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Justicia

versão impressa ISSN 0124-7441

Justicia vol.26 no.39 Barranquilla jan./jun. 2021  Epub 21-Maio-2021

https://doi.org/10.17081/just.26.39.3791 

Artículos

De narrativas de la violencia a narrativas del perdón: aproximación desde crónicas periodísticas Colombianas

From narratives of violence to narratives of forgiveness: an approach from Colombian journalistic chronicles

Jorge Eduardo Vasquez Santamaria1 

Natalia Andrea Alzate Alzate2 

1Universidad Católica Luis Amigó- Medellín, Colombia. jorge.vasquezsa@amigo.edu.co

2Universidad Católica Luis Amigó- Medellín, Colombia. natalia.alzateal@amigo.edu.co


Resumen

Tras años de conflicto armado interno en Colombia, con la asunción de la palabra que configura el perdón entre víctimas y victimarios, se abre camino a una nueva contribución para la reconciliación y la construcción de la paz. Desde la pregunta ¿Cómo se ha configurado el perdón a partir de los géneros literarios dentro del conflicto armado interno en Colombia (1948-2016)?, estas páginas reúnen hallazgos a partir de la crónica periodística como expresión literaria. Para su abordaje se empleó un diseño metodológico cualitativo, con enfoque histórico hermenéutico e investigación documental, desde el cual inicialmente se transita a través de una reflexión sobre la narración de la violencia, luego se da paso a una construcción reflexiva del perdón, y finalmente, se aprehenden narrativas que sobre él han sido registradas en las distintas columnas de la crónica periodística con el propósito de comprender las configuraciones que ha tenido a través de este género literario.

Palabras clave: conflicto armado interno; violencia; narrativa; perdón

Abstract

After years of internal armed conflict in Colombia, with the assumption of the word that configures forgiveness between victims and perpetrators, a new contribution for reconciliation and peace building is made. From the question, How has forgiveness been configured based on literary genres within the internal armed conflict in Colombia (1948-2016)? These pages gather findings based on the journalistic chronicle as a literary expression. For its approach, a qualitative methodological design was used, with a hermeneutical historical approach and documentary research, from which it is initially passed through a reflection on the narration of violence, then gives way to a reflexive construction of forgiveness, and finally, narratives are apprehended about him that have been recorded in the different columns of the journalistic chronicle with the purpose of understanding the configurations that he has had through this literary genre.

Keywords: internal armed conflict; violence; narrative; forgiveness

I. Introducción

Colombia atraviesa un momento histórico en el que la palabra lentamente está desplazando el silencio, “cómplice oculto que nos ataca y nos hiere, que nos sepulta en los rincones oscuros del olvido, anhelado por aquellos que pretenden escribir la historia para esconder la verdad, para asesinar los sucesos, para ocultar que alguna vez la violencia recorrió sanguinolenta todos los rincones de casa” (Espinal, 2015, p. 5).

La expresión de la palabra que se sobrepone a los históricos silencios del conflicto, esta dando paso a la oportunidad de una transformación social que se hacía imposible en la mente de varias generaciones. El prolongado enfrentamiento armado interno que condenaba a la sociedad civil colombiana y se perfilaba como un espiral en constante crecimiento y sin punto final, en la actualidad encuentra en la exteriorización de la palabra una fuerza que emerge y se fortalece gracias a la posibilidad del entendimiento que se cultiva a través del diálogo y la conciliación entre las partes.

La elipsis por la que optaban las víctimas en Colombia como forma de sobrellevar el duelo, el desarraigo, la pérdida y la indignidad en la que otros los sumieron, generó que acudieran a una actitud de enmudecimiento y distancia como estrategia para mantenerse vivos o resucitar sin estar muertos. Durante años las víctimas silenciaron el potencial de su palabra porque siempre, en todas las épocas y latitudes, la palabra ha entrañado riesgos, pero estos son mayores cuando aquella es depositaria directa de la verdad y proviene de un sujeto en cuyo cuerpo se han plasmado las marcas de la guerra.

En las víctimas directas e indirectas del conflicto armado interno colombiano durante años prevaleció el silencio, aquel que “nos impide gritar la verdad que todos conocemos, nos humilla, nos aniquila, nos retuerce los temores que habitan el alma, nos enseña con su lenguaje mudo que gritar se convierte en un arma que se vuelve contra nosotros porque el grito es la voz de alerta frente a los asesinos que habitan la noche” (Espinal, 2015, p. 5).

El resurgimiento de la palabra da lugar a encontrarnos con la construcción de narraciones, y estas, perpetúan las tradiciones a partir de las cuales se construyen y recrean las identidades sociales que concurren y se identifican a través del reconocimiento de las experiencias propias y de los otros. La palabra narrada convoca para despejar, liberar y comprender, hace “que el silencio se muera, que broten los gritos, que se libere el alma, que la vida prosiga, que la verdad se alcance, que no se oculten los muertos en las noches oscuras, en las cuales el mal se agiganta y quebranta las esperanzas dulces, que habitan los delirios de aquellos que sueñan con un mejor mañana.” (Espinal, 2015, p. 5 - 6).

Pero la palabra narrada al mismo tiempo es un instrumento que reta, intimida, pone al descubierto, provoca la duda, y así, amenaza las fuerzas del poder. De ello que quienes levantan sus voces para narrar el tras escena de una violencia que en muchas ocasiones trató de ser justificada, menospreciada o desconocida, fueron objeto de censura, persecuciones, señalamientos y restricciones, sometidos al silencio, “la forma más dolorosa de ir por el mundo gritando los dolores que fatigan el cuerpo y el alma. El silencio es un grito que se queda venas adentro, que circula por la sangre, que cuenta historias sin luz y sin eco, el silencio es la voz del derrotado, la esperanza del vencido, el único camino que le queda al miedo.” (Espinal, 2015, p. 5).

Cuando el conflicto armado interno calló en vida las voces de quienes lo padecieron, puso en el filo del abismo el transcurrir elemental de la relación social en la que se descubren y construyen subjetividades a través del diálogo, con el agregado de que aquella relación esta permeada por los terribles males que son acontecimientos comunes depositados en la vida de los ciudadanos por el conflicto armado interno colombiano, acontecimientos que deben ser encarados para comprenderlos y no repetirlos.

La amenaza a la narración de las vivencias y al conocimiento de la verdad ha producido en los años de conflicto una carencia de alguien con actitud de escucha, una necesidad tan esencial como transformadora, siempre que “la persona está llamada a integrar los distintos aspectos de su vida, reconociendo su propia identidad, aun en medio de las crisis. Esto se produce recuperando continuamente la propia historia pasada y narrándola a alguien que la escuche y que, en ese sentido, acepte ser compañero de viaje” (Sandrín, 2014, p. 56 citado en García Castellano, 2015, p. 17).

Lo anterior devino en la invisibilización y el desconocimiento de quienes padecieron los vejámenes directos de las agresiones, y tras de ello, se produjo una pérdida testimonial irreparable para el esclarecimiento social y político de las atrocidades en el país, que hubiesen podido conllevar a la reinvención de la vida personal y colectiva, convirtiéndose en instrumentos de transformación pedagógica, ética y jurídica.

Sin embargo, la palabra no muere, incluso cuando el sujeto ha dejado de existir, la palabra mantiene el poder de pervivir a través de las narraciones literarias y transportarse de generación en generación, permeando con su poder los escenarios de la memoria y vitalizando las movilizaciones del cambio para proteger los bienes que siempre se han sabido valiosos.

Las narrativas son “el ámbito de revelación de la pluralidad de los hombres que comparten una época. En ellas, los hombres son ―lectores y escritores de su propio tiempo” (Ricoeur, 1999, p. 24-26). La narrativa es secuencia temporal, “más allá de la fábula y de la trama, contar historias es, antes que nada, proponer un evento temporal global (López, 2002, p. 12) siempre que vincula al destinatario con el acontecimiento como un hecho a través del cual puede leer y dotar de sentido su propia experiencia. “Narrar es la promulgación de un orgánico temporal completo en sí mismo. Es un proceso de duración determinada con un principio, un desarrollo o crecimiento, una serie de cualidades cronokinéticas y un fin”. (López, 2002, p. 12).

La palabra narrada es sobreposición al silencio, y en el texto literario encuentra un medio para ser plasmada y transmitida, lo que constituye un bitácora que cobra un incalculado valor en el presente de una sociedad que con el pasar de los días, y de los esfuerzos por superar el histórico conflicto armado interno, comprende que es necesario hacer frente a lo sucedido, desafiando hechos que se recrean a partir del otro, asumiendo el compromiso con una historia que es común, que le pertenece, y sobre la cual tiene el poder de convertirla en un insumo de transformación, una historia que debe ser rescatada de la oscuridad del silencio e iluminada con el poder de la escucha.

