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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.17 no.29 Manizales Jul./Dec. 2016

https://doi.org/10.17151/difil.2016.17.29.11 

DOI: 10.17151/difil.2016.17.29.11

El apocalipsis, la guerra y occidente

Apocalypse, war and western world

Manuel Oswaldo Ávila Vásquez*
Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia, Tunja, Colombia, manuelavilavasquez@gmail.com

* orcid.org/0000-0003-1177-6894

Recibido el 3 de abril de 2015, aprobado el 12 de julio de 2016



Resumen

A cien años del final de la Primera Guerra Mundial, el viejo continente vuelve actualmente a encontrarse en un estado de conmoción como aquel que antecedió a este cruel conflicto. El texto busca pensar cómo esta confrontación llegó a adquirir dimensiones apocalípticas, para, de esta forma, advertir a qué nos podemos ver avocados de continuar por este camino. La tesis propuesta aquí es que al menos cuatro aspectos confluyeron allí, a saber: 1. La propensión nihilista de occidente; 2. La perversión "natural" propia a todos los hombres, largamente reprimida por la sociedad moralista del siglo XIX y que, con el estallido de la Gran Guerra, mostró su lado más siniestro; 3. En el conflicto de 1914 el espíritu de la guerra se compenetró con el alma del progreso; 4. En esta contienda bélica, por primera vez, desempeña un papel determinante el atmoterrorismo. Estas consideraciones tienen como punto de partida las reflexiones que hicieron, a propósito de cada uno de estos aspectos, Martin Heidegger, Sigmund Freud, Ernst Jünger, y Peter Sloterdijk.

Palabras claves

Guerra, nihilismo, represión, técnica, atmoterrorismo.

Abstract

One hundred years after World War I, the old continent is again under a state of shock comparable to the one that preceded this cruel conflict. This paper analyzes how this confrontation came to acquire apocalyptic dimensions and, in this way, it warns us that we may be going on this path again. The thesis proposed here is that at least four aspects converged there, namely, 1. The nihilistic propensity of the West; 2. The "natural" perversion common to all human beings, which was long suppressed by the moralistic society of the nineteenth century and, with the outbreak of the Great War; 3. In the conflict of 1914, the spirit of war empathizes with the soul of progress, finally; 4. The fact that in this struggle and, for the first time, contemporary terrorism (atmoterrorism) plays a determining role. I present these reflections based on the previous ideas of thinkers such as Martin Heidegger, Sigmund Freud, Ernst Jünger, Peter Sloterdijk.

Key words

War, nihilism, repression, technical, atmoterrorisme.


En esta época, el destino poderoso se trae un juego atrevido con los mortales todos
(Hölderlin)

Estando ante los grabados de Durero en torno del Apocalipsis (1497-1499), y, en particular, aquel donde se representan los cuatro jinetes, no resulta difícil conjeturar en qué estado de ánimo se encontraba el artista. Así, por ejemplo, es posible imaginar al genio abrumado por las palabras del evangelista Juan, las cuales van y vienen con un ímpetu cada vez mayor, haciendo que su espíritu se conmueva. Era como si de lo más profundo de su alma irrumpiera una ronca voz que le anunciaba que pronto el mundo que lo había sustentado se desmoronaría estrepitosamente. Sin embargo, Alberto Durero no fue el único que, en ese momento, se hallaba en semejante estado de ánimo. Basta pensar, en este sentido, en las palabras de John Berger, justo a propósito del célebre artista alemán:

En el año 1500, miles de personas en el sur de Alemania creían firmemente que se acercaban al fin del mundo. A las hambrunas y a las pestes se sumaba el nuevo azote de la sífilis. Los conflictos sociales, que pronto conducirían a la Guerra de los Campesinos, se intensificaban. Masas de trabajadores y campesinos dejaban sus hogares para convertirse en nómadas a la búsqueda de alimentos y venganza – y también de salvación el día en que la cólera de Dios cayera en forma de lluvia de fuego sobre la tierra, el sol desapareciera y los cielos se abrieran, desplegándose como un pergamino. / Durero, a quien durante toda la vida había obsesionado la idea de la proximidad de la muerte, participaba del terror general [que todo lo permeaba] (Berger 9).

Este era el estado de ánimo del que participaba Alberto Durero y sus coterráneos a comienzos de la edad moderna. Con todo, esta condición no es propia de la época en la que vivió el gran artista. Piénsese, v. gr., en los milenaristas medievales, en las inquietudes que produjo la "profecía maya" o en el desazón que agobió a los hombres europeos, en particular los pertenecientes al mundo germano, en los años que siguieron al estallido de la Primera Guerra Mundial que, tras un brevísimo periodo de místico entusiasmo nacionalista (Losurdo, trad. Antonio Bonnano 8-9, 15), se vieron sumidos en una condición similar, justo en las postrimerías de la era moderna. Como se sabe en aquel instante, un número elevado de personas estaban convencidas de que pronto serían testigos de acontecimientos nunca antes vistos, del advenimiento del Apocalipsis o, al menos, de algo semejante.

Basta pensar, en los motivos que inspiraron, en aquella época, a destacados artistas y escritores. v. gr., el tema del apocalipsis antes del estallido de la Gran Guerra, la tragedia misma de esta confrontación bélica o, el agotamiento de la cultura occidental. Valga tener en cuenta aquí, por ejemplo, los trabajos de Otto Dix con su serie sobre la guerra, Ludwig Meidner con su revelador Paisaje apocalíptico de 1913, Franz Marc que, en este mismo año, pintó una curiosa obra con el significativo nombre de Los lobos o Guerra en los Balcanes, la serie Imágenes místicas de la guerra de Natalia Goncharova, Verdún de Félix Valloton de 1917 y, en las letras, el trabajo de Oswald Spengler que con la publicación de su libro El ocaso de occidente en 1918, fue capaz de sintetizar el estado de ánimo en el que habían caído los hombres de su tiempo.

Como bien anota Safranski, refiriéndose a esta época, en su libro acerca de Heidegger:
Fue el tiempo de la inflamación de santos, que en las calles, en los bosques, en las plazas de mercado, en las tiendas de los circos y en las trastabernas ahumadas querían redimir Alemania o al mundo. La Decadencia de Occidente de Oswald Spengler, obra de la que en aquellos años se vendieron seiscientos mil ejemplares, fue el gran esbozo teórico que, desde el espíritu del final de los tiempos y de un nuevo comienzo, hizo saltar al aire en mil pequeñas astillas las interpretaciones del mundo (Safranski, trad. Raúl Gabás 122).

