Introducción
Y dado que todos vivimos en un mundo en el que Dios juega a los dados, el dominio del razonamiento... es un bien público que debería constituir una prioridad en la educación. Los principios de la psicología cognitiva sugieren que es preferible trabajar con la racionalidad que posee la gente y mejorarla a descartar a la mayor parte de nuestra especie como crónicamente incapacitada por las falacias y los sesgos. Lo mismo sugieren los principios de la democracia.
Pinker (205-206)
Toda época y toda sociedad tienen, en términos de formación pedagógica, un ideal de hombre. Por ejemplo, para el sociólogo francés Èmile Durkheim y para el historiador colombiano Jaime Jaramillo Uribe, la educación, la pedagogía y la historia muestran que en diferentes épocas y lugares han existido determinados ideales de hombre que se ven reflejados en los procesos de formación. Este ideal depende del modo como concibamos la naturaleza humana, de suerte que la teoría o definición de «ser humano» que adoptemos configura las prácticas educativas que permiten alcanzar dicho ideal. La lista de teorías sobre la naturaleza humana es bastante extensa y podríamos decir que hay tantas definiciones como pensadores genuinos han surgido en la corta historia de la humanidad1. Por lo tanto, no intentaremos desarrollar todas estas teorías, ni mucho menos una historia de la humanidad, pues tenemos la fortuna de contar con trabajos muy serios e informados al respecto2. En su lugar, daremos cuenta grosso modo de algunas de las más influyentes en la formación humana.
La antigüedad: Grecia y Roma
No hay duda de que la Grecia clásica es la cuna de nuestra civilización occidental, pues allí surgieron -inicialmente hacia el siglo VII antes del presente con el gran matemático y astrónomo Tales de Mileto, y posteriormente con otros pensadores de la grandeza de Sócrates, Platón y Aristóteles- los primeros esfuerzos sistemáticos por comprender la naturaleza, al hombre y su relación con el entorno de una manera racional. El paso del mito al logos fue el proceso que posibilitó la aparición de la filosofía y, con ella, de la ciencia.
Un estudio juicioso de la literatura especializada sobre la tesis de que con los griegos nace la ciencia revela que la idea es muy controversial. Autores como Bertrand Russell, por ejemplo, se resisten a ubicar el nacimiento de la ciencia en la antigüedad clásica griega. En su magistral libro La perspectiva científica, un texto de divulgación escrito en 1931 con un lenguaje lo suficientemente claro para legos, pero no por ello menos riguroso para especialistas y epistemólogos, afirma: «Los griegos, eminentes en casi todos los ramos de la actividad humana, hicieron -y ello es sorprendente- poco para la creación de la ciencia» (15-16).
Para los propósitos de este trabajo, sin embargo, seguiremos las enseñanzas de Alexandre Koyré, Benjamin Farrington, A. C. Crombie, García Duque (Evolución) y Rovelli (La realidad), que localizan este hito tan importante precisamente en esa época. Varias razones apoyan esta tesis en lugar de la del matemático y filósofo inglés. Una de las más importantes proviene de nuestra caracterización de ciencia. Si en la definición de «ciencia» priman aspectos como el carácter racional de las explicaciones por sobre su eventual origen empírico o su supuesta «verdad», es evidente que los primeros que se aventuraron a ofrecer explicaciones racionales sobre el mundo y su estructura fueron los griegos, con lo cual originaron una larga tradición de explicaciones provisionales que se fueron refinando con ayuda de la crítica hasta llegar a nuestras más queridas teorías.
Otra razón es que Russell considera que la ciencia se caracteriza por su método inductivo y la verificación experimental, mientras que nosotros consideramos, a diferencia de él y siguiendo a Karl R. Popper, que la inducción es falsa o ineficaz para los propósitos de la ciencia empírica y que, por lo mismo, el saber científico se caracteriza por proceder deductivamente y por ser falsable más que verificable. Adicionalmente, no hay duda de que el enfoque racional, característica muy apreciada en las definiciones de ciencia más extendidas actualmente, orientó tanto el planteamiento de preguntas como la búsqueda de respuestas en la antigüedad clásica griega, y como el mismo Russell reconoce, hay buenas razones para considerar que «el genio griego fue deductivo más que inductivo...» (16). Puesto que el método que defendemos y recomendamos para la ciencia es el deductivo, entonces podemos apoyar la tesis de que la ciencia tuvo su nacimiento en la Grecia clásica.
