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Justicia

versão impressa ISSN 0124-7441

Justicia  no.30 Barranquilla jul./dez. 2016

https://doi.org/10.17081/just.21.30.1351 

Estado, instituciones democráticas y postconflicto en Colombia*

State, democratic institutions and postconflict in Colombia

Fabián Sanabria**

* Este artículo hizo parte de la estancia postdoctoral del autor en la Fondation Maison de Sciences de l'Homme (FMSH), de París (Francia), que en octubre de 2014 realizó con el respaldo del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (ICANH), y la Universidad Nacional de Colombia.
** Antropólogo y doctor en Sociología de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Profesor asociado de la Universidad Nacional de Colombia y director del Grupo de Estudios de las Subjetividades y Creencias Contemporáneas (GESCCO). sanabria.fabian@gmail.com

Referencia de este artículo (APA): Sanabria, F. (2016). Estado, instituciones democráticas y postconflicto en Colombia. En Justicia, 30, 86-95. http://dx.doi.org/10.17081/just.21.30.1351

http://dx.doi.org/10.17081/just.21.30.1351

Recibido: 5 de octubre de 2015 /Aceptado: 15 de febrero de 2016


Resumen

El "matrimonio" entre Estado y Nación toca su fin a las puertas del nuevo milenio. A escala planetaria circulan los signos de una época que instituye otros valores: diversos procesos de globalización económica y mundialización cultural mueven los cimientos de aquellos contratos sociales que no resisten los embates de la diversidad. Así, entra en crisis el contrato de dones y contradones en el que el Estado retribuía a la identidad nacional. A la luz de estas transformaciones, el análisis sobre las soberanías y los territorios baldíos en Colombia no debe dejar de reconocer la incapacidad histórica del Estado colombiano para asegurarse ese doble dominio que le confiere legitimidad: el monopolio de la violencia física y simbólica que regula el orden social. El primer caso lo ilustran los grupos armados al margen de la ley. El segundo, la creciente falta de credibilidad que pesa sobre la institución estatal. En ambos casos, ese espacio ambiguo (físico y simbólico) que ocupan los ciudadanos se apoya en algunos cuadros sociales de la memoria mientras se van actualizando episodios concretos de la historia colombiana, en los que se confirma la tendencia a rechazar la diferencia del otro, devorándola o vomitándola, en lugar de integrarla.

Palabras clave: Colombia, Contrato social, Diversidad, Estado, Identidad nacional, Globalización, Nación y Soberanía.

Abstract

The "marriage" between State and Nation touches its end to the doors of the new millennium. On planetary scale circulate the signs of a time that definitively institutes other values: diverse processes of economic and cultural globalization affect the foundations of those social contracts that do not resist the attacks of the diversity. Thus, it enters on crisis, the contract of gifts and against-gifts in which the State repaid whit Social Security what their citizens had deposited to it: national identity. On the light of these transformations, the analysis on the sovereignties and waste territories in Colombia would not have to let recognize the historical incapacity of the Colombian State to make sure that double dominion that confers legitimacy to it: the monopoly of the physical and symbolic violence that regulates the social order. The first case can be illustrated by the armed groups, margin of the law. The second, the increasing lack of credibility, that weighs on the state institution. In both cases, that ambiguous space (physical and symbolic) occupied by the citizens leans in some social memory frames that update concrete episodes of the Colombian history, in which the difference of the other tends to continue being devoured and/or being thrown up instead of integrated.

Key words: Colombia, Social contract, Diversity, State, National identity, Globalization, Nation and Sovereignty.


