien llamó "agujero de incoherencia" en el sistema kantiano (Bello 170). Antes describiremos algunas de estas posturas como una especie de muestra de contraste.

Hannah Arendt (2012) propuso una explicación para la contradicción que se manifiesta en la condena kantiana de la rebelión y su concomitante saludo jubiloso a la revolución francesa; es decir, para "el choque entre el principio a partir del cual se actúa y el principio que rige el juicio" (92). Arendt interpreta esta contradicción como aparente, mediante una hábil lectura de lo que significaría el principio trascendental de la publicidad expuesto por Kant en el apéndice II de Hacía la paz perpetua. Este principio sería la razón "por la cual uno no debe implicarse en lo que, si tiene éxito, aplaudiría" (Arendt 93). Con base en ello Kant habría procedido según este principio político cuya formulación negativa tendría el sentido correspondiente al de una máxima prudencial, a la cual habría de oponerse una máxima positiva propiamente moral. Así se podría leer a Kant como solucionando el conflicto entre moral y política desde sus principios morales (Arendt 95), los cuales admitirían la rebelión a partir del punto en que se negara el básico derecho de libertad de opinión (Ibíd. 96). Como un corolario de esta argumentación, muy discutible por lo demás, la autora concluye que "la condena kantiana de la acción revolucionaria se basa en un malentendido, puesto que él la concibe como un coup d'etat" (Ibíd. 114).

Pero es evidente que interpretar como opuestas las dos fórmulas del principio trascendental de la publicidad no se sostiene y que es más pertinente entenderlas como dos formas complementarias del mismo principio, la segunda de las cuales corrige la deficiencia de la primera al proveer una acotación que saca del juego las revelaciones injustas emanadas de quien las pudiera hacer públicas sobre el mero 'principio' de su soberanía. Pero esto no alcanza a levantar el veto contra toda resistencia.

Reinhard Brandt (2005) sostiene que Kant se vio forzado a saludar los acontecimientos de 1789 como un giro revolucionario y positivo dada la analogía con su idea de que la crítica inauguraba una revolución en la forma de pensar. Esto habría creado, sin embargo, una paradoja; pues desde el punto de vista de su idea del derecho natural la revolución está jurídicamente prohibida; pero como intento de republicanización del Estado, la revolución aparece como un desiderátum del derecho natural. Kant habría entonces obviado esta paradoja interpretando la revolución de acuerdo con el principio de continuidad –el rey habría en verdad dimitido al delegar ciertos poderes en la asamblea nacional tal como lo sostuvo en La metafísica de las costumbres (341)– y tan solo por condescendencia con el uso lingüístico se refirió a dichos sucesos como una revolución en la que el pueblo buscaba republicanizarse (Brandt 130). Sobre este argumento hay que decir que no se condesciende con la interpretación que Kant ha dado de la revolución francesa en otros lugares, específicamente en el segundo capítulo de El conflicto de las facultades, donde se cuida de reconocer los componentes nefastos de las revueltas; separándolos con gran escrúpulo de lo que juzga es el valor que posee el acontecimiento como símbolo del progreso hacia mejor. La paradoja no desaparece por el hecho de concebir que en la dimisión involuntaria del rey se genera el traspaso del poder por una suerte de evolución más que por ruptura. Es más verosímil sacar de él la conclusión que el propio Kant saca, a saber: que el derecho de la legislación suprema de la comunidad no es un derecho alienable y puesto en manos del pueblo este no está obligado a restituirlo. Este expediente podría servirles muy bien a los asambleístas, pero no sirve a Kant mismo para borrar las máculas de la revolución, en especial la mayor de todas, es decir, la asociada a la suerte del rey (Cf. Kant, La metafísica 320).

