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Justicia

versão impressa ISSN 0124-7441

Justicia  no.26 Barranquilla jul./dez. 2014

 

Sobre la memoria*

On the memory

Félix Ernesto Gonzalez Geraldino**

* Este artículo es producto de la investigación en el marco de la elaboración de reflexiones en torno a los marcos interpretativos de los informes de memoria producto de la aplicación del mecanismo no judicial de la Ley 1424 de 2010. Esta investigación es adelantada por la Dirección de Acuerdos de la Verdad (DAV) del Centro Nacional de Memoria Histórica-CNMH.
** Sociólogo, Maestrante en Epistemología e Historia de la Ciencia Universidad Tres de Febrero-Argentina, Investigador de la Dirección de Acuerdos de la Verdad (DAV) del Centro Nacional de Memoria Histórica-CNMH, Bogotá, Colombia. felix.gonzalez@centrodememoriahistórica.gov.co

Referencia de este artículo (APA): González, F. E. (2014). Sobre la memoria. En Justicia, 26, 121-136.

Recibido: 9 de septiembre de 2013 / Aceptado: 31 de octubre de 2013


Resumen

Este artículo surge del planteamiento de varios interrogantes, entre los cuales se encuentra, si existe la responsabilidad moral de recordar, el papel de la memoria en los procesos sociales e individuales de verdad, justicia y reparación, y cómo se podría definir el término memoria. Cuestionamientos estimuladores durante décadas en las diferentes disciplinas del conocimiento, en torno a la memoria como instrumento político, pero reconociendo su diferencia con el recuerdo, factor fundamental en los procesos de reconciliación nacional y una exigencia moral que reclaman las víctimas a la sociedad. Asimismo, se dará respuesta a las preguntas formuladas y para ello, en un primer momento, se definirá qué es la memoria en el contexto que se ha esbozado, para posteriormente examinar los sentidos en que le atribuimos una responsabilidad moral.

Palabras clave: Memoria, Olvido y Responsabilidad moral.


Abstract

This article begin several questions, between if there is the moral responsibility remember, the objective memory's in the social and individual truthjus-tice and repair process and how it's could be conceptualized the memory word. Important questions have born each year and decades past, in the different knowledge disciplines and political instrument memory, but it's studying and analyzing his difference with the remembers, important element in the national peace and moral conditioned victims for the society. Also, I will answer to the questions on the memory and how is possible to give his a moral responsibility.

Key words: Memory, Forget fulness, Moral responsibility.


Está claro que las nuevas generaciones no tienen la culpa de Auschwitz, pero son responsables de que aquellos crímenes no se repitan.
Günter Grass


Introducción

En el marco de las reflexiones interdisciplinares en torno a la memoria y a su papel dentro de procesos colectivos e individuales de verdad, justicia y reparación, se examinará qué entendemos por memoria y de qué hablamos cuando afirmamos que hay una responsabilidad moral de la memoria. Para esto, se ha dividido el presente artículo en dos partes. La primera se centrará en la noción de "memoria", buscando esbozar una definición que sirva como punto de partida para la segunda parte, donde se examinará bajo qué criterio aseguramos que hay una responsabilidad moral vinculada a esta facultad, quizás este objetivo sea un poco ambicioso, porque ello comprende resignificar sucesos que han marcado la historia de un país y forman parte de sus raíces, pero resulta inescindible comenzar ahora, para lograr un mayor acercamiento a la reconciliación y caminar hacia la paz, ideal perseguido incesantemente por las víctimas de la violencia y quienes han gobernado el país o han estado involucrados directa o indirectamente en este proceso de cambio y transformación.

Esbozo de una naturaleza: La memoria

Desde la perspectiva de las Humanidades, hay tres ideas que aparecen con frecuencia enlazadas a la definición de memoria y que en cierto sentido se conectan. Según la primera de estas ideas la memoria es un almacén de imágenes, es decir, representaciones mentales que nos hacemos de las cosas. Parafraseando a Agustín de Hipona (Conf. X, 9), la memoria es un lugar que desde una perspectiva física no es lugar, pero en el que virtualmente almacenamos sensaciones, conocimientos, experiencias personales o lo que hemos oído de otros, pasiones, esperanzas y las concepciones que tenemos de nosotros mismos: el recuerdo de lo que somos y hemos sido (Conf. X, 8).

La segunda idea es que de este almacén podemos sacar voluntaria e involuntariamente todas estas imágenes que hemos mencionado. A esto lo llamamos recuerdo. En caso del recuerdo voluntario, este puede darse sin ninguna dificultad: tenemos presentes ciertas imágenes, las buscamos en nuestro almacén y las traemos a colación. También puede darse con algo de dificultad: sabemos que hay un recuerdo de algo, pero nos cuesta asirlo con claridad y entonces necesitamos más tiempo para tratar de recordar o nos valemos de ciertos ejercicios mnemotécnicos o, incluso, fallamos en el intento mismo de recordar.

En lo que respecta al recuerdo involuntario, afirmamos que podemos recordar sin la intención de hacerlo. La imagen paradigmática de este tipo de recuerdo la encontramos en la obra de Marcel Proust, A la recherche du temps perdu, donde el narrador cuenta cómo al tropezar con un par de baldosas desiguales se ve sorprendido por un recuerdo de la infancia: el sabor de una magdalena mojada en una infusión (Proust, 1952, p. 1424). Según Proust, a diferencia del recuerdo voluntario, el involuntario tiene una característica especial, su vivacidad. La imagen que nos llega sin ser convocada es tan vivaz que usurpa el pasado sobre el presente hasta que el punto en que se desvanecen los límites entre ambos. Es cierto que también puede haber una vivacidad en los recuerdos voluntarios, pero tal vez es precisamente el elemento involuntario el que logra esta irrupción. Cuando voluntariamente nos proponemos recordar algo, por más nítido que sea nuestro recuerdo, hay una disposición que de cierta manera hace consciente la naturaleza de imagen del recuerdo. Mientras que cuando el recuerdo es involuntario se presenta menos en la forma de imagen y más a modo de un déjà vu inverso; esto es, no una situación nueva que sentimos como si ya la hubiésemos experimentado, sino un recuerdo anterior que se nos presenta casi como una sensación nueva.