INTRODUCCIÓN

Los Estados modernos se fundan con base en el principio del monopolio legítimo de la violencia física en los territorios que están llamados a administrar. Esa hegemonía supone el establecimiento de una legislación y unas instituciones que garanticen el orden social. La consecuencia inmediata de semejante estatuto es el dominio simbólico sobre las instituciones que actúan en esa jurisdicción, procurándole al Estado sus propios mecanismos de conservación, como incorporar prohibiciones y obligaciones sobre aquello que lo amenaza o fortalece. En ese sentido, la Nación es el complemento fundamental del Estado: aquella reproduce su poder y promueve la construcción de las identidades que le son asociadas. Del mismo modo, a su vez, la democracia ha sido la forma de gobierno insigne de la organización política moderna. Así, después de consolidarse la Nación, el Estado no es solo hegemónico en lo concerniente a la aplicación de la violencia física, sino en lo que se refiere a la violencia simbólica que regula el orden social. Ese control simbólico, en el que quedan conciliadas las alteridades a través de los dispositivos afectivos de la Nación, tiene como correlato no solo el dominio del territorio, sino la seguridad social, entendida como garantía de libertad pública para sus afiliados, e igualmente como Estado de Bienestar. Dicha seguridad pasa por sistemas de tributación, registro, salud, pensiones, educación nacional pública y gratuita, atención a discapacitados, etc. Es decir, el Estado-Nación asegura su reproducción mediante sistemas de organización institucional y de cobertura social, así como de coerción en términos físicos, los que le permiten erigirse simbólicamente hegemónico.

La referencia histórica al proyecto del Estado-Nación moderno sin duda es el ideal que la Revolución Francesa instituyó: la fundación de una república que democratizaba las funciones de gobierno y ejercía el tránsito de súbditos a ciudadanos estableciendo en sentido formal los valores de libertad, igualdad y fraternidad. Lo que los ciudadanos cedían al Estado les era devuelto, según la lógica democrática, en forma de garantías sociales expresadas en leyes concretas tomadas no como favores del rey sino como prerrogativas vinculadas a la naturaleza misma del Estado de Derecho. La correlación entre Estado y Nación se extendía así al plano de la organización del comercio, de la mano del ordenamiento territorial por medio de sistemas de nomenclatura y de infraestructuras físicas que facilitaban y determinaban una nueva economía. Estado de Bienestar es quizás la expresión más acabada de este empeño. En efecto, sería difícil encontrar un ejemplo mejor del que proveen aquellos países que lograron acercarse a ese modelo ideal típico, en el que algunas disposiciones políticas reales representaban la contraprestación del Estado a sus ciudadanos. Al costo de cierta homogeneización del colectivo social, el Estado lograba por medio del relato nacional crear la ficción bien fundada de una legitimidad que rebasaba el uso de la fuerza y se inscribía en el orden de la credibilidad. Esto es lo que expresa el llamado "contrato social": la responsabilidad estatal con unos individuos que son nacionales en tanto corresponden con los deberes que impone el Estado, o para decirlo con la antropología clásica, se establece ahora el intercambio de dones y contra-dones.

Sin embargo, en el mundo contemporáneo ese costo parece impagable. Los diversos mestizajes culturales que se producen y reproducen gracias a una circulación feroz de bienes, personas y servicios hacen que la igualdad esté siempre interpelada por la diversidad sociocultural. Al mismo tiempo, el lanzamiento de las economías nacionales al mercado internacional lleva al Estado a perder las potestades que le eran propias en términos de administración de tributos y reglamentación del mercado interno, pues a la diversidad propia del territorio ahora suma la diversidad asociada a las dinámicas propias del mercado global. Así se constituye una doble ruptura: la incapacidad del Estado de cumplir la función a la que la Nación le impele, y el desinterés de los ciudadanos por corresponder con las exigencias que el Estado les impone, esto es, con concurrir al vínculo nacional. Caricaturizando un poco ese ideal moderno de Estado, un rito contemporáneo como el Mundial de Fútbol expresaría justamente cómo la diversidad no es más que un artificio celebrado en pantalla -"¡cuántos negros e inmigrantes hay en la selección francesa o inglesa!"-, al tiempo que se la excluye de los dispositivos de inclusión política concreta cuando abiertamente se la ataca en los espacios de decisión. De todas maneras, más allá de lo fabricado de esa diversidad tipo souvenir, lo cierto es que esa exaltación patriótica habla más de las crisis de la identidad nacional y de la funcionalidad estatal, que de la cohesión social que debería darse por descontada. Las instituciones políticas, confinadas territorialmente y ligadas al suelo, son incapaces de hacer frente a la extraterritorialidad y a la diversidad sociocultural que le viene de afuera y se manifiesta al interior de sus fronteras.