Empero, ¿qué había llevado a los hombres, de aquel entonces, a un estado de ánimo semejante? Mejor aún, ¿qué había llevado a que la Primera Guerra adquiriera dimensiones apocalípticas? Y, lo que resulta más importante, ¿es posible actualmente, en los albores del siglo XXI, caer de nuevo en una situación semejante? Para dar salida a estas preguntas lo primero que se debe tener en cuenta aquí es comprender si el tiempo presente, como hace cien años, ha sido modelado por el alma del nihilismo. En segunda instancia, es menester preguntarse si aún anida la perversión "natural" en nosotros, tal como se evidenció en ese preciso instante, la cual había sido largamente reprimida por la sociedad moralista burguesa del siglo XIX y que, con el advenimiento de la Gran Guerra, mostró su faz más siniestra. En tercer lugar, resulta necesario comprender si hoy en día, tal como ocurrió en la guerra de 1914, el espíritu de la guerra está vinculado al alma del progreso. Y, finalmente, es conveniente preguntar si en los conflictos de la actualidad, al igual que a inicios del siglo XX, el atmoterrorismo continúa desempeñando un papel determinante. Para reflexionar a propósito de este asunto, se partirá en este lugar, de las consideraciones hechas, a este respecto, por Heidegger, Freud, Jünger y Sloterdijk. Sin embargo, antes de otorgarle la palabra a cada uno de ellos, bien vale la pena, primero, escuchar la sombría voz de alguien que padeció en carne propia las atrocidades de esta nefasta guerra: el poeta Georg Trakl.

1. Entre el crepúsculo y la ruina

Si hubo una voz que alcanzó una profundidad abismal desde la que resonó la Gran Guerra y el sentimiento apocalíptico que ella arrastraba, fue la sombría voz del poeta Georg Trakl. Su canto fue un grito desesperado que advierte profético el advenimiento de la más terrible, insondable y tenebrosa soledad, en una época en la que los seres humanos parecen estar forzados a ella. Una voz que clama desde el infierno. Y esto, no por ser el canto de un ser humano agobiado por las drogas, la propensión al suicidio y la depresión, sino por ser la voz de quien intuye el pronto advenimiento del Crepúsculo y [la] ruina (Reina, trad. Jose Luis Reina Palazón 18), tal como lo anuncia el poeta en su libro Poemas (1913). En este sentido, Trakl supo ver directo a los ojos de la Gorgona Medusa en una época marcada, en palabras de Hegel y Nietzsche, por el espíritu de la escisión y la voluntad de nada y, que alcanzó su "revelación y ocaso"1, en los campos de batalla de Verdún, Yprés y Somme.

No resulta extraño por eso que, para este poeta, fuera inminente la proximidad de una "tarde de tormenta" en la que los "fantasmas del miedo allí dentro anidan" (Trakl 70). O, que sintiera cómo su "país de ensueño"2 se estaba haciendo trizas. El poeta Georg Trakl percibe de este modo que le ha correspondido existir en una época que encarna lo que habían anticipado pensadores del talante de Marx, Kierkegaard o Nietzsche, en una época en que "Dios ha dejado este cielo negro" y desnudo (Ibíd. 80). En otras palabras, que su época es una época en la que el hombre ha sido arrojado al más radical desamparo, y él mismo es tan sólo un ejemplo de ello. O, si se prefiere, él sabe que está condenado a ser, como los demás hombres de su propio tiempo, un "extraño en su tierra" (Reina 30) en un mundo de "banalidad fantasmal", partido fatalmente en dos (Ibíd. 30) y, en el que los seres humanos, son arrastrados por la "llamada de la muerte" (Ibíd. 33). En síntesis, que le ha correspondido existir en un mundo en el que, como en los yermos campos de batalla, el interior de los seres humanos se ha convertido en tierra de nadie, en una trinchera. Según la expresión de Karl Kraus, este es un mundo en el que los hombres están condenados a ser simples "individualidades sin yo" caracterizado, por la "perdida [fatal] del objeto exterior, del mundo exterior, [lo que] lleva consigo la consecuente pérdida del sujeto" (Ibíd. 35).

Esta fue justo la tragedia que se hizo canto en la poesía de Georg Trakl. Él lo sabe: su era es una era de "crepúsculo espiritual" (Ibíd. 124) en la que "argénteo llora algo enfermo en el estanque" (Ibíd. 134). Sí, le ha correspondido vivir en el país de la tarde (Abendland), en una tierra habitada por los "hijos de una oscura estirpe" (Ibíd. 133). En una era, tales son sus cruentas palabras, en la que "la noche devoró la estirpe maldita" (Ibíd. 138). Resulta inevitable, un escalofrío estremece el cuerpo al escuchar este lúgubre canto. Pero, ¿qué es lo que ha llevado a los seres humanos a una condición tan lamentable? ¿Qué es ese algo oscuro que anida en el corazón de los hombres que se revela de manera contundente en un tiempo tempestuoso como el de la guerra? ¿Acaso la respuesta a estas preguntas pasa por aceptar que la generación de Trakl, aquella movilizada en el verano de 1914, estaba convencida de que la redención de las culpas de la humanidad pasaba por el derramamiento de su propia sangre? Si este no es el caso, ¿cómo interpretar una era en la que, en palabras de Goethe, "el espíritu que siempre niega" (Goethe 77) recorre el mundo?

Tal vez la respuesta a estas preguntas, entre otros, la tenga un hombre que dedicó una de sus más profundas reflexiones, precisamente, al poeta Georg Trakl. Nos referimos a Martin Heidegger, quien publicó en 1953 en la revista Merkur un ensayo titulado Georg Trakl. Una dilucidación de su poema, texto que fue publicado posteriormente en 1959 en su libro De camino al habla bajo el título de: El habla en el poema. Una dilucidación de la poesía de Trakl. En este breve espacio resulta improcedente seguir al detalle el hilo de la argumentación del mencionado ensayo. Aquí nos limitamos, simplemente, a mostrar algunos aspectos relevantes de lo planteado por Heidegger lo que permitirá establecer la relación entre el sentimiento de Apocalipsis que marcó la época de Georg Trakl, la guerra, el nihilismo y la tradición Occidental. Veamos.

Acorde con el filósofo de Messkirch lo primero que debemos tener en cuenta es que la obra de Georg Trakl no se reduce a ser una simple poesía de guerra. Por el contrario, ella "reúne hacia sí a lo supremo y lo extremo" (Heidegger, El habla… trad. Yves Zimmermann 35). Pero, ¿qué quiere decir Heidegger con este enunciado?, mejor, ¿qué es lo que "habla" en la poesía de Trakl? La respuesta a esta pregunta no se muestra nada evidente. No obstante, quizá se podría responder, sin más, que lo que habla en la poesía de Trakl es el eco del canto que ha seducido, desde hace tiempo, a todos los hombres. La ronca voz del espíritu de occidente y que parece resonar aún en el hombre contemporáneo. Pero, ¿cuál es esa voz? ¿Tal vez aquella que anuncia que el hombre occidental no ha sido más que un extraño, un desarraigado? Todo parece indicarlo, de ahí que afirme Heidegger años más tarde en Serenidad:

El arraigo del hombre de hoy está amenazado en su ser más íntimo. Aún más: la pérdida de arraigo no viene simplemente causada por las circunstancias externas y el destino, ni tampoco reside sólo en la negligencia y la superficialidad del modo de vida de los hombres. La pérdida de arraigo procede del espíritu de la época en la que a todos nos ha tocado nacer. (Heidegger, Serenidad, trad. Yves Zimmermann 21)

Y, sin embargo, el desarraigo no parece más que una de las manifestaciones de algo mucho más fundamental, la expresión misma del alma de occidente que canta lúgubre desde lo profundo de sus entrañas, desde la renuncia a la vida: la esencia del nihilismo. De este modo, tal como lo vivió en carne propia el poeta Georg Trakl, y luego lo constatara Martin Heidegger, el hombre, en las postrimerías de la edad moderna, algo que evidenció de manera dramática la Gran Guerra, está atrapado en medio del más radical espíritu de negación, en medio de ese enorme torbellino llamado nihilismo. Esta es justo la razón, tal como considera el autor de Ser y tiempo, de que ésta sea una época en la que el ser humano ha perdido su ser más propio, se descomponga. Dicha descomposición no se reduce tan sólo a la crudeza con la que se presenta la muerte, sino al hecho, cierto, de que éste sea un tiempo en el que el ser humano ha perdido su fundamento. No resulta raro por eso que, Heidegger, en su ya citado texto El habla en el poema, manifieste lo siguiente teniendo en mente la poesía de Trakl:

La forma descompuesta del hombre es abandonada a la abrazadora tortura y a la espina hiriente. Su selvacidad no irradia el azul. El alma de esta forma humana no se halla en el viento de lo sagrado. No tiene pues rumbo. Mas, el propio viento de Dios, permanece solitario (Heidegger, El habla… trad. Yves Zimmermann 44).

Hay que decir, entonces, que la poesía de Trakl no es más que la síntesis de un tiempo en el que el alma humana ya no se halla en el viento de lo sagrado. La ruda voz en la que se manifiesta, como lo haría una erupción largo tiempo esperada, una tradición tallada por el alma del nihilismo. ¡Qué tétrico panorama el que aquí se nos presenta! Con razón los hombres, en ese periodo de la historia, se vieron atrapados por un tenebroso sentimiento apocalíptico. ¿Y podría ser de otra manera en un tiempo en el que todo ha perdido su sentido? ¿No fue acaso la era en la que vivió Georg Trakl una época en la que el ser humano se descompuso "trabado en fríos metales", tal como él mismo canta? Más exactamente, ¿no fue justo esta época, la del olvido del ser, en la que resonaron, en medio de una densa noche, los pasos del "más inquietante de todos los huéspedes"? ¿Un tiempo en el que, como dice Heidegger en el texto citado, "la estirpe desplazada de su modo esencial [ha devenido] por ello la estirpe «aterrada»"? (Ibíd. 46). En otras palabras, ¿un tiempo, el de la transfiguración del mal, en el que "el alma cantó la muerte"? (Ibíd. 63).

¿Alguien lo pondría en duda? De ahí que haya que decir de manera categórica: lo que resuena en la poesía de Trakl no es más que la esencia oculta del país de la tarde, de occidente, la voluntad de nada, la cual se hace manifiesta, de modo lapidario, en su expresión más cruenta y despiadada: la Gran Guerra. Nada raro si se tiene en cuenta que allí confluye, dando paso de este modo al mundo contemporáneo, lo más propio de la era moderna: la ciencia, la técnica mecanizada, la estética en el sentido que la entendió W. Benjamin al final de su famoso ensayo La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica; la interpretación y realización del obrar humano como cultura; y la partida de los dioses. Todo esto en el sentido utilizado por Heidegger en su famoso texto La época de la imagen del mundo (Heidegger, La época…Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte 75-76).

Hasta aquí lo concerniente a la relación entre el sentimiento de apocalipsis, el nihilismo y la Gran Guerra. Demos ahora paso a la ligazón entre esta última y la monstruosa inclinación de ese perverso "hombre primitivo" que aún habita en nosotros, al modo que lo caracterizó Sigmund Freud durante la Primera Guerra Mundial.

2. El rugido de la gran bestia

En el mismo año en que fueron publicados, de manera póstuma, los poemas de Georg Trakl en la revista Der Brenner (1915), Freud publica arrastrado "por el torbellino de una época de guerra" (Freud, trad. Luis López B. 89), sus célebres Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte, las cuales resultan significativas luego de haber aludido de manera sucinta a lo planteado por Martin Heidegger a propósito de la poesía de Trakl y su relación con el espíritu de occidente: el nihilismo. Allí, Sigmund Freud hace un balance significativo a propósito de un conflicto que, a su entender, trae consigo consecuencias impredecibles en una era "sin atisbo alguno del futuro" (Ibíd. 96). Busca así, en lo más insondable de la psique humana la fuente de una era marcada por un aterrador espíritu autodestructivo. En suma, ser una voz que clama en el desierto en una era en la que se hacen patentes los instintos más primarios y destructivos de los hombres. Esto es, quiere escuchar el rugido de la gran bestia oculta en nosotros.

De ahí que este autor se pregunte: ¿cómo se habían dejado llevar por los instintos más perversos y las pasiones más bajas los hombres europeos, en ese exacto intervalo de la historia, en el que muchos creían vivir la Belle époque?, ¿qué había llevado a estos seres humanos convencidos de pertenecer a las "grandes naciones de raza blanca, señoras del mundo, a las que ha correspondido la dirección de la Humanidad, a las que se sabían al cuidado de los intereses mundiales a las cuales se deben los progresos técnicos realizados en el dominio de la Naturaleza, tanto como los más altos valores culturales, artísticos y científicos" (Ibíd. 97) a una carnicería?, ¿cómo habían podido dejarse arrastrar los pueblos más "civilizados de la tierra" a un conflicto de dimensiones apocalípticas?, ¿cómo se había llegado a una situación tan sanguinaria en naciones en las que se "había prescrito al individuo elevadas normas morales, a las cuales debían ajustar su conducta si querían participar de la comunidad cultural"? (Ibíd. 97).