En el caso colombiano la palabra ha privilegiado la narración de la violencia que ha caracterizado la historia reciente de la Nación. Como explica Rueda (2008):

(…) una parte significativa de los textos que se han escrito sobre Colombia, en campos como la literatura, la crónica, la historia y las ciencias sociales, otorgan a la “violencia” un papel central en la configuración de la vida social, política, económica y cultural del país. Las razones de esta recurrencia resultan evidentes. La violencia en Colombia ha tenido efectos catastróficos sobre la configuración social del país y sobre las vidas individuales de la gran mayoría de sus habitantes.” (p. 345).

El texto literario, asumido como “todo texto escrito que brinde información referente a la cultura” (Vallejo, 2009, p. 22) es uno de los instrumentos en los cuales se ilumina la palabra y se posibilita emprender actos de transformación social en un país que trabaja por la construcción de la paz. En un momento que ofrece la oportunidad para rehacer las condiciones que permiten la construcción de un nuevo porvenir, aportar a la superación del silencio y al levantamiento de la palabra es un compromiso político, ético y jurídico.

En ese cometido, el perdón es el objeto a partir del cual se concentra el rescate de la narrativa en los textos literarios, y si bien es necesario reconocer que hacer una reconstrucción de las formas a través de las cuales se ha configurado el perdón en los distintos géneros literarios elaborados sobre el conflicto armado interno de Colombia implica partir de narraciones sobre la violencia, en estas páginas se privilegian narrativas que han visibilizado el perdón sobre hechos ocurridos durante el conflicto.

Hacer una reconstrucción de las diferentes formas de perdón dentro de las narrativas literarias, implica reivindicar a través del camino de la palabra, lo que por derecho Colombia es: un Estado Social, donde la coexistencia pacífica no continúe siendo una deuda permanente y una apuesta inalcanzable del texto constitucional que se quede únicamente como un valor de papel.

Por eso, el texto literario debe desafiar la capacidad de narrar lo vivido enfrentando el imperativo de contar, cumpliendo un papel reparador y dignificante que de manera proyectiva imponga como obligación social, en cabeza de todos los actores, la reconstrucción de la convivencia y la reconfiguración del sistema democrático, entendiendo que es a partir de la discrepancia que se construye la identidad.

Ese es uno de los retos de la presente investigación, entregarle al lector no sólo una etnografía del dolor sino un documento con vocación pedagógica que haga comprender que en el marco de la violencia el dolor no compete solo a la parte de la sociedad que directamente se vio y se ve afectada por el conflicto, sino que su padecimiento “en ese otro que pude y puedo ser yo”, tiene que superar la rutinización de lo cotidiano, y volcar a todo un pueblo en la asunción de unas narrativas de perdón que permitan una alternativa al fuego cruzado, se conviertan en un manifiesto por la paz, por la reparación integral y por la convivencia, y recreen los elementos necesarios de un perdón a partir del cual se explique la construcción de sujeto como herramienta de reflexión que desvirtúe por fin la dicotomía entre el agresor y el agredido.

Como producto de investigación del grupo Orbis Iuris, desde la pregunta ¿Cómo se ha configurado el perdón a partir de los géneros literarios dentro del conflicto armado interno en Colombia (1948-2016)?, los resultados presentados en este escrito se concentran específicamente en la crónica periodística como expresión de la literatura, un fenómeno multifacético de textos orales y escritos que conservan la memoria de una comunidad, y que además implica una práctica social cuyas reglas de producción y de lectura se transforman histórica y culturalmente. Marcel Proust resume de manera excepcional el cometido de la literatura cuando en su obra “En busca del tiempo perdido”, señala:

(…) la verdadera vida, la vida al fin descubierta e iluminada, la única vida por consiguiente realmente vivida, es la literatura: ésa que, en un sentido, habita a cada instante en todos los hombres tanto como en el artista. (…) Solamente por el arte podemos salir de nosotros, saber lo que ve otro de ese universo que no es el mismo que el nuestro, y cuyos paisajes nos habrían permanecido tan desconocidos como los que puede haber en la luna (Proust, 1993, p. 192).

II. Metodología

Metodológicamente esta investigación esta sustentada en el paradigma cualitativo, toda vez que su interés central está en conocer “las experiencias de los seres humanos” (Páramo, 2016, p. 25) específicamente las de aquellos que después de atravesar situaciones violentas se enfrentan a un panorama político y social que intenta repararlos y en el que se esfuerzan por repararse, un contexto que los enfrenta a actos de perdón en medio de una sociedad expectante y polarizada que en cualquier caso emitirá juicios de valor. La vía cualitativa sugiere que el fenómeno a investigar “es complejo y holístico” (Cuevas, 2002, p. 49) y nos permite ponernos en la ruta de comprender las configuraciones de los actos de perdón, así como del sentido y el significado que posee dicha acción humana en una sociedad acostumbrada a la violencia.

Esta investigación indaga la figura de perdón mediante relatos literarios depositados en el género de la crónica periodística, los cuales se recogen por la vía del testimonio y del relato, historias de muchas de las personas que protagonizaron los actos violentos que definieron parte del histórico conflicto armado interno. Así las cosas, mediante una investigación documental (Uribe, 2016) se propone la indagación de la categoría “perdón” como una figura que puede aparecer de manera implícita (mediante actos simbólicos y reflexivos) o explicita (mediante expresiones concretas y directas) en fuentes derivadas de la narrativa literaria como las crónicas.

El anterior ejercicio se propone desde un enfoque histórico hermenéutico que, siguiendo los postulados de la filosofía hermenéutica de Gadamer expuestos por Vergara (2011), nos pone en la vía de la comprensión y la interpretación a partir del vínculo de tres elementos fundamentales en el análisis documental literario: lo estético y sublime, lo histórico y tradicional, y el lenguaje. En este contexto el correlato de la comprensión se entiende como:

Aquella experiencia de apropiación de sentido del comprender que alcanza la clarificación de la relación entre comprensión y vida, entre interpretación y experiencia, entre perspectiva y sentido como la labor primordial de la hermenéutica como plataforma comprensora/interpretativa de la figuratividad moderna y de su proceso transformativo (Vergara, 2011, p. 76).

Para dar cuenta de las configuraciones del perdón registradas en las narrativas de la crónica periodística colombiana, es preciso establecer algunas claridades que respalden la responsabilidad con la información y con los efectos posibles que se deriven a partir de los hallazgos encontrados, pero más aún, con la historia que se exhibe a partir de profundos y arduos episodios que determinaron la vida de seres humanos asentados en una Nación que aún se resiste a enfrentar la crueldad de su pasado, y que inciden en el deber que tiene de promover la comprensión de un conflicto del que también es víctima.

Es importante resaltar que en estas páginas solo se socializan hallazgos extraídos a partir de la valiosa información recolectada y sistematizada desde la revista Semana, una fuente de información en la que reposan escritos que coinciden con el género de la crónica periodística. La revista Semana fue fundada en la misma década en la que se recrudeció la violencia por cuenta del homicidio del líder Jorge Eliécer Gaitán, y si bien fue suspendida en 1961, reapareció en 1982 (Revista Semana: 30 años de periodismo con carácter, 2012) y se consolida como un acreditado medio de información en Colombia.

La revista Semana fue asumida como una fuente de información muy especial para explorar las narrativas registradas en las crónicas que abordaron el perdón en el conflicto armado interno colombiano, toda vez que nació con la aparición de la violencia política, y se ha mantenido a través de las décadas, registrando y analizando los distintos episodios del conflicto armado interno nacional, en un esfuerzo por contribuir con el esclarecimiento de los hechos, la prevalencia de la verdad, y la construcción de la memoria.

Con esta selección no se quiere descalificar o desconocer el inmenso valor que reposa en otras fuentes, a las cuales en ocasiones acudiremos para ampliar las dimensiones de los contenidos y repercusiones que el tratamiento del perdón tuvo en algunos momentos o sobre algunos acontecimientos.

También es importante mencionar que en este escrito se privilegiará el periodo 2011 - 2018, un momento histórico reciente en el que con mayor evidencia y contundencia se plasman las configuraciones del perdón en fuentes literarias. Con ello no quiere dejarse la idea que en las décadas anteriores no existan narrativas sobre el perdón en las crónicas periodísticas, y tras de ellas, un inmenso grupo de seres humanos victimizados por el conflicto armado interno. Lo que se privilegia es un momento en el cual la narrativa emprende una transición, se trata del paso de la preeminencia de las narraciones propias de la agresión, la violencia, el miedo, la sangre y la muerte, a otras que visibilizan actos de desprendimiento de cargas históricas, necesidad de cambio, reencuentros dolorosos con el pasado y saneamiento del ser, se trata de narrativas dedicadas al perdón.