A tono con las dinámicas que signan la llamada globalización, las relaciones sociales ya no están en sí mismas marcadas por el peso de lo sólido, del vínculo establecido por trascendencias -así sean profanas-, sino por conexiones que en cualquier momento se pueden suspender o incluso cancelar de plano. Eso indica que los territorios y los espacios son mucho más virtuales que reales, y quizá la aproximación hacia un todo ficcional sea, desafortunadamente, más cierto que la cruda realidad. Una persona puede sentir que se relaciona más "íntimamente" con alguien a través del chat que con el vecino de en frente. El nuevo espacio es un espacio-velocidad que vuelve toda acción instantánea, y por ende virtualmente imposible de prevenir, así como potencialmente improbable de castigar. La imagen especular que devuelve esa impunidad de la acción es la "vulnerabilidad de los objetos", altamente ilimitada e irremediable, pero es una vulnerabilidad que debe ser ocultada a toda costa, porque, en efecto, pone en entredicho la capacidad del Estado para cumplir con las labores que el contrato con la Nación le exige. Queda así develada la verdad del don que relacionaba al Estado con los ciudadanos, y bien se sabe que enunciar las reglas del intercambio equivale a disolverlo. El Estado queda entonces expuesto a una competencia por producir la imagen (virtual) incluso más creíble de lo que realmente debería ser de verdad.

Ahora bien, el Estado colombiano tuvo que delegar los pilares de su fundación a individuos u organizaciones ajenos a su estructura. Desde el punto de vista de la coerción, los ciudadanos han tenido que ocuparse permanentemente de su propia seguridad, enfrentándose a otros sujetos, o incluso al mismo Estado, al tiempo que se han apropiado de la justicia según reglas establecidas por ellos mismos. Desde la independencia de España, el territorio colombiano ha sido escenario de incontables enfrentamientos bélicos, bien sea guerras contra la intención de reconquista, luchas civiles de distinto alcance e intensidad, brotes de violencia a causa de reivindicaciones campesinas o la consolidación de estructuras armadas paralelas tanto al Estado como a las organizaciones políticas institucionalmente reconocidas: levantamientos guerrilleros con pretensiones de alcanzar el poder estatal mediante el uso de la violencia, o el fenómeno paramilitar, nacido como iniciativa antisubversiva. Es decir, el Estado nunca ha podido establecer un monopolio exclusivo de la violencia en el territorio que está llamado a administrar, pero que efectivamente no lo hace porque tiene que competir tanto con individuos como con organizaciones en lugares en los que poseen, además del monopolio de la violencia, cierta hegemonía en la actividad económica. Esto ha llevado a que reiteradamente el Estado haya delegado en particulares las labores de administración de la violencia -y por tanto de la justicia- en sectores en los que ha sido incapaz de llegar con todo el peso de su institucionalidad, en tanto que incurre en desmanes y arbitrariedades por fuera de sí mismo.

