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Discusiones Filosóficas

Print version ISSN 0124-6127

discus.filos vol.21 no.36 Manizales Jan./June 2020  Epub Dec 16, 2020

https://doi.org/10.17151/difil.2020.21.36.9 

Artículos

La roca gastada de Sísifo. Literatura, historia e identidad en Imre Kertész

Sisyphus’ worn rock. Literature, history and identity in Imre Kertész

José Antonio Fernández-López1 

1 Universidad de Murcia. Murcia, España. joseantonio.fernandez13@um.es. orcid.org/0000-0001-8569-1290. https://scholar.google.es/citations?hl=es&user=0H18tsEAAAAJ.


Resumen

La pregunta por la responsabilidad del individuo, el énfasis en la capacidad terapéutica de la memoria y la reflexión sobre la identidad personal y colectiva son elementos esenciales de la literatura de Imre Kertész. Su narrativa presenta un notable sesgo filosófico, un recurrente cuestionamiento de la existencia a merced de la salvaje corriente de la historia. Superviviente del Holocausto, escribir es, para Kertész, una búsqueda del yo, un testimonio que reivindica a las víctimas de la barbarie, así como la expresión de un imperativo moral. En este artículo mostraremos algunas de las implicaciones ético-filosóficas de la narrativa kerteszeana, aventura existencial y testimonio privilegiado del devenir del pasado siglo XX.

Palabras clave: Imre Kertész; literatura; identidad; historia; representación; Holocausto

Abstract

The question of the responsibility of the individual, the emphasis on therapeutic capacity of memory, and the reflection on personal and collective identity are essential elements in Imre Kertész’s literature. His narrative presents a remarkable philosophical slant, a recurrent questioning of existence at the mercy of the wild current of history. A holocaust survivor, for Kertész writing is a search for the self, a testimony that vindicates the victims of barbarism as well as the expression of a moral imperative. In this paper we will show some of the ethical-philosophical implications of the Kerteszean narrative, an existential adventure and an extraordinary testimony of the evolution of the past 20th century.

Key words: Imre Kertész; literature; identity; history; representation; Holocaust

Introducción

Testigo lúcido y resignado del devenir histórico del siglo XX, humanista recalcitrante, europeo de conciencia incondicional, Imre Kertész (1929-2016), judío húngaro superviviente del Holocausto es, sin lugar a duda, uno de los narradores más importantes de su generación. La pregunta incesante por la naturaleza de responsabilidad individual en medio de los errores colectivos y la puesta a prueba de las capacidades terapéuticas y creativas de la memoria, marcan las pautas de su reflexión. A diferencia de otros testigos del Holocausto, en Kertész resulta realmente destacable no tanto esa experiencia vital como su actitud ante las vicisitudes propiciadas por esta, su personal lectura del “después de Auschwitz”. Una moralidad crítica e imperativa, una ética radical e insobornable, una “ética del fracaso” que se nutre de la escritura como vehículo de expresión y liberación interior. Novelista antes que memorialista por decisión propia y necesidad vital, su escritura caminará desde fines de los ochenta hasta su muerte hacia una confluencia entre novela y ensayo. Emparentada con la narrativa de Thomas Bernhard y la prosa reflexiva y crítica de Jean Améry, su obra se enfrenta a las tinieblas y a la muerte del pasado con una asombrosa, desgarrada y lúcida voluntad de salvación. Escritor con una marcada tendencia filosófica, compulsivo e impúdico, dotado de la profundidad y sinceridad del “paria consciente”, sus textos evidencian una paradójica forma de aprehensión identitaria: la del que irremediablemente está consigo mismo porque “pertenece a los otros”.

En su “existencia como narrador”, Kertész forzará como una necesidad vital, desde los titubeos y la desesperación previos a su opera prima Sin destino, pasando por los años de madurez creativa y estilística representados por Kaddish por un hijo no nacido, hasta las frustrantes y crepusculares páginas del Diario de la galera, la conversión de la escritura en un camino de salvación. La historia personal de Kertész es incomprensible si no se atiende a la historia del siglo XX. Desde su infancia hasta sus años finales de autoexilio en Alemania, el devenir de la vida del escritor estará a merced y será consecuencia de una corriente salvaje de naturaleza histórica. Experimentó y sufrió el nacionalismo filofascista y antisemita de la Hungría de entreguerras, fue víctima de la confluencia de intereses de este irracionalismo patrio con el nacionalsocialismo y su voluntad de liquidación del judaísmo europeo. Tras la liberación y la supervivencia, los innumerables padecimientos durante cuarenta años de régimen comunista tendrán como amargo corolario final, tras la caída del Muro de Berlín, el desprecio cultural de los nuevos gobernantes húngaros y el ascenso imparable, con el nuevo siglo, de una forma renovada de autoritarismo que ha propiciado el retorno de políticas reaccionarias y xenófobas que se creían ya desterradas para siempre. Para Kertész, en cualquier caso, más allá de estas circunstancias, si se quisiera substanciar de algún modo el trágico siglo XX, debería hacerse desde la óptica del totalitarismo: la experiencia totalitaria es la espina dorsal que recorre la niebla y la noche del siglo XX.