Hacia el siglo V antes del presente, surgió allí un movimiento intelectual muy importante en cabeza de los sofistas, a quienes podemos considerar hoy, quizás, como los primeros maestros, pues sin duda eran notables intelectuales que vivían, como los maestros de hoy, de la enseñanza de su saber. Ellos y Sócrates iniciaron el conocido «giro antropológico», pues a diferencia de los primeros filósofos, comúnmente conocidos como presocráticos, quienes tuvieron una evidente y genuina preocupación cosmológica, consideraron al hombre como el eje central de la reflexión. No obstante, Sócrates criticó severamente el proceder sofista, porque era un convencido defensor de la verdad objetiva y un crítico implacable de los peligrosos planteamientos relativistas desarrollados por estos pensadores. Aunque concordaban en su objeto de estudio -el hombre-, Sócrates y los sofistas desarrollaron, respectivamente, una metodología diametralmente opuesta en la manera de abordarlo, pues mientras estos se consideraban depositarios de la verdad y vieron en la retórica el camino adecuado para enseñar la virtud, Sócrates se reconocía ignorante y propuso, más que un método de enseñanza de la virtud, uno de indagación racional para alcanzarla, la mayéutica, muy reconocido y defendido por los pedagogos y poco practicado en las aulas de clase.
Encontramos en Sócrates no solo a un maestro genuino por su método racional de indagación de la verdad, sino también un pensador interesado por cuestiones de naturaleza ética, y esa fue la razón por la cual se preocupó por temas como la justicia, la amistad, la felicidad, la educación y, muy especialmente, la virtud, porque antes de él «....los griegos no concebían la virtud como un elemento exclusivo del universo humano, puesto que también la relacionaban con los animales y las cosas» (Collina 77)3.
La antigua Grecia fue una sociedad machista y excluyente, no solo porque en ella la mujer era discriminada según los «dictados» de la naturaleza, sino porque se consideraba que los seres humanos, también por naturaleza, nacían libres o esclavos, de modo que esclavos y mujeres no podían participar en las decisiones que orientaban el rumbo de las distintas ciudades-estado. Aristóteles, una de las mentes más lúcidas que ha dado la humanidad y calificado por Dante Alighieri en la Divina Comedia como el «...Maestro de los que saben...» (21), suscribió incluso esta consideración de la sociedad esclavista en su Política:
...por naturaleza está establecida una diferencia entre la hembra y el esclavo (la naturaleza no hace nada con mezquindad, como los forjadores el cuchillo de Delfos, sino cada cosa para un solo fin. Así como cada órgano puede cumplir mejor su función, si sirve no para muchas cosas sino para una sola). Pero entre los bárbaros, la hembra y el esclavo tienen la misma posición, y la causa de ello es que no tienen el elemento gobernante por naturaleza, sino que su comunidad resulta de esclavo y esclava. Por eso dicen los poetas: Justo es que los helenos manden sobre los bárbaros, entendiendo que bárbaro y esclavo son lo mismo por naturaleza. (Libro I, 1252b)
El ideal formativo correspondiente consistía en educar al hombre para que actuara en la polis, es decir, en la Ciudad-Estado; de ahí el interés de educar a un hombre que fuera ciudadano y, en ese sentido y como lo sugirió Platón en su República, crear una clase dirigente política fuerte e ilustrada para que deliberara y decidiera sobre los asuntos que debían regir la ciudad4. Bien dice Jaramillo, refiriéndose a la importancia que el pensamiento griego otorgó a la política en el desarrollo del acto educativo: «La política jugará un gran papel en los nuevos ideales de educación. Ahora no habrá que preparar al hombre libre únicamente para ser héroe, sino también para conducir la polis» (22). Asimismo, el ideal griego buscaba formar a un hombre integral: no en vano los griegos educaban el cuerpo en el gimnasio y el espíritu en las letras, la música y la filosofía. Esta formación integral está implícita en la paideia, que es el esfuerzo perseverante por una formación holística (integral) del individuo. La paideia que perseguían los griegos consistía, además, en hacer del niño un hombre.