Con respecto a la consolidación de la filiación afectiva de la Nación, la Iglesia católica ejerció una influencia notable en ámbitos que debía asumir la esfera estatal. En Colombia ocurrió algo que no se dio en México, Argentina o Brasil, como fue prolongar la alianza entre el trono y el altar que venía de la Colonia. Básicamente se pueden señalar cuatro actividades en las cuales la Institución Católica se mantuvo como principal autoridad. En primer lugar, la educación. Las primeras universidades fundadas en la Nueva Granada fueron indudablemente manejadas por comunidades religiosas. Igualmente la mayoría de colegios y escuelas estuvieron bajo la potestad de la institución eclesiástica, la cual fungió como administradora no solo de lo sagrado sino también de lo educativo. El principal trabajo que desarrollaron los misioneros de la Colonia, que luego participaron de la República, fue educar a los ciudadanos, particularmente a los criollos, pero específicamente su función consistió en ilustrar a las élites. (Sin duda, una de las preguntas que cabría hacerles a los superiores de las comunidades religiosas a cargo de la educación privada y oficial es que si educaron a la mayoría de las élites colombianas, ¿por qué han salido tantos líderes deshonestos?, o sea, ¿qué tipo de valores les transmitieron a sus formandos puesto que numerosos presidentes, alcaldes, gobernadores y senadores altamente cuestionados en Colombia, en un 90 % se educaron en instituciones católicas?). En segundo lugar, la regulación mediante algunos derechos civiles. Hasta hace muy poco era tan importante tener la partida de bautismo como el registro civil, pues la Iglesia mantenía el monopolio de la identificación de los ciudadanos; más aún, el certificado de defunción se expedía solamente si se había celebrado por una ceremonia religiosa. En este punto podría decirse que la identidad católica se mantiene, hecho que exige realizar ajustes en un país formalmente laico. Un ejemplo de ello es que en Colombia primero se celebra el rito católico del matrimonio y después se accede al acto civil, y la figura del Concordato establecía que el rito católico bastaba para formalizar la unión. En tercer lugar, la presencia de la Iglesia en regiones apartadas de los núcleos poblacionales ha sido determinante. Como el Estado se mostró incapaz de llegar a los rincones del territorio, la labor de las misiones fue importantísima en los procesos de articulación civil en la institucionalidad, ya que en principio lo eclesial cumplía funciones estatales. En cuarto lugar, la asistencia a los sectores más vulnerables de la población mediante obras de beneficencia y caridad pública. Por ejemplo, si se mira con cuidado la historia de la medicina en Colombia, esta está ligada al Hospital San Juan de Dios: toda una labor de seguridad social que se suponía el Estado debía dar a sus socios, cumplida por la Iglesia. Por último, indudablemente la Iglesia es una institución que a lo largo de la historia republicana ha sido mediadora del conflicto. Aún hoy es mucho más fácil que en zonas apartadas de los grandes centros urbanos se reconozca al párroco como autoridad legítima del pueblo, más allá del control militar que grupos al margen de la ley tengan del territorio. Así, puede afirmarse que la identidad colombiana en un alto porcentaje es católica.

Ahora, en el terreno de las garantías de seguridad -no en términos de pacificación sino de protección a la población nacional, que es esa otra seguridad que forja el contrato democrático-, los sistemas de protección social, por haber sido atendidos tan deficiente y precariamente por el Estado, se convirtieron en una suerte de donación de mal aliento, sucedánea de la institución caritativa. Enfrentados a la pura necesidad, individuos que desearían contar con una relativa autonomía socioeconómica sufren la discriminación concreta de estar afiliados al Sisbén -sistema de salud subsidiado para los pobres-, sin contar con las garantías que ofrece estar inscrito en una EPS bajo el régimen contributivo de cotización que se rige por las pautas del mercado.

Como balance histórico habría que analizar justamente qué implicaciones tuvo el hecho de esa comparecencia simultánea de Estado e Iglesia para atender las labores que no pudo asumir el primero. Arriesgando un poco el análisis, podría afirmarse que en Colombia no se dio el típico matrimonio entre Estado y Nación sino entre Estado e Iglesia, siendo esta última casi la sustituta de aquella durante el siglo XIX. Sería interesante tener presente esa hegemonía simbólica que animó a la institución eclesial por muchos años, y habría que tener en cuenta cómo se empezaron a formar los primeros colegios americanos...; incluso sería necesario preguntarse qué pasó con el Instituto Lingüístico de Verano, el cual fue introduciéndose en zonas de misión hasta tener que competir con la administración católica en territorios apartados.