Sea cual sea la respuesta, lo cierto es que en 1914 los "pueblos [más] civilizados de la tierra" estaban absortos en la más cruel campaña de exterminio. Esto, anota Freud, llevó a que muchos cayeran en una especie de "terrible decepción" (Ibíd. 100) puesto que la guerra parecía confirmar el diagnóstico de esos pocos que se habían atrevido a profetizar la imposibilidad de la especie humana a renunciar a las guerras. Es decir, la imposibilidad de los hombres de alcanzar un estado de cosas en el que se respetarán plenamente "las instituciones internacionales" (Ibíd. 100) en caso de una confrontación bélica. De ahí que señale Sigmund Freud, que en un conflicto de grandes proporciones como el de 1914, incluso "el Estado combatiente se permite todas las injusticias y todas las violencias, que deshonrarían al individuo" (Ibíd. 101). De esta forma, la consigna "todo vale", se erige, en un estado de cruenta confrontación, en un principio que guía cualquier tipo de comportamiento. Lo anterior no resulta nada extraño en una contienda que tiene como fin último, precisamente, la destrucción total de quien ha sido considerado "enemigo" y, menos extraño aún que, en tales circunstancias, el Estado exija de todos sus ciudadanos no sólo una férrea sumisión, sino el más abnegado de los sacrificios. En esta dirección, hay que decir por eso con Hegel que, en un tiempo en el que soplan ardorosos vientos de guerra, "el Estado no existe para los fines de los individuos. Podría decirse que el Estado es el fin, y los individuos sus instrumentos" (Hegel, Lecciones… trad. José Gaos 101). Esto, indica Freud, explica por qué:

El relajamiento de las relaciones morales entre los pueblos haya repercutido en la moralidad del individuo, pues nuestra conciencia no es el juez incorruptible que los moralistas suponen; es tan sólo, en su origen, "miedo social", y no otra cosa. Allí donde la comunidad se abstiene de todo reproche, cesa también la yugulación de los malos impulsos, y los hombres cometen actos de crueldad, malicia, traición y brutalidad, cuya posibilidad se hubiera creído incompatible con su nivel cultural (Freud 101).

En un contexto semejante, los hombres se ven finalmente sumergidos en una especie de fatalidad en la que hasta el mundo entero termina convirtiéndose en algo radicalmente hostil y extraño, en tierra de nadie. Esta condición es la que hace manifiesta la más radical indigencia de una época que ha borrado, de un solo plumazo, todas las ideas románticas acerca de la guerra, del mismo modo que ha trasformado nuestra habitual manera de percibir la muerte. Dicho de otro modo, un conflicto bélico como la Gran Guerra hace manifiesto nuestra pertenencia a una época en la que cualquier ser humano está en condición de ser exterminable. Y todo esto con el beneplácito de Estados que se atribuyen, a sí mismos, el derecho de ser los custodios de los principios morales que sostienen la civilización. Más exactamente, trae a la presencia esa oculta inclinación de los hombres a la devastación y el crimen. La hipocresía de una sociedad fundada en la perversión y la represión. Es decir, revela la contundencia de la muerte en un mundo que ha terminado por trivializarla. En breves palabras, hace patente, dice Freud, la brutalidad misma de ese "hombre primitivo" que aún habita en nosotros, la cual ha estado reprimida largo tiempo por una sociedad terriblemente moralista, como aquella que moldeó el espíritu del hombre en el siglo XIX.

De este modo reflexionaba Freud en 1915 a propósito de la Gran Guerra. No resulta fortuito por ello que en 1932, justamente en el momento en el que densos nubarrones se iban acumulando en el firmamento, Albert Einstein le escribiera una célebre carta donde le preguntaba: "¿cómo es posible que las masas se dejen enardecer hasta llegar al delirio y a la autodestrucción por medio de los recursos mencionados?"3 (Einstein y Freud, trad. Valeria Bergalli 67). La respuesta a esta pregunta es contundente: para Freud, tal como lo había señalado en su artículo de 1915, en el interior de los seres humanos anida una inclinación fundamental a la perversión la cual, como se ha insistido, ha estado largo tiempo reprimida por la moralina propia de la sociedad occidental europea. Con todo, cuando las condiciones son propicias, como ocurre por ejemplo en tiempos de confrontación entre los pueblos, dicha perversión alcanza proporciones delirantes. Ahora bien, si esto va unido a un desarrollo técnico-científico elevado, a una época en la que los seres humanos han logrado apropiarse de los medios más eficaces para destruir, no sólo a sus congéneres, sino además el medio ambiente en el que habitan, dicha crueldad adquiere alturas que bien podríamos llamar apocalípticas.

Enunciado en otros términos, en el momento en que los seres humanos hemos alcanzado un alto grado de desarrollo técnico-científico, podemos llevar, necesariamente, a trocar de manera radical las prácticas bélicas haciéndolas más brutales y despiadadas. Justo en ese preciso momento, los seres humanos estamos en condiciones de vernos avocados a nuestro mayor peligro, la extinción de la misma especie humana. Esto fue, a todas luces, lo que se evidenció a lo largo del siglo XX y lo que hoy continúa acompañándonos como una sombra. Y, aunque si bien es cierto, los hombres siempre nos hemos valido de la técnica con el fin de aniquilar a nuestros semejantes, resulta claro que, en el último siglo, el aniquilamiento de humanos en manos de otros tomó tintes terroríficos. Teniendo en mente, precisamente esto, es que puede decir Sigmund Freud lo siguiente en su carta de respuesta a la misiva de Einstein a la que se ha aludido más arriba:

Al principio, en la pequeña horda humana, la mayor fuerza muscular era la que decidía a quién debía pertenecer alguna cosa o la voluntad de quien debía imponerse. Al poco tiempo la fuerza muscular se vio reforzada y sustituida por el empleo de herramientas: triunfó aquel que poseía las mejores armas, la superioridad intelectual comienza ya a desplazar a la fuerza muscular bruta, pero el objetivo final de la lucha sigue siendo el mismo: por el daño que se le inflija o por la aniquilación de sus fuerzas, una de las partes contendientes ha de ser obligada a abandonar sus pretensiones o su oposición. Este objetivo se alcanza de forma más completa cuando la violencia elimina definitivamente al enemigo, es decir, cuando lo mata (Ibíd. 73).

Resulta evidente por qué el desarrollo técnico-científico, juega un papel determinante no sólo en cualquier consideración acerca de la naturaleza de la guerra y sus temibles alcances apocalípticos en el mundo contemporáneo, sino, en la estrecha relación de éste con el instinto de negación tan característico de nuestra época. Si alguien supo comprender esto, lo constituye la figura de uno de los pensadores más sugestivos y controvertidos del siglo XX: Ernst Jünger. Por este motivo, en lo que sigue, se hará una breve síntesis de lo planteado por este autor acerca de la Gran Guerra y su relación con la técnica.

3. De la guerra y la técnica

Como manifestó Ernst Jünger en 1930 y 1934 en sus ensayos Fuego y movimiento, Movilización total y Sobre el dolor, el advenimiento del siglo XX, el del fin de la Belle époque, mostró, de forma contundente, la enorme capacidad de destrucción que alcanzó el ser humano valiéndose de la técnica. Dicho de otra manera, el siglo XX demostró la entrañable relación que existe entre el desarrollo técnico-científico y el fatídico instinto de negación que aún vive en el hombre. Con el advenimiento del siglo XX y su enorme poder técnico-científico, todos los medios usados hasta ahora, con el fin de hacer daño y matar, terminaron pareciendo verdaderos juegos de niños. Mejor aún, el siglo XX, hizo "visible" el vacío mismo de lo humano, pues allí se mostró que con el uso "adecuado" de una técnica sofisticada era posible no sólo vencer al enemigo, sino, literalmente, borrarlo del mapa. No sorprende por eso que, en una era de guerra tecnificada, se busque incluso aniquilar no sólo el cuerpo del combatiente, sino que se persiga, además, la destrucción del medio ambiente en el que éste se mueve. Más adelante complementaremos estas palabras al hablar de Sloterdijk. En sucintas palabras, según la expresión de la que se vale Jünger, una época en la que los seres humanos se valen del desarrollo técnico-científico para aniquilar a sus semejantes, es un tiempo en el que el espíritu de la guerra terminó compenetrándose con el alma del progreso.