Howard Lloyd Williams (1983), interpreta la valoración positiva de la Revolución francesa como un hecho derivado de la presunta lectura de Kant según la cual la situación de Francia bajo el mandato de Luis XVI era la del reinado de la más absoluta anarquía por lo que, consecuentemente, el pueblo francés se hallaba en un estado de naturaleza; situación que autoriza la rebelión, pues sería "un deber moral el restablecimiento del orden legal, lo cual debe realizarse cuanto antes y a cualquier precio" (204). Williams avala su argumentación con esta cita de los escritos póstumos de Kant: "el súbdito sólo tiene un derecho de violencia contra el soberano, cuando se ve abocado in statu naturali" (203). Valorar una declaración así es difícil. En cualquier caso, una evaluación de sus alcances con respecto a la licitud de la revolución implica confrontarla con las múltiples declaraciones en contra de toda resistencia, no solo en ausencia de un derecho establecido sino en caso de grave conculcación de los derechos o de violación de la Constitución; casos en los cuales Kant mantuvo su inflexible condena frente a la autorización para coaccionar al jefe supremo, incluso cuando se tornase tirano. Entender esta recaída en la tiranía como algo diferente de un retorno del estado de naturaleza es todavía más difícil en ausencia de estipulaciones que lo precisen, justamente en un pensador que se ha ganado para la posteridad el justo título de genio de la distinción.

Christine Korsgaard (2011) se propone hacer coherentes las afirmaciones aparentemente contrarias de Kant sobre la incondicional incorrección de la revolución, la legitimidad de la autoridad que surge de una revolución triunfante y la aprobación del entusiasmo que despertó la revolución francesa como un signo de nuestro progreso moral (Korsgaard 276). Ello obliga a suponer que Kant no se habría opuesto a la licitud de la rebelión en ciertas condiciones (Ibíd. 305), en casos de especial perversión de la justicia, cuando la violación de ciertos derechos fundamentales es tan flagrante que "el alma del hombre imbuido en las ideas del derecho humano se llena de horror" (Kant, La metafísica 321). Korsgaard hace el paralelo entre este horror que a Kant le produjo el ajusticiamiento del rey Luis XVI con el horror que nos generan ciertas perversiones de la justicia por parte de poderes legalmente constituidos y, en términos kantianos, legítimos; a los cuales, por tanto, es deber sagrado obedecer.

La revolución sería un caso en el que la persona virtuosa siente que debe tomar la justicia en sus manos para proteger los propios derechos o la idoneidad de la justicia cuando esta se traiciona a sí misma (Korsgaard 308). Se trata de una interpretación según la cual Kant habría admitido el derecho moral de rebelarse dándole prevalencia a los deberes de virtud sobre los de justicia. La autora tiene el mérito de reconocer que dicha tesis se hace más verosímil por las actitudes de Kant con respecto a las revoluciones de su tiempo antes que por sus escritos publicados (Ibíd. 311).

González Vicén (1989) defendió la idea de no contradicción entre la negativa del derecho de resistencia y la celebración de las revoluciones con el argumento de la doble perspectiva. Según él,
cuando Kant se pronuncia positivamente por los movimientos revolucionarios de su época, se enfrenta con ellos desde el punto de vista del progreso general de la humanidad y […] lo que hace es emitir un juicio de naturaleza histórica. (18)

Pero cuando lo hace desde la perspectiva jurídica no se trata de ninguna evaluación histórica o ética, sino de un problema de simple lógica jurídica. Lo que la negación kantiana representa aquí es "su convicción fundamental de que […] un "derecho" de resistencia es un contrasentido en sí mismo" (19).

Dos problemas acarrea esta defensa. Por un lado, la idea de que la condena kantiana de toda revolución no encierra ningún juicio valorativo (Ibíd. 19) es desmentida por toda una serie de enunciados en los que Kant valora los sucesos de resistencia y los condena por diversas razones tal como lo revelan los argumentos enumerados en la sesión anterior. Pero la debilidad fundamental de esta tesis consiste en que faltan en ella las razones que justifiquen en qué sentido asumir una posición contraria frente a un objeto puede ser lícito con el expediente de que se trata de una óptica diferente. Si la resistencia es condenable en términos jurídicos, ¿cuál es la cláusula que la torna aceptable desde la filosofía de la historia?11