Espíritu y totalidad

El totalitarismo condicionó la existencia de aquellos que vivieron bajo su sombra autoritaria y represiva. También determinó -y lo sigue haciendo aún hoy con su sombra alargada-, las distintas manifestaciones culturales, sometidas a la presión de la cultura “oficial”, “popular”, “nacional”. Pero, no es menos cierto el que, a pesar de la anulación totalitaria de la substancia individual, la creatividad personal que pudo ser canalizada en este contexto se convirtió en una experiencia de una cualidad espiritual y de unos logros formales radicalmente diferentes. Afirma Kertész en “Patria, hogar, país” al respecto:

no conozco una obra verdaderamente importante y creíble, concebida en el mundo totalitario de la cruz gamada o de la hoz y el martillo o dedicada a él, que no lo describa por fuera desde su lado absurdo o por dentro desde la perspectiva de las víctimas (23).

¿Pueden, según esto, asimilarse ambos fenómenos, reducirse a un común denominador? No concebir Auschwitz y el nacionalsocialismo como un punto de inflexión en la historia, asimilándolo a la larga cadena de desmanes de la humanidad y tratándolo como equidistante de otras experiencias históricas como el socialismo real, es una forma encubierta y resentida de mixtificación contra la que se rebela Kertész. Aunque a algunos les cueste comprender y les parezca sorprendente, confiesa, se trata de un asunto filosófico y cultural. Con su puesta en práctica, la confusa y heterogénea amalgama de ideas articuladas por el nacionalsocialismo significaron la culminación de la anticultura, de un nihilismo posmoderno concebido como un proyecto destinado a la denigración de “los otros” (Kertész, “Ensayo de” 34). El deleite institucional nazi en el envilecimiento y el posterior exterminio sistemático de seres humanos, la aniquilación total de todos los valores, realizada con una visibilidad litúrgica, no tiene parangón en la historia. Deudor, en la exploración de la diferencia entre ambas formas de totalitarismo, de Thomas Mann (54-58) y Jean Améry (70-72), para Kertész, el estalinismo manejó este fenómeno como algo secundario, como un instrumento al servicio del poder utilizado discrecionalmente, pero no como un argumento destinado a relativizar los valores morales. Si los dos fenómenos totalitarios tienen en común, en cierto sentido, el resultado catastrófico para la humanidad de su praxis política, su idiosincrasia es de naturaleza disímil. Ambos parten de la idea, tienen su germen en un originario despliegue de la razón, pero uno cree cumplir, materializar este despliegue históricamente, y el otro se enfrenta a él de manera rabiosa y furibunda. Kertész denomina a este último proceso “confrontación con el espíritu de la narración” (“La vigencia de” 56).

Como el propio Thomas Mann declara en Der Erwählte, el “espíritu de la narración” representa la única puerta de acceso al espíritu y al lenguaje para el hombre occidental en nuestro mundo presente.

¿Quién toca las campanas? No son los campaneros. Han corrido a la calle como todo el mundo al oír el sonido atronador. Convenceos: los campanarios están vacíos. Flojas cuelgan las cuerdas y sin embargo las campanas brillan, los badajos golpean. ¿Habrá que decir que nadie las toca? No, solo una cabeza agramatical, sin lógica, sería capaz de afirmarlo. Tocan las campanas, es decir: alguien las toca, por vacíos que estén los campanarios. ¿Quién toca, pues, las campanas de Roma? El espíritu de la narración (Mann, El elegido 26).

En sintonía con él, Kertész reconoce en el “espíritu de la narración” la esencia comunicadora del logos civilizatorio. Estímulo y alivio para el superviviente de la catástrofe y de la barbarie, se presenta como una suerte de “Maestro”, de impulso vital, de potencia, en una caracterización donde la concepción de Mann se funde con ecos de resonancias bíblicas y con el regusto neoplatónico del mundo de las emanaciones de Filón de Alejandría. Su virtualidad reside, más allá del mero plano lingüístico, en su capacidad para iluminar existencial e históricamente un ámbito vital cuya raíz es la “autenticidad”. Dado que el totalitarismo cercena la creatividad, solo desde el acto de “crear” se puede poner de manifiesto lo absurdo de su carácter y levantar acta de las víctimas que deja a su paso. El acto de crear trasciende la miseria del presente, “vinculando el mundo mudo e insalvable al mundo eterno de los seres humanos” (Kertész, “Patria, hogar” 23). Asociados al acto de crear, los límites del lenguaje se encuentran en la indecibilidad de lo sublime, en la incapacidad de la representación y del testimonio “total”.