La tercera idea, como se ha podido ver, consiste en entender la memoria como sinónimo del recuerdo y, por lo tanto, disociarla de la noción de olvido. En este punto, en particular en lo referente a los procesos colectivos e individuales de verdad, justicia y reparación, lo que se pone en juego es la memoria como herramienta contra el olvido, que en este contexto suele ser asociado con la impunidad. La memoria es así presencia, mientras el olvido es ausencia.

Esta lectura está arraigada en la mente de las víctimas. La Asociación Colombiana de Familiares Detenidos y Desaparecidos, Asfaddes, por ejemplo, escribe en su página de Internet:

Desde sus inicios (Asfaddes) ha concebido la memoria como pilar fundamental en el reconocimiento de los derechos de las víctimas a Verdad, Justicia y Reparación Integral; y por ello considera relevante que este proceso se efectúe en la academia, de forma colectiva y se suscite el interés generacional por cambiar la historia.

Estas tres imágenes nos ayudan a caracterizar la memoria, nos hablan de la forma como se le suele concebir; pero, al mismo tiempo, son tres peligros que amenazan la posibilidad de proyectarla como instrumento político. En efecto, la imagen del almacén niega cualquier valor de tipo moral que queramos atribuir a la memoria, pues, bajo esta perspectiva, esta es solo el espacio donde se guardan las imágenes de las cosas que hemos vivido; es solo un receptáculo donde no se pone en juego la acción. En la memoria concebida como almacén no hay selección, no hay elección.

Lo anterior lo confirma la memoria involuntaria. Bajo la imagen de esta memoria es fácil ver cómo el sujeto que recuerda tiene un control muy limitado sobre las cosas que almacena. Justamente, lo que revela el fenómeno de la in-voluntariedad de la memoria es que no tenemos la menor idea de qué cosas están guardadas en nuestro almacén. Las cosas que recordamos de repente llegan así y llega lo que quiere llegar, lo que no sabíamos siquiera que estaba allí. Respecto a la memoria -no la involuntaria que, por definición, niega la posibilidad de elegir-, parece que la única selección asociada a ella se hace a partir de los ejercicios mnemotécnicos.

Desde esta perspectiva, el individuo -podrá creerse-, se hace responsable de aquellas cosas que guarda como producto de un ejercicio repetitivo que busca la recordación. Empero, este recuerdo se construye a partir de una mecánica de la repetición donde no hay análisis, reflexión o comprensión sobre lo que recordamos. La mne-motécnica es, como su nombre lo indica, una técnica que utiliza el sujeto que rememora con miras a conservar alguna información; pero, en este sentido, sería más cercana a una memoria-hábito -la misma que usamos para amarrarnos los zapatos-, que a una memoria en perspectiva política y moral.

Por último, al definir la memoria como opuesta al olvido, hemos también marcado el derrotero de las reflexiones en torno a la responsabilidad moral de recordar. Como resultado, lo moral es recordar, mientras que lo inmoral es olvidar. De este modo, hemos caído en una satanización del olvido y le hemos arrebatado su lugar en los procesos de verdad, justicia y reparación; así como lo hemos desvinculado de las reflexiones morales. Estoy convencido de que hay olvidos buenos y olvidos malos -para usar los términos morales-, pero somos incapaces de introducir estos matices a causa de esta condena sistemática del olvido.

Ahora bien, como el objetivo de este apartado es definir la naturaleza de la memoria, es preciso que vuelva sobre estas imágenes para analizarlas con mayor profundidad y con el propósito de establecer en qué sentido podemos liberarnos de los peligros que ellas acarrean.

En su libro, La memoria, la historia, el olvido, Paul Ricoeur pretende hacer una fenomenología de la memoria, esto es, un análisis de la naturaleza de la memoria a partir de la forma en que se nos manifiesta. La primera tarea que se traza es examinar la idea tradicional de que la memoria se relaciona con el pasado como haciendo una representación a través de imágenes (Ricoeur, 2004). Según Ricoeur, esta concepción, de origen platónico, ha arrojado a la memoria a la región de la imaginación, es decir, la ha situado en la parte inferior de la escala de los modos de conocimiento. Como consecuencia, se ha puesto en duda la función veritativa de la memoria y se la ha condenado al universo de la fantasía y la ficción (2004).

La gran preocupación de Ricoeur es que a veces no tenemos nada mejor que la memoria para garantizar que algo ocurrió (2004). Por ello, encamina todos sus esfuerzos a separar dichos ámbitos. Según sostendrá, la distinción entre ambos surge, en primera instancia, por los objetos que persiguen. El objeto de la memoria es una realidad pretérita, mientras que el objeto de la imaginación es lo posible y lo utópico.

Desde esta perspectiva, a pesar de que la memoria funciona con imágenes, estas son copias (eikon) de la realidad, semejanzas fieles, y no simulacros (phantasmd) o ficciones imaginadas de la misma (2004). Por supuesto que también almacenamos en nuestra memoria imágenes de la fantasía, como, por ejemplo, la de una sirena, pero son las que reconocemos con claridad como producto de la imaginación.