Esta solución ha sido adoptada en diversos escritos por Rodríguez Aramayo. En su escrito "La versión kantiana de "la mano invisible" (y otros alias del destino)" intenta reforzarla, a mi modo de ver, sin mucho éxito; pues en lugar de abordar el asunto más espinoso, es decir explicar con qué derecho se pueden sostener dos posiciones contrarias sobre un mismo asunto, aporta algunas afirmaciones de Kant erróneamente interpretadas como razones de favorabilidad con relación a la resistencia. La primera es la afirmación según la cual una vez triunfa una revolución la ilegitimidad de su origen no exonera a los súbditos de la obligación de someterse al nuevo orden. Esta afirmación, en lugar de conceder su beneplácito a los procesos revolucionarios (Rodríguez Aramayo, "La versión" 112), remacha la prevalencia del orden establecido y reafirma la naturaleza ilegítima de la revolución. Como puede verse, no es fácil hacer recaer el énfasis en la licitud de la resistencia12.

Nuestra visión del problema parte de la convicción de que las tensiones en la postura de Kant son constitutivas y no son eludibles, tratando de desactivar dicho aspecto escandaloso que revela a un Kant ciertamente conservador. Sin embargo, a diferencia de otros intérpretes del asunto13, creo que no se pueden tampoco ocultar ni minimizar las declaraciones en las que se revela el Kant libertario y el pensador de la emancipación política14.

La negación kantiana del derecho de resistencia no se puede disculpar con argumentos como los ya mencionados ni suponiendo un principio interpretativo basado en el temor de Kant a la censura (Rodríguez Aramayo, "Estudio" XVIII). Es preciso aceptar las tensiones y las oscilaciones de la fuerza argumentativa de Kant ya en una dirección, ya en otra. Lo que es visible en los textos examinados es una permanente oscilación dilemática entre una postura afín a la seguridad jurídico-política a la que subyace una lógica irremisible de inmovilidad pacificadora y otra que es más afín a una cierta dialéctica en la que el conflicto media la universalización de los bienes generados por la convivencia15.

A través de las diversas exposiciones tendientes a solucionar el problema relativo a cómo instituir entre los humanos una función de mando que se ciña a la justicia, algo que no pertenece a las tendencias ingénitas humanas (Cf. Kant, Filosofía 51) y problema en torno al cual surge el tema litigioso de la resistencia como derecho; presenciamos las declaraciones favorables al monarca, por decirlo así, coexistiendo en fuerte tensión con su concepción, igualmente reiterativa y enfática, en contra de la dominación arbitraria la cual implica siempre la negación del derecho.

Kant nunca desistió en su propósito de mantener la vigencia plena del espíritu libertario, que se asume como un término medio entre la sumisión y la rebelión "distanciado tanto de lo servil como de lo anárquico" (Kant, Filosofía 141). Por ello no solo repudió el sometimiento a la voluntad de otro, algo peor que la sumisión ante la necesidad, sino que extrapoló ese valor de la autonomía y la dignidad al orden de las relaciones interestatales con respecto a las cuales califica la guerra como algo que, aun siendo moralmente inadmisible, constituye un mal menor que la "fosa de la monarquía universal" (Kant, La religión 53). Y entre los dos extremos, en el marco del derecho civil, esperaríamos una posición favorable a la resistencia como un valor prevalente frente a la opresión.

En su lugar encontramos la consabida argumentación en contra; pero alternando con el énfasis en la necesidad de que la soberanía sea exclusivamente la de la ley, al tiempo que se mantiene esa inflexible condena de la política entendida solo como estrategia de dominio y que se expresa con toda su fuerza en el primer apéndice del texto Hacia la paz perpetua. La idea de que sobre las diferentes voluntades particulares sea necesaria una causa que las una para conformar la voluntad general, sin que esta causa pueda ser ninguna de las voluntades particulares, es justamente la idea que autoriza que en la realización del ideal de la juridización y de la paz el Estado legal pueda empezar por la violencia, "sobre cuya coacción se funda después el derecho público" (Kant, Paz 237). Esta idea, puesta en boca del político práctico, es la más afín que pueda concebirse al slogan maquiavélico de que el hombre siempre es malo, expediente cínico del realismo político. Al mismo tiempo este "político moralista" es portador de la convicción de que no es posible contar con la conciencia moral del legislador, por la cual este pueda "instituir una constitución jurídica conforme a la voluntad común" (Kant, Paz 237). No obstante su desconfianza en la bondad del monarca, Kant se opone a esa otra máxima realista con igual vehemencia. Estas posturas tan encontradas habrían de entenderse en el sentido de que el conceder la prelación al gobernante como impulsor legítimo de los cambios políticos en la dirección del Estado republicano no representa un abandono del principio de soberanía popular, sino que significaría una solución de compromiso (Cf. Kant, La religión 227).