El filólogo, filósofo y humanista alemán Werner Jaeger (1888-1961) nos ofrece un estudio erudito y riguroso sobre la paideia griega y sus consecuencias en la cultura occidental en su libro Paideia: los ideales de la cultura griega. En el prólogo dice:
Doy a la publicidad una obra de investigación histórica relativa a un asunto no explorado hasta hoy: paideia, la formación del hombre griego, como base para una nueva consideración del helenismo en su totalidad. Aunque se ha tratado con frecuencia de describir el desarrollo del estado y de la sociedad, y la literatura, la religión y la filosofía de los griegos, nadie ha intentado, hasta hoy, exponer la acción recíproca entre el proceso histórico mediante el cual se ha llegado a la formación del hombre griego y el proceso espiritual mediante el cual llegaron los griegos a la construcción de su ideal de humanidad. Sin embargo, no me he consagrado a esta tarea simplemente porque no haya hallado hasta ahora cultivadores, sino porque he creído ver que de la solución de este profundo problema histórico y espiritual, dependía la inteligencia de aquella peculiar creación educadora de la cual irradia la acción imperecedera de lo griego sobre todos los siglos. (Jaeger, VII. Cursivas en el original)
Los romanos y, posteriormente, los cristianos de la medievalidad también siguieron un ideal sobre el cual educar a los hombres de sus respectivas épocas. Los romanos, por un lado, tenían como idea la humanitas, que significa lo que es necesario para llegar a ser hombre. Ellos eran espiritualmente hombres de campo. Así, Cicerón, bien conocido en la historia y catalogado como prototipo del romano culto, tuvo su origen en la tierra, es decir, era de descendencia campesina. Como dice Jaramillo: «Todo romano educado, noble y rico tenía su casa de campo, su villa, aunque viviese en la ciudad y en ella [en la villa] solía pasar grandes temporadas de su vida» (53). De ahí que, quizá, las virtudes características de los hombres de campo se convirtieran en parte esencial del ideal romano de educación. Sin embargo, no hay que rescatar solo el espíritu rústico del hombre romano, pues también hay que mencionar la importancia que ellos le otorgaban a virtudes como servir a la patria y al cultivo del nacionalismo, que formaban parte del ideal educativo. Ellos pensaban que, si había un servicio a la patria y un sacrificio por la misma, el hombre que prestara el servicio o se sacrificara, encontraría en esa misma actividad su realización individual. Hay que decir también que los romanos daban gran importancia a la sociedad y, por eso, la familia, considerada como pequeña sociedad, jugaba un papel para nada desdeñable en la formación del hombre.
Para comprender mejor el ideal educativo romano, no menos importante e ilustrativo que el estudio de Jaeger sobre el ideal griego, resulta el trabajo del historiador francés Henri-Irénée Marrou (1904-1977). En su Historia de la educación en la antigüedad, tras remontarse a los orígenes de la educación clásica que ubica desde Homero hasta Isócrates, pasando por el panorama de la educación clásica del Helenismo, en el cual identifica los distintos tipos de educación (física y artística), los estudios (literarios y científicos) y las clases de instrucción (la primaria y la enseñanza superior que, a su vez, clasifica en tres: las formas menores, la retórica y la filosofía), desarrolla un minucioso estudio sobre el ideal de hombre de los romanos. Frente a la influencia que la cultura griega y la latina ejercerán sobre el desarrollo de la cultura y la educación posterior, dice:
La historia de la educación en la antigüedad no puede resultar indiferente para nuestra cultura moderna: nos hace recordar los orígenes directos de nuestra propia tradición pedagógica. Nuestra cultura grecolatina determina este parentesco y esto se aplica, en grado eminente, a nuestro sistema educativo. (Marrou 12)
El medioevo: cristianismo
El ideal formativo de los cristianos medievales se puede resumir en lo que Jaramillo denomina cristopaideia, que recoge una concepción de vida, de hombre y de educación basada en la filosofía cristiana. Ya la educación no tiene como premisa fundamental formar al hombre para servir a la sociedad, sino que gira alrededor de un Dios en el que encontramos la salvación. Además, se debe formar a los individuos en la igualdad, la hermandad y la caridad; ideal que tanto los griegos como los romanos desconocieron y que, por lo tanto, configuró una nueva moral: todos los hombres son iguales, tienen un mismo origen y fin. La Biblia, asumida por los cristianos como palabra revelada, lo dice: todos los hombres están hechos a imagen y semejanza de Dios, que es el Alfa y la Omega de toda la creación, y el eje sobre el cual gira todo. Por eso, el hombre debe aplicarse al estudio de las Sagradas Escrituras, porque solo así podrá conocer el mandamiento divino, practicarlo y lograr la salvación.