Tal vez no sea evidente aún, pero la idea de que la memoria es un almacén está íntimamente unida a esta otra imagen de la memoria descrita por Ricoeur. Así, la contracara de una función que consiste en producir copias es poseer un lugar donde dichas copias puedan ser depositadas. De este modo, la imagen de Ricoeur y la de Agustín de Hipona coinciden. Como consecuencia a la preocupación de Ricoeur por distinguir entre copia y simulacro debemos añadir otra: la necesidad de esclarecer el sentido de la idea de almacén, pues no parece muy afín con nuestros propósitos asociar la memoria con la pasividad característica de la imagen del depósito. Para dar solución a este problema es preciso evocar la noción de memoria involuntaria.

En su libro, Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo, Beatriz Sarlo (2006) afirma:

Proponerse no recordar es como proponerse no percibir un olor, porque el recuerdo, como el olor, asalta, incluso cuando no es convocado. Llegado de no se sabe dónde, el recuerdo no permite que se lo desplace [...] El recuerdo insiste porque, en un punto, es soberano e incontrolable (pp. 9-10). La caracterización de Sarlo es consonante con la de la memoria involuntaria de Proust. Lo más sugerente de ambas perspectivas es que el sujeto que rememora no parece tener control alguno sobre lo que recuerda. En vista de ello, la memoria está lejos de agotarse en la imagen del receptáculo. En contraposición, es manifiesto que la memoria tiene una suerte de "vida propia" que está plena de movimiento y actividad.

La memoria es una fuerza, una potencia inagotable, es acción. Es cierto que esta definición nos enfrenta a otro problema, a saber como puede juzgarse desde una perspectiva moral una actividad involuntaria. A esto se responderá brevemente sosteniendo que aunque la involunta-riedad de la memoria nos devela su naturaleza activa, no toda acción de la memoria es involuntaria. La pregunta por la responsabilidad moral no recae sobre lo involuntario de la memoria, sino sobre lo voluntario de la misma.

Para comprender lo anterior, la memoria involuntaria ilumina el camino. Su peculiaridad es que, al mismo tiempo que evidencia una fractura, revela una continuidad. En la medida en que irrumpe completamente desarticulada de la totalidad de nuestros recuerdos, en una singularidad absoluta, y porque se trata de una incursión intempestiva que reconocemos como tal, la memoria involuntaria nos permite percatarnos de que nuestros recuerdos están más o menos articulados en una narración que trata de ser coherente.

Esta relación entre memoria voluntaria y memoria involuntaria se hace clara en la obra En busca del tiempo perdido, donde el narrador pretende recobrar el tiempo transitado a partir de un ejercicio de la memoria, de un volver sobre el pasado perdido en la memoria. Lo primero que descubre en esta tarea es que no solo el pasado está inscrito en una temporalidad, sino que la memoria misma lo está en la medida en que pretende ser una copia de dicho pasado. Lo segundo que descubre es que esta representación del pasado en la memoria, en tanto que responde o pretende responder a una temporalidad, es ficticia (Proust, 1952), pues se trata de una linealidad que se logra por medio de la selección, supresión y elección, en resumidas cuentas, de la manipulación de los recuerdos.

Toda memoria voluntaria es, pues, siempre una construcción. En oposición, la memoria involuntaria de ninguna manera puede ser controlada o acomodada a una narración lineal. Es un poco de tiempo en estado puro, un tiempo fuera del tiempo que simplemente se impone (1952).

No es este el lugar para hacer una reflexión sobre el tiempo y la memoria en Proust, por más fascinante que resulte la idea; por ello, tal vez no tenga mucho sentido seguir ahondando sobre estos conceptos proustianos y sus implicaciones dentro del pensamiento del autor. Bástenos por ahora mostrar que, en tanto que opuesta a la memoria voluntaria, la memoria involuntaria no solo evidencia las fracturas propias de la memoria, sino la naturaleza misma de la memoria voluntaria que dice Proust, "no requiere de nosotros más fuerzas que el hojear un libro de ilustraciones" (Proust, 1952, p. 1431). La imagen no podrá ser más perfecta. La memoria voluntaria se construye a partir de imágenes, como si se tratara de un libro de ilustraciones -ya esto lo habíamos admitido con Ricoeur-, mas estas imágenes no están inconexas sino articuladas en un relato que trata de ser uniforme: relato de la vida vivida.

Para los propósitos de este artículo, tampoco es relevante rastrear la asociación que hace Proust entre memoria involuntaria y verdad, en oposición a una memoria voluntaria que es ficticia, y es juzgada de modo negativo por ello. Se considera que el valor de la memoria involuntaria no se cifra en este punto, sino en lo que ya se ha expuesto. Más aun, la distinción de Ricoeur entre memoria e imaginación salvaguarda, en opinión del autor, el problema de la veracidad del recuerdo, en el caso en que esta sea un problema. Es decir, no importa si algunos de nuestros recuerdos están distorsionados o son imprecisos. No importa si la memoria voluntaria es una construcción entre otras construcciones; en todo caso, la pretensión de la memoria es la verdad, ella quiere ser fiel al pasado. Pero, además, no se considera que la responsabilidad moral de recordar esté condicionada a la veracidad de los detalles del recuerdo o a su subjetividad, es suficiente saber que la memoria pretende esta verdad. De hecho, como se verá más adelante, es importante, incluso superar este ámbito de la verdad.

Queda establecido que la base de la memoria son las imágenes y representaciones del pasado; que no es lo mismo que afirmar que en nuestra memoria se encuentra todo nuestro pasado en imágenes. En efecto, es posible creer que no todas las experiencias vividas han sido retenidas en la memoria, ni todas las que han sido retenidas están presentes del mismo modo (memoria voluntaria y memoria involuntaria).