Su aversión a la revuelta hay que entenderla, pues, en el marco de sus principios morales. Aquí se oye el eco socrático de que es preferible sufrir la injusticia que cometerla. El temor de Kant se centra en que los medios de la revolución implican siempre la violencia; por eso se opuso a la tradición central en el seno del republicanismo que autoriza el tiranicidio. Pero, siguiendo su argumento trascendental, debió negar también toda oposición coactiva. Para compensar el desbalance Kant se mantuvo firme en la exigencia no solo de que el gobernante esté sujeto a la ley, y pueda ser incluso depuesto por el legislativo, sino que los gobiernos ya establecidos –no plenamente republicanos– deben encaminarse hacia la consolidación del pleno derecho, es decir, hacia la adopción de la soberanía popular como principio, so pena de tener que aceptar los resultados de los "gritos de la naturaleza", de las revoluciones.

Conclusión

En síntesis, Kant adoptó el espíritu de la revolución, pero nunca accedió a ratificar un derecho del pueblo para ejercerla. En el mantenimiento de dicho término medio entre su repudio de la sumisión y su aversión a la anarquía y a su consecuencia inmediata, la violencia, en política optó por la solución consistente en afirmar la soberanía popular como ideal. Pero el método legítimo para hacer prevalecer el valor de la libertad política tiene siempre que ser la reforma, la cual lograría impedir que la violencia se desate. El costo de esta solución es el deber de someterse y no resistir cuando el mando se torna tiránico. La naturaleza dirige cual mano invisible el decurso de los pueblos hacia la libertad por lo que, a menudo, las revoluciones son su instrumento. A su veredicto debemos acogernos cuando son revoluciones progresistas, pero nunca debemos asumir la revolución como método o guía de nuestro juicio político. La extrema arbitrariedad en el ejercicio del poder parece hacer saltar esta solución en pedazos, de modo parecido a como el recurso a la mentira parece imponérsenos en situaciones que imaginamos con relativa facilidad como incompatibles con el ejercicio de la veracidad, a la luz de sus consecuencias. Sabemos que ni en el espíritu de Kant ni en sus textos hay cabida para la admisión de la crueldad o de la indiferencia ante el mal ajeno, bien el sufrido bien el ejercido por nuestro prójimo, así como tampoco se halla en el contexto de su pensamiento político la connivencia con la opresión y el sometimiento. Sin embargo, la letra del pensador alemán dice sin equívocos que no debemos mentir ni rebelarnos ejerciendo coacción, nunca y sin excepciones.