También en el malentendido y en la mixtificación, como efectos de la contaminación del lenguaje por la quiebra de la razón operada en la Shoá. En el caso de Kertész, en todo este componente de negatividad puede hallarse un rasgo peculiar que enfatiza sus efectos. La creación de un mundo literario propio dotado de autenticidad donde confluyen lo personal y lo colectivo, brota de una conciencia anclada en el lenguaje como medio de expresión del pensamiento. Un lenguaje que se expresa en una lengua particular, asociada a una patria particular: el húngaro y Hungría. La “única novela posible” es, en el caso de Kertész, una novela cuyo contenido y forma gira en torno al problema de la identidad, a su reconstrucción, a la plasmación de sus heridas y fragmentos. Novela terapéutica, en ella se expresan las únicas dotes superiores de las que puede hacer gala alguien que ha padecido esa manifestación particular del atroz siglo XX llamada Hungría: “No obedecer a la única inspiración de este país, a la eterna tentación de los cantos de sirena que invitan al suicidio psíquico, intelectual y, finalmente, físico.” (Kertész, “La memoria de”). Kaddish por el hijo no nacido (Kaddis a megnemszületettgyermekért, 1990) y Yo, otro (Valaki más: a változáskrónikája, 1997) son los reveladores títulos de dos de las obras que desarrollan esta “antinovela ejemplar”. Relatos atónicos, traspasados por la problemática experiencia de la identidad, conforman una summa de la vida bajo el totalitarismo en la que el judaísmo se presenta como referencia negativa fundante y como “diferencia” (Ebert 209). Sentimiento, experiencia, asunción voluntaria a la vez que forzosa de una identidad a contracorriente, el judaísmo en Kertész es la matriz de una lúcida y arriesgada inversión de los valores que transforma la realidad de una existencia como paria, en “una forma de existencia espiritual” (Kertész, “Patria, hogar”, 25)1.

El itinerario que discurre desde la negatividad a la “salvación probable” está jalonado de hitos que, como señales intermitentes, se activan en los momentos de tensión utópica. Esta esperanza fluctuante se asemeja a una escatología afirmada a contracorriente de la historia. La esperanza no brota, en este movimiento de la conciencia, de una superación aséptica del pasado. Desde ella, se atisba un futuro trazado en los límites de la propia vida. Expiación personal a la vez que propuesta colectiva, encuentra su aliento en una memoria tejida desde el desgarro y la incomprensibilidad. Tras recibir el Premio Nobel en el 2002, Kertész publica una nueva novela, Liquidación (Felszámolás, 2003). En ella sitúa la realidad y la calidad de su vida como escritor que, por fin, ha alcanzado el reconocimiento, frente al hecho de haber sobrevivido al lager y al exterminio. Como ser humano que ha sobrevivido al siglo XX, conoce la barbarie de un siglo que ha funcionado “como un pelotón de fusilamiento en servicio permanente”. Pero, afirma Kertész, el hombre de la catástrofe descubre que, a pesar de la violencia de este siglo ya pasado, una suerte de esperanza “sin-destino” se cuela por entre los resquicios de la impotencia propiciando una absurda, aunque auténtica rebelión, una “obligación” de conciencia convertida en personal y singular divisa:

En este gran lager de la vida/en este mundo miserable de la vida suspendida hasta nuevo aviso […] aprendí que la rebelión es/quedar con vida/la gran desobediencia es vivir nuestra vida hasta el final/y es también la gran modestia que nos debemos/El único instrumento digno del suicidio es la vida (Kertész, Liquidación, 69-70).

La historia como teología negativa

En Ensayo de Hamburgo, conferencia pronunciada a mediados de los años noventa del siglo pasado en el Hamburger Institut für Sozialforschung, Imre Kertész desarrolla los fundamentos filosóficos de su literatura, una personal reflexión existencialista asistemática, impregnada de filosofía y teología de la historia. En su búsqueda de una comprensión de la historia del siglo XX, la mirada del autor se detiene en las ruinas dejadas por la barbarie, en el vacío dejado por las víctimas, en su propia vida como sujeto histórico de ese siglo. No hay reverencia al pasado en esta aproximación -no puede haberla-, sino una forma de exploración radical donde la introspección personal y la memoria colectiva ofrecen el contrapunto moral a unos hechos inmorales. En los límites del absurdo, tentativa y provisional, la esperanza que subyace a esta indagación anhela un porvenir que el pasado ya truncó. Es esta una aspiración emparentada con la filosofía de la historia de Walter Benjamín, aquella que se exige “adueñarse de un recuerdo tal como relumbra en el instante de peligro” (177-191) así como también con la conciencia crítica de ese “judaísmo imposible” posterior a Auschwitz, transformado en conciencia crítica e intempestiva de Occidente. Esta “matriz filosófica” informa una literatura en la que encontramos revelaciones sorprendentes. Feroz en su persistencia, monódica y penetrante como los textos de Thomas Bernhard, la narrativa de Kertész conjuga la esperanza y el alivio terapéutico del acto de escribir con el vértigo de la incomprensibilidad y de lo paradójico. Kaddish por el hijo no nacido es una muestra de la desesperada insistencia de este propósito:

De tal modo que, cuando nos ponemos a escribir, a escribir sobre la vida, el fracaso está de entrada garantizado […] busco la respuesta a las grandes preguntas y definitivas, a sabiendas de que para todas las grandes y definitivas preguntas solo existe una única respuesta grande y definitiva: la que todo lo resuelve por cuanto hace enmudecer las preguntas y a quienes preguntan (59).