Al menos en el caso de la memoria voluntaria, está claro que hay un gran relato de nuestro pasado que para constituirse como tal exigió una selección, consciente o inconsciente, de unas imágenes sobre otras, de unas experiencias sobre otras. Así, en la construcción de la memoria, necesariamente algunos eventos del pasado o rasgos de estos eventos serán conservados mientras que otros serán marginados, y luego olvidados (Todorov, 2008). En este sentido, como diría Elizabeth Jelin (2002), toda memoria es una reconstrucción más que un recuerdo.

Entendida de este modo, la memoria es activa en tanto es el resultado de la tensión que se da entre dos opuestos: la supresión y la conservación (Todorov, 2008). En contra de la creencia tradicional, la memoria no es el almacén donde se guardan las imágenes del pasado, es la narración misma del pasado constituida a partir de una interacción entre recuerdo y olvido de dichas imágenes (2008). Conservar sin elegir no es una opción para la memoria, y, por ello, "memoria no se opone en absoluto al olvido" (2008, p. 22).

Esta definición de la memoria, que contempla al olvido como constituyéndola, es fundamental para esclarecer el sentido de la responsabilidad moral de recordar. Tradicionalmente hemos creído que dado que la memoria es, en algunos casos, la única manera que tenemos de garantizar que algo ocurrió, entonces, en tanto actividad política, la memoria se teje en el deber de no olvidar (Ricoeur, 2004). Es así como solemos caer en una aversión al olvido y en una asimilación sin más entre memoria y recuerdo (Todorov, 2008).

Sin embargo, entender la memoria como una dinámica entre estas dos fuerzas pronto nos muestra que la verdadera lucha política de la memoria no se reduce a la lucha contra el olvido, sino al tipo de selección que realizamos (2008). El problema no es olvidar, sino qué cosas olvidamos y por qué motivos lo hacemos. En esta perspectiva es que debemos formular preguntas de corte moral como: ¿Qué olvidos son buenos? ¿Qué olvidos son malos? ¿Qué recuerdos son buenos? y ¿Qué recuerdos son malos?

A propósito de este problema, vale la pena evocar la distinción que ha hecho Jelin (2002) entre diferentes tipos de olvido. Entre ellos, dos que por ahora no son muy relevantes: el "olvido definitivo", que es producto de un proceso, si se quiere, "natural" del devenir histórico, donde algunos eventos simplemente desaparecen de las narrativas humanas. Un olvido de este tipo, si es exitoso, dice Jelin, no podrá siquiera arrojarnos un ejemplo. Y el "olvido evasivo", que refleja el intento, por lo general de las víctimas, de no recordar lo que puede herir (2002).

Junto a estos tipos de olvido hallamos el "olvido como instrumento político" y el "olvido liberador". El primero se corresponde con intereses particulares mezquinos, asociados a los círculos de poder, y se manifiesta en la destrucción, ocultación y manipulación de documentos con el fin de beneficiar una minoría dirigente sacrificando el bienestar social (2002). Es el olvido distintivo de los regímenes totalitarios. Todos recordamos las palabras con las que Primo Levi (2000) abre su texto Los hundidos y los salvados:

[.] Muchos sobrevivientes recuerdan que los soldados de la SS se divertían en advertir cínicamente a los prisioneros: "De cualquier manera que termine esta guerra, la guerra contra vosotros la hemos ganado; ninguno de vosotros quedará para contarlo, pero incluso si alguno lograra escapar el mundo no lo creería. Tal vez haya sospechas, discusiones, investigaciones de los historiadores, pero no podrá haber ninguna certidumbre, porque con vosotros serán destruidas las pruebas (p. 11).

En este sentido, dirá Todorov, lo que reprochamos a los verdugos de estos regímenes "no es que retengan ciertos elementos del pasado antes que otros -de nosotros mismos no se puede esperar un procedimiento diferente- sino que se arroguen el derecho de controlar la selección de elementos que deben ser conservados" (2008, p. 23). Es decir, no reprochamos a los verdugos que seleccionen unas cosas y supriman otras, sino que impongan a la fuerza o con artilugios tramposos su selección sobre todas las demás y quieran, para esto, acallar las narrativas de los otros.

Es claro que las lecturas de Jelin y Todorov se inscriben en el marco de las reflexiones sobre los regímenes totalitarios y dictatoriales. Ellos tienen muy presente los casos paradigmáticos del nacionalsocialismo y las dictaduras del Cono Sur. Sin embargo, el requerimiento vale para cualquier actor estatal o al margen de la ley que busque manipular la información, borrar las huellas de los acontecimientos e imponer su lectura del pasado sobre otras lecturas.

Este uso político, en sentido negativo1, es el que le ha arrebatado al olvido su papel como agente positivo en los procesos de memoria, pues las víctimas y las asociaciones que las respaldan han identificado el olvido con la impunidad, y, como resultado, todo acto de reminiscencia, por exiguo que sea, ha sido asociado con la resistencia antitotalitaria (2008). Sin lugar a dudas, la memoria como herramienta política debe apuntar a rescatar las historias no contadas, las memorias de los individuos y pueblos que han sido silenciadas; pero no por ello debemos desestimar el papel del olvido en los procesos nacionales de reconciliación.

Para que lo citado tenga sentido, es necesario que vuelva sobre el último tipo de olvido del que nos habla Elizabeth Jelin (2002). Se trata del "olvido liberador" (p. 32), aquel que redime de la carga del pasado y permite mirar el presente y el futuro más allá de los eventos dolorosos y los recuerdos traumáticos:

Este tipo de olvido ha sido, por lo general, asociado a la noción freudiana de "duelo": el objeto amado ha dejado de existir y toda la libido está ordenada a renunciar al vínculo que le une a ese objeto. Al principio, el trabajo es difícil y doloroso porque la existencia del objeto perdido se persigue psíquicamente; pero, con el tiempo, una vez terminado el trabajo del duelo, el yo se halla de nuevo libre y desinhibido (Ricoeur, 2004, p. 100).