Notas al Pie

1 Antes, en Comienzo presunto de la historia humana, de 1786, Kant (1979) esboza ya esta negación contra la resistencia. Se refiere allí a una especie embrionaria de gobierno "sobre el cual no podía ejercerse ningún acto de violencia" (Comienzo 82).
2 Este argumento constituye la explicitación de una consecuencia de la aludida contradicción del derecho de resistir. Pone de manifiesto el dilema en la decisión ante un conflicto irreconciliable entre dos agencias que tendrían cada una el poder de determinar de qué lado caería el derecho.
3 Este es un argumento negativo sobre el cual no insiste Kant, intentando incluso subsumirlo en el argumento de la contradicción. Sin embargo, se puede colegir que la obediencia política es un deber incondicionado que prevalece sobre cualquier deber, incluso incondicionado, pero perteneciente a la esfera moral individual.
4 Kant invoca a continuación una confirmación empírica de la ausencia de este derecho, ejemplificada en la tácita negación de la misma que se originaría en el silencio que al respecto se produjo en la Constitución inglesa de 1688 (Cf. Teoría 45). No es de gran valor probatorio si nos atenemos al peso que la filosofía kantiana concede a las pruebas empíricas; pero forma parte del elenco argumentativo contra el derecho de resistencia.
5 "Incluso, dentro de un Estado ya existente, esa hipótesis no contiene, como tal, ningún principio para que el súbdito trate de imponerla por la fuerza […] sino sólo para que la pongan en práctica los soberanos libres de coacción" (Kant, Teoría 58).
6 En efecto, Kant argumenta que el poder es irresistible, pues "quien no tuviera fuerza bastante para proteger a los individuos […] no tendría derecho a mandarlos" (Paz 244).
7 Esta adjudicación exclusiva a los gobernantes del deber y privilegio de conducir la realización histórica del ideal del derecho se hace entonces muy poco creíble en el marco de estas argumentaciones.
8 Esto queda más que corroborado por la siguiente explicación de la sentencia clásica, y religiosa por lo demás, de que toda autoridad viene de Dios; la cual, a decir de Kant, no enuncia el fundamento histórico de la Constitución civil sino la idea de que debe obedecerse "al poder legislativo actualmente existente, sea cual sea su origen" (Kant, La metafísica 150, cursiva por parte del autor).
9 En el sexto principio de Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, Kant (1979) sostiene que "el hombre es un animal que, cuando vive entre sus congéneres, necesita de un señor […] que le quebrante su propia voluntad" (Idea 50). Los hombres, ha dicho también en Comienzo presunto de la historia humana, reconocían a un hombre (soberano) como señor (Comienzo 83). Un tal señor no lo podría ser de pueblos nómadas, a quienes no podría hacer violencia. No obstante, esto no supone que dicha violencia sea un elemento adscrito a la relación política como una condición necesaria.
10 Sin necesidad de hilar muy delgado, en estos casos se depone la fuerza del argumento trascendental; pues no prevaleciendo el derecho, no se genera contradicción al oponérsele resistencia puesto que siempre se sostuvo que es contradictorio enfrentar una pretensión de derecho contra el derecho establecido, lo que en este caso no sucede.
11 Hannah Arendt (2012) reconoce que sigue existiendo una brecha entre las razones por las cuales Kant juzga reflexivamente la revolución y las posibles razones para actuar. Y es más lógico sostener que existe este hiato que dar por buena la coexistencia de valoraciones encontradas (102).
12 Seguidamente, el autor propone equiparar la necesidad (que Kant expresa en Hacia la paz perpetua) de no declarar en la guerra a ninguna de las partes como enemigo injusto, igual a lo que sería el juicio sobre la licitud de la revolución porque se trataría de un proceso semejante. Esta interpretación parece menos plausible aun, pues la relación simétrica entre poderes que se establece entre dos Estados en guerra no puede admitirse entre soberano y súbdito.
13 Astorga (1998) sostiene que, a despecho de su entusiasmo por el desarrollo público de la crítica, "la posición de Kant es categórica en su intención de legitimar el conservatismo al menos desde el punto de vista político" (159). Beade (2007) comparte esta interpretación según la cual Kant se sitúa en una línea de cercanía no bien disimulada con Hobbes y con la línea conservadora en política (61-8).
14 Nuestra interpretación se mueve en la órbita de la apreciación de intérpretes como Wit (1999). Según este autor, cabría distinguir entre una "posición de Kant" y una "posición kantiana"; es decir que a pesar de sus declaraciones explícitas, de sus ideas concomitantes se desprende un claro espíritu nada conservador y sí, más bien, revolucionario y libertario.
15 Adela Cortina (1989) se refiere a un situarse a medio camino entre la metafísica del orden y la dialéctica del progreso (182).



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Como citar:
Ceballos, R. "El derecho de resistencia en Kant". Discusiones Filosóficas. Jun.-Dic. 2015: 105-125. DOI: 10.17151/difil.2015.16.27.8.

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