Con el ánimo de ofrecer avales que patrocinen la rigurosidad del ejercicio, es necesario precisar que la interpretación y valoración de las narrativas se hizo sobre registros escritos y audiovisuales de la revista Semana rastreados a través de su archivo electrónico, sin hacer un filtro temporal. Con ello se tuvo acceso al universo de titulares vinculados con la categoría perdón, la cual se empleó como la única unidad de información para hacer el rastreo.

Los escritos seleccionados se corresponden con hechos estrictamente vinculados con las partes enfrentadas dentro del conflicto, por lo que no se tuvieron en cuenta columnas asociadas al perdón con hechos diferentes. Tampoco fueron seleccionados los titulares relacionados con la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, toda vez que se trata de un suceso donde el perdón se constituye en un acto suficientemente condicionado en las esferas políticas gubernamentales que restringe su posibilidad de interpretación y valoración.

Para este caso, la transición narrativa temporalmente se define desde el escrito titulado “Perdón”, publicado en Semana el 12 de diciembre de 2011, y en adelante, se acrecienta hasta nuestros días debido a los diálogos de paz, la firma de los acuerdos entre las FARC y el Gobierno Nacional, y el inicio del posacuerdo. De ello que obligados a no truncar el curso de la evolución de un episodio trascendental de la historia colombiana como son los aprendizajes que giran alrededor de las exteriorizaciones del perdón suscitado por el conflicto armado interno, que se aprobara la ampliación de la fecha de cierre hasta el año 2018 y no el año 2016 que inicialmente había sido fijado como límite para realizar la investigación.

De un total de 3.072 registros referenciados en el archivo digital de la revista Semana que incluían la categoría perdón, se seleccionaron un total de noventa y ocho (98) titulares directamente asociados al conflicto armado interno colombiano distribuidos así: dos (2) del año 2011, dos (2) del año 2012, cinco (5) del año 2013, diecinueve (19) del año 2014, once (11) del año 2015, treinta y siete (37) del año 2016, trece (13) del año 2017, y diez (10) del año 2018.

La mayoría de los titulares reseñan narrativas del perdón vinculadas con acontecimientos o personajes emblemáticos del conflicto armado interno. Así ocurre, por ejemplo, con el secuestro y asesinato de los once diputados de la Asamblea del departamento del Valle del Cauca - “La increíble fuerza del perdón en el proceso de paz” publicado el 12 de septiembre de 2016, “Las Farc piden perdón en Cali”, publicado el 2 de diciembre de 2016, “La desgarradora carta de perdón de la hija de un diputado del Valle”, publicado el 27 de septiembre de 2016, “Las Farc piden perdón por el asesinato de exdiputados” publicado el 12 de septiembre de 2016, y “Farc reconocen que cometieron una injusticia con diputados del Valle”, publicado el 1 de diciembre de 2016 - o a partir del atentado terrorista contra el club El Nogal de Bogotá -“No hay nada por lo que debamos pedir perdón: Vicepresidenta sobre el fallo del Nogal”, publicado el 27 de agosto de 2018, “El perdón de las FARC que divide al Club El Nogal”, publicado el 10 de febrero de 2018, “FARC sellan pacto de verdad con víctimas de la bomba en club El Nogal”, publicado el 5 de abril de 2017, “Uribe y FARC polémica por El Nogal”, publicado el 14 de febrero de 2018.

También hay grupos de columnas asociadas con las exteriorizaciones de petición de perdón por parte de dirigentes de grupos guerrilleros o del Gobierno colombiano -“Timochenko pide perdón al Papa por las lagrimas y el dolor ocasionado por las FARC”, publicado el 8 de septiembre de 2017, “Pido perdón porque permití que se cometieran barbaries”, publicado el 6 de marzo de 2018, “La muerte del gobernador Guillermo Gaviria nunca debió ocurrir: Timochenko”, publicado el 5 de mayo de 2018, “Perdón infinitamente Bojayá: Iván Márquez”, publicado el 29 de septiembre de 2016, y “El perdón de Santos”, publicado el 7 de noviembre de 2015-.

Titulares como los reseñados son pinceladas a través de las cuales es posible adentrarse en la asunción de la palabra que configura el perdón entre víctimas y victimarios, y tras de ello, en la posibilidad de la reconciliación para la edificación de la paz. Para su abordaje, inicialmente transitaremos a través de una reflexión sobre la narración de la violencia para luego dar paso a una construcción reflexiva del perdón, y finalmente, aprehender las narrativas que sobre él han sido depositadas en las distintas columnas de la revista Semana, para comprender las configuraciones que ha tenido desde este género literario en el conflicto armado interno colombiano.

III. Narrar la violencia: el vínculo entre literatura y sociedad

¿Cómo se pueden narrar las experiencias límite? ¿cómo poner en palabras sucesos que, por su naturaleza violenta, desbordan la subjetividad humana? Toda forma de violencia desata una crisis y repercute en la noción que como sociedad hemos construido en torno al sujeto, la historia y la cultura. La violencia es un común denominador en las historias de la conformación de las naciones, su carácter en la mayoría de los casos masivo, tiende a invisibilizar las historias individuales de los sujetos que por diversos motivos hacen parte del suceso, agrupándolos mediante un trato indiferenciado que desconoce la subjetividad de la vida humana. Esa violencia también se instaura en Colombia, y tuvo en el conflicto armado interno una de sus mayores expresiones.

Por lo general los datos que se presentan sobre la violencia son de carácter estadístico, informes de cantidades versus año y ubicación geográfica; las historias íntimas por su lado, las que dialogan con nuestra propia subjetividad, quedan escondidas tras esas cifras, o son tratadas como un espectáculo mediático, lo que en el caso colombiano parecía inmortalizarse con nombres como Ingrid Betancourt, Clara Rojas, Sigifredo López o Álan Jara. En cualquier de los casos, ese tratamiento de las historias no nos acercan a la comprensión del dolor humano, por el contrario nos distancian.

Por esta razón se hace necesario pensar los actos violentos y reflexionarlos a la luz de teorías críticas y reflexivas que sirvan de puente entre el fenómeno que nos desborda y la capacidad de narrarlo para, con ello, ampliar el nivel de compresión sobre los sucesos. La literatura, en tanto manifestación estética, se enfrenta a este fenómeno desde la dificultad que supone representar el dolor y el horror de la realidad humana, y desde ahí produce nuevas significaciones y “un grado de conciencia social sobre estas significaciones nuevas, que puede incidir sobre la estructuración de formas ideológicas discursivas de lo real social”. (Sarlo y Altamirano, 2001, p 26).

Apuntes sobre la violencia

Los delitos de lesa humanidad, las masacres, los secuestros, las migraciones masivas, los atentados terroristas, las guerras perpetuadas dentro de los mismos países, son sucesos que llaman la atención por su magnitud, hacen parte de una violencia de carácter masivo más parecida a un espectáculo que a un conflicto humano real, y que por ser una fuerza agresora y opresiva aplicadas a multitudes indiferenciadas, tiende a invisibilizar la particularidad del fenómeno; es decir, las historias individuales que existen detrás de cada acto violento multitudinario, o detrás de cada acto de abuso al que no le prestamos atención por ser repetitivo y cotidiano, como sucedió y aún sucede en Colombia, con los desplazamientos forzados, las amenazas y la intimidación.

Cuando hablamos de la violencia, necesariamente debemos hacer alusión a los sujetos que se convierten en objeto de dichos actos. Por lo general son las minorías las receptoras de la violencia derivada de alguna forma de odio estereotipado: niñas y niños, mujeres y desplazados hacen parte de un grupo humano que René Girard (1986) nombra como los chivos expiatorios, por ser los elegidos para cargar con el peso de la responsabilidad asociada a catástrofes humanas.

En ese sentido, “chivo expiatorio denota simultáneamente la inocencia de las víctimas, la polarización colectiva que se produce contra ellas y la finalidad colectiva de esta polarización. Los perseguidores se encierran en la «lógica» de la representación persecutoria y jamás pueden salir de ella” (Girard, 1986, p 57).

La historia violenta de larga data en el país arrastra consigo las minorías, los sujetos considerados marginales, los que están en los bordes sociales, en espacial las mujeres y los niños, ellos por lo general caen presas de diversas formas de violencia que son ejercidas con el propósito de ocultar -bajo el manto de una guerra entre multitudes- la humanidad y la singularidad de las personas.