Este olvido no implica que suprimamos el recuerdo de la persona perdida o del hecho traumático, no se trata de actuar como si no hubiese ocurrido; pero sí implica la modificación del estatuto de las imágenes, y un cierto distanciamiento que contribuye a la desaparición del dolor, e invita a la construcción de una nueva percepción del evento, desde una perspectiva sanadora (Todorov, 2008). Esta lectura del olvido nos permite comprender que por más difícil y traumático que sea nuestro pasado, no estamos condenados a revivirlo cada día. La responsabilidad moral de recordar nunca debe traducirse en dominio del pasado sobre el presente; también existe el derecho al olvido (2008); o, mejor aún, también hay una responsabilidad moral de olvidar.

Retomando lo dicho hasta el momento, podemos concluir que la responsabilidad moral de recordar se traduce en la responsabilidad moral de seleccionar lo mejor. Esto quiere decir que, tanto en el orden de las memorias colectivas -lo público-, como en el de nuestros propios recuerdos individuales -lo privado-, el problema no consiste en olvidar o en recordar ciertas imágenes, sino en establecer cuál es la motivación de las narrativas que hacemos de nuestro pasado; cuál es el propósito de nuestra selección.

Ahora bien, ¿qué queremos decir cuando afirmamos que la responsabilidad moral de recordar consiste en seleccionar lo mejor? ¿Qué significa "lo mejor" aquí? Responder estas preguntas es equivalente a esclarecer el criterio según el cual afirmamos que tenemos una responsabilidad moral de recordar, y dado que esta es la tarea de la segunda parte del texto es preciso que pasemos a dicho apartado.

La responsabilidad moral de recordar

En un artículo del libro Cultura política y perdón, publicado por la Universidad del Rosario en el año 2007, Pablo de Greiff examina en qué sentido tenemos la obligación moral de recordar. Su objetivo es pensar esta obligación en contextos sociales, como el colombiano, caracterizados por un pasado e, incluso, un presente violento. Según dice, suelen esgrimir dos grandes argumentos a favor de la obligación de recordar. El primero de ellos se basa en el supuesto de que quienes no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo.

Este argumento está orientado hacia el futuro en la medida en que sostiene que para tener un futuro diferente es necesario recordar el pasado. Con todo, señalar al autor, se trata de un argumento muy débil, aunque no completamente inefectivo; pues recordar el pasado no garantiza que podemos blindarnos de sucesos futuros. La razón es simple: la historia, de hecho, no se repite (De Greiff, 2007).

Incluso, la historia misma nos revela cómo a pesar de que en la memoria de la humanidad está impresa la tragedia de la Shoá -por dar ejemplo-, manifestaciones innumerables de violencia racial -solo para mencionar uno de los múltiples aspectos involucrados en dicha tragedia- se han reproducido y se reproducen alrededor del mundo. Por supuesto que Auschwitz no se volverá a repetir, pero no porque recordarlo nos haya inmunizado contra ello, sino porque cada acontecimiento es singular.

Peor aún, si nos quedamos esperando que esta historia se repita, y nuestra alarma está condicionada a encenderse solo bajo este criterio, todas esas otras manifestaciones de violencia a las que estamos enfrentados cada día pasarán desapercibidas ante nuestros ojos, y, entonces, Auschwitz se habrá repetido infinidad de veces. en una pluralidad de formas imprevistas.

Además de lo anterior, el argumento hacia el futuro es problemático en la medida en que las víctimas son utilizadas de un modo instrumental. Volvemos sobre ellas, las recordamos, no por ellas mismas, sino porque creemos que recordarlas nos protegerá de caer en la misma situación (2007).

Ahora, ¿cómo puede ser posible que recordar a las víctimas con el fin de que la historia no se repita sea equivalente a instrumentalizarlas? ¿No es acaso todo lo contrario? ¿No buscamos, más bien, que su muerte no haya sido en vano? Para cualquiera que pierde un ser querido por la violencia el dolor que trae su ausencia es insoportable, porque se entiende que se trata de una muerta injusta. Pero resulta más insufrible aún descubrir que dicha muerte ha sido en vano, que no implicará un nuevo comienzo, que no marcará un punto de quiebre. Por ello, los familiares de las víctimas tienden a guardar la esperanza de que aquella muerte tiene algún sentido, que podrá producir algún cambio, que nunca más alguien tendrá que vivir lo que su ser querido vivió y que, por lo tanto, estamos en presencia de un héroe.

Tenemos la idea de que si logramos impedir, a partir de la rememoración, que acontecimientos pasados dolorosos se repitan, entonces, no se tratará de vidas desperdiciadas. De este modo, el argumento enfocado hacia el futuro va unido a la idea de que toda víctima de la violencia es, en cierto sentido, un mártir. Sin embargo, sobre este punto, no puedo evitar recordar las palabras de Agamben en Lo que queda de Auschwitz: La Doctrina del martirio nace [...] para justificar el escándalo de una muerte insensata. De una carnicería que no podía parecer otra cosa absurda. Frente al espectáculo de una muerte sine causa [.] El desdichado término holocausto [.] surge de esta exigencia inconsciente de justificar la muerte sine causa, de restituir un sentido a lo que no parece poder tener sentido alguno [.] el término se amplía de forma metafórica a los mártires cristianos para equiparar el suplicio a un sacrificio [...] A partir de aquí el término holocausto inicia la emigración semántica que le llevará a asumir de forma cada vez más consciente en las lenguas vulgares el significado de "sacrificio supremo, en el marco de una entrega total a causas sagradas y superiores" (Agamben, 2005, pp. 27-29).