Desde esta perspectiva, habrá que decir, entonces, que la Gran Guerra sólo es posible en una época en la que es factible tener a nuestra disposición armas de destrucción masiva, es decir, en una época caracterizada por el advenimiento de grandes masas, o, mejor, en una era signada por el genocidio sistemático de pueblos enteros. (Piénsese, por ejemplo, en el genocidio del pueblo armenio en 1915, que aún, hoy en día, no ha sido reconocido por el gobierno turco). En palabras de E. Jünger, en la época de la democratización de la muerte, la cual se extiende hasta el niño que yace en su cuna. Nada raro por ello que, en una época en la que "el jefe de una escuadrilla aérea que desde las alturas da la orden de efectuar una ataque con bombas no conoce ya ninguna distinción entre combatientes y no combatientes, y [en la que] la mortífera nube de gas es algo que se propaga cual un elemento sobre todos los seres vivos"(Jünger, trad. Andrés Sánchez 100), sea una era en la que "el dolor y la muerte están detrás de cada salida marcada con los símbolos de la felicidad" (Ibíd. 121): las ideologías.

De esta manera, la Gran Guerra hace manifiesta la trasfiguración del ser humano por el dolor. Por eso, en ella parece abrirse las puertas de lo más íntimo del mundo. El peligro mismo sobre el que camina hoy el hombre. Una era inquietante signada por el espíritu de la guerra. Un tiempo en el que el dolor hace visible la precariedad de la existencia y en la que los hombres, aquejados por el sufrimiento, suelen tender a visiones cada vez más apocalípticas. O, como diría Ernst Jünger, esta es una época en la que se hace patente el trasegar solitario del ser humano por la delgada superficie de un lago apenas congelado. Aquí el hombre se muestra en su puro dolor. La Gran Guerra es así una condición límite nihilista, que fue capaz de transmutar, por ello, al propio ser humano de manera fundamental. Es, de este modo, la realización misma de la voluntad de poder. Más exactamente, el lugar en el que se hace ostensible la más siniestra voluntad de nihilidad. Una escalofriante voluntad de terror en la que el ser humano ha devenido una nada-en-la-nada, puesto que en ella el hombre, en su vulnerabilidad, está sometido al poder, puro y simple, de la técnica. Con razón manifestó de forma contundente Jünger en 1930: "son muchos los sitios donde ya casi se ha desprendido la máscara humanitarista; en su lugar aparece un fetichismo medio grotesco medio bárbaro de la máquina, un ingenuo culto de la técnica" (120).

Una vez señalada la relación entrañable entre la Gran Guerra, el nihilismo y la técnica, fijemos ahora nuestra atención en el fenómeno del atmoterrorismo. Esta vez a partir de las reflexiones hechas, a este respecto, por Peter Sloterdijk.

4. La gran cámara de gas

Palabras contundentes las de Jünger en una época aciaga, la década de 1930, en la que germinó el dolor y la muerte en las tierras de la ideología y el exterminio. Pese a esto, vale la pena ahora echar mano de las consideraciones de un autor que, si bien es cierto, no fue testigo de excepción de lo acontecido en la Gran Guerra, ha sabido comprender claramente las dinámicas que llevaron a ésta a bordear el ámbito de lo delirante. Nos referimos al filósofo alemán Peter Sloterdijk y, en particular, a su ensayo Temblores de aire en la fuentes del terror (2002) donde reflexiona acerca de uno de los fenómenos más característicos de la época presente, el cual tiene su origen, justo, desde su perspectiva, en la Primera Guerra Mundial: el atmoterrorismo.

Como resulta del todo evidente, las condiciones en las que nació el texto de Sloterdijk son muy distintas de aquellas en las que surgieron las reflexiones de E. Jünger en torno a la Gran Guerra, pues éstas tienen como telón de fondo los atentados del 11 de septiembre en la ciudad de Nueva York, la toma de rehenes en Moscú y Beslan, la ofensiva militar judía sobre el pueblo palestino y la invasión de Estados Unidos y sus aliados a Afganistán, y aquellas en los desolados campos de batalla de Verdún, Yprés y Somme. A pesar de esto, el ensayo de Sloterdijk nos permite escrutar en lo profundo de una época marcada por un estrecho vínculo entre nihilismo y terror. Dicho más claramente, como afirma Nicolás Sánchez en el prólogo escrito para el mencionado libro, allí se lleva a cabo, una "genealogía de la forma que ha adquirido el terror moderno a lo largo del siglo pasado"4. En este mismo sentido no es casual que Sloterdijk anote:

[Cuando se interroga] qué inconfundibles señas de identidad ha aportado el siglo XX a la historia de la civilización junto a sus incomparables producciones artísticas, seguramente bastaría con responder haciendo referencia a tres criterios. Quien quiera comprender qué es lo que reviste de originalidad a esta época, no puede menos que tomar en consideración la práctica del terrorismo, el concepto de diseño productivo y la reflexión en torno al medio ambiente (Sloterdijk, trad. Germán Cano 39).

Como es de prever, para Peter Sloterdijk, ésta determinación del siglo XX por cada uno de estos criterios, ha traído consecuencias importantes en todas las dinámicas humanas. Por ejemplo, a su entender, en lo que atañe a la práctica del terrorismo, éste ha traído consigo aparejado "nuevas bases posmilitares" (Ibíd. 39) las cuales se hacen presentes en todos los conflictos habidos en nuestra época. Por otra parte, señala este mismo autor, en lo que se refiere al concepto de diseño productivo "el funcionalismo ha vuelto a conseguir conectar con el mundo visible" (Ibíd. 39). Y, finalmente, en lo que concierne al último criterio, se torna indispensable advertir que, debido a las reflexiones hechas en el siglo XX a propósito del medio ambiente, "los fenómenos vitales y cognitivos se han entreverado con una hondura hasta la fecha desconocida" (Ibíd. 39). De este modo, manifiesta este autor, la confluencia de estos tres criterios en las dinámicas de los hombres determina de manera contundente una nueva óptica para todos los seres humanos, la cual mostró, por primera vez, su rostro más amargo en los desolados campos de batalla de la Gran Guerra. De ahí que pueda señalar Sloterdijk:

El siglo XX quedó inaugurado de modo espectacular el 22 de abril de 1915 con el primer uso masivo de gas clórico como recurso bélico en manos de un "Regimiento de Gas" de la armada alemana del Frente-Oeste equipado para tal fin que, apostado en el saliente norte de Yprés, luchaba contra las posiciones de la infantería franco-canadiense (Ibíd. 40).