A propósito, debe afirmarse que para consolidar un proyecto verdaderamente moderno existieron barreras también en la disposición geográfica de la capital: al ubicarla tan lejos del mar, buscando protegerse de la malaria y otras enfermedades tropicales, blindó a la Nación contra el flujo migratorio constante y, por tanto, resguardó a la población de las creencias protestantes y de otros registros mundiales que son el suministro para conformar sociedades cosmopolitas. El país no ha sido sistemáticamente abierto al extranjero ni a los extranjeros, solo parcialmente en la costa Atlántica con las migraciones libanesas y turcas; por ello a Colombia no llegaron italianos, portugueses o franceses tal como ocurrió efectivamente en países como Brasil o Argentina, que son Estados más aventajados en la consolidación de instituciones políticas modernas. Un presidente como Laureano Gómez decía todavía en el siglo XX que era un desacierto abrirle las puertas a los extranjeros, porque a través de ellos la sociedad colombiana se contaminaría con "herejías protestantes y ateas" que atentaban contra la moral y las buenas costumbres. Los colombianos hemos estado encerrados en nosotros mismos, y esa característica no solo es bogotana sino que atraviesa todo el territorio, salvo la ya citada excepción de los costeños. Como consecuencia de ese fenómeno, la idea del otro distinto, de la alteridad, no se construyó en Colombia a escala internacional, y no se ha sabido integrar verdaderamente esa extraterritorialidad al interior de las identidades nacionales, condición esta que podría ayudar a explicar parcialmente la deficiencia en conciliar la diversidad sociocultural propia del territorio.

No obstante, la trayectoria histórica del Estado colombiano encuentra, hacia mediados del siglo XX, un hito modernizador: el denominado Frente Nacional, que instituyó la repartición del poder político so pretexto de pacificar al país, luego de una etapa histórica conocida como la Violencia. En ese periodo se expresa la voluntad explícita del Estado de reemplazar la permisividad resultante de la incapacidad de erigirse como detentador legítimo de la violencia física y simbólica, por la afirmación de una institucionalidad fuerte.

El fortalecimiento estatal del Frente Nacional implicó un revés político que consagró el bipartidismo como única fórmula institucional de ejercicio del poder, dejando de lado amplios sectores de la población. Eso explica el surgimiento de "contra-poderes" alternos: en ese momento nacieron las guerrillas de las FARC y el ELN, al margen del poder estatal que les negó expresión democrática por fuera de los partidos tradicionales. Erigiendo en contra del Estado reivindicaciones de sectores concretos de la población campesina, los insurrectos fueron compelidos a ello por la imposibilidad de articularse en las fuerzas políticas que se autodesignaron como detentadoras del poder y por la fuerte represión que las fuerzas armadas legales e ilegales infringieron a las iniciativas alternativas al proyecto de liberales y conservadores. Fácil es reconocer que una afirmación de este tipo, toda vez que el conflicto se ha degenerado al punto que se encuentra hoy, podría resultar políticamente incorrecta o incluso abiertamente antiestatal; pero es conveniente recordar que el Estado colombiano también ha sido históricamente responsable de la emergencia de grupos insurgentes, y, además, no se debe olvidar que en principio esos grupos armados al margen de la ley también fueron una expresión de la sociedad que se reconocía nacional, y que hasta hoy no ha renegado de ese principio, aunque la barbarie de sus métodos nos pone a dudar ya no de su condición nacional sino de su humanidad específica. Por eso parece que cuando hablamos de la guerrilla -o de los paramilitares-, es como si estuviéramos hablando de un extranjero, pero ellos son producto de unas condiciones concretas de la historia del Estado y la Nación colombianos. En la medida en que la sociedad sienta "que los malos son ellos" y los buenos "somos nosotros", evidentemente el país seguirá polarizado y lejos quedará el necesario horizonte de una verdadera reconciliación nacional.

También hay que recordar que los ecos de la Guerra Fría aportaron un marco referencial a las guerrillas colombianas, no solo en la elaboración de los principios ideológicos sino también en la planeación de una estructura organizativa insurgente. Empero, las guerrillas no fueron las únicas fuerzas armadas que surgieron durante el Frente Nacional. Los años 50 son también el escenario en el que aparecen fuerzas paramilitares que, a diferencia de las organizaciones guerrilleras, no se armaron contra el poder del Estado, sino que se formaron como "organizaciones político-militares de carácter civil y antisubversivo", según su propia denominación. Es decir, como expresión privada de la defensa de intereses particulares que tangencialmente podían identificarse con los intereses de la institucionalidad estatal. Más allá de los intentos guerrilleros por instituir Estados paralelos a la oficialidad, propósito cumplido particularmente por las FARC en algunos lugares del país, la estructura paramilitar intentaba salvaguardar intereses privados en regiones donde la fuerza del Estado era insuficiente ante la avanzada insurgente. Más aún, buena parte de las bases paramilitares estaban conformadas por desertores de las guerrillas, que aportaban un cierto nivel de efectividad militar a la organización. Paulatinamente estos grupos antisubversivos se fueron convirtiendo en policías privadas pagadas por particulares, que a fin de asegurar las propiedades descuidadas por el Estado y amenazadas por las acciones insurgentes iniciaron una nueva fase del conflicto colombiano.