En lo referente a la violencia, sobre todo como la hemos vivido los colombianos, como se vivió en Latinoamérica en la segunda mitad del siglo XX, como se dio en la Alemania nazi y en otros tantos escenarios, innombrables o ignorados, es fundamental entender que cada muerte es absurda y un sinsentido. De ahí las palabras del autor: "establecer una conexión [.] entre la muerte en las cámaras de gas y la entrega total a motivos sagrados y superiores" no puede dejar de sonar como una burla" (2005, p. 31).

Esto es lo más doloroso, lo más infame y, al mismo tiempo, lo más aleccionador. Las víctimas de estas masacres no murieron por causas más excelsas; no se trata de vidas sacrificadas para que los que quedamos o llegamos después podamos tener un futuro mejor. Si hubiera un sentido la tarea consistiría solo en descifrarlo y, entonces, tal vez podríamos impedir, desde el pasado, que algo se repita, pero no lo hay. De ahí que el argumento enfocado hacia el futuro sea por sí mismo insuficiente.

El segundo argumento está orientado hacia el pasado, y sostiene que debemos a las víctimas recordar su triste historia (De Greiff, 2007). En otras palabras, una sociedad que ha sido indiferente frente al dolor y las circunstancias de las víctimas adquiere, como consecuencia de esta indolencia, una deuda que, dada su naturaleza, nunca se salda, pero que puede ser atenuada por el recuerdo.

En este caso, dice De Greiff, hay dos grandes dificultades que este argumento debe subsanar antes de ser considerado algo más que una figura retórica. Primero, "debe ser aclarado cómo los muertos pueden ser objeto de obligaciones por parte de los vivos" (2007, p. 170). En efecto, mientras este argumento puede explicar, con cierta eficiencia, por qué los autores de la violencia y sus cómplices y aún los espectadores pasivos han adquirido una deuda con el pasado, no parece fundamentar una obligación similar por parte de generaciones futuras (2007).

En segundo lugar, y como resultado de lo anterior, a menos que nuestro objetivo sea el recuerdo transitorio del pasado, se debe aún aclarar cómo esta deuda puede ser transferida a las generaciones siguientes (2007). De lo contrario, el evento tendrá una recordación limitada al contexto espacial y temporal en que se dio.

Como alternativa a estos dos argumentos, De Greiff postula un tercero que, según él justifica nuestra obligación moral de recordar. Con el fin de explicar la naturaleza del argumento, el autor evoca el discurso que Richard Von Weizsacker dio frente al Parlamento alemán el 8 de mayo de 1985, durante la ceremonia conmemorativa de los 40 años del fin de la guerra en Europa y de la tiranía del nacional-socialismo. En esa oportunidad, el político alemán afirmó: "si por nuestra parte intentáramos olvidar lo que ha ocurrido, en vez de recordarlo, esto no solo sería inhumano, también tendría un impacto en la fe de los judíos que sobrevivieron y destruiría las bases de la reconciliación" (2007, p. 171).

Para De Greiff, el argumento de Weizsacker se resume en que "no puede haber reconciliación sin recuerdo" (2007, p. 171). Este argumento no es excepcional porque está dirigido hacia el presente, y no para evitar en el presente eventos dolorosos ocurridos en el pasado, sino porque se interesa "por la calidad presente de las relaciones entre ciudadanos" (2007, p. 171). Este interés por el presente, dice De Greiff, resuelve uno de los problemas que aquejaban al argumento orientado hacia el pasado, aclarando que aquellos a los que se debe el recuerdo no son tanto los muertos, como los vivos.

Aunque la obligación moral de recordar consiste en recordar a los muertos, es a sus descendientes a quienes debemos tal recuerdo (2007). Y son ellos los que, en cierto sentido, determinan qué es lícito que olvidemos y qué tenemos la obligación de recordar, pues debemos recordar todo aquello que no podemos razonablemente esperar que nuestros conciudadanos olviden (2007).

Ahora bien, estas cosas que recordamos pueden cambiar, todo depende de los procesos mismos de las víctimas. Así, "si a lo largo del tiempo la centralidad de ciertos eventos comienza a ser desplazada de la vida de los descendientes agraviados, este hecho debilita la obligación de recordar tales eventos" (2007, p. 172). De este modo, "en lugar de fijar de una vez por todas la obligación de recordar para siempre algunos eventos históricos particulares, el argumento puede acomodar percepciones cambiantes acerca de lo que merece ser recordado" (2007, p. 172).

Este argumento es extraordinario porque nos pone en posición de escucha, y nos congrega en un diálogo que enlaza de nuevo los vínculos rotos tras la violencia. Con esta, se abre una brecha que distingue entre víctimas y testigos, o, para usar los términos de Agamben (2005), entre testis -aquellos que han sido terceros en un proceso- y superstes -aquellos que han vivido una determinada realidad-, han pasado hasta el final por ella y están en condiciones de ofrecerle un testimonio. Esta brecha solo puede ser reparada por el recuerdo colectivo, porque este nos pone de nuevo en diálogo, nos implica como un todo.

Pero, además, el argumento soluciona el tema de la responsabilidad colectiva y extendida en las generaciones subsiguientes, pues no afirma que estas generaciones deban recordar porque son, en algún sentido, responsables, sino que debemos recordar porque solo así ganaremos la confianza de aquellos cuyos antepasados fueron victimizados (2007).