Pero, ¿qué hace tan significativa esta fecha a la hora de comprender el sentimiento apocalíptico que se apoderó de los europeos durante esta época y la relación de tal sentimiento con el espíritu del nihilismo? Desde la óptica de Peter Sloterdijk, la respuesta resulta evidente. En esta fecha, se introduce, por primera vez, el "medio ambiente en la lucha entre fracciones adversas" (Ibíd. 43). Nunca antes el medio ambiente había jugado un rol tan determinante en una confrontación bélica como en Yprés. Incluso éste se constituye allí en un medio de ataque en sí mismo, en tanto que, el cuerpo de la propia víctima se convierte en su enemigo. Esta es la razón de que Peter Sloterdijk subraye en su texto: "el siglo XX pasará a la memoria histórica como la época cuya idea de la guerra ya no es apuntar al cuerpo del enemigo sino a su medio ambiente. He aquí el pensamiento del terror en un sentido explícito" (Ibíd. 45).

En este orden de ideas, hay que decir entonces que el 22 de abril de 1915 se instaura un tiempo en el que se busca destruir "las condiciones vitales" (Ibíd. 45) del oponente, vulnerar su medio vital. En términos de Kant, lo que se ataca son las condiciones de posibilidad de la existencia humana misma. Esto es lo que Sloterdijk denomina atmoterrorismo, el cual está vinculado, con un inédito "saber exterminador" (Ibíd. 46). En otras palabras, el atmoterrorismo está íntimamente ligado a un tipo de comprensión en la que se reconoce que el ser más propio del hombre lo constituye su "ser-en-lo-respirable" (Luftung)5 y, no como pensaba Martin Heidegger su ser-en-el-mundo, el lugar mismo del claro (Lichtung). Dicho de esta manera, lo que ocurre por primera vez en la pequeña localidad de Yprés fue "el paso de la guerra clásica al terrorismo" (Ibíd. 46), el paso del asesinato al genocidio. Teniendo en mente esto, es que puede decir Sloterdijk: "el terrorismo es la explicación maximalista del otro bajo el punto de vista de su posible condición de exterminable" (Ibíd. 58).

Así que, la Gran Guerra hizo visible la condición de eliminable de todos los seres humanos. Hizo ostensible la pertenencia del hombre moderno a una época que terminó, finalmente, violentado, como se ha insistido, la "disposición ontológica" más fundamental de todo ser humano, a saber, su "ser-en-lo-respirable" (Luftung). Expresado brevemente, en la Gran Guerra se hizo carne el espíritu mismo que todo lo niega, el más inquietante de todos nuestros huéspedes, nuestro mayor peligro, el nihilismo. No resulta por eso raro que en ese momento los seres humanos, sobre todo los del mundo germano, se dejaran llevar por un profundo sentimiento de ocaso, por un aterrador sentimiento apocalíptico. Basta pensar, en este sentido, como se señaló en el inicio del presente texto, en las escalofriantes pinturas de Otto Dix acerca de la guerra en las cuales todo se ha vuelto irrespirable. ¡Qué se iba imaginar este artista que pocos años después sus terroríficas pesadillas se iban a hacer realidad en Auschwitz y Treblinca, Hiroshima y Nagasaki! Sea como sea, lo cierto es que aquí sólo nos resta formular una inevitable pregunta: ¿es posible, hoy, vernos avocados a una situación semejante a la vivida en tiempos de la Gran Guerra con su profunda resonancia apocalíptica? Con el fin de responder a esta pregunta, en lo que sigue y a manera de conclusión, se esbozará una posible alternativa.

5. Los ecos de la Gran Guerra

Es bien conocida la sentencia de G. W. F. Hegel que debe servir de principio ineludible para todo aquel que quiera pensar su propia época: "…el búho de Miverva sólo levanta su vuelo al romper el crepúsculo" (Hegel, Fundamentos… Trad. Carlos Díaz ). Y no podría ser de otro modo puesto que a este último no le corresponde hacer las veces de profeta. Pese a esto, no hay que ser un adivino para percatarse que actualmente no sólo la exacerbación de los nacionalismos en el viejo continente, sino la crisis económica y energética, así como el anhelo de ejercer de nuevo el dominio sobre territorios en los cuales sus poblaciones habían optado por modelos alternativos distintos a los proclamados, con bombos y platillos, por occidente, puede llevar, fácilmente, a una condición en la que el "espíritu que siempre niega" ejerza su brutal predominio. Es decir, hoy puede hacerse de nuevo evidente que occidente es hijo, quiéralo o no, del espíritu del nihilismo, el cual aún recorre, como una fatídica sombra, tal como advirtieron en su momento Ernst Jünger y Martin Heidegger, todo el planeta.

Y, esto es así porque Europa o, lo que es exactamente lo mismo, occidente, hace parte de un proyecto metafísico-religioso en el que se ha soñado con el juicio final como la consumación misma de la historia de la especie. Porque se ha estado largamente obsesionado con la muerte y la realización plena en el más allá. Mejor aún y, aunque suene paradójico, en tanto ésta es una empresa que ha llevado a que todas las interpretaciones se hayan hecho astillas. Esto ya lo sabía Nietzsche y lo habría vivido el poeta Trakl. Este es un proyecto en el que los dioses, finalmente, nos han abandonado a nuestra suerte, a nuestro más radical desamparo. O, lo que es peor aún, a merced de un nuevo y todopoderoso "dios" en el que la tecnología y el americanismo se funden.

No cabe duda, este ha sido un proyecto que, con su desprecio por este mundo, ha propiciado que la polución y el efecto de invernadero hayan convertido gran parte de la tierra en algo irrespirable y, porque no decirlo, en una verdadera cámara de gas que va apagando la vida lentamente. Esto explica por qué ésta sea una era en la que muchos países parecen caminar entre el crepúsculo y la ruina y en los que los "fantasmas del miedo allí dentro anidan". Un mundo en el que seguimos entonando el viejo estribillo del libro de Juan: "Un litro de trigo por denario, tres litros de cebada por denario. Pero no causes daño al aceite y al vino"6. La pregunta por eso es: ¿estamos por esto condenados a ser extraños en la tierra, a habitar en un mundo de crepúsculo espiritual en el que el interior de los hombres parece haberse convertido en tierra de nadie? La respuesta es clara, cómo no iba a ser esto así si hemos estado convencidos de habitar el país de la tarde (Abendland), si hasta el día de hoy, se sigue pensando que la redención de las culpas de toda la humanidad pasa por el derramamiento de nuestra propia sangre.

Hasta aquí muchas preguntas y muy pocas respuestas. Nada insólito en una era en la que, según decía W. Goethe, "el espíritu que siempre niega" recorre el mundo. En un tiempo en el que, aún parece desempeñar un papel importante, en la población, la moralina y, por ende, la represión. Parafraseando a Jünger, esta es una época en la que pulula la cinematografía catastrofista que no hace más que preparar a los pueblos de la tierra para un conflicto de grandes proporciones. Una era en la que, como manifestó Martin Heidegger, "el arraigo del hombre está hoy amenazado en su ser más íntimo".