Como se ve, el ideal educativo de la medievalidad consistía en formar el espíritu del hombre en la fe, y aunque algunos pensadores como San Agustín, por ejemplo, realizaron un trabajo racional riguroso, la razón, en esta época, estuvo sometida a la fe: no en vano la filosofía es entendida por muchos comentaristas como «la esclava de la teología», y esto trajo una consecuencia: la renuncia al pensamiento original y con ella a la indagación, la comprensión y la explicación científica. Al respecto, García Duque explica las razones por las cuales en la Baja Edad Media, específicamente entre los siglos IV y VIII, la educación se redujo a lo mínimo necesario para alcanzar la salvación del alma. Dice:
Pero según el santo de Hipona, el cristiano no necesita conocimientos sobre física, astronomía, geografía, biología ni ninguna otra materia similar, puesto que su finalidad primordial consiste en buscar la salvación de su alma, y para ello basta y sobra con profesar una fe sincera. Además, es mejor el hombre que conoce a Dios aunque lo ignore todo, que “… el que sabe medir los cielos, contar las estrellas, y pesar los elementos, sin pensar en Vos, que ordenasteis todas las cosas con número, peso y medida”; pues el primero, aunque ignorante sobre la ciencia terrena, es sabio en la ciencia eterna y puede salvarse. Por eso, todo lo que este padre de la iglesia pide al cristiano es creer. Debe aclararse que, para el Obispo de Hipona, la biblia no constituye la fuente de información más apropiada sobre la naturaleza, aunque todos los datos que contienen las escrituras, de manera incidental, deben ser considerados como verdaderos. En los casos de conflicto entre los relatos de las escrituras y las proposiciones establecidas sobre fundamentos sólidos, San Agustín recomienda reinterpretar el sentido literal del texto sagrado, pues Dios se expresa tanto por medio de éste como de la naturaleza, y dos verdades no pueden ser contradictorias. Se encuentra aquí una primera expresión del conflicto entre la razón y la fe, conflicto que caracterizará las relaciones entre ciencia y religión, razón y revelación hasta bien entrado el siglo XVII. (García Duque, Evolución 99)
Mencionamos el ideal griego, romano y medieval, porque en ellos están los fundamentos de la civilización occidental, de la cual somos herederos y continuadores, y que no podríamos comprender sin tener en cuenta, en primer lugar, la filosofía griega, que nos legó una visión y explicación racional del mundo, esto es, la ciencia; en segundo lugar, el derecho romano, fundamentado en el concepto de «orden», y finalmente, el cristianismo, cuya moral ejerce una importante influencia en el comportamiento del hombre contemporáneo, sobre todo en países como el nuestro5.
Es preciso reconocer, entonces, la impresionante deuda de nuestra cultura con esas tres tradiciones, y en términos pedagógicos, la herencia de los griegos, pues su ideal educativo ha tenido repercusiones en el desarrollo de nuestra civilización. En efecto, Morimichi Kato, en La paideia griega y su significación actual, muestra su relevancia en toda la evolución de la cultura. Él propone fundamentalmente tres concepciones de paideia griega que han tenido gran importancia en la historia y en la cultura. En primer lugar, la concepción autoritaria de paideia, basada en los filósofos presocráticos Parménides y Heráclito, muy influyente en la educación de la Edad Media, pues allí se estudia a partir de una «verdad absoluta» -Dios y Aristóteles-, la cual es característica fundamental de la paideia fundada por el Eleata y el pensador de Éfeso, en cuyas ideas está el germen del racionalismo y el empirismo. En segundo lugar, la concepción relativista de paideia, que se basa en los planteamientos de sofistas como Protágoras y Gorgias, cuyos desarrollos se pueden reconocer, básicamente, en textos de principios del siglo XX, cuando el filósofo alemán Friedrich Nietzsche (1844-1900) se apartó de la filosofía tradicional proclamando la muerte de los valores absolutos6, lo cual implicaba, según él, la muerte de la concepción de una sola verdad y abrió el camino a la peligrosa idea de que no hay una sola verdad, sino múltiples verdades. Por último, Morimichi Kato muestra la concepción dialógica de paideia, que se fundamenta principalmente en el método empleado por Sócrates y cuya relevancia puede ser útil en nuestros días, porque implica saber escuchar, reconocer la dignidad humana, el filosofar por el hecho de amar la sabiduría, así como un espíritu abierto y no dogmático frente a todo lo que signifique conocimiento: características estas tan necesarias en el mundo actual.