De acuerdo al informe realizado por el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH, 2013), el carácter de la violencia en Colombia ha llegado a dimensiones imposibles de recuperar en cifras o datos concretos:

La guerra de origen político, la lucha por los territorios, el levantamiento en armas de grupos insurgentes al margen de la ley, han dejado durante más de 60 años como víctimas a grupos de personas que acorralados por el conflicto se han visto en la obligación de abandonar sus tierras, huir del territorio y empezar una labor de desplazamiento forzado, fenómeno que se vive tanto en el campo como en la ciudad (Alzate, 2015, p 75).

En Colombia esto es evidente en la cantidad de personas que durante las últimas décadas fueron desplazadas de sus territorios a causa de los enfrentamientos entre el ejército y los grupos al margen de la ley; las familias atrapadas en el conflicto bélico se veían obligadas a huir para llegar a la ciudades y tratar de establecerse en espacios que de alguna manera les brindara protección. Sin embargo, al llegar a las ciudades, eran estereotipados bajo el nombre de “desplazados”, una denominación que agrupó y aun agrupa a un número significativo de colombinos y que los define como sujetos sin hogar. Estas poblaciones son, como lo expresa Girard, chivos expiatorios de la violencia, es decir, grupos humanos inocentes que al verse envueltos en el conflicto violento se vuelven sospechosos y empiezan a cargar la culpa de una Nación.

Esto porque “el carácter invasivo de la violencia y su larga duración han actuado paradójicamente en detrimento del reconocimiento de las particularidades de sus actores y sus lógicas específicas, así como de sus víctimas” (CNMH, 2013, p. 13). Tantos han sido los afectados que parece imposible recuperar las historias individuales y con ello tratar de reparar las vidas humanas sacrificadas en medio de la guerra. Esclarecer las dimensiones de la propia tragedia, implica una lectura en clave política, que inicialmente transforme y eventualmente logre la superación de los hoy considerados víctimas del conflicto (Alzate, 2015).

Los actos violentos que atrapan a estas poblaciones también pueden ser analizados siguiendo los planteamientos de Hannah Arendt en su libro “Sobre la violencia” (2015). Según la autora, lo violento se imbrica en conceptos relacionados con el poder, la fuerza, y la autoridad; esto sucede porque a través de dichas nociones se pueden “indicar los medios por los que el hombre domina al hombre” (Arendt, 2015, p 59) y tal ejercicio de dominación, es el hecho que transversaliza todas las formas de violencia.

La noción de poder se refiere a “la capacidad humana para actuar concertadamente” (Arendt, 2015, p 60) y se visibiliza cuando alguna entidad se adjudica “la propiedad inherente a un objeto o persona” (p 60), el victimario por lo general se apropia de un rol de poder y lo ejerce de manera despótica sobre las personas a las que victimiza. La noción de fuerza “indica la energía liberada por movimientos físicos o sociales” (p 61), y sugiere que hay un poder que se ejerce con violencia, a veces por acciones humanas (colectivas o individuales) en otras ocasiones ocasionadas por factores ambientales. La noción de autoridad que puede ser atribuida a una persona o a entidades jerárquicas es entendida como tal, siempre que exista “un reconocimiento por aquellos a quienes se les pide obedecer” (p 62). La violencia, agrupada en estas tres nociones, aparece como un “prerrequisito del poder” (p 64) que garantiza la superioridad de un lado de la guerra -por lo general el lado del gobierno-. Esto mantiene una estructura que legitima el poder y garantiza cierto orden; pero cuando la fuerza se debilita y la autoridad se quiebra, se abren fisuras sociales que dan paso los actos violentos.

En la visión de Arendt y Girard los actos violentos perpetrados por multitudes homicidas (por ejemplo las que sucedieron con los judíos y con la llamada peste negra) o las masacres que han sucedido en Colombia de cuenta de los grupos al margen de la ley que se pelean poderes territoriales, y los perpetrados por las fuerzas armadas, tiene una resonancia colectiva que se alimenta por la opinión pública, debilita el orden institucional y favorece la formación de otro tipo de multitudes, “es decir, de agregados populares espontáneos, susceptibles de sustituir por completo unas instituciones debilitadas o de ejercer sobre ellas una presión decisiva” (Girard, 1986, p 21).

Las circunstancias que provocan este tipo de crisis tienen que ver con conflictos que traspasan los límites que el mismo Estado tiene para ejercer control, por ejemplo causas asociadas a situaciones externas de carácter medioambiental (sequías, epidemias, inundaciones) o causas internas que revelan tensiones políticas y religiosas, de ahí que en las zonas del país donde el Estado no logra proteger a sus miembros, se levanten ejércitos paralelos, que desempeñan tanto el papel de protectores del territorio como de enemigos del Estado.

La violencia asociada a las fuerzas de la naturaleza, no se le puede atribuir a entidades concretas; pero el abandono a las comunidades que son presas de este tipo de fuerza si evidencia un poder despótico del Estado, que decide a quienes proteger y a quienes olvidar.

Por lo general frente a desastres naturales, los territorios más alejados de las ciudades industrializadas, el campo, la selva, las costas, el desierto, y diversas zonas fronterizas, quedan fuera de la política de reparación. Para estas poblaciones la ayuda humanitaria y el derecho de protección, es un supuesto que en la mayoría de los casos no llega a concretarse, aquí la violencia se traduce en abandono.

Esto pasa por ejemplo con las poblaciones que sufren desastres medioambientales, a las calamidades que derivan debido a la minería ilegal, o con los grupos de personas que se convierten en damnificados debido a incendios, inundaciones, deslizamientos, etc. Situaciones que son comunes en el país por la condición geográfica del mismo, y que deja al descubierto un abandono de toda forma de protección a los seres humanos que se convierten en víctimas del ambiente.

El otro tipo de violencia, relacionado con las tensiones políticas o religiosas, desde la perspectiva de Arendt tienen que ver con “el poder insitucionalizado en comunidades organizadas [que] aparece a menudo bajo la apariencia de autoridad, exigiendo un reconocimiento instantáneo e indiscutible” (2015, p 63). Aunque ninguna sociedad podría funcionar sin esta atribución de autoridad, el poder que de allí se deprende tiene una raíz violenta relacionada con las formas de ejercerlo. Un ejemplo de esto se ve con la expropiación de las tierras a las comunidades campesinas, a ellas llega el poder institucionalizado exigiendo un reconocimiento y actuando en detrimento de los derechos individuales bajo discursos muchas veces amañados de la prevalencia del interés público.

En todos los casos, este tipo de tensión desencadena una crisis que en Colombia se ha conocido a través de actos violentos que ocasionan desplazamientos masivos de comunidades y rupturas sociales que acaban con las formas de organización local, por ejemplo las que tienen las comunidades indígenas y campesinas.

La crisis originada por la violencia luego es perpetuada mediante persecuciones que la misma sociedad prolonga sobre estos colectivos de personas que fueron victimizados, y Girard dice que en estas situaciones lo que queda es “la impresión de una pérdida radical de lo social, el fin de las reglas y de las «diferencias» que definen los órdenes culturales.” (1986, p 22,) causando además grietas de carácter moral en las formas de comportamiento social que existían para garantizar una vida tranquila y digna; y manteniendo el rol que se le asigna a la víctima.

Esto hace que los grupos marginalizados se conviertan en víctimas de los estereotipos, por ejemplo el de ser “desplazados”, y dicha situación los apresa en una condición de vulneración sostenida en el tiempo y el espacio, es decir que las personas que vivieron el éxodo producto de la guerra nunca dejan de ser catalogada como desplazada. A estas personas se les designan tres formas de estereotipo:

El primero es el de la indiferenciación. Según Girard (1986), cuando desaparecen las diferencias lo primero que se eclipsa es la cultura. Las consecuencias de esta situación se perciben en la resistencia general para consentir manifestaciones culturales diferentes, por el contrario lo que se busca es la indiferenciación generalizada, “y esto es lo que ocurre de nuevo en nuestra época, [las personas] tienden a proyectar [la indiferenciación] sobre el universo entero y a absolutizarla” (Girard, 1986, p 23). Un ejemplo de esto es el Estado Islámico, mediatizado por diversas formas de comunicación, que al ser conocido a nivel mundial logró la ‘indiferenciación generalizada’ de todo el pueblo islámico; en estos casos la consecuencias están en las opiniones de una mayoría que no sabe establecer allí las diferencias culturales entre quien ejerce la violencia y quien huye de ella; solo logra percibir una masa multitudinaria desplazándose, uniformada por la naturaleza de la crisis, a quien concibe además como la portadora de una especie de gen violento. Esta forma de violencia nos hace preguntarnos por palabras como “guerrillero” o “paramilitar” que se vuelven estigma en Colombia, formas de nombrar tanto a sujetos como a comunidades que posiblemente llevan consigo una indiferenciación generalizada de quien es víctima y quien es victimario.