No se puede esperar nada distinto en una época en la que, al decir de Freud, no se respetan las instituciones internacionales en caso de una confrontación bélica; en un tiempo en el que los Estados poderosos de la tierra cometen las acciones más inicuas sobre los pueblos en nombre de la humanidad. Expresado con más claridad, ésta es una época en la que, en palabras de Fedor Dostoievski, "todo vale, porque ya nada vale".

Un tiempo en el que cualquier ser humano está en condiciones de ser eliminable y en el que se ha terminado trivializando la muerte. En síntesis, ésta, es la época de las armas de destrucción masiva, de las grandes masas, de la democratización de la muerte, del genocidio de pueblos enteros y la destrucción del medio ambiente. La era de la transfiguración del hombre por el dolor y de la precariedad de la existencia. La era de la voluntad de poder, de la voluntad de nihilidad, de la voluntad de terror, del atmoterrorismo y en la que se puede terminar vulnerando, fácilmente, como se ha insistido hasta el cansancio, lo más propio de todo ser humano: ser-en-lo-respirable7.

Con razón ha escrito el filósofo Jean-Luc Nancy en su ensayo Tres fragmentos sobre nihilismo y política: "el ex-terminio –entendiéndolo también como el término sin termino, el aniquilamiento sin nada– es, ciertamente no por casualidad, la consigna de la edad del nihilismo. El interminable exterminio, condición de normalidad" (Nancy, trad. Germán Prósperi 17). Ante tan desalentador panorama ¿qué nos queda? Si es cierto, como dice Jean-Luc Nancy, que el nihilismo se mueve entre la destrucción y la extinción, hoy resulta claro que: "no se puede jugar más un nihilismo contra otro, y tampoco rebelar al nihilismo contra sí mismo. El nihilismo no puede ni construir ni reanimar el sentido. [Pues] su patología se difunde al infinito" (Ibíd. 18). En tales circunstancias, ¿es posible todavía destruir el nihilismo con el nihilismo?, ¿construir un nuevo edificio sobre las mismas bases en las que se erigió la tradición occidental en su conjunto? O, por el contrario, ¿es necesario en este momento de la historia edificar un nuevo hogar digno para todos los hombres que no se sostenga sobre los antiguos cimientos en los que se levantaba tan orgulloso el templo de occidente: el nihilismo?, ¿es factible, en nuestros días, un proyecto no violento en un mundo en el que "«la violencia ha penetrado en el ser mismo», [si actualmente predomina] la «violencia en el lenguaje [y el] lenguaje como violencia»"? (Ibíd. 25).

Cualquiera sea las respuesta a estas preguntas, lo cierto es que, como afirma Jean-Luc Nancy en el texto citado, actualmente no es posible "ni la destrucción ni la extinción: [éstas] se encuentran ya a nuestras espaldas; ni reconstrucción ni salvación: estamos ya fuera de una lógica semejante" (Ibíd. 21). Entonces, ¿cómo llevar a cabo la titánica tarea en la que ya no estemos a meced del nihilismo?, ¿cómo hallar sentido, al margen de toda religión, en un mundo en el que todo carece de sentido?

Desde la óptica de Nancy la respuesta se torna precisa, resulta necesario, apostar por:
La existencia misma, [por] la existencia que no se crea (ni se destruye), en cuanto ella es un «dar sentido desprovisto de todo sentido». [En tanto] toda singularidad de la existencia, vale decir toda configuración de la existencia, individual o colectiva, instantánea o prolongada, es un «dar sentido». Por lo cual, la existencia es «fuerza»: no fuerza de mando, no fuerza de creación, sino… fuerza de existir" (Ibíd. 22).

Significativas palabras las de Jean Luc Nancy. Pero de nuevo, ¿cómo llevar a cabo un proyecto que apueste por la "fuerza del existir"? Para este autor resulta claro, jugándose el todo por el todo por la democracia, en tanto que, dice, "la «democracia» es la única forma de régimen político admisible para la humanidad adulta y emancipada, para una humanidad que reconoce en sí misma su propio fin" (Ibíd. 29). Sin embargo, es evidente que, hasta el día de hoy, el uso excesivo de esta voz ha terminado decolorándola. Incluso, esta categoría es utilizada actualmente, sin ningún reparo, para cometer actos criminales de una crueldad sin límites. La pregunta es entonces: ¿cuál es el tipo de democracia que se debe revindicar aquí, sin perder de vista "las trampas y los monstruos generados por las perplejidades de [ésta]"? (Ibíd. 29).

Para responder a este interrogante no queda otra alternativa que determinar, de forma clara, cada uno de los múltiples sentidos que se le da a la expresión "democracia" hasta la actualidad, si se quiere optar razonable y decididamente por una de ellas. Veamos. El primero de los sentidos dados a la democracia hace referencia, desde luego, afirma Nancy, al poder político del "pueblo". Con todo, éste último no ha sido entendido de una única manera. Todo lo contrario, el "pueblo" ha sido visto, desde dos ópticas distintas. Por una parte, cuando se habla de "pueblo" se tiene en mente la sublevación de un sector de la sociedad en contra de un régimen opresivo. Y, por otra, se entiende el "pueblo" como la totalidad de cuerpo social, es decir, en este sentido, "el pueblo es constituyente y no constituido. En este caso, "el pueblo" es concebido no como autor o fuerza sino como sustancia" (Ibíd. 30).

Desde la óptica de Jean-Luc Nancy, es evidente que esta primera acepción de "pueblo", ligada a la idea de "democracia", tiene una connotación básicamente negativa. Es más, se trataría de un modelo anclado en una "onto-teo-política esencialmente negativa". Por el contrario, señala este autor, en lo que se refiere a la segunda acepción, es claro que se trata de un tipo de "valoración de ser-en-común fundada en el mutuo reconocimiento de los semejantes y en la independencia de todo grupo en el que se comparte este reconocimiento" (Ibíd. 31). Esto es lo que lo que se ha entendido o bien, por "comuna" o bien, por "comunidad". En este segundo caso, sea en su variante fascista o socialista, es decir, al fundirse la comunidad con el Estado, se engendra eso que Jean-Luc Nancy denomina "una onto-teo-política positiva, pero en versión inmanente y no más trascendente" (Ibíd. 32).

Además de estas dos visiones de la "democracia", en tanto poder político del "pueblo", que se han sintetizado de forma breve aquí, Nancy considera que existe una tercera interpretación que, a su entender, no se ha explorado ni articulado hasta el momento y, que él denomina, una "«democracia» de sentido inédito" (Ibíd. 33). Para este autor, no se trata simplemente de un aniquilamiento o perfeccionamiento de la "democracia", sino de una toma de decisión radical frente a la modernidad y a la llamada postmodernidad. Esto es, una decisión fundamental, sobre nuestra relación con la naturaleza y entre nosotros mismos, en otros términos, acerca de nuestra dimensión política. Pero, ¿no implica esto de nuevo caer, necesariamente, bajo la tutela de lo teológico político en cualquiera de las acepciones anunciadas más arriba, a saber, el poder (onto-teo-política negativa) o la búsqueda de sentido (onto-teo-política positiva)?