Que un superviviente de Auschwitz como Kertész convierta la escritura en terapia no es sorprendente, pero sí lo es cuando esta tarea se vincula a un entramado de conceptos intelectuales en teoría distantes del propósito de un memorialista. Llamativas son, en este sentido, las referencias a la teología existencial de Rudolf Bultmann, vinculadas a su concepción del “acontecimiento2, pórtico y colofón del desarrollo, por parte de Kertész, de su personal concepción de la naturaleza moralmente imperativa de Auschwitz. Dado que, tal como proclama Thomas Bernhard, “hay que afanarse, al menos por el fracaso”, probar ese necesario “encuentro existencial” que preconiza preventivamente Bultmann es, además de un esfuerzo ímprobo, una empresa que no tiene garantizado destino alguno, a lo sumo, llegar a una tremenda conclusión: “comprender que es incomprensible” (Kertész, “Ensayo de” 32). Sin embargo, Kertész alerta sobre los riesgos de esa tentadora sublimación negativa de lo “incomprensible”. Fracaso en la comprensión de la barbarie del siglo XX es la prescripción de Agamben de excluir de la posesión de la verdad sobre el extermino a aquellos que no fueron exterminados (125-127). Fracaso es, en el esfuerzo por descender al ser humano concreto que sufrió la barbarie, determinar la naturaleza del violento siglo XX dilucidando una subjetividad que es por naturaleza inasequible y huidiza. Esta forma de identificación, de rastreo gnoseológico, se halla limitado en virtud de su propia esencia y articulación metafísica, la cual, al desplegarse en toda su amplitud, desborda el ámbito de la razón. Por el contrario, Auschwitz, el lager símbolo del “Holocausto como cultura”, la Shoá, la voluntad genocida del nacionalsocialismo, son perfectamente comprensibles:

Y dejar de decir ya por fin, dije con toda probabilidad, que Auschwitz no tiene explicación, que es el producto de fuerzas irracionales, inconcebibles para la razón, porque el mal siempre tiene una explicación [...] todos sus actos se derivan de algo como una fórmula matemática, se derivan de algún interés (Kertész, Kaddish 53).

Lo incomprensible habita en el mundo interior del superviviente, en su autopercepción existencial, y no en los factores exógenos que determinaron sus heridas personales. Esta contradicción puede ser entendida, en primera instancia, como la pérdida personal de una eticidad colectiva interioriza gracias a siglos de civilización. El ser humano arrojado al mundo concentracionario sufre a su llegada al lager el despertar violento a una forma de vida desnuda que no vale nada para sus verdugos y lo es todo para él, mucho más que cualquier valor profesado hasta aquel momento (Kertész, “Ensayo de” 33). Desde el primer gesto violento, el envilecimiento al que los verdugos someten a los prisioneros supone la destrucción de su mundo de valores y la substitución de este por un universo de iniquidad. En segundo término, lo incomprensible está asociado a la supervivencia. El que sobrevive ha experimentado que sobrevivir no es patrimonio de los mejores, sin de aquellos que, como afirma Primo Levi en I sommersi e i salvati, “han visto la Gorgona”, aquellos que no han vuelto (64)3. Para Kertész, esta constatación -reverencia a los caídos, más que prescripción sobre el verdadero testimoniar- no implicará un impedimento para la escritura, ni tampoco el despliegue de una metafísica sublimadora y enfática. Más bien al contrario, Kertész concebirá “las tareas” de su vida como superviviente en la “única tarea posible”, más allá o gracias a la percepción del fracaso, entiéndase este tanto personal como del género humano. Un fracaso que cubre como un manto denso esa forma de vida, prolongación de la experiencia concentracionaria, que serán los años de Kertész como ciudadano de una Hungría estalinista, y donde el sentimiento de una “culpa por la existencia”, indiscernible en su esencia y en su alcance, es determinante:

Aceptar los valores de mi entorno y considerar indecentes los míos. De ahí vinieron todas las debacles […] la carencia de convicciones internas y externas; mentir, huir. La sensación de una incapacidad total. Duró mucho tiempo, muchísimo tiempo […] Pero siempre con mala conciencia, con la conciencia dañada, o con sensación de culpa, que me acompaña hasta el día de hoy (Kertész, Diario de 36).

En la indagación kerteszeana sobre la culpa el mundo de los atavismos freudianos tiene una destacada presencia. Entre los innumerables trabajos “menores” como escritor antes del hito para su carrera que supuso Sin destino (Sorstalanság, 1975), Kertész traducirá la obra de Freud. No es extraño, pues, que los tópicos que desarrolla Más allá del principio del placer impregnen una narrativa donde la vida y la muerte, la creación y la destructividad, el nacimiento y la ausencia, sean motivo de exploración personal y colectiva (Summers-Bremner 225-228). Así, la relación semántica de dos términos tan aparentemente distantes como “Auschwitz” y “padre”, alude no solo a una experiencia personal, sino a una profunda experiencia colectiva centroeuropea, confiesa el autor (Kertész, “La memoria de”)4. El culto al padre, la interiorización ancestral de la represión y la obediencia es, a su juicio, el mecanismo psicológico que facilitó la deportación pacífica en masa de los judíos europeos a los campos de exterminio. Auschwitz es “padre”, pero la progenitura debería generar vida, no muerte, la paternidad es objetivación y futuro en forma de un hijo. El tremendo autoanálisis de Kaddish establece el principio de contradicción inherente al vínculo imposible entre la aniquilación representada por el lager y la posibilidad de generar vida:

Convertir su supervivencia en triunfo, aunque solo sea el triunfo más silencioso, más discreto e íntimo, el único esencialmente verdadero, el único posible que fuese prolongar y multiplicar la supervivencia, prolongar esta existencia superviviente, o sea, a mí mismo, en los descendientes, en ti (38).