El segundo estereotipo es el de la acusación. “La acusación estereotipada se convierte en un puente entre “la pequeñez del individuo y la enormidad del cuerpo social” (Girard, 1986, p 25); en las persecuciones políticas o religiosas, se toman víctimas individuales que de alguna manera reflejan el consenso social (un vocero comunitario, un líder religioso, un intelectual). A estos se les aplica una acusación para amedrentar a la población en general, el resultado es “una comunidad literalmente ‘desdiferenciada’” (p 25,) privada de cualquier forma de singularidad. Así se ve por ejemplo en las expresiones que se usan en el país para hablar de las identidades según la pertenencia a los diferentes territorios que históricamente se han diferencia solo por ser zona de guerrillas o de paramilitares. Dicha forma de referirse al lugar, inmediatamente envuelve al individuo en esa enormidad de cuerpo social estereotipado, que termina por definirlo según el territorio de origen.

El tercer estereotipo tiene que ver con los rasgos universales de la selección de víctimas. Por lo general la selección de víctimas en medio de una crisis persecutoria es transcultural, está dirigida a minorías étnicas y religiosas que por su misma naturaleza tienden a polarizar, y normalmente son sometidas a formas de discriminación o persecución. En este estereotipo encaja la clasificación que Foucault (2000) dio para ´los anormales’: el monstruo humano, que combina lo imposible y lo prohibido, el individuo a corregir, que representa la quebrantación de la ley, el masturbador símbolo del placer y el gobierno de sí.

Las víctimas en el caso colombiano son por lo general las que están ubicadas territorial y socialmente en los márgenes, en los lugares periféricos donde el orden institucional no llega, por ejemplo en las fronteras o en los territorios que por geografía quedan invisibilizados del mapa. Estas son las minoras, las que no se ven, porque el mismo engranaje social las esconde. Pero cuando la violencia las alcanza y deben salir de sus lugares, aparecen en las ciudades como problema social, y dejan de ser solo minorías que han sido desplazadas de sus territorios. Este es el caso de las comunidades indígenas que llegan a las ciudades y deambulan por sus calles, es el caso de los campesinos que abandonan ellas reflejan un estereotipo clasificatorio de la violencia que se traduce en quitarle la condición de ciudadanía a las víctimas y transformarlas en sujetos sospechosos o anormales.

La violencia sostenida, sistemática y perpetuada en el tiempo acaba con la capacidad que tiene el ser humano de sobreponerse a las situaciones adversas por la vía de la palabra y de la reflexión. Es como decía Walter Benjamin (2010) en “El narrador” refiriéndose al contexto de la Primera Guerra Mundial, que la palabra hablada para contar experiencias se extingue cuando no encuentra experiencias sensibles dignas de contarse:

Con la Guerra Mundial comenzó a hacerse evidente un proceso que desde entonces no ha llegado a detenerse. ¿No se advirtió que la gente volvía enmudecida del campo de batalla? No mas rica, sino mas pobre en experiencia comunicable. Lo que diez años mas tarde se derramó en la marea de los libros de guerra, era todo lo contrario de una experiencia que se transmite de boca en boca (Bejnamin, 2010, p. 60).

Esto pasa con la violencia en Colombia, y por eso nos proponemos reflexionarla desde la figura de perdón y la manera como emerge en la narrativa, en este caso en la crónica. Nos interesa comprender narrativamente que idea de perdón se esta configurando en un país que recientemente está hablando de paz, pero dicha reflexión es difícil por la vía de la palabra hablada porque, así como lo dice Benjamín, las víctimas reales y directas de una guerra que al parecer apenas ahora llega a su fin están enmudecidas y necesitan tiempo para comprender lo que les significó ser protagonistas de una violencia como la colombiana.

Relación literatura sociedad

Los críticos literarios Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano dicen que “el texto literario se constituye en la heterogeneidad” (2001, p. 12), y esto es posible por la estrecha relación que existe entre literatura y sociedad. Esta relación legitima el entramado textual, mediante la organización de diversos elementos, incluidos la lengua, las ideologías y las experiencias culturales.

Aunque la lectura sociológica es solo una de las múltiples posibilidades de análisis literario, la relación ‘literatura-sociedad’ produce efectos de forma y de significado, que penetran lo literario y permiten rastrear las huellas de la violencia en los espacios textuales. Así, las experiencias sociales críticas, derivadas de actos violentos, se convierten en marcos de análisis para correlacionar diversos sucesos que en el fondo trabajan temáticas similares enmarcadas en la necesidad de dar a conocer por la vía estética historias que se originan en realidades dolorosas y difíciles de expresar.

En estos casos el análisis literario de la realidad social, se aborda a través de discursos ficcionales orientados por preguntas, también de carácter social: “quién habla, de qué cosas y con qué lengua, de qué clase, de qué sector, de qué individuo” (Sarlo y Altamirano, 2001, p. 20) y dichos cuestionamientos nos ayudan a comprender la dimensión estética y sensible del vínculo que proponemos: literatura-violencia-sociedad.

Lo social está en el relato y de este argumento nos valemos para pensar que lo real y crítico de los conflictos humanos pueden estar contenidos en un relato ficcional, y en un espacio textual. Allí el autor toma aspectos particulares de la totalidad de la experiencia derivada de la violencia (en cualquier de sus manifestaciones) y a través de historias y personajes crea narraciones que exaltan lo íntimo y subjetivo de quienes protagonizaron dicho suceso. Literatura y sociedad se unen así, en una especie de binomio conceptual que enriquece el campo cultural y amplía las posibilidades de comprensión sobre situaciones que, de otra manera, son imposibles de contar.

Lo literario entonces nos permite acceder a la comprensión de lo humano, mediante su expresión sensible a través de una obra narrativa, y las vías de análisis para acercarnos a cada obra en particular se convierten en el punto de partida para bosquejar la subjetividad de las personas que quedan atrapadas en medio de la violencia, sea porque son víctimas, testigos, sobrevivientes, en cualquiera de los casos actores protagónicos que pasan a desempeñar el rol de portadores de la historia, en las narrativas.

Es decir sujetos que existen en lo social, pero que abordados desde la literatura alcanzan otra dimensión de análisis, en donde la experiencia social se traslada a una forma estética que hace que lo literario y lo social emergen en un mismo campo de conocimiento, y al mismo tiempo excedan sus límites, mediante un soporte artístico que valora otro plano de la realidad, “la subordinan a una nueva unidad y la vuelve a ordenar; la individualiza, concreta, aísla y termina, pero no suprime la cognoscitividad y valoratividad de dicha realidad” (Bajtín, 1986, p. 36).

En el abordaje de estos temas encontramos, en muchos casos, una posición ética, que en la línea de Bajtín (1986), se refiere a la capacidad del artista y escritor para encontrar esa realidad ‘extraestética’ que dialoga con su obra, existente incluso en el plano más íntimo de su “experiencia ético-biográfica puramente personal” (p. 43). En este caso el autor hace del texto un soporte de la experiencia, y responde a la dimensión estética creadora, porque recurre a sus vivencias personales, las pone en diálogo con el contexto social, y organiza ‘el todo’ de la violencia que capta a través de un relato en el que coexisten las singularidades de los personajes y en los que se de valor a las voces particulares de cada sujeto implicado en la historia.

Respecto a la relación entre la especificidad de la literatura y la forma como se acerca a la realidad social en el contexto latinoamericano, el crítico literario Grinor Rojo (1989) se hace cuestionamientos que buscan darle cabida a “la exploración del carácter de ese nexo, que no es meramente repetitivo, y a las consecuencias que ello tiene para la empresa en la que se embarca la crítica concreta” (1989, p. 17). Basado en esta relación, el autor hace proposiciones que buscan ampliar el panorama analítico de los estudios literarios.

En sus propuestas hay un quiebre con la idea de pureza asociada a la obra. Lo que plantea en cambio, es una reivindicación de estudios que articulan las coyunturas históricas de Latinoamérica con la literatura, esto significa que la producción textual es también una manifestación cultural. En otras palabras, la obra literaria no se concibe independiente de los factores que intervienen en su origen, es más, dichos factores agregan información importante para ampliar la comprensión de la misma.

En la obra literaria se afirma “la naturaleza dialéctica del encuentro entre la subjetividad y la objetividad” (Rojo, 1989, p. 40), mediante una práctica de escritura y lectura que reivindica tanto al sujeto que crea la obra como al lector que se enfrenta a ella. Desde esta perspectiva, “la literatura es un reflejo de la sociedad o de cualquier otro aspecto del mundo” (Rojo, 1989, p. 40) que se integra dentro de un sistema, es decir, en una producción literaria que acoge las “interrelaciones de ese sistema con los otros o con algunos de los otros que completan el cuerpo social” (Rojo, 1989, p. 43).