Como bien advierte Nancy, de lo que se trata es de establecer una distinción clara entre el poder y el sentido, puesto que, aunque el uno no excluya al otro, no debe sustituirlo, tal como ha ocurrido hasta ahora. De esta manera, subraya el autor, una "«democracia» de sentido inédito":

Trata entonces de pensar el intervalo entre lo común y lo político: [pues] no se pertenece a uno de la misma manera que se pertenece al otro, y no "todo" es "político". Así como no "todo" es "común", puesto que lo "común" no es un todo y no es una cosa. Entre el poder y el sentido hay proximidad y hay distancia, hay –a la vez– una relación de poder y una relación de sentido… Tal vez sea una forma inédita de relación del hombre consigo mismo, que no podría ser "el final de sí mismo" (si este es el fundamento de la democracia) sin distanciarse también de sí, para impulsarse más allá (Ibíd. 33).

Expresado de este modo, una democracia de sentido inédito, es un tipo de "democracia" en la que se comprende verdaderamente la distinción entre poder y sentido. Desde nuestra perspectiva, un tipo de "democracia" que no se identifica, como hasta ahora se ha hecho, con el capitalismo. Pero, ¿cómo acceder a este tipo de "democracia" en un mundo marcado por la "voluntad de poder"? Desde luego no existe una fórmula para llevar a cabo esto. Quizá tan sólo nos queda hoy crear espacios de resistencia colectivos donde los seres humanos, comunes y corrientes, dejemos oír nuestra voz. Hallar nuestro sentido sin que éste comprometa al propio individuo. Es decir, hallar el intervalo entre lo común y lo político, con el fin de construir una "forma inédita" de relacionarnos entre nosotros mismos y con la naturaleza. Por ello, ya no es hora de guardar silencio ante una posible catástrofe. Esto sería tanto como aceptar nuestra propia destrucción. Estar indefensos, ante el poder demoledor de la mortífera cabalgata de esos siniestros jinetes apocalípticos que de manera tan magistral representó Durero en los albores de la edad moderna, y que hoy, están representados en esos que, "en nombre de la humanidad", no tienen ningún reparo de, si es "necesario", destruir pueblos milenarios o, incluso, arrasar el planeta entero y con él toda nuestra especie. Con razón escribió poco antes de morir Gunter Grass en un poema que crispó a todos esos que tiene en sus manos el poder de instalarnos o no, al borde de un abismo:

Lo que hay que decir
Por qué guardo silencio, demasiado tiempo, sobre lo que es manifiesto y se utilizaba en juegos de guerra a cuyo final, sobrevivientes, sólo acabamos como notas a pie de página.
Es el supuesto derecho a un ataque preventivo el que podría exterminar el pueblo iraní, subyugado y conducido al júbilo organizado por un fanfarrón.
Porque en su jurisdicción se sospecha la fabricación de una bomba atómica. Pero ¿por qué me prohíbo nombrar a ese otro país en el que desde hace años –aunque mantenido en secreto–
se dispone de un creciente potencial nuclear, fuera de control ya que es inaccesible a toda inspección?
El silencio general sobre ese hecho, al que se ha sometido mi propio silencio, lo siento como gravosa mentira y coacción que amenaza castigar en cuanto no se respeta; "antisemitismo" se llama la condena.
Ahora, sin embargo, porque mi país, alcanzado y llamado a capítulo una y otra vez por crímenes muy propios sin paragón alguno de nuevo y de forma rutinaria, aunque enseguida calificada de reparación, va a entregar a Israel otro submarino cuya especialidad es dirigir ojivas aniquiladoras hacia donde no se ha probado la existencia de una sola bomba aunque se quiera aportar como prueba el temor… digo lo que hay que decir.
¿Por qué he callado hasta ahora?
Porque creía que mi origen, marcado por un estigma imborrable, me prohibía atribuir ese hecho, como evidente, al país de Israel, al que estoy unido y quiero seguir estándolo.
¿Por qué sólo ahora lo digo, envejecido y con mi última tinta:
Israel, potencia nuclear, pone en peligro una paz mundial ya de por sí quebradiza?
Porque hay que decir lo que mañana podría ser demasiado tarde, y porque –suficientemente incriminados como alemanes–
podríamos ser cómplices de un crimen que es previsible, por lo que nuestra parte de culpa no podría extinguirse con ninguna de las excusas habituales.
Lo admito: no sigo callando porque estoy harto de la hipocresía de occidente: cabe esperar además que muchos se liberen del silencio, exijan al causante de ese peligro visible que renuncie al uso de la fuerza e insistan también en que los gobiernos de ambos países permitan el control permanente y sin trabas por una instancia internacional del potencial nuclear israelí y de las instalaciones nucleares iraníes.
Sólo así podremos ayudar a todos, israelíes y palestinos, más aún, a todos los seres humanos que en esta región ocupada por la demencia viven enemistados codo con codo, odiándose mutuamente, y en definitiva también ayudarnos8.


Notas al Pie

1 Este es el título de uno de los poemas en prosa de Trakl, publicado de manera póstuma en 1915 en la revista Der Brenner. En Edición citada, p. 149.
2 Este es, también, el título de otro de los poema en prosa de Georg Trakl, ibídem p. 163.
3 Einstein se refiere a la escuela, la prensa y las organizaciones religiosas.
4 Nicolás Sánchez Durá, Black weather forecast for sunny days, en Temblores de aire en las fuentes del terror, traducción, Germán Cano, Pre-textos, Valencia, 2003, p. 11.
5 Aquí nos valemos de este giro al que alude Peter Sloterdijk teniendo como referente el trabajo de Luce Irigaray quien considera que: "no es la luz la que crea el claro; la luz es sólo se abre paso hasta aquí. Antes bien, gracias a la transparente ligereza del aire, presupone el aire. [Luce Irigaray. L'oubli de láir chez Martin Heidegger, parís, 1983, p. 147]". P. Sloterdijk. Temblores de aire en las fuentes de terror, p. 124.
6 Ap. 6,6.
7 Piénsese, por ejemplo, en la contundencia del uso de gas en la toma de rehenes en el teatro Dubrovka de Moscú en el año 2002.
8 Traducción Miguel Sáenz para El País internacional. Tomado del texto original del alemán publicado en diario Süddeutsche Zeitung. https://internacional.elpais.com/internacional/2012/04/03/actualidad/1333466515_731955.html



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Como citar:
Ávila, Manuel O. "El apocalipsis, la guerra y occidente". Discusiones Filosóficas. Jul-dic. 2016: 175-198. DOI: 10.17151/difil.2016.17.29.11.

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