Escritura, historia e identidad

La escritura como autoindagación sobre la identidad, la representación artística como expresión de un imperativo moral, presentan en la literatura de Kertész el tono y la consistencia de un lamento sapiencial bíblico. Una sabiduría ancestral “avisada” y “revisada” por la experiencia personal de un testigo de la violencia. Si, tal como afirma el autor siguiendo a Camus, “la felicidad es un deber” y debe perseguirse “intentando trabajar, encontrando alegría en el trabajo”, también es no menos cierto, confiesa, que en una literatura inspirada por la necesidad de testimoniar “al escribir liquido una parte de mi memoria y me siento más pobre” (Kertész, Haldimann 20). Los nutrientes de la narrativa del superviviente son la memoria y la reflexión. La obra creada, a su vez, propicia nuevas explicaciones, interpretaciones, reflexiones, en una dialéctica intrincada en lo formal pero cada vez mejor definida en su nexo entre identidad personal e ideario. En esta confluencia creativa donde se crea y recrea el mundo de la vida, lo biográfico se transforma en bio-bibliográfico. Dado que sobrevivir exige crear utilizando los materiales de la memoria, este proceso de simbiosis entre el vivir y el escribir es creación a la vez que limitación. Representar a partir de la materia prima de la existencia no se dirime, pues, sin un coste y sin un fracaso, ambos, de nuevo y por una suerte de circular perpetuum mobile, objeto de una representación. Elevado a la categoría de obra literaria en Fiasco, donde Kertész reconstruye mediante una estructura compleja con toques oníricos sus vivencias de la época estalinista, ejemplifica este paradójico sentido y necesidad de la escritura para la vida: “tal vez quería solo eso, solo en la imaginación y con instrumentos artísticos, apoderarme de la realidad que me tiene en su poder [...] ser dador de nombres en vez de ser nombrado” (95).

¿Cómo puede una experiencia traspasada por la incomprensibilidad arrojar luz sobre la propia identidad? Y aún más, ¿en qué sentido “una literatura del Holocausto” puede superar el mero -aunque no por ello carente de importancia- testimonio y adquirir rasgos o valores universales? En Kertész, Auschwitz es un topos que en la mayoría de las ocasiones se presenta con un pathos contenido, enmarcado en una empresa reflexiva total. En un ambicioso camino de ida y vuelta desde lo estrictamente subjetivo hasta la búsqueda objetiva de una interpretación del mundo, la crítica de la cultura inspira y acoge la necesidad individual de preguntar por la identidad. El siglo XX es el siglo en el que todo el mundo ha buscado su identidad y en el que dicha búsqueda ha expresado sin ambages la “profunda inseguridad de los seres humanos” (Kertész, “Ensayo de” 40). En esta búsqueda, las “sendas perdidas” (Holzwege) heideggerianas se han visto anticipadas por los caminos errados. El siglo pasado es también el siglo del desenmascaramiento. Todo ha mostrado su verdadero rostro. Kertész recurre a Kafka para formular la situación: “solo nos queda acabar lo negativo, lo positivo ya nos fue dado” (41). Este hecho no puede interpretarse sin más, siguiendo a Max Weber, como el “desencantamiento del mundo” consecuencia de un avance positivista que produjo el eclipse de lo sagrado y la transformación de los principios éticos (433). La Shoá, el Holocausto, es un acontecimiento radical que clausuró traumáticamente los ideales de racionalidad y progreso de la Ilustración. Su puesta en práctica, como una comunión de destino del irracionalismo fascista y el desarrollo tecnológico, exigió eliminar, borrar, mistificar cualesquiera hitos, valores o existencias ajenas a su plan. Y su fracaso -afortunado- como destino triunfante de una porción pequeña y taimada de la humanidad, fue, paradójica y aunque solo parcialmente, un triunfo, porque con él desapareció gran parte del “asombro ante la existencia del mundo” y con él, de hecho, “el respeto, la devoción, la alegría, el amor por la vida” (Kertész, “Ensayo de” 41).

La reflexión sobre la identidad personal es, en Kertész, un diálogo de la memoria con un presente que se halla envuelto en un halo de frustraciones y esperanzas. Aunque el autor radicalice sus indagaciones en una dialéctica a veces desmesurada, sus textos evidencian la lucidez del que acepta como valiosos los pequeños logros. Breves intuiciones luminosas, propician la aseveración y la certeza, aunque esta sea con la modestia de una especie de “gnoseología de la precaución”. En medio de la desesperanza, estas intuiciones críticas irrumpen con vehemencia desde la memoria y nos parecen querer sentar las bases de un nuevo marco ético y epistemológico:

El mundo quizá nunca ha necesitado tanto como ahora ese frenazo, ese descanso activo en un sentido espiritual. Detenerse para valorar la situación y redefinir sus valores [...] siempre y cuando aún atribuya algún valor a la vida. Esta es, en efecto, la primera pregunta que debería plantearse (42).