En este orden de ideas, es posible pensar que en los relatos que narran las diversas formas de violencia hay una relación ‘literatura-violencia-sociedad’ que confronta lo histórico, político y cultural de los países latinoamericanos y que permite cuestionar el sistema crítico con el que se piensa al sujeto en esta parte del mundo.

En la literatura que aborda temas de la violencia, siguiendo la propuesta de Guillermo Sunkel (2005), se aprecian “series narrativas del conflicto”, formas literarias que dan cuenta de la convivencia y de las manifestaciones culturales derivadas, permitiendo poner la atención en “las dimensiones del conflicto entre las culturas” (Sunkel, 2005, p. 40), entendiendo que “el desafío cultural para las sociedades latinoamericanas actuales consiste más bien en repensar la relación entre la dimensión del conflicto y las formas de convivencia” (Sunkel, 2005, p. 40).

En la perspectiva de este autor, las principales formas de conflicto en Latinoamérica, y con ello las causas de la violencia, atraviesan por las formas de convivencia ciudadana, y ante esta situación lo que conviene reflexionar es sobre la reestructuración en los modos de vivir juntos. “América Latina nos muestra un paisaje bastante poblado de conflictos, tensiones y violencias que inciden en las formas de convivencia” (p. 43) y refleja “nuevos tipos de conflictos” (p. 44). Una de las novedades resulta ser el carácter internacional que adquirieron estos conflictos.

En la perspectiva de mantener el nexo entre la literatura y la sociedad, y siguiendo la línea de Sunkel, en América Latina se pueden identificar núcleos del problema que pueden estudiarse como “series narrativas” que se articulan según acontecimientos que “presentan cierto nivel de homogeneidad” (Tabachinik, 2000, p. 337 citado en Sunkel, 2005, p. 44), y el caso colombiano no sería la excepción. Sunkel identifica cinco series: la serie de la memoria, serie del delito, serie de las redes delictivas, serie de los conflictos bélicos y serie de los desplazados y los nuevos migrantes. El abordaje de estas series abre una vía de análisis para iniciar una comprensión de las manifestaciones de la violencia y lograr ver su representación en la narrativa literaria, que es lo que nos proponemos en las crónicas periodísticas colombianas que abordan el tema de la violencia, y en ella o a partir de ella, la figura del perdón.

El perdón como objeto para la comprensión narrativa

“...no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo... muéstrate piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia”.

Miguel de Cervantes, El Quijote de la Mancha.

Cuando Hannah Arendt (2009) se refiere a las ciencias naturales como “ciencias de proceso” (p. 251), y en su última etapa, “procesos sin retorno” (p. 251) da a conocer el sentido irreversible e impredecible que acompaña la realización necesaria de aquellos, características a las cuales asocia la intermediación del ser humano, siempre que los procesos son iniciados por una capacidad humana que varía en su intensidad.

Arendt (2009) explica que dicha capacidad no es contemplativa, de observación, ni teórica, sino una capacidad de accionar, de provocar el inicio de nuevos procesos. Con ello, plantea que la acción humana es la iniciadora de procesos de los cuales no es posible conocer su resultado, una acción que subyace en el transcurrir histórico de la humanidad, frente a la cual se tiene la certeza que una vez el hombre da inicio a un proceso específico, no tiene el poder ni la seguridad para controlar su devenir ni sus verdaderas consecuencias: “Y esta incapacidad para deshacer lo que se ha hecho va ligada a una casi completa imposibilidad para predecir las consecuencias de cualquier acto o tener conocimiento digno de confianza de sus motivos” (Arendt, 2009, p. 253).

La acción humana es por ello irreversible e impredecible, elementos que de acuerdo a Arendt (2009) superan incluso la confusión y el olvido que la suelen respaldar. Y como una posibilidad propia de lo humano, el perdón es acción, igualmente irreversible e impredecible, superior a la confusión y al olvido, una iniciadora de procesos sin retorno de los cuales su fuerza nunca se agota en un acto individual “sino que, por el contrario, crece al tiempo que se multiplican sus consecuencias” (Arendt, 2009, p. 253).

Como modalidad de acción humana, más allá de la irreversibilidad e imprevisibilidad que lo caracterizan, el perdón también queda sujeto al sin saber que lo define como acción, responsabiliza de sus consecuencias impredecibles e irreversibles al que lo ejecuta; como proceso que es iniciado por una acción no se consuma en un solo acontecimiento, y como explica Arendt (2009) “su significado jamás se revela al agente, sino a la posterior mirada del historiador que no actúa” (p. 253).

Arendt (2009) explica que el perdón es “la posible redención del predicamento de irreversibilidad” (p. 256) esto es, la redención de “ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo” (Arendt, 2009, p. 256). El perdón es útil para deshacer los actos del pasado, para acabar con los procesos sin retorno. Si el perdón no operara en la vida de los hombres, se estaría siempre sometido a un acto del cual nunca se podría liberar, “semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo” (Arendt, 2009, p. 257).

El perdón, al igual que la promesa, son en Arendt (2009) actos sujetos a la presencia de la pluralidad, lo que en nuestro caso proponemos como un acto en esencia bilateral, requiere del otro, presente o no, para poder emerger como acción con poder irreversible e impredecible, siempre que “Es el perdón mismo el que cura y éste se da entre dos, el causante del dolor y el que lo ha sufrido y lo sigue sufriendo” (Hoyos, 2012). En el perdón Martínez y Morales (2018) depositan la bilateralidad necesaria entre victimario y víctima vinculados a través de un acto ejecutado por el primero sobre el segundo, acción que definen como intencional, y al igual que Arendt, estiman que es irreversible. Acudiendo a Vargas (2008) explican:

El perdón siempre está dirigido a la persona, y anula los efectos de las acciones pasadas, su irrevocabilidad, de tal manera que abre la posibilidad para que en el futuro la convivencia sea posible; esto no quiere decir que el perdón garantice la posibilidad de reconstruir una relación estrecha o íntima, pero sí permite tener presente al otro, tolerar sus diferencias y aceptarlo en su ser personal (pp. 116-117).

Arendt (2009) avanza sobre el perdón como la figura en la que radica el poder correctivo para los inevitables daños que se producen con la acción humana. El perdón resulta el extremo opuesto a la venganza, en la medida que contrario a interrumpir el proceso iniciado por el comportamiento humano, la venganza subsume al individuo en una acción que intensifica y mantiene el agravio inicial. De ello que el perdón, como acción humana en la pluralidad, permite poner punto final a los procesos iniciados por otras acciones, liberando de sus efectos al individuo que los ejecutó, y otorgándole la posibilidad del reinicio como un ser libre.

Martínez y Morales (2018) se distancian de la postura de Arendt sobre perdonar solo lo castigable para explicar que el perdón se enfrenta a un culpable cuya falta es inexcusable. En ello coinciden con la postura de Jaques Derrida (2002) que expone que el perdón solo es verdaderamente posible frente a lo imperdonable:

si uno no estuviera listo más que a perdonar lo que parece perdonable, lo que la iglesia llama “pecado venial”, entonces la idea misma del perdón se desvanecería. Si hay algo que perdonar, sería lo que en el lenguaje religioso se llama pecado mortal, el peor, el crimen o el error imperdonable (p. 22 citado en Martínez y Morales, 2018, p. 362).

Pero dentro y fuera del pensamiento filosófico político de Arendt el perdón no resulta ser una categoría sencilla y pacífica. Como explica José Manuel Pedrosa (2015) el perdón “es una gran complicación: una acción y una emoción que se hallan inevitablemente encadenadas a la contradicción interna.” (p. 12). No obstante, el perdón ante todo es oportunidad, es reposicionar la libertad para dar lugar a las nuevas acciones y sepultar la posibilidad de vivir condenados al hecho que esclaviza por los actos generados: “El no reconciliarse con los deseos de venganza aprendidos, nos condena a repetir siempre las mismas actitudes. La historia está plagada de estas cuestiones.” (Pedrosa, 2015, p. 12).

Por tanto, “¿Qué hace a una persona ir más allá de los sentimientos “razonables” de venganza, y perdonar a quien la ha dañado?” Es la pregunta que propone García Catellano (2015, p. 16) y que debe orientar la reflexión en el caso colombiano. Acudiendo a Menninger (2009) encuentra como respuesta que: “el perdón no es un acto de voluntad, es un proceso durante el cual nos vemos obligados a salir de nosotros mismos, a “exclaustrarnos de nuestro yo”, para poder dar paso a la humanidad del otro, incorporar su realidad” (p. 50 citado en García, 2015, p. 16).