Renacimiento y modernidad
Los inicios de la modernidad están marcados por algunos movimientos intelectuales de importancia singular: el Renacimiento, la Reforma, la revolución científica y la Ilustración7. Con el primer movimiento surge el renacer de la cultura griega antigua en todas sus expresiones: literatura, arte y filosofía, tradiciones que ejercieron una renovada influencia en el pensamiento occidental, pues la sabiduría de los griegos clásicos fue estudiada directamente, sin el tamiz del cristianismo medieval. Es preciso recordar que el interés del hombre renacentista fue conocer, comprender y explicar los fenómenos haciendo uso de su razón, aunque, según Koyré, el espíritu de esta época se puede condensar en la expresión «Todo es posible», pues «... las ideas científicas y las explicaciones de ficción estaban estrechamente entrelazadas en los trabajos de muchos pensadores renacentistas» (García Duque, «Ciencia» 7). No obstante, y a pesar de los muchos presupuestos extracientíficos o metafísicos característicos de esta época, los esfuerzos se concentran en una comprensión matemática del mundo (Giraldo 153), porque la nueva ciencia promete mejores relaciones del hombre con la naturaleza y consigo mismo. De hecho, en la introducción general al libro Discusiones sobre ciencia y sociedad, García Duque afirma lo siguiente:
Para el hombre renacentista, y con mayor razón para el ciudadano del mundo en el siglo XVII, la nueva ciencia está plena de promesas. Recuérdese, a manera de ejemplo, las utopías renacentistas, que dibujan comunidades de hombres felices, quienes disfrutan del enriquecimiento espiritual y material de un mundo perfecto, firmemente cimentado sobre la ciencia. Ante esta mentalidad y como resultado de la actividad de espíritus libres y de mentes independientes, la nueva ciencia ofrece la posibilidad de desentrañar los misterios de la naturaleza, en bien del hombre y de la sociedad. (García Duque, «Introducción» 22)
La Reforma fue llevada a cabo por Lutero y Calvino a comienzos del siglo XVI, aunque había sido anunciada dos siglos antes por los pensamientos de Wycliffe y Huss; con este movimiento, la unidad de la Iglesia quedó quebrantada porque Lutero tenía como motivación principal la salvación individual del alma mediante la fe, pero sin la mediación de la autoridad eclesial (Stevenson y Haberman 151). La revolución científica del siglo XVII implicó cambios sustanciales en la relación del hombre con el mundo y consigo mismo, no solo porque la cosmología copernicana desalojó la Tierra del centro del universo cambiando así la imagen que el hombre tenía del mundo, sino además porque con ello transformó la valoración del mismo hombre. La Ilustración se desarrolló en el siglo XVIII, y aunque tomó formas diferentes en Inglaterra y Francia, con ella emergió la esperanza de que el método científico no solo fuera útil para el conocimiento del mundo natural, sino que también aportara al conocimiento de la naturaleza humana y mejorara nuestras condiciones de vida. Al respecto, Stevenson y Haberman dicen:
La Ilustración puede ser descrita de manera sumaria como la creencia (o la fe) en el poder de la razón para mejorar la vida del hombre. Se pensaba que la razón -bajo la forma de método científico aplicado al beneficio de los individuos humanos (p. ej., en medicina y en educación) y la reforma de la sociedad humana (en economía y en política)- podía conducir a un progreso humano hasta entonces no imaginado. En sus versiones más extremas, esta perspectiva se convirtió en la afirmación de que la ciencia podía reemplazar a todas las otras guías de la vida, como la religión, la moralidad, la autoridad de los monarcas y aristócratas, y la tradición social. (155-156. Cursivas en el original)
Con el surgimiento de la modernidad, el ideal de hombre se torna muy diferente al que inspiraron las épocas precedentes, pues este período tan importante se caracteriza por su confianza en la razón, por la subjetividad y la secularización. La modernidad no se puede comprender sin los planteamientos filosóficos de quien es considerado su padre: René Descartes (1596-1650). Su filosofía -a pesar de que ofrece una concepción dualista del hombre, pues lo considera como un ser compuesto de una doble sustancia: res cogitans y res extensa, lo cual genera bastantes problemas filosóficos8- recupera la razón, la subjetividad y el conocimiento secular, y las Meditaciones metafísicas son un claro ejemplo de esta reivindicación. A partir de argumentos puramente lógicos y mediante el uso constante de su duda metódica, Descartes, primero, cuestiona la certeza de toda clase de conocimiento: del empírico, del racional e incluso del conocimiento que versa sobre el propio yo; segundo, propone el cogito ergo sum como primera verdad indubitable; tercero, fundamentado en esta verdad, demuestra la existencia de Dios para garantizar la veracidad del conocimiento humano obtenido mediante el uso de su método, y esto sugiere que la existencia del sujeto, del yo, no está por encima de la de Dios; finalmente, argumenta a favor del conocimiento racional (sobre todo cuando se ocupa de la extensión y la cantidad), demostrando que lo único que los seres humanos pueden conocer con certeza, de manera clara y distinta, es lo que pueda ser medido, pesado, en últimas, lo que pueda ser objeto de estudio matemático, es decir, la res extensa.