La historia con la que el autor se confronta y ante cuya implacabilidad se rebela, no es un fluir etéreo y abstracto. Procede del sufrimiento y lleva soterrado su dolor bajo la apariencia del deseo de un final feliz. Junto a la vergüenza del superviviente del exterminio, otra victoria póstuma del nazismo, a un nivel que trasciende el marco personal de la memoria, sería posibilitar el olvido colectivo del sufrimiento a la vez que la exigencia de una esperanza que no quiere mirar hacia atrás. Para Kertész, la idea de un Job que murió “anciano y colmado de días” (42, 17), tomada con la simpleza de un happy end, es el reflejo de una actitud profundamente errónea y característica de nuestro tiempo “después de Auschwitz”: “mientras provoca dolores y sufrimientos terribles e incomprensibles a los otros y a sí mismo, imagina el hombre de nuestra época que los valores únicos y verdaderamente indiscutibles se encuentran en una vida libre de sufrimiento” (43). El sufrimiento, que es en esencia, “vivir y padecer el destino humano”, afirma el autor, fue hasta comienzos del siglo XX la fuente de una sabiduría que impregnaba la creatividad humana. La historia de la humanidad es la historia de la esperanza y del sufrimiento del ser humano, y allí donde este último no ha sido dilucidado, ni expiada la culpa del opresor, surge un territorio de amoralidad. Kertész se rebela contra esos “humanistas profesionales” que prefieren ignorar Auschwitz, falsos humanistas que intentan escribir una historia aséptica de la humanidad, alejada del sufrimiento5. Humanistas del “pasar página” que consideran que “aquello” sucedió a otros hace ya mucho tiempo, que relativizan el pasado y miran a las víctimas de soslayo afirmando las terribles condiciones de “aquellos años” que “a todos afectaron”. Un pasaje de Fiasco expresa con nitidez esta crítica:

En ese momento tomé conciencia de hallarme ante un humanista profesional: y a los humanistas profesionales les gustaría pensar que Auschwitz solo aconteció a las personas a las que casualmente aconteció en aquel momento y aquel lugar, pero que, a las otras, a las que casualmente no aconteció en aquel momento y aquel lugar, o sea a la mayoría, al ser humano, no les aconteció nada en términos generales (Kertész, Fiasco 41).6

La mixtificación de la historia, que olvida y banaliza el sufrimiento, subvierte el dolor humano experimentado en el mundo concentracionario. Ajena a una hermenéutica del Holocausto, esta praxis histórica propicia el desarrollo de un ámbito de confusión categorial y de irresponsabilidad moral y jurídica. Defender una supuesta esperanza en el futuro obviando el sufrimiento del pasado, negar tozudamente la supuesta incapacidad heurística de la ética anamnética porque solo mira al pasado de “unos” y no de “todos” es una aberración, piensa Kertész. En este sentido, nada más apropiado que recordar cómo en su primera novela, Sin destino, el autor plantea cínica y desgarradamente la posibilidad de formas aberrantes de felicidad. La obra es, de hecho, la descripción de cómo, a imagen la zona grigia leviniana, la supervivencia puede ser la consecuencia de la desvalorización del individuo (Levi 162). Por esta razón, tanto en el momento de su presentación ante diversas editoriales, al ser publicada e incluso hoy mismo, la novela ha despertado enormes suspicacias entre aquellos que esperarían “otra cosa” de un superviviente judío de los campos. La mirada y el comportamiento de un adolescente que es testigo de acontecimientos excepcionalmente trágicos como si disfrutara de una aventura desconocida y emocionante, sirve de excepcional vehículo para crear una visión llena de autenticidad del mundo absurdo y mefítico del lager. El autor caracteriza esta visión como una “ausencia” necesaria, como “la falta de la vida plena exigida por los estetas”, la propia de “esta época mutiladora” (Kertész, Diario de 28). Köves, el protagonista, no parece entender el sentido de la “marcha” de su padre, dos meses antes, a un supuesto “lugar de trabajo” en el Este. Él, a su vez, participa del trabajo obligatorio al que está sometida la población judía de Budapest, una circunstancia que “no puedo decir que sea difícil y con la compañía de los muchachos incluso es divertida” (Kertész, Sin destino 32-33). Con el paso de los días, la descripción del ambiente que se vive entre los que esperan ser deportados no abandona el tono neutro inicial, la plácida, juguetona y distante mirada, el relato, de una candidez sorprendente, de las vivencias un muchacho que se dirige sin saberlo, irremediablemente, hacia un campo de la muerte.

Las peculiaridades de una representación de la Shoá tan sorprendente como Sin destino, descansan, a juicio del propio autor, en la renuncia expresa a la autobiográfico en la búsqueda de una fidelidad superior, una impersonalidad testimonial que se exige transmitir “algo” al lector y “nada” al protagonista -“una personalidad muda en su particularidad” (Kertész, Diario de 64). La experiencia de Auschwitz es tan desmesurada que toda tentación de aproximación al Holocausto bajo las leyes del detestable “humanismo profesional” deben ser subvertidas. “Después de Auschwitz”, las viejas leyes del comportamiento han perdido su vigencia y “el temor carece ya de validez”. Una estética comprometida “más allá” de ese temor aspira a concebir la obra de arte como la “representación orgullosa” de una “queja legítima”, aun a sabiendas que una opción de esa clase, intempestiva y a contracorriente, “no se la perdonarán”, ni a la obra ni al autor (59). Si la mirada infantil, que durante el primer tercio de Sin destino describe los pormenores de la preparación de la catástrofe, nos puede parecer sorprendente en la calidad de su candidez frente a lo que allí se desarrolla, una vez en el lager esta mirada propicia la inversión de los valores y las conductas propias del universo concentracionario. Como un espejo que no deforma, sino que aniquila la responsabilidad, la mirada de un niño es capaz de mostrar la consistencia metafísica del vacío ético más absoluto, la verdadera existencia del “mal encarnado”, más allá de los atavismos, del tremendismo de las imágenes brutales o efectistas:

Sentí como crecían y se juntaban en mí las ganas de continuar con la vida, aunque me parecía imposible [...] en mi camino, ya lo sabía, me estaría esperando, como una inevitable trampa, la felicidad. Incluso allá, al lado de las chimeneas había habido, entre las torturas, en los intervalos de las torturas, algo que se parecía a la felicidad. Todos me preguntaban por las calamidades, por los horrores, cuando para mí esa había sido la experiencia que más recordaba. Claro, de eso, de la felicidad en los campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si me preguntan. Y si todavía me acuerdo (Kertész, Sin destino 262-263).

El “encuentro existencial con la historia” nos asegura, como mínimo, el fracaso. Pero este fracaso, afirma Kertész, no es autocomplaciente. La pérdida del derecho moral a la felicidad es el mensaje fundamental de una época cercenadora (Kertész, “Ensayo de” 48), un imperativo moral invertido, de espaldas a lo escatológico, pero, sobre todo, a las víctimas de la historia. En este sentido, las obras de Kertész representan una respuesta personal y generacional a esta prescripción, un acto de sobreseimiento y un ejercicio de racionalización de lo traumático. Ya que la verdadera limitación es el olvido absoluto, la queja orgullosa y legítima de un escritor superviviente solo puede venir mediada por el obligado acto de escribir: “Probablemente todos conocemos la famosa frase de Adorno. Yo la variaría, en un mismo sentido amplio, diciendo que después de Auschwitz ya solo pueden escribirse versos sobre Auschwitz” (Kertész, “Sombra larga” 65-66). Para poder escribir una “historia universal de la infelicidad” es necesario trascender el ámbito del gran relato. En la estela del angelus novus benjaminiano, recuperar a los caídos para devolverles la dignidad es devolverle la dignidad a la historia. Cuando se levanta la losa del olvido de las víctimas se descubre que ellas también buscaron la felicidad. Kertész se reconoce como protagonista y testigo de esta peculiar historia revisada. Mira al pasado, pero lo hace hic et nunc. En la dialéctica de su existencia presente, pasado y futuro basculan desde dos polos activos y conscientes, siempre pendientes de superación: la “lucidez del fracaso” bernhardiana, a la que se contrapone la “obligación de la felicidad”, tal como la expresa su también admirado Camus. Thomas Mann, Thomas Bernhard, Albert Camus. Los “maestros”. Del primero, confiesa Kertész, aprendió que el “orgullo” del escritor consiste en la audacia, en la dignidad, la diligencia, la cultura. Del segundo, el que podemos y debemos “afanarnos”, aunque solo sea en el fracaso. De Camus, Sísifo, “el aferrarse de manera implacable a un tema como única posibilidad” (Kertész, La última 10).

Pero, volvamos al asunto de la felicidad, en la búsqueda de una conclusión a nuestro recorrido kerteszeano. ¿Qué es la felicidad?, se pregunta el autor. Kertész la entiende como una asunción radical de la existencia, una elevación del hombre por encima de sus limitaciones, como la eclosión de la “divinidad que vive dentro de cada ser humano” (Kertész, “Ensayo de” 49). Este peculiar humanismo, en el que confluyen en asistemático y fragmentado discurso filosofía de la historia, teología negativa, racionalidad práctica kantiana y antropología existencialista, se siente heredero y deudor de la Ilustración. Kertész reivindica las ideas del iluminismo ilustrado como el único antídoto que Occidente posee frente a la barbarie y al siglo XVIII como el último periodo de la historia capaz de generar mitos productivos para el ser humano. Si, como afirma Hegel, la historia es la imagen y el acto de la razón, sostiene el autor, “no podemos negar que el mito de la razón del siglo XVIII fue el último mito productivo de Europa y que su desvanecimiento o -para utilizar una comparación más adecuada a nuestro tema- su conversión en humo y cenizas nos ha condenado a una orfandad psíquica y espiritual” (Kertész, “La vigencia” 54). El ser humano solo puede aspirar a encontrar el camino de vuelta a sí mismo en una cultura que niegue la posibilidad de que otros hombres puedan desaparecer de la historia como “piezas desechables”. La reconstrucción de la historia y la reivindicación de la dignidad confieren al hombre “la salvación”. “Salvar el alma” es para Kertész tan anticuado y necesario como el ansia de dicha y de verdad (Kertész, “Ensayo de” 49)7.