Nótese cómo el criterio de "lo mejor" está dado aquí por el deseo de reconciliación nacional. Debemos proponernos seleccionar del pasado aquellos eventos que para las víctimas es importante que recordemos. Y dado que el objetivo final es la reconciliación, esta no puede iniciar con la sospecha sobre el sobreviviente. Esta es la razón por la cual en el apartado anterior afirme que frente al problema de la veracidad de la memoria era, incluso, importante superar dicho requerimiento. En palabras de Sarlo:

No solo en el caso del Holocausto el testimonio reclama que sus lectores o escuchas contemporáneos acepten su veracidad referencial, poniendo en primer plano argumentos morales sostenidos en el respeto al sujeto que ha soportado los hechos sobre los cuales habla. Todo testimonio quiere ser creído y, sin embargo, no lleva por sí mismo las pruebas por las cuales puede comprobarse su veracidad, sino que ellas deben venir desde afuera (Sarlo, 2006).

Si, como aseverábamos, la memoria es una selección, entonces, ella es siempre una construcción que pudo haber sido de cualquier otra forma además de la forma escogida. Como resultado, toda memoria es en cierto sentido una ficción. Sin embargo, como lo sosteníamos con Ricoeur, la memoria pretende ser verdadera, ella no es una ficción que se reconozca como tal ocurrió. Pero además, aunque toda memoria sea una construcción, no toda construcción e interpretación del pasado es igual de valiosa para la sociedad, sino solo aquella que contribuye con la reconciliación.

Es por esto que resulta fundamental para una memoria en perspectiva moral superar el problema epistemológico de la verdad. Si partimos del hecho de que no es posible aprehender por la memoria la esencia de las cosas, sabemos de facto que el criterio de escucha ya no es que la víctima esté o no narrando los hechos tal cual sucedieron, sino la necesidad que ella tiene de ser atendida, pues esta es la condición necesaria de la restitución de los lazos rotos.

Por último, hay algo que este argumento permite, y que no está presente en los otros dos: Recuperar el poder sanador del olvido. Solo cuando logramos subsanar, a través del recuerdo, la brecha que se abre por la violencia entre superstes y testis, y escuchamos las necesidades de nuestros conciudadanos victimizados, solo en ese momento, ponemos las condiciones para que nuestros compatriotas puedan olvidar, en el sentido positivo y afirmativo que hemos esbozado con anterioridad.

Los sobrevivientes de la violencia persisten en el recuerdo de sus seres queridos, persisten en su ser-víctima, porque ante un Estado incapaz de proporcionar justicia y una sociedad indiferente solo el obstinado recuerdo del pasado es el antídoto contra la impunidad. Los sobrevivientes están atados, condenados a revivir cada día el acontecimiento violento, porque nosotros, los otros que no estuvimos directamente implicados, no nos hemos preocupado por proporcionar las bases necesarias para que ellos puedan olvidar. Las víctimas tienen derecho a liberarse del pasado, del dolor que implica ser víctima, también por ahí pasa la reconciliación; pero es imposible que esto se dé si no están dadas las condiciones. Dar estas condiciones a través del recuerdo es nuestra responsabilidad.

Conclusiones

Desde la perspectiva de lo público, queda establecido que la responsabilidad moral de recordar está aliada a lo político: debemos recordar, esto es, construir una narración del pasado que nos permita volver a articular el entre roto tras la violencia. En este sentido, lo más favorable está supeditado a las necesidades de las víctimas y en la medida en que estas necesidades sean cubiertas se crearán las condiciones para que el olvido irrumpa como parte de un proceso de sanación, no bajo la forma de la impunidad, sino bajo el espíritu de liberación.

Desde la perspectiva de lo privado, a toda víctima, a todo individuo, le corresponde también una obligación moral que no tiene que ver necesariamente con los otros, aunque cierto sentido los afecte. Es la obligación moral de construirse un pasado liberador. Nosotros no tenemos el poder de controlar qué cosas nos suceden, pero tenemos la obligación moral de hacer la interpretación de dichos acontecimientos que sea "mejor" para nuestra vida, esto es, aquella que potencie nuestra capacidad de acción y no aquella que nos haga esclavos de lo que, en todo caso, no podemos deshacer.

Así, en lo que se refiere a la historia personal, nuestra obligación moral no está anclada en recordar los sucesos violentos que otros han sufrido, sino en asimilar las propias experiencias. Se utiliza el término "asimilación" porque el pasado hay que digerirlo, incorporarlo, valer-nos de él para construir una narración de la vida vivida que esté -para utilizar los términos de Nietzsche- al servicio de la vida y no en contra de la misma (Nietzsche, 2003). Un pasado que no está al servicio de la vida y de la acción es un pasado que se impone como un pesado lastre. Este no hace sino aplastar al hombre hacia abajo y doblegarle hacia los lados, obstaculizando su marcha como un peso invisible y oscuro (2003). El ejercicio, entonces, consiste en, de entre un cúmulo de experiencias, incorporar solo aquellas que potencian la vida. Esto es equivalente a interpretar el pasado siempre bajo el presupuesto que este debe estar en todo caso al servicio del presente y del futuro. Por ello, aquellas experiencias que no se puedan incorporar, que, por las razones que fuere, no puedan asimilarse hay que dejarlas ir, hay que obligarlas a desaparecer (2003).

También en este caso podemos hablar de un olvido liberador, en un doble sentido por un lado, la asimilación del pasado implica una suerte de olvido similar al duelo, pues la incorporación de las experiencias acaecidas exige superar (olvidar) el dolor asociado a ellas, y obliga a volver sobre las mismas no desde la visión del sufrimiento, sino desde una perspectiva edificante. Por otro lado, aquellas experiencias que no se pueden incorporar en pro de la acción y de la vida deben ser descartadas, es decir, exiliadas de la narración del pasado hasta simplemente desaparecer de la escena. Se trata de un olvido definitivo que permite eliminar "exceso de pasado".