Al término de la Guerra Fría la ideología que alentaba a los grupos guerrilleros ingresó en un estado de debilitamiento que contrastaba con el fortalecimiento de los grupos dedicados al tráfico de drogas. Los valores que hasta la década del 80 habían animado las luchas guerrilleras cayeron en descrédito y, en buena medida, fueron sustituidos por actividades vinculadas a la industria de la droga. La agroindustria cocalera creó una nueva imagen pública acerca de las guerrillas y les permitió lograr niveles superiores de organización. Algunos analistas ven en la incursión de los grupos guerrilleros en este negocio no solo una fuente de financiación, sino la razón de su subsistencia en el largo plazo, y, por tanto, una inapelable justificación para considerarlos organizaciones terroristas. De exponentes con francas convicciones contra el sistema, las guerrillas pasaron a ser jugadores tramposos, al tiempo que los grupos paramilitares confirmaron igualmente su ilegalidad participando del tráfico ilícito. A las fuentes de financiación tradicionales, relacionada con la seguridad privada y la extorsión, se agregó la producción y distribución de base de coca, por lo cual fueron creadas en su interior estructuras altamente especializadas. Más tarde, el fenómeno paramilitar también sería tipificado como terrorista, deslindado de toda institucionalidad, y por tanto combatido con métodos que le negaban toda posibilidad de estatus político. A esto debe sumarse la estrategia antinarcóticos formulada en el Plan Colombia mediante concertación con el Gobierno de Estados Unidos, el cual demuestra la percepción internacional que se tiene de ambas organizaciones y la imposibilidad de establecer procesos de negociación con la simple entrega unilateral de armas, a cambio de prerrogativas o disminución de las penas merecidas por los crímenes cometidos. Todo ello, sin embargo, no ha sido óbice para que en los últimos años el Gobierno haya adelantado procesos de negociación con los grupos paramilitares y con algunas organizaciones guerrilleras.

Paralelamente, los acontecimientos del 11 de septiembre en Nueva York y Washington han suscitado un uso excesivo de la categoría "terrorismo". Desde una perspectiva sociológica habría que objetivar tal denominación esclareciendo los contextos, los procedimientos y las pretensiones explícitas de estos grupos armados ilegales en Colombia, los cuales también podrían catalogarse como burocracias armadas. Matices específicos son imperativos, pues las acciones de estos grupos -que indudablemente figuran como terroristas por atacar sin piedad a la población civil- no son de la misma naturaleza que aquellas motivadas por cuestiones fundamentalistas, convertidas en los espectaculares acontecimientos que marcaron una pauta de entrada al nuevo milenio. En esa dirección, es prudente establecer escalas de acciones y procedimientos si se compara la guerrilla y los paramilitares de Colombia con otro tipo de expresiones que se han presentado en diversos escenarios del planeta. Entonces se justificaría establecer los dos extremos de la escala: aquellos grupos sustentados en "reivindicaciones ideológicas" enmarcadas en luchas eminentemente nacionales o ligadas a las dinámicas del tráfico de drogas, en contraposición a organizaciones definidas por el suicido de militantes y la imposible correspondencia de las fuerzas enfrentadas tanto en términos militares como simbólicos.