No pretendemos dar cuenta pormenorizada de la filosofía cartesiana ni mucho menos desarrollar en estas páginas todas las ideas de esta época tan determinante, en la cual brillaron filósofos racionalistas como Leibniz y Spinoza, y empiristas como Locke, Berkeley y Hume, porque este no es el propósito del presente acápite, pero sí queremos mostrar cómo la relación del hombre con el mundo cambia completamente, y esto contribuye a configurar ideales nuevos de hombre que, a su vez, posibilitan nuevas pedagogías, así como nuevos modos de formar y concebir la educación. Podríamos decir entonces que en la modernidad encontramos como ideal al hombre ilustrado: aquel que en palabras de Kant se sabe libre y autónomo y es capaz de dirigir su vida y su pensamiento sin la dirección de otros. De hecho, la Ilustración encuentra con Kant su máxima expresión:
La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor para servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor para servirte de tu propia razón!: he ahí el lema de la ilustración. (Kant 25. Cursivas en el original)
En este ideal encontramos, entonces, una reivindicación de la razón, de la libertad y de la autonomía, condiciones necesarias para la dignidad humana, y los objetivos de los procesos pedagógicos no deben ser ajenos a tan nobles propósitos, máxime cuando el ideal de hombre, hoy, que hunde sus raíces en la teoría de la evolución, implica el uso crítico de su razón.
La actualidad
Con la teoría de la evolución nos asomamos a una concepción revolucionaria del hombre y del mundo, porque, pese a las notables excepciones que ya se han mencionado, una parte considerable de la visión que nuestra cultura occidental heredó estuvo anclada, durante largos períodos, en el mito y la religión, mientras que con los planteamientos de Charles Darwin se comenzó a configurar una perspectiva natural, racional y evolutiva de los procesos de surgimiento y transformación del mundo y de los seres que en él viven, incluido, obviamente, el hombre. Se cumple así el sueño de la Ilustración, cual es que la ciencia pueda establecerse como el mecanismo adecuado para explicar y entender los fenómenos que más nos interesan del universo. Sobre la teoría de la evolución hay bastantes controversias9, que no es del caso analizar aquí, pues nos alejarían del objetivo que perseguimos de mostrar cómo en cada época hay un ideal de hombre que determina la manera de educarlo. Lo que sí hay que decir, sin embargo, es que «la evolución de las especies, incluidos los hombres, a partir de formas de vida más simples es ahora casi universalmente reconocida como un hecho» (Stevenson y Haberman 257. Cursivas en el original).
Aunque el concepto de «evolución» es ambiguo porque se refiere a todo proceso desarrollado en el tiempo, como la evolución del universo, la evolución de las especies, la evolución social, la evolución de la moral10 e, incluso, la evolución de las teorías, la evolución, como hecho, es posible gracias a los procesos de selección y variación, ensayo y error. Tal perspectiva contrasta con la posición del creacionismo que dice que todas las especies son fijas, inmutables y creadas de una vez y para siempre. Este determinismo haría imposible la búsqueda de un mundo mejor. En una conversación que tuvo lugar el 21 de febrero de 1983 entre Karl R. Popper y Konrad Lorenz, en la que hablaron de varios temas, entre ellos, el de que todos los organismos están en busca de un mundo mejor, le dijo el primero al segundo:
La vida anda a la búsqueda de un mundo mejor. Cada ser vivo en particular intenta encontrar un mundo mejor, detenerse o, cuando menos, avanzar con la mayor lentitud posible allí donde el mundo es mejor. Y ello puede decirse tanto de las amebas como de nosotros mismos. Nuestro deseo, nuestra esperanza, nuestra utopía es en todo momento encontrar un mundo ideal. Se trata en cierto modo de algo enraizado en nosotros a través de una selección darwiniana, y esto no podemos pasarlo por alto. En una palabra, es totalmente falso que hayamos sido «moldeados» por nuestro medio ambiente. Somos nosotros quienes buscamos nuestro medio ambiente, quienes lo moldeamos de una manera activa. (Popper y Lorenz 21-22. Cursivas en el original)
Una simple observación de los hechos demuestra que no todo está prefijado y prediseñado para siempre, sino que el mundo cambia y es una posibilidad abierta. Popper (El universo) argumenta a favor del indeterminismo y demuestra por qué el universo está abierto, de modo que la vida consiste en resolver problemas. En efecto, puesto que la vida en sí misma es problemática y compleja, las personas nos vemos obligadas a solucionar problemas diariamente. Estos son de diferente naturaleza, algunos son simples y otros muy complejos, muchos de ellos se solucionan apelando únicamente a la experiencia y la observación o acudiendo simplemente al importante análisis racional; otros, implican la conjunción de experiencia y racionalidad; pero los más interesantes son aquellos que no se resuelven de estas maneras, sino que implican la creatividad y la acción; esto es, la capacidad de elaborar posibles respuestas y actuar en consecuencia. Karl R. Popper, por ejemplo, en un diálogo que sostuvo con Franz Kreuzer (1929-2015), un destacado periodista y político austriaco, y que está publicado en el libro Sociedad abierta, universo abierto, plantea la idea de que vivir es solucionar problemas. Ante la sugerencia de que vivir es enseñar, que Kreuzer fundamenta en la teoría evolutiva del conocimiento desde la perspectiva de Konrad Lorenz11, Popper responde:
Usted propone «Vivir es enseñar»; yo respondería «Vivir es solucionar problemas». Esto es lo decisivo. El mundo plantea problemas a la vida. De ahí que la vida sea la presuposición de los problemas: la presuposición de que hay problemas en general. En la naturaleza sin vida no hay problemas. Los problemas surgen mediante la vida, pertenecen a la relación entre los seres vivientes y el mundo. Y las teorías que colocamos en el mundo son intentos de solucionar problemas. Esto es válido tanto para las tardías fases espirituales de la evolución, como también para las formas previas de ella: todos los órganos son teorías, son soluciones a problemas. Las mismas formas moleculares de desarrollo son teorías, esto es, intentos de dominación del mundo, intentos de solucionar problemas. (Popper, Sociedad abierta 98-99)
En Historia de la pedagogía como historia de la cultura, Jaramillo defiende la idea de que cada época exige un tipo de hombre que solucione problemas de su momento histórico: «Las exigencias de un sistema pedagógico -dice él- nacen de la historia misma, de la tradición y de los nuevos problemas» (21). Hablar de pedagogía implica necesariamente hablar de formación y, en este sentido, debemos responder por el tipo de hombre que deseamos formar. Stevenson y Haberman plantean que toda concepción de hombre lleva a pensar en la cuestión cómo debemos vivir. En efecto, todo lo que hacemos, pensamos y creemos presupone la adopción de un tipo de hombre, de un ideal de humanidad. Como hemos tratado de mostrar, en la historia no es difícil evidenciar muchas teorías, incluso rivales, que estudian y definen la naturaleza humana, y el modo como las asumamos conduce a actuar en consecuencia. Frente a lo que los hombres debiéramos hacer o pretender hacer, estos autores dicen:
Es evidente que muchas de nuestras respuestas tendrán que depender de la teoría sobre la naturaleza humana que hayamos aceptado: para los individuos, el significado y propósito de nuestras vidas, lo que debamos hacer o evitar, lo que podemos esperar conseguir, o devenir; para las sociedades humanas, qué visión de la comunidad humana podemos esperar construir, qué clase de cambios sociales vamos a favorecer. Nuestras respuestas a estas importantes cuestiones dependerán de que creamos en la existencia de una naturaleza «real» o «innata» de los seres humanos y de algunos modelos objetivos valiosos para la vida humana. (Stevenson y Haberman 16-17)
Si estas sugerencias son correctas, se puede decir también: «Diferentes concepciones de la naturaleza humana conducen a diferentes ideas sobre lo que deberemos hacer y de qué modo podemos hacerlo» (Stevenson y Haberman 18). Según los autores, una teoría de la naturaleza humana es cerrada cuando no permite que ninguna evidencia vaya en contra de la teoría, de modo que hay que contrarrestar la contraevidencia, o cuando la teoría responde las críticas que suscita analizando las motivaciones del crítico en términos de la teoría criticada, como lo hacen, por ejemplo, el cristianismo, el marxismo y el psicoanálisis:
Los cristianos pueden decir que los que persisten en poner objeciones están cegados por el pecado, que es su propio orgullo lo que les impide ver la luz. Los marxistas pueden sostener que los que no reconocen la verdad del análisis de Marx están engañados por la «falsa conciencia» típica de aquéllos que se benefician de la sociedad capitalista. En el caso de la teoría freudiana, los críticos del psicoanálisis han sido a menudo «diagnosticados» como personas motivadas por una resistencia inconsciente a éste. Así pues, los motivos de un crítico pueden ser analizados en términos de la teoría misma que se está criticando. (Stevenson y Haberman 21)
George Steiner, en un pequeño ensayo titulado Nostalgia del absoluto, defiende la tesis de que el marxismo y el psicoanálisis son teorías que dan una clara muestra de querer reemplazar la doctrina cristiana, y plantea que son igual de cerradas a esta. De ahí que constituyan una especie de nostalgia por volver a las concepciones absolutas que pretendían criticar, las cuales, en palabras de Popper, dan lugar a una sociedad cerrada. Este filósofo, en su preocupación por distinguir entre ciencia y pseudociencia, que surgió a partir de su interés por la teoría de la relatividad de Einstein, la teoría de la historia de Marx, el psicoanálisis de Freud y la psicología del individuo de Adler, y que a la vez nos conduce a uno de sus mayores aportes en la epistemología: el problema de la demarcación, sospecha del resultado indeseable de que las tres últimas siempre se pudieran verificar en la experiencia12, mientras que la primera no, y demuestra que las tres últimas, aunque verificables, son teorías irrefutables, y por lo tanto no-científicas, porque como él mismo concluye al desarrollar estas tesis: «Una teoría que no es refutable por ningún suceso concebible no es científica. La irrefutabilidad no es una virtud de una teoría (como se cree a menudo), sino un vicio» (Popper, Conjeturas 61).