No hemos agotado aquí el problema de la responsabilidad moral de recordar. Estamos aún muy lejos de llegar a dicho punto. Hemos, en cambio, esbozado algunas ideas que, con suerte, nos ayudarán a seguir pensando esta cuestión. Estoy convencido de que, lejos del prejuicio de aquellos fanáticos de la praxis que condenan a las reflexiones teóricas al universo de la "infértil especulación", es nuestro deber como teóricos seguir rumiando las preguntas aquí propuestas, pues tal vez así descubramos la forma en que es posible incorporar a las estructuras de pensamiento y sociales de un modo de ser más preocupado por el cuidado del otro.

Sin embargo, antes de iniciar esta labor, es preciso que defina grosso modo los dos términos que demarcan nuestro campo de acción: lo moral y lo político. En la actualidad, vemos con frecuencia que la palabra "moral" se usa para hacer referencia a los juicios, concernientes al bien y el mal, a partir de los cuales los seres humanos regulan sus actos y dirigen sus conductas diarias en relación con los otros y consigo mismos. En este sentido, la moral se inscribe en el universo de la acción. Por su parte, la ética se ocupa de la reflexión conceptual sobre la moral, así que podemos vincularla al ámbito de la especulación.

La pregunta por la responsabilidad moral de recordar está, sin duda, atravesada por la reflexión -este artículo es justamente signo de ello- pero el énfasis de su formulación está puesto en la acción; en el modo en que el hombre se inserta en el mundo (Arendt, 1993). De este modo, recordar es una actividad que puede ser juzgada como buena o mala. Más adelante se esclarecerá el sentido de estas palabras. Por ahora, en el marco del problema que nos convoca, lo relevante, además de lo anterior, es comprender que, en contraste con un ámbito institucional, la pregunta por la responsabilidad moral de recordar recae sobre el individuo.

No se trata, pues, de establecer qué responsabilidad moral podemos imputarle al Estado respecto a los procesos de recordación. Este tiene responsabilidades jurídicas, no que no roben, que no maten, que no hagan trampa, que no engañen, etc. Se trata de establecer qué posición debe tomar el individuo en lo referente al recuerdo de ciertos acontecimientos pasados; qué posición es correcta y cuál no lo es.

La peculiaridad de este asunto es que aunque la pregunta por la responsabilidad moral de recordar recae sobre el individuo, surge en el marco de procesos institucionales posteriores a regímenes totalitarios o episodios nacionales de violencia2. Precisamente, por la necesidad de vincular a la sociedad entera en un diálogo que, por su naturaleza jurídica, parecería ser exclusivo entre las víctimas y el Estado o entre las víctimas y sus victimarios.

Como se colige de lo anterior, cuando hablamos aquí de individuo está inscrito en una colectividad, por ello, la pregunta por la memoria interroga tanto al individuo como a la comunidad, tanto lo privado como en lo público.

En lo que atañe a la noción de "política", la definición más apropiada es la de Hannah Arendt en ¿Qué es la política? Allí, la autora afirma que la "política trata del estar juntos y los unos con los otros de los diversos" (1997, p. 45). "La política se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres" (Ibíd., p. 45). Y por ello, "nace en el entre-los-hombres, surge entre y se establece como relación" (Ibíd., p. 46).

Como resultado de esta definición, entendemos por qué la responsabilidad moral de recordar se lía a lo político; por qué la pregunta por la memoria exige un giro desde lo institucional hacia lo social. Al poner el problema de la responsabilidad de recordar en el ámbito de lo moral, se elimina el ámbito excluyente de lo jurídico y los individuos se vuelven a situar en un entre que los vincula a todos, que los interroga como una totalidad. Ellos se ven en la tarea de preguntarse en qué sentido su acción es buena o mala respecto a ese todo del que son parte. Recordar es, pues, una actividad política en la medida en que demanda la totalidad propia de este entre y, como resultado, exige al individuo actuar para reafirmarse como parte de ese todo. Pero también es una actividad moral en la medida en que actuamos en relación con ese todo según nuestros criterios de bondad y maldad, y nuestras acciones puedan ser juzgadas por los otros desde la misma perspectiva.


Notas

1 Con este matiz quisiera marcar mi distanciamiento de la denominación de Jelin, por considerar que esta no es cuidadosa al condicionar la relación: olvido-política a los abusos del poder. Existe un papel político del olvido que es positivo y del que se hablará más adelante.
2 Pensemos, por ejemplo, en las Comisiones de la Verdad, famosas desde 1995. Estas son organismos oficiales temporales que tienen como objeto realizar investigaciones y escribir informes, de carácter no judicial, sobre abusos graves cometidos en el pasado por diferentes actores, con miras a formular recomendaciones que impidan que dichos acontecimientos sucedan de nuevo.


Referencias

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Agustín de Hipona (1993). Confesiones. Madrid: Altaya.         [ Links ]

Arendt, H. (1993). La condición humana. Barcelona: Paidós.         [ Links ]

Arendt, H. (1997). ¿Qué es la política? Barcelona: Paidós.         [ Links ]

De Greiff, P. (2007). La obligación moral de recordar. En A. Chaparro, Cultura política y perdón. Bogotá: Universidad del Rosario.         [ Links ]

Jelin, E. (2002). Los trabajos de la memoria. Madrid: Siglo XXI.         [ Links ]

Levi, P. (2000). Los hundidos y los salvados. Barcelona: Muchnik Editores.         [ Links ]

Nietzsche, F. (2003). Sobre la utilidad y el prejuicio de la historia para la vida. Madrid: Biblioteca Nueva.         [ Links ]

Proust, M. (1952). En busca del tiempo perdido. Madrid: Castilla.         [ Links ]

Ricoeur, P. (2004). La memoria, la historia, el olvido. México: FCE.         [ Links ]

Sarlo, B. (2006). Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. México: Siglo XXI.         [ Links ]

Todorov, T. (2008). Los abusos de la memoria. Barcelona: Paidós.         [ Links ]