Si se entienden las dificultades del Estado para regular a los actores y las prácticas democráticas que en un ámbito plural deberían desarrollarse en su interior, la noción de terrorismo podría plantearse como consecuencia inesperada de los intentos de llevar hasta sus últimas consecuencias los fundamentos del Estado. Desafortunadamente, lo que se reprime al interior reaparece en el exterior. El terrorismo surge entonces como la manifestación radical de aquello que el Estado no ha podido o no ha permitido encauzar. Reconocer y hacer memoria de esa incapacidad propiciaría nuevas formas de articulación civil -por definición pacíficas- en los marcos legítimos del Estado, al tiempo que este se pone en el lugar del administrador de los diversos intereses que allí se expresan, no en términos de imposiciones que pesan sobre toda la organización política -a manera de golpes de Estado-, sino como regulaciones de las distintas comunidades asociadas a él, todas ellas deudoras del respeto a la diversidad en tanto condición primera de la expresión democrática.

Que el Estado moderno ataque al terrorismo utilizando procedimientos análogos, implica una renuncia a su hegemonía legítima, a los principios de seguridad y regulación simbólica que son su signo más destacado y la impronta más prestigiosa de la democracia. La pregunta de fondo sería entonces, ¿reflexionar comparativamente sobre las manifestaciones sintomáticas del terrorismo puede contribuir hoy a recomposiciones éticas y simbólicas al interior del Estado colombiano? Sobre todo si se tiene en cuenta que la misma institucionalidad posee dificultades con la ley y con la historia. Hace pocos meses fue llamado a declarar el expresidente Belisario Betancur por los desaparecidos del Palacio de Justicia hace casi 31 años, y todavía queda inacabado el juicio que la Nación debe hacer por el genocidio de la UP, solo por citar dos buenos ejemplos.

Caso especial es el actual proceso de paz con la guerrilla de las FARC que en La Habana (Cuba) adelanta el Gobierno colombiano. A través de la mesa de negociación de una agenda concertada, la iniciativa busca darle fin al conflicto armado más prolongado de América Latina a partir de cinco puntos específicos: 1) la cuestión de la distribución de la tierra, 2) el cómo cambiar balas por votos, 3) el problema del control de los territorios en donde se cultiva y distribuye la coca para el tráfico ilícito de estupefacientes, 4) la necesaria justicia transicional para quienes se acojan a los Acuerdos de Paz y 5) el proceso de dejación de armas y reinserción de los futuros excombatientes. ¿No será que gracias a la expectativa mediática se intenta camuflar un problema que sigue campeándose en los ámbitos de la política real? ¿No será que por vía de esa virtualización se niega la verdad, la justicia y la reparación, tan urgentes para la consolidación de un verdadero proyecto nacional? ¿Cómo lograr entender y validar socialmente los "acuerdos" que se suscriban como el necesario paso hacia la construcción de una "ficción bien fundada" de un "nuevo país"?

La pregunta de fondo que corresponde plantear para tratar de vislumbrar alternativas ante la situación de terror que vive Colombia sería: ¿cómo construir un Estado capaz de tener el monopolio de la violencia física y simbólica sin que debido a las condiciones de precariedad institucional, de conflicto armado interno y de las dinámicas propias de la globalización recurra al terror o al permanente Estado de excepción? En otros términos: ¿cómo realizar un pacto ético para construir ciudadanía y cultura democrática en nuestro país?

En vez de aventurar una respuesta, nos conformamos con indicar tres alternativas que las sociedades han empleado para enfrentar las diversidades incluidas en un territorio de conflicto. La primera consiste en "comerse al otro"..., en arrasarlo sin dejar rastro de él en una identidad hegemónica, bien a través de una aniquilación violenta o una cooptación ciega. De otro lado, podría "vomitarse al otro"..., expulsar las alteridades problemáticas hacia un espacio que debe convertirse en el escenario de un exilio. Por último, queda la alternativa de tratar de integrar la alteridad adyacente, inclusive contraria, mediante un diálogo en el que se permita, a partir de parámetros éticos civiles mínimos, conciliar las distintas formas de ver el mundo, de vivir e interactuar con otros ciudadanos (ya no vistos como enemigos) que comparten mucho más que un territorio: las esperanzas de construir lo potencialmente viable de un país en un futuro no muy lejano. Desafortunadamente no parece tan obvio que la sociedad colombiana quiera comprometerse con esta última alternativa.


REFERENCIAS

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