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Justicia

versión impresa ISSN 0124-7441

Justicia vol.26 no.39 Barranquilla ene./jun. 2021  Epub 24-Mayo-2021

https://doi.org/10.17081/just.26.39.4053 

Artículos

A propósito de la justicia transicional: ¿Resultado del miedo y la criminalidad? 1

About transitional justice: Result of fear and crime?

Yennesit Palacios Valencia1 

1Institución Universitaria Tecnológico de Antioquia, Medellín, Colombia


Resumen

La justicia transicional aparece como institución alternativa que demanda unos mínimos necesarios acorde a los estándares internacionales en la materia. Elementos que son indispensable para el tránsito de la guerra a la paz, ante la exigencia de las víctimas de verdad, justicia, reparación y medidas de no repetición. No obstante, en lo que al caso colombiano respecta, se intenta responder a la pregunta ¿Es el proceso de justicia transicional resultado del miedo y la criminalidad? El objetivo a partir de la pregunta anterior es, desarrollar elementos teóricos y epistemológicos en relación a las categorías objeto de estudio (miedo, criminalidad y justicia transicional), esto articulado a un enfoque fenomenológico-hermenéutico que se nutre del método documental, a partir del aporte teórico de estudiosos del derecho, criminólogos, sociólogos, y filósofos, que aparecen en un contexto disciplinar y transversal, atravesando el paradigma de políticas seguritarias en la historicidad del conflicto armado. El resultado de las categorías abordadas permite derivar, entre otras cosas que, en Colombia los factores miedo y criminalidad han influido y seguirán influyendo en la vida política, social y económica del país, ante el desenlace impreciso de la justicia Especial para la Paz. La conclusión final, en este sentido es que, con todo el miedo que pueda derivarse de este proceso, alguna parte tendrá que ceder a partir de lo que la otra exige.

Palabras clave: factores de la criminalidad; delitos contra los derechos humanos; peligro; víctima; violencia

Abstract

Transitional justice appears as an alternative institution that demands the necessary minimums in accordance with international standards in this area. Elements that are indispensable for the transition from war to peace, given the demands of the victims of truth, justice, reparation and non-repetition measures. However, as far as the Colombian case is concerned, an attempt is made to answer the question: transitional justice process is result of fear and criminality? The objective from the previous question is to develop theoretical and epistemological elements in relation to the categories under study (fear, criminality and transitional justice), this articulated to a phenomenological-hermeneutical approach that draws on the documentary method, starting from of the theoretical contribution of law scholars, criminologists, sociologists, and philosophers, who appear in a disciplinary and transversal context, crossing the paradigm of security policies in the historicity of the armed conflict. The result of the categories addressed allows us to derive, among other things that, in Colombia, the fear and crime factors have influenced and will continue to influence the political, social and economic life of the country, given the imprecise outcome of the Special Justice for Peace. The final conclusion, in this sense is that with all the fear that may arise from this process, some part will have to give in based on what the other demands.

Keywords: crime factors; crimes against human rights; danger; victim; violence

I. Introducción

Actualmente el Estado colombiano se encuentra en la ejecución de los Acuerdos de Paz de La Habana, con un modelo que exige la implementación de instituciones jurídicas como el Marco Jurídico para la Paz y con él, la Jurisdicción Especial para la Paz. Este marco normativo inspirado en las necesidades de las víctimas y en las obligaciones internacionales contraídas, se basa, en esencia, en la búsqueda de la verdad, tras el pasado conflictivo, para generar justicia y reparación, a la par de medidas de no repetición. Esto, porque en Colombia, las graves y sistemáticas violaciones a los derechos humanos y las serias infracciones al derecho internacional humanitario, han constituido muchas de ellas, crímenes internacionales representados en genocidios, torturas, desapariciones forzadas, masacres, desplazamiento masivo de personas, por mencionar algunas de ellas, de no menor importancia. Todo lo cual surgió, en un escenario de notoria impunidad, los falsos positivos, por ejemplo, son un modelo por antonomasia en la materia y la permanente indefensión de la población desplazada, a la fecha, confirman la regresividad de los derechos humanos por dicho fenómeno.

En este contexto la justicia transicional aparece como institución alternativa que demanda unos mínimos necesarios acorde a los estándares internacionales en la materia, elementos que son indispensable para el tránsito de la guerra a la paz, tras el pasado conflictivo. Desde el año 2012 se viene creando un corpus normativo lo suficientemente sólido, a partir de las negociaciones, en La Habana (Cuba), que concluyeron con un Acuerdo de Paz entre el Gobierno nacional y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, más conocidas como las FARC, en el 2016, para responder a las exigencias no solo de las víctimas, sino de la comunidad internacional, debido al conjunto de obligaciones adquiridas vía tratados internacionales. Entre ellos, cobra vital importancia, la Convención Americana sobre Derechos Humanos o Pacto de San José de Costa Rica (1969), que demanda protección, garantía, promoción, y respeto, de los derechos ahí consagrados.

Los acuerdos de Paz de La Habana, entre sus prerrogativas contemplan la Constitución de un Tribunal para la Paz, quien se ocupará de juzgar a responsables de delitos cometidos en razón y durante el conflicto armado. Sin embargo, dichas prerrogativas deben estar ajustadas, en todo caso, a los estándares internacionales que prohíben eximentes de responsabilidad, tales como, leyes de amnistía, a quienes sean titulares de crímenes de trascendencia internacional, pues con independencia de la soberanía atribuida a los Estados, están obligados a seguir el corpus iuris internacional de obligatorio cumplimiento, como jus naecessarium, pues rige el deber de investigar, juzgar y sancionar la comisión de crímenes contrarios al derecho internacional.

II. Planteamiento del problema

En relación al panorama descrito es factible preguntarse ¿Si el proceso de justicia transicional es resultado del miedo o la criminalidad? Nótese al respecto que, importantes estudios refuerzan que las actividades de la “guerrilla ligadas al narcotráfico y al secuestro de civiles con fines económicos hacen cada vez más borrosa la línea divisoria entre la violencia política y la criminalidad. En Colombia violencia y criminalidad son casi sinónimas en su historia contemporánea y sobretodo en los últimos años. La explicación de los factores que inciden en la criminalidad tiene, por tanto, gran importancia en la actualidad. En efecto, de un diagnóstico correcto de los problemas de inseguridad y criminalidad pueden resultar las políticas correctivas, tan necesarias en un ambiente de impunidad y pesimismo” (Montenegro & Posada, 1994).

III. Metodología

Para responder a la pregunta arriba esbozada se desarrollarán tres categorías de estudio. Una de ellas es el miedo, abordado por diferentes autores en un contexto disciplinar y transversal, que permite comprender desde un enfoque fenomenológico-hermenéutico el contexto del conflicto armado, tras la “abrumadora presencia del narcotráfico, el colapso de la justicia partir de los años ochenta y la propia historia de la violencia, que comienza a incorporarse a la vida colombiana” (Montenegro, Posada, & Piraquive, 2000).

Circunstancia que, a la fecha, se complejiza con la aparición de nuevos actores o fenómenos, uno de ellos, el neoparamilitarismo, mismo que está ligado, como se explicará, a la criminalidad organizada. Por otra parte, no sobra decir que la lucha contra la criminalidad organizada, al menos en la historia de Colombia, también legítimo, entre otras medidas, con el auge del narcotráfico y la guerra de cárteles de la droga, constantes estados de excepción y el denominado Plan Colombia, con la intervención autorizada de los Estados Unidos (EE.UU) (Guevara, 2015) en la pretendida búsqueda de la paz.

Otra categoría no menos importante es la criminalidad, misma que atraviesa transversalmente la historicidad del conflicto armado, para finalmente, abordar los elementos imprescindibles en los procesos de justicia transicional, en el intento de ofrecer posibles respuestas a la pregunta que motiva este escrito.

IV. Fundamentación teórica y epistemológica

Ahora bien, este estudio se sustenta teórica y epistemológicamente, en filósofos como Aristóteles, Thomas Hobbes y Robert Castel; los cuales tienen en común que han visto en el miedo una variable importante de la vida social y política de un Estado (Korstanje M. E. 2010). El miedo como abordaje teórico, por ende, aparece en un contexto disciplinar y transversal, que mira no solo hacia la filosofía sino a la sociología política en la concepción de Estados modernos. Circunstancia que atraviesa los paradigmas de políticas seguritarias en el contexto del conflicto armado, hasta llegar al estudio holístico de expertos en el derecho, la criminología y la misma sociología.

En el último caso, el referente teórico de Daniel Pécaut ―sociólogo francés quien es especialista de la sociología política latinoamericana, muy puntualmente, de la historia social y política de Colombia― es fundamental de la mano de María Teresa Uribe de Hincapié, quien como socióloga colombiana y antes de su fallecimiento, dejo grandes aportaciones en los estudios del conflicto armado. Asimismo, el estudio se soporta, en versados del derecho como Raúl Zaffaroni, Claus Roxin, Alejandro Aponte y Lola Aniyar de Castro, esta última, una de las más brillantes penalista y criminóloga de América Latina.

Génesis del miedo en el contexto colombiano

Para hablar de la génesis del miedo en Colombia es acertado situarse en el conflicto armado. Este ha tenido un clima de múltiples víctimas y variaciones significativas con la confrontación de sus participantes (guerrillas, paramilitares, y el mismo Estado). La desaparición forzada de personas en el marco del conflicto armado, por ejemplo, destaca como un fenómeno que se incentivó como parte de las acciones criminales para confrontar el miedo.

Un informe del Centro Nacional de Memoria Histórica (2016), destaca, en tal sentido, cómo comunidades enteras fueron transformadas no solo a causa del miedo recrudecido por la cantidad de personas desaparecidas, corolario que intensificaba no solo las secuelas del conflicto, sino las respuesta al mismo, pues los distintos gobiernos se vieron obligados, tras la ola de violencia, a guiar la expedición y aplicación de continuos estados de excepción con la creación de Estatutos de Seguridad pensados para contrarrestar al “enemigo”, esto es, fuerzas disidentes que violentaran los derechos humanos y atentaran contra la seguridad ciudadana.

De esta forma, el ataque al enemigo fue validado por la misma legislación; recuérdese la incursión de particulares con alta tendencia al crimen, bajo la creación del decreto de estado de sitio No. 3398 de 1965, que justificó la defensa armamentista de la población civil en los años 60’s, contexto que permitió la polarización de estrategias contrainsurgente en una mezcla de poderes, por un lado, el monopolio de la fuerza que radicaba en la soberanía política estatal, y por el otro, el traslado de dicho monopolio hacia los particulares por la doctrina de la autodefensa de la Nación.

Una vez constituidas las guerrillas la creación del Estatuto de Seguridad Nacional por parte del gobierno del Ex presidente Turbay Ayala, se extendió desde 1978 hasta 1981 y se constituyó en un “marco normativo que ampliaba las facultades de procedimiento de las Fuerzas Militares, restringiendo derechos y libertades en las garantías procesales de quienes fuesen capturados” (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2016). Doctrina que era fiel reflejo del modelo de seguridad emanado de los EE.UU pero moldeado a la percepción estatal frente amenazas y ataques por grupos armados disidentes. Paradigma que se convirtió en el corpus operativo e ideológico para atacar a los “enemigos” del Estado. Nótese, además, que ya el centro de las preocupaciones en el país para la década los 80’s no era solo el conflicto armado, sino también el narcotráfico.

Al respecto, Daniel Pécaut, gran conocedor de la historia colombiana, contextualiza con suficiente claridad cómo el narcotráfico se constituyó en un problema central, pues aparece estrechamente ligado a actos terroristas que contribuyen a desestabilizar las instituciones, a la par, que el fenómeno nace, igualmente, ligado a las actividades de la guerrilla. Pécaut sintetiza que, “si el narcotráfico se convierte también en problema político, el miedo afecta también a las instituciones políticas” (Pécaut, 2006).

Con estos antecedentes, el miedo al crimen o la misma percepción de inseguridad, nace ligado al contexto del conflicto armado, escenario donde paramilitares, las bandas criminales emergentes, las guerrillas y el propio Estado, juegan un papel central. En este panorama en virtud del derecho a la seguridad que demanda la sociedad, las víctimas y la colectividad en general, exigen al Estado en el ejercicio del ius puniendi, un modelo seguritario con incidencia extrema en el derecho penal como regulador de la vida social por su efecto sancionatorio.

El miedo, en consecuencia, se constituyó en una variable capital, teniendo en cuenta que después de los años 60’s el conflicto armado tuvo consecuencias inimaginables. No se trataba entonces de cometer crímenes de trascendencia internacional por la sistematicidad y la generalidad en la que se cometían las conductas, sino de crear una cultura de terror, donde la práctica de descuartizar cuerpos, por ejemplo, en presencia de las víctimas, creó pánico colectivo a un nivel tal, que la primera opción para sobrevivir era perder las tierras y abandonar el territorio habitado. El siguiente panorama refleja esto de manera contundente:

El recurso de las motosierras para descuartizar cuerpos y su lanzamiento al agua o la incineración en pilas de llantas o las fosas clandestinas, son parte del repertorio de las mafias que se empezó a usar desde los años ochenta con la irrupción del narcotráfico, que se ha prolongado hasta nuestros días en una trama confusa en la que la violencia del narcotráfico no pocas veces es utilizada para invisibilizar la violencia del conflicto armado, reconociendo que ambas se suceden simultáneamente e incluso se superponen en el tiempo y el espacio (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2016, p. 115).

A partir de lo anterior, aparece un panorama que aviva pánico colectivo: asesinatos, secuestros, extorsiones, desapariciones forzadas, crímenes de violencia sexual, y el desplazamiento forzado con un impacto significativo, no solo desde una perspectiva étnica, sino incluso, de género. Esto, por tanto, incrementa una serie de riesgos e inseguridades, como sostiene Paz (2013), asociadas al auge del conflicto en una atmosfera de inestabilidad política que propaga, en suma, miedo (Ordóñez, 2006). Esto tiene un efecto significativo en las mujeres, pues son afectadas de una manera diferencial y especial.

Lo anterior se explica desde uno de los fenómenos más representativos derivados del conflicto, esto es, el desplazamiento forzado. Drama humanitario que ha sido lo suficientemente sustentado por la Corte Constitucional, alertando sobre la existencia de riegos desde una perspectiva étnica y de género. Entre ellos se destacan: el riesgo de violencia sexual, explotación sexual o abuso sexual en el marco del conflicto armado; el riesgo de explotación o esclavización para ejercer labores domésticas y roles considerados femeninos en una sociedad con rasgos patriarcales, por parte de los actores armados ilegales; el riesgo de reclutamiento forzado de sus hijos e hijas por los actores armados al margen de la ley; los riesgos derivados de su pertenencia a organizaciones sociales, comunitarias o políticas de mujeres, o de sus labores de liderazgo y promoción de los derechos humanos en zonas afectadas por el conflicto armado; el riesgo de ser despojadas de sus tierras y su patrimonio con mayor facilidad por los actores armados ilegales dada su posición histórica ante la propiedad, especialmente las propiedades inmuebles rurales; (ix) los riesgos derivados de la condición de discriminación y vulnerabilidad acentuada de las mujeres indígenas y afrodescendientes; entre muchos otros (Cfr. Auto 092, 2008).

Estos riesgos son, en resumen, factores de vulnerabilidad específicos a los que están expuestas las mujeres por causa de su condición femenina en el marco de la confrontación armada, que no son compartidos por los hombres, al tiempo que también se acentúan en mujeres indígenas y afrodescendientes, pues cada grupo étnico tiene sus propias especificidades que, con el auge del conflicto, han detonado consecuencias disimiles y no por ello de menor importancia.

Al respecto, la naturaleza diferencial del impacto del desplazamiento forzado sobre los pueblos indígenas, ha sido significativa: “radica en que entremezcla facetas individuales con facetas colectivas de afectación, es decir, surte impactos destructivos tanto sobre los derechos individuales de las personas pertenecientes a las etnias afectadas, como sobre los derechos colectivos de cada etnia a la autonomía, la identidad y el territorio” (Auto 004, 2009).

Los desplazados colombianos como contextualiza María Teresa Uribe (2000), son una suerte de colectividad apátrida, aunque “no tienen que abandonar la Nación, les basta con moverse dentro de las fronteras de su país y situarse por fuera del territorio controlado por el poder con pretensión de soberanía que los expulsó, para poner sus vidas a salvo” (2000, p. 54). Además, insiste Uribe, el que exista una tradición de despojo y desplazamiento, de movilidad en el territorio, de frecuentes cambios en los lugares de residencia, a la que los desplazados colombianos están habituados, no significa que ellos estén menos afectados por esta experiencia que los refugiados de otros países” (2000, p. 57).

Un buen grupo de estudios señala que la violencia ha llegado a ser un fenómeno secular, habitual y propio de la vida colombiana. Según estos, atrás, en algún momento del pasado, se produjo un “pecado original” que desató una ola que no ha cesado. Este “pecado original” es, dicen algunos, un evento político, una guerra civil o un magnicidio. Para otros, consiste en algo genético o cultural que ha signado la vida del país. Según otras conjeturas es el resultado de la pugna entre los partidos, la lucha por la tenencia de la tierra o un defecto o deformación de algunas instituciones (Montenegro & Posada, 1994, p. 2).

Por otra parte, un tercer grupo considera la “no presencia del Estado como la causa de la violencia en Colombia. Bajo esta aproximación la ausencia del Estado se refiere a la carencia de aparatos públicos de prestación de servicios sociales, a la ausencia de oficinas regionales del Ministerio del Trabajo y a la falta de infraestructura de vías, acueductos y telecomunicaciones. Pero sobre todas las cosas, esta tesis hace énfasis en la inexistencia de mecanismos de participación ciudadana que puedan congregar a las comunidades locales y comprometerlas en proyectos de acción política pacífica (Montenegro & Posada, 1994, p. 2). Finalmente, una cuarta escuela propondría asociar la violencia con una rica mezcla de asuntos históricos, económicos, culturales y sociológicos. Se trataría de un fenómeno multivariado, complejo, conjunción y causas atadas de forma íntima. En el fondo la violencia sería el resultado de diversas formas de la injusticia social y económica, pero sus causas inmediatas serían múltiples (Montenegro & Posada, 1994, pp. 2-3).

Desde la última óptica propuesta, no solo aparecen impactos diferenciados y agravados, sino también, múltiples formas o manifestaciones de violencia. Desde la teoría desarrollada por Durán, López Fonseca, & Restrepo (2009), estás pueden ser, por un lado, la violencia criminal, de la cual hacen parte el crimen organizado y el crimen común; y por el otro, la violencia política, de la que hace parte el conflicto armado. Pero aclaran, que el límite entre crimen organizado y violencia política es difuso, debido a la existencia de diferentes formas de interacción entre estas dos.

Lo anterior, ratifica entonces, como se manifestó en la parte introductoria que, las actividades de la “guerrilla ligadas al narcotráfico y al secuestro de civiles con fines económicos hacen cada vez más borrosa la línea divisoria entre la violencia política y la criminalidad. Lo cual, en el contexto colombiano, permite decir que, violencia y criminalidad son casi sinónimas en su historia contemporánea y sobretodo en los últimos años (Montenegro & Posada, 1994).

Ahora bien, el conflicto armado desde su inicio ha tenido diferentes actores y variados niveles de intensidad. En sus orígenes, a propósito de la era de La Violencia, desencadenada con el Bogotazo (1948), fue sin lugar a dudas un paso decisivo en la conformación de las primeras guerrilleras liberales, en los años 60’s, mismas que se propagaron con el advenimiento de diversos grupos guerrilleros ―Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), Unión Camilista-Ejército de Liberación Nacional (UC-ELN), Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento 19 de Abril (conocido como Ml9), entre muchos otros―.

Además de los grupos descritos, las AUC―autodefensas Unidas de Colombia― también han jugado un papel fundamental. Esta organización paramilitar ha sido catalogada internacionalmente como grupo terrorista, al punto que ha sido clasificada como un grupo criminal que ha dejado víctimas al mismo nivel que las guerrillas. Hecho que generó el proceso de Desarme, Desmovilización y Reinserción de la organización, el 1 de diciembre de 2002, bajo el gobierno del Ex presidente Álvaro Uribe Vélez.

No obstante, a las AUC le sobrevinieron disidentes, que pertenecieron a las AUC, pero no negociaron con el Gobierno; los que entraron al proceso y no se desmovilizaron y los reductos de bloques que no se desmovilizaron. Entre ellos el Frente Contrainsurgencia Wayúu, las Autodefensas Campesinas del Casanare, el Frente Sur del Putumayo, las Autodefensas del Meta y Vichada y reductos de varios bloques tales como los del Central Bolívar, Libertadores del Sur, Pacífico y del Élmer Cárdenas” (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2010, p. 22). Dicho de otra manera, en estos grupos actúan mandos medios y desmovilizados de las AUC que reincidieron en acciones armadas y criminales (rearmados); algunas estructuras de las AUC y distintos grupos paramilitares que no se desmovilizaron (disidentes); y organizaciones criminales que ya existían y se visibilizaron al ocupar los vacíos territoriales dejados por los frentes desmovilizados o por grupos que se conformaron recientemente (emergentes) (Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, 2007). En suma, estos fueron grupos que no entraron al proceso o que su desmovilización fue incompleta (Granada, Tobón García, & Restrepo, 2009), o simplemente fueron bandos que no se desmovilizaron.

En el caso de “los emergentes se caracterizan por ser grupos especialmente dedicados a la delincuencia organizada o al control local del narcotráfico, ubicados principalmente en centros urbanos. Existían antes del proceso de DDR y su visibilidad era mínima por la presencia de las AUC. También, se tienen en cuenta en esta categoría algunos que se han constituido luego de la desmovilización” (Granada, Tobón García, & Restrepo, 2009).

Es preciso decir entonces, siguiendo a Aponte (2012) que, en el caso colombiano, por tradición concurren, grupos de autodefensas, cuya estructura de mando, presencia y dominio o disputa territorial, es identificada bajo el desarrollo de acciones concertadas sobre un territorio (además, por supuesto, de constatar las acciones permanentes de amedrentamiento contra la población civil que las soporta en territorios cooptados y privatizados) (2012, p. 30).

Ahora bien, la idea de grupos organizados que concurren bajo la modalidad de criminalidad organizada en el escenario del conflicto armado, es importante para el ejercicio del ius puniendi como mecanismo sancionatorio y de control estatal. Esto, aunque no es el objeto central del estudio, es crucial para explicar la titularidad de responsabilidad penal de personas o grupos que integran aparatos organizados de poder, teoría ampliamente argumentada por Roxin (2000), para vincular también como autor de la conducta punible, a aquellos que utilizando a otro/s como instrumento, infringen la ley penal en grupos claramente identificados y organizados.

Lo anterior es lo que se conoce como la autoría mediata en aparatos organizados de poder, la cual intenta evitar que, con las estructuras criminales, ampliamente organizadas, desaparezcan los autores centrales de las atrocidades, persiguiendo así, penalmente, a los jefes de las organizaciones. Tesis que ha sido seguida por la Corte Suprema de Justicia, recientemente (radicado No 50236 SP5333-2018 del 5 de septiembre de 2018), definiendo los siguientes elementos constitutivos de la figura:

  1. La existencia de una organización jerarquizada

  2. La posición de mando o jerarquía que ostenta el agente al interior de aquella.

  3. La comisión de un delito perpetrado materialmente por integrantes de la misma,cuya ejecución es ordenada desde la comandancia y desciende a través de la cadena de mando,o hace parte del ideario delictivo de la estructura.

  4. Que el agente conozca la orden impartida o la política criminal en cuyo marco se produce el delito y quiera su realización.

La organización con estructura jerárquica, presenta, según explican Granada, Tobón García, & Restrepo (2009) una cadena de mando lineal. Se identifica por la existencia de una cabeza visible, mayor tendencia hacia la disciplina militar y uniformidad en sus miembros (uso de uniformes o distintivos). Mientras que la organización, que ellos definen como estructura híbrida, cuenta con una cadena de mando no lineal y conformada por federaciones de grupos que responden directamente a un mando central, aunque conservan una relativa autonomía. Se identifican porque tienen varias cabezas visibles y se distribuyen en el territorio de tal forma que cada estructura actúa de modo independiente, pero con objetivos comunes. No responden a una disciplina de tipo militar, tampoco hay una uniformidad en sus miembros (por lo general, no utilizan distintivos o uniformes), sino que tienden a camuflarse dentro de la población urbana (Granada, Tobón García, & Restrepo, 2009, 475).

Las estructuras armadas, sea cual sea la calificación del grupo, han tenido protagonismo en el panorama del miedo, desencadenando una dinámica de violencia que no habla solo del conflicto, sino de modalidades diversas o conexas a él. Nótese por ejemplo que, según explican Restrepo, González, y Tobón (2011), a partir de los datos del Centro de Recursos para el Análisis de Conflictos (CERAC), en 2010 “los grupos neoparamilitares perpetraron casi el doble de acciones violentas que las FARC, sin contar los combates”. Por ello es interesante la clasificación arriba descrita, en tanto que, actualmente, con los procesos no solo de desmovilización, sino tras los Acuerdos de La Habana, han surgido diversos grupos que, no siendo originarios de los bandos tradicionalmente enfrentados, si poseen una estructura que los identifica como organizaciones criminales (González, 2013), por tratarse de grupos que evolucionan en torno al ejercicio de la violencia, bajo el control de la población y la insurgencia en diferentes modalidades.

Esa coyuntura “bebe” de la tradición del conflicto armado, pero se sustenta en una transformación de la violencia en Colombia. Con estas nuevas estructuras organizativas representadas en bandas criminales emergentes, el miedo entonces, pasa a tener un lugar significativo a la hora de hablar de las diferentes formas de violencias ―en su modalidad de criminalidad organizada― en un camino que busca la paz, con opciones a veces simples y otras veces complejas, acompañadas como diría Alfredo Witschi-Cestari, de trazados cortos y de largo aliento, y zonas de alta seguridad y mucho riesgo, donde pese a la barbarie, el “conflicto colombiano es, un callejón con salida” (PNUD, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano, 2003). Pero para otros, como explica Uprymny (2006), Colombia ha estado transitando en un proceso de justicia transicional, pero sin transición. Tema que no está concluido, pues faltan discusiones venideras conforme avance el desarrollo normativo del Marco jurídico para la Paz, a la par de su implementación, y con él, la acción del Tribunal Especial, en el mismo contexto.

El miedo como dispositivo de control global y estatal

La última década del siglo XX y las dos primeras del siglo XXI, han estado marcadas por fenómenos que vuelven a poner la lupa sobre el miedo como una variable de fundamental importancia, no solo como mecanismo de control político, sino como una verdadera arma que permea de manera profunda la vida económica de los Estados y las sociedades, las cuales son afectadas, cada vez más, por la inseguridad, el temor y el pánico, que infunden, no solo los fenómenos globales, sino los contextuales, esto es, los fenómenos que se desarrollan de manera particular en cada territorio, en focos geográficos de los Estados-Nación.

Lo anterior se agrava por la presencia de miedos globales, como por ejemplo, los desencadenados el 11 de septiembre de 2001, por el ataque a las Torres Gemelas en los EE.UU. Hecho que surge en un ambiente de “boom” propagandístico para tratar aniquilar a quienes son catalogados como terroristas, pues las comunicaciones en manos de los grandes poderes del mundo, contaban con una tecnología capaz de hacer llegar mensajes hasta los lugares más recónditos del planeta, y así, como planteara Roger Caillois, “el miedo humano hijo de nuestra imaginación, no es uno sino múltiple, no es fijo sino perpetuamente cambiante” (Vela, 2007).

En este escenario, la tesis del “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington (2001), reactiva un nuevo temor, el terrorismo (Van Der Pijl, K. 2016), pero esta vez, a escalas planetarias. Fue así como el surgimiento de nuevos y mayores temores marcaron el final del siglo XX y apostaron a un principio de siglo XXI cargado de nuevos niveles de inseguridades y temores para la sociedad global.

El mensaje se convirtió en una poderosa arma, una espiral imparable que facilitaba el pasó de unos miedos a otros, caos por el cambio del clima, temor por las crisis financieras, miedo a la guerra, pánicos alimentarios, virus y pandemias variados e invencibles, caídas inesperadas de los mercados, es decir, miedos individuales y colectivos se convierten en dinamizadores que mantienen en alerta al mundo (Virilio, P. 2012).

Por tanto, si el dispositivo no había fallado, tendría que mantenerse el miedo como dispositivo de control estatal, las industrias, las religiones y todos aquellos que hicieran del poder su interés central, pues el nuevo orden mundial liderado por Los EE.UU prometía un periodo de pánico permanente a todos los niveles en las sociedades del siglo XXI. Adicionalmente, el panorama latinoamericano estaba mediado por procesos de legitimación sospechosos, descritos por Aniyar de la siguiente manera:

  • Las penas informales: "muertes en enfrentamiento con la policía", los operativos policiales, las leyes peligrosistas;

  • las argumentaciones del poder y el control basadas en la supuesta existencia en el subcontinente de razas inferiores;

  • el control de las drogas como Caballo de Troya de la dominación internacional;

  • los delitos intencionales para asegurar la colonización;

  • el análisis de la legislación emergente para justificar acciones delictivas en los regímenes dictatoriales;

  • el miedo al delito para aglutinar consensos;

  • la utilización de una criminología al servicio del poder (2010, 27-28).

Por lo anterior, se mantuvo una línea de inseguridad que ya estaba establecida, pero daría, no obstante, impulso a un periodo de miedo global de dimensiones insospechadas. Ante la opinión pública mundial aparecía el fenómeno del terrorismo que ya era conocido, pero esta vez era mostrado con unas nuevas dimensiones, lo que obligaba a combatirlo también de forma global. Las consecuencias no se hicieron esperar, el surgimiento de un control a escala planetaria era una necesidad urgente, los límites a las libertades eran necesarias y la legislación se enfocó al logro de estos fines (Sáez, 2015). Es decir, una nueva geopolítica llegaba cargada de miedo y de necesidades de recursos para financiar ejércitos dotados de alta tecnología capaces de encontrar al enemigo en cualquier guarida, recursos para controlar la financiación a terroristas escondidos en países como Irak o Afganistán, o recursos para dinamizar nuevas industrias de seguridad privada que apoyaran la tarea de los Estados en la protección de la aldea global.

Circunstancia que originó, en efecto, pánico desbordado en su esfera política y social, con el apoyo de los medios de comunicación, mismos que se apoyan en imágenes de cualquier punto planetario para generar la alerta global esperada. Recuérdese para el caso de Colombia, cómo desde el miedo y todas las inseguridades derivadas, se legitimó sin respetar las normas del derecho internacional humanitario, el ataque a la frontera ecuatoriana para contrarrestar al enemigo, esto es, el ataque que dio por resultado, entre otros, la muerte del líder guerrillero, Raúl Reyes en el año 2008, como integrante las FARC, generando una crisis diplomática en la región por la violación a la soberanía territorial ampliamente protegida y regulada por el derecho internacional.

Para la época, este escenario donde el miedo es comercializable desde la óptica de la oferta y la demanda, Colombia mantenía a través de los bandos enfrentados la dominación a través del terror, por la evolución de estos grupos (guerrillas y paramilitares) en “enemigos” del Estado, en la lógica de Schmitt, y en la aplicación de un derecho extremo, con el auge, por un lado, de nuevas realidades criminales emergentes y, del otro, el incremento de una “marea legislativa” con la máxima intervención estatal, con el advenimiento de la normatividad penal que muta para incriminarlos, justamente como respuesta a la persecución de individuos especialmente peligrosos.

Esto, expresión Jakobsiana del derecho penal del enemigo (Günther & Cancio, 2006), sobre todo en el contexto de la lucha antiterrorista, en la problemática general del crimen organizado, y en la internacionalización de la criminalidad (Aponte, 2006), con el auge del narcotráfico desde y hacia Colombia. Con todo, evolucionó, como explica Aniyar (2010), un Derecho Penal del terror y una proliferación de penas informales para contener a una creciente población miserabilizada, sin empleo y sin recursos de subsistencia básicos otorgados por el Estado.

Es importante tener claro que todas las épocas históricas han estado marcadas por la sensación de incertidumbre y temor, pero en la época actual se tiene un especial interés en entender el miedo y la inseguridad, debido fundamentalmente, a las diferentes formas en las que el miedo se materializa diariamente. Formas estas, que no obedecen a un estándar, a un solo origen o, a un evento especial que pueda ser entendido y abordado de manera definitiva para dar respuesta a los cuestionamientos y necesidades que se originan en las diferentes sociedades, Estados y culturas (Porretta, 2010).

La realidad es que, no existe una sola respuesta frente a tantos miedos, pero tal vez, si se evidencia de manera clara unas intencionalidades en el uso del miedo, no solo los relacionadas con el control de unos sobre otros, sino también, los asociados con intereses de orden económico, ligado esto, al poder derivado de las armas, a partir de lo cual se puede visualizar el desarrollo de nuevos productos armamentísticos, como armas atómicas, capaces de provocar pánico, por un lado, desde la óptica de la oferta, pero por el otro, desde la demanda, es decir, con la producción de condiciones capaces de crear nuevos consumos enfocados a mitigar el temor y generar unas mínimas condiciones de seguridad.

El miedo, siguiendo a Zaffaroni en su prólogo para Aniyar de Castro (2010), se asocia al sentimiento de inseguridad y a las ansiedades por un futuro incierto. Porque, como dice Ciaran: "El hombre como abstracción a veces no dice nada: sólo cuando se habla de terror o de necesidades. En la violencia o el hambre se debate el hombre concreto en cualquier lugar de la tierra"; "el miedo es invención del hombre civilizado, como consecuencia del surgimiento de múltiples necesidades" (Zaffaroni, 2010).

Circunstancias todas, que obligan a estudiar el miedo conceptualmente, no solo desde la filosofía sino desde la teoría política, atendiendo que en el escenario colombiano no solo las víctimas directas sino la sociedad en general, ha sido perturbada por los fenómenos antes descritos y estos factores han influido de manera directa en el escenario social, económico, político y legislativo del país, en tanto que, se han desplegado un conjunto de respuestas que miran más, hacia propuestas predictuales con la maximización de la intervención penal (Zaffaroni, 2006), que al desarrollo progresivo de los derechos humanos.

El miedo en su concepción filosófico-política

El miedo como patrón presente en la historia humana ha sido abordado por diferentes autores y en diversos contextos de orden político, cultural y social. Filósofos como Aristóteles, Thomas Hobbes y Robert Castel, han abordado el miedo como elemento inherente del hombre con la naturaleza y la civilidad. Este último caso, es la postura seguida por Hobbes, quien asume que el miedo es condición necesaria para abandonar el estado de naturaleza y transitar a la civilidad. Dichas leyes “(tales como las de justicia, equidad, modestia, piedad, y, en suma, la de haz a otros lo que quieras que otros hagan para ti) son, por sí mismas, cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia, contrarias a nuestras pasiones naturales, las cuales nos inducen a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y a cosas semejantes” (Hobbes, 1984, pp.137-138).

En el caso de Robin (2009), este asume que el miedo se construye de manera interna o externa, como base para poder dominar las controversias subyacentes, sugiriendo un raciocinio bipolar de amigo/enemigo con fines determinados. Contexto donde el miedo externo “implica el temor de una colectividad a riesgos remotos o de algún objeto -como un enemigo extranjero- ajeno a la comunidad. Línea seguida también por Schmitt cuando establece que, “Si un pueblo tiene miedo de los riesgos y penalidades vinculados a la existencia política, lo que ocurrirá es que aparecerá otro pueblo que le exima de unos y otras, asumiendo su protección contra los enemigos exteriores y en consecuencia el dominio político; será entonces el protector el que determine quién es el enemigo, sobre la base del nexo eterno de protección y obediencia” (Schmitt, 1984). El miedo interno se derivaría, por otro lado, de conflictos verticales y divisiones endémicas de una sociedad, como la desigualdad, ya sea en cuanto a riqueza, estatus o poder. Este segundo tipo de miedo político surge de esta desigualdad, tan útil para quienes se benefician de ella y tan perjudicial para sus víctimas, y ayuda a perpetuarlo” (Robin, 2009, p. 45).

Por su parte, Michel Foucault propone un enfoque claramente político para el análisis del miedo, aunque en principio no va a hablar (expresamente) de miedo político sino de seguridad, territorialización, crisis, riesgo y peligro (Korstanje, 2010). También en la obra de Nicolás Maquiavelo puede encontrarse una relación inherente entre el miedo y la política, la expresión “más vale ser temido que amado” empleada en su obra el Príncipe, encierra un elemento fundamental sobre el cual se debe enmarcar el poder del Estado que siempre deberá ver en el miedo un arma que impide el desarrollo de la perversión de los hombres y las acciones que de ella se derivan (Taussing, M. 2000).

Retomando a Hobbes, como explica Kortanje (2009), fue uno de los primeros pensadores en relacionar el temor, al principio de conservación con la organización política. Coyuntura a la cual atribuye que el estado de igualdad de los hombres en sus facultades físicas y espirituales, es lo que puede provocar como consecuencia natural, rivalidad entre ellos cuando anhelan los mismos deseos, de tal suerte que, el temor aparece como una consecuencia de las confrontaciones originadas en sus deseos comunes, lo que puede desencadenar el aniquilamiento de uno sobre otro.

Estos deseos, trasladados al caso colombiano, han desencadenado repercusiones a un nivel tal, que es de notoria obviedad referirse, desde la tesis hobbesiana, al aniquilamiento no solo de personas sino de colectivos, en un estado barbarie sometido por los bandos o grupos que concurren, a la par del conflicto armado, o como consecuencia de este.

Obsérvese, por ejemplo, cómo en el caso de la “Operación Génesis”, donde se sancionó al Estado colombiano internacionalmente responsable, por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (o Corte IDH), por la participación de las fuerzas militares en la violación masiva de derechos humanos a la población afrocolombiana del Urabá chocoano, la cual tuvo que soportar en su territorio la presencia de diversos grupos armados al margen de la ley, acompañada de amenazas, asesinatos y desapariciones, que originaron su desplazamiento forzado a gran escala, en particular durante la segunda mitad del año 1990. En este escenario, verbigratia, algunos testimonios indicaron, sin que fuera controvertido por el Estado que, luego de darle muerte a una de las víctimas del ataque, los responsables procedieron a desmembrar su cuerpo. Hecho en el cual los paramilitares jugaron con su cabeza como si fuese un balón de fútbol en presencia de los miembros de la comunidad (Corte IDH, 20 de noviembre de 2013). Lo anterior demuestra, de forma contundente, la génesis del miedo como dispositivo de control y dominación, pues la respuesta inmediata a los actos de barbarie perpetrados fue el despojo, la desterritorialización y el desplazamiento forzado con todo el conjunto de vulneraciones derivadas.

Para el caso de América latina la comprensión del fenómeno o variable miedo no ha sido menos importante, el miedo solo puede volverse global si es localizable y además encuentra escenarios sociales concretos (Ordóñez, L. 2006). La convergencia de situaciones de terror, criminalidad y muerte, lo convierten en un espacio propicio para entender su uso como una estrategia que ha funcionado desde la gobernabilidad y ha sido capaz de generar dinámicas para la construcción de realidades importantes en los diferentes países de América Latina (López, 2017).

Es claro entonces que la realidad global ha tenido un importante aporte en el desarrollo del miedo también en América Latina, “los acontecimientos violentos acaecidos en lo corrido del siglo XXI y con efectos a escala planetaria, han reavivado el interés por los estudios sobre el miedo en las ciencias sociales” (López, 2017), con nuevos retos y duras preguntas o cuestionamientos, en especial de tipo económico, que apuntan a lo siguiente: ¿A qué industrias o grupos en particular genera beneficio una medida cuyo resultado sea el pánico individual y/o colectivo? ¿A la industria armamentista en caso de la protección de personas o sociedades enteras? O tal vez ¿A la industria tecnológica encargada de dotar todos los espacios con cámaras que mantengan seguimiento continuo a los movimientos de los habitantes de las urbes? O quizás ¿A la industria aeronáutica en caso de la protección y seguridad de los Estados? O, tal vez, a la gran industria de los seguros que está presta a cubrir muertes o daños, así como queda reflejado en el estudio titulado: Seguros de vida en Colombia, realizado en el año 2013, que visibiliza el crecimiento explosivo de la industria de seguros en los últimos 40 años (Pinzón, D. 2012).

Podría mencionarse un sin número organismos y Estados cuya base económica está anclada al dispositivo del miedo, lo cual está explicado también, de manera contundente, en los estudios del sociólogo belga, Armand Mattelart (2009), en su propuesta La globalisation de la surveillance. Aux orígenes de l’ordre sécuritaire, en su traducción al español, un mundo vigilado.

Para el caso colombiano, es indudable que el negocio es la guerra y las múltiples violencias en todas sus facetas y estadios, donde finalmente, la concentración de poder económico, político y social, es derivado del uso del miedo como arma de control social. Lo cual, durante décadas ha sido utilizado por actores diversos, de orden gubernamental y privado, nacional y extranjero a lo largo y ancho del país.

V. Discusiones

El debate desarrollado en torno al miedo deja muchos interrogantes y la mayoría de ellos sin respuesta. Lo cual no significa que no se hagan, finalmente, aportaciones dada la exigencia social y política que amerita el contexto colombiano para dejar alternativas, al menos, en relación al cuestionamiento que motivó este estudio.

Ahora bien, con el escenario descrito debe decirse que, en Colombia, el proceso de justicia transicional fue la salida mediada, en el mejor de los sentidos, al drama humanitario de la guerra, escenario que, como se observó, en las líneas anteriores, ha estado influenciado por el factor miedo ante los estragos y transformaciones derivados del conflicto armado (Buendía, 2003).

Sobre el particular, Colombia está afrontando diferentes y complejos interrogantes, entre ellos, como sugiere Huntington (1994), los problemas de transición asociados al cambio drástico de leyes inadecuadas para la democracia y, prioritariamente, a cómo tratar a quienes han estado abiertamente comprometidos con las violaciones a los derechos humanos” (1994, p. 191). Aunque en el panorama internacional son amplios los estudios y abordajes de la justicia transicional, es pertinente decir que no se conoce en la escala mundial un proceso de justicia transicional perfecto, en el entendido que estos, precisamente, están dotados de imperfección, pues una parte exige lo que la otra no desea hacer, o dicho de otra forma, una parte reclama, lo que la otra teme y pretende evadir a través del perdón conciliado.

En consecuencia, estos procesos están mediados por la tensión constante, entre las víctimas y los victimarios. Así aparecen, por una parte, las exigencias sociales de castigo y rendición de cuentas para quienes han cometido crímenes atroces, y por la otra, la necesidad de perdón para trascender del pasado conflictivo a un estado respetuoso de los derechos humanos, donde no se trasgredan las normas del derecho internacional humanitario.

Sin embargo, este tipo de políticas de reconciliación puede perfectamente acarrear, en los términos propuestos por Teitel (2003), consecuencias negativas en el largo plazo. Por ejemplo, “la incitación a llegar a acuerdos sobre los reclamos por actos del pasado puede tener ramificaciones conservadoras. Tal enfoque puede socavar reformas políticas más amplias y en general puede que no ayude a echar las bases para el desarrollo de la democracia. Además, dado que las respuestas discutidas aquí han implicado, en gran medida, decisiones políticas nacionales, éstas comúnmente pasan por alto las causas estructurales de mayor escala asociadas al equilibrio bipolar del poder” (2003, p. 17).

La justicia transicional, por ende, no es un conjunto de procedimientos únicos y exclusivos aplicables en todos los contextos, uniformemente, de hecho, las circunstancias de conflicto y guerra, pueden demandar contextualmente procedimientos disimiles, pero sobre lo que sí hay consenso, al menos, en lo que a la Corte IDH se refiere, atendiendo al corpus iuris internacional como doctrina interamericana en la materia, es que los procesos de justicia transicional deben cumplir unos estándares mínimos en atención a los criterios de justicia, verdad, reparación y medidas de no repetición. Al respecto, algunos autores, como lo son, Arthur, 2011; Uprimny, 2016; Elster, 2004; Palacios, 2016; y Teitel, 2003), pueden contribuir a ampliar la definición esbozada.

En el caso de la verdad, exigencia primaria de las víctimas en Colombia, la Corte IDH lo ha establecido, al igual que las restantes prerrogativas, como un imperativo; es en sí mismo, una forma de reparación (Corte IDH, Velásquez Rodríguez vs. Hondura, 1988), además, es un derecho autónomo indispensable para el ejercicio de otros derechos, como es el caso, por ejemplo, del derecho a la justicia. Cuando se trata de transiciones, como explica Uprimny (2006), su objetivo es dejar atrás un conflicto armado y reconstituir el tejido social, pues dicha transformación implica la difícil tarea de lograr un equilibrio entre las exigencias de justicia y paz, es decir, entre los derechos de las víctimas del conflicto y las condiciones impuestas por los actores armados para desmovilizarse, en casos de contextos bélicos.

En tal sentido, la justicia transicional puede ser entendida como “los procesos de juicios, purgas y reparaciones que tienen lugar luego de la transición de un régimen político a otro” (Elster, 2006, p. 15). Es también asumida como “una serie de prácticas, arreglos institucionales y técnicas de ingeniería social cuyo objetivo, dentro los límites impuestos por el derecho internacional, es facilitar a las sociedades que han estado o están inmersas en conflictos violentos o regímenes dictatoriales, la transición hacia una situación de paz duradera y democrática” (Forcada, 2011: 9).

Con estas prerrogativas, en Colombia se ha creado un cuerpo normativo, lo suficientemente sólido, constituyendo el Marco Jurídico para la Paz para dar cumplimiento a los estándares internacionales en la materia. En este contexto aparece la Ley de amnistías, indultos y otros tratamientos penales especiales (Ley 1820 de 2016). Pero se hace la salvedad que es norma imperativa internacional -ius cogens- la prohibición de este tipo de leyes, en caso de graves violaciones a los derechos humanos y serias infracciones al derecho internacional humanitario, por ser mecanismos que impiden la investigación, persecución y sanción de los perpetradores de crímenes internacionales, generando amplios márgenes de impunidad, lo cual sería contrario a los derechos de las víctimas, a la verdad, justicia, y reparación.

En consecuencia, se traslada el deber de no dejar impunes estos delitos, debiéndose usar los medios, instrumentos y mecanismos nacionales e internacionales para la persecución efectiva de tales conductas y la sanción de sus autores, con el fin de prevenirlas y evitar que queden en la impunidad (Corte IDH, 2006).

En tal sentido, la Ley de amnistías, indultos y otros tratamientos penales especiales (Ley 1820 de 2016), no regirá para los delitos de lesa humanidad, genocidio, y los graves crímenes de guerra -esto es, toda infracción del Derecho Internacional Humanitario cometida de forma sistemática- la toma de rehenes u otra privación grave de la libertad, la tortura, las ejecuciones extrajudiciales, la desaparición forzada, el acceso carnal violento y otras formas de violencia sexual, la sustracción de menores, el desplazamiento forzado, además del reclutamiento de menores, todo ello conforme a lo establecido en el Estatuto de Roma, por el cual se creó la Corte Penal Internacional

La Ley 1820 de 2016, que regirá para la Jurisdicción Especial para la Paz, es contemplada como un mecanismo de extinción de la acción penal, disciplinaria, administrativa y fiscal, que se concederá por los delitos políticos de “rebelión”, “sedición”, “asonada”, “conspiración” y “seducción, usurpación y retención ilegal de mando" y los delitos que son conexos con estos de conformidad con esta ley, a quienes hayan incurrido en ellos. Lo cual no extingue el derecho de las víctimas a recibir reparación.

Así como está estipulado en el Acuerdo sobre las víctimas del conflicto armado, la responsabilidad de los destinatarios del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición - SIVJRNR, no exime al Estado de su deber de respetar y garantizar el pleno goce de los derechos humanos y de sus obligaciones, conforme al Derecho Internacional Humanitario y al Derecho Internacional de los Derechos Humanos. En consecuencia, la Ley 1820 consagra en su Art. 9 el deber del Estado de investigar, esclarecer, perseguir y sancionar conforme a los estándares internacionales en la materia, teniendo en cuenta entre otras cosas, las obligaciones derivadas de las Convención Americana, en el contexto del sistema interamericano de protección de los derechos humanos.

Ahora bien, las prerrogativas para los destinatarios SIVJRNR, en tanto titulares de tratamiento especial conforme a la Ley 1820, solo serán posible siempre y cuando contribuyan a aportar verdad plena, reparar a las víctimas y garantizar la no repetición. Aportar verdad plena, en este contexto, significa relatar, cuando se disponga de los elementos para ello, de manera exhaustiva y detallada las conductas cometidas y las circunstancias de su comisión, así como las informaciones necesarias y suficientes para atribuir responsabilidades, para así garantizar la satisfacción de los derechos de las víctimas a la reparación y a la no repetición. El deber de aportar verdad no implica la obligación de aceptar responsabilidades.

Estas cuestiones tan complejas, son las que hacen pensar que el proceso de justicia transicional es, pese a los estándares internacionales en la materia que exigen respeto a los derechos humanos, un proceso mediado por el miedo de una sociedad, que aún no supera los estragos del conflicto. Lo anterior, en mayor medida se agrava, con la aparición, como se observó, de bandas criminales emergentes, que si bien, no necesariamente guardan relación con los bandos enfrentados tradicionalmente, si guardan correspondencia con la sospecha más temerosa para la sociedad colombiana, en la medida que el conflicto parece mutar con nuevos actores.

VI. Resultados

Las categorías abordadas permiten derivar que en Colombia los factores miedo y criminalidad han influido y seguirán influyendo en la vida política, social y económica del país, ante el desenlace impreciso de la justicia Especial para la Paz. Lo que agrava el asunto es, el hecho que, la criminalidad organizada y la violencia política, son cada vez más, líneas divisorias imprecisas, y ambas integradas, complejizan las formas de violencia que transforman el interior del Estado.

Es necesario entonces preguntarse: ¿Los grupos disidentes al margen de la ley en el marco del conflicto armado (guerrillas y paramilitares), todos dejarán las armas conforme a las exigencias del Marco Jurídico para la Paz? O ¿Estas crearán grupos rearmados y reincidentes en las mismas lógicas tradicionales del conflicto? Por ello, más que concluir, está pregunta deja un debate abierto a modo de reflexión, pues la historia es testigo que, en otros escenarios de procesos de Desarme, Desmovilización y Reinserción, ha sobrevenido grupos disidentes que no se desmovilizan y mutan con la creación de nuevas tropas bajo la modalidad de criminalidad organizada.

La realidad es, en último lugar, que el caso colombiano mantiene firmes y duras tensiones en relación al conflicto y la paz. Máxime cuando la tendencia, en los sucesivos gobiernos, ha sido, en general, la búsqueda de una salida amistosa para dejar atrás el pasado conflictivo. En la misma medida, si bien, por los menos unos diez años atrás, se pensaba que Colombia estaba inversa en justicia pero sin transición, hoy es posible pensar en un proceso de justicia transicional imperfecto, pues hay actores dispuestos a conciliar las tensiones derivadas de la guerra y la paz, pero ello no significa que todos los intereses sean perfectamente conciliables, pues indudablemente, la conclusión final es que, con todo el miedo que pueda derivarse del proceso, alguna parte tendrá que ceder a partir de lo que la otra demande.

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1 Este artículo es producto del proceso de fundamentación de la Línea de Investigación en Derechos Humanos, Género y Multiculturalismo, en el Grupo de Investigación Jurídico Social.

Como Citar: Palacios Valencia, Y. (2021). A propósito de la justicia transicional: ¿Resultado del miedo y la criminalidad?. Justicia, 26(39), 173-190. https://doi.org/10.17081/just.26.39.4053

Recibido: 14 de Mayo de 2020; Aprobado: 26 de Julio de 2020

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