Es así, al servicio de esta forma de redención del espíritu, de donde brota la escritura. Una convergencia de lo histórico y lo individual que Kertész entiende como una respuesta frente a la barbarie y al vacío, en la estela dejada por el ocaso contemporáneo de Dios. El narrador de Kaddish, alter ego de Kertész, plantea la cuestión con suma claridad: “escribo porque he de escribir, y cuando escribimos, dialogamos, leí en algún sitio, y mientras Dios existía dialogábamos con Dios, y ahora que ya no existe, el ser humano solo dialoga con los demás seres humanos o, en el mejor de los casos, monologa, habla o murmura consigo mismo” (27). Dada la imposibilidad de ningún retorno al pasado y dado que la palabra es el único comienzo posible, la relación consubstancial y fundante del hombre con el logos es la única vía de salvación. Recurso primario, primigenio, el logos se erige como el vehículo que permite que los sufrimientos y lamentos no sean simples descripciones, sino también testimonios convertidos en categorías y en novedosa fuerza espiritual legisladora (Kertész, “La vigencia” 55). Palabra y espíritu, espíritu de la narración, posee la virtualidad y la fuerza que permite revisar los archivos de la historia para recuperar las vidas perdidas, convirtiéndolas en testimonio presente:

Vivimos exclusivamente por mor del espíritu de la narración; este espíritu que se configura sin cesar en la mente y en el corazón de todos nosotros ha ocupado el lugar espiritualmente intangible de Dios; es la mirada simbólica que sentimos sobre nosotros y bajo cuya luz actuamos o no actuamos (56).

El espíritu humano pertrechado con las armas de la palabra y de la memoria mira el pasado con radicalidad, convirtiendo el escándalo, la infamia y la vergüenza en una forma singular de sabiduría. A pesar de operar desde la negatividad, de erigirse frente a la violencia más indescriptible, no parte de cero en sus propósitos. Si se aspira a sentir renovada la creatividad y activada la esperanza, a superar el fracaso de la cultura y de la ética, no puede obviarse el pasado. Millones de seres humanos, entre ellos millones de judíos, no murieron en medio de un gran acto de fe, ni a causa de un “auto de fe”. Los asesinó el totalitarismo, el Estado totalitario, la gran novedad del siglo XX, gestada como rechazo a los valores ilustrados, “la experiencia terrorífica que hizo temblar los cimientos de nuestras ideas racionales habituales” (Kertész, “Sombra larga” 70). Porque Auschwitz ocurrió y el hecho de que ocurriera es “irrevocable”, no puede obviarse el peligro del totalitarismo ni las posibilidades de la parición de manifestaciones renovadas del mismo. El ansia de justicia social creó las injusticias sociales más aterradoras, por lo que repensar el mundo de los valores no es una cuestión baladí. Afirma Kertész que un mundo desprovisto de una escala de valores es un mundo demoniaco donde rige una sutil ironía: aunque a Mefisto le aguarde la derrota (Goethe), a sus favorecidos les espera la redención. Los acontecimientos del siglo XX dieron la razón al autor de Fausto, pero ¿y los del siglo XXI? “Las masas necesitan una escala de valores, porque de lo contrario son ellas las que crean sus valores y ¡ay entonces de este mundo!” (Kertész, La última 88).

Referencias

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1Sobre la idea de “paria consciente”, siguen siendo esenciales las reflexiones de Arendt en torno a la figura de Bernard Lazare (58-61).

2Según Bultmann, hay acontecimientos que son más que simples hechos, ya que son además proyectos de libertad. Como tales, no han alcanzado su culminación; permanecen abiertos y están preñados de un futuro que depende de cada generación (86-96).

3Kertész, de hecho, niega la existencia de una dicotomía de límites precisos y rasgos claramente definidos entre “los hundidos” y “los salvados” de Primo Levi. Así, por ejemplo: “El estado de los musulmanes de Auschwitz (que yo mismo también padecí) es un estado propio de la esclerosis cerebral. Imágenes oníricas y memorísticas que se abstraen de la realidad y cobran, no obstante, más realidad que esta; el infantilismo y la regresión de la razón, sin conocer nada de todo esto desde un saber de nivel humano general. Y en medio de este vegetar, sin embargo, centellea de vez en cuando la luz del alma y del mundo ético” (Diario de 242).

4Leemos en Kaddish: “Auschwitz, dije a mi mujer, se me presenta en la imagen del padre, sí, las palabras padre y Auschwitz producen en mí las mismas resonancias, le dije” (137).

5Un análisis del concepto de Berufshumanist en Földényi (46-51).

6En Diario de la galera encontramos al respecto: “Profesión de fe filantrópica: Soy un humanista utópico…, Sí, creo en la humanidad…, He vivido muchas desilusiones, pero no dejo de ser un hombre de buena fe. Etcétera. Siempre al borde del asesinato y de la orden de asesinar, sin la menor idea de la muerte, ni de la de los otros ni de la propia” (101).

7Sobre lo anticuado y lo subversivo en Kertész, Varga, 223-234.

Como citar: Fernández López, José Antonio. “La roca gastada de Sísifo. Literatura, historia e identidad en Imre Kertész”. Discusiones Filosóficas, vol. 21, no. 36, 2020, pp. 141-158. DOI: 10.17151/difil.2020.21.36.9.

Recibido: 20 de Abril de 2020; Aprobado: 22 de Mayo de 2020

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