El filósofo esloveno Slavoj Žižek, aunque equivocado en muchas ideas porque defiende la teoría cerrada y refutada del marxismo y apuesta por un nuevo tipo de comunismo para dar respuesta a muchos de los problemas que hoy enfrenta la humanidad, como el calentamiento global, la desertización, los refugiados, la biogenética, por ejemplo, sí parece estar en lo correcto cuando proclama que estamos entrando a una nueva era en la que el desarrollo de la tecnología está cambiando la relación del hombre con el mundo y consigo mismo:
No digo que las máquinas nos vayan a controlar, aún hay mucho por recorrer, pero sí que están cambiando lo que significa ser humano... Hasta ahora hemos creído que la realidad estaba afuera, separada de nosotros, pero eso está cambiando: el cerebro puede conectarse con una máquina. Stephen Hawking ya no necesita sus manos para manejar su computadora, lo hace directamente con su cerebro. (Žižek, en Agencia EFE, 2017)
Puesto que es un hecho innegable que con el avance de la tecnología está cambiando lo que significa ser humano, y si es correcta nuestra suposición, esto es, la idea de que la educación implica un ideal de humanidad y de que cada época exige de un tipo de hombre que contribuya a la solución de los problemas de su momento histórico, podríamos entonces formular algunas preguntas dentro de este contexto: ¿cuál sería el sistema educativo y el tipo de hombre que la época actual debe concebir para que pueda dar respuesta a los problemas de hoy? En tiempos de cambios acelerados, grandes progresos científicos, revoluciones tecnológicas, agudos conflictos políticos, económicos y sociales, así como de comportamientos moralmente reprochables -como muchos que vemos cotidianamente- que podrían corregirse con un mejor uso de la razón, preguntamos nuevamente: ¿es posible formular un ideal de hombre hoy?, ¿por qué las prácticas educativas que hoy se desarrollan poco han cambiado si las comparamos con las de antaño?, ¿por qué la educación, tal como se practica, no ofrece respuestas adecuadas a los problemas de nuestra sociedad?
Respecto al ideal de hombre, podríamos intentar formular una posible respuesta: puesto que la naturaleza humana es evolutiva, indeterminada, en lugar de intentar formar a un hombre con unos saberes amplios en todos los campos del conocimiento, como los planes de estudio y los diseños curriculares hoy lo sugieren, lo que implica un proceso de aprendizaje pasivo que depende de un modelo en el cual el maestro es un especialista que porta el conocimiento que el estudiante debe aprender, tal vez sería más importante formar a alguien capaz de comprender sus propias limitaciones (que no son otras que las de nuestra especie), pero con la curiosidad intelectual y la motivación necesarias para aprender todos los días, y la preparación requerida para considerar todo conocimiento como algo provisional y corregirlo y cambiarlo cada vez que sea necesario. Para alcanzar un propósito como este, encontramos en Karl R. Popper un fundamento teórico que, bien aprovechado, haría posible construir una propuesta metodológica que permitiría dar forma a dicho ideal. En efecto, aunque Karl R. Popper no desarrolla una teoría de la educación como tal, a partir de sus reflexiones científicas, epistemológicas y sociopolíticas, y de los planteamientos centrales de su filosofía de la ciencia13, que se pueden instrumentar mediante su racionalismo crítico, resulta posible sugerir una propuesta metodológica y educativa que contribuya a configurar el tipo de hombre que el mundo contemporáneo necesita: un librepensador que solucione problemas desde una postura crítica y reflexiva, que valore, cultive y defienda una organización política democrática, lejos de todo tipo de autoritarismos y totalitarismos; así como un hombre que no se considere depositario de la verdad, sino que esté dispuesto a buscarla permanentemente y a aprender de los errores.