IV. Narrativas del perdón en las crónicas periodísticas colombianas

Los diálogos de paz, la firma de los acuerdos entre las FARC y el Gobierno de Colombia, y el inicio del posacuerdo, integran el escenario donde el silencio no solo esta cediendo ante la palabra que históricamente estuvo enmudecida y aislada, sino que emerge para trascender las narrativas de la violencia y dar lugar a otras que se han cultivado en gran cantidad de víctimas del conflicto armado interno.

En Colombia la resonancia de las palabras de perdón han adquirido más eco en las crónicas periodísticas de los años recientes y a medida que se asientan y definen las diferentes instituciones adoptadas con el acuerdo alcanzado entre las Farc y el Gobierno. Con su creciente aparición y evolución, las narrativas se proyectan como concreciones de una nueva confianza entre aquellos que estuvieron enfrentados durante décadas, una confianza que es decisiva para poder hacer del conflicto un capítulo de la historia del que no haya una continuación “¿Cómo cambiar éstos esquemas, cómo transformar nuestra idiosincrasia? Creo que la palabra clave es “confianza”. Reconciliarse implica aprender a confiar en el otro. Duro reto en un país donde ser confiado es visto como una falta de carácter”, narra Íngrid Betancourt (2016), ex secuestrada del conflicto armado interno:

Confiar que el otro es capaz de cumplir con su palabra, capaz de decidir correctamente, de querer “lo bueno”, nos abre a un nuevo modo de interacción social. Esto implica empezar por confiar que nuestra voz propia, individual, es validada y respetada por el otro, y que por lo tanto podemos hacernos oír sin necesidad de empuñar un fusil.

Confiando le damos la oportunidad al otro de tornarse en un ser confiable. Aprendemos todos a salir de la cultura del mal pensante, del avivato, del avión, del sálvese quien pueda. Le permitimos al otro volverse socio y dejar de ser enemigo (Betancourt, 2016).

La confianza no es un paso que se construye de manera inmediata y desprevenida, menos cuando fue quebrantada con actos atroces recurrentes propios de un conflicto como el colombiano. Pero la confianza, como una construcción pausada y constante que privilegia el poder de las acciones, sin duda es posible, y para ella el perdón es una apuesta con un poder incalculado que permite su configuración.

En el diálogo con Rodrigo Pardo, Marta Ruiz (Por qué es importante que las Farc pidan perdón, 2016) editora de la revista Semana, explica que en el caso de la antigua guerrilla las expresiones de perdón constituyen “un acto unilateral de las Farc, es decir, esta por fuera de cualquier compromiso de la mesa, es un acto de buena voluntad que muestra un cambio, un acto de humildad”, un perdón que en la medida que es expresado transforma el contexto histórico en el que por tradición se encontraban víctimas y victimarios. Se trata de un perdón con poder transformador, cargado de la irreversibilidad e imprevisibilidad propios de su naturaleza de acción humana (Arendt, 2009), un perdón que rehace, y que por tanto, como una nueva oportunidad instalada en el tiempo, da la posibilidad de reconstruir la confianza para emprender un nuevo camino entre quienes se mantenían presos de las vivencias de la guerra.

Sobre el perdón de las Farc Ruiz habla (Por qué es importante que las Farc pidan perdón, 2016) de uno que opera por conductas imperdonables, lo que nos traslada al escenario de la acción humana que Derrida considera verdaderamente objeto de perdón, aquel que fue padecido por las víctimas de quienes en los últimos años se aprecia la exteriorización de perdonar, un acto humano tan “excepcional y extraordinario, sometido a la prueba de lo imposible: como si interrumpiese el curso ordinario de la temporalidad histórica” (Derrida, 2003).

“El perdón ¿Frente a quien es? De alguna manera es frente a la sociedad, pero sobretodo es frente a las víctimas” explica Pardo (Por qué es importante que las Farc pidan perdón, 2016) y son muchas de las víctimas colombianas las que en los años recientes han emprendido la iniciativa, pública, de conceder el perdón a sus victimarios.

El perdón por los delitos cometidos sobre los diputados de la Asamblea departamental del Valle del Cauca es uno de los hechos que más narrativas ha suscitado desde el inicio de los diálogos de paz: “Su muerte fue lo más absurdo de lo que he vivido en la guerra, el episodio más vergonzoso, no nos enorgullecemos de él. Hoy, con humildad sincera, pedimos perdón” (“Carta de una víctima de la masacre de los diputados del Valle a los colombianos”, 2016), expresó Pablo Catatumbo, responsable de comandar el bloque de las farc que cometió los crímenes.

Dos importantes reuniones se dieron en el 2016 entre las FARC y las víctimas de los crímenes cometidos contra los diputados del Valle del Cauca. Antes del encuentro que tuvo lugar en Cuba se realizó otro en la ciudad de Cali entre un grupo de cuarenta familiares de los diputados y representantes de las farc. Allí la guerrilla manifestó: “‘Cometimos una grave injusticia con ustedes’ al asesinar a sus seres queridos, dijo el comandante guerrillero Pablo Catatumbo, quien agregó: ‘nunca fue una acción intencionada, porque no teníamos nada en contra de los diputados’" (“farc reconocen que cometieron una ‘injusticia’ con diputados del Valle”, 2016).

El reconocimiento de los hechos allanó un ofrecimiento de perdón que se reiteró en varios momentos durante el 2016, y que entrelazó una nueva relación con el amplio grupo de víctimas por la comisión de los secuestros y homicidios de los diputados:

Hoy aceptamos este acto con dignidad y con el coraje que la vida nos enseñó, y con un gran compromiso de patria, para que ninguna otra familia colombiana vuelva a vivir lo que nosotros vivimos, para que de esta manera podamos construir entre todos una sociedad de inclusión y respeto para las nuevas generaciones (“FARC reconocen que cometieron una ‘injusticia’ con diputados del Valle”, 2016).

En la columna “¿En la tierra del perdón?” (2013) se reseña un acto que para muchos sería impensable. Tras la muerte de alias Mono Jojoy en 2010, la ex secuestrada de las FARC Íngrid Betancourt expreso: “Sentí un escalofrío. Fue él quien impidió que me liberaran, el que inventó este tipo de secuestros, pero lo perdoné”. En una de las múltiples y valiosas expresiones del exgobernador del departamento del Meta, Alan Jara, también víctima del secuestro de las FARC, narró: “El rencor no es bueno, la soberbia es mala consejera y por eso debemos perdonar” (“¿En la tierra del perdón?”, 2013). En la misma línea de Íngrid Betancourt, Jara deja ver que emprender el acto del perdón no debe implicar olvido pero sí asumir la oportunidad de recomenzar con un punto de partida totalmente nuevo:

No podemos devolver el tiempo. Ojalá trajéramos de vuelta a padres, madres, hermanos, tíos de tantos colombianos muertos durante el conflicto armado. Ojalá pudiéramos hacer que tantos colombianos olvidaran su destierro, la desaparición de algún familiar, la violencia sexual, las amenazas… (Jara, 2016).

“Yo quiero la paz porque he vivido la guerra” (“¿En la tierra del perdón?”, 2013) manifestó Constanza Turbay en una demostración inquebrantable que se ha sostenido a lo largo del tiempo, la misma que le permitió perdonar a la antigua guerrilla de las farc en 2013, cuando Iván Márquez se lo solicitó en un encuentro en La Habana, Cuba:

Márquez se acercó con sentimientos de sinceridad y me pidió perdón. No fue un perdón mecánico, fue un perdón de corazón. Dijo que fue una equivocación lo que pasó con mi familia y que contara con que se esclarecería la verdad (“El perdón de Iván Márquez a Constanza Turbay”, 2013);

Constanza agrega: “Es ‘muy grato’ que a través del diálogo se puedan encontrar ‘caminos de claridad y reconciliación’” (“El perdón de Iván Márquez a Constanza Turbay”, 2013). Pero si bien las expresiones de perdón se pueden ejemplificar a través de las narrativas de víctimas cuya naturaleza emblemática viene desde antes que ocurrieran los hechos victimizantes, igualmente es posible ejemplificar la voluntad de perdón a través de testimonios desgarradores de ciudadanos del común que se hicieron visibles a través de los padecimientos de la guerra, pero sobretodo, de su resiliencia y voluntad de hacer una interrupción del curso histórico para dar paso a un nuevo comienzo. Pastora Mira García es un ejemplo suficiente y desbordado de la experiencia colombiana.

En el año 2001 los paramilitares desaparecieron a mi hija Sandra Paola. Emprendí su búsqueda, pero encontré el cadáver solo después de haberla llorado por siete años. Todo este sufrimiento me hizo más sensible frente al dolor ajeno y a partir del año 2004 vengo acompañando y trabajando con familias víctimas de la desaparición forzada y en condición de desplazamiento (…) depongo hoy a los pies del Cristo de Bojayá la camisa que mi hija Sandra Paola, desparecida, había regalado a mi hijo Jorge Aníbal asesinado por paramilitares. La conservamos en familia como auspicio de que todo esto nunca más vaya jamás a ocurrir. Y que la paz triunfe en Colombia. (El País, 2017).

La narración de Pastora Mira García concentra un cúmulo de acontecimientos a partir de los cuales es posible ejemplificar la crueldad del conflicto armado interno colombiano que se repite en muchas personas a lo largo y ancho del territorio. Enlazada en una cadena de atentados a través de los cuales siendo niña primero perdió a su padre, y adulta, a su esposo, a su hija y a su hijo, Pastora Mira García ha levantado con contundencia la fuerza de su voz para inmortalizar con sus palabras la realización del perdón como una acción humana tan transformadora como necesaria en una sociedad históricamente sometida a la violencia.

Un día iba al cementerio a ponerle flores y a la salida se encontró a un joven herido por una mina antipersonal. Le dijo que se calmara y se lo llevó a su casa. Lo acostó en la cama de su hijo muerto y llamó a una enfermera para que le curara las heridas. Ella y sus hijas estaban preocupadas de que ese muchacho se les muriera.

Una vez el joven se sintió mejor, se puso de pie, vio las fotos del hijo de Pastora y le dijo: “Señora, ¿quién es ese que sale en la foto?”; Pastora le respondió: “Es mi hijo menor a quien me lo mataron hace unos días”. El joven entró en shock por un momento y después de algunos segundos le dijo: “Tengo que confesarle que yo participé en el asesinato”. En ese momento la que entró en shock fue Pastora. Y después de un largo silencio lo único que pudo decir fue “donde lo curamos a usted era su cama y su cuarto”.

Las hijas de Pastora salieron disparadas de la habitación, atónitas de lo que habían oído. No podían creer que en el cuarto de su hermano estuviera su asesino. Querían vengarse. Pero Pastora corrió a calmarlas. “Si ustedes me juran que van a visitarme todos los días a la cárcel y que mi hijo revive, yo lo mato. Pero, de lo contrario, no nos vamos a tomar la justicia por nuestras manos”. Fue tan contundente que las jóvenes quedaron paralizadas. Luego, Pastora caminó al cuarto de su hijo y le pasó el celular al asesino, quien estaba tan impactado como la madre. Esta le dijo: “Usted tiene que tener una mamá que lo está buscando. Llámela y dígale que está bien”. Pero su dolor aún no terminaba.

Tras siete años esperando a su hija, encontró su cadáver. Su otro hijo también desapareció y uno de sus sobrinos cayó en los falsos positivos cometidos por miembros del Ejército en 2002. Más adelante tuvo que afrontar el cáncer de otra de sus hijas. “Llegó el punto en que yo decía ‘Dios, por favor, no más, no más. Al menos cambia de familia’”. Hoy Pastora Mira es concejala de San Carlos y asegura que no les guarda rencor a sus verdugos. De hecho, ha acompañado a muchos a reintegrarse en la vida social: “He sido víctima de todos los grupos armados, del ELN, de las AUC, de las Farc y del Ejército. Pero yo sé que esto no se soluciona con la ley del ojo por ojo” (“No sabía que el guerrillero que curé era el asesino de mi hijo”: víctima. (2018).

El perdón que desplaza al silencio en el caso colombiano tiene la particularidad de ser, en la mayoría de los casos, una iniciativa que corre por cuenta de la víctima. No quiere decir que la totalidad de las víctimas hayan marchado de manera uniforme sobre la misma premisa, pero muchas de las que escogieron acudir a la vía del perdón, lo han hecho como una decisión personal, motivada por la propia voluntad de emprender el cambio, de liberar las cargas del pasado, sin que el perdón haya sido una oferta negociada en los estrados judiciales o provocada por la presión mediática.

Las palabras de perdón que se multiplican en los años recientes provienen de hombres y mujeres, de estratos altos y estratos bajos, de personas rurales y urbanas, jóvenes, adultas y ancianas, identificados todos como sujetos que padecieron los pesos de una guerra en la que la multiplicidad de actores amplia la profundidad de las modalidades de los relatos, y con ellos, reconocer la capacidad de desplegar el mal como mecanismo para triunfar en el conflicto.

"Eran las cinco de la mañana y el bus en que nos movilizábamos realizaba el recorrido acostumbrado hacia el corregimiento Nueva Colonia. Allí quedaba Rancho Amelia, una finca bananera donde yo trabajaba en el Urabá antioqueño", recuerda Alexánder. En el sector de Bajo del Oso, ubicado a cuatro kilómetros de la carretera principal entre Turbo y Apartadó, un grupo de hombres armados con AK-47 ordenó detener el vehículo. Cinco integrantes ingresaron al bus, se identificaron como miembros del quinto frente de las Farc y ordenaron al conductor dirigirse hasta un sendero que había aproximadamente 200 metros más adelante.

En el lugar que les habían indicado los esperaba otro grupo de hombres armados. "No sé exactamente cuántos eran -dice Alexánder- pero rápidamente rodearon el bus, mientras los guerrilleros que estaban en el interior nos dijeron que bajáramos uno por uno".

A pesar del temor obedecieron la orden. Al descender, a cada uno de los ocupantes del bus le amarraron las manos detrás de la espalda con nylon y los obligaron a acostarse bocabajo. Luego, en total estado de indefensión fueron fusilados. "Sentí que las ráfagas quemaban mis piernas, por instinto levanté la cabeza para saber qué sucedía y fue en ese instante que un bala ingresó por mi ojo derecho y salió por el pómulo izquierdo".

Para terminar la masacre y no dejar testigos de lo sucedido, los guerrilleros empezaron a rematar con machetes a los heridos. Todavía consciente y a sabiendas del destino que le esperaba, Alexánder solo atinó a decirles "Cristo los ama". De vuelta, recibió manazos, golpes y patadas que le destrozaron su rostro. Al final, dos machetazos en el cuello le hicieron perder el conocimiento. Alexánder había sobrevivido (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013).

V. Conclusiones

Perdón y conflicto son categorías que deben ser aprehendidas desde la óptica de lo humano; radican en el potencial del comportamiento y ambas tienen un poder tan profundo en el curso de la existencia de los demás, que su esencia se vincula a la alteridad como condición necesaria para construir reconciliación y confianza.

En la historia reciente de Colombia, el conflicto armado interno, que ha permeado a niveles inimaginables y sin precedentes la escala de valores en una confrontación plural de actores, se enfrenta a la aparición del perdón, una acción humana tan posible como opuesta al conflicto, inimaginada e imposible en la mente de muchos que solo habían visto en la violencia el relato explicativo de una realidad social que parecía interminable.

La concurrencia de conflicto armado y perdón en un momento histórico como el que ha vivido Colombia, caracterizado por el ánimo de prevalencia del diálogo, la negociación y la construcción de acuerdos, abre paso a un periodo en el cual a las narrativas propias de la violencia ocurrida a lo largo de poco más de cinco décadas se sobrepone la excepcional aparición de aquellas enfocadas en el perdón como un punto que hace un corte transversal en la historia, para unir el dolor del pasado con la esperanza del futuro, a través de encarar en el presente todo lo ocurrido, como un compromiso con la construcción de la memoria, el reconocimiento a las víctimas, y la no repetición.

La palabra perdón abre una nueva narrativa que, acompañada de la violencia, pone su mirada en finalidades diferentes que se encuentran en la transformación de la forma de vivir, y gracias a ello nos preguntamos ¿En qué elementos podemos atribuir el poder transformador del perdón como fuente narrativa? Si retomamos el legado de Hannah Arendt apreciamos que las narrativas del perdón tienen un poder transformador en el hecho que se trata de recreaciones de una acción, humana, exteriorizada, impredecible e irreversible, la cual puede ser separada del agente que la realiza, fundada en el respeto, localizada en la pluralidad, y constructora de una cultura política, que como potencial de la condición humana se define en una capacidad de acción que libera de las acciones pasadas y abre oportunidades renovadoras a partir de acciones futuras.

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Como Citar: Vasquez Santamaria, J. E., & Alzate Alzate, N. A. (2021). De narrativas de la violencia a narrativas del perdón: aproximación desde crónicas periodísticas Colombianas. Justicia, 26(39), 129-152. https://doi.org/10.17081/just.26.39.3791

Recibido: 14 de Mayo de 2020; Aprobado: 26 de Julio